Raúl Molina Gil – Universitat de València

 

Así definía, como «Esqueletos heroicos de los tiempos feudales», Emilio Carrere en una composición de Salutación triunfal, los castillos de España. Una suerte de vestigios de los heroicos tiempos del pasado que todavía salpican el paisaje español. Metafóricamente, también podríamos definir así las referencias medievales que jalonan la poesía española del periodo 1900-1920, puesto que la inmensa mayoría de los autores focalizan en esos tiempos feudales para, de alguna forma, rescatar la épica de un pasado que no encuentran en el presente. Es por ello que las composiciones de estas décadas, indefectiblemente marcadas por la ideología del modernismo (de lo arcaizante y de lo preciosista, por lo tanto), recorren las batallas de la conquista (desde don Pelayo hasta la toma de Granada), orillan las más diversas leyendas, registran el imaginario religioso del medievo (desde de los milagros marianos a detalles hagiográficos), aluden al Cid, a Álvar Fáñez, a Guzmán el Bueno, a Sancho IV, a Roldán, a numerosos reyes, caballeros y damas de los reinos taifas y nazaríes o a los más relevantes escritores de la Edad Media (Jorge Manrique, Gonzalo de Berceo o Juan Ruiz) y, también, reflexionan frente a las fachadas de iglesias y catedrales, en los jardines de los claustros o ante los muros de la Alhambra, de Córdoba o de Estambul. La antigua Castilla, cuna de grandes hazañas históricas, deviene temática predilecta; pero también lo es la otra Península: la colorida Al-Andalus, siempre tratada desde una óptica orientalista. Al fin y al cabo, dos mecanismos de escape: frente a la ruina de un presente marcado por el Desastre del 98 (como símbolo de la definitiva pérdida de la presencia de España en el mapa geopolítico mundial), por la ruina y la pobreza de un país no industrializado (más allá de algunas zonas del norte y de Cataluña) que todavía se estructura como un sistema hasta cierto punto feudal y por una crisis social y política permanente que se materializa en una alternancia en el poder legislativo sin que ello se plasme en una mejora en las condiciones de vida, los poetas del periodo 1900-1920 decidieron, en su mayoría, volver la vista hacia el pasado y releerlo en una tonalidad épica. La Edad Media no es aquí ese espacio oscuro y violento que tanto se ha popularizado desde diferentes ópticas, sino un lugar que bien es transitado por héroes (a partir de una imagen idealizada de Castilla, muy influida por el Romancero) o bien es percibido como un espacio exótico y colorido (desde una visión orientalista de la realidad histórica musulmana, relacionada con el espíritu modernista y heredera de esta tradicional y ficcional lectura de Oriente). Por supuesto, hay excepciones, como podrá comprobar el lector de la antología, pero son estas las líneas de fuerza que marcan los poemas del periodo 1900-1920. Aunque, eso sí, para comprender en profundidad estos detalles, es decir, estos «Esqueletos heroicos de los tiempos feudales», es necesario analizar primero de qué manera lo medieval comienza a tener relevancia en las letras españolas durante el siglo XIX, pues solo así seremos capaces de entender su impronta en las primeras décadas del XX.

1– Hacia el siglo XX: el medievo en la cultura y la poesía del siglo XIX

«Mienta la historia»  José Zorrilla

En contraposición a la búsqueda de los valores universales del hombre a través del tiempo, que estructuró la cultura del clasicismo dieciochesco –cuyas influencias se entrevén todavía en buena parte de los poetas ilustrados que continúan publicando a principios del XIX (Jovellanos, Moratín, Meléndez Valdés, Iriarte, etc.)–, el Romanticismo se afanó en buscar los valores propios y distintivos de los pueblos; una vuelta a lo histórico y a la recreación del pasado que tomaría como referencia perpetua la época más olvidada por los clasicistas: la Edad Media (Pérez Priego, 2000: 361). Esta «se ofrecía como un lejano y exótico escenario a la imaginación de poetas y novelistas, pero también como un conjunto de creaciones artísticas y literarias, valiosas en sí mismas y que reflejaban unos supuestos estéticos diferentes a los del clasicismo» (2000: 361). Lo medieval, así, coparía los relatos novelescos, los dramas y los poemas, pero no lo haría desde una concepción empírica de los hechos históricos, sino a partir de reelaboraciones mítico-legendarias que permitieron mostrar exagerados personajes heroicos, espacios abundantemente exóticos, elementos fantásticos y legendarios en exceso exagerados, etc. En otras palabras, la materialización del mienta la historia de Zorrilla, que llevaría a modernizar la materia legendaria sin atender demasiado a la veracidad de lo contado (Pérez Priego, 2000: 362).

Aunque es cierto que los movimientos nacionalistas a lo largo del siglo XIX llevaron aparejada la necesaria recuperación y reivindicación de las literaturas nacionales (un hecho del que todavía hoy somos herederos) y, con ello, de la valoración de las literaturas populares, entendidas como los modelos de representación más cercanos a lo que Herder en Alemania había teorizado como volksgeist, no podemos olvidar que ya en el siglo XVIII «se iniciaron los estudios sobre literatura medieval, en una centuria de copias y descubrimientos de manuscritos, aspecto archivístico de suma importancia que dejará un importantísimo legado para la segunda mitad del siglo XIX» (Sanmartín Bastida, 2002: 113). Destaca, en el ámbito de lo poético, por ejemplo, las reediciones elaboradas por Quintana de las Poesías escogidas de nuestros cancioneros y romanceros antiguos, publicadas a partir de 1797 o, ya a principios del XIX, los tres volúmenes de las Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días (1807).

Es en la tercera década del siglo XIX cuando se despierta una ferviente pasión por los romances medievales, sobre todo a partir de las recopilaciones que Agustín Durán inició en torno a 1824, en las que se reunían composiciones de la tradición escrita y que tuvo su continuidad a lo largo de toda la centuria, por ejemplo, con la edición de Wolf y Hoffmann en Berlín de Primavera y Flor de romances. Colección de los más viejos y populares romances castellanos, de 1856, que fue reeditada en 1899 por Menéndez Pelayo en su Antología de poetas líricos castellanos: «Los románticos volvieron la vista hacia los cantares, romances y leyendas tradicionales, a los que consideraban manifestaciones espontáneas del espíritu popular, alejadas de las normas académicas» (Huertas Morales, 2015: 46) que, además, «partían de una base histórica o de puntuales acontecimientos realmente ocurridos (sobre el Cid, Pelayo, los Infantes de Lara, etc.) [que] acentuaba la relación entre literatura e historia: volver a escribir el pasado, darle una orientación y, en muchas ocasiones, reinventarlo en aras de conformar una idea de nación y de identidad colectivas» (2015: 46-47). Dice Sanmartín Bastida en este sentido, sobre la profusión de las reediciones:

Durante la segunda mitad del siglo se comenzará a prestar más atención a los cancioneros, antes solo accesibles a través de los códices, pues no había ninguna edición moderna de los mismos. En 1851 Pedro José Pidal publica en Cancionero de Juan Alfonso de Baena, que hacia finales del siglo cuenta ya con dos ediciones; la Sociedad de Bibliófilos en 1882 pone en circulación el Cancionero General, no limitándose a la primera edición de 1511, sino enriqueciéndola con un apéndice de lo añadido en las posteriores […]; en 1884, Pérez Nieva presenta la Colección de poesías de un cancionero inédito del siglo XV; y en 1901 se edita el Cancionero de Álvarez Gato, por señalar algunos hitos en este terreno (Sanmartín Bastida, 2002: 126-127).

En este sentido, es de suma importancia, para la recuperación decimonónica de la literatura nacional española de los siglos anteriores, el trabajo realizado por Aribau y Ribadeneyra en la Biblioteca de Autores Españoles entre 1846 y 1886, que coordinaron la reedición de «textos literarios fundamentales de la historia de la literatura española que, hasta entonces, únicamente estaban en manos de bibliófilos y eruditos» (Pérez Priego, 2000: 363). En esta colección fueron publicados los Romanceros de Durán (volúmenes X y XVI) en 1849 y 1851; una recopilación coordinada por Gayangos de escritores en prosa anteriores al siglo XV (volumen LI) y, sobre todo, el compendio Poetas castellanos anteriores al siglo XV, la «vulgata para el conocimiento de la poesía medieval» (Sanmartín Bastida, 2002: 114), que contiene, entre otros, el Cantar de Mío Cid, la Vida de Santo Domingo de Silos, la Vida de San Millán, el Libro de Apolonio, la Danza de la muerte, el Libro del Buen Amor o el Poema del Conde Fernán González, entre otros.1

A nivel historiográfico, destacan la Historia crítica de la literatura española, de José Amador de los Ríos, publicada entre 1861 y 1865, así como las obras de Milá i Fontanals sobre la poesía trovadoresca y heroico popular, «con las que modificará sustancialmente los supuestos críticos hasta entonces vigentes en el estudio de la lírica y la épica medievales» (Pérez Priego, 2000: 364). Discípulo de este es Marcelino Menéndez Pelayo, de cuya pluma saldrían dos obras capitales: Antología de poetas líricos castellanos (1890-1908) y Orígenes de la novela (1905-1910). Finalmente, destaca, por supuesto, ya a caballo entre el XIX y el XX, la labor de Ramón Menéndez Pidal, con obras como Leyenda de los siete infantes de Lara (1896), Catálogo de las Crónicas Generales de España (1898), Notas para el romancero del conde Fernán González (1899), Cantar de Mío Cid: texto, gramática y vocabulario (1910), etc.

Es evidente que ello, unido a las ideas de los diferentes movimientos artísticos, debió influir en la literatura escrita durante el siglo XIX. Un somero repaso nos permite certificar que, a lo largo de todo el siglo, desde los primeros escarceos románticos hasta el auge del modernismo finisecular, pasando por el realismo, son muy numerosas las inserciones de elementos medievales en las composiciones poéticas.2 Así lo ha demostrado Rebeca Sanmartín Bastida que ha desarrollado en su amplia tesis doctoral (2000), posteriormente convertida en un más sucinto libro (2002), una división temática de la poesía de tema medieval durante este siglo, que nos permite constatar que el medievo se inserta en las composiciones a partir de diversas y muy variadas vías, que abrieron las sendas de una recuperación de la historia (ficcionalizada) y de la literatura de la Edad Media durante el siglo XIX. Propone, en este sentido, Sanmartín Bastida diversas categorías temáticas: los «Romances moriscos» (2000: 320-324), el «Uso político de la Reconquista» (324-335), vinculado con «La victoria de Tetuán y las Guerras Carlistas» (328-335), la «Conquista de Granada y el Descubrimiento de América» (335-338), los «Héroes y batallas históricas» (338-354), el «Orientalismo medieval» (354-359), las «Regiones y monumentos» (359-365), las «Adaptaciones e imitaciones» (365-372), las «Leyendas fantásticas» (372-377), la «Imitación de la poesía del Medievo. Métrica y temática» (377-393), centrada principalmente en Dante y Manrique o los «Ecos de la Edad Media» (193-398). Finalmente, en «Los poetas realistas» (398-446) focaliza en el medievalismo de Núñez de Arce y de Ferrari; en «Los poetas premodernistas» (446-472), se centra en Ricardo Gil o Reina, así como en la relevancia de Rubén Darío; y, en el último apartado, estudia la relevancia de «Zorrilla y el legado romántico» (472-477).

Esta taxonomización, como puede apreciarse, no dista demasiado de las primeras pinceladas que hemos dado al inicio de este prólogo sobre el periodo 1900-1920 y que posteriormente ampliaremos: si bien las primeras décadas del siglo XX están marcadas por el influjo del modernismo, del parnasianismo, del simbolismo y del prerrafaelismo, así como por las circunstancias socio-políticas de la España finisecular, no podemos negar una continuidad temática en muchos casos.

Ahora bien, sí es cierto que nos encontramos en la segunda mitad del siglo XIX con un sustancial cambio de paradigma. Si el Romanticismo había permitido la expansión del relativismo crítico, a partir de los años cincuenta y sesenta se produjo el avance de la crítica positivista (impulsada por los textos de Comte), de la que todavía somos herederos, como ya demostró por extenso José Portolés Lázaro (1986), que se aprecia claramente en el auge de ediciones críticas de importantes textos de épocas anteriores:

Reaccionando contra todo subjetivismo, la nueva actitud crítica defendió la primacía de los hechos y abogó por un absoluto determinismo científico. En su vertiente más pura, promovida particularmente desde las cátedras universitarias, esta corriente se impuso la doble tarea de compilar exhaustiva y rigurosamente los hechos literarios y de tratar de comprenderlos de la manera más objetiva posible, desechando, por ello, toda explicación meramente subjetiva o carente de base documental. La búsqueda, fijación y edición de textos, así como la documentación de los hechos, la exégesis de las obras y una obsesiva preocupación por las fuentes e influencias fueron, en términos generales, sus principales campos de investigación (Pérez Priego, 2000: 364-365).

En este sentido, a nivel literario, si con el Romanticismo la poesía orilló una imagen idealizada y exótica de la Edad Media, «con el Realismo aparecerá una objetividad o indiferencia del autor hacia la materia de sus versos» (Sanmartín Bastida, 2000: 483). Esta evolución no es fruto de una repentina fractura, sino más bien de un desarrollo (cuyas influencias pueden rastrearse en toda Europa) que potenció y dio nuevas ideas a una actitud de parte del romanticismo contraria a la anteriormente definida, «que señalaba las cargas del feudalismo, dentro de esa ideología burguesa liberal que busca el progreso moderno […] y en parte también por puros motivos estéticos de búsqueda de horror efectista, como en la novela gótica» (Sanmartín Bastida, 2002: 180). De este modo, se dejó notar la influencia del antimedievalismo de los autores franceses como Leconte de Lisle, De Vigny o Bonnemère, en los poetas españoles, que volvieron a estigmatizar el Medievo como una época oscura, violenta y negativa, tal y como había hecho buena parte de los autores del dieciocho (principalmente los afrancesados, que vieron en lo medieval la imagen del Antiguo Régimen que la Revolución Francesa quiso desterrar). Sucede así, por ejemplo, en las fieles recreaciones de Blanco Asenjo en La locura del bardo, al describir los yermos e intemporales paisajes ubicados alrededor de un castillo medieval, o de Núñez de Arce en El vértigo, que retrata a sanguinarios señores feudales.

En cualquier caso, tanto durante el romanticismo como durante el realismo, el cultivo del tema medieval está salpicado de un componente político que es necesario remarcar. Sin voluntad de entrar en unos detalles y pormenores que nos obligarían a recorrer buena parte de la historia de España durante el siglo XIX, sí podemos traer a colación unas palabras de Rebeca Sanmartín Bastida en las que resume este sentir:

La tónica común de estas composiciones es el anuncio de un retorno a la gloriosa época de los siglos medios: el león de España se despertará, se repite en varias composiciones, y volverá a ponerse al nivel de las grandes naciones. El triunfo frente a los moros en Tetuán, de 1860, se situará en paralelo con la hazaña de la Reconquista […] y también se hará lo mismo con la guerra carlista, que ganarán los hijos de Guzmanes y Cides […] Encontramos varios ejemplos de comparación entre Isabel la Católica e Isabel II […] En otro sentido se moverá un tipo de medievalismo político regional que, impulsado por concursos poéticos, auspicia los versos rememoradores del pasado de una provincia (Sanmartín Bastida, 2002: 232).3

Ahora bien, la imagen negativa de lo medieval propia del realismo se diluyó en la búsqueda de la belleza que llevaron aparejadas las poéticas modernistas. Así, la poesía que aquí nos atañe se alejará de la representación fidedigna del medievo para hacer más hincapié en los valores estéticos que en los emotivos: «No hay ya descripción psicológica o costumbrista, ni sentimentalismo exaltado tardorromántico o detallismo realista: se trata de delectación en gestos y formas estéticas» (Sanmartín Bastida, 2000: 486). Es esta una deriva que, como ha analizado Pérez Priego, tras la senda de Litvak (1980), guarda una estrecha relación, en tanto contrapunto, con el desarrollo industrial y tecnológico del siglo XIX:

El mundo medieval suscitará así una renovada sensibilidad hacia la belleza de sus formas artísticas, al mismo tiempo que supondrá un refugio frente el progresivo deterioro y alienación de la sociedad industrial moderna. Ante el desencanto por la civilización industrial, se vuelve la atención hacia valores de siglos pasados, cuando no había irrumpido aún en la sociedad la tecnología y la mecanización. Se vuelve la vista a los tiempos, considerados dorados, en que el modo de producción artesanal feudal no había sido desplazado por el modo de producción industrial capitalista. Frente a los tiempos modernos, la Edad Media es evocada como una arcadia feliz, como una civilización utópica (Pérez Priego, 2000: 365).

Fue, en este sentido, ya en la década de los noventa, Rubén Darío quien popularizó un modernismo salpicado de elementos medievales que, a la postre, influyó en los poetas españoles posteriores que en las páginas de esta antología hemos recuperado: Villaespesa, Zayas, Marquina, Blanco Belmonte, etc. Podemos destacar aquí su poema «La poesía castellana», en el que Darío imita la lengua y el estilo de diversas composiciones medievales, desde la métrica irregular de la épica, hasta las coplas de pie quebrado manriqueñas, pasando por el tetrástrofo monorrimo del mester de clerecía, el arte mayor de Juan de Mena o las serranillas de Santillana (un detalle que une al nicaragüense con una de las subdivisiones propuestas por Sanmartín Bastida para la clasificación de los poemas de temática medieval durante el siglo XIX que antes hemos comentado). En Prosas profanas, de 1901, encontramos motivos cidianos en «Cosas del Cid», que entronca con el Zorrilla de la Leyenda del Cid y con buena parte de los romances rescatados durante las décadas anteriores; una exaltación de Gonzalo de Berceo en «A maestre Gonzalo de Berceo»; o una imitación de la poesía de cancionero del siglo XV en «Dezires, layes y canciones».

Ahora bien, antes de que el poeta nicaragüense catalizase la renovación del primer grupo modernista (Cardwell, 1995), podemos constatar un primer influjo de la poesía francesa en los últimos años del siglo XIX (Olmo Iturriarte y Díaz de Castro, 2008: 10): «Charles Baudelaire, Teóphile Gautier, Paul Verlaine, Albert Samain, Jean Moréas, Francis Jammes, etc., sirven de modelo a lo largo del período que cubre desde las primeras innovaciones de los años ochenta hasta la eclosión de las vanguardias» (2008: 10). Otro diálogo interesante es el que mantienen los poetas en lengua castellana con el modernismo catalán, ligado al incremento del regionalismo y del nacionalismo iniciado con la renaixença, que se desarrolló desde 1890 bajo el manto de las influencias francesas (Olmo Iturriarte y Díaz de Castro, 2008: 11).

Aunque es cierto que este apartado podría ocuparnos muchas más páginas y podría haber estado salpicado de otras numerosas referencias y composiciones de la época, no creemos conveniente ahondar más sobre ello, puesto que lo dicho cumple ya con el objetivo que nos habíamos planteado: el de justificar, con esta rápida genealogía, que a lo largo de todo el siglo XIX hay en la poesía española (y, en general, en la literatura) una voluntad de recuperación de lo medieval (con distintas ópticas y valoraciones, por supuesto). La Edad Media consigue, a lo largo de las décadas, entrar a formar parte de los diversos movimientos literarios que se desarrollan en Europa y España: desde la idealización romántica (que tiende a focalizar en lo exótico, en lo fantástico y en los héroes de antaño en tanto representación de lo nacional y de la genialidad individual), hasta el preciosismo modernista (más atento al detalle y con la mirada siempre puesta en la plasmación de la belleza), pasando por el realismo (y su voluntad de materialización «fidedigna» de lo medieval, desde una visión, eso sí, negativa de la época). La capacidad de lo medieval para amoldarse es, por lo tanto, a todas luces reseñable por la extensión y variedad de temas que pueden ser tratados: a fin de cuentas, hablamos de un periodo de unos mil años, por lo que es ingente la cantidad de detalles a los que se puede recurrir desde la literatura.4 Y ello, sin duda, abrió la senda a determinadas continuaciones en las dos primeras décadas del siglo XX, sobre las que entraremos en posteriores apartados.

2– Continuidades y derivas: la poesía contemporánea de tema medieval en el periodo 1900-1920

«Tal lo que hemos dado en llamar la Edad Media, tiempo, según los papanatas, de oscuridad y de barbarie» Miguel de Unamuno

Es así como llegamos a 1900 en un claro momento de cambio de paradigma, marcado por las influencias antes comentadas. Ello, generó unas poéticas que no se plantearon como una reacción contra el romanticismo, sino contra sus tópicos y expresiones (Olmo Iturriarte y Díaz de Castro, 2008: 13). El modernismo, así, siguiendo a Carnero (2002), «asumió la autonomía del lenguaje y del discurso en función estética y reflexiva» (2002: 16), «negó que el escritor deba limitarse a lo contemporáneo, no solo desde el compromiso crítico, sino desde cualquier perspectiva […] evocando, con nostalgia cargada de crítica implícita, otras épocas del pasado convertidas en mito compensatorio» (2002: 17), «se situó al margen de la moral convencional […] por ello el erotismo modernista fue explícitamente renovador […] y altamente escandaloso en todas sus manifestaciones» (2002: 18), «exaltó su singularidad y aristocracia emocional, intelectual y cultural, asumiendo con orgullo y desprecio la soledad y la incomunicación que de ellas se derivaban» (2002: 19), «superó el intimismo confesional, directo o primario […] y supone la aparición del intimismo culturalista y del monólogo dramático en Browning y Tennyson, y en la escuela parnasiana francesa» (2002: 20), «se apartó de la norma decimonónica cuando, sin negar la riqueza y vigencia como modelo de la tradición literaria española, afirmó que no podían ser excluyentes» (2002: 20) y «negó la imitación tradicional en la técnica del verso, convirtiéndola en un terreno de innovación y experimentación» (2002: 21).

Lo que particularizó al modernismo español desde mediados de la década de los ochenta hasta bien entrado el nuevo siglo es el sustrato propio del que toma numerosos referentes. Aunque es cierto que los poetas se abren a otras tradiciones (como la francesa, ya comentada, o la hispanoamericana) no van en absoluto a obviar a los autores del siglo XIX:

Una sensibilidad que no ignora la poesía de Espronceda y Zorrilla, y que está marcada de manera decisiva por la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, al que pronto vuelven algunos de los poetas jóvenes y en particular Juan Ramón Jiménez. Deben mencionarse también la poesía de Rosalía de Castro, las baladas de Vicente Barrantes, el sentimiento simbolista de José Seglas, la distancia irónica de Eulogio Florentino Sánche –traductor de la poesía de Heine, de fecunda influencia–, el popularismo de Antonio Trueba o Ventura Ruiz de Aguilera y el andalucismo de Augusto Ferrán, el filosofismo y el perspectivismo irónico de Ramón de Campoamor, así como la búsqueda de la musicalidad y el alegorismo de Gaspar Núñez de Arce, que influye en Ricardo Gil, en Manuel Reina o en Salvador Rueda (Olmo Iturriarte y Díaz de Castro, 2008: 13).

Es entonces, en este caldo de cultivo, cuando comienzan a surgir las poéticas que aquí hemos recopilado. En este sentido, 1900 es un año clave, pues nos ofrece la publicación de importantes libros modernistas cuyos autores, además, hacen uso de lo medieval en sus versos: La copa del rey de Thule, de Francisco Villaespesa, Nifeas y Almas de Violetas, de Juan Ramón Jiménez, las Odas de Eduardo Marquina o Flores de escarcha de Gregorio Martínez Sierra. Poco después llegarán Alma, de Manuel Machado, Rimas y Arias tristes, de Juan Ramón Jiménez, Joyeles bizantinos y Retratos antiguos, de Villaespesa, Románticas, de Emilio Carrere, Soledades de Antonio Machado (pronto ampliado con Galerías y otros poemas), Paisajes, de Antonio de Zayas o Flores de almendro de Luis de Oteyza, entre muchos otros.

Si nos centramos en la base de datos (que no solo incluye los poemas transcritos, sino también los referenciados) observamos que la utilización de lo medieval en la poesía del periodo es bastante regular: de los 43 poemas en el periodo 1900-1905, a los 57 entre 1916-1920, pasando por los 45 que hemos fichado entre 1906-1910 y los 49 entre 1911-1915. El año 1919 es bastante relevante, con 37 composiciones, debido a las publicaciones simultáneas de El encanto de la Alhambra y Los conquistadores y otros poemas de Villaespesa, así como de La pipa de Kif, de Valle-Inclán.

En cuanto a la categoría temática, 11 composiciones plantean una «Atmósfera» medieval, sin incluir referencias específicas; 60 focalizan en espacios (catedrales, abadías, castillos, torreones, etc.); 65 son de tipo histórico-legendario, pues nos narran hechos (reales o no) acaecidos en el medievo; 18 incluyen intertextualidades con otras composiciones de la Edad Media; y, finalmente, 40 relatan episodios de la vida de diversos personajes relevantes. La primacía de lo histórico-legendario es fácilmente justificable, por su propia amplitud. En cuanto a los espacios, siguiendo a Olmo Iturruiarte y Díaz de Castro, brota la ideología contradictoria en la que el artista desarrolla su fascinación: «busca alternativas cuya única viabilidad será la de crearse un “reino interior” [al estilo juanramoniano] o refugiarse en la visión ruralista [Gabriel y Galán es un buen ejemplo], provinciana [Antonina Cortés Llanos y sus imágenes asturianas] o paisajística [Villaespesa con Granada, el Unamuno influido por la Institución Libre de Enseñanza y, por supuesto, Antonio Machado en Campos de Castilla como paradigma] que caracteriza en buena medida la segunda fase del modernismo en España» (2008: 10).

Si nos fijamos en la tipología enunciativa, la «Ambientación» se sitúa a la cabeza con 83 composiciones, seguido de lo definido como «Medieval» con 59 y, en tercer lugar, las «Alusiones», que son 52.

Estos datos nos permiten comprender de qué manera los autores dialogan con los elementos medievales en sus poemas: saber, así, o si existe una inmersión completa en el universo de la Edad Media, si, por el contrario, la voz se ubica en el presente de la escritura; o, también, conocer cuáles son las preferencias temáticas de los mismos, atendiendo al eje central sobre el que orbita el poema (a saber, personajes, historias, leyendas, espacios, etc.).

Para profundizar y establecer, por lo tanto, un relato que nos permita aunar los poemas del periodo 1900-1920, debemos recurrir a los ejes temáticos más recurridos por los autores.

En este sentido, lo primero que observamos al repasar los poemas antologados es un claro y manifiesto recurso al orientalismo, entendido, tras las huellas de Said, como la visión exótica, idealizada e irreal, propia de occidente al representar lo oriental: «el Orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, restructurar y tener autoridad sobre Oriente» (Said, 2008: 21). En Oriente se ubica lo extraño, lo que supera la norma occidental: «En Europa, casi desde los primeros momentos, Oriente fue una idea que rebasaba los límites del conocimiento empírico que se tenía sobre él» (2008: 21). En Oriente se ubica lo extraño, lo que supera la norma occidental: «En Europa, casi desde los primeros momentos, Oriente fue una idea que rebasaba los límites del conocimiento empírico que se tenía sobre él» (2008: 88). Así, el orientalismo se estructura como «una forma de paranoia» (2008: 109), un conocimiento alejado de lo empírico. Un simulacro, en definitiva, o una representación externa que propone una verdad al margen:

Una línea de separación se dibuja entre los dos continentes; Europa es poderosa y capaz de expresarse, Asia está derrotada y distante […] Europa articula Oriente; esta articulación es la prerrogativa, no ya de un titiritero, sino de un auténtico creador cuyo poder de vida representa, fomenta y constituye un espacio que, de otro modo, sería silencioso y peligrosos, que estaría más allá de las fronteras familiares […] La racionalidad se ve minada por los excesos orientales cuyo misterioso

La visión orientalista se adapta a la perfección al parnasianismo y al modernismo, que abogaban (sobre todo la primera) por el gusto hacia lo antiguo, a lo lejano y lo extraño. A lo desconocido, evidentemente, no con ánimo de desentrañar sus pormenores, sino desde la voluntad de destacar sus detalles estéticos, que atraen por lo desconocido, por lo aparentemente colorido (otro detalle muy del gusto modernista) y por la ruptura de la norma occidental. Así sucede en Villaespesa con sus poemas dedicados a la Alhambra y a la época de dominio musulmán de la Península, en el Carrere de «Zahara» o «La morisca de Valencia», en la «Noche mil y dos» de Ricardo Gil, en algunas composiciones de Blanco Belmonte o Isaac Muñoz y, por supuesto en Antonio de Zayas. Ahora bien, con algunas diferencias: si aquellos desconocían casi por completo Oriente, este último vivió en Estambul durante año y medio. Es, en este sentido, significativa que su visión de lo oriental, expresada en el prólogo a Joyeles bizantinos (del cual hemos seleccionado poemas para esta antología), pese a este contacto directo, tampoco deje de explicitar una visión marcada por el imaginario occidental:

Los cuadros sorprendentes que presentó ante mi vista la Naturaleza en el curso de mi viaje por las costas mediterráneas; los que ante mis ojos desfilaron después en las márgenes del Bósforo y a orillas de la Propóntida; el abigarrado color de las costumbres; la pompa oriental de las ceremonias cortesanas; el vértigo del fanatismo que inspira los ritos muslímicos y el prestigio que prestan de consumo a los parajes y a los monumentos aquellos que la fábula, la tradición y la historia hirieron tan vivamente mi fantasía que desde los primeros momentos sentí la necesidad de exteriorizar mis emociones y de encomendar a la pluma (Zayas, 1902: 6-7).

Hasta cierto punto, es lógico que, en este viraje temático hacia el pasado, el modernismo español destaque los elementos orientalistas: primero, por la asimilación de otras tradiciones y, segundo, por la propia presencia de lo musulmán en la Península Ibérica desde el siglo VIII hasta el XV. En este sentido, la influencia principal de estos autores no es solo el parnasianismo que persigue destacar la estetización oriental, sino también, y muy marcadamente, los romances moriscos recuperados durante el siglo XIX, que fueron popularizados durante la Edad Media materializando, así, la perpetua interrelación (pacífica o bélica) entre los universos cristianos (representados por los antiguos reinos peninsulares de Castilla, Aragón, Navarra, etc.) y musulmanes. En este sentido, personajes como Boabdil (último rey nazarí de Granada), su mujer (identificada como Zoraida, Moraima o Fátima), Almanzor, Aliatar o Muley-Hacem, así como las historias amorosas entre árabes y católicos se convirtieron en tópicos de la poesía del siglo XIX (Sanmartín Bastida, 2000: 320-324) a los que se seguiría recurriendo durante el periodo 1900-1920, en una clara continuación que no descartó en absoluto una visión idealizada de la historia: «Romance morisco», de Villaespesa, incluye a Aliatar y Moraima; «Las mujeres del generalife», también de Villaespesa, presenta diversos retratos sobre varias sultanas árabes; en una sección de «Sancho el Mayor. Ensayo de crónica rimada», de Marquina, se relata la derrota de Almanzor; la Alhambra se convirtió en referencia constante para poetas como Zayas o Villaespesa; desde una óptica asturiana, la poesía de Antonina Cortés Llanos orilló los primeros enfrentamientos entre las huestes de don Pelayo y los musulmanes; Blanco Belmonte presenta una visión orientalista en «El alma del califa»; e incluso, nos encontramos con composiciones basadas en los metros de la lírica andalusí, como sucede en una sección de «La fuente de Roldán. Canción de gesta», de Marquina.

Pero los metros del romance no solo fueron de enorme utilidad en algunos poemas de corte orientalista (sin olvidar otras composiciones como el soneto en, por ejemplo, Los nocturnos del generalife o El encanto de la Alhambra, de Villaespesa), sino también en obras que recuperaron personajes, historias y leyendas propias de los viejos reinos cristianos de la Península: sobre todo Castilla, pero también Navarra o Aragón, entre otros. Lo cual, de nuevo, estaba ya presente en la poesía de finales del siglo XIX: «los personajes más tratados serán el Cid, Guzmán el Bueno, Bernado del Carpio, el rey don Rodrigo, Inés de Castro, los Reyes Católicos, Colón y, especialmente, el Marqués de Villena y Pedro el Cruel, a quienes en general se tenderá a desagraviar de los pecados que les achaca la historia», dice a este respecto Sanmartín Bastida (2002: 338). El romance, ya convertido durante el XIX en la expresión directa del espíritu popular y, por ende, de buena parte del espíritu nacional que en los años 1900-1920 está en plena decadencia, continuará cultivándose durante estos años de forma constante. Aunque, por supuesto, a estos metros tradicionales se unieron muchos otros, como sucede, por ejemplo, en poemas como «Vasconia», de Villaespesa, en «Castillos de España», de Carrere, o en «¡España!», de Blanco Belmonte. Ahora bien, tenga el poema la forma que tenga, la vuelta al pasado permite, en cualquier caso, reinstaurar un imaginario común de los mitos patrióticos que muestran a las claras el espíritu guerrero y católico español. Como sucedió en gran medida con la novela histórica en la centuria anterior, aquí también se trataba de «crear un discurso histórico nacional, que aunara el pasado y lo volviera común, pero también de que los artistas dedicaran sus plumas a dar voz a los héroes de la nación, las grandes figuras de ese pasado» (Huertas Morales, 2015: 46).

Así pues, si tenemos en cuenta tanto los poemas fichados como los transcritos, los protagonistas más habituales de las composiciones del periodo 1900-1920 son los vinculados al universo cidiano. No hay que olvidar, en este sentido, que Zorrilla había publicado en 1882 La leyenda del Cid, que desde principios del XX Menéndez Pidal estaba desarrollando sus relevantes estudios sobre el Cantar o que en 1900 Rubén Darío había escrito «Cosas del Cid» (incluido en Prosas profanas) inspirándose en «Le Cid» de Jules-Amadée Barbey d’Aurevilly, y tomando como referencia tanto al Cid del Romancero como al del Poema de Mío Cid. Por todo ello, poco tardó Rodrigo Díaz de Vivar en copar los versos de poetas modernistas como Manuel Machado:

Y de esta forma, en 1900, el episodio del Cid se difunde en España y en los ambientes modernistas prende enseguida el asunto, de manera que casi simultáneamente, en su libro Alma, de 1902, aparecería el poema de Manuel Machad sobre el Cid, con el título de «Castilla» que, ahora sí, glosa directamente un episodio del Poema de Mío Cid, en concreto el de la niña de nueve años, de los versos 21 a 64. Los versos de Machado, llenos del mismo espíritu brillante y colorista que Rubén Darío había utilizado en su poema, reivindican ahora al héroe en su destierro, universalizando y popularizando a través de este difundidísimo poema toda una forma especial de leer el poema e interpretar al héroe en su desdicha, mientras el paisaje de Castilla, tan difundido por los prosistas de la época, toma parte, y muy activa, en la descripción (Díez de Revenga, 2002: 66).

Antes de que la figura del Cid como guerrero conquistador, autor de brillantes victorias, deje paso a un Cid que sufrió el destierro, es decir, antes de que los esplendores pintorescos del modernismo sean sustituidos por la penetración en la figura del guerrero castellano, marcado por la honra y la mesura y ya íntegramente centrada en el Cantar, con la Generación del 27 (Díez de Revenga, 2002: 67), fueron muchos los poetas del periodo 1900-1920 que se acercaron a la idealizada figura del caudillo militar tan presente en los romances cidianos. Tales representaciones, en poemas como los anteriormente citados o como los de Blanco Belmonte («La venganza del Cid», «Protesta del Campeador», «La Nochebuena del Cid» o «Los hermanos de Álvar Fáñez»), Juan José LLovet («Romance del destierro»), Eduardo Marquina («Mío Cid»), Manuel de Góngora y Ayustante («En este lugar comienza la gesta…») o Rodolfo Gil («La sombra del Cid»), ofrecen una imagen del héroe que es, en el fondo, un diálogo con el presente la escritura. La resaca del 98 todavía late en unos autores que buscaron en las gestas medievales (y, también, en las gestas de la España imperial a partir del siglo XVI que destacan en muchas de sus composiciones y que merecerían un estudio a parte que aquí no vamos a comentar ni a recopilar al estar fuera de los márgenes cronológicos de la Edad Media) una muestra de la España perdida: la España heroica, en su opinión, que fue capaz de expandirse y de expandir con ella el pensamiento cristiano. No solo el Cid es, en este sentido, protagonista; también lo son Sancho el Mayor en una extensa composición de Marquina, los distintos pueblos de España en los poemas de Los conquistadores de Villaespesa (recogemos, aquí, «Vasconia»), César Borgia (en poemas de Manuel Machado, Isaac Muñoz o Villaespesa), María de Padilla, Pedro I y Alfonso X (también en las composiciones de Villaespesa), así como, desde una óptica más regionalista, Don Pelayo en las composiciones histórico-legendarias de Antonina Cortés Llanos en su Romancero de Covadonga. En definitiva, buena parte de los poemas ponen a dialogar la historia medieval con su contemporaneidad, no como una herramienta de escape de las crisis del presente, sino como un medio para recuperar un espíritu heroico y épico dilapidado en 1898: una llamada de atención hacia los lectores para que, de alguna forma, no olviden lo que fue España. Lo cual, por supuesto, está en gran medida atravesado por una ideología nacionalista que implícita o explícitamente encontramos en los poemas y que acabará por aflorar después del 18 de julio de 1936 en algunos de los escritores (como Manuel Machado o Emilio Carrere) con su apoyo al bando golpista: «Blasón de España», del primero o «El desfile de la victoria», del segundo (ambos de 1939) son solo dos de los ejemplos que el lector podrá encontrar en el segundo volumen de esta antología.

Si nos fijamos de nuevo en la base de datos, se antoja necesario, por su relevancia, hablar de aquellos poemas que focalizan en determinados espacios del universo medieval. Son, en este caso, 60 composiciones, de las que una buena parte está marcada por el orientalismo, al presentar la descripción de lugares de Granada (en Villaespesa y Zayas, principalmente), Córdoba (Villaespesa) o Estambul (Zayas) y, otras, por los retratos de las tierras castellanas. Es, por supuesto, Antonio Machado el referente principal, sobre todo a partir de Campos de castilla, con poemas como «A orillas del Duero», «Orillas del Duero», «Campos de Soria» o «Desde mi rincón», en los que sustituye el narcisismo y la interioridad romántica por la alteridad histórica soriana (Borsó, 2007: 395-398), abriendo las composiciones hacia un exterior que es recorrido por el poeta caminante:

Los años de Soledades sirvieron para probar y profundizar los conatos, los poderes, los límites del alma posromántica y de la propia alma individual y viva […] Repentinamente Soria, el Duero, Leonor, el paisaje de Castilla, la historia y el hombre de Castilla, romances y cantares, el Cid y los Conquistadores, los desiertos montañosos, la provincia… Un repentinamente que llega día a día, con el viejo tiempo y ritmo del corazón, y en un decidido proceso de depuración simbolista (Macrí, 2005: 154).

Hablamos, como Macrí, no de una waste-land elotiana, sino de una patria real (2005: 156), con una historia propia de la que el poeta es un albacea cuyo compromiso es cantarla. Pero Campos de Castilla no surge de la nada, sino que ya fueron muchos otros los poetas que anteriormente tomaron el espacio como objeto del poema. Es interesante, en este sentido, José María Gabriel y Galán con sus libros Extremeñas (1902), Campesinas (1904) y Nuevas castellanas (1905) colmados de numerosas composiciones que otorgan «gran importancia a lo rural, sus paisajes, sus personajes populares (muchos de los cuales fueron reales) […] que le sirven para plantear diferentes cuestiones y problemas contemporáneos» (García Zarza, 2005: 54) y le permiten, en poemas como «A Plasencia» o «Dos nidos» insertar elementos históricos propios del medievo, desde una óptica, eso sí, que desatendió los impulsos modernistas, como ha estudiado Ruiz Barrionuevo (2005: 355). Sobre el paisaje en Gabriel y Galán, remitimos a la siguiente cita de García Zarza:

Esta visión del paisaje amplia, más allá de la descripción del medio natural y como reflejo del pasado en el territorio, con importancia para conocer la propia historia y la educación de las gentes, […] es algo que estaba también en el ambiente científico, literario y cultural de la época. No era una característica exclusiva de nuestro poeta, por su sus orígenes y desarrollo profesional rurales, sino que participaba de ella al igual que muchos escritores de campos muy diversos. Era una visión del paisaje y la naturaleza en boga, que alcanzó gran desarrollo científico, cultural y literario a finales del siglo XIX y comienzos del XX y tuvo destacados defensores y seguidores de ella en las Institución Libre de Enseñanza y muchos escritores de la Generación del 98 (García Zarza, 2005: 58).

Este interés por el paisajismo no está alejado de la concepción unamuniana, precisamente influida por los preceptos de la Institución Libre de Enseñanza: una visión amplia, compleja, vinculada con lo humano y con lo histórico, así como con la actualidad; necesaria, al fin y al cabo, para comprender al pueblo: «Para conocer una patria no basta con conocer el alma, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester conocer también su cuerpo, su suelo, su tierra. Y os aseguro que pocos países hay en Europa en que se pueda gozar de una mayor variedad de paisajes que en España» (Unamuno, 1966: 282). Lo medieval, tal y como analizó Antonio Linage Conde (1976) está mucho más presente en su obra en prosa, a pesar de que también Unamuno nos dejó dos interesantes poemas en los que el hablante lírico, ubicado ante dos edificios medievales, establece una reflexión entre pasado y presente: «En la catedral vieja de Salamanca» y «La catedral de Barcelona».

Curiosamente, la vinculación entre paisaje y Edad Media aparece con fuerza en la poesía pura juanramoniana, desde un posicionamiento mucho más simbolista, que concibe lo externo como un camino hacia la reflexión y hacia la plasmación de los sentimientos interiores de un poeta siempre en busca de la belleza en la materialidad y sonoridad de la palabra. Así sucede en «Balada del castillo de la infancia», en la que el elemento medieval se convierte en disparador del pensamiento nostálgico o en «El castillo», en cuyos versos la visión de la antigua edificación en la penumbra permite a Juan Ramón focalizar en la caída de la noche sobre sus muros.

Finalmente, atendiendo a las categorías temáticas destacadas, no podemos dejar de orillas las intertextualidades entre las obras literarias de la Edad Media y los poemas del periodo 1900-1920. Hasta en 18 ocasiones nos hemos encontrado con este hecho, a partir del cual han sido rescatados poetas como Gonzalo de Berceo en «Mis poetas» de Antonio Machado o en el «Retablo» de Manuel Machado, por ejemplo. Las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique son un punto de referencia fundamental para muchos de los poetas del periodo, que reclaman la sencillez de sus versos como magisterio, tal y como sucede en la «Glosa», también de Antonio Machado, en «Yo quiero que mi traje» de León Felipe o en «La glosa del prior» de Enrique de Mesa. Menos frecuente es, en este sentido, el diálogo con el Arcipreste de Hita que, sin embargo, toma un papel relevante, junto a otros personajes del Libro del buen amor, en «Camino de Navafría», de Enrique de Mesa, así como en «Don Carnaval», de Antonio Machado.5 De nuevo, las numerosas ediciones de los poemas medievales durante todo el siglo XIX y durante estos años del XX popularizaron las obras de estos autores, cuyo magisterio se hizo patente no solo en los textos críticos y teóricos del periodo, sino que, incluso, llegó a ocupar los versos de las composiciones. No hay, aquí, una voluntad explícita de reclamar la herencia literaria nacional (como ocurría en los poemas dedicados a los heroicos personajes medievales) sino que, más bien, el objetivo es establecer un diálogo a partir del cual los autores otorgan públicamente un lugar de relevancia a Berceo, a Manrique, a Juan Ruiz, etc., en sus poéticas.

3– Para unas conclusiones (todavía parciales) sobre la poesía contemporánea de tema medieval

Sucede, visto lo dicho anteriormente, que existió en la poesía española del periodo 1900-1920 toda una corriente de recuperación del pasado medieval a partir de diferentes categorías temáticas y tipologías enunciativas. Todo ello, conforma un archipiélago de referencias cuyas raíces tenemos que rastrear en las corrientes literarias del siglo XIX que abogaron, desde el romanticismo hasta el modernismo, pasando por el realismo por una búsqueda en los alejados recodos de la Edad Media. Desde diferentes perspectivas y con distintas visiones sobre ello, es cierto, pero, al fin y al cabo, lo hicieron. Sucedió, además, de forma pareja a la recuperación de los viejos romances, a la edición crítica de antiguos libros hasta entonces solo en manos de bibliófilos y a los primeros grandes avances en la filología medievalista (con Menéndez Pidal y Menéndez Pelayo como referentes ineludibles).

Las conclusiones que aquí podemos presentar son, todavía, parciales, puesto que falta por realizar un rastreo más amplio que nos permita conocer de qué manera se ha insertado lo medieval en la poesía española hasta nuestros días. Este trabajo nos permitirá ofrecer una panorámica de conjunto que nos muestre una visión de los hechos a partir de la cual podamos construir futuras aproximaciones. Por el momento, el periodo 1900-1920 señala ya una clara vinculación de lo medieval con el orientalismo, con las grandes figuras heroicas del pasado, con los espacios de la Edad Media repartidos por la geografía española y, por supuesto, con los canonizados escritores de aquel periodo. Todo ello, plasmado en unas composiciones en las que bien se inserta la voz lírica en el mundo medieval o bien toma la palabra desde el presente de la escritura. Es evidente que estas características van a ir modificándose en los diferentes periodos históricos que analicemos y, por lo que aquí hemos visto, irán adaptándose a los modelos estéticos que primen en cada época: es de esperar que la eclosión de las vanguardias implique en un distinto tratamiento de lo medieval, que el estallido de la Guerra Civil vuelva a modificar unos parámetros que, de nuevo, caminarán por nuevos derroteros durante el franquismo, tanto en el caso de quienes permanecieron en España como en el de los que marcharon al exilio. Y así, sucesivamente, hasta nuestros días.

La presente antología es una muestra de todo aquello que pretende ayudar a arrojar luz sobre este espacio todavía en sombra que es la poesía contemporánea de tema medieval, cuyas geografías, como decíamos al inicio, han sido poco transitadas. Las investigaciones hasta este momento comienzan a dar sus frutos y la base de datos que aquí presentamos continuará ampliándose en distintos compendios ya en preparación que se publicarán en próximas fechas, lo cual nos permitirá asumir nuevas conclusiones.

Hasta ahora, sí podemos afirmar que lo medieval, en definitiva, permanece con vida en las composiciones poéticas contemporáneas por diversas razones que, en este momento, podemos conjeturar, pero que solo podremos llegar a desentrañar en profundidad cuando hagamos acabado nuestro recorrido: quizás, la amplitud de la historia de la Edad Media (casi mil años) haya permitido encontrar en ella multitud de elementos que, de una u otra forma, nos permiten explicar nuestro presente; quizás, en determinadas épocas, tan necesitadas de épica, el medievo haya sido el momento al que mirar para rescatar a los viejos e idealizados héroes; quizás, el propio desconocimiento por el aparente oscurantismo que se cierne sobre el medievo haya generado un campo de juego donde la historia queda en un segundo plano y la imaginación toma la delantera; etc. Por el momento, podemos quedarnos con que, en el periodo 1900-1920, lo medieval permite plasmar la belleza y el colorido que requieren parte de las estéticas modernistas (a partir, por ejemplo, del orientalismo) a la vez que mostrar también lo decadente que otras secciones de la estética proclamaban y, a su vez, buscar en esos casi diez siglos de historia algunos anclajes en los que colgar los consabidos valores patrios tan desgastados en un periodo de decadencia. Sea como sea, aquellos «esqueletos heroicos de los tiempos feudales» a los que se refería Emilio Carrere parece que están dejando atrás las ruinas para levantarse con la fuerza que antaño tuvieron.

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