Anabel Sáiz Ripoll – INS Jaume I (Salou)

 

Resumen

Don Rodrigo Díaz de Vivar, cuya autenticidad histórica  nadie  discute,  encarna,  gracias a la literatura, el prototipo de héroe medieval castellano, noble, esforzado y humano. En el Cantar de Mio Cid se recrea un momento, muy ensalzado, de la vida de este personaje. Ha calado tanto su mensaje, su influencia en la sociedad que, en la actualidad, muchas son las obras de literatura infantil y juvenil que siguen hablando del Cid y fabulando en torno a un momento glorioso de la Edad Media. Los niños y los jóvenes, así, se siguen nutriendo de las fuentes clásicas.

Abstract

Don Rodrigo Díaz de Vivar, undoubtedly a historical figure, personifies due to literary fiction the prototype of noble, brave, and human Castilian medieval hero. A very relevant moment of his life is recreated in the Cantar de Mio Cid. His great influence in the society is reflected in the fact that many children´s and young adults books have the Cid as a character and this glorious episode of the Middle Ages as their subject. Boys and young adults keep thus being influenced by classical sources.

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1.- Introducción

¿Qué extraño poder tiene la figura del Cid que, a principios del siglo XXI, sigue fascinando? ¿Acaso es por su condición de héroe?, ¿por los enigmas que encierra su personalidad?, ¿por los valores que encarna?… Quizá la respuesta sea más sencilla que las posibles preguntas. Lo que intriga, atrapa y emociona, cuando nos acercamos al Cid, es el mundo especial de la Edad Media, con sus claros y sus oscuros. El aroma a leyenda que destila todo lo medieval, esa especial magia que contiene su literatura y que retrata un periodo lleno de contradicciones, de fuerza y de vitalidad.

En las líneas siguientes, esbozaremos, de manera muy divulgativa, los trazos maestros de la literatura española con el objetivo de centrar la figura del Cid en su contexto literario e histórico, ya que es don Rodrigo Díaz de Vivar quien nos interesa, aunque también se aludirá a otros aspectos y temas medievales.

La pretensión de este estudio es mostrar la actualidad del Cid y el mundo medieval en la literatura infantil y juvenil española. Para algunos será motivo de sorpresa, pero, para otros, será lógica esta relación ya que nuestros jóvenes leen y necesitan referencias precisas para valorar y entender a los clásicos.

2.- La Literatura Medieval: entre juglares y romances

La Edad Media es un período histórico tan extenso como atractivo. Mucho se ha escrito en torno a esta época que supone el nacimiento de la literatura en las lenguas románicas y el cambio cultural y social que culminará, allá a finales del siglo XV, en 1492, con el encuentro, de la mano de Cristóbal Colón, de dos mundos.

Los límites de la Edad Media suelen establecerse entre las fechas que van desde la caída del Imperio romano, en el año 476 d.C., hasta la caída de Constantinopla, en el siglo XV, el año 1453.

La Edad Media se divide en dos periodos, la Alta Edad Media (ss. V-X) y la Baja Edad Media (ss. XI-XV). El sistema feudal, con sus tres estamentos básicos, los eclesiásticos, los nobles y los campesinos, marca la vida de las gentes medievales. El castillo se convierte en el núcleo defensivo que aglutina, a su alrededor, a los vasallos. Por su parte, la iglesia y el teocentrismo (Dios es el centro de la vida y del hombre) señala el pensamiento y la vida de las gentes. En cuanto a literatura, la Alta Edad Media es una etapa de muy poca producción literaria, casi toda escrita en latín y conservada gracias a las escuelas monacales.

A finales del siglo X, hacia 977, se fechan los primeros textos que aparecen escritos en un romance primitivo, que ya no es latín. No son textos literarios, sino aclaraciones que hace algún clérigo a modo de traducción o explicación al margen o a pie de página de algunos textos en latín. Se trata de las llamadas Glosas Emilianenses (San Millán de la Cogolla) y las Glosas Silenses (Santo Domingo de Silos).

La lírica, hay que advertirlo, surge mucho antes que la épica, de la mano de las jarchas, cancioncillas amorosas en boca de una joven, escritas en mozárabe. No obstante, en el relato que estamos ilustrando, una figura cobra gran importancia, el juglar. El juglar es un artista ambulante que va de un lugar a otro recitando, cantando, haciendo ejercicios malabares o juegos, a cambio de unas monedas, alimentación o lecho; en suma, para ganarse la vida. Una de sus actividades es la recitación de los cantares de gesta, poemas narrativos que tratan sobre las hazañas de los grandes héroes guerreros. El juglar se acompaña de gestos, escenifica, cambia de voz, dramatiza… Como muchas veces los cantares de gesta trataban sucesos históricos próximos a la época, el juglar, además de entretener, informa de acontecimientos recientes. Es una especie de corresponsal de guerra. Surge, así, una de las escuelas literarias más importantes de la Edad Media, el Mester de juglaría (ss. XII-XIII). La otra, algo posterior, es el Mester de clerecía (ss. XIII-XIV).

El juglar se caracteriza, entre otros aspectos, por el empleo de fórmulas estilísticas propias para llamar la atención de los oyentes y hacerlos partícipes de manera directa en el relato. Para tal fin emplea, entre otros, el apóstrofe, uso de la segunda persona del plural, epítetos épicos y demás fórmulas juglarescas.

Uno de los cantares que más relevancia dio al Mester de juglaría es el Cantar de Mio Cid. Con esta obra aparece el primer testimonio extenso de la literatura española. Su redacción puede situarse hacia el año 1140. Se habla de dos redacciones: una, escrita poco tiempo después de la muerte del Cid y, otra, que dataría de la primera mitad del siglo XIII. El manuscrito que se conserva es del siglo XIV; de ahí que aparezca en letra gótica.

El Cantar de Mio Cid, como sabemos, es el único cantar de gesta español que se conserva casi completo. Según Don Ramón Menéndez Pidal, sus autores podrían haber sido probablemente dos: el juglar de San Esteban de Gormaz y el juglar de Medinaceli. Esto se cree porque se da mucha importancia a lugares y hechos muy vinculados a estas dos localidades de Soria. Es posible que el juglar de San Esteban de Gormaz viviera en una época muy próxima al Cid, que lo hubiera podido conocer, incluso. Poco después de la muerte del héroe, el juglar de San Esteban de Gormaz podría haber escrito el Cantar de Gesta, en la primera mitad del siglo XII. Años más tarde, el juglar de Medinaceli tomaría este cantar y lo modificaría, añadiendo algunas partes y variando otras. Este juglar sería el que incluiría más elementos irreales, el que hizo ganar en drama y ritmo interior al cantar, el que le añadiría más literatura. La versión del juglar de San Esteban de Gormaz dataría de 1110 y la del de Medinaceli de 1140. Hay que destacar el realismo geográfico del poema. Todas las ciudades que se mencionan en él existen y se las sitúa correctamente. Ese es uno de los aspectos más modernos del texto y más atractivos para el lector actual. No en balde, es factible realizar la ruta del Cid.

El Cantar de Mio Cid se fue transmitiendo en diversas versiones y refundiciones, lo cual es normal en la epopeya tradicional. Una de estas refundiciones se conserva en un manuscrito juglaresco del siglo XIV que transcribe una copia que hizo Per Abbat en 1207. Por lo tanto, en 2007 se conmemoró el 800 aniversario de esta copia que fue localizada en una Escuela Monacal. El manuscrito que conservamos contiene unos 3700 versos.

El Cantar, bien sabido es, se divide en tres partes. Recordémoslas a grandes rasgos:

1.- «Cantar del destierro». Narra la partida del Cid desde Burgos a Levante. El Cid, acusado de no haber entregado los tributos que había recibido del rey árabe de Sevilla, es desterrado de Castilla por Alfonso VI. Sale de Vivar en compañía de parientes y vasallos. Al llegar a Burgos nadie se atreve a darle albergue ni víveres porque el rey lo ha prohibido con penas muy duras. Es aquí donde aparece Oria, la niña protagonista de Tiempo de juglares (2016). Martín Antolínez, su sobrino, logra el dinero que el Cid necesita para empezar sus campañas con una estratagema: entrega dos arcas llenas de arena a los judíos Raquel y Vidas para que las guarden en depósito hasta el regreso del Cid, diciéndoles que contienen tesoros que no puede llevarse al destierro. Deja a su mujer, Jimena, y a sus hijas, Elvira y Sol, en el monasterio de San Pedro de Cardeña, y parte de Castilla.

2.- «Cantar de las bodas». Narra el asentamiento del Cid en Valencia y las bodas de sus hijas, Elvira y Sol, con los Infantes de Carrión. El Cid conquista Valencia y envía los presentes al rey de Castilla y le ruega que permita a su mujer y a sus hijas reunirse con él. Llegan las damas a Valencia y son recibidas con grandes  honores.  Los  Infantes  de Carrión piden en matrimonio a las dos hijas y el rey intercede. Alfonso VI perdona públicamente al Cid.

3.- «Cantar de la afrenta de Corpes». Habla de la partida de sus hijas con sus maridos hacia Castilla, del abandono y ultraje en Corpes, de la petición de justicia del Cid al rey y del nuevo matrimonio de sus hijas. La cobardía de los Infantes de Carrión es clara. Humillados por ello, deciden vengarse y piden permiso para volver a Carrión con sus esposas. Cuando llegan al robledal de Corpes, los Infantes despojan de sus vestidos a doña Elvira y doña Sol y las azotan y fustigan para dejarlas abandonadas. Su primo Téllez Muñoz las encuentra y las lleva de nuevo con su padre. El Cid pide justicia al rey. Los guerreros del Cid desafían y vencen a los Infantes y termina el poema con el proyecto de boda entre las hijas del Cid y los Infantes de Navarra y Aragón, respectivamente.

El juglar recitaría una parte cada día, así le ocuparía unas tres sesiones. El Cantar solo trata una pequeña parte de la vida del Cid, un momento, por  así decirlo, de su peripecia personal. Cabe añadir que el término Cid es una palabra de origen árabe que significa algo así como caudillo, jefe o líder.

La estructura de la obra consiste en plantear el proceso ascensional de un héroe caído en desgracia hasta su consolidación y recuperación final. No hace más que poner obstáculos al Cid que él supera y, a través de esta superación, va consolidando su amor y  prestigio. Empieza el cantar con un Cid al que nadie ayuda, un héroe pobre, solo, desterrado, con pocos fieles, separado de la familia. El protagonista es el Cid Campeador que aparece como un héroe dotado de un conjunto de cualidades humanas que lo hacen excepcional, pero no rebasa el límite de lo humano; es decir, no es un superhéroe, sino una persona excepcional. El juglar, por su parte, no descuida otros aspectos que nos acercan más al personaje. Habla de un Cid amante de la familia, de un Cid fiel, generoso y honrado. No nos lo presenta únicamente como un guerrero, sino como un hombre dotado de sentimientos, capaz de manifestar piedad, compasión, amor y fidelidad. El Cid no se olvida del botín, planea con astucia la batalla, disfruta de descanso, le gusta comer, está ufano cuando llega su mujer y le enseña sus conquistas y se preocupa por su familia. El Cantar, por otra parte, es una muestra del ambiente político, militar y judicial de la época.

La acción es rápida, con escenas vivas y sin demasiadas descripciones. Al juglar le gusta más centrarse en las victorias, en las batallas, aunque se muestra magnánimo con los vencidos, pero no perdona la cobardía de los de Carrión.

El Cid es un vasallo de Alfonso VI que es desterrado por parte de este de forma injusta. Eso, al menos, es lo que cuenta el Cantar, que omite otros detalles acerca de la vida del Cid, ya que pretende exaltarlo, no escribir su biografía. En la actualidad, hay varios libros que ofrecen una visión poco romántica del Cid; es más, lo describen como una especie de mercenario.

La figura del Cid tuvo una realidad histórica: Don Rodrigo (o Ruy) Díaz de Vivar, llamado el Cid, había nacido en Vivar (Burgos) alrededor del año 1043. Representante de la baja nobleza de Castilla, estuvo primero al servicio de Sancho II y, luego, a la muerte de este, de su hermano Alfonso VI, con quien mantuvo tensiones políticas que le llevaron al exilio en 1081. Sirvió entonces al rey árabe de Zaragoza y, durante varios años, llevó a cabo campañas guerreras contra facciones árabes (llamadas «moras» en los tiempos del Cid, aunque hoy el término resulta poco correcto), hasta que conquistó Valencia, su mayor éxito como guerrero, donde murió en el año 1099, aunque dice la leyenda que aún después de muerto ganó batallas.

El Cid del que hablan los juglares no guarda ningún rencor a su rey; es más, no se olvida nunca de rendirle testimonio de fidelidad y respeto. El Cid es un infanzón, es la representación de una nobleza menor que llega a ocupar el puesto de la alta nobleza por méritos personales. Es el hombre que alcanza una situación a partir de su honradez, esfuerzo y valentía. Aun sin quererlo, la obra a plantea un conflicto entre la nobleza cortesana hereditaria, que se ve pospuesta ante la figura que llega allí por sus méritos: el Cid. De ahí que este Cantar gustara tanto al pueblo llano, puesto que exalta las virtudes más enraizadas en el pueblo castellano: la fidelidad, el amor familiar, la lealtad al rey, la sobriedad en las costumbres.

Hay otros personajes en el Cid, es evidente; su esposa, Jimena, sus hijas, Elvira y Sol, el Rey Alfonso, los Judíos prestamistas Raquel y Vidas, los cobardes Infantes de Carrión, Álvar Fáñez… y tantos más que convierten esta obra en un verdadero tesoro de nuestra lengua. Es un libro que nunca pasará de moda, puesto que sus valores son inherentes al ser humano. Es un clásico en toda la extensión del término.

El Cid, por otra parte, es uno de los grandes temas que han sido tratados y lo seguirán siendo, puesto que el personaje aún interesa hoy en día. Su figura dio origen a numerosos romances y sirvió de base para obras teatrales e, incluso, películas, ya en nuestra época.

Con el paso del tiempo, ya en la Alta Edad Media, en los albores del Renacimiento, empiezan a ponerse de moda los romances y villancicos, que se habían despreciado por ser poesía menor. Músicos, poetas, aristócratas y humanistas se interesan por la poesía tradicional que hasta entonces se había conservado por transmisión oral anónima o en los cantos y bailes del pueblo.

En España, este fenómeno se dará en dos campos: poesía narrativa, con el romance y la canción lírica.

Los juglares popularizaron los fragmentos de los antiguos cantares épicos que más interesarían al pueblo. Esos fragmentos se convirtieron en lo que llamamos romances viejos o tradicionales, que se distinguen de los romances nuevos o artísticos que fueron compuestos por poetas cultos a partir del siglo XVI.

Los fragmentos que el pueblo aprendía y popularizaba eran sometidos a una continua transformación (los romances pueden ofrecer distintas versiones).

Un romance, es casi superfluo recordarlo, es un poema de extensión libre formado por versos de 8 sílabas que mantienen una misma rima asonante en los pares y que carece de rima en los impares. En su origen debía ser el verso asonantado de 16 sílabas, dividido en dos hemistiquios. Es una composición de carácter épico o épico-lírico, compuesta para ser cantada al son de un instrumento o recitada con el acompañamiento de este.

Son muchos y variados los temas que aborda el romancero viejo, noticieros, bíblicos, clásicos, históricos, épicos, fronterizos, novelescos, líricos… Gran parte de ellos coinciden con los cantares de gesta: formación de los reinos cristianos, relación rey-vasallo, lucha por la honra, guerras entre moros y cristianos. En los romances, muy a menudo, se funde realidad y leyenda.

La poesía épica proporcionó la forma (métrica, rima, carácter narrativo y temas), pero la emoción del romancero proviene de la lírica. De esta manera, los romances poseen un modelo único que no causa monotonía, al contrario, facilita el aprendizaje y la retención.

Con la invención de la imprenta los romances se difundieron ampliamente A partir del siglo XVI comenzaron a editarse en colecciones. Al principio se publicaron en hojas sueltas dobladas, que tuvieron mucho éxito (son los pliegues de cordel o de caña poco conservados). Avanzado el siglo XVI siguieron reimprimiéndose pliegos sueltos de romances, mezclándose cada vez más los romances viejos con los de nueva creación (el Romanero Nuevo). Con Cervantes, Góngora o Lope de Vega se acentuó el éxito editorial de los romances nuevos con los que se inicia una nueva etapa de la historia de este género que no perdió popularidad y difusión.

Tras el gran florecimiento de los siglos XVI y XVI, el interés por el romance decae hasta el Romanticismo, aunque el siglo XVIII también lo cultivó (Meléndez Valdés, Nicolás F. De Moratín). Durante el Romanticismo Zorrilla y el duque de Rivas escribieron romances y el género influyó mucho en el teatro histórico.

Menéndez Pidal ha sido el analista del romancero más importante del s. XX. Una recopilación suya, Flor nueva de romances viejos, sigue siendo de obligada consulta para el que quiera entender el mundo del romance.

Los poetas contemporáneos siguieron cultivando este género. Antonio Machado y Unamuno lo hicieron en la Generación del 98. Después Juan Ramón Jiménez, y ya en la Generación del 27, Federico García Lorca (Romancero Gitano), Gerardo Diego, Rafael Alberti…

La transmisión no se ha interrumpido. De Castilla pasó a Portugal. Los judíos sefardíes expulsados los llevaron al oriente mediterráneo donde se refugiaron. Los conquistadores los esparcieron por América y allí se consolidó y siguió floreciendo. Su carácter popular sobrevive en cantores y poetas.

3.- El Cid en la literatura juvenil

El juglar del Cid,
Joaquin Aguirre.

La LIJ ofrece muchos textos en los que se habla del Cid y de sus caballeros. Siempre de manera positiva, como ya veremos. Son textos que, en su mayoría, recogen la esencia del cantar original y hacen hincapié en los aspectos más humanos del héroe castellano quien, por cierto, nunca fue un vasallo rebelde, aunque motivos, siempre según el texto literario y los romances, no le faltaron.

Los estamentos en la Edad Media constituían, sabido es, compartimentos férreos que no se podían cruzar. El Cid, por ejemplo, era un infanzón, como leemos en El juglar del Cid (1989):

Los infanzones son algo así como la nobleza nueva. Sus títulos casi todos están recientes, donados después de la independencia de Castilla. Y los ricos hombres, la nobleza vieja, no les perdonan la gloria que van ganando para sus escudos. A ellos les parece que con tener títulos ya han hecho bastante, y a los nuevos sus títulos les sirven de acicate. Dos formas distintas de entender la nobleza.

Cordeluna,
Elia Barceló.

Precisamente uno de los caballeros que va con él al destierro es Sancho, como se cuenta en Cordeluna (2007), de Elia Barceló, que no es otro que el nombre de su espada.

Alfonso VI es un rey muy recurrente, al ser el rey del Cid. De él se dice que tenía muy buena relación con su hermana Urraca y la consideraba como reina y se permite entrever que era algo más que una hermana. En Tiempo de juglares (2016) leemos acerca de la hermana del rey y del propio rey Fernando:

Doña Urraca, la hermana del Rey, nunca había tenido buena imagen en la zona porque comentaban que era una mujer ambiciosa, partidaria de León y demasiado cercana a los intereses de Don Alfonso. Fernando era el primer rey de Castilla y supuso, para todos, la esperanza que, ahora, por una muerte cruel, se veía truncada. No fue nunca el rey Fernando un hombre paciente ni meditado, antes al contrario, siempre actuó con precipitación. Por eso ahora estaba muerto y bien muerto (79).

En Así van leyes donde quieren Reyes (1983) se describe cómo van vestidos y peinados estos reyes:

Alfonso avanzó con paso decidido por el pasillo central hasta el coro. Llevaba una túnica de gruesa lana y un manto forrado de pieles que sobresalía de la tela haciendo ribete. Se había puesto la corona, un delgado aro de oro que refulgía a la luz de los velones.

De la reina, la esposa de Alfonso VI, y de doña Urraca se escribe:

La reina tenía la piel muy blanca, las cejas rubias y los ojos claros; llevaba una túnica púrpura, y el reflejo del color rojo y la cofia de lino ajustada a la cara según la moda la hacían parecer demacrada. El mismo modelo de cofia resaltaba la piel morena de doña Urraca y sus cejas cuidadosamente depiladas hasta parecer dos arcos perfectos; vestida de lana añil con adornos de oro, la seguridad de sus movimientos y la altivez de su porte la hacían parecer más reina que la mujer de su hermano (24).

Y es que «el rey Alfonso reconocía su inteligencia y astucia y la consultaba para todo». De Alfonso VI también se dice que «era de buen natural, pero débil de carácter, y en todo se dejaba aconsejar…» (Olaizola, 1997: 71) y se añade que «Alfonso VI no era un rey demasiado respetuoso con las leyes cuando sus pasiones andaban por medio, pero en lo demás le gustaba tener fama de justiciero» (123).

Por otro lado, en El vendedor de noticias (1997) se describe al Cid con todo detalle:

Era Rodrigo Díaz de Vivar un infanzón de modesto origen, ya que su padre, don Diego Laínez, le había dejado por toda herencia dos molinos en las márgenes del río Ubierna, a su paso por Vivar, pequeño poblado próximo a la ciudad  de Burgos. El poseer molinos era un privilegio señorial ya que los campesinos, por fuerza, habían de moler su trigo en ellos y pagar en especie por el servicio. Aunque era un privilegio señorial de poca categoría, dio derecho al joven Rodrigo a educarse en la corte del emperador Fernando I, que reinaba en León, Castilla y Galicia. Desde la adolescencia obtuvo el favor del infante don San- cho, primogénito del emperador, de cuya mano acabó recibiendo la investidura de caballero. Al fallecimiento del emperador Fernando, subió al trono su primogénito, conocido como Sancho el Fuerte, por la nobleza de su carácter y por su afición a toda clase de juegos de armas y fuerza. Su primera medida fue nombrar a Rodrigo Díaz de Vivar como su alférez, o primer caballero de la corte, cuando sólo contaba veinte años (83).

Más adelante se añaden detalles físicos:

Contaba a la sazón el Campeador poco más de treinta años, estaba en la flor de la vida, y de toda su figura emanaba la majestad de quien ha sido dotado por la madre naturaleza con tantos dones. Era en todo muy proporcionado, tenía los ojos garzos, los cabellos rubios, y una barba muy espesa del mismo color. Vestía con una sencilla gorra de piel de cabra. Los ojos se mostraban rientes… (113).

El Cid aparece, sin duda, como protagonista o detonante de la acción en multitud de historias. Una de las más bellas es El juglar del Cid (1989), ya mencionada, en donde se repasa todo su periplo vital, a través de la mirada de un muchacho quien, presumiblemente, será el que componga el Cantar. Así nos narra el edicto de exilio firmado por Alfonso VI: «[…] ordeno que nadie dé posada, ni venda comida o procure armas a Ruy Díaz de Vivar, desterrado de mis reinos. Quien falte a este mandato será despojado de todos sus bienes y tierras y le serán arrancados los ojos de la cara» (38). Y así es como el Cid se dirige a sus hombres antes de partir: «Esta tierra no es ya la mía, pero yo os digo a cada uno que sigue siendo la vuestra. Si algún compromiso de servidumbre o vasallaje teníais conmigo, yo lo deshago aquí, ahora» (44). Nadie abandona al Cid y todos parten a su orden en «¡En marcha!». Muy hermosa es la descripción de este momento:

Sobre la calzada del Vivar desierto sonaron los cascos a campanas lúgubres. El dolor y el orgullo parecían haber metalizado los gestos de aquellos hombres, que a su paso frente a las luces primeras semejaban figuras fundidas en bronce. Avanzaron en un silencio sólido por las calles sin alma, ante sus casas sin lumbre. Nadie mirada a los lados por no sentir el desgarrón de la ira o la tristeza. Sólo el Cid creyó ser fuerte para la despedida con la vista. Pero ante aquella soledad acongojada de su Vivar, comenzaron a llorar los ojos del guerrero (44).

La llegada a Burgos, con el episodio de la niña, es particularmente conmovedora. Burgos está vacía:

¡Qué frío el de las calles muertas! ¡Qué cruel abrazo di silencio inmenso! ¡Qué hedor el de la triste soledad cobarde! Por la boca del Cid salió el desprecio, hecho sollozó. Aguijó su caballo. Tras de cada ventana, tras de cada puerta, Burgos lloraba su miedo en un suspiro apenado: ¡Dios, qué buen vasallo si tuviera buen señor! (52-53).

Solo una niña se atreve a salir y pedirle que se vaya:

Buen Cid, podéis pasar. Pero si nuestros muros dan posada a vuestra tropa, perderemos la hacienda y los ojos dela cara. Anoche llegaron cartas del rey con esas amenazas. Seguir camino, Dios os valga. Mira el Cid a la niña, que ha roto a llorar con desconsuelo. Luego se inclina en la silla y acaricia, con su mano de roble, la carita clara. Cuando otra vez habla a su gente es para marchar: ¡En marcha! (54).

Exactamente, Tiempo de juglares (2016), una de las novelas más recientes sobre el Cid y publicada en Colombia, recrea la figura del caballero y se centra, precisamente, en la niña burgalesa, a la que la autora llama Oria, en homenaje a Gonzalo de Berceo. María García Esperón, quien ha reseñado el libro, comenta:

Es la inquieta Oria, -toda ojos azules- niña preciosa de la Edad Media castellana, quien vertebra la narración. Y pasan los juglares, los clérigos, los aldeanos, los nobles, campea la sombra de Mio Cid formidable, los estamentos medievales, el refranero, la herbolaria, la vida cotidiana, las tristezas y alegrías de la gente del pueblo, de la gente de siempre, sin importar siglos ni fronteras.1

Mientras, en El juglar del Cid (1989), sigue el texto, paralelamente a la historia del Cantar. Se detiene en el episodio de Raquel y Vidas. Parece que no todos estaban con el Cid o así al menos lo cree el narrador:

Cuando Don Alfonso ha ordenado el destierro, tendrá sus razones. ¿O crees que iba a desprenderse de un guerrero como Rodrigo Díaz sólo por sospechas? Pero ya se acabó el Cid, Martín. ¿Qué suerte crees que le espera con esas cin- cuenta y pocas más lanzas al cruzar la frontera? Y que en saliendo de Castilla, como sabes, no tiene muy buenos amigos (79).

Poca visión de futuro tenía el que así hablaba. El Cid, no obstante, dicho ha quedado en varias ocasiones, nunca fue un vasallo rebelde, aunque la ley lo amparaba: «Cuando un señor arroja de su tierra a un vasallo, lo pierde. Ya no se le debe obediencia y puede alzar armas contra él. ¿Sabéis cuántos las tomarían a vuestro favor?» (104). A lo que el Cid responde:

Tú y yo y todos estos hombres somos Castilla. Si la ira de un rey puede arrancarnos de ella, no puede arrancar su amor de nuestro pecho. Allá donde el destino nos lleve, con nosotros irá, bendecida por nuestras armas. El rey Alfonso no puede tanto, Minaya. No impedirá que la gloria de estos desterrados sea gloria de Castilla (106).

El rey, como ya sabemos, perdona al Cid, tras la conquista de Valencia:

Me honro en adelante siendo de nuevo su señor. Y los castellanos y leoneses que quisieren añadirse al Cid, pueden hacerlo sin castigo, porque Ruy Díaz es otra vez mi vasallo y cuenta con el aprecio y el favor del rey (214).

Mi primer Cid,
Ramón G. Domínguez.

En Mi primer Cid (2007) se apostillan estas ideas positivas en torno a la figura de Rodrigo Díaz de Vivar quien «siempre ganaba todas las batallas y conseguía grandes riquezas». Aquí los Infantes de Carrión son puestos, por supuesto, en tela de juicio y, al afrentar a las hijas de Cid, son vengados por dos de sus caballeros quienes portan sus espadas míticas:

«¡No veáis el miedo que les  entró a los dos infantes cuando vieron las famosas espadas del Cid Campeador amenazándoles! ¡Salieron huyendo como conejos!». Por supuesto el honor de sus hijas queda limpio y «Las dos volvieron a casarse, esta vez nada menos que con los príncipes de Aragón y de Navarra. Y el gran Cid Campeador murió feliz con el perdón de su Rey y la felicidad de sus hijas» (s. p).

Y hablando de las hijas del Cid, en Mío Cid. Recuerdos de mi padre (2006), doña Cristina −la Elvira del Cantar− recuerda los principales hechos del Cid. Destaca, por su originalidad, ver cómo se siente esta mujer, humillada por su marido, uno de los Infantes de Carrión quienes se muestran altaneros hasta el final:

Nos debimos de casar con hijas de reyes o de emperadores, no eran de nuestro linaje las hijas de un infanzón. Una vez en nuestra tierras ¿a quién podíamos  presentarlas sin avergonzarnos? Hemos ejercido nuestro derecho al dejarlas. Eran ellas las que nos estaban deshonrando (127).

El Cid contado a los niños,
Rosa Navarro Durán.

Muchos más son los textos, destinados a niños y jóvenes que hablan del Cid. Cabría citar, por último, a Rosa Navarro Durán que nos ofrece El Cid contado a los niños (2007), que realizó con motivo de VIII Centenario del Cantar y que se estructura en los tres cantares originales del manuscrito de juglar, aunque con las adaptaciones oportunas para que el texto llegue al niño y al joven de una manera directa, enriquecida y sin perder ni un ápice de calidad. Después, tal vez los jóvenes, ya maduros de lecturas, estarán preparados para leer, si no el Cantar entero, al menos alguna de las muchas versiones que podemos encontrar como, por ejemplo, la versión de El Cantar de Mio Cid (2007), a cargo de Salvador Bataller, en Algar Editorial. Larga vida al Cid. Sin duda aún le esperan muchos lances y aventuras.

Bibliografía

  • AGUIRRE BELLVER, Joaquín (1989), El Juglar del Cid, León, Everest.
  • BARCELÓ, Elia (2007), Cordeluna, Barcelona, Edebé. Cantar de Mio Cid (2007), versión de Salvador Bataller, Alzira, Algar.
  • GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón (2007), Mi primer Cid, Madrid, Anaya.
  • MOLINA LLORENTE, María Isabel (1983), Así van leyes donde quieren reyes, Barcelona, Noguer.
  • MOLINA LLORENTE, María Isabel (2006), Mío Cid. Recuerdos de mi padre, Barcelona, Santillana.
  • NAVARRO DURÁN, Rosa (2007), El Cid contado para niños, Barcelona, Edebé.
  • OLAIZOLA, José Luis (1997), El vendedor de noticias, Madrid, Espasa-Calpe.
  • SÁIZ RIPOLL, Anabel (2016), Tiempo de juglares, Colombia, Enlace.