Juan Manuel Lacalle1 – Universidad de Buenos Aires
Resumen
En 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), del mexicano Homero Aridjis, como en toda novela histórica, se intercalan episodios ficcionales con elementos reconocidos históricamente. Aquí, el foco en la problematización de la Inquisición española, acotada al período 1391-1492, nos permite analizar el tratamiento de una serie de temáticas abordadas desde la perspectiva de personajes marginados por la historia oficial: judíos, conversos, mendigos, perseguidos y condenados. El tapiz que se teje a lo largo de la narración, cuyo puntapié documental es el proceso inquisitorial contra los hermanos Isabel y Gonzalo de la Vega (sentencia fechada a comienzos de 1484), aboga por la reivindicación y consideración histórica de un colectivo percibido como ausente o minimizado. La mirada crítica, tamizada por los ojos del narrador-protagonista Juan Cabezón, se amplía a partir del recorrido por distintas ciudades de España durante la búsqueda de Isabel, a quien conoce luego de condenada pero que poco después de casarse desaparece producto del temor. En este sentido, nos proponemos una lectura de la operación que realiza esta novela con el recuerdo de estas figuras, su aniquilación y resurgimiento.
Abstract
In 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), of the Mexican Homero Aridjis, as in every historical novel, fictional episodes are intertwined with historically recognized elements. Here, the focus on the problematization of the Spanish Inquisition, limited to the period 1391-1492, allows us to analyse the treatment of a series of themes tackled from the perspective of characters that have been marginalized by official history: Jews, converts, beggars, persecuted and condemned. The tapestry that is woven throughout the narrative, whose documentary starting point is the inquisitorial process against the brothers Isabel and Gonzalo de la Vega (judgment dated at the beginning of 1484), advocates the claim and historical consideration of a group perceived as absent or minimized. The critical look, sifted by the eyes of the narrator-protagonist Juan Cabezón, widens with the travel through different cities of Spain during the search for Isabel, whom he meets after being convicted but, shortly after their marriage, disappears due to fear. In this sense, we propose a reading of the operation performed by this novel with the memory of these figures, their annihilation and resurgence.
Una operación habitual que se puede observar en las novelas históricas es la profundización narrativa sobre los sucesos que pudieron haber desencadenado hechos conocidos (o, mejor dicho, reconocibles a partir de la historiografía), o el desarrollo de episodios ficcionales enteramente novedosos contemporáneos a su acontecer. Las figuras que podríamos identificar como propias del período escenificado pueden aparecer en primer plano o como telón de fondo.3 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), del mexicano Homero Aridjis, es un claro ejemplo del segundo grupo, ya que busca introducirnos en los caminos y en las conversaciones cotidianas de los actores más ligados al pueblo; experiencia que se adelanta en el «vida y tiempos» del título.
El texto de Aridjis está centrado en la búsqueda de un hombre que, casi azarosamente, termina embarcándose con Cristóbal Colón4 en su viaje de agosto de 1492, año en que fechamos el final de la Edad Media.5 Sin embargo, este no es el foco principal, y el arco narrativo de la novela se extiende a lo largo de un siglo: comienza en 1391, mediante la genealogía del protagonista y el racconto del asalto a la judería de Sevilla. El meollo del relato, la vida y los tiempos, se encuentra a partir de 1481, con el establecimiento de la Inquisición en España; es decir, cerca de quinientos años antes de la publicación de la novela.6 La primera fracción del título, 1492, funciona en realidad como cierre (de hecho, exceptuando el «Deo gratias» final, el número es la última palabra de la novela). Por consiguiente, y si bien el núcleo temático es efectivamente la Inquisición, su exacerbamiento, y el tratamiento desde un punto de vista historiográficamente no canónico, se nos propone pensarla en tensión con este año. 1492 nos reenvía inmediatamente al final de un período, pero el hecho de que esta sea una novela producida en México y que transcurra en España vincula tres sucesos relevantes: la expulsión de los judíos del territorio español y la conquista de Granada, por un lado, y el denominado «descubrimiento» de América, por el otro.7 Dos viajes inducidos por razones diversas. Ahora bien, dada la poca conexión entre los hechos fundamentales de la novela y el viaje hacia América, debemos preguntarnos por su funcionamiento al interior de la narrativa.
Cabe aclarar aquí que, a pesar de no estar centrada en un personaje histórico o literario conocido, esta obra, como todas las novelas históricas que abrevan en el imaginario medieval producidas en Latinoamérica, está narrada en primera persona del singular.8 El relato se nos ofrece en boca de Juan Cabezón, español y descendiente de judíos conversos.
Las novelas históricas de tema medieval producidas por autores/as latinoamericanos/as son poco habituales, en contraposición a la cuantiosa publicación de novelas que toman como puntapié los episodios y el ambiente de la conquista de América o la época de la colonia (y las novelas españolas que hacen lo propio con la Edad Media o la Guerra Civil). Quizás sea este abordaje más tangencial e inesperado el que haga que, en general, estos casos excepcionales se salgan de ciertas tipologías a las que nos tiene más acostumbrados la novela histórica del medievo.9 De hecho, 1492 tiene una continuación que lleva por título Memorias del nuevo mundo (1988), en la cual el narrador también es Juan Cabezón, pero ahora desde su vejez y ya en tierras americanas. Por otra parte, el propio Aridjis ha escrito otra novela, publicada cerca del fin del segundo milenio, cuya acción se desarrolla en un período no tan explotado por las novelas históricas de tema medieval. El señor de los últimos días. Visiones del año mil (1994) transcurre durante los meses finales del siglo X, y allí se hilan las preocupaciones apocalípticas por parte del narrador, el monje Alfonso de León.10
De acuerdo con la clasificación propuesta por Antonio Huertas Morales (2015) podríamos ubicar a 1492 entre los tipos de «novela histórica tradicional» y «novela de recreación histórica». A pesar de lo que pueda intuirse por el título y las primeras páginas, no se trata de una «novela histórica de personaje». Como señala Magdalena Perkowska (2008), en este caso la vida es un pretexto para relatar los tiempos.11 La mirada de estos tiempos no es inocente sino que apunta a la crítica de lo que es percibido como una memoria única. En las siguientes páginas, nos abocaremos a profundizar el análisis del tratamiento que recibe el proceso inquisitorial en la novela desde la óptica que propone: los hechos son presentados aquí tamizados por la mirada del pueblo y de las víctimas.
1.- Quemar la efigie
Podríamos esquematizar el texto en cinco partes. Primeramente, los sucesos que involucran a la familia de Juan Cabezón, desde el nacimiento de su abuelo en Sevilla,12 se alternan con el contexto histórico de fines del siglo XIV y comienzos del XV. Casi como un guiño a la conciliación y la empatía, el episodio inaugural concluye: «La casa de la bisabuela pegaba su espalda a una casa judía, y no podía haber desastre que sacudiera a una que no repercutiera en la otra» (Aridjis: 13. Las negritas y las itálicas son del original). Allí se realiza un paralelismo entre los gritos del parto y la acción del «arcediano atroz» en la aljama judía, y se contrapone al recién nacido con los nuevos muertos.13 En esta sección, además, se incluye una semblanza de valenciano Vicente Ferrer, enfocada en su fervor proselitista, que introduce dos elementos importantes: el milagro y la búsqueda de la conversión al cristianismo de los judíos.14 Una segunda parte se aboca a los primeros años de vida de Juan Cabezón hasta que, ya huérfano,15 conoce al no vidente Pero Meñique. En tercer lugar, se relata la cotidianeidad que vive el protagonista con un grupo de mendigos, con quienes entra en contacto a través del ciego; encuentros que permiten la abundancia del diálogo y la conversación. A continuación, sigue la etapa en la que convive con los fugitivos Gonzalo e Isabel de la Vega; el relato se detiene especialmente en el lazo con esta última, con quien se casa y tiene un hijo al que no conoce hasta el cierre de la novela. La última parte se inicia con la desaparición de Isabel, que desata su búsqueda hast el efímero reencuentro y la nueva separación final. En términos cuantitativos, este quinto momento ocupa prácticamente la mitad del texto y, en cierto modo, los demás sirven de extenso marco para esta pesquisa.
Como adelantamos, el tema central de la novela es la persecución de judíos y conversos por parte de la corona y, de manera más directa, de los familiares de la Inquisición. Asimismo, un aspecto clave es la problematización del rol del propio pueblo que es incitado, por medio de ordenanzas y castigos, a participar de ese control y de la celebración de las quemas: nadie queda exento de los interrogatorios inquisitoriales. Los propios personajes, que conformaban un mismo grupo al comienzo, se dividen.
Antes de adentrarnos en la lectura cercana de la narrativa no podemos soslayar que la novela está enmarcada por dos paratextos: al inicio contamos con cuatro epígrafes, y un apéndice documental funciona como cierre. El rigor histórico se advierte, así, tanto en los agradecimientos (a los cronistas medievales y, también, a los estudiosos contemporáneos, boletines y revistas académicas) como en el apéndice, núcleo generador del relato que aparece al final:16 «Proceso contra Isabel de la Vega e contra Gonzalo de la Vega su hermano vesinos de cibdad real ausentes. Escrito por los escrivanos e notarios públicos de la Santa Inquisición» (1483-4).
Tres de los epígrafes se vinculan con el tránsito y los viajes, y el cuarto pertenece a un refrán del siglo XV que reza «Manos besa hombre que quiere ver cortadas». Su mención corre por cuenta de Pero Meñique cuando el Tuerto le dice al Moro que se arrodille en medio de una violenta discusión y le pide que le bese las manos (65), y aparece en boca de Isabel de la Vega cuando Pero le pregunta a Juan Cabezón si besaría la mano de un padre dominico para seguir la requerida adaptación y no ser encerrado (149). Su presencia reiterada pone el énfasis en el rol de sumisión al que se han visto sometidas las víctimas, y en el deseo de venganza que puede generar el accionar opresivo.
En cuanto al resto de los epígrafes,17 no debemos olvidar que el viaje o la movilidad es una de las fuertes constantes en esta clase de novelas históricas. Aquí contamos con dos desplazamientos que estructuran la narrativa, y que, aunque omnipresentes, aparecen en un segundo plano: el exilio histórico del pueblo judío y el viaje al «nuevo mundo» que está por acontecer. Esto, por supuesto, sin mencionar las detalladas caminatas al interior de las ciudades18 y los traslados de Juan Cabezón en su búsqueda de Isabel. En todas las variantes se trata de cuerpos en tránsito que buscan un lugar para asentarse, incluso cuando se esté rastreando a otra persona, porque el exterior se va tornando gradualmente más ominoso. En las últimas páginas, Juan Cabezón encuentra, finalmente, a Isabel presta para partir hacia Flandes con su hijo. Él le insiste en quedarse, pero ella acusa que no puede: «La expulsión de los judíos es mi expulsión, su muerte es mi muerte […]. Llevo en mi rostro el rostro de mis padres y en mi cuerpo su sombra, no puedo desprenderme de su carne y sus huesos, su destierro es el mío» (319). La alternativa que piensa el protagonista es rápidamente descartada: irse a una aldea olvidada. La respuesta de Isabel no admite esa posibilidad porque, teme, «[l]os inquisidores, a falta de mi cuerpo, han quemado mi imagen; he muerto en estos reinos» (319); solo queda la opción de reencontrarse más adelante en otras tierras.
Ante la ausencia del sujeto, fugitivo o ya muerto, se quema su efigie. Hay un solo momento de calma en la novela y es durante el tiempo que Juan Cabezón pasa con Isabel antes de su huida. No obstante la primera impresión, se trata de una serenidad aparente, rodeada por una tensión constante: el amor entre ellos se vive como si cada noche fuese la última. El encierro los tiene excluidos del mundo exterior, amenazante. La oposición entre el silencio y la escucha de cualquier sonido que pueda indicar que alguien los espía se encuentra muy presente. Oyen ruidos y ven cosas por temor a que los prendan. Este miedo se traslada al espacio de los sueños, dado que no hay paz ni para dormir:
El aislamiento, la separación y el olvido del mundo solo se ven interrumpidos por las campanas de las iglesias; el tiempo pasa y el amor se intensifica:
En 1483, año en que está fechado el Apéndice, Pero Meñique le pregunta a Juan Cabezón si puede dar albergue a los hermanos de la Vega, Gonzalo e Isabel, provenientes de Ciudad Real e hijos de un doctor cercano a su padre. El 17 de octubre de aquel año se produce el nombramiento de fray Tomás de Torquemada (personaje que será fundamental en la novela) por parte del papa Sixto IV y los reyes Católicos, como Inquisidor General de los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, y con poder de designar subordinados. Este hecho hace que los hermanos, como muchos judíos y conversos, huyan. Durante la conversación con Juan Cabezón para que los aloje se percibe la mirada pesimista de Pero Meñique, en consonancia con la pérdida de espacios y el desplazamiento que van ocurriendo conforme avanza la novela, incluso en el ámbito del reposo: «Aun en sueños el hombre no puede cambiar la historia, no puede modificar la vida, no puede alterar el pasado que conforma el porvenir» (127). La imagen de una ausencia busca terminar con algo simbólicamente. Por este mismo motivo las quemas son en su mayoría en las plazas públicas, ámbito de gran presencia en la novela. El adoctrinamiento del que está y la amenaza al que escapó tienen su correlato más fuerte en las quemas de los huesos de quienes ya habían sido enterrados para que «pereciesen ellos y su memoria con ellos» (156). Los frailes predicadores persiguen a los muertos más allá de sus tumbas; en Ávila, Juan Cabezón y dos de sus compañeros presencian escondidos cómo un grupo de hombres encaraba esa tarea: «Nos sacudió su actividad macabra: desenterraban los huesos de los difuntos procesados por el Santo Oficio para quemarlos en un próximo auto de fe» (250). Entre las instrucciones de Tomás de Torquemada hacia fines de 1484, donde establecía la Inquisición en cada pueblo, se incluía la causa económica de este hecho simbólico: se instituye la exhumación, la quema de restos y la confiscación de bienes de los herederos de los muertos en los últimos cuarenta años y la colocación de símbolos condenatorios. En lugar de «escuchar a los muertos con los ojos», como alentaba Roger Chartier, aquí se trata de matar a los muertos: «[…] y si hubiese una inscripción sobre su tumba y sus armas fuesen en algún lado desplegadas, las borrasen, para que no quede memoria de él sobre la tierra, excepto la de la sentencia y la ejecución de los inquisidores» (156). En cierto modo, el objetivo ideológico-político de esta novela histórica es revivir a esos muertos, o a esas figuras representativas en conexión con el énfasis de lo colectivo, para retribuirles una entidad borrada.
2.- De la ceniza volverás
Destruir el recuerdo representa el máximo afán de los inquisidores. La tarea de contra-memoria, que se opone a la memoria oficial construida por el poder, realiza el movimiento inverso. En una imagen contundente, Magdalena Perkowska (2008) señala que la pantalla de la memoria oficial se rompe cuando el pasado silenciado o reprimido estalla frente a ella. Ante la quema inquisitorial, el autor de la novela histórica se ubica en el polo contrario: junta las cenizas de cuerpos o efigies para dar lugar a otras voces que desmitifiquen y transformen el entendimiento histórico. De aquí la doble figura del duelo, estructurante en la novela, como combate o contienda y como luto o dolor. En el reencuentro con Gonzalo, hacia el final del texto, intervienen las voces de otros judíos y conversos en procesión al exilio. Se dice que cargan con el recuerdo de siglos de morar en esas tierras donde deben dejar sus bienes e imaginan, con un dejo de esperanza, a gente futura reconociendo sus ausencias. Tras la presentación que realiza un anciano de su persona, otra le señala que está mezclando su propia vida con lo que le han contado otros. En la respuesta se observa la potencia de la condensación que realiza el propio texto: «En la cabeza todo se hace una sola cosa y en la memoria todos los recuerdos se harán una sola historia» (289).
En 1492, en cambio, la historia nos llega por fragmentos de noticias transmitidas de boca en boca y por el diálogo entre personajes como mendigos, barberos, prostitutas y panaderos.19 Del otro lado, contrasta la figura del pregonero, quien hace ingresar la voz oficial a través de la socialización de los decretos y edictos que emanan de la autoridad. Este personaje, asimismo, permite la contextualización constante y precisa evadiendo la figura del narrador omnisciente y dejando fluir a la primera persona.
En el relato de su autobiografía o memoria,20 Juan Cabezón, quien ha nacido en Madrid, solo recuerda una cosa de su infancia: el hambre. En lugar de comida, su padre le ofrecía refranes sobre el alimento. Huérfano de muy joven, morador de un barrio pobre, este personaje encarna la perspectiva popular e intrascendente, y el enfoque intrahistórico de la narración.21 Se cuenta desde los márgenes y desde el espacio de quienes se vieron devastados en paralelo al nacimiento y consolidación de la España cristiana. Lo marginal e intersticial, así, movimiento crítico del novelista, pasa al centro de la escena. Al mismo tiempo, la condición de converso, como alguien que no deja de pertenecer a dos universos, escenifica un lugar ambiguo, cuya indeterminación pareciera ser amenazante para la coherencia y uniformidad de la futura nación. Esto se materializa cuando Juan encuentra a Isabel y a su hijo en el puerto de Santa María a punto de escapar para Flandes: a poco comenzar la conversación un guarda lo corre porque, se explica, había traspasado una línea clara, demarcada por fuego y sangre, entre vivos y muertos, cristianos y conversos, los que se quedaban y los que se iban. La problematización de la ambigüedad y lo inacabado tiene su correlato en el plano estilístico de las figuras retóricas acumulativas. Acompañando este movimiento, la coma prevalece por sobre el nexo copulativo.
Desde un punto de vista formal, la enumeración es uno de los elementos centrales del texto. Aquí, la sumatoria produce dos efectos fundamentales: la sensación de lo inabarcable e imposible de memorizar (muy patente, por ejemplo, tras el ejercicio de relectura) y la percepción de envergadura y relevancia de determinados hechos relatados.22 Esto se observa en la onomástica, en las largas listas de nombres de condenados,23 y en los distintos espacios donde transcurre la acción, que enseñan una realidad muy similar en cada ciudad (sinagogas, iglesias, hostales, puertos, puentes, calles, plazas).24 En todos los sitios que recorre Juan Cabezón durante la búsqueda de Isabel se presencian autos de fe o, en su defecto, alguien se encarga de relatar ese tipo de acontecimientos. Muchas frases se repiten casi textualmente y quedan más fijadas en la mente del lector: por ejemplo, nos queda claro el trasfondo económico de las persecuciones, con objetivos como el aporte para la guerra de Granada, ya que, se insiste, «los bienes de cada condenado pasan a engrosar las arcas de la corona». Además, la cadencia acelerada de la enumeración y la sensación de lo inconcluso colaboran con la ansiedad lectora y la generación de empatía por la reivindicación de la memoria. El ritmo de letanía y las listas que rozan lo borgeano ponen en evidencia lo absurdo de las acusaciones, en su mayoría por motivos ligados a las costumbres: «haber guardado el sábado, ayunado en el Quipur, comido pan cotazo y carne en la cuaresma», «ceremonias judaicas», «haber dado aceite a la sinagoga», «guardar el sábado», «comer carne en cuaresma», «leer la Biblia en hebreo», «llevar aceite a la sinagoga», «orar con la cara vuelta a la pared», «comer perdices y palomas “no afogadas”», «dar limosna a los judíos pobres», «no ponerse de rodillas al oír las campanas de la iglesia anunciando la elevación de Cristo», «lavar los cuerpos de los muertos», «celebrar la pascua del pan cenceño y la fiesta de los Tabernáculos».
Hay otra serie de acusaciones, particularmente interesante, más vinculada con la hechicería, que se desprende de conectar el rito considerado herético con la magia y lo maravilloso; estas se podrían cotejar con las escenas de milagros que aparecen en varias ocasiones (como el mencionado caso de Ferrer), conceptuadas, en cambio, positivamente por el poder. La circularidad de la operación es notable: se relaciona la práctica en secreto con lo demoníaco cuando la necesidad del accionar oculto se desprende de las prohibiciones y los castigos crecientes. Estas alusiones ya no aparecen en cadenas ni en repeticiones sino que tienen una entidad más autárquica. Agustín Delfín, hermano de la Babilonia, quien actuará como familiar de la Inquisición, relata: «Los judíos han violado monjas profesas por dádivas, hecho hechicerías con la hostia, han azotado imágenes de Jesucristo y se han puesto crucifijos en el culo por burla» (115). En los primeros tiempos de la escalada inquisitorial, a comienzos de 1481, se publica un listado de 37 artículos de delación por los cuales se podía probar que una persona «judaizaba»; uno indica: «si había hecho hadas a sus hijos» (125). Un último ejemplo se observa tras la acusación a Yucé y Johán Franco y a Benito García por el proceso del niño crucificado en la cueva de La Guardia: se dice que habían ido a Toledo a buscar al niño para realizar hechizos y, torturado, uno de ellos declara que «habían hecho los hechizos para que todos los inquisidores y otros justicias y personas que quisiesen hacerles daño muriesen rabiando» (263. En los tres casos, los destacados son míos).25
Como respuesta y castigo a estas «faltas» y, por lo tanto, en paralelo, se van intercalando, enumerando y describiendo a lo largo de todo el texto, y cada vez con mayor presencia, los relatos de los encarcelados, ahorcados y quemados, en persona o en efigie. Llegados a un punto, el fresco que se visualiza es el de un infierno terrenal,26 cuya expresión máxima es la hoguera y, más concretamente, el fuego,27 que resuena hasta en las asociaciones auditivas de la onomástica de Torquemada.28 Más allá de esta figura, el pedido proviene de la propia realeza: «[…] los reyes solicitaron una bula de Sixto IV para establecer el tribunal de la Inquisición en Castilla; la que les ha sido otorgada para proceder con justicia contra la herejía judaica por vía de fuego» (117. Destacado en el original). Una vez instaurado el mecanismo, el propio pueblo se suma; movimiento que se encarna en los mismos personajes que ya habían aparecido.29 En relación con la condición de converso de Pero Meñique, Rodrigo Rodríguez aduce: «Aquel fuego es bueno que abrasa y quema los herejes, escribió don Raimundo Lulio» (137); y, poco antes, en respuesta al Rey Bemba, que ocupa el rol de defensor de los judíos en el grupo, Agustín Delfín sentencia: «[…] si se hiciera en nuestro tiempo una verdadera inquisición serían innumerables los entregados al fuego de cuantos se hallara que judaízan, que es mejor castigarlos en la tierra a que sean quemados en el fuego eterno» (118). Del lado opuesto, Martín Martínez, quien planifica el fallido asesinato de Torquemada junto con Pero y Juan, les dice mientras se encargan de los preparativos: «No olvidéis vos que es más digno morir atravesado por las doscientas cincuenta lanzas de los doscientos cincuenta familiares de la Inquisición que acompañan a Torquemada que arder en el fuego lento de la hoguera» (249).
Durante el tiempo de bonanza que transitan encerrados Juan e Isabel se presenta un contraste en relación con lo corporal, el deseo y el placer, que se opone al constante pedido de «sangre y fuego» por parte de los familiares de la Inquisición y su castidad sexual y amorosa: «Cada noche allí estaba Isabel, desnuda, abierta, urgente; sin más ansias que las de su propio deseo ni más triunfo que el del amor cumplido; mientras nuestros cuerpos, tal vez, en la mente de los inquisidores polvoreaban en la ceniza, en la memoria de la muerte» (145). Mientras se queme una efigie o una parcialidad de un colectivo el regreso estará latente, amenazante, y dispuesto a volver en forma de memoria en sus distintas manifestaciones, más potente que nunca.
3.- Chispas susurrantes que iluminan
Colocar en el centro el acta condenatoria que se nos ofrece de Apéndice traslada el foco de atención de los agentes celebrados a los pacientes afectados por la historia oficial y pone en tensión el lazo entre la realidad y la ficción. Su ubicación al final podría acompañar reflexiones críticas en línea con que, para usar un fraseo habitual, «la realidad supera la ficción». Un documento que legitimaba el accionar del poder, oculto al pueblo (Jitrik, 1995: 83), se reubica, en un gesto de reapropiación, del otro lado. El personaje de Isabel simboliza a todas las víctimas, cuya ausencia la coloca aún más en primer plano. A su vez, el relato de episodios contextuales tomados de la historia oficial, a través de la conversación entre personajes, le permite a Aridjis cuestionar y plantear distintas hipótesis sobre los hechos. Esto puede ejemplificarse con las teorías variadas sobre la muerte de Enrique IV en 1474.30 Mutatis mutandis, algunas de las descripciones que se le atribuyen a Enrique al comienzo de la novela se podrían pensar como prefiguración del destino de Isabel y todo lo que ella representa: «Unos sugirieron que debía acusársele de herejía, ya que había inducido al marqués de Villena y al maestre de Calatrava a convertirse al islamismo» (41). Cuando se relata la coronación en Ávila que el Arzobispo de Toledo realiza de Alfonso se repite la operación del aniquilamiento a través de la imagen: «[…] lo echaron del tablado al suelo, bajo el asombro del pueblo, que pareció lamentar la muerte simbólica del destronado» (41).
Estas ausencias que quedan en primer plano se suman a las del «nuevo mundo» y, más concretamente, a la «España de las tres religiones». El fin de todas estas utopías, de uno y otro lado del océano, que convivían en el período medieval, se enfrenta al mundo distópico que se presenta en la novela (Pagacz, 2014). En ese terreno hostil y lleno de ausencias, el modo de construir una memoria contra la historia oficial es la andanza, la deambulación y la posibilidad de contar una totalidad, que completa el panorama historiográfico, con los propios ojos. El recorrido por las comunidades judías en busca de Isabel es el relato «del otro 1492» (Lefere, 2013: 272): no se trata de una fecha inaugural sino de la culminación de un proceso de discriminación y persecución producto del fanatismo religioso para erradicar la diversidad y e modelo utópico de coexistencia.31
Frente a la convivencia, la delación se erige como contracara en la novela. Se menciona gente obligada a testificar: el segundo edicto de gracia, publicado por los inquisidores, impreca a entregarse y a denunciar al resto a cambio de una promesa de absolución. En el tercer edicto, directamente se impele a denunciar bajo pena de pecado mortal «a los que supiesen que habían incurrido en la herética pravedad» (125). Esta forma de control ciudadano implica cuidarse, incluso, en las respuestas a preguntas aparentemente inocentes qu efectúa cualquier vecino: «hay muchos ojos invisibles que vigilan» (149). Para confesar las propias «faltas» se dan períodos de gracia, cuya seguridad es incomprobable. El extremo de todo este aparato represivo es el interrogatorio inquisitorial. Pareciera, y esto es muy palpable en otras novelas que tematizan los cuestionarios por herejía,[footnote]Es muy interesante aquí pensar en el juicio por brujería a Caris Wooler, y su relación con el personaje de Mattie Wise, así como las razones políticas, económicas y religiosas de fondo, en World without end (2007), de Ken Follett que al momento de sonsacar una respuesta no basta con la verdad. Tras la muerte de Pero Meñique y Martín Martínez, Juan huye y, a pesar de que Orocetí no estaba al tanto de su empresa, se lamenta: «ellos sabrían arrancar de su boca crímenes que nunca había soñado» (270).
Sueña Juan Cabezón con Isabel en plena búsqueda. En el plano onírico ella le responde: «No me importa lo que digas de ese mundo futuro [sin Torquemada ni otros inquisidores], aquí nos están matando cada día» (237). Mucho antes, cuando Gonzalo desaparece, la Isabel de carne y hueso reflexiona: «Nadie, aun en palabra, debe calumniar y condenar a otro, del reino, de la religión o de la raza que sea» (134). Las esperanzas, tras el edicto general de la Expulsión (277), parecen reducirse a Flandes y la llegada del Mesías. La multitud exiliada del final se percibe, en un símil aparentemente inverso pero equivalente al tiempo que pasaron Juan e Isabel en la casa sin poder salir, «como si los hubieran encerrado fuera del mundo» (287). El temor, como expresa Isabel, es que «[l]os culpables de este edicto quedarán en la historia de los hombres y serán honrados y festejados» (313). A pesar de ello, las palabras llegan a oídos y ojos de lectores actuales. 1492 ofrece una visión alternativa, o como mínimo problematizadora, en pos de una amplitud de miras, tolerancia, y un cuestionamiento de la historia oficial; no para erigir una nueva efigie, sino para revitalizar un colectivo particular y, en términos generales, realzar la convivencia entre lo diferente.
Bibliografía
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