Paloma Díaz-Mas – CSIC, UPV/EHU-escritora

Resumen 

Reflexiones y memorias de Paloma Díaz-Mas, catedrática de Literatura Española (CSIC-UPV) y reconocida especialista en literatura oral y cultura sefardí, a propósito de El rapto del Santo Grial (1984), finalista del I Premio Herralde en 1983 y una de las novelas imprescindibles en la recuperación del medievo en la narrativa española contemporánea, especialmente en lo que a la influencia del ciclo artúrico, del romancero hispánico y de la poesía popular de transmisión oral se refiere.

 

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El rapto del Santo Grial fue la primera novela que publiqué, aunque no la primera que escribí. La fui creando a lo largo de cuatro años, desde 1978 hasta 1982 (es decir, cuando yo tenía entre 24 y 28 años).

Por esa época yo era una joven universitaria que, una vez acabada la licenciatura, empezaba su formación como investigadora con una beca para hacer la tesis doctoral sobre literatura sefardí en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid.

En España corrían vientos de cambio. Tras la muerte, en 1975, del dictador Francisco Franco, se inició la llamada Transición política. Una etapa llena de zozobras, pero también de esperanzas y, sobre todo, de la ilusión de estrenar libertades individuales y colectivas que durante muchos años se nos habían hurtado. Era, también, una época en la que lo viejo ya no valía y lo nuevo estaba por construir.

Esto era cierto también en el ámbito literario. Se sentía la necesidad de inventar una nueva literatura para la nueva sociedad que nacía; y el mercado literario estaba entonces, en España, tan desestructurado y era tan cambiante, tan inestable, como el resto de la sociedad. Eso tenía una ventaja: en ese momento, todo parecía posible, porque las posibilidades y las oportunidades estaban todavía por definir.

Incluso era posible que un autor novel se diera a conocer y empezase a publicar sin tener contactos o apoyos en el mundillo literario. Varias editoriales jóvenes y progresistas estaban dispuestas a publicar a autores desconocidos y los premios literarios no estaban todavía tan maleados como hoy, así que ganar un premio podía ser una forma de romper el cascarón, de darse a conocer y empezar a publicar.

Yo tenía escritas dos novelas, que había acabado con un par de años de diferencia y que –a falta de relaciones y amigos que me introdujeran en el mundo literario y editorial– me dedicaba a presentar a todos los premios literarios del momento. Hay que tener en cuenta que entonces no había internet, esa herramienta que parece que hubiera estado siempre ahí, hasta el punto de que nos cuesta trabajo recordar cómo vivíamos sin ella. La única forma de enterarse de la existencia de premios literarios era a través de los periódicos que publicaban las convocatorias y sus bases y, consecuentemente, también los resultados de los certámenes.

El rapto del Santo Grial,
Paloma Díaz-Mas.

Recuerdo que era tal el barullo de concursos (patrocinados por editoriales, por asociaciones culturales, por ayuntamientos y organismos locales, y hasta por bancos y cajas de ahorros o empresas) que, para no perderme, acabé elaborando un cuadro en el que constaba el nombre de cada premio al que tenía presentadas las novelas, la fecha tope de admisión de originales, la fecha aproximada en que se esperaba el fallo, si éste se había producido, etc. Según iba pasando el tiempo, yo iba poniendo crucecitas en las distintas casillas y así mi novelas se pasearon por más de una veintena de certámenes convocados por distintas instituciones, para regocijo del dueño de la fotocopistería del barrio –entonces tampoco existían los ordenadores personales ni las impresoras domésticas– a quien yo encargaba cada vez más copias de mis dos originales mecanografiados para presentarlos a cada vez más concursos; me gasté en ello un buen dinero de mi modesta economía de estudiante, porque las fotocopias eran bastante caras. Incluso llegué a copiar a mano una de las novelas para presentarme a un pintoresco premio de narraciones manuscritas. Como se ve, mi deseo de publicar era desesperado.

En esta marabunta, después de haber quedado decepcionantemente finalista varias veces, las dos novelas acabaron publicándose. Una de ellas (la primera que escribí y, por tanto, la peor), Tras las huellas de Artorius, ganó el premio Cáceres de novela, fue publicada por un organismo público y casi no se distribuyó. Mejor así, porque se trata de un primer torpe intento de convertirme en novelista.

Más trascendente para mi trayectoria posterior fue el que la “otra” novela, la que había escrito en segundo lugar (El rapto del Santo Grial o el Caballero de la Verde Oliva) quedase finalista del I Premio Herralde de novela, que convocó la editorial Anagrama.

Hoy el premio Herralde va por su trigésimo novena edición, se ha convertido en uno de los más prestigiosos del panorama literario español (me enorgullece decir que en varias ocasiones he formado parte del jurado) y la editorial Anagrama (que en 2019 cumplió 50 años) es un referente en el mercado literario español y latinoamericano. Pero aquel premio Herralde era el primero que se convocaba, un premio de narrativa incipiente, creado por una editorial que hasta entonces se había dedicado sobre todo a publicar ensayo político. Esa primera edición la ganó Álvaro Pombo con El héroe de las mansardas de Mansard y quedamos finalistas Enrique Vila-Matas, y yo. Jorge Herralde, el editor, decidió publicar las novelas finalistas y algunas otras de las que habían concurrido (y que le gustaban especialmente) en la entonces naciente colección «Narrativas hispánicas», que fue el germen de la llamada «Nueva narrativa española», una corriente literaria (que no una generación: somos autores de muy distintas edades y perfiles) a la por lo visto pertenezco.

Creo que fue Umberto Eco quien dijo que los escritores escriben sobre lo que han leído, más que sobre lo que han vivido; o, dicho de otra forma, que la experiencia vital que nos sirve de inspiración a la hora de crear no son sólo las cosas que nos han sucedido, sino los libros que hemos leído. Quizás Umberto Eco exagere, pero lo cierto es que El rapto del Santo Grial fue producto del poso que habían ido dejando en mí diversos géneros y obras literarias que yo había leído (y hasta estudiado) durante mis años de carrera, unos años en los que me había sentido especialmente atraída por la literatura medieval; pero también hay en la novela ecos de la literatura que había leído simplemente por gusto, o la que había tenido que manejar para redactar mi tesis doctoral sobre literatura sefardí.

¿Por qué una chica de veintitantos años escogió la leyenda artúrica como tema para una novela escrita a finales de la década de 1970, en plena Transición política española? Simplemente, porque la leyenda del rey Arturo y sus caballeros me había fascinado en mis años de estudiante, en gran medida gracias a una buena profesora de francés en la especialidad de Filología Románica, que estudié en la Universidad Complutense. Se llamaba Mercedes Rolland y, una vez acabada la licenciatura, nunca más volví a saber de ella; pero jamás le podré agradecer lo suficiente que me hiciese leer, en traducción al castellano, varias obras de Chrétien de Troyes, el poeta francés del siglo XII que perteneció a la corte de María de Francia y que escribió varias narraciones caballerescas en verso sobre la historia del Grial.

Aunque mi novela no podía ser (¡qué más quisiera!) como las de Chrétien de Troyes. Para desarrollar la historia que quería contar, yo tenía que buscar un lenguaje y unos motivos literarios que hicieran la trama creíble y accesible para los lectores contemporáneos; es decir, a los lectores como yo.

Los encontré en la literatura que mejor conocía y que más había leído. El bastidor sobre el que tejer la trama me lo ofrecieron, como ya he dicho, el mundo artúrico y caballeresco de la narrativa medieval, sobre todo del roman francés en verso.

Pero también hay elementos del lenguaje y una serie de temas y motivos que provienen del romancero hispánico y de la poesía popular de transmisión oral, que ya me fascinaron en mi época de estudiante y que luego se han convertido en uno de mis principales temas de investigación: el poder mágico del canto del marinero que hace que los peces del mar suban a la superficie y amainen las tormentas proviene de uno de los más hermosos romances medievales, El conde Arnaldos. La muchacha que se viste de hombre para ir a la guerra es un viejo motivo extendido por la baladística internacional, una de cuyas manifestaciones es el romance de La doncella guerrera. El embarazo de cien doncellas que custodian el Grial en el castillo de Acabarás se debe a que «alguna mala yerba debimos pisar en uno de nuestros paseos por la campiña, o tal vez bebimos de alguna fuente embrujada»: dos motivos folklóricos –el de la fuente fecundante y el de la hierba que deja embarazada a la mujer que la pisa– que aparecen en romances y canciones populares. La aparición del Caballero de la Verde Oliva «malo» y bestial ante las doncellas se inspira en una cancioncilla tradicional obscena de los sefardíes de Marruecos, el Paipero (deformación de Fray Pedro) en la que el personaje principal se presenta ante unas doncellas «con las manitas juntas y afuera el cordón» y ellas lo acogen entusiasmadas: «con peso de plata / pesáronselo. / Más de veinte arrobas / en el peso dio» hasta que al final acaban «ciento veinte cunas / en un corredor».

El romancero me proporcionó una cantera de elementos en los que se unen lo mágico y lo maravilloso con lo obsceno, lo simbólico con lo cotidiano, lo extraordinario con lo habitual. Mis personajes se mueven entre la realidad y lo imposible con la misma naturalidad con la que lo hacen los personajes de Chrétien de Troyes o del romancero.

Sin embargo, la historia está, de principio a fin, impregnada de una melancolía muy propia de nuestra época incierta e insatisfecha, muy contemporánea: la melancolía de los caballeros obligados por Arturo a ir en busca de un Santo Grial que por primera vez tienen al alcance de su mano, pero cuyo rescate supondrá el fin de su mundo, de los ideales por los que han luchado; la melancolía del propio Arturo que, consciente de la situación, manda a unos caballeros a rescatar el Grial y, a escondidas, a otros para que se lo impidan; la melancolía de la doncella que va a la guerra vestida de varón y prefiere morir a manos de quien más la ama antes de revelar su verdadera condición de mujer; la de Pelinor, el mejor de los caballeros, el único que verdaderamente cree en su misión, que muere en el intento y que, como los buenos héroes épicos, gana una batalla después de muerto; y también la melancolía del Caballero de Hierro, irremisiblemente vencido por ese Pelinor ya muerto, que debe entregar su reino al vencedor y partir para las islas del exilio.

El rapto del Santo Grial es, desde luego, una novela original, muy mía. Pero integra elementos que provienen del romancero y del cancionero españoles antiguos, hasta el punto de que en algún pasaje se prosifican versos de romances, de manera parecida a como en la prosa de las crónicas medievales se insertan versos de poemas épicos. Ecos de una literatura que también es muy mía: era la que estaba leyendo con fruición mientras escribía el libro.