Santiago Gutiérrez – Universidad de Santiago de Compostela

Resumen 

Que el rey Arturo es uno de los mitos medievales que más vitalidad demuestra en la era contemporánea, lo demuestra su utilización periódica por parte del cine. Esto se debe a su capacidad de adaptarse a las necesidades y deseos de cada época, como lo demuestra última película sobre el rey bretón, King Arthur: Legend of the Sword de Guy Ritchie (2017). Dicho filme renueva la tradición cinematográfica artúrica adoptando características propias del género fantástico, lo que, además de vincularlo con una de las últimas corrientes del cine más reciente, le permite romper con el historicismo de uno de sus antecesores más cercano, King Arthur de Fuqua (2004). Sin embargo, no todo lo que Ritchie propone es original; buena parte de su película se basa en una tradición sólidamente asentada, tanto literaria como cinematográfica, cuyas influencias, convenientemente reformuladas, revelan qué concepción del mito artúrico posee el director inglés.

Abstract 

King Arthur is one of the medieval myths that shows more vitality in the contemporary age, and therefore arthurian movies are shot every few years. This is due to its adaptability to the needs and wishes of every period, as the last film about the breton king, King Arthur: Legend of the Sword (2017), shows. This movie renew the arthurian cinematographic tradition through the adoption of characteristics belonging to the phantastic genre. By doing so, it connects to the recent trends in cinema, but also it break with the historicism of one of its closest predecessor, Fuqua’s King Arthur (2004). However, the Ritchie’s film is no entirely original. It is based to a large extent on a well stablished tradition, both literary and cinematographic, whose influences, reinterpreted conveniently, reveal how the English director understands the arthurian myth.

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King Arthur: Legend of the Sword se estrenó en 2017, bajo la dirección de Guy Ritchie, con guion de Joby Harold y Lionel Wigram y producida y distribuida por la Warner Bros. La implicación de los grandes estudios de Hollywood en una nueva versión de la leyenda artúrica revela la vigencia de esta última, que cada pocos años salta a la gran pantalla casi con una regularidad de filme por década. Habría animado en parte a esta nueva empresa el relativo éxito de las películas artúricas anteriores, pues tanto los beneficios de The First Knight de Jerry Zucker (1995), como King Arthur de Antoine Fuqua (2004) habían duplicaron aproximadamente las cantidades invertidas en su producción: 127,5 millones de dólares de recaudación, frente a 55 millones de inversión, para la primera, y, algo más escaso, 203,6 millones recaudados por la segunda, frente a 120 millones de gasto. Sin embargo, la propuesta de Ritchie no cumplió las expectativas, ya que su presupuesto se había elevado hasta los 175 millones de dólares, mientras que la recaudación apenas alcanzó los 148,7 millones. Este fracaso podría estar indicando un cierto agotamiento cinematográfico de los filmes sobre Arturo, algo que parecía ya insinuar el estrechamiento en el margen de beneficios que mostraba el King Arthur de Fuqua respecto a The First Knight.1 Pero también cuestiona la deriva hacia la que Ritchie conduce la historia del rey Arturo, más cercana al universo de la épica fantástica que a los referentes literarios que conformaban la tradición artúrica.

King Arthur: Legend of the Sword,
Guy Ritchie

El director había revisitado pocos años antes otro mito literario, el de Sherlock Holmes, que asimismo contaba con tradición cinematográfica consolidada; de resultas de lo cual rodó dos largometrajes: Sherlock Holmes (2009) y Sherlock Holmes: A Game of Shadows (2011). Algunos de los colaboradores de Ritchie en estos filmes reaparecerían en King Arthur, como Jude Law, que encarnaba el personaje del doctor Watson, y Lionel Wigram, con quien también colaboraría en The Man from U.N.C.L.E. (2015). Ahora bien, este último había participado además en la producción de Harry Potter and the Order of the Phoenix (2007), Legend of the Guardians: The Owls of Ga’Hoole (2010), Harry Potter and the Deathly Hallows. Part 1 (2010), Harry Potter and the Deathly Hallows. Part 2 (2011) y Fantastic Beast and Where to Find Them (2016), mientras que en 2018 intervendría en la de Fantastic Beasts: The Crime of Grinelwald (2018). Esta sucesión de títulos muestra cómo la carrera más reciente de este guionista y productor se ha orientado hacia proyectos de cine fantástico, justamente en la época en que colaboraba en King Arthur.

Lo que de original contenía la propuesta de Ritchie, a la vista de sus afinidades con el cine de fantasía, no habría que entenderlo, pues, en relación al cine de estos últimos años, en el que dicho género se ha cultivado con cierto empeño, tal vez ante el éxito de series cinematográficas como las de The Lord of the Rings (2001-2003) y The Hobbit (2012-2014) y la de Harry Potter (2001-2011). La novedad de King Arthur se establecería en referencia a la tradición artúrica previa, tanto en sus versiones más conservadoras, convertidas en canónicas, como en la evolución más reciente, que se esboza en los primeros años del siglo XXI. En el primer caso, el cine artúrico ofrecía dos grandes vías de desarrollo, ya presentes desde sus tanteos iniciales, a comienzos del siglo XX: un enfoque melodramático, que optaba por los conflictos amorosos entre los personajes más conocidos del mundo artúrico, en especial Lanzarote, Ginebra y el propio Arturo, o entre Tristán e Iseo; y una interpretación humorística, no exenta de crítica, a partir de la novela de Mark Twain, A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court (1889). Si a la primera tendencia pertenecen filmes como Tristan et Yseult de Alber Capellani (1909) o las películas homónimas de Ugo Falena (1911) y Maurice Mariaud (1920), todos ellos centrados en la historia de los amantes de Cornualles, así como Launcelot and Eleine (1909), inspirado en un poema de Alfred Tennyson; la segunda iniciaría su cultivo con la versión de Emmet J. Flynt (1920), que fue adaptada al nuevo cine sonoro en 1931, bajo la dirección de David Butler. Ambas vertientes han demostrado una trayectoria regular a lo largo de casi un siglo, según evidencian ejemplos recientes como The First Knight de Jerry Zucker (1995) o Tristan and Isolde de Kevin Reynolds (2006), por un lado; o A Kid in King Arthur’s Court de Michael Gottlieb (1995), Black Knight de Gil Junger (2001) e, incluso, el episodio Dunces and Dragons de la serie de animación Spongebob SquarePants (2006). Precisamente, al primero de estos dos grandes grupos se adscribe Knights of the Round Table de Richard Thorpe (1953), la obra a la que se concede el mérito de haber fijado el canon artúrico cinematográfico, durante la segunda mitad del siglo XX.

King Arthur,
Antoine Fuqua

Sin ánimo de reducir el conjunto del cine artúrico a estas dos grandes líneas temáticas,2 sí que es cierto que otras propuestas, por minoritarias, deben posicionarse en referencia al marco del canon creado por estas que citamos, si quiera sea como revisitación paródica, tal que Monty Python and the Holy Grail de Terry Gilliam y Terry Jones (1975), o como adaptaciones críticas, más apegadas a los originales literarios, como Lancelot du Lac de Robert Bresson (1974) y Perceval le Gallois de Eric Rohmer (1978). Una de esas reorientaciones temáticas la llevó a cabo en 2004 Antoine Fuqua con King Arthur. Dicho filme sorprendió –y en ello depositaba buena parte de su expectativa de éxito– exhibiendo un rey Arturo que supuestamente se basaba en los datos históricos y no en el mito literario desarrollado a lo largo de los siglos. El protagonista se mostraba como un oficial del ejército romano, destinado a la frontera noroccidental del Imperio y acantonado en el Muro de Adriano, en el límite entre la Britania romana y el territorio picto. La versión de Fuqua suponía una ruptura tanto más fuerte cuanto que el filme artúrico inmediatamente anterior que había salido de los grandes estudios de Hollywood, First Knight de Jerry Zucker (1995), distribuido por Columbia, proponía a su vez una vuelta a los modos tradicionales y una rectificación después de los experimentalismos de los años 70 –nótense las fechas de los tres filmes mencionados más arriba, de Gilliam y Jones, Bresson y Rohmer–, que de algún modo había prolongado, ya a comienzos de los 80, Excalibur de John Boorman (1981), considerada en todo caso una revisitación problemática y sombría de la leyenda artúrica. Zucker, en cambio, proponía una visión edulcorada de la historia, en la que los mensajes políticos, si bien es cierto que bastante explícitos, dejaban un amplio margen de expresión al melodrama, al tiempo que sostenían un tono optimista y de confianza en los ideales cívicos que se exponían. Resulta sintomático, a este respecto, el matrimonio final entre Lanzarote y Ginebra, con el beneplácito de un Arturo moribundo, quien, tras perdonarles sus faltas y bendecir su unión, los nombraba sus herederos y sucesores en Camelot.

First Knight,
Jerry Zucker

Fuqua, por su parte, elabora una interpretación del mito artúrico asimismo orientada por su final optimista, bien que matizada por ciertos claroscuros. De cualquier modo, la originalidad de su largometraje residía sobre todo en el marchamo de veracidad añadida que se arrogaba al recuperar, como acabamos de advertir, las supuestas fuentes históricas que habían originado el mito literario. En realidad, King Arthur se hacía eco de una de las muchas teorías que han intentado explicar quién fue el personaje que más tarde se conocería con el nombre de Arturo. Todas ellas, vaya por delante, lo bastante incompletas o insatisfactorias como para que Kenneth H. Jackson (1959) se confesase incapaz de responder a la pregunta de si Arturo había existido. La teoría adoptada por Fuqua había sido elaborada en 1924 por Kemp Malone. En la década de los 90, en un momento de auge de las investigaciones sobre el Arturo histórico, fomentadas por las excavaciones que se habían efectuado en South Cadbury (Whitaker, 2002: 44), otros estudiosos retomaron y actualizaron las tesis de Malone, entre ellos C. Scott Littleton y Linda A. Malcor, autores de From Scythia to Camelot (Littleton y Malcor, 1993); la propia Malcor incluso colaboraría en el asesoramiento histórico del filme. De acuerdo con dichos autores, Arturo se identificaba con Lucio Artorio Casto, prefecto al mando de la Legio VI Victrix, la cual había estado acantonada en el norte de Britania durante el siglo II y en la que se encuadraban tropas de procedencia sármata. Todo ello conducía a una representación de Arturo, no bajo la apariencia de un monarca feudal, sino de un militar al servicio del Imperio Romano. Para ello contó como guionista con David H. Franzoni, que cuatro años antes había escrito el guion de Gladiator (2000), la superproducción dirigida por Ridley Scott que había impulsado la moda del cine sobre la Antigüedad grecorromana. A pesar de que la identidad entre Artorio y Arturo ha suscitado tanta controversia científica como otras teorías elaboradas al respecto, no por ello ha dejado de alcanzar una cierta repercusión popular; hasta el punto, como se ha comprobado, de convertirse en fuente de una producción cinematográfica destinada al gran público. No obstante, la utilización de dicha tesis para la citada película planteaba un problema irresoluble de cronología: Artorio y sus contigentes sármatas habrían estado acantonados en las cercanías del Muro de Adriano en la segunda mitad del siglo II, en tanto que la invasión sajona que se describe en King Arthur tuvo lugar a finales del siglo V. Quizá, como advierte Davidson (2007: 75), lo que pretendió Franzoni fue unir la teoría sármata con las noticias que hacían de Arturo el vencedor en la batalla del monte Badon, que los Annales Cambriae datan en 516.

Excalibur,
John Boorman

Al margen de las evidentes traiciones a ese supuesto carácter historicista de King Arthur que aventaban tanto el propio director como la publicidad –algunos carteles se acompañaban de la leyenda «The untold true story that inspired the legend» y en la misma idea insistía alguno de los trailers oficiales–,3 lo que importa es la voluntad de la película de justificar su originalidad en esa supuesta base histórica, algo inédito en el cine artúrico. Aunque, como ya se ha advertido, esto suponía la ruptura con sus referentes más inmediatos desde el punto de vista cronológico, es decir el melodrama de First Knight y la ensoñación onírica y estetizante de Excalibur, no por ello Fuqua dejaba de ser fiel a ciertas convenciones consolidadas como parte del lenguaje cinematográfico –véanse, por ejemplo, las afinidades que advierte Haydock (2012) entre King Arthur y Alexandr Nevsky de Serguei Eisenstein (1938), Shichinin no samurai (Los siete samurais) de Akira Kurosawa (1954) y The Magnificient Seven de John Sturges (1960)–, algunas de ellas retomadas por filmes artúricos anteriores. Las huellas del western, sin ir más lejos, se hacen perceptibles en las persecuciones tanto del carruaje que transporta al obispo Germano hasta el Muro de Adriano, como en la del que conducía a Ginebra a Camelot en First Knight. O las connotaciones ideológicas, marcadamente maniqueas, con que se adorna el mito artúrico, concebido como encarnación de la justicia y el bien político, en perpetua lucha contra la barbarie y la tiranía. King Arthur de Fuqua, por tanto, resumía en sí la tensión entre los dos extremos a que debe enfrentarse toda película artúrica por formar parte de una tradición cultural –y, dentro de esta, cinematográfica– tan asentada y reconocible. Por una parte, cada nueva obra busca su propia justificación apelando a los elementos innovadores que aporta a dicha tradición; pero por otra, la procura de originalidad conlleva a veces un excesivo alejamiento respecto al canon, con el riesgo de que defraude las expectativas del público y genere una respuesta adversa por parte de este. La tiranía de la tradición, a la que se refiere Lacy (1989), supone, en el caso del cine artúrico, la utilización de ciertos elementos mínimos, como la presencia de Arturo y algunos de sus caballeros más conocidos –Lanzarote, Galván, Perceval…–, de Merlín, de la Mesa Redonda, respecto a los que los sucesivos directores encuentran grandes dificultades para sustraerse.

Knights of the Round Table,
Richard Thorpe

Fuqua, por ejemplo, gracias al carácter historicista y de relato fundacional que atribuía a su película hurtó alguno de esos elementos, como Camelot, el hada Morgana o el Santo Grial –que Thorpe, por ejemplo, había incluido en su película, en un final a veces tenido por incoherente (Beatie, 1988: 67)–, al tiempo que añadía algunos inéditos en el universo artúrico –la ambientación romana, la localización en el Muro de Adriano–. Sin embargo, no pudo evitar la utilización de otros tradicionales, aun traicionando, como hemos advertido, la supuesta verdad histórica que atribuía a su obra. Por ejemplo, Lanzarote, Dagonet, Bors o Galahad son personajes creados por la literatura cortés de los siglos XII y XIII. También, la Mesa Redonda, cuya primera mención remonta al Roman de Brut de Robert Wace (1155), y las ideas de igualdad y confraternidad que le son sustanciales, las cuales se muestran, de forma un tanto gratuitas, durante la entrevista que Germano mantiene con Arturo y la compañía de guerreros sármatas. Excalibur, por su parte, aparece sugerida en el flashback en el que la espada del padre de Arturo queda clavada en la tierra y él, aún niño, la arranca y blande con intención de enfrentarse a los pictos. O, en fin, la relación entre Lanzarote y Ginebra, que se reduce a simples cruces de mirada, algún diálogo difícilmente insinuante y los lamentos de ella cuando muere Lanzarote. Todo lo cual revelaría que la propuesta de Fuqua es menos audaz de lo que la publicidad de la película intentaba transmitir y más esclava, por tanto, de la tradición de lo que su apariencia revela.

Buena parte de esos problemas los hereda King Arthur de Ritchie, quien, al modo de Fuqua, ofrece una versión de la historia de Arturo que asimismo se pretende renovadora. No en vano, Harty (2017) le reconoce, como un gesto de libertad creativa, que no haya pretendido una nueva versión cinematográfica de la Morte Darthur de Malory, que este crítico considera imposible llevar a la gran pantalla, sino que haya buscado sus fuentes de inspiración en otros textos medievales, como Geoffrey de Monmouth, o en referentes modernos, tal que Game of Thrones. También, por supuesto, en el cine artúrico previo. Por poner solo un ejemplo, King Arthur coincide con Excalibur en hacer que la célebre espada de ese nombre fuese primero una posesión del padre de Arturo, Uther Pendragón (Lacy, 2002: 35). No obstante ese mayor grado de independencia con que el director británico emplea los referentes artúricos, este se ve en la obligación de construir su historia a base de esos mismos elementos de la tradición que pretende superar. Es por esto que los personajes adoptan los nombres de figuras identificables de la materia de Bretaña, aunque su función sea prácticamente irreconocible. Tal labor de vaciamiento semántico y de apego onomástico, por cierto, resultaba ya apreciable en los personajes de Fuqua, en los que solo eran artúricos sus nombres (Davidson, 2007: 78). Así, el copero de Arturo, Bedivere, que en algunas versiones medievales, como la de Malory, devuelve Excalibur a las aguas, actúa en el filme de Ritchie como líder de un grupo de la resistencia contra el rey Vortigern y lo encarna Djimon Hounsou, un actor de raza negra. También lo es Tristan, representado por Kingsley Ben-Adir, que en King Arthur es un amigo de infancia de Arturo, junto al que creció en los bajos fondos londinenses; o Perceval, asimismo compañero de correrías juveniles del protagonista, el cual se muestra desposeído de su condición de inocente y de su asociación con el grial, los dos rasgos más distintivos con que se singularizaba en la tradición literaria. Mordred, por su parte, es un mago, maestro de Vortigern en las artes prohibidas, que, en vago eco de su equivalente literario, encabeza una rebelión, junto a Vortigern, para derrocar, no a Arturo, sino a Uther Pendragón. El propio Vortigern es a la vez mago y hermano de Uther, con aspiraciones al trono que le empujan a asesinar a este último y ceñirse la corona de Inglaterra. Como se puede observar, Guy Ritchie debilita tanto los lazos entre los personajes y los elementos con que se les ha solido caracterizar, que estos acaban reducidos a simples sugerencias indirecta o difusamente basadas en esos rasgos tradicionales. La relación entre un personaje y sus referentes habituales puede relajarse hasta el punto de que, como sucede con Merlín o la Dama del Lago, sus apariciones se reducen a un breve flashback y a alusiones en boca de otros personajes. La ausencia de ambos, con todo, no implica un vacío en sus funciones de colaborador y protector del protagonista, que en este caso ocupa la Maga (The Mage).

Resulta inadecuado, de todas formas, juzgar esta película por su grado de fidelidad a una versión literaria supuestamente original y auténtica. En su condición de mito, el rey Arturo y su historia se han contado infinidad de veces; y como mito, ha acabado por independizarse de sus referentes primigenios y ha creado otros solo explicables desde su propia condición mítica –no en vano, Coote (2012: 524) afirma que una leyenda, como la que generó el mito de Arturo, solo es verdadera respecto a sí misma–. Asimismo como mito, Arturo ha desarrollado la capacidad de adaptarse a sucesivas interpretaciones con capacidad para ofrecer respuestas a las cuestiones e inquietudes que se han ido planteado a lo largo del tiempo: mesías del irredentismo bretón en sus comienzos, monarca feudal y cortés en la plena Edad Media, rey legendario de Inglaterra más tarde, símbolo de la monarquía británica en el siglo XIX, modelo de caballerosidad y gobernanza justa y democrática en el XX… Por su condición mítica, Haydock (2012: 526) le concede la capacidad de representar casi cualquier deseo contemporáneo, incluso posterior a la conmoción del 11-S. Ni siquiera durante la Edad Media existió una versión única de su historia o una interpretación unívoca de su figura. Antes bien, las características de la literatura medieval favorecían la reescritura incesante de su reinado y brindaban a su figura la capacidad de acogerse a nuevos significados. Por eso, al modo de lo que plantea Lacy (2002: 34), tan auténticos son los relatos que urdieron A. Tennyson o T. H. White, usados a menudo como fuentes por la literatura o el cine anglosajón, como la Morte Darthur de Malory; y este último autor, que a su vez fue inspiración para los dos anteriores, se había basado por su parte en los ciclos en prosa franceses del siglo XIII –Lancelot-Graal, Post-Vulgata, Tristan en prose–, los cuales por su parte se compusieron a partir de obras previas. Así, por ejemplo, es conocido como Thorpe o Boorman se inspiraron en los Idylls of the King de Tennyson. El primero, a pesar de que reclamase como fuente a Malory, tomó del poeta victoriano su idea de Arturo como rey sin tacha o su interés en el triángulo amoroso de Arturo, Ginebra y Lanzarote (Umland y Umland, 1996: 8); el segundo se basó en los Idylls of the King tanto para el planteamiento de Excalibur como historia de la llegada de un héroe mítico, que durante un breve período arroja luz en una Edad Oscura, como para el interés por la verdad mítica de la leyenda artúrica, antes que por una posible verdad histórica (Whitaker, 2002: 44-45 y 48). Boorman, además, siguió muy de cerca los trabajos de Jessie L. Weston, que interpretaba el mito artúrico de acuerdo con supuestos ritos paganos de fertilidad (Harty, 1999: 26), del mismo modo que, más recientemente, Fuqua se ha basado, antes que en fuentes literarias, en estudios críticos sobre Arturo.

En el seno de una tradición tan imbricada, no extraña el peso que siempre ejercen las obras previas, sobre el cual ya hemos advertido. Y como respuesta, tampoco sorprende que los autores que se aventuran en el universo ficcional artúrico recalquen aquellos elementos originales que legitimen cada nueva aportación. La de Guy Ritchie consiste en reorientar el muy reconocible mundo del rey Arturo hacia un tiempo impreciso, posterior al período de dominación romana sobre Gran Bretaña, pero anterior a la constitución de los reinos sajones. En realidad, Ritchie sigue en esto al King Arthur de Fuqua y su Arturo como Artorio; pero frente al sesgo de pretenso historicismo de este filme, el suyo asume la ambientación posromana para, como acabamos de ver, desenganchar la leyenda artúrica de los referentes literarios, pero paradójicamente también de los referentes históricos. Ritchie sugiere una Inglaterra –ya no Britania– suspendida en la atemporalidad, como si el devenir de la Historia se hubiese detenido con la marcha de las legiones romanas. A ello contribuye la ambientación de buena parte de la película en Londinium, la capital del reino, que conserva no solo su topónimo latino –anterior, por tanto, a las invasiones sajonas, que, por cierto, ni se mencionan–. sino todavía las huellas arquitectónicas de su pasado imperial. En esa Londres bajolatina se yerguen aún edificios monumentales, como un anfiteatro, un acueducto, un puente sobre el Támesis, el palacio de Vortigern organizado en torno a un patio central, al modo de las mansiones romanas… El propio estilo del resto de edificaciones reúne rasgos estilísticos que se suelen identificar con el arte romano: columnas, frisos, techumbres de tejas, patios porticados, ventanas con entramados en aspas… Este simulacro de Roma británica, no obstante, presenta un avanzado estado de deterioro, con buena parte de sus grandes edificios en ruinas. La ciudad entera se ha visto invadida de construcciones desordenadas, que suplen o compensan las carencias provocadas por la degradación. La vida es abigarrada y caótica y se desarrolla en un entramado urbano laberíntico, en el que no se observan las calles en retícula propias de las ciudades romanas, sino un sinfín de callejones, que transmiten una sensación de confusión y anarquía.

El desorden va sumiendo a Londinium fuera del curso de la Historia, ajena al progreso y la civilización que representaban el Imperio y su orden político estable. En ella reina ahora el descontrol, crecen las actividades ilícitas, el hampa de los bajos fondos o la amoralidad, como la del prostíbulo en el que se cría Arturo. Más que el resultado de un vacío de poder, dicho estado podría ser el reflejo de un poder corrompido por la falta de legitimidad y la arbitrariedad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando Arturo llega a Londinium, huyendo de la persecución de su tío Vortigern, la ciudad ya presenta ese aspecto de desgaste, acumulado a lo largo de los años. No se trataría, por tanto, de un efecto de la tiranía de Vortigern, sino del deterioro por el paso del tiempo y, sobre todo, por la ruina que habría llevado a Inglaterra la inestabilidad política, materializada en la guerra, que, como se explica, se desencadenó por instigación del propio Vortigern y de Mordred. La autocracia del tío de Arturo simplemente se aprovecharía de esa situación de degeneración para su propia supervivencia acomodando a ella sus resortes de control y dominio. El declive del reino, por tanto, y del esplendor civilizador atribuido a Roma se configura como un proceso más largo, cuya consecuencia es esa desconexión paulatina de los cauces de la Historia a la que nos hemos referido, el hundimiento en la acronía que reflejan los edificios sin renovar y abocados a la ruina. Lo reafirmaría además, el otro gran mecanismo de ruptura que Ritchie establece respecto a Fuqua y el resto de la tradición artúrica.

En marcado constraste con su antecesor, el King Arthur de Fuqua, el filme de Ritchie concibe esa Gran Bretaña posromana como un espacio abierto al universo de la fantasía y la magia. La vía que explora el director se la ofrece, como es lógico suponer tratándose de una ficción artúrica, el personaje de Merlín, el mago por antonomasia de la materia de Bretaña. Pero así como Merlín es una figura anterior al tiempo del relato –su única aparición en la película es a través de un flashback–, su lugar es ocupado por figuras análogas, especialmente tres: Mordred, cuya rebelión es sofocada en las primeras escenas de la película; Vortigern, aliado de Mordred y su discípulo en los saberes sobrenaturales; y la Maga, que sustituye a Merlín como protector de Arturo. El conflicto que plantea King Arthur, de hecho, es el último episodio de un enfrentamiento entre hombres y magos, después de que Mordred rompiese la convivencia entre ambos grupos al asesinar al Rey Mago y usurpar su lugar. El trasfondo en el que se desarrolla la desposesión y la recuperación del trono por parte de Arturo se revela muy cercano al de la épica fantástica o al de los relatos de espada y brujería, tal y como han reconocido diversas reseñas sobre el filme. Turner (2017), por ejemplo, califica la película de «CGI-heavy sword and sorcery flick»; Debruge (2017) considera que el guion «boast a bizarre fantasy dimension»; mientras que Moore (2017), analizando el tráiler, observa «a fantasy epic style» y la etiqueta de «risky fantasy epic». Finalmente, la entrada correspondiente de la Wikipedia define la película como «epic fantasy film».4

Diversos elementos corroboran la impresión que se extrae de dicho análisis. Uno de ellos es la torre como emblema del poder mágico. Cuando Mordred derroca al Rey Mago, derriba asimismo la torre de su fortaleza, lo que significa la eliminación de su rival y la culminación de su usurpación. De modo inverso, Vortigern acompaña su asalto al trono inglés con la erección de una nueva torre, la cual, como advierte la Maga a Arturo, acrecienta el poder del monarca ilegítimo a medida que avanza su construcción. Ahora bien, este pormenor constituye un buen ejemplo de cómo interviene Ritchie sobre los constituyentes de la tradición artúrica y de cómo les confiere una nueva orientación. El motivo de la torre de Vortigern se encuentra en las versiones en prosa de la vida de Merlín, que a partir del siglo XIII popularizó el Merlin de Robert de Boron (ca. 1200) –la Morte Darthur de Malory no incluye el episodio–. Con todo, se relataba ya en la Historia regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth (1138), luego versificada en francés en el Roman de Brut de Robert Wace, y aun antes en la Historia Brittonum atribuida a Nennio (siglo IX). Alguno de los trazos esenciales de esa historia se mantienen reconocibles en King Arthur, como la vinculación de su construcción con la necesidad de Vortigern de afianzar su poder recién adquirido, aunque en la tradición literaria la torre se levantaba para protegerse de los sajones. La presencia en la versión cinematográfica de un genus loci en los cimientos del edificio –The Three Syrens–, que exige al rey sacrificios humanos, también remonta a un pormenor de la literatura medieval: como las obras realizadas durante el día se venían abajo durante la noche, los sabios de la corte explicaban a Vortigern que dicho prodigio se debía a un genus que habitaba en el subsuelo y que había que aplacar regando el lugar con la sangre de un niño sin padre. En su lugar, Vortigern verterá ahora la sangre de su mujer y la de su hija, ambas víctimas puras en tanto que inocentes. E igual que en la literatura medieval, en King Arthur la torre representa la ambición y la locura del monarca ilegítimo en su afán por conservar el poder –que la película recalca haciendo que el triple genio del subsuelo exija al rey la inmolación de sus dos seres más queridos–. Sin embargo, sobre este marco general de referencia en torno a las torres se sobreponen influencias más cercanas, sobre todo de The Lords of the Rings, en donde estas edificaciones ya se configuraban como símbolos de poder, cuando no se vinculaban con la magia a través de los Istari. Así, el ojo de Sauron vigila la Tierra Media desde lo alto de Barad-dûr, la Torre Oscura de Mordor; la Torre de Orthanc, por su parte, se levantaba en el centro de Isengard y en ella Gandalf quedó prisionero después de que se enfrentase a Saruman; y Minas Tirith, servía para la vigilancia y el sometimiento de los Campos del Pellennor, en tanto que Minas Morgul, dominaba sobre la entrada de Mordor. La asociación que King Arthur establece entre las torres, la magia y el poder –no solo Vortigern, también Modred y el Rey Mago poseen las suyas–, hace que se las pueda relacionar, sobre todo, con Barad-dûr y la torre de Orthanc. Recuérdese como la torre de Vortigern está iluminada en lo alto por un fuego, una imagen que recuerda al brillo del Ojo de Sauron como luz cenital de Barad-dûr, mientras que la afinidad con la torre de Orthanc se establecería por ser la de Vortigern el escenario de la lucha final entre Vortigern y Arturo, análoga a la de Saruman y Gandalf. Algunas escenas del interior de la torre de Vortigern recordarían igualmente a la versión que de la de Orthanc ofrecía The Fellowship of the Ring de Peter Jackson (2001).

Otros elementos, además de los magos, redundan en la concepción del mundo artúrico como un espacio más situado en la fantasía que en la historia, incluso legendaria. La propia espada, Excalibur, se ha convertido en parte de esa parafernalia fantástica. Aunque mantiene su condición de insignia de la soberanía, por la que pugnan Arturo y Vortigern, el poder que emana de ella procede de la magia, antes que de su simbología política. Como continuadora del báculo del Rey Mago, con el que Merlín la forjó, el poder que otorga Excalibur es sobrenatural y se transmite a quien es capaz de dominarla, posibilitando que Arturo se enfrente a su tío por medio de la magia. Pero dicho poder también se extiende al territorio a través del dominio que sobre el mismo ejerce su poseedor; es decir, que la autoridad sobre Inglaterra, aunque de naturaleza política, está sancionada por la fuerza de la magia canalizada a través de Excalibur. Supone esto una nueva decantación de King Arthur hacia la épica fantástica, ya que en versiones cinematográficas anteriores la espada de Arturo conservaba su naturaleza terrena para reforzar así su simbología política. Por ejemplo, por poner dos ejemplos destacados, en Knights of the Round Table de Thorpe o en un filme tan cercano en el tiempo al de Ritchie como First Knight. Tan solo Boorman concebía Excalibur como un arma de origen sobrenatural, asociada en este caso con las fuerzas telúricas que regían el mundo; no en vano, Gorgievski (1997: 157-158) destaca el componente de fantasía épica que impregna Excalibur, en cuya escena inicial encuentra ecos de Conan the Barbarian de John Milius (1982). En fin, el carácter fantástico de Inglaterra, según Ritchie, convertida en mundo de magos, reaparece en el viaje iniciático, casi onírico, del protagonista a las Darklands, territorio poblado de una fauna gigantesca y hostil. Aun cuando se trate de un periplo simbólico, en el que Arturo se enfrenta a las cuentas pendientes con su infancia, encarnadas en los múltiples peligros de que está infestada esa región, el hecho de que se trate de un lugar localizable geográficamente sitúa al reino en su conjunto en un ámbito más allá de lo histórico concreto.

Mención aparte merecen los aparentes anacronismos que se observan en King Arthur. Se ha mencionado ya, por ejemplo, como Bedivere y Tristán, dos de los compañeros de Arturo, que al final de la película se convertirán en caballeros de la Mesa Redonda, están encarnados por actores de raza negra.5 Junto a ellos, el chino-británico Tom Wu asume el papel de George, instructor en una escuela de artes marciales, que bien podría tomarse por una interpretación orientalizante de una escuela de gladiadores. También podría aducirse como anacrónica la presencia de vikingos en Inglaterra, en calidad de aliados de Vortigern, puesto que las incursiones escandinavas a Gran Bretaña comenzaron en 793, con el ataque al monasterio de Lindisfarne, es decir, unos trescientos años después del posible reinado de Vortigern. De hecho, este, según la leyenda que recogen las crónicas medievales –por ejemplo, la Historia Brittonum y, a su estela, la Historia regum Britanniae–, se habría sustentado en el trono no con el apoyo de los normandos, sino de los sajones. Amy de la Bretèque (2004: 72-75) designa como metacronías el empleo que de elementos anacrónicos hacen muchas de las películas sobre la Edad Media. Pone como ejemplo los códigos caballerescos que aparecen en esos filmes, que suelen inspirarse en los de la Edad Media tardía, aun cuando el argumento de dichas obras se desarrolle en época más temprana. También menciona las armas, como las de Ivanhoe de Richard Thorpe (1952), que reproducen las del siglo XIII, mientras que la acción se sitúa en el siglo XII. O las de Excalibur, en las que se mezclan escudos altomedievales con otros del siglo XIV, armaduras de esta misma centuria y espadas del siglo XII; todo ello con el propósito, al menos en lo que se refiere a la película de Boorman, de condensar simbólicamente en su metraje toda la Historia de la Humanidad, uniendo, como es propio de los filmes artúricos, Historia y leyenda. Sin embargo, por lo que atañe a King Arthur, la combinación de elementos históricos de épocas dispares parece apuntar al propósito, ya expuesto, de diluir los referentes temporales y proponer una versión de la leyenda de Arturo más cercana al género de la épica fantástica que a los moldes canónicos del cine artúrico, tan deudor de la tradición y del mito literarios.

The Black Knight,
Tay Garnett

Esto no obsta para que, tras la actitud iconoclasta, a veces provocadora, de Ritchie, las vinculaciones con la tradición con la que dice romper sean más fuertes de lo que parecen. Véase, sin ir más lejos, la escena final, en la que Arturo muestra la Mesa Redonda, aún inconclusa, a sus compañeros y estos responden con comentarios irónicos. La escena en sí resulta hasta cierto punto gratuita para la resolución de la historia y solo sirve alardear de una cierta irreverencia hacia los elementos característicos de la tradición artúrica, aunque paradójicamente ancle el filme en esa misma tradición de la que pretende distanciarse. Sin embargo, más llamativas resultan las continuidades que se establecen, no tanto respecto al acervo literario, como en referencia con la producción cinematográfica, ya no solo sobre Arturo, sino sobre la Edad Media. La más evidente es la interpretación de la figura del monarca bretón como encarnación de la justicia y la igualdad en términos políticos, valores que han permitido proponerlo como un antecedente de la democracia contemporánea. Según advertíamos más arriba, el cine suele hacer de Arturo el protagonista de un conflicto maniqueo en el que se enfrentan el Bien y el Mal. Desde una perspectiva política, este segundo estaría representado por el totalitarismo, la tiranía, el poder ejercido de manera arbitraria, la violencia gratuita –en King Arthur, por ejemplo, Vortigern saluda al pueblo con el brazo extendido al modo romano, algo propio de la ambientación tardorromana, pero también vinculado con el fascismo–… Este contrapunto negativo pueden personificarlo reyes rivales, que aspiran a ceñirse la corona de modo ilegítimo, como es el caso de Vortigern en el filme de Ritchie o Malagant en First Knight –ambos, por cierto, caracterizados como agentes del mal por el color negro de sus vestimentas y las de sus tropas, según el maniqueísmo al que ya hemos aludido–, o, más a menudo, un peligro externo en forma de invasión. En este segundo caso el ataque lo protagonizan los sarracenos, como en The Black Knight de Tay Garnett (1954), o, sobre todo, los sajones, cuya evocación permanece en un segundo plano, como una sombra que se cierne sobre Camelot, según sucede en Knights of the Round Table de Thorpe, o cuyo ataque se convierte en el motor de la acción, como propone King Arthur de Fuqua. No es raro que ambas amenazas, la interior de las conjuras y las usurpaciones, y la exterior de la invasión enemiga, se unan en su empeño por destruir el reino de Arturo. Sucede eso en The Black Knight de Garnett, en donde los sarracenos cuentan con la colaboración de Sir Palamides, o en Siege of the Saxons de Nathan H. Juran (1963), en la que Edmund de Cornwall, asesina a Arturo y se vale de los sajones en su asalto al trono de Inglaterra (Umland y Umland, 1996: 106-115).

Siege of the Saxons,
Nathan H. Juran

El conflicto civilización-barbarie que en el fondo sugiere este tipo de planteamientos favorece la presentización de la leyenda artúrica, ya que permite que se expongan problemas contemporáneos a través del espejo distanciador de la Edad Media. Por esa razón, Arturo, como hemos advertido, personifica el ideal actual de gobernante democrático, según los valores políticos occidentales. Y no solo eso, el sesgo democratizante del imaginario colectivo americano insiste en dicho rasgo, con el fin de diluir en la medida de lo posible el componente elitista intrínseco a la condición regia o nobiliaria. El resultado suele ser un personaje apegado al pueblo, bien por su origen o crianza, bien porque reniega del sentimiento aristocrático de la realeza. La cercanía a sus súbditos –casi elevados a la categoría de ciudadanos– es la que le permitiría ejercer con justicia el poder, en la medida en que de esa proximidad proviene la comprensión de sus afanes y problemas, que en realidad comparte con ellos. Es por eso que, en el filme de Ritchie Arturo se cría en los bajos fondos londinenses, un mundo de delincuentes, pero también de desheredados que luchan por su supervivencia. La camaradería de esos años de formación, sustentada en principios como la solidaridad y la lealtad, es la base de su sentido igualitario del poder, que se manifiesta una vez coronado como rey y que se materializa en la construcción de la Mesa Redonda. La importancia de esa educación lejos de la corte, entre el pueblo, que endurece pero que genera un sentido ético de la existencia, se presenta como lo contrario a la tiranía, la opresión y la ambición desmedida, que representa Vortigern, su antagonista. Por eso cuando el protagonista mata a su tío le confiesa: «You created me». Es decir, que el Bien y el Mal se generan y se necesitan mutuamente para existir.

Kingdom of Heaven,
Ridley Scott

Este modelo de rey igualitario, que ha de conquistar o defender su corona, se reproducía en otras representaciones contemporáneas de Arturo. En realidad se ajusta al tema de la legitimidad del poder, que se corresponde con una de las cinco funciones básicas sobre las que, según Amy de la Bretèque (2004: 279), se organiza la materia artúrica cinematográfica.6 Todo lo cual muestra, en efecto, cómo en King Arthur Ritchie reproduce unos esquemas ya explorados por el cine previo, reafirmando así la idea de que su película resulta bastante más ortodoxa de lo que aparenta, al menos en su planteamiento ideológico general. En First Knight ese modelo lo encarnaba, mejor que Arturo, Lanzarote, personaje de extracción humilde, nacido en una familia de campesinos que fue asesinada durante una incursión de saqueo a su aldea. Aunque al inicio de la película se gana la vida apostando contra otros campesinos en combates a espada, consigue hacer carrera en Camelot, a pesar de su origen villano, y se convierte primero en el caballero favorito de Arturo y más tarde en su heredero. En King Arthur de Fuqua el modelo de héroe igualitario sí lo encarna Arturo, el cual, si bien no es rey, claro está, sí pertenece a una familia romana de abolengo. Sin embargo, como discípulo de Pelagio recibe en su educación los valores de sacrificio por los demás y de protección y defensa de los necesitados. Además, su condición mestiza, hijo de romano y picta, lo aparta moralmente de Roma, cuyo poder imperial se presenta corrompido por la desigualdad y la injusticia, y lo posiciona del lado de los nativos celtas, oprimidos por la ocupación romana y amenazados por la horda sajona. Un último ejemplo, este ajeno al cine artúrico, demuestra lo extendido de ese tipo del líder democrático, apegado a la esencia del pueblo. En Kingdom of Heaven su protagonista, Balian, es hijo bastardo del barón Godfrey de Ibelin, se cría ajeno a su sangre noble y se gana la vida como herrero en un pueblo. Una vez que, muerto su padre, llega a Tierra Santa y toma posesión de su herencia, no duda en ayudar a sus colonos para que cultiven la tierra y extraigan agua de un pozo de riego. Su cercanía, de nuevo, con el pueblo, le ayuda a comprender mejor sus problemas y le habilita para un uso ético del poder, mientras que su superioridad moral lo aparta de la nobleza, mejor representada por los crueles y ambiciosos Guy de Lusignan y Raynald de Châtillon.

Braveheart,
Mel Gibson

Nótese, por otro lado, que los ejemplos que se acaban de esgrimir, en especial los de Balian de Ibelin y el Arturo de Ritchie, sugieren que el acceso o la defensa del poder legítimo están vinculados a un proceso formativo paralelo al ascenso social, durante el cual el héroe reconfigura su personalidad y a menudo se reencuentra con su ser verdadero, que permanecía oculto o en potencia. Dicho camino de perfeccionamiento, que es el que lo habilita para la asunción de responsabilidades, no es raro que conlleve una auténtica conversión, el hallazgo de nuevas certezas que dan sentido a su existencia y desembocan en una renovación de su personalidad. El modelo de Lanzarote en First Knight resulta paradigmático a este respecto. Al comienzo de la película se le describe como un cínico carente de valores, que llevaba una vida sin rumbo y sin sentido. Su arraigo en Camelot se producía en principio por un fin egoísta, su amor por Ginebra, pero cuando comprendía la grandeza del ideal político y civilizador que encabezaba Arturo, se convertía a dicha causa y se entregaba a la defensa de los débiles y la justicia. Para ello era necesario, en fin, que saldase cuentas con su pasado y superase los traumas de infancia que arrastraba desde que había contemplado como su familia moría abrasada en el interior de una iglesia durante un asalto a su aldea. Lanzarote expone ese episodio del pasado durante la conversación que mantiene con Ginebra en el bosque, después de haberla rescatado del castillo de Malagant, aunque solo conjura definitivamente esos recuerdos cuando auxilia a un niño, con el que él mismo se identifica, que, junto a otros campesinos de Lyonesse, se había refugiado en una iglesia durante un ataque de Malagant. En King Arthur de Fuqua, por su parte, el protagonista se convierte a la causa bretona después de una conversación con Ginebra, durante el trayecto de regreso de la villa Honorio, y sobre todo a raíz de un diálogo que mantiene con Ginebra y Merlín. En este último filme, como en First Knight, también se recurre a un flashback, en el que Arturo niño revela que su hostilidad hacia los pictos se debe a que vio morir a su padre durante un ataque de estos. Aunque el esquema se repite en alguna otra representación de héroes medievales hollywoodienses,7 en King Arthur de Ritchie se cumple con fidelidad ese camino hacia la construcción de un hombre nuevo, que incluya el exorcismo de un trauma infantil. El protagonista, una vez más, presencia la muerte de sus padres y ese recuerdo, conservado en su subconsciente, se le manifiesta en forma de pesadillas, que actúan como breves y recurrentes flashbacks. El desapego inicial hacia la causa de la resistencia contra Vortigern –nótese el paralelo de esa actitud con la que mantienen Lanzarote en First Knight y William Wallace en Braveheart– deja paso al convencimiento y la adhesión, después de que el rey ordene el asalto a su prostíbulo de Londinium. Y la metamorfosis definitiva llega, otra vez, durante una conversación catártica con la Maga, en la que reconstruye el asesinato de sus padres y completa así su personalidad hasta entonces truncada.

El Arturo de Ritchie se configura, por tanto, como un prototipo de búsqueda de la propia identidad, de acuerdo con unas pautas que ha canonizado el cine más reciente. No existe en este particular el más mínimo atisbo de novedad, sino, otra vez, el apego a modos narrativos ya consagrados. Supone, además, un giro hacia una interpretación individualista del mito artúrico, en la medida en que la carga ideológica, esencial en las versiones contemporáneas de Arturo, incluso cuando está presente de forma implícita, pierde peso frente a la peripecia del héroe en la búsqueda de su identidad. No quiere esto decir, con todo, que el componente político del filme sea inexistente. El motivo del rey usurpador aboca al tratamiento de la trama como una lucha frente a la opresión y en favor de la libertad. Los partidarios de Arturo se agrupan en un movimiento de resistencia clandestina, que ataca a la dictadura de Vortigern por medio del atentado –sabotajes, intento de regicidio– y la revuelta popular en Londinium. Todo lo cual compone un bagaje escaso y esquemático, puesto que no pasan de ser elementos tópicos del cine de Hollywood, que los utiliza hasta el desgaste en su función de altavoz de los valores políticos de Estados Unidos. Poco que ver, en todo caso, con la insistencia con que First Knight o incluso King Arthur de Fuqua exponían su doctrina política. El primero centraba su foco de atención, más que en el triángulo sentimental entre Lanzarote, Ginebra y Arturo, en Camelot, concebido como la realización de los ideales políticos democráticos, es decir americanos, que garantizaba el triunfo de la libertad y la justicia sobre el totalitarismo. Zucker proponía que dicho ideal, aunque al servicio de los individuos, trascendía a estos y los sobrevivía. Es por eso que la muerte de Arturo era un avatar secundario; lo importante era que hubiese alguien, como Lanzarote, dispuesto a recoger el testigo en la defensa de la democracia. Por esto, también, la conversión de Lanzarote de cínico a heredero de Arturo, aun constituyendo un camino de perfección individual, se integraba en un marco más amplio de justificación política. De modo análogo, Fuqua planteaba su película como el drama de quienes se veían arrebatados de su tierra para servir, contra su voluntad a una potencia imperial, con lo que tras los sármatas militarizados por Roma había que entender un trasunto de los esclavos africanos llevados a América. Pero asimismo habría que ver en ellos a los afroamericanos y latinos que mayoritariamente conforman los cuerpos expedicionarios del ejército estadounidense y que son enviados a zonas en conflicto, por ejemplo a Indochina –Fuqua aún mantiene presente el recuerdo de Vietnam– o a Irak. Al mismo tiempo, la Roma ideal que inspiraba a Arturo se concebía, en palabras del protagonista, como un lugar en el que «the greatest minds in all the lands have come together to help make mankind free», tras lo que no es difícil percibir una representación de Estados Unidos imaginada como «the land of the free», la tierra en la que se gestó la primera constitución democrática del mundo (1787). El fracaso de esa aspiración, que provoca el desengaño de Arturo, se equipararía con la traición de America a sus ideales fundacionales, igual que habría sucedido en los años 60, durante la guerra de Vietnam (Davidson, 2007: 77), o más recientemente en Oriente Próximo (Shippey, 2007). Por todo lo cual, el proceso de conversión de Arturo es un camino de reencuentro con su auténtica personalidad, pero sobre todo se erige como un proyecto político de refundación de una nueva patria, unos nuevos Estados Unidos representados por Britania, que suceda a Roma como hogar esos sueños de libertad y justicia –y no es casual, en fin, el paso de esos ideales desde el mundo mediterráneo al anglosajón, ya que prefigura su arraigo final al otro lado del Atlántico–.

Poco queda de todo eso en el filme de Ritchie, el cual apenas si ofrece profundidad ideológica al margen del simplista enfrentamiento entre el Bien y el Mal, que ya hemos mencionado. Por esa razón resulta tan singular, y en parte poco justificada, la escena final, en la que Arturo, ya coronado rey, comienza a aplicar su autoridad. La acción de su gobierno se resume en una frase inane desde el punto de vista ideológico, «Why have enemies when you can have friends?», que pronuncia tras firmar un pacto con los hasta entonces hostiles vikingos. Sin embargo, más chocantes resultan las referencias a Inglaterra que desliza en esa misma escena, tanto más inconsecuentes cuanto que hasta ese momento la película carecía de alusiones previas al respecto. Durante las negociaciones con los vikingos, Arturo exige respeto y reconocimiento hacia Inglaterra, en calidad de entidad política soberana y en términos equiparables al concepto de Estado nación contemporáneo, en el que la soberanía emana de la nación misma y no del monarca, como imponía el autócrata Vortigern. Quizá influido por la tradición pactista que se suele atribuir a la monarquía inglesa y a la democarcia norteamericana, Ritchie parece confundir la oposición entre libertad y tiranía con la distancia que existe entre el poder personal de las monarquías medievales y las ideas de soberanía universal de las naciones actuales. Pero, más allá de esas manifestaciones políticas finales, lo que interesa es que, a la vista del pobre bagaje ideológico que en conjunto ofrece la película, el peso interpretativo de King Arthur recae en la historia del protagonista y la búsqueda de su identidad incompleta, constituyendo, frente a los anteriores filmes artúricos, su auténtico núcleo temático. Por eso, en la peripecia vital de Arturo, más importante que la restitución de la dignidad regia de la que había sido desposeído, es su ajuste de cuentas con el pasado y la justicia que se toma sobre el asesino de sus padres, causante a su vez de sus traumas infantiles.

Esta historia de un héroe a la búsqueda de su identidad, que plantea King Arthur, no es algo extraño en el cine más reciente. Precisamente el mismo año en que se estrenó la película de Guy Ritchie lo hizo Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve. Su protagonista, K, emprende una averiguación análoga, en la que reconstruye su propio pasado, como un medio para descubrir quién es en realidad. El planteamiento parte del que se proponía en Blade Runner de Ridley Scott, en el que un grupo de replicantes del modelo Nexus 6 bajaban a la Tierra para que su creador, Eldon Tyrell, anulase su programación vital, prevista solo para cuatro años. Se trataba, por tanto, de la rebelión de unas criaturas frente a su autor, que culminaba en un deicidio –Roy Batty, uno de los replicantes, mataba a Tyrell una vez que este revelaba que el código genético no se podía modificar– y en la aceptación, como muestra la muerte del propio Roy Batty, de la finitud de la existencia humana. Pero  Blade Runner también cuestionaba la percepción prejuiciosa de la alteridad, es decir del hombre hacia los replicantes, al tiempo que se interrogaba en qué consistía la esencia de ser persona, puesto que los replicantes, si bien eran seres creados artificialmente, mostraban más empatía y compasión por sus semejantes que los propios humanos. Estos problemas universales reducen su perspectiva en Blade Runner 2049. A partir de uno de los temas secundarios que planteaba la película de Scott, la dudosa naturaleza humana o replicante de dos de los personajes, Rachael y Deckard, la continuación de Villeneuve se centra en un conflicto individual, cual es el hallazgo del protagonista de su propia condición, mientras descubre quién es la hija de Rachael y Deckard. Para reforzar los puntos en común con King Arthur, durante ese periplo K entrará en contacto con un movimiento de resistencia replicante, que lucha contra la política de exterminio que practican los humanos y la Wallace Corporation, lo que supone de nuevo un elemento, si bien elemental, de interpretación en clave ideológica y de combate por una causa justa contra un sistema opresivo, tan del gusto del cine hollywoodiense.

Las coincidencias de Blade Runner 2049 y King Arthur, que alcanzan al año de estreno, estarían apuntando hacia el planteamiento de cuestiones similares y sugerirían preocupaciones propias de una época de incertidumbres, desconciertos y perplejidades causados por cambios tecnológicos vertiginosos, por amenazas de un futuro distópico, cuando no apocalíptico, y por la inquietud acerca de qué quedará del ser humano en un mundo tecnificado y quizá ajeno a su control. Pero mientras Villeneuve traslada esas preguntas a un porvenir no muy lejano, Ritchie contempla esos mismos problemas a través del espejo distanciador de un pasado ucrónico. Precisamente la distancia retrospectiva es la que le permitiría, proponer una salida optimista –Arturo recupera la corona y restablece la armonía perdida–, según es propio de la concepción de la Historia como Distory,8

The Last Legion,
Doug Lefler

En definitiva, la mirada innovadora que Ritchie intenta proyectar sobre el mito artúrico muestra tanto la flexibilidad de una tradición cinematográfica consolidada, como las dificultades para forzar o incluso romper con la misma. En este sentido, King Arthur de Fuqua, con su sesgo historicista, resultaba más arriesgado; hasta el punto de que a su estela se han rodado películas que, partiendo de la ambientación romana de la leyenda artúrica –como aún mantenía The Last Legion de Doug Lefler (2007)–, han acabado por diluir su componente artúrico y se han convertido en filmes sobre la Britania romana y los conflictos entre el Imperio y los pueblos indígenas. El filme de Ritchie sigue las huellas de Fuqua, si bien con su deriva hacia el género fantástico prescinde del componente historiográfico de su antecedente. Esto le permite retomar no pocos de los elementos tradicionales del mito artúrico, presentes tanto en la literatura como en el cine. Su propuesta, en apariencia rupturista, supone en no pocos aspectos una vuelta al orden tras el experimento de Fuqua. En todo caso, su King Arthur ha de entenderse como otra propuesta de actualización de la figura de Arturo, adaptada en este caso a las aspiraciones y expectativas de comienzos del siglo XXI. Un nuevo giro del mito, que, una vez más, enriquece su evolución a lo largo del tiempo y contribuye a su pervivencia.

 

 

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