Gaspar Meana
Ya han transcurrido 15 años desde que terminé la última viñeta de La crónica de Leodegundo y no sé si me asombra más que haya podido terminarla y editarla pese a las dificultades o que vaya quedando tan atrás. Con todo, ahora que se me pide que le dedique unas palabras, aún me causa más perplejidad comprender que ya pasa del medio siglo el tiempo en que comenzó a gestarse, porque todo empezó siendo yo aún un niño.
Todavía me veo en la lejana infancia apacentando distraídamente el ganado de unos parientes maternos en la ladera de Parres que se precipita hacia el viejo puente del Sella, admirándome de que en aquella diminuta Cangas que veía al fondo del valle hubiesen bullido reyes con sus ejércitos doce siglos atrás. La mente de un crío inquieto puede maquinar diabluras para huir de la quietud y el tedio, así que me preguntaba cómo habrían sido su apariencia, su palacio, sus miedos o sus actos. Una curiosidad que no tenía modo se saciar, lo que todavía resultaba más estimulante.
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La Mesa de Salomón [711-715 d. C.] (El Cantar de Liuva), Gaspar Meana
Solo cuando empecé a escribir el guion comprendí que había tomado la decisión de avance hacia un terreno muy pantanoso. Todas las contradicciones internas del ciclo cronístico de Alfonso III debían dirimirse o desecharse según el caso y con presteza, pues el tiempo apremiaba si quería llevar a término una obra que se adivinaba larga y onerosa. Y por si esta dificultad de partida fuera pequeña, estaban las noticias de los textos árabes, que en no pocas ocasiones entraban en colisión dramática con sus hermanas septentrionales. De todo aquel barullo de afirmaciones poco verosímiles por exageradas o directamente mendaces surgió la pretensión de elaborar un relato contestatario y rupturista con la visión tradicional de los acontecimientos. En realidad no podía proponerse otra cosa alguien convencido de que Alfonso III mentía cuando le escribió a Sebastián de Salamanca que le remitía la historia que otros no habían querido escribir «por pereza» o porque prefirieron «ocultar en el silencio».1 Sabedor de que sí se había escrito Historia antes en la corte (Bronisch, 2009), este modo de pronunciarse me pareció un desafío imposible de resistir: ¿qué había querido ocultar aquel rey aficionado a las crónicas? Con esta cuestión por divisa comenzaron a fluir a mi mente diversas posibilidades hasta que comprendí que lo que el astuto monarca intentaba solapar era un conflicto tan grave y antiguo como su propia corona, que dificultaba en grado máximo su programa unificador neogoticista, una contienda dilatada en el tiempo que debía obviar con tacto porque a sus venas habían venido a confluir a partes iguales las sangres de los dos partidos enfrentados: ¡A este conflicto se debía que ya hacia el inicio del Reino de Asturias unos hubiesen dado en afirmar que a un mero espatario lo elevaron por rey los astures y otros dijesen que unos godos de sangre real que no estuvieron presentes en tal proclamación escogieron a uno de los suyos! Merced a este hallazgo comprendí quiénes habían contendido. Habían entrado a rivalizar de un lado una dinastía emergente que tomó las riendas de su destino a raíz de que la realeza goda pactase con los enemigos de Cristo y dejase de defender a la Iglesia y, de otro, la antigua casa real que nunca aceptó sinceramente las críticas, que jamás estuvo dispuesta a dejarse superar por los arribistas Pelágidas y que no tardó en utilizar las peores armas para evitar su relegación.
Por desgracia, aunque las propuestas ñoñas y mentirosas de la casa Chindasvindiana jamás me engañaron, no pude sortear el fracaso, pues el entramado de falsificaciones era sólido y los historiadores inconformistas como Luis Agustín García Moreno apenas habían empezado a desenredarlo. De ahí que aunque mis propósitos estuviesen bien enderezados, mi reconstrucción de la caída del reino godo de Toledo y los albores del asturiano deje bastante que desear. De hecho, si pudiese rehacerla sería muy distinta.Solo me consuela un poco pensar que de haber aguardado a tener mis conocimientos actuales la obra no habría visto nunca la luz. Pero ¿cómo iba a poder discernir con apenas 30 años que las noticias cordobesas sobre los inicios del reino astur no merecían más crédito que las que legó la corte de Oviedo? ¿Cómo iba a saber en aquel entonces que la historiografía musulmana había tardado más de 100 en interesarse por las razones del derrumbe de la monarquía hispánica, cuando ya hacía muchas décadas que habían muerto todos sus protagonistas? ¿Cómo iba a conocer que ni siquiera Ibn al Qutiyya, el supuesto descendiente de Witiza, transmitía recuerdos familiares o que sus intereses eran opuestos a los de la realeza goda que padeció el avance del Islam? (Maíllo Salgado, 2009: 101-102). Desaparecidos tempranamente cuando la revolución abasí los archivos de Damasco, Oriente apenas retuvo cuentos y tradiciones distorsionados, de modo que lo poco aprovechable remite siempre a «libros cristianos» perdidos o rehechos, del tipo que manoseó y expurgó precisamente el círculo erudito de Alfonso III.2
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La Sombra l’herexe [772-784 d. C.] (El Cantar de Teudán), Gaspar Meana
Así, merced a esta profundización creciente en la mentalidad de los protagonistas, llegó este autor a percibir que fue ya en los últimos años de vida de Alfonso II cuando comenzó a fraguarse la caída de sus verdaderos herederos y la de sus principios legitimizadores, y ello me permitió trazar en los últimos capítulos una reconstrucción convincente de las razones y acontecimientos que condujeron al cambio de régimen, lo que nos lleva al terrible Ramiro Bermúdez, un vengador crudelísimo que supo lavar su imagen y justificar sus muchos crímenes.
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Xuiciu final [846-850 d. C.], Gaspar Meana
Llegar a esta percepción es la mayor satisfacción que me han proporcionado mis años de trabajo en torno a la Crónica de Leodegundo sin duda alguna, pues supuso desvelar que la misteriosa Santa María de Naranco se concibió como el Trono desde el que el Señor impartiría sentencias tras su Parusía, un trono para salvar y condenar y un patíbulo terrible, algo inimaginable para cuantos nos habíamos venido dejando engañar por las excelsas proporciones de este juzgado reconvertido en iglesia que nunca fue un belvedere lúdico e inocuo pese a su entorno bucólico. Quienes lo pongan en duda y deseen sopesar si estoy en lo cierto podrán acceder a mi intento de demostración en las notas de autor del último volumen en la edición de la Universidad de las Islas Baleares (2016).10
Fue precisamente mientras estudiaba «el arte de la venganza» que patrocinó el hijo ilegítimo de Bermudo el diácono cuando comencé a maliciar que había un paralelismo vital entre este sobrino indeseado y heredero postergado de Alfonso II y el sobrino que ciertos romances antiguos llaman Bernaldo. A la larga me convencí de que eran ciertas las sospechas de que en ellos retenemos un mínimo resto de un antiquísimo cantar de gesta (Menéndez Pidal, 1973: 63 y 237),11 y de que este personaje semiolvidado y denostado, obsesionado por la vindicta paterna y por su legitimidad, en realidad no había pretendido otra cosa que heredar a su propio progenitor. A la postre, este personaje ya no tan legendario que debió vivir semiexiliado entre el sur de Lugo y el Bierzo,12 y que muy bien pudo ser conocido popularmente en esas fronteras del reino como Ben Barmud, habría aprovechado la irrupción normanda para «salirse con la suya», llevándose por delante a su hermano de madre Aldroito y a su coronado padrastro Nepociano.13 Pero ni quiero ni debo extenderme en este espacio que se me regala. De todo esto he dado cuenta en las notas de autor enumeradas en la nota 15, lo que me lleva ya, para finalizar, al apartado de los agradecimientos.
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La última pallabra [850-960 d. C.], Gaspar Meana
Y es que en realidad después de que terminara el guion y los dibujos del comic que comentamos nunca dejé de investigar sobre la Alta Edad Media hispana alternando esas pesquisas con mi trabajo como ilustrador. Esa época me ha procurado tanto solaz y preocupaciones y me ha ocupado tanto tiempo como mi propio siglo, y a estas alturas de mi existencia me parece tan vívida como la mía. A veces pienso si no habré vuelto a nacer para hacerle justicia a seres queridos de antaño y en esos momentos llego a imaginar que tengo en común con Leodegundo mucho más de lo que sería conveniente. Pero de mi cordura no estoy obligado a dar razón. Laus deo… y a ustedes que leen.
Gijón, las Quintanas, a 13 de mayo de 2021
Bibliografía
- ANDENNA, Giancarlo y Cinzia BONETTI, Benedetto di Aniane. Vita e riforma monastica, Milano, San Paolo Edizioni, 1993.
- BRONISCH, Alexander Pierre (2009), «Ideología y realidad en la fuente principal para la Historia del Reino de Asturias: el relato de Covadonga», en Cristianos y musulmanes en la Península Ibérica: la guerra, la frontera y la convivencia, Ávila, Fundación Sánchez-Albornoz, pp. 69-110.
- FERNÁNDEZ RAMOS, Felipe (1993), Los enigmas del Apocalipsis, Salamanca, Universidad Pontificia.
- GIL, Juan (1978), «Los terrores del año 800», en Actas del Simposio para el estudio de los códices del Comentario del Apocalipsis de Beato de Liébana, Madrid, Joyas Bibliográficas, vol. I, pp. 217-247.
- MAÍLLO SALGADO, Felipe (2009), De historiografía árabe, Madrid, Adaba.
- MENÉNDEZ PIDAL, Ramón (1973), La épica medieval española desde sus orígenes hasta su disolución en el romancero, vol. XIII, Madrid, Espasa-Calpe.
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