Celia A. Delgado Mastral1 – Universidad de Zaragoza
Resumen
Las dos sagas clásicas de videojuegos de Nintendo, Super Mario Bros., (1985-) y The Legend of Zelda (1986-) tienen entre sus elementos comunes el conocido personaje de una princesa: Peach, en el primer caso; y Zelda, en el segundo. Del estudio de las representaciones formales de estas dos figuras tipificadas se desprende la pertenencia a una tradición literaria y pictórica popular que asienta unos rasgos genéricos determinados y las ajusta a un canon literario y pictórico. El análisis diacrónico de la prosopografía femenina con hincapié en los orígenes clásicos y medievales y su posterior desarrollo durante el Renacimiento y el Barroco europeos ayuda a crear un puente de conexión con la estética pictórica novecentista y moderna de corte medievalista y su influencia en el arte del cómic y la animación japonesas, lugar de origen de sendas princesas.
Abstract
Nintendo’s classic franchises Super Mario Bros. (1985-) and The Legend of Zelda (1986-) both have as a common element the known character of a Princess: Peach, in the first videogame; and Zelda, in the second one. From the analysis of the formal representations of these two typified figures, it can be seen how they belong to a popular literary and pictorial tradition that establishes certain generic features and adjusts them to a literary and pictorial canon. The diachronic analysis of female prosopography -with emphasis on the classical and medieval origins and its subsequent development during the European Renaissance and Baroque periods- creates a connection with the Victorian and modern pictorial aesthetics of medievalist style and its influence on Japanese comics and animation, origin of both princesses.
1.- Introducción
¿Qué es una princesa? Por definición, la hija de un rey. Sin embargo, al igual que las figuras del rey y del príncipe, el tipo literario de la princesa ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo distintos matices que han acabado por conformar, en su adaptación a la narrativa actual, un caleidoscopio policromado de diversos fragmentos culturales. Descendiente de la tradición literaria popular, el personaje de la hija del rey ha ido adquiriendo en Occidente diversos estratos que la han configurado hasta llegar a su representación actual, que en muchos casos trata de alejarse de sus funciones narrativas habituales, esto es, la de «personaje buscado» que el héroe debe recuperar en su gesta, en el caso de los cuentos tradicionales rusos estudiados por Vladimir Propp (1928, trad. 1971: 91), recompensa de las proezas del héroe a través del matrimonio y el ascenso al trono, como muestra la función narrativa proppiana «W0» (Propp, 1928, trad. 1971: 152) e incluso el Índice de Motivos de Aarne-Thompson, que incluye la categoría de Princesa (P40. †P40. Princesses) en su sección «P. Society» (1955-1958), así como varios motivos específicos relacionados, en su mayor parte, con las pruebas que el héroe debe superar para hacerse con su mano (P41.1. †P41.1. Great warrior destroyed by king when he asks for princess in marriage). La pervivencia de estas líneas narrativas puede observarse en nuestros días mediante las figuras de las dos princesas más emblemáticas de la historia de los videojuegos: Peach, perteneciente a la franquicia Super Mario Bros. (Nintendo, 1985-) y Zelda, que da el título (aunque no protagoniza, de momento) la franquicia The Legend of Zelda (Nintendo, 1985-).
Nacidas únicamente con un año de diferencia (1985 y 1986) de la mente de Shigeru Miyamoto y bajo la estrella de la titánica compañía japonesa de videojuegos Nintendo, Peach y Zelda se encuentran irremediablemente hermanadas y comparten tanto los atributos físicos como el destino sintagmático2 de la princesa tradicional. En los juegos más canónicos de sendas franquicias, Peach y Zelda suelen ser secuestradas o se encuentran impedidas por los antagonistas de los juegos, y es la misión última del héroe-jugador/a llegar a rescatarlas, siendo en muchos casos el rescate sinónimo de la salvación del reino del que las princesas son representantes.
En tanto que princesas, corresponden enteramente a la catalogación que establece Montaner Frutos de «personaje tipificado», es decir, «personaje que satisface la relación de equivalencia definida por un tipo» (2020: 25). Mantienen en su etopeya una congruencia de rasgos genéricos correspondientes al tipo de la «princesa» desde la literatura tradicional. Por descontado, estos rasgos se concretan en mayor o menos medida en sendas princesas, creando así personajes hipercaracterizados gracias a una serie de atributos particulares, como una indumentaria o un equipamiento emblemáticos (Montaner Frutos, 2020: 9). El reconocimiento inmediato de sendos personajes gracias a esta hipercaracterización se fundamenta no solo en la popularidad de las sagas a las que pertenecen, también en la voluntad de la empresa de videojuegos de diseñar personajes que ayudasen a identificar su marca, al igual que había ocurrido, a lo largo del tiempo, con los diseños de los protagonistas masculinos de las sagas: Mario y Link. Se trata, por lo tanto, de la búsqueda de una tipificación de líneas claras que, al tiempo que transmite inmediatamente al jugador la tradición a la que pertenecen ambas princesas, puede ser adoptada como emblema de los juegos y, por extensión, de Nintendo.3
2. El cuerpo iluminado: antecedentes estéticos y literarios en la poesía y las artes
La historia nuclear de la saga de Super Mario Bros. corresponde desde sus inicios, incluso en la época arcade (Donkey Kong, Nintendo, 1981) a la tradición literaria más antigua: rescatar a una damisela en apuros (que aún no se trataba de Peach, sino de su antecesora, Pauline4) de las garras de una bestia, ya fuese Donkey Kong (adaptación clara, a su vez, de King Kong, 1933) o, más adelante, el dragón-tortuga Bowser; esto es, tal y como se contempla en el índice de Aarne-Thompson, el motivo literario R.10.1. Princess, maiden abducted (1955-1958). Ocurre algo similar en The Legend of Zelda, aunque en este caso confluyen más elementos literarios, como se verá más adelante. En todo caso, los planteamientos elementales eran similares: el héroe debía salvar a las princesas, que guardaban de momento su papel pasivo y galardonador, al igual que los personajes femeninos de las novelas artúricas y caballerescas de Chrétien de Troyes tales como El caballero de la carreta o El caballero del león (s. XII).
De esta manera, no es de extrañar que se buscase desde el comienzo una figura que el público pudiese identificar claramente, y en pocos píxeles, con la de una princesa. Dejando por un momento de lado los elementos emblemáticos que poco a poco determinaron la figura de la princesa, tales como la tiara o el vestido, se optó por un paradigma de belleza claramente occidental, que hunde sus raíces en la Época Clásica, la Edad Media y el Renacimiento y culmina durante el siglo XIX. En el ámbito literario, puede comprobarse este paradigma mediante el topos de la descriptio puellae, del cuya estructura Muñiz Muñiz afirma que «se asemeja a un mosaico de loci menores (cabellos de oro, labios de rubí, dientes de perlas, por citar algunos de los más popularizados), cuya selección, dispositio, metáforas y engarce son susceptibles de infinitas variaciones» (2014: 151).
La prosopopeya en la literatura clásica y medieval obedece una serie de reglas estrictas: primero se observa la fisionomía, posteriormente, el cuerpo, y, finalmente, la vestimenta (Faral, 1924: 80). Ítalo Siciliano marca una serie de fórmulas descriptivas típicas de la lírica medieval que parecen seguirse a rajatabla en la descripción de la belleza femenina:
Un ejemplo representativo de esta descriptio puellae es el que realiza Matthieu de Vendôme en su Ars Versificatoria acerca de Elena de Troya, precedido por el habitual encomio a la naturaleza:
Pauperat artificis Naturae dona venustas
Tindaridis, formae flosculus, oris honor.
Humanam faciem fastidit forma, decoris
Prodiga, siderea gratuitae nitens.
Nescia forma paris, odii praeconia, laudes
Judicis invidiae promeruisse potest.
Auro respondet coma, non replicata magistro
Nodo, descensu liberiore jacet;
Dispensare jubar humeris permissa decorem
Explicat et melius dispatiata placet.
Pagina frontis habet quasi verba faventis, inescat
Visus, nesquitiae nescia, labe carens.
Nigra supercilia via lactea separat, arcus
Dividui prohibent luxuriare pilos.
Stellis praeradiant oculi Venerisque ministri
Esse favorali simplicitate monent.
Candori socio rubor interufusus in ore
Militat, a roseao flore tributa petens.
Non hospes colit ora color, nec purpura vultus
Languescit, niveo disputant ore rubor.
Linea procedit naris non ausa jacere
Aut inconsulto luxuriare gradur.
Oris honor rosei suspirat ad oscula, risu
Succinta modico lege labella tument.
Pendula ne fluitent, modico succinta tumore
Plena dioneo melle labella rubent.
Dentes contendunt ebori, serieque retenta
Ordinis esse pares in statione student.
Colla polita nivem certant superare, tumporem
Increpat et lateri parca mamilla sedet (I, 56, vv. 1-30 en Faral, 1924: 129-130).
La larga cabellera rubia es uno de los atributos más representativos incluidos dentro de este tópico, y compartido por nuestras dos princesas.5 Propp ya menciona en su estudio acerca las raíces históricas del cuento tanto de la longitud como del color dorado de los cabellos de las princesas de los relatos. Relaciona la longitud con el tópico de la reclusión de la muchacha, muchas veces instigada por el propio rey, y, aunque pone el ejemplo ruso de Vasilissa «Trenza de oro» (Propp, 1946, trad. 1974, p. 53), este atributo es particularmente claro en el cuento alemán, del que tenemos el importante ejemplo de Rapunzel al que se refiere Propp: «Cuando cumplió doce años la encerró la hechicera en una torre que había en un bosque, la cual no tenía escalera ni puerta, sino únicamente una ventana muy pequeña y alta […] Pues Ruiponche tenía unos cabellos muy largos y hermosos y tan finos como el oro hilado». (Grimm, Ruiponche, trad. 1879). Propp relaciona la largura del cabello con el poder, evidente ya en el mito de Sansón y Dalila, y con la fertilidad (Propp, 1946, trad. 1974: 58). La identificación de la figura femenina con la naturaleza fértil a través de la largura de los cabellos puede observarse dentro de la tradición literaria hispánica en el «Romance de la infantina», donde observamos que tanto el tronco del roble al que se encuentra encaramada la infantina como el peine con el que se cepilla son del noble metal. Este romance muestra, por otra parte, el tópico recurrente del encuentro del caballero con un ser feérico de largos cabellos, estrechamente relacionado con la tipología de este estudio:
los perros lleva cansados y el halcón perdido había.
¿Dónde le cogió la noche? En una oscura montiña,
donde cae la nieve a copos y el agua menuda y fina,
donde canta la leona y el león le respondía,
donde no hay hombre del mundo ni criatura nacida.
Arrimárase a un roble, alto era a maravilla;
el tronco tenía de oro, las ramas de plata fina.
En el pimpollo más alto, viera estar una infantina,
con peine de oro en sus manos que los cabellos partía;
entre su pelo y el peine comparaciones no había:
¡cuántas veces a los hombres de cadena serviría!;
cabellos de su cabeza todo aquel roble cubrían;
su nariz enafilada, su cara rosa encendida;
los dientes de la su boca de aljófar y perlas finas,
los ojos de la su cara la montiña esclarecían (Riquer, 2011, vv. 1-16).
Los ejemplos folclóricos de damas de largos cabellos de oro son abundantes: sin ir más lejos, aunque el cabello rubio de Laura, amada de Petrarca, es uno de los tópicos más evidentes de la tradición iniciada por el poeta italiano, que posteriormente permeará en la lírica española a través de la obra de Garcilaso, ya se encuentran en tradiciones literarias anteriores (Manero Sorolla, 1992: 9-11). El tono dorado, según la tesis de Propp, se relaciona con el reino lejano en el que vive la princesa, y tiene connotaciones preternaturales que rodean toda la figura real: «Cuando el cuento menciona los cabellos de la princesa, son siempre dorados […]» (Propp, 1946, trad. 1974, p. 421). En El caballero de la carreta, Chrétien de Troyes describe cómo Lanzarote guarda pegado a su pecho un mechón de la Reina Ginebra que encuentra en un peine de marfil durante su búsqueda. Los cabellos atrapados entre las cerdas del peine son descritos por la joven que acompaña a Lanzarote durante los primeros episodios del poema como «bellos, rubios y resplandecientes»:
fu la reïne, jel sai bien.
et d’une chose me créez,
que les chevox que vos vez si
iax, si cler et si luisant,
qui sont remés antre les danz,
que del chief la Reine furent :
onques en autre pré ne crurent (Chrétien de Troyes, El caballero de la carreta, ed. 1975: vv. 1411-1418).
Manero Sorolla señala en el caso español un claro ejemplo de esta mención en algunos versos del Soneto CXXXVIII, proveniente de un poema de Petrarca e incluido en el Cancionero general de Estéban de Nágera, de 1554 (1992:12). Si lo consultamos con atención, observamos que, unos versos más adelante, se hace mención al carácter sobrehumano de la dama de la que solo se indica el color de sus cabellos: «Quando vi aquel cabello desparzido, / cuya color con oro competía […] Su gracia, de diuina y no mortal, / aquel dichoso día se mostró» (vv. 1-2 y 9-10, ed. 1993: 271). Muñiz Muñiz, que incluye los cabellos dorados dentro de los loci más recurrentes a lo largo del tiempo en la descriptio puellae (2014: 155), recoge una serie de ejemplos correspondientes a los siglos XII a XVI: «los cabellos “crecidos… como finas hebras de oro”, el Tresor (ʽson chevol resplandissent con fin aurʼ), la Caýda de príncipes (ʽLos cabellos hebras de oroʼ) y la Crónica troyana (ʽen grand longura e copiaʼ), sin descartar a Piccolomini (ʽcopiose et aurei laminis similesʼ)» (2014: 171).
Como puede observarse, el cabello largo y rubio se une, por lo general, a un cutis blanquecino e impoluto y a unos ojos claros: los ojos de ambas princesas suelen aparecer de color azul en todos los juegos, con la excepción de The Legend of Zelda: Breath of the Wild (Nintendo, 2017), en el que Zelda tiene los ojos verdes. Manero Sorolla señala la importancia de la descripción de los ojos de colores poco comunes en el marco de la poesía española de influencia petrarquista (1992: 18):
La prosopopeya de la mujer cortesana dulce y virginal, de belleza etérea, se consolida así en los poetas provenzales y stillnovistas como es el caso de la Beatriz de Dante (Fries, 2004: 79). El ideal neoplatónico influye asimismo en la descripción de la amada, promoviendo el ideal angelical que remite a ojos, pelo y piel claras, como indica también Álvaro Alonso (2002: 24) y se observa en la rima XXX del Canzionere de Petrarca, de 1470: «Non fur già mai veduti sí begli occhi / o ne la nostra etade o ne’ prim’anni, / che mi struggon cosí come ‘l sol neve; / onde procede lagrimosa riva / ch’Amor conduce a pie’ del duro lauro / ch’à i rami di diamante, et d’or le chiome» (ed. 1989: 209). Sobre estas mismas fechas y de manera algo menos poética, pero sí enteramente honesta, encontramos la fogosa descripción que Calisto realiza de Melibea en La Celestina, en la que, de nuevo, se cumplen todos los tópicos comentados de la descripción del ideal de belleza de la amada, que Calisto hace «por partes mucho por estenso»:
Muñiz Muñiz señala en esta descripción el origen de la proliferación en la poesía peninsular por los ojos de color esmeralda, que pueden encontrarse posteriormente en versos de autores como Villaumbrales, Timoneda, Jorge de Montemayor, Lope de Vega y Góngora, entre muchos otros (2014: 164).
El cómputo de esta descriptio puellae poética se encuentra estrechamente relacionado con las artes pictóricas, dentro de las cuales resulta especialmente representativa la estela artística del Quattrocento italiano. En obras renombradas como la Alegoría de la Primavera (1482) y el Nacimiento de Venus (1486) de Sandro Botticelli o el Retrato de una joven con unicornio (1506), de Rafael Sanzio, encontramos conocidas representaciones de esta tipología femenina de largos cabellos y piel pálida que establecen una conexión directa con la fecundidad de la tierra y el erotismo, además de responder este ideal neoplatónico fomentado por Marsilio Ficino en el que la moral y la belleza van mano con mano y otorgan un nuevo significado a los temas mitológicos de la Antigüedad (Romano, 2005: 37).
En el ámbito español, pueden señalarse dos conocidos ejemplos de este ideal renacentista en el que se identifican la belleza física y la moral. En primer lugar, en el conocido soneto XXIII de Garcilaso de la Vega (ed. 1995: 49):
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;
y en tanto que’l cabello, que’n la vena
del oro s’escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena: (…)
Y, asimismo, el Madrigal LIV de Gutierre de Cetina, conocido por el paralelismo de los versos «Ojos claros, serenos» (ed. 1981: 131).
Así, el siglo de Oro y el Romanticismo retomarán esta tradición iconográfica con especial fuerza en la poesía española, demostrando cómo el paradigma medieval continuaba vigente y relevante varios siglos después (Mayoral, 2008):
Como se observa siguiendo el crítico análisis de Mayoral, Bécquer se alza como uno de los mayores representantes de la visión tópica de la mujer amada por medio de la aplicación de una serie de fórmulas heredadas de la poesía petrarquista y tradicional:
En todo caso, la representación de la mujer rubia y de ojos claros se relaciona con un tipo de belleza incorpórea y angelical, que da por hecho la inocencia y la virginidad de la amada, cumpliendo el tópico petrarquista de «la donna angelicata» (Manero Sorolla, 1992: 42). Sin embargo, como ocurre en el caso de Zelda y de Peach, la belleza rubia y exótica se queda a los límites del erotismo, manteniendo en muchos casos una apariencia incólume. De hecho, hay una estrecha relación entre este paradigma de personaje y la expresión de la luz,6 rozando la imaginería religiosa, algo que ocurría ya, por descontado, en la poesía petrarquista y de corte neoplatónico, como muestra Manero Sorolla:
Este prototipo estético parece, en algunas ocasiones, crear una línea divisoria entre tipologías de personajes femeninos, identificando la prosopopeya (tono de cabello, cutis y ojos) con determinadas acciones en el relato que se ha perpetuado hasta nuestros días: véase la distinción entre lo que la tradición ha dispuesto como polos opuestos e irreconciliables: el personaje femenino de cabellos morenos y el de cabellos rubios,7 ya ilustrado por Bécquer en su rima XI:
yo soy el símbolo de la pasión;
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
–No es a ti; no.
– Mi frente es pálida, mis trenzas de oro;
puedo brindarte dichas sin fin.
Yo de ternura guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
–No; no es a ti.
–Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte.
–¡Oh, ven; ven tú! (ed. Sebold, 1991: 210-211).
Distinción que ha sido también teorizada por Díez Borque en su comparación entre la literatura épico-caballeresca y el western americano:
3. Influencias posteriores: el medievalismo en el manga y el videojuego
La recepción estética de imágenes y tópicos medievales que comienza en el siglo XVIII y se intensifica durante el siguiente da lugar a una mitificación de la cual son grandes exponentes artísticos los miembros de la Hermandad Prerrafaelita (1848-1853), asociación de siete artistas entre los que se encontraban Dante Gabriel Rosetti, John Everett Millais, William Holman Hunt o William Morris, que deseaban volver a lo que consideraban un modo de creación pictórica más puro y verdadero, esto es, el anterior a Rafael Sanzio. De esta forma, se inspiraron en la Edad Media tanto en el apartado más puramente técnico de sus obras como en el temático, recogiendo inspiración de temas clásicos y medievales y en la materia artúrica. Sus pinturas muestran una preferencia por la representación idealizada de una Edad Media mitológica, cuyas modelos continúan con el canon estético mediante «(a) very Victorian contrast between pallid skin and ruby-red mouth» (Rosenblum y Jackson, 1984: 259). Asimismo, el siglo XIX fue el momento en el que, al tiempo que los cuentos tradicionales y maravillosos eran recolectados por los hermanos Grimm, Andersen y Afanas′iev, grandes poetas y escritores echaron la vista atrás para situar en una Edad Media mitificada sus creaciones artísticas y literarias, tales como Lord Alfred Tennyson (que creó Los Idilios del Rey [1959], cuyas ilustraciones, realizadas por Gustave Doré, serían adaptadas por Zorrilla para sus Ecos de las montañas), Walter Scott o John Keats, autor de la balada de La belle dame sans merci (1820), ilustrada por el pintor prerrafaelita Frank Bernard Dicksee en 1901 y que recoge un tema similar al que observábamos en el «Romance de la infantina», en el cual un caballero se encuentra con una faerie, una dama preternatural de cabello largo y misteriosas intenciones.
No debe infravalorarse la influencia que el movimiento medievalista8 del siglo XIX tuvo en la literatura fantástica posterior, y, a su vez, el influjo que esta ha suscitado en la creación de narrativas de videojuegos. Puede que el diseño de Zelda como princesa hyliana se encontrase inspirado en la representación tradicional de criaturas preternaturales, especialmente, puede pensarse, en los elfos (similares a los humanos, pero más esbeltos y serenos9) que tanta popularidad lograron tras la publicación de El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien (1954) y, posteriormente, gracias a la conocida adaptación cinematográfica de 2001 dirigida por Peter Jackson, de claros tintes prerrafaelitas.
Tras la explosión literaria y artística del género fantástico nacía en 1974 el juego de rol de tablero Dragones y mazmorras, y en 1985 y 1986 salían a la luz, bajo el sello de Nintendo, los primeros juegos de Super Mario Bros. y de The Legend of Zelda, respectivamente; herederos en mayor o menor medida de la corriente fantástica y narrativa del popular juego de mesa. La definición que el Dictionnaire de la Fantasy de Anne Besson da acerca de la representación de las princesas en las obras populares de literatura fantástica muestra claramente a las princesas y las amazonas de las obras de fantasía como descendientes del imaginario prerrafaelita y tolkeniano (2018):
Cabe destacar que entre las referencias gráficas que aporta el Dictionnaire aparece una selección de ilustraciones de las revistas americanas Weird Tales y Fantastic Adventures, precursoras en gran parte de mucha de la ficción popular posterior, en la que jóvenes y rubias heroínas son secuestradas por feroces monstruos (Peach), o bien luchan codo con codo junto al héroe protagonista (Zelda).
Esta revisión mítica de lo medieval occidental se extendió por gran parte del mundo, y llegó, por descontado, a los productos culturales populares asiáticos. En el caso japonés, parece que la apertura hacia productos occidentales comenzó ya durante la era Meiji, correspondiente a los siglos XIX y XX, cuando llegaron a Japón las influencias artísticas europeas y americanas (García Aranda, 2020: 53), pero es durante la cultura de la posguerra cuando puede testificarse el gusto y la adopción de lo «medievalizante»:
García Aranda defiende igualmente la utilización estética de Europa como un «contenido iconográfico» (2020: 49) que puede encontrarse en diferentes situaciones de los animes y mangas japoneses aludiendo a una especie de pot pourri europeo, donde se mezclan las obras arquitectónicas reminiscentes de la época, al igual que ocurría en la literatura romántica, con los personajes con rasgos claramente occidentales. La búsqueda de la transmedialidad en los productos culturales japoneses crea una hibridación estratégica (García Aranda, 2020: 52), dando lugar a la condición denominada como mukokuseki:
Puede que la evolución de este concepto fue el que diese lugar a la elección de dos personajes cuyos rasgos parecen heredarse de la tradición de belleza canónica femenina medieval y renacentista occidental que inspiró, por otra parte, a las princesas de Disney, una de las influencias más poderosas en la animación y la ilustración japonesas a partir de 1940, y de cuya introducción fue pionero el autor Osamu Tezuka (Pellitteri, 1974: 83-84). Nintendo no es de ningún modo inmune a esta influencia, lo cual puede verse en las vestimentas emblemáticas de ambas princesas. Si Zelda suele aparecer representada con vestidos inspirados en la tradición clásica y neoclásica (The Legend of Zelda: A Link to the Past [Nintendo, 1991] y The Legend of Zelda: Ocarina of Time [Nintendo, 1998]) y túnicas y vestidos de inspiración medieval (The Legend of Zelda: Breath of the Wild [Nintendo, 2017] y The Legend of Zelda: Skyward Sword [Nintendo, 2011]), Peach, cuyo diseño ha sufrido menos cambios a lo largo del tiempo, se muestra por lo general en un largo vestido de color rosa con miriñaque que parece encontrarse inspirado en el diseño del traje que Cenicienta lleva al baile real durante la película de Disney de 1950. Los paralelismos no acaban ahí: el primer diseño de Zelda, que aparece en las guías del juego The Legend of Zelda II: The Adventure of Link (Nintendo, 1987), muestra a una princesa muy similar a Peach, con un amplio vestido rosa con lazos blancos y mangas farol que recuerda lejanamente, en su diseño, al vestido que los ratones y los pájaros arreglan para Cenicienta en la película original de Disney. Asimismo, en este mismo juego, Zelda se encuentra dormida bajo un encantamiento del que únicamente puede despertar tras la recolección de varios ítems mágicos por parte del protagonista. La función de Zelda la acerca una vez más no solo al tipo de la princesa en el cuento tradicional occidental, sino a la iconografía de otras grandes películas que catapultaron a Disney, como Blancanieves (1937) y La bella durmiente (1959), en las que sendas princesas dormitan serenamente sobre un lecho o una urna, con las manos pacientemente cruzadas sobre el regazo, al igual que puede observarse en la ilustración que acompaña a la guía del juego original.
4. Conclusiones
Como se observa dentro del plano estético de ambas princesas, la influencia romántica y prerrafaelita continúa siendo una de las inspiraciones más reconocidas dentro del mundo iconográfico de la fantasía, género con al que pertenecen sendas franquicias de videojuegos. El diseño de las princesas Peach y Zelda apunta a un tipo pictórico y literario femenino de enorme recorrido que conjunta, al igual que ocurre en las tradiciones anteriores, una estética profundamente mariana con una belleza marcada por el exotismo de sus rasgos. Siguiendo las palabras de Mayoral (2008): «La mujer […] sigue siendo una bella imagen construida con los elementos de la tradición que Dámaso Alonso llamó acertadamente “la imaginería suntuaria de las bellas partes de la mujer”». Peach, por su estrechísima relación con la representación de la marca de Nintendo, parece haberse mantenido suspendida en este papel identificativo y representativo de la princesa de cuento ideal, obligada incluso a luchar sin grandes esfuerzos enfundada en su vestido y tocada con su corona (Super Smash Bros Melee, Nintendo, 2001). Sin embargo, la presentación de Zelda ha evolucionado poco a poco, haciéndose eco de los intereses de los jugadores y jugadoras actuales, y, pese a que ha conservado hasta ahora su larga melena dorada, en The Legend of Zelda: Breath of the Wild (Nintendo, 2017) se desarrolla su faceta de erudita y se la representa por lo general en su atuendo de montar a caballo, con pantalones y botas. De esta forma, aunque paradigmáticamente continúe hasta cierto punto siendo deudora de tradiciones anteriores que la identifican en el imaginario popular como la heredera del reino fantástico de Hyrule, y a la espera de observar su papel en la secuela de The Legend of Zelda: Breath of the Wild (en la que la melena aparece cortada por primera vez a la altura de la barbilla, anunciando un espíritu práctico más propio de una exploradora), puede que se estén dando pequeños pasos hacia la superación de algunos de los límites del tipo «princesa».
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