Raquel Crespo-Vila1 Universidad de Salamanca 

 

Resumen

A partir de las nociones de «intertextualidad» e «hipertextualidad», este trabajo analiza una serie de títulos de factura española con el objetivo  de explorar las diferentes vías que ha tomado la narrativa contemporánea para reactualizar textos, personajes, autores y fórmulas propias de la literatura medieval castellana; al tiempo que trata de justificar la aparición de este tipo de obras desde las teorías culturales contemporáneas para sugerir, finalmente, cierta correspondencia entre determinados patrones de la literatura medieval y los de la llamada «literatura posmoderna».

Abstract

Based on the notions of «intertextuality» and «hypertextuality», this article analyses a set of Spanish novels to explore the different ways taken from contemporary narrative for the revision of texts, characters, authors and other aspects of Castilian medieval literature. At the same time, it tries to justify the appearance of this type of novels through contemporary cultural theories. Finally, it proposes to relate the medieval literary with the so-called «postmodern literature».

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1.- Magister dixit

Arranca el curso académico y los alumnos de Filología Hispánica ocupan sus bancadas. En este primer día, el profesor de literatura medieval da a conocer el programa de contenidos y el calendario de la asignatura, para dedicar los minutos finales de la sesión a presentar las cualidades del canon medieval castellano. Concluye su exposición con una sentencia memorable: «…porque la literatura, señores, de literatura se alimenta». Aunque,  al principio, la afirmación sonó tautológica a oídos del alumnado, pronto entendieron que aquellas palabras encerraban una verdad incuestionable.
No en vano, aquella máxima venía a resumir uno de los principios fundamentales de la escuela literaria de la Semiótica de la Cultura, cuyos pensadores defienden la naturaleza dialógica de los textos, porque, sean estos de la naturaleza creativa que sean, dependen de un contexto  de producción determinado y están en relación directa con otros textos, no necesariamente coetáneos:

La obra de arte está en la vecindad no solo de obras de otros géneros, sino también de obras de otras épocas. Cualquiera que sea el interior cultural realmente existente que escojamos, nunca se llena de cosas y obras sincrónicas por su momento de creación (Lotman, 2000: 115).

He aquí la llamada «intertextualidad», definida por Julia Kristeva –con pocas pero acertadas palabras– como el fenómeno por el que «todo texto es la absorción y la transformación de otro texto» (1985: 146), y que, entendida como condición natural del texto, ha de considerarse tan longeva como la propia literatura. Basta –aunque se podría ir, por supuesto, mucho más lejos– con volver la mirada sobre algunos textos del canon literario en castellano para encontrar buenos ejemplos; véase el sobresaliente caso de la Tragicomedia de Calisto y Melibea, donde reverberan intermitentemente las cuantiosas lecturas de Fernando de Rojas: Aristóteles, Séneca, Petrarca y Bocaccio, entre muchos otros.2

Ahora bien, si existe un periodo en la historia literaria que haya convertido la intertextualidad en una especie de dogma creativo, dando vida a obras explícitamente intertextuales, ese momento corresponde, sin duda alguna, con el periodo contemporáneo, ese que la crítica estética ha dado en calificar como «posmoderno»; término –sin ánimo de detenerme en una definición más precisa, puesto que bastantes ríos de tinta se han derramado ya al respecto– propuesto por Jean-François Lyotard para hacer referencia a «la condición del saber en las sociedades más desarrolladas» y «el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX» (1984: 9). Se trata, pues, de una noción periodizadora que quiere poner en relación los estándares culturales que desde los años sesenta imperan en la sociedad occidental con la aparición de un nuevo orden social y económico (Jameson, 1995).3

Esta nueva «condición posmoderna» trajo consigo cambios de considerable trascendencia, perceptibles, claro está, en el campo concreto de la literatura. En cierto modo, uno de los cambios más importantes está relacionado con  la noción de «originalidad», ya que, de repente, la novedad, la primicia o la singularidad dejaban de ser condición indispensable para la creación literaria, y la artística en general. Liberada de trabas propias de la «condición moderna» y de las imposiciones de la continua innovación, la literatura contemporánea, y de manera muy evidente en el género narrativo, comienza a revisitar, sin complejos y con agudeza, el pasado literario, tanto el propio como el ajeno, para dar vida a nuevas creaciones y plantearse, de esta manera, como versión de sí misma. Por ello, «el carácter metaliterario afecta a la temática misma de muchas novelas, que son novelas sobre novelas», que no intentan «ocultar en ningún caso que se trata de “literatura”» y que proyectan con naturalidad el hecho de  «ser  lenguaje,  pero  ser también versión sobre el lenguaje narrativo como construcción para parodiar, homenajear, redescubrir, parafrasear» (Pozuelo Yvancos, 2004: 51-52); ejercicios que no han de considerarse, como se verá más adelante, como hito exclusivo de los tiempos posmodernos.

El Cid,
José Luis Corral.

Aquella máxima inaugural pronunciada  por el maestro, aplicada al contexto concreto de la literatura contemporánea, quiere parecer verdad absoluta, a la vez que resume el primero de los factores que explican el fenómeno al que se dedican estas líneas.

2.- Vita post-mortem

Para dar con el segundo de los factores, tan solo es preciso subrayar una evidencia que se percibe con un simple vistazo a la producción cultural de las últimas décadas. En las novelas, en los cómics, en las series de televisión, en el cine, en la música,4 en los videojuegos, en sus parientes analógicos, los juegos de rol; así como en los concurridos mercadillos, fiestas, ferias y demás celebraciones por el estilo; escojamos el formato que escojamos, es un hecho consumado: la Edad Media está de moda –para muestra, el trabajo de Antonio Huertas Morales (2015) y esta monografía.

Solo poniendo en relación la realidad literaria expuesta en el epígrafe anterior con esta vívida impronta medievalista de la cultura contemporánea, empieza a ser comprensible la intermitente presencia y reactualización de motivos de la literatura medieval castellana en la última narrativa española. Dicho de otro modo: «intertextualidad» y «medievofilia» justifican, grosso modo, la resurrección de contenidos propios del canon literario de los siglos medios; porque no solo personajes, autores o textos medievales, sino también fórmulas y recursos de las letras de aquella época, encuentran una segunda vida en títulos de la narrativa actual. Destaco ahora las muestras más atractivas y las más oportunas para la ocasión, que se centran en tres de los jalones más importantes de nuestra literatura medieval.

Doña Jimena,
Magdalena Lasala.

Resulta casi imposible no mencionar al personaje abanderado en esta recuperación del medievo literario: Mío Cid Campeador. Es cierto que el de Vivar, instalado ya en el imaginario mítico colectivo, no ha dejado de reverberar con cierta frecuencia en la historia de la literatura española; pero, una vez más y gracias a su extraordinaria ductilidad, la figura cidiana vuelve a reinventarse para campar a sus anchas por las páginas de la novela del siglo XXI. Sirvan como ejemplo los dos títulos que serán utilizados en este trabajo: El Cid (2000), de José Luis Corral, y Juglar (2006), de Rafael Marín.5 Mención especial merece Doña Jimena (2006), de Magdalena Lasala, que, perpetuando un ejercicio iniciado ya por Antonio Gala en 1973, con su pieza teatral Anillos para una dama, recupera la historia cidiana para contarla desde una perspectiva nueva, diferente y relegada del discurso histórico: la de su esposa.6

Igualmente, aquella «puta vieja» del Medievo, instruida en la ciencia oculta y diestra en asuntos de lujuria y avaricia, tiene una segunda vida en la narrativa española contemporánea. He ahí Melibea no quiere ser mujer (1990), de Juan Carlos Arce, o El manuscrito de Piedra (2008) de Luis García Jambrina que, no solo rescatan al personaje de Celestina, sino que recuperan a su mismísimo autor, Fernando de Rojas, multiplicando así la nutrida prole celestinesca que no deja de registrar nuevos vástagos desde el siglo xvi. Entre ellos, es posible destacar los que ya se conocen como «segundas celestinas»: la Segunda comedia de Celestina (1534), de Feliciano de Silva; la Tercera parte de la Tragicomedia de Celestina (1536), de Gaspar Gómez; y la Tragicomedia de Lisandro y Roselia (1542), de Sancho de Muñón.7

El mal amor,
Fernando Fernán-Gómez.

Libro de mal amor,
Fernando Iwasaki.

Melibea no quiere ser mujer,
Juan Carlos Arce.

La subversiva e incatalogable obra escrita por el Arcipreste de Hita, el Libro de Buen Amor reaparece, a su vez, de la mano del escritor peruano Fernando Iwasaki, que, en un guiño a su predecesor, firma el Libro de mal amor (2000), ya no para recuperar los personajes del Arcipreste o al mismísimo Arcipreste, tal y como había hecho Fernando Fernán Gómez en 1987 con El mal amor; sino para redescubrir y revitalizar determinados recursos y tópicos literarios.

No es casual, entonces, que fragmentos del anónimo Cantar de mio Cid, de La Celestina o Tragicomedia de Calisto y Melibea compuesta por el bachiller Fernando de Rojas, o del Libro de buen amor, de aquel desenfadado Arcipreste, destellen y se repitan, con recurrencia y sin ningún tipo de pudor, entre las páginas de estas novelas. Y por ello conviene dedicar un breve espacio a la exposición y comentario de determinados fragmentos que den cuenta de esta deuda intertextual contraída por la narrativa contemporánea con la literatura medieval; fragmentos que, a su vez, ilustren de manera clara la clasificación de relaciones intertextuales propuesta por Gérard Genette (1982).8

3.- Ubi sunt?

Siguiendo un criterio basado tanto en la explicitud de la referencia como en su literalidad, Gérard Genette distinguía entre tres tipos diferentes de estrategias intertextuales: la cita, la alusión y el plagio. La primera de ellas, la cita, constituye la fórmula intertextual más evidente, pero al mismo tiempo la más «honrada», ya que se trata de un préstamo textual fiel a la obra precedente, literal, que declara su procedencia y aparece normalmente entre comillas. De este modo, y teniendo en cuenta que su eje argumental ficcionaliza el proceso de escritura de aquella obra medieval, la cita es un mecanismo de suma importancia en Melibea no quiere ser mujer, de Juan Carlos Arce. Sirva como ejemplo este pequeño fragmento de la novela, que echa mano, manifiestamente, del comienzo del Acto III de La Celestina (en Russell, 2008: 295):

Iniciaron el tercer acto apurando una jarra de vino y entonces, casi ebrios, tras un beso, la Lisona dijo:
–Pongamos algo antes de ese encuentro.
–Yo lo veo ya hecho. Celestina pregunta: «¿A qué vienes hijo?» Y Sempronio le contesta.
–Pongamos impaciencia, pongamos: «¡Qué despacio anda la vieja! ¡Menos sosiego traían sus pies a la venida!»
–A dineros pagados, brazos quebrados −dijo Fernando entonces en una pura carcajada que contagio a la Lisona.
–¡Escribe eso, escribe! (Arce, 1991: 127).

Al tratarse de remisiones indirectas y no de una reproducción exacta de fragmentos textuales precedentes, las alusiones no necesitan declarar su origen; requieren, no obstante, de una afinada complicidad lectora para su completa elucidación; una complicidad, con frecuencia, idealizada. Son abundantes dentro de las novelas cidianas, en las que no solo se percibe la huella de las fuentes historiográficas utilizadas para reconstruir la biografía  del caballero –hecho inevitable si se tiene en cuenta que todas las novelas arriba citadas son, en mayor o menor medida, «históricas»–, sino que también reverberan en ellas algunos versos del mismísimo Cantar de mio Cid. Obsérvese el homenaje rendido por José Luis Corral Lafuente a aquella niña de «nuef años» que, entre los versos 41 y 48 (en Smith, 1984: 140-141), advertía al Campeador de los mandatos del rey Alfonso VI:

En la plaza, delante de la portada de figuras esculpidas en piedra, una niña se acercó hasta Rodrigo:
–¿Tú eres el Campeador? –le preguntó.
–Sí, por ese apodo me conocen algunos –respondió Rodrigo.
–Mi madre me ha dicho que el rey no quiere que vivas en Castilla, y que quien te ayude perderá su casa y sus ojos (2001: 223-224).

Tampoco se olvida Rafael Marín de aquellos prestamistas judíos, Raquel y Vidas, haciéndolos actuar de nuevo en su novela Juglar en un lance de considerable trascendencia, tanto por su extensión –pues continúa más allá de la página abajo citada– como por su contenido, que, en cierto modo, contraría el texto medieval:

Martín Antolínez conferenció con Rodrigo, y luego él y Minaya Álvar Fáñez, partieron en solitario a la ciudad, en busca de unos prestamistas judíos que el bueno de Martín conocía […]. Regresaron al atardecer, serios y cariacontecidos, diciendo que Raquel y Vidas, que así se llamaba el matrimonio de prestamistas, tenía miedo también de enemistarse con el rey y que nada les aseguraba de poder recuperar un préstamo, si era posible que ni Rodrigo ni ninguno de los suyos volviera jamás a pisar Castilla (2006: 181).

Aunque, sin duda alguna, los guiños más notables, también por reconocibles, están dedicados a los versos 11 y 12 del Cantar; aquellos en los que el poeta medieval refería las supersticiones ornitológicas propias de la época y explicaban cómo el Cid y sus caballeros «A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra / y entrando a Burgos, ovieron la siniestra» (en Smith, 1984: 139). Aquellos versos laten ahora bajo los siguientes fragmentos de Rafael Marín y José Luis Corral, respectivamente: «Ya sabía que llegaba tarde: es difícil no leer malos augurios en el vuelo de la corneja» (2006: 9); «[El Cid] Había aprendido un código muy simple: si las aves volaban a su izquierda, era señal de malos presagios, pero si lo hacían a su derecha, entonces los signos eran propicios» (2001: 547).

Asimismo, y al margen de otras reminiscencias literarias –que, por razones de espacio, no pueden ser comentadas aquí–, el Cantar no será el único de los textos del «ciclo cidiano» cuya presencia se deje sentir en las páginas contemporáneas. José Luis Corral, por ejemplo, no duda en reconocer, en la «Nota del autor» que concluye su novela, las fuentes a las que ha recurrido, entre las que se encuentra el poema latino Carmen Campidoctoris (2001: 567). Igualmente, Rafael Marín actualizaba en Juglar contenidos incluidos en la gesta primitiva de las Mocedades de Rodrigo; ahí está el capítulo número 44, en el que Efrén, protagonista de la novela, contagiado de lepra y a punto de morir en un riachuelo, es rescatado por el Campeador, quien no solo demuestra compasión por él al rescatarlo de un arroyo, sino que, en hipérbole mesiánica, consigue sanar su enfermedad al roce de sus providenciales y milagrosas manos:

Sentí el piafar del caballo y una mano recia y dura me sacó del agua como se coge a un saco, sin amabilidades pero tampoco con rudezas. […] y entonces él me llevó a la orilla y me depositó con cuidado al socaire de unas rocas. Me cubrió con su capa […]. Porque mi salvador del arroyo, el caballero que no tuvo reparos en socorrer a un leproso, no era otro sino Rodrigo […]. Me palpé el rostro. La nariz era recta, no un bulto de carne. Tenía cejas de nuevo, y labios en la boca […], Mio Cid me había curado (Marín, 2006: 272- 273).

Ahora póngase en relación este fragmento con el episodio de las Mocedades en el que Rodrigo se topa con un «gafo», que para más enjundia resulta ser San Lázaro, cuyo mito resuena a lo largo de toda la trama de Juglar. Reproduzco a continuación los versos que más interesan aquí:

[…] a la orilla del vado estaba un pecador de malato,
a todos pediendo piedat que le passasen el vado.
Los caballero todos escopían et ívanse d’él arredrando.
Rodrigo ovo d’él duelo el tomolo por la mano,
[…] So unas piedras cavadas que eran cerca el poblado
so la capa verde aguadera alvergó el Castellano e el malato,
e en siendo dormiendo, a la oreja le fabló el gafo:
«¿Dormides Rodrigo de Bivar? Tiempo has de ser acordado:
mensagero so de Cristus que non soy malato
Sant Lazaro só, a ti me ovo Dios enviado,
[…] quantas cosas comenzares, arrematarlas has con tu mano».
(vv. 567-582; en Funes, 2004: 132-133)

Entre la transcripción exacta y la remisión velada se resuelve la deuda de Fernando Iwasaki con el  Arcipreste de Hita; deuda que, lejos de pasar desapercibida, es objeto de ingenioso alarde por parte del autor contemporáneo, quien la hace ostensible desde el mismo título de su obra, Libro de mal amor, evitando así que su estrategia creativa pueda ser entendida, muy lejos de la realidad, como plagio. En el título, al inicio de cada capítulo e, incluso, en el epílogo, la presencia del Libro de buen amor es innegable y pretendida; necesaria, en fin, para la comprensión del texto.

Así, aquellos versos de la estrofa 577 del texto medieval (en Blecua, 1996: 149), debidamente señalados, «Maravilleme mucho desque en ello pensé, /de cómo en servir dueñas todo tiempo non cansé, / mucho las guardé siempre, nunca me alabé, /¿quál fue la raçón negra porque non recabdé?» (citado en Iwasaki, 2008: 9), sirven para presentar una obra en la que Iwasaki, autor convertido al tiempo en narrador y personaje, relata sus malogrados avatares sentimentales. Y, de igual modo, cada uno de los capítulos de este Libro de mal amor es introducido por los versos del Arcipreste que, estratégicamente elegidos por Iwasaki, vienen a resumir o simbolizar la historia de cada mujer   a la que cada capítulo está dedicado. Tómese como muestra la estrofa 515 del Libro de buen amor (Blecua, 1996: 134), que de manera muy acertada preludia la aventura acontecida con «Itzel» (2008: 171), a la que Iwasaki intenta conquistar a través de su talento musical: «Si sabes estromentos bien tañer o tenplar, / si sabes o avienes en fermoso cantar, / a las vegadas poco, en onesto lugar, / do la muxer te oya, non dexes de provar».

La correspondencia entre texto medieval y texto contemporáneo es más que evidente, coincidiendo en temática, estructura –externa; la interna no coincide y todavía sigue siendo cuestión debatida con respecto a la obra medieval– e incluso, una serie de motivos y lugares comunes que, quizás, pasen más desapercibidos en una primera lectura. He ahí el paralelismo que se establece entre determinados capítulos del Libro de mal amor de Iwasaki y ciertos episodios descritos por el Arcipreste de Hita. Igual de difíciles son los amores que pretende Iwasaki con «Camille» (2008: 81-97) como los narrados por el Arcipreste en «De cómo Trotaconventos consejó al arçipreste que amase alguna monja e de lo que contesçió con ella» (Blecua, 1996: 336); y la misma tolerancia demuestra el multiculturalismo de «Rebeca» (Iwasaki, 2008: 133-151) como el de «De cómo Trotaconventos fabló con la mora de parte del arcipreste e de la respuesta que le dio» (Blecua, 1996: 387).

No conviene, por tanto, hablar de plagio para ninguno de los casos comentados, ya que todos advierten, de un modo u otro, de su naturaleza dependiente; bien a través de la connotación de sus títulos, bien a través de la inclusión de «Notas» aclaratorias por parte del autor (Corral, 2001: 567-570) o, incluso, de «Bibliografías» (Lasala, 2006: 595-597), todas estas obras previenen al lector. Quizás no les interese en absoluto a los autores ocultar esta utilización del pasado literario, quizás pretenden plantear la lectura de sus obras como un juego de varios niveles, al que los lectores han de volver una y otra vez, buscando y reconociendo nuevas referencias −de ahí la elección del tópico literario medieval que, muy dislocado, da título a este epígrafe.

4.- Nihil novum sub sole

En realidad, el vínculo entre estos textos y los textos medievales no se limita a un par de referencias ocasionales, escuetas o veladas; muy al contrario, la literatura medieval se sitúa, en algunas ocasiones, en el centro mismo del argumento, articulando la diégesis ficcional contemporánea. En este sentido, tanto el texto de Arce como el de Iwasaki –no tanto las novelas cidianas– parecen superar la noción de «intertexto» para situarse en la órbita de lo que Gérard Genette, en su clasificación de relaciones transtextuales, llamó «hipertextos»,  dado que son obras que derivan de un texto precedente o «hipotexto», de cuyo conocimiento depende, además, su completa interpretación (1982: 8-14). Y, generalmente, estos «hipertextos» contemporáneos van más allá de un mero objetivo lúdico; tal y como apunta Linda Hutcheon, la ficción posmoderna, lejos de quedarse en el guiño descontextualizado y vacío, realiza un ejercicio de relectura, traducción y reescritura del pasado literario interrogándolo, abriéndolo al presente (1996: 110).

A partir de aquí, cabe preguntarse por el objetivo último de los textos de Corral, Marín, Arce e Iwasaki; cabe preguntarse si, finalmente y lejos del entretenimiento inopinado, la intención de estos autores no será la de invitar al lector a (re)visitar el canon literario, a (re)descubrir textos que no por lejanos en el tiempo deben ser considerados fósiles anquilosados que solo tienen interés para la comunidad filológica. Porque, al tiempo que revisan ciertos significados y proponen nuevas lecturas para algunos contenidos de los textos medievales –cuestión de gran sustancia que bien merece un estudio dedicado en exclusiva–, las obras contemporáneas insinúan una serie de concomitancias estructurales con respecto a su ascendencia medieval que, desde un punto de vista estético, resultan trascendentes.

De entre todas las correspondencias entre literatura medieval y literatura contemporánea que sería posible advertir a través de los textos analizados en  la sección anterior –metaficción, hibridismo, alteridad, subversión; conceptos tan característicos, por otra parte, de la crítica posmoderna–, interesa destacar aquí una, la que tiene que ver con la idea de originalidad, por ser, si cabe, la más importante de todas cuantas nociones han sido tratadas a lo largo de estas líneas.

A saber: en su tratado Arte y belleza en la estética medieval (1997), Umberto Eco explicaba que la cultura medieval,

[…] al haber elegido o haberse visto obligada a elegir el latín como lengua franca, el texto bíblico como texto fundamental y la tradición patrística como único testimonio de la cultura clásica, trabaja comentando comentarios y ci- tando fórmulas autoritativas, con el aire del que nunca dice nada nuevo. No es verdad, la cultura medieval tiene el sentido de la innovación, pero se las in- genia para esconderlo bajo el disfraz de la repetición (al contrario de la cultura moderna, que finge innovar incluso cuando repite) (Eco, 1997: 10-11).

Desde esta perspectiva, aquella supuesta falta de originalidad, comentada en epígrafes anteriores, resulta no ser una práctica exclusiva de la estética posmoderna, como tampoco parece serlo su consecuencia primera, es decir, la intertextualidad exacerbada:

[…] la Edad Media fue una época de autores que se copiaban en cadena sin citarse, entre otras cosas porque en una época de cultura manuscrita –con los manuscritos difícilmente accesibles– copiar era el único sistema de hacer circular las ideas. Nadie pensaba que era un delito, nadie sabía ya de quién era verdaderamente la paternidad de una fórmula, y a fin de cuentas se pensaba que si una idea era verdadera pertenecía a todos (Eco, 1997: 12).

Cita, alusión, plagio, transformación, imitación y parodia –siendo estas tres últimas categorías hipertextuales definidas por Genette (1982)– mecanismos para la creación literaria que de igual modo sirven hoy a autores como José Luis Corral, Rafael Marín, Magdalena Lasala, Juan Carlos Arce, Luis García Jambrina o Fernando Iwasaki, como en su día sirvieron al poeta anónimo   del Cantar de mio Cid, que dislocaba con ciertas transformaciones el molde genérico de la épica; al Arcipreste de Hita, que imitaba en su Libro de buen amor el proceder de la liturgia, del sermón y de la fábula, entre otros formatos discursivos del Medievo; o a Fernando de Rojas que, con su Tragicomedia, parecía querer parodiar los tópicos del amor cortés.

La cultura moderna, sostenía Umberto Eco, «finge innovar incluso cuando repite» (1997: 11); la cultura posmoderna, carente de originalidad, repite abiertamente sin ninguna intención de fingir. Cabe preguntarse ahora: ¿acaso ocultó Gonzalo de Berceo? las fuentes latinas de las que se valió para la composición de los Milagros de nuestra Señora Cabe preguntarse, siguiendo la estela de Hans Robert Jauss (1989),9 por la «alteridad» y la «modernidad» de la literatura medieval, en  el más amplio sentido de ambos términos; cabe preguntarse, entonces, cuán alejada está nuestra literatura, nuestra cultura en general, de aquella época; cabe preguntarse, en fin, cuán original es no ser original.

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