Alfonso Boix Jovaní

Para Alberto, Jimena y Patricia,
aliento del Consorcio Camino del Cid
que mantiene viva la senda del destierro.

Resumen

La reciente incursión de Arturo Pérez-Reverte en territorio cidiano con su novela Sidi era, hasta cierto punto, previsible, pues el interés del autor por la historia y, especialmente, las hazañas bélicas y los héroes es de sobra conocido. Su obra está plagada de personajes como el famoso capitán don Diego Alatriste, pero, mientras que el capitán es un personaje surgido de la imaginación de Pérez-Reverte, el Cid es una figura firmemente integrada en la cultura española: a caballo entre la historia y la fantasía, el Cid cabalga a lomos de su leyenda desde la aparición del Cantar de Mio Cid. Desde entonces, no han sido pocos los autores que han seguido la estela del anónimo poeta y han recogido el mito en sus obras para ofrecernos su particular versión del mismo. Así, el héroe épico se convirtió en protagonista de obras de teatro, cuentos y novelas, y también la música o el cine, que sirvió para darlo a conocer entre el gran público a nivel internacional.

A partir de un meticuloso análisis intertextual e interdiscursivo, el presente artículo muestra cómo Sidi incluye alguno de los episodios más famosos de la literatura cidiana, así como los tópicos épicos que configuran a Rodrigo Diaz como caballero ideal. Entre estos elementos tradicionales, se añaden los rasgos fundamentales del héroe cansado que protagoniza los textos revertianos, y, gracias a esta combinación de elementos antiguos y nuevos, el autor ha logrado convertir al Campeador en un personaje propio.

Abstract

Arturo Pérez-Reverte’s recent incursion in the literary field of el Cid with his novel Sidi was, to a certain extent, predictable, as the author’s interest in history and, especially, war deeds and heroes is very well-known. His works are full of characters like the famous captain don Diego Alatriste, but, whereas the captain is a character born in Pérez-Reverte’s imagination, el Cid is a figure firmly integrated in Spanish culture: halfway between history and fantasy, el Cid’s legend has been developing since the Song of Mio Cid appeared. From that moment onwards, many authors followed the path of the anonymous poet and included this myth in their works to offer their own version of it. Therefore, the epic hero became the protagonist of plays in theatres, tales and novels, and also in music and cinema, which spread the legend internationally amongst a wider audience.

Taking a thorough intertextual and interdiscursive analysis as its starting point, this article shows the way Sidi includes some of the most famous literary episodes devoted to el Cid and, also, the topoi that made Rodrigo Díaz an ideal knight. All these traditional elements are blended in the novel with the main features of the ‘tired hero’ who plays the lead in Pérez-Reverte’s texts, and, by this combination of new and old features, the author turns the Campeador into a character of his own.

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            Introducción

El interés de Pérez-Reverte por las grandes gestas militares ya anunciaba, desde hace tiempo, que su encuentro con el Cid iba a producirse tarde o temprano. De hecho, con Sidi ya publicado, resulta difícil no contemplar como un presagio aquel fragmento de El capitán Alatriste (121) donde Íñigo Balboa cita una personal versión del famoso v. 20 del Cantar de Mio Cid:

Otra hubiera sido la historia de nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. El cronista anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor».

Una diferencia importante separa a Diego Alatriste de Rodrigo Díaz, pues, si el primero es uno de tantos soldados anónimos de los tercios al que Arturo Pérez-Reverte bautizó para elevarlo a protagonista de una saga de novelas,1 el Cid tiene su propio nombre grabado en la historia y la leyenda. Los cinco siglos que separan al Campeador de Diego Alatriste son ilusorios, pues dista entre ellos el mismo milenio que entre el Cid y Pérez-Reverte, de cuya imaginación nació el capitán. Es cierto que, en ocasiones, los personajes de este autor beben de otros anteriores, memorables, como sucede con don Jaime Astarloa, heredero de D’Artagnan al igual que Adela de Otero y Liana Taillefer lo son de Milady de Winter (Belmonte Serrano, 1995: 29-30; Rodríguez López-Vázquez, 2000: 400; Stalder, 2000: 453-454; Grohmann, 2019a: 61, 66, 70 y 2019b: 50, 55), o como La Ponte es una caricatura de Porthos (Zamora, 2008: 167), pero es Pérez-Reverte quien escoge sus rasgos, sean de nuevo cuño o inspirados en los protagonistas de otros clásicos de la literatura. El Cid supone un caso aparte, de ahí el desafío que implica configurar como revertiano un personaje forjado durante casi mil años, desde los primeros textos –Cantar de Mio Cid, Historia Roderici, Carmen Campidoctoris– hasta hoy, pasando por las crónicas medievales, el romancero, el teatro áureo y algunas novelas que, en las últimas décadas, se han acercado al héroe, además de otras manifestaciones artísticas dispares, como el cine o el heavy metal. A esta enumeración cabría sumar y destacar la recreación romántica de José Zorrilla en La leyenda del Cid, cuya importancia a la hora de escoger al Campeador como protagonista de Sidi reconoció Pérez-Reverte.2

Sidi, Arturo Pérez-Reverte

A fin de discernir cómo Sidi desarrolla su Campeador a partir de la épica medieval y de la obra previa de Pérez-Reverte, será fundamental el análisis de sus fuentes. Por lo común, las novelas del académico atesoran una gran riqueza intertextual general y restringida (según la categorización de Ricardou y Dällenbach)3 e interdiscursiva,4 incluso muy explícita, como se aprecia, por ejemplo, en las citas literales de Quevedo en El capitán Alatriste (cf. Guerrero Ruiz, 2000: 137-138). Este caudal de influencias permite al lector sumirse en un erudito juego de identificación de fuentes del que, en el caso que nos ocupa, dejará constancia escrita el presente artículo, cuyo análisis permitirá dilucidar el papel de las mismas en la configuración del esquema narrativo de Sidi y de los personajes que cabalgan por sus líneas, a medio camino entre la tradición y la literatura revertiana.

La leyenda del Cid, José Zorrilla

Debido a la todavía reciente aparición de Sidi, evitaré las citas prolijas y sólo me apoyaré en algunas, muy concretas, cuando sea estrictamente necesario, a fin de desvelar el mínimo de su prosa a quienes aún no hayan tenido ocasión de acercarse a ella. Por este motivo, recomiendo encarecidamente la lectura previa de dicha obra, ya que expondré su desenlace para analizarlo y no quisiera privar al lector de descubrirlo por sí mismo. Finalmente, debo señalar que, para la redacción de este artículo, seguiré las normas de la antigua ortografía de la Real Academia Española y no la nueva (2010), tanto por mis profundas discrepancias con la misma como para unificar las citas de Sidi con mi propio texto, pues sería del todo absurdo que un estudio escrito en castellano siguiese dos ortografías distintas.

  1. Las circunstancias desencadenantes

Algunas novelas de Pérez-Reverte están construidas sobre una estructura bimembre cuya primera sección, a modo de preámbulo, muestra el contexto donde un punto de inflexión desatará la trama principal. En tal escenario, se nos presenta a los personajes y su situación vital, pues, al considerarlos desde un enfoque orteguiano, se aprecia que no actúan según su libre albedrío, sino condicionados por unas circunstancias que resultan, a su vez, de otras previas que se describen mediante analepsis. Esto puede incomodar al lector cuando advierta que, a estos personajes, se les ha desposeído de la angustia existencialista de la elección, pues están abocados a un destino inexorable, un fatum del que no escaparán. Así, por poner dos ejemplos de obras revertianas épicas, la batalla naval de Cabo Trafalgar va precedida del despliegue y formación de las naves, y la larga disposición de las piezas en este tablero de ajedrez marino va salpicada de analepsis que resumen el contexto histórico y las razones específicas de la contienda; por otro lado, en Un día de cólera, las jornadas anteriores al 2 de mayo de 1808 se repasan durante las horas previas al alzamiento de Madrid contra los franceses.

En Sidi, esa primera sección corresponde a la «Primera Parte: La Cabalgada»,5 donde el Cid y sus hombres persiguen y capturan a una aceifa almorávide. Se trata del mismo papel que cumplen quienes, en las películas del oeste, siguen la pista a unos forajidos por una buena recompensa, como sucede en Valor de Ley (1969 y 2010) y Sin Perdón (1992). Estas referencias al western no son ociosas, sino que se apoyan en las propias declaraciones de Pérez-Reverte, quien, tras la publicación de Sidi, destacó la influencia del séptimo arte en la concepción de su novela:

No tenía intención de hacer una novela del Cid pero estuve viendo una película de John Ford, La legión invencible, y pensé en cómo hubiera contado él nuestra historia. Nosotros también teníamos nuestra frontera, con pioneros, con apaches… Pensé que esa novela no se había escrito y me planteé contar el Cid como si fuera un western, nuestro western. Ahí arranca el desafío (Ansótegui Barrera, 2019).6

De hecho, si la persecución de la aceifa puede compararse con una trama de western, también su captura es una emboscada digna del salvaje oeste, lo cual, por cierto, no constituye un asunto exclusivo de este género cinematográfico: en El Cid (1961), la superproducción dirigida por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston y Sophia Loren, un destacamento en que marchan Rodrigo Díaz y el infante don Sancho sufre una emboscada coordinada por García Ordóñez, asalto que frustra la oportuna aparición del rey zaragozano Moutamín, o al-Mutamán en Sidi:

Pero ahora pasamos a una imaginería de western. Se ha discutido si El Cid era o no era un western medieval. Hay situaciones y características del héroe que confirman esta hipótesis, alentada por la filmografía anterior de Anthony Mann: el vaquero de noble encarnadura al que le toca abordar misiones justicieras incluso cuando está cansado y quiere retirarse; el vaquero íntegro y virtuoso, de tranquilo coraje físico, a lo Gary Cooper o James Stewart, que se mantiene fiel a sus principios contra viento y marea; la misión de audaces por desiertos o praderas que marca un recorrido exterior e interior; el pistolero bueno condenado a vagar en solitario por una acusación injusta; el paisaje como espacio dramático…

El caso es que Rodrigo ahora, con Sancho y el inquietante García Ordóñez, va a caballo por enmedio [sic] de unas rocas redondas –entre avileñas o escurialenses, por Las Rozas debió de ser– que anuncian lo más temido, lo que los vaqueros temen cuando atraviesan un demasiado silencioso desfiladero: indios.

Y, en efecto, allí están agazapados, poco a poco visibles para nosotros, los moros malos de Al-Qadir, el que juró de mentiras lealtad a don Fernando. Están compinchados con García Ordóñez, y ya atacan. La escaramuza dura poco porque los moros huyen ante la sorpresiva y urgente llegada del Séptimo de Caballería. No, claro. Ante la llegada de Al-Mutamin [sic], el emir de Zaragoza, el bueno, que le devuelve el favor de su vida a Rodrigo y consolida su luego floreciente amistad (Hidalgo, 2006: 52-53).

La visión revertiana de la historia del Cid como un western, por lo tanto, no es original. De hecho, la crítica ha comparado esta película con las de vaqueros (especialmente revelador en este sentido es el estudio de Winkler, 2019: 118-120), y, para el propio Mann, «El Cid is really a Spanish Western» (Wicking y Pattison, 1969: 42). Ignoro si Pérez-Reverte, mientras veía La legión invencible (1949), pensó en el Cid al asociar inconscientemente alguna imagen, algún paisaje, a la película de Anthony Mann, aunque poco o nada importa cómo concibió el autor su Sidi, sino que llegó a la misma conclusión que este director: Rodrigo Díaz podía ser el protagonista de un western medieval, esta vez no del celuloide, sino de papel y tinta. La influencia de la película, de todos modos, resulta obvia en algunos momentos de Sidi, como en esta primera sección, pues ambas siguen la misma línea argumental básica en su inicio. Éstos son sus puntos comunes y sus discordancias:

  1. En El Cid, la primera aparición del Campeador lo muestra al frente de un reducido grupo de hombres que llega a un pueblo recién arrasado por unos moros. Rodrigo ayuda a un sacerdote herido que, entre los muros de su iglesia derruida, implora a un Cristo crucificado que ha sido asaeteado; en Sidi, Rodrigo y su pequeña tropa llegan a un monasterio que ha sido atacado por una aceifa almorávide.
  2. En el filme, el sacerdote al que Rodrigo ayuda sostiene un breve diálogo con el vivareño. En él, se dirigen estas palabras:
–¿Quién eres tú?

–Rodrigo Díaz de Vivar.

–¿Vivar? ¡Está muy lejos tu tierra!

En el monasterio que sirve de primer escenario a Sidi, encontramos este diálogo:

–Todavía no me habéis dicho el nombre, señor caballero.

–Ruy Díaz.

Parpadeó el fraile, sorprendido. O más bien impresionado.

–¿De Vivar?

–De Vivar.

Aunque no tengan el mismo sentido –al sacerdote le sorprende la procedencia; al abad, reconocer al héroe–, la similitud morfológica de esta cita (17) con su paralelo cinematográfico, así como la semejanza de ambas escenas, los personajes que las protagonizan y su localización al principio de sus respectivas obras, reflejan una influencia interdiscursiva.

El Cid, Anthony Mann

  1. En el filme, Rodrigo explica que «no hemos podido salvar al pueblo, pero hemos capturado a los cabecillas», y la cámara enfoca a dos moros ricamente vestidos. Sus palabras dan a entender que el ataque ha sido perpetrado por un contingente musulmán al que perseguían o del que intentaban proteger a la población, aunque no han llegado a tiempo. En Sidi, Rodrigo y sus hombres marchan tras una aceifa que ataca núcleos habitados por cristianos en la frontera. Se da, aquí, una diferencia fundamental: en la película, la captura se produce al principio y sólo caen prisioneros los caudillos moros, que son, en verdad, reyes de taifas; en Sidi, la aceifa al completo es apresada al final de la primera sección, por cuestiones narrativas que expondré en breve.
  2. En la película, Rodrigo perdona la vida a los prisioneros y uno de ellos, su futuro buen amigo Moutamín de Zaragoza, le concede su famoso sobrenombre en muestra de gratitud:
Nosotros tenemos un nombre que aplicamos al guerrero que tiene la valentía de ser misericordioso. A tal hombre le llamamos «el Cid». Yo, Moutamín, emir de Zaragoza, juro eterna amistad al Cid de Vivar y fidelidad a su señor y soberano Fernando, rey de Castilla.

En Sidi, tras la captura de la aceifa, Rodrigo ordena ejecutar a los almorávides que la integran y perdona la vida a los andalusíes que los acompañan, quienes agradecen su magnanimidad «echándose bajo el caballo de Ruy Díaz, voceando en su algarabía. Sidi, Sidi, clamaban» (115). Diego Ordóñez, uno de los principales hombres del Campeador, le explica «te llaman señor, Ruy. ¿Los oyes?… Te llaman señor» (115).

El contexto es exactamente el mismo en ambas escenas, pero no las palabras. Esto se debe a que Sidi se basa en un episodio zorrillesco donde Rodrigo libera a unos moros prisioneros; en ambos casos, los musulmanes se postran ante él con gran «algarabía» (vocablo presente en los dos textos) y, aunque es Ruy Díaz quien traduce el apelativo en el texto decimonónico, las influencias son obvias (La leyenda del Cid, cap. III: 113-114):

Apénas esto escucharon

los moros de su adalid,

de bruces se prosternaron

ante Rodrigo, y gritaron

muchas veces: ¡ia, sid!

El rey, que no la entendía,

preguntaba en rededor

qué era aquella algarabía;

y el buen Ruy le respondía:

«Señor, me llaman señor».

El esquema de la primera sección de Sidi no es, en ningún caso, un calco del inicio de El Cid, pues el trato que estos cuatro puntos reciben en novela y película es tan diferente que resulta muy difícil advertir que subyace en ambas un esquema narrativo común. La discrepancia más clara se halla en la pronta captura de los cabecillas moros en El Cid y la persecución de la aceifa en Sidi, lo que confiere a esta última una trama única, con una funcionalidad e identidad propias, pues sirve para presentar al Cid y a sus principales hombres, pero, además, para reconstruir los sucesos que provocaron el destierro. Para ello, la narración se sirve de un recurso aparentemente trivial: nos muestra a un Ruy Díaz parco en palabras, como el capitán Alatriste y, por extensión, los héroes cansados de Pérez-Reverte, que, solitarios y desilusionados vitalmente, hablan poco y, en rara ocasión, verbalizan sentimientos.7 Pero, en Sidi, este Campeador taciturno calla por dos motivos que trascienden su configuración como héroe cansado: en primer lugar, por su proverbial mesura, rasgo fundamental que analizaré a su debido tiempo; por otro, Rodrigo guarda silencio al recordar los episodios legendarios que rodearon su caída en desgracia, lo que le permite explicar su situación al lector no de viva voz, sino por medio de esos recuerdos. Gracias a la libertad que otorga este recurso, que, hasta cierto punto, remite a la corriente de conciencia o stream of consciousness por sus características psicológicas, las analepsis discurren aquí sin seguir un orden cronológico, de modo aleatorio, lo que permite una narración ágil que engarza esta selección de «grandes éxitos» de la leyenda cidiana y evita pasajes de transición que pudieran resultar tediosos.

 

1.1. Extracción social del Cid

Manuscrito único del Cantar de Mio Cid

La adscripción de Ruy Díaz a la infanzonía viene de antiguo, pese a la ausencia de documentos coetáneos que avalen tal extremo. Al contrario, un miembro de la baja nobleza no figuraría, como sucede con el Rodrigo Díaz histórico, en calidad de testigo en documentos regios ni contaría con el importante patrimonio que incluye su carta de arras.8 En la Historia Roderici (cap. 1), la excepcional crónica medieval dedicada al Campeador, Rodrigo es descrito como «varón muy noble y guerrero»,9 mientras que otro texto literario fundamental sobre el Cid, el Carmen Campidoctoris (est. VI, vv. 1-2), apunta que fue «del más noble linaje descendiente, / mayor que el cual no se hallará en Castilla».10 Ya el Linage de Rodric Díaz, contemporáneo del Cantar o ligeramente anterior, «lo hace remontar [su linaje], por obvios intereses políticos, a uno de los jueces de Castilla, es decir, a un infanzón» (Montaner y Escobar, 2001: 15-16), aunque el término infanzón no figura en dicho texto ni se asocia al Cid. Es más: el Linage vincula a su familia con la del rey Alfonso VII, por lo que «Rodrigo quedaría parejo, por sus orígenes, con los reyes de Castilla» (Montaner y Escobar, 2001: 16). Por fin, el Cantar de Mio Cid, obra no historiográfica y con grandes dosis de ficción, es el primer texto que narra la historia del humilde infanzón vivareño que acaba convertido en señor de Valencia.11 La sinopsis de esta historia remite al más antiguo folklore, prolífico en cuentos donde el menor de tres humildes hermanos, un sastrecillo o un pastor, se casa con una princesa (motivo L161 «Lowly hero marries princess» del Motif-Index de Thompson) o consigue una exorbitada recompensa12 tras superar desafíos como, por ejemplo, matar a un dragón, vencer a un gigante o rescatar a una princesa (cf. cuentos 300 a 301D del índice de Aarne y Thompson). Estos tópicos explican, a mi parecer, el interés del poeta en hacer del Cid un infanzón, pues su baja cuna hace que su conquista de Valencia sea una hazaña más impresionante de lo que resultaría si la ganase un gran noble o monarca.

Estatua del Cid en Vivar

El elevado estrato social del Cid histórico también queda atestiguado en la educación que recibió en Zamora, siendo aún niño, bajo la supervisión del futuro Sancho II, y de la que Sidi se hace eco cuando precisa cómo «lo había enviado su padre para educarse como paje del infante don Sancho» (60). Sin embargo, y coherente con su naturaleza de novela de ficción, Sidi (23, 38, etc.) atribuye también el rango de infanzón al Campeador, lo que le lleva a reincidir en las contradicciones de la leyenda misma, pues un muchacho de baja clase social jamás habría recibido tal educación ni sería «el infanzón de Vivar que había sido alférez» de Sancho (23), un ascenso inasequible para alguien de origen humilde. En este sentido, es evidente que, por encima de la veracidad histórica, en Sidi prima el respeto y fidelidad a la leyenda.

1.2. Cerco de Zamora y muerte del rey Sancho13

«Obcecación senil»: así define Sidi (88) la herencia de Fernando I, el reparto de su corona que, en líneas generales, dejó el joven reino de Castilla en manos de Sancho y, en las del Alfonso, el de León; a García correspondió el de Galicia y, finalmente, los monasterios del Infantado se dividieron entre sus hermanas Elvira y Urraca. Queda en duda, como advierte Mínguez (2000: 40-41), «si la entrega de Zamora a Urraca –lo mismo que la entrega de Toro a su hermana Elvira– estaba contenida en el testamento de Fernando I, si fue concesión posterior del propio Alfonso VI o si sencillamente fue un punto elegido estratégicamente por los partidarios de Alfonso» para alzarse contra Sancho14 después de que éste, insatisfecho con el reparto, desposeyese de la herencia a sus hermanos García y Alfonso, a quienes derrotó y apresó para luego desterrarlos a las cortes taifas de Sevilla (1071) y Toledo (1072), respectivamente.

Cruz que indica el lugar donde expiró (no donde fue herido de muerte) el rey don Sancho

En efecto, las aspiraciones de Sancho acabarían estrellándose contra los muros zamoranos. Según las crónicas medievales, tras la rendición de Toro,15 Zamora constituía el último bastión que el monarca necesitaba rendir para culminar la reunificación de la herencia paterna,16 aunque, como se ha apuntado ya, la ciudad pudo ser el foco de una insurrección encabezada por Urraca. Sea como fuere, el desafío zamorano fue de tal magnitud que motivó el desplazamiento de tropas castellanoleonesas comandadas por Sancho II en persona, quien sometió la ciudad a un asedio que finalizó con el magnicidio atribuido a Bellido Dolfos, aunque la Historia Silense ofrece una versión distinta de lo sucedido que don Ramón Menéndez Pidal saludó como un alarde de heroicidad.17

Casa de Arias Gonzalo

Sidi sigue la tradición y ofrece breves referencias del asesinato: «un traidor llamado Bellido Dolfos lo atravesó con un venablo bajo los muros de la ciudad» (51),18 «una celada infame bajo los muros de Zamora» (61), «bajo los muros de Zamora, había visto al rey Sancho asesinado por la espalda» (88). Estas pinceladas contrastan con la narración, más detallada, de los combates entre Diego Ordóñez y los hijos de don Arias Gonzalo posteriores al regicidio (330-339 y 346-362), relato basado en La leyenda del Cid, de Zorrilla, como demuestra el pertinente análisis comparativo:19 por un lado, Sidi y La leyenda del Cid describen la muerte del segundo Arias de modo muy similar,20 sitúan el llanto de Urraca al final de los combates21 y mencionan los gritos de Diego Ordóñez con que expresa su deseo de seguir combatiendo tras la ordalía.22 Además, Sidi ofrece diversos ejemplos de intertextualidad explícita con La leyenda del Cid. Así, la primera contienda finaliza con un definitivo «tajo en la cabeza» (Sidi: 52; La leyenda del Cid, cap. VIII: 350), mientras que, en la segunda, Sidi (52) refiere cómo «salió el segundo Arias ciego de cólera», muy similar a «…se ve que viene ciego / por la sed de venganza» (La leyenda del Cid, cap. VIII: 351). Finalmente, uno de los Arias «era casi un niño» (Sidi: 52; La leyenda del Cid, cap. VIII: 350), aunque tal descripción se atribuye a personajes diferentes en cada obra (en La leyenda del Cid es Pedro Arias, que combate en primer lugar; en Sidi, «el tercer Arias», pues no se especifica su nombre).

Póstigo de la Lealtad o de la Traición

Por otra parte, el contraste entre las fugaces menciones al atentado de Bellido Dolfos y el relato más esmerado de los combates entre Diego Ordóñez y los hijos de Arias Gonzalo apunta a que Sidi no profundiza en el regicidio para no cansar al gran público con un episodio que ya conoce, mientras que la narración de la ordalía es más extensa por ser menos popular. De este modo, especialmente a lo largo de la primera sección, el tempo narrativo se ralentiza para detallar unos episodios, pero se acelera cuando los conocimientos del lector hacen innecesario un relato minucioso. Asimismo, este recurso explica la fugaz mención al reparto de los dominios de Fernando I: «todo cambió para mal en León y Castilla después de que ese rey ambicioso y valiente [Sancho] intentara reunir los trozos del reino partido» (Sidi: 88), sutil apunte que contrasta con la atención de las crónicas o La leyenda del Cid al testamento regio,23 pero que permite a Sidi centrarse, de inmediato, en un pasaje menos conocido aunque lleno de acción: la hazaña protagonizada por Rodrigo en la batalla de Golpejera, cuando rescató al rey Sancho de trece caballeros que lo llevaban preso, ejemplo claro de fortitudo heroica que analizaré después en mayor detalle.

1.3. La jura de Santa Gadea

La alteración del tempo narrativo no se ajusta siempre a la fama de los acontecimientos, sino que depende de otras variables. Por eso, si algunos episodios aparecen resumidos, hay otros de tal valía para la trama que se exponen con todo detalle, pese a ser muy célebres. Así sucede en el caso de la jura de Santa Gadea, de tal importancia que hasta podría afirmarse que todos los episodios referidos hasta aquí –la división de los reinos, la guerra entre hermanos y la traición de Bellido Dolfos– no son sino los pasos previos que conducen hasta este punto clave de la leyenda cidiana, por lo que merece un detenido estudio, acorde a la atención que Sidi le dedica.

El humillante juramento de Alfonso VI tiene un origen difícil de establecer. La posibilidad de que formase parte del desaparecido Cantar del rey don Sancho fue puesta en serias dudas por Powell (1996: 156) y, más recientemente, Montaner (2016: 87-88), quien creo que acierta al considerar que pudo tratarse de un «protorromance». Lo que sí es seguro, de todos modos, es que su primera versión escrita figura en el Chronicon Mundi (Libro IV, cap. LXVIII) de Lucas de Tuy (c. 1238), a la que siguieron otras muchas.24 Por su parte, Sidi toma como fuente principal la recreación de la jura en La leyenda del Cid (cap. VIII: 364-365 y cap. IX: 374-380), basada tanto en materiales cronísticos como en el famoso romance que abre el verso «en Santa Águeda de Burgos, do juran los hijos de algo» (romance n.º 12 Díaz-Más, ed., 2006: 73-76). Aquí, Pérez-Reverte no se limita a adaptar el relato zorrillesco para componer su propio texto, sino que aprovecha el episodio para plasmar el carácter del Cid cuando Minaya le recrimina, refiriéndose a su actuación en la jura, que «siempre fuiste un testarudo arrogante» (21). Y no le faltan motivos para afirmar tal cosa, ya que Sidi refleja esa imagen altiva, por ejemplo, en el breve diálogo entre señor y buen vasallo:

«Mucho me aprietas, Ruy Díaz»

«Es que el lance es apretado».

Bronce de la iglesia de Santa Gadea (Burgos)

Estas palabras (24) son exactamente las mismas que intercambian Campeador y monarca en un momento de máxima tensión de la jura según La leyenda del Cid (cap. IX: 376). También desafiante es su respuesta cuando el rey ordena su destierro por un año, a lo que el Cid replica «si vos, señor, me desterráis por un año, yo me destierro por dos» (56). Esta vez, la estructura sintáctica apunta como fuente primera al susodicho romance y no a La leyenda del Cid,25 aunque la diferencia de la duración del exilio autoimpuesto por el Cid de cuatro a dos años sí se debería a la obra de Zorrilla.26 De nuevo, hay influencias múltiples en la maldición de Rodrigo al rey, a quien desea que, en caso de perjurio, «como al rey don Sancho, también os maten a traición villanos, no caballeros» (23).27 Por último, altivo es también el «¡Paso al rey!» (24) que grita el Campeador tras la jura y que remite al muy similar «¡al Rey paso!» (La leyenda del Cid, cap. IX: 378).

Este Cid insolente no es una creación de Pérez-Reverte, como demuestra la influencia de unas fuentes que incluyen un descarado Ruy Díaz que se conoce, al menos, desde las Mocedades de Rodrigo (siglo XIV). Como si de una precuela del Cantar de Mio Cid se tratase, este texto recrea, de manera absolutamente legendaria, la juventud del Campeador, quien, por inmaduro, se aleja del reflexivo y moderado héroe del Cantar para mostrarse soberbio e impulsivo. De acuerdo con esta idea, la jura no sólo funciona en Sidi como uno de los catalizadores del destierro, sino que sirve de referencia para observar la evolución del héroe a lo largo de la novela no sólo a nivel económico o militar, sino también psicológico: este Cid que se enfrentó al rey supo contenerse después, cuando «sin darse cuenta, apoyó la mano izquierda en el pomo de la espada» (124) ante el engreído conde Berenguer Ramón, o «Berenguer Remont», como lo llama Pérez-Reverte en claro homenaje a su nombre en el Cantar.28 Del mismo modo, el Campeador de la jura no será el mismo que hará caso omiso a los insultos del conde tras la batalla de Almenar, ya al final de la novela, sobre lo que profundizaré a su debido tiempo.

1.4. La batalla de Cabra

Frente a Zorrilla y la tradición cidiana más popular, que muestran a un Alfonso VI iracundo que destierra al Campeador tras verse humillado, Pérez-Reverte otorga a la jura una función de condicionante fundamental, de caldo de cultivo que propicia el exilio sin llegar a ser definitivo. La gota que colma el vaso de la paciencia regia será una nueva humillación, aunque no del monarca, sino del «conde leonés García Ordóñez» (54) en la batalla de Cabra. En realidad, García Ordóñez fue un noble castellano que, como Rodrigo, sirvió a Sancho II hasta su muerte en Zamora, según atestiguan diversos documentos de este rey donde aparece como confirmante (Horrent, 1973: 170-171; Fletcher, 2001: 136). Su supuesto origen leonés constituye un arraigado tópico cidiano coherente con su destacada posición en la corte de Alfonso VI, quien habría favorecido a la nobleza leonesa tras su ascenso al trono, de ahí que García Ordóñez fuese «a quien después de Santa Gadea había nombrado Alfonso VI alférez del reino, desposeyendo de ese título al enseña de su difunto hermano» (54). De nuevo, esta afirmación es acorde a la leyenda, más no a la historia, pues el Cid nunca fue armiger regis de Sancho (Montaner y Escobar, 2001: 35-43) y el primer alférez de Alfonso como rey único y absoluto fue Gonzalo Díaz, leonés (Menéndez Pidal, 1929, I: 222; Horrent, 1973: 171-172; Fletcher, 2001: 125; Gambra Gutiérrez, 2011: 288, n. 153). García Ordóñez no ocuparía ese puesto hasta 1074 (Menéndez Pidal, 1929, I: 232-233; II: 740; Horrent, 1973: 172; Gambra Gutiérrez, 2011: 288, n. 153), nombramiento con el que siguió los pasos de su padre, el noble Ordoño Ordóñez, que ostentó ese cargo bajo el reinado de Fernando I (cf. entre otros, Sánchez Candeira, 1950: 489-491 y Escalona Monge, 2004: 133).

Sin embargo, que el Campeador y el Crespo de Grañón fuesen castellanos no obstó para que aflorase una visceral rivalidad que alimentó, si no surgió allí mismo, la ya mencionada batalla de Cabra: en otoño de 1079, Rodrigo Díaz y García Ordóñez se encontraban en las cortes del rey sevillano al-Mutamid y del granadino Abd Allah, respectivamente, para cobrarles las parias29 que debían a Alfonso VI. Entonces, un conflicto estalló entre ambas taifas y, puesto que el pago de parias obligaba al rey Alfonso a ayudarles militarmente, se dio la paradójica circunstancia de que el Cid y García Ordóñez tuvieron que combatir junto a sus correspondientes tributarios para cumplir el compromiso del monarca con éstos. La batalla, acaecida en torno a la localidad de Cabra, se decantó del lado sevillano, y, según quiere la leyenda, el Campeador humilló a García Ordóñez mesándole la barba, lo que constituía una gran ofensa.30 A este gesto remite Sidi (157) cuando la mesnada del Campeador se muestra disconforme con el reparto del botín, pues «reducirles el beneficio era mesarles la barba». En Cabra, el Cid agarró con tal fuerza la de García Ordóñez que le arrancó un trozo, según recuerda el Cantar de Mio Cid (vv. 3281-3290):

–¡Grado a Dios,   que cielo e tierra manda!

Por esso es luenga,   que a delicio fue criada.

¿Qué avedes vós, conde,   por retraer la mi barba?

Ca de cuando nasco   a delicio fue criada,

ca non me priso a ella   fijo de mugier nada

nimbla messó fijo   de moro nin de cristiana,

commo yo a vós, conde,   en el castiello de Cabra,

cuando pris a Cabra   e a vós por la barba.

Non ý ovo rapaz   que non messó su pulgada,

la que yo messé   aún non es eguada–.31

Esta humillación de García Ordóñez, siempre cabecilla de la facción rival de Rodrigo en la corte, cumple una importante función en esta novela si se relaciona con la jura de Santa Gadea, pues sugiere una idea de compleción: si el Cid se ganó la enemistad del rey con la jura, esta nueva ofensa en Cabra puso a la nobleza dominante en su contra. Sin aliados de peso en la corte, el destino de Rodrigo estaba sellado.

1.5. La partida al destierro: la «niña de nuef años»

Un aspecto distintivo de la producción revertiana es su realismo, que se plasma con especial fortuna en personajes cuyos rasgos y actitudes huyen de toda pátina de perfección, humanos a quienes el lector puede mirar a la cara o, incluso, debe inclinarse para verlos, como el Cid a la pequeña de nueve años que osa responderle cuando llama a su puerta en Covarrubias, al frente de sus hombres, con la esperanza de recibir ayuda. En una pintura luminosa que recuerda al colorismo modernista de Rubén Darío, la voz «frágil como el cristal» (39) y los «ojos claros» (39) con que la pequeña se dirige al Cid le confieren un aura inmaculada que refuerza la mención a su piel trigueña (39). Tan importante es aquí lo que se nombra como lo que se calla, de ahí que brillen por su ausencia detalles que mancillen a la niña humanizándola en exceso, como los habituales rasgos desagradables de otros personajes (cicatrices, suciedad, parásitos…).

En esta ocasión, Sidi nada debe a Zorrilla, quien no incluye a la niña en La leyenda del Cid, como tampoco lo hacen las crónicas medievales, por lo que todo apunta al Cantar de Mio Cid como fuente directa por ser el primer y principal testimonio donde aparece esta escena.32 El episodio original, el mismo que habría consultado Pérez-Reverte de acuerdo con sus propias palabras33 (Cantar de Mio Cid, vv. 40-53), reza como sigue:

Una niña de nuef años   a ojo se parava:

–¡Ya Campeador,   en buen ora cinxiestes espada!

El rey lo ha vedado,   anoch d’él entró su carta

con grant recabdo   e fuertemientre sellada.

Non vos osariemos   abrir nin coger por nada;

Si non, perderiemos   los averes e las casas,

e demás   los ojos de las caras.

Cid, en el nuestro mal   vós non ganades nada,

mas el Criador vos vala   con todas sus vertudes santas.–

Esto la niña dixo   e tornós’ pora su casa.

Ya lo vee el Cid,   que del rey non avié gracia;

partiós’ de la puerta,   por Burgos aguijava,

llegó a Santa María,   luego descavalga,

fincó los inojos,   de coraçón rogava.

Más allá de la adaptación narrativa de Sidi, que sitúa la acción en Covarrubias y no en Burgos, destaca aquí la fuerza estética de la escena, muy familiar pese a sus múltiples variaciones: aquí subyace la doncella que somete con dulzura al unicornio, la compasión y ternura de King Kong ante Ann Darrow, o Natasha «La Viuda Negra» Romanoff tranquilizando a Hulk mientras le señala que el sol ya está muy bajo. Aunque adopta una iconografía diferente, acorde al relato en que se inserta, se trata de una nueva manifestación del tópico de la Bella y la Bestia (D735.1 en el Index de Thompson),34 donde el choque visual juega un papel clave al mostrarnos cómo el peligroso y, a menudo, enorme personaje masculino se doblega ante el alma femenina, que no requiere de músculo, pues somete al corazón. Se trata del mismo contraste que logró el Cantar de Mio Cid hace más de 800 años y que Sidi perpetúa, y sólo hace falta imaginar la escena para confirmarlo: la niña de nueve años, menuda, abre la puerta y se convierte en la voz de Burgos o Covarrubias al enfrentarse, ella sola, a un imponente guerrero adulto, armado y a lomos de un caballo. Así, esta pequeña, para quien el Cid sería casi un gigante, rinde a toda aquella tropa de duros guerreros con la firmeza de su voz y, también, con su inocencia infantil (39-40).

1.6. Rachel y Vidas, o Uriel y Eleazar

En principio, este episodio sería coherente con la trama de Sidi si, como en el Cantar de Mio Cid, Rodrigo fuese desterrado después de que sus «enemigos malos» (v. 1) le imputasen el robo de parte de las parias que el rey de Sevilla había pagado a Alfonso VI. En el Cantar, Martín Antolínez se sirve de esta falsa acusación para engañar a dos prestamistas judíos,35 Rachel y Vidas, a quienes estafa dejándoles en garantía, a cambio de seiscientos marcos para el Cid, dos enormes arcas llenas de arena que, afirma, están repletas del oro sustraído de las parias.36

Arca del Cid (catedral de Burgos)

La difícil inclusión de este episodio en Sidi radica en que, aquí, el Cid no es desterrado por el robo de las parias ni por la inoportuna razia en Toledo que provocó su primer destierro histórico37 y de la que Sidi se hace eco,38 sino por la jura de Santa Gadea y la humillación que García Ordóñez sufrió en Cabra. Sin parias, no hay oro ni pretexto que explique el origen de las supuestas riquezas que guardan las arcas, pero, hábilmente, Pérez-Reverte adopta la solución de Zorrilla, quien ya incorporó dicho episodio a La leyenda del Cid (cap. IX: 380-384 y cap. X: 396-397) pese a hallarse en la misma tesitura, pues utilizó la jura de Santa Gadea como detonante de la ira regia. Allí, el Cid afirma que las arcas «pertenecen á una iglesia / y al haber de mi mujer» (La leyenda del Cid, cap. IX: 383), excusa que retoma el vivareño en Sidi (95) para convencer a los prestamistas de que las arcas contienen «las joyas, los vasos sagrados y otros objetos de valor que Jimena, la esposa de Ruy Díaz, había heredado de su familia». Creo que, en este sentido, el texto de Pérez-Reverte mejora al de Zorrilla por menos vago y más coherente al evitar la mención a tan enigmática iglesia y ser más específico en lo que respecta a los bienes de Jimena, tanto en su naturaleza como en su origen.

Aunque la intertextualidad con la obra de Zorrilla demuestra, aquí, su importancia como fuente de Sidi, también hay otras influencias literarias. La huella del Cantar se percibe en la figura de Martín Antolínez, ausente en Zorrilla para que sean los judíos Manasés y Benjamín quienes visiten a Rodrigo (La leyenda del Cid, cap. X: 380-384, 396). Por su parte, Sidi tampoco incluye sus nombres originales y los llama Uriel y Eleazar (Sidi: 94), pero se ajusta más al Cantar y recupera a Martín Antolínez, quien planea el engaño y visita a los judíos (94-95), lo que deja patente cómo Pérez-Reverte no se limita a seguir fielmente la obra romántica, sino que combina varias fuentes.

No es ésta la única ocasión en que un prestamista judío aparece en Sidi, pues también Arib ben Ishaq (193-199) prestará una importante suma al Campeador durante su estancia zaragozana. El hecho de que sea judío no garantiza que este episodio se base en el Cantar, pues estamos ante un estereotipo, ya que el prestamista habitual del medievo era semita. Aun así, tanto la presencia de Martín Antolínez en escena (esta vez, junto a Diego Ordóñez) como que el Cid exija un préstamo libre de intereses apunta a la influencia de Rachel y Vidas:

–¡Merced, Minaya,   cavallero de prestar!

¡Desfechos nos ha el Cid,   sabet, si no nos val!

Soltariemos la ganancia,   que nos diesse el cabdal– (Cantar de Mio Cid, vv. 1432-1434).

Es decir, que renuncian a los intereses –«la ganancia»– si se les reintegra la cantidad prestada –«el cabdal»–, algo que no sucede cuando Minaya devuelve el préstamo en La leyenda del Cid, donde Minaya puntualiza: «Y advertid / que hay unos cuantos [marcos] de más / como interés mercantil» (La leyenda del Cid, cap. X: 397). De todos modos, pese a las coincidencias entre ambos episodios, los ecos de los prestamistas del Cantar en el judío de Zaragoza son tan tenues que impiden confirmar su relación.

  1. El Cid, mercenario

A Pérez-Reverte no le van los ganadores, o no, al menos, relatar la historia de quienes se hallan en su apogeo. Frente a quienes todo el mundo admira y aplaude, el autor se inclina más por los héroes anónimos, aquellos con quienes podríamos cruzarnos por la calle, como un maestro de esgrima que ya afronta su crepúsculo pero mantiene su desafío personal de hallar la estocada perfecta, a la moza del mercado que, simpática, nos ofrece sus productos y, un 2 de mayo cualquiera, podría empuñar un trabuco o una navaja en defensa de su rey. Por eso, Sidi no presenta al Cid en el cénit de su trayectoria, sino en los albores de su leyenda, cuando sirvió como mercenario en la taifa zaragozana,39 lo que lo convierte en un personaje ideal para Pérez-Reverte, pues, como bien ha notado Grohmann (2019b: 42), el mercenarismo es un «rasgo esencial de tantos posteriores [a don Jaime Astarloa] héroes cansados revertianos, cuyo trato con sus clientes –con la excepción del marqués Luis de Ayala– es definido por el hecho de que se les paga por sus servicios». Un trabajo, por lo tanto, entendido sin el matiz despectivo con que se ha tildado al Cid de «mercenario» casi como sinónimo de «traidor». Resulta irónico que, en el mismo tono, haya quien vea al Cid como un violento racista, aunque resulte absurdo que un xenófobo fuese un mercenario al servicio de moros. A menudo, tan infundado e incoherente desprecio se debe a una concepción errónea del panorama sociopolítico peninsular en el siglo XI, basada en la visión maniqueísta de una España dividida entre la Cruz y la Media Luna que, de ser cierta, no explicaría el mestizaje racial40 o cultural que refleja, por ejemplo, el arte mudéjar de forma paradigmática. Por supuesto, no voy a entrar a discutir los matices de una convivencia entre culturas que no siempre fue fácil –sólo hay que leer los Miraclos de Nuestra Señora de don Gonzalo de Berceo para percatarnos de ello–, pero, evidentemente, aquellas gentes no se pasaban el día peleando con sus vecinos por pertenecer a otra raza o seguir un credo distinto.

El propio sobrenombre de Rodrigo Díaz, «Cid», debería advertir de su error a quienes piensan que sólo fue un racista, porque, en ese caso, sería del todo incoherente que este supuesto terminator de moros llevase un sobrenombre árabe andalusí (Montaner y Escobar, 2001: 28), el mismo que, en esta novela, le da título.41Pérez-Reverte rebate esta incongruencia mediante el episodio en el que unos andalusíes conceden al Cid su honroso sobrenombre cuando lo aclaman, agradeciéndole que les perdone la vida. Esta escena, ya antes analizada, ejemplifica muy bien la realidad sociocultural del siglo XI con la diferencia de trato que el Cid dispensa a los andalusíes y almorávides de la aceifa capturada, pues estos últimos eran fanáticos religiosos que constituían un verdadero azote invasor para cristianos y andalusíes; de hecho, ellos terminaron con los reinos de taifas. Nunca hubo pacto ni alianza mercenaria o de otro tipo entre ellos y el Cid, a quienes debe su fama de «matamoros» que le acompaña desde hace siglos, pues nunca le vencieron. Al contrario, fue él quien les infligió su primera derrota en la península (batalla de Cuarte, 21 de octubre de 1094) y volvería a salir victorioso en Bairén (enero de 1097). Frente a los temibles almorávides, los cristianos del medievo tenían una visión bastante diferente de los andalusíes, a quienes incluso el Cid justifica que quieran combatirle en el Cantar (vv. 1103-1105):

En sus tierras somos   e fémosles todo mal,

bevemos so vino   e comemos el so pan;

si nos cercar vienen,   con derecho lo fazen.

Cid matamoros en la puerta de San Pedro de Cardeña

Estas palabras sorprenderán a quienes vean en el Cid a un homicida reconquistador o crean que nuestra Edad Media se basó en una constante guerra de religión. Al menos en lo que respecta al siglo XI, las guerras se debían a la ambición y el poder, que primaban sobre la fe o la etnia. Por eso, si el Cid era un mercenario por poner sus armas a disposición de quien las contratase, lo mismo puede decirse de los monarcas y nobles cristianos que ofrecían sus servicios militares a los reyezuelos de las taifas a cambio de parias. Este fue el motivo por el que, como bien refleja Sidi, el conde Berenguer Remont (cristiano) y al-Mundir (musulmán) combatieron juntos al Cid en la batalla de Almenar,42 lo que echa definitivamente por tierra todo prejuicio sobre el conflicto racial o religioso entre moros y cristianos en el siglo XI y exculpa al Campeador de cualquier supuesta traición a la fe cristiana. En resumen, y frente a una etiqueta como «mercenario», cuyas connotaciones peyorativas actuales enturbian el sentido medieval de este oficio, sería más adecuada la de «soldado profesional», es decir, aquél que hacía de la guerra su profesión. Mi propuesta no sólo es acorde a la visión revertiana del mercenarismo, sino que se sustenta en la etimología: la palabra soldado «trae su origen de sueldo, que vale estipendio», como bien notó en fecha temprana don Sebastián de Covarrubias (1611: 32r). Concretamente, «soldado» viene de «solidatus» (Cortina, 1845: 142; Mayáns y Siscár, 1873: 366; Lapesa, 1987: XVII; DRAE, «Soldado»), el militar que percibía una retribución por sus servicios. Por eso, y ciñéndose al asunto que nos ocupa, el propio Zorrilla afirmó, en La leyenda del Cid (cap. IX: 389-390),

… que entónces un varon

poderoso, desterrado

por su rey, se iba á otro Estado

á servir á otra nacion.

Y como entónces España

estaba de reyes llena,

que por razon mala ó buena

andaban siempre en campaña,

por el más fútil motivo

el mejor campeon cristiano

para irse á un campo pagano

ponia pié en el estribo.

Y agotaba sus tesoros

un rey cristiano, para ir

un hermano á combatir,

en pagar huestes de moros;

y no era entre estos mal visto

que un moro á sueldo tuviera

toda una mesnada entera

de caballeros de Cristo.

[…]

Hoy fueran estos señores,

que al moro daban ayuda

contra cristianos, sin duda

renegados y traidores;

pero del Cid en la edad

no eran cosas excesivas

estas, y eran relativas

fe, virtud y lealtad.

Tanto Zorrilla como Pérez-Reverte se apartan de la falsa imagen del Cid reconquistador y coinciden con el Cantar al hacer que su móvil para combatir a moros y cristianos hasta la conquista de Valencia no sea la religión, sino el botín. Por eso, Sidi plasma un Rodrigo cuyo pensamiento práctico es propio de un bandido al que no le importa demorar la captura de una aceifa, pues, «cuanto más tardemos, más cargados de botín y más lentos irán… Mujeres, esclavos y ganado» (Sidi: 20). Esta actitud se aleja de la imagen típica del Campeador, que remite a actos heroicos y honorables, no al bandidaje. Mas, en el exilio, sin bienes ni derechos y a cargo de un puñado de hombres, el Cid necesitaba asegurar su propia subsistencia y la de los suyos: en el Cantar, mediante el botín de guerra; en la historia, al servicio de un nuevo señor que le procurase sustento, y también a sus hombres.

En su primer destierro, Rodrigo fue acogido en la Aljafería zaragozana por el gran monarca hudí Abu Yafar Ahmad ibn Sulayman al-Moqtadir Billah, quien habría conocido al Cid durante la guerra contra Aragón que acabó en la batalla de Graus (1063) y se habría reencontrado con él cuando Sancho II asedió Zaragoza para exigir las parias que se le debían (1067).43 Esto explica que, consciente de su valía, el monarca hudí recibiese con gran afecto al Campeador: «puso el Çid su amor muy grand con Almudafar rey de Saragoça; et el rey recibiol muy onrradamientre en la villa, et fizol y mucha onrra» (Estoria de España, Versión amplificada, cap. 859 [Primera Crónica General, Menéndez Pidal, ed., 1906: 532]).44 Pocos meses después, al-Moqtadir falleció y, como muy bien advierte Pérez-Reverte por boca del Cid, «como hizo nuestro difunto rey Fernando con Castilla y León, Moqtadir ha partido el reino entre sus hijos: Mutamán, a quien dejó Zaragoza, y Mundir, al que ha dado Lérida, Tortosa y Denia… De aquí a nada, los dos van a matarse entre sí» (137-138).45

La Aljafería (Zaragoza)

Como se observa, Sidi presenta una importante divergencia con respecto a la historia real, ya que es al-Mutamán, y no su padre, quien contrata al Campeador y su mesnada. No creo que la supresión del anciano monarca hudí se fundamente en la influencia de la película El Cid, donde tampoco aparece y el Campeador traba rápida amistad con Moutamín, pues hay cuestiones narrativas muy claras que justifican tal licencia: para mantener la tensión narrativa y no interrumpir la emoción del relato, Pérez-Reverte tenía que prescindir del reinado de este monarca, donde no se registra actividad bélica destacada. Esto explica que, en la novela, el Cid llegue a Zaragoza cuando el anciano rey ha fallecido y al-Mutamán requiere los servicios de un gran caudillo. De este modo, la muerte prematura de al-Moqtadir en Sidi evita que el lector se enfrente a varias páginas tediosas, sin batallas ni aventuras, que alargarían la novela innecesariamente hasta retomar las altas dosis de acción con las guerras entre ambos hermanos.

Aparte de la soldada percibida como mercenario, el Cid y sus hombres también cuentan con el botín. El Rodrigo Díaz de Sidi utiliza sus presas con un propósito que sigue la estela del Cantar, donde, aunque no está obligado a servir a Alfonso VI tras la ruptura del vínculo vasallático, se esfuerza en hacer méritos para recuperar su favor mandándole regalos, como se observa en los vv. 489-496 del Cantar:

–¡Venides, Álbar Fáñez,   una fardida lança!

Do yo vos enbiás,   bien abría tal esperança.

Esso con esto   sea ayuntado,

dóvos la quinta,   si la quisiéredes, Minaya.–

–Mucho vos lo gradesco,   Campeador contado;

d’aquesta quinta   que me avedes mandado,

pagarse ía d’ella   Alfonso el castellano.

Yo vos la suelto   e avello quitado.

Minaya se refiere aquí a la entrega de la quinta parte del botín de guerra al señor feudal, una condición propia de la relación vasallática que el Campeador respeta en el exilio, según el Cantar de Mio Cid.46 Sidi retoma este motivo cuando Rodrigo indica a sus hombres que, con respecto al rey Alfonso, «de cuanto botín consigamos ahora o en adelante, reservaremos siempre su parte» (82), refiriéndose a la quinta que menciona el Cantar, como confirmará más tarde Minaya al recriminar con sumo tacto al Cid que «el quinto que te empeñas en mandar al rey reduce los beneficios» (127). En este sentido, Sidi mantiene la imagen de un Rodrigo cuyo código de honor le obliga a exigir como única cláusula por sus servicios de mercenario no combatir a Alfonso VI: «Nunca guerrearé contra Alfonso VI –dijo Ruy Díaz–. Es mi señor natural» (147). Código de honor, por cierto, que comparte con los héroes cansados revertianos (Grohmann, 2019b: 47-49), quienes, pese a su desilusión vital, tratan de mantenerse fieles a las normas que dictan sus conciencias, aunque resulten incomprensibles para el resto de la sociedad, como refleja Sidi (122) cuando Rodrigo afirma que Alfonso VI es su señor natural ante Berenguer Remont y éste le replica que «eso no está escrito en ninguna parte». Entonces, el Campeador le contradice, pues, para él, ese vínculo está escrito «en mi conciencia».

  1. El Cid, héroe

La lealtad del Cid hacia Alfonso VI no es la única muestra de una integridad moral que presenta a Rodrigo Díaz como modelo de rectitud inquebrantable. También se manifiesta, por ejemplo, en su férreo sentido de la justicia, que ya refleja el Cantar con la condena que promete a potenciales desertores (vv. 1249-1254):

Véelo mio Cid,   que con los averes que avién tomados,

que si·s’ pudiessen ir,   ferlo ien de grado.

Esto mandó mio Cid,   Minaya lo ovo consejado:

que ningún omne   de los sos vassallos

que·s’ le non spidiés   o no·l’ besás la mano,

si·l’ pudiessen prender   o fuesse alcançado,

tomássenle el aver   e pusiéssenle en un palo.

«Poner en un palo», esto es, «ahorcar» (Cantar de Mio Cid, Montaner, ed., 2011: 827 [1993: 521-522; 2007: 481-482]), precisamente, la misma ejecución que sufre uno de sus hombres por transgredir una prohibición (Sidi: 159). Este sentido de la justicia del Campeador alcanza su clímax en la ya analizada jura de Santa Gadea, que no sólo refleja la arrogancia del Campeador –muy presente en la escena, según se ha visto–, sino también su integridad moral, la misma que le impulsó a enfrentarse a Alfonso VI.

De todos modos, aquel Cid orgulloso de la jura de Santa Gadea cuenta con otro rasgo que equilibra su temperamento y que Sidi anuncia desde el principio, al referir cómo «se pasó el jinete una mano por la barba. Reflexionaba observando las huellas de los fugitivos, que se alejaban hacia poniente» (16). El gesto del Cid con su barba, que acaricia en repetidas ocasiones (34, 64 etc.), denota su templanza, la que también refleja el Cantar en sus primeros versos, cuando «fabló mio Cid bien e tan mesurado» (v. 7). Frente al joven Ruy de las Mocedades de Rodrigo, la madurez del Rodrigo que protagoniza el Cantar se manifiesta en su proverbial mesura al tomar decisiones, como se aprecia cuando recibe la noticia de la afrenta de Corpes:

una grand ora   pensó e comidió,

alçó la su mano,   a la barba se tomó:

–¡Grado a Christus,   que del mundo es señor,

cuando tal ondra me an dada   los ifantes de Carrión!

¡Par aquesta barba   que nadi non messó,

non la lograrán   los ifantes de Carrión,

que a mis fijas   bien las casaré yo!– (vv. 2828-2834).

Que el Cid no reaccione visceralmente, sino que tarde una hora en hablar, como si quisiera ordenar sus pensamientos en un momento de tal tensión y escoger las palabras adecuadas, refleja su gran autocontrol y comedimiento. También el héroe de Sidi mide sus palabras, lo que llega a incomodar a Minaya Alvar Fáñez cuando parten al destierro, pues insiste en que se dirija a los que han abandonado todo para seguirle. Discrepa aquí Pérez-Reverte del Cid zorrillesco, quien pronuncia un emotivo discurso a sus hombres en San Pedro de Cardeña (La leyenda del Cid: 388), y también del Cid del Cantar, que, agradecido, habla a quienes llegan en su busca para acompañarle al exilio (vv. 290-303):

En aqués día,   a la puent de Arlançón

ciento e quinze cavalleros   todos juntados son,

todos demandan   por mio Cid el Canpeador.

Martín Antolínez   con ellos’ cojó,

vanse pora San Pero,   do está el que en buen punto nació.

Fabló mio Cid   de toda voluntad:

–Yo ruego a Dios   e al Padre spirital,

vós que por mí dexades   casas e heredades,

enantes que yo muera,   algún bien vos pueda far,

lo que perdedes,   doblado vos lo cobrar.–

A este episodio se refiere Sidi (26) cuando explica que Galín Barbués «se les había unido en el puente del Arlanzón, sabedor del destierro de Ruy Díaz», pero no hallamos aquí discurso alguno, a tenor de las palabras de Minaya, quien recrimina al Cid que «han pasado catorce días y no les has dicho nada» (20). Por supuesto, Rodrigo acabará por arengarles cuando considere que ha llegado el momento oportuno (80-85).

En realidad, dos polos opuestos como la arrogancia y la mesura se complementan a la hora de configurar al Cid como líder carismático: «Desafíos y orgullo. También de ese modo se fraguaban las leyendas» (57). En la guerra, el orgullo le infunde la confianza que transmite a sus hombres, mientras que la prudencia le lleva a considerar todas las opciones antes de escoger una estrategia, e, incluso, es consciente de cuándo una batalla campal no es la mejor opción (259, 269-270). Esa misma prudencia hará que aconseje a al-Mutamán el pago de una fuerte suma al-Mundir y a Berenguer Remont para que levanten el asedio de Almenar, sugerencia que acaso semeje un acto de cobardía, pues, como él mismo afirma, «no hay hombre más cobarde que yo en vísperas de una batalla. […] Mientras hago planes, procuro imaginar cuanto puede salir mal» (354). Creo que el Cid confunde la cobardía con la cautela, pues no toma decisiones a la ligera, sino que las medita detenidamente. Por lo tanto, no se trata de miedo, sino de mesura y sapientia, uno de los atributos propios de los héroes junto a la fortitudo, el valor y la fuerza física.

Estatua del Cid en Valencia

Tradicionalmente, los personajes épicos se desarrollan a partir de estas dos virtudes que sirven como parámetros básicos a considerar en su análisis: sapientia y fortitudo, los dos tópicos que la Chanson de Roland (versión O) condensó en el célebre v. 1093, «Roldán es valeroso y Oliveros es sensato» («Rollan est proz e Oliver est sage», Riquer, ed. y trad., 2003: 146-147). Junto a Roldán y Oliveros, la pareja que encarna de forma paradigmática esta dualidad se encuentra en los albores de la poesía épica, pues ya Homero la plasmó en Ulises y Aquiles, quienes representan la sapientia y la fortitudo, respectivamente (vid. Curtius, 1955, I: 246-254). Aún hoy, los cómics y el cine de acción han preservado esta dualidad en personajes como La Masa, una especie de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que sufre una relación antagónica de ambas virtudes: el Dr. Bruce Banner, en quien reside la sapientia, y el tremendo Hulk, que posee la fortitudo.

Pese al problema de personalidad de Banner, lo cierto es que un héroe será más o menos perfecto en la medida que fortitudo y sapientia se complementen y equilibren en él, según estableció también Homero cuando hizo que Néstor elogiase a Diomedes al afirmar que «…sobresales en el combate porque eres esforzado / y también en el consejo eres el mejor de todos los de tu edad» (Ilíada, Canto IX, vv. 53-54; Crespo, ed., 2015: 165). Algo así sucede en el Cantar de Mio Cid, donde Ruy Díaz es capaz de partir en dos a un contrario de un golpe de espada (vv. 751, 2421-2424) o de reflexionar durante una hora (vv. 1932, 2828), según se ha visto ya. Ambas cualidades constituyen rasgos tan fundamentales del Campeador que se han perpetuado en sus diversas representaciones a lo largo de los siglos hasta Sidi.

La combinación de sapientia y fortitudo se refleja con especial énfasis en la faceta militar del Campeador, pues la sapientia resulta fundamental antes del combate, mientras que la fortitudo es necesaria en batalla. En efecto, la sapientia le permite encontrar las palabras justas para encorajar a sus hombres, las cuales, en ocasiones, refuerza con lenguaje no verbal, como sucedió cuando «alzó al cielo el índice […], al modo musulmán» (Sidi: 293) antes de pronunciar unas sabias y emotivas palabras de arenga, gesto que, aunque pudo adoptarlo de los moros, también podría haber heredado del personaje de Agapito Cárceles, quien, «cuando discutía levantaba el índice hacia lo alto como poniendo al cielo por testigo» (El maestro de esgrima: 30). Además, la sapientia resulta crucial para establecer la estrategia óptima, y, en este aspecto, la primera sección de la novela ofrece un ejemplo muy interesante: llegado el momento de capturar a la aceifa musulmana, el Cid no plantea un ataque a campo abierto, sino una emboscada que recuerda los ardides con que Rodrigo alcanza sus primeras victorias en el Cantar, también al principio de su andadura. Allí, limitado por el número de hombres y medios, logra conquistar Castejón y Alcocer con sendas tretas, y, si la toma de esta última localidad se basa en la táctica del tornafuye (vv. 574-610), la de Castejón resulta especialmente llamativa, ya que la mesnada cidiana permanece oculta –al igual que en la emboscada a la aceifa de Sidi– hasta que llega el momento de atacar (vv. 435-473).

La fortitudo es tan vital para un héroe épico como su sapientia, aunque resulta mucho más impresionante, como demuestra el Cantar (vv. 749-751):

acostós’ a un aguazil   que tenié buen cavallo,

diol’ tal espadada   con el so diestro braço,

cortól’ por la cintura,   el medio echó en campo;

Causa impacto –nunca mejor dicho– imaginar esta escena en la que Rodrigo exhibe su gran fuerza y destreza para ejecutar tan formidable tajo, que asombraría a la audiencia del juglar en el medievo.47 Aunque más moderadamente, Sidi recrea uno de estos golpes épicos o espadadas épicas, como se denominan entre los especialistas, cuando el Cid, aturdido por un alfanje que le alcanza en el yelmo –¿un cintarazo, tal vez?–, logra rehacerse y descargar «un tajo que cercenó el brazo del moro por el hombro» (110). Que la espadada no sea tan brutal como la del Cantar se explica por el interés del autor en humanizar a sus personajes; al fin y al cabo, Sidi es una novela, no un cantar de gesta. Si tomamos como base la idea de Gaier (1983: 19) por la que estos terribles espadazos eran «effets spectaculaires du tranchant, considérablement amplifiés par le ton épique», tenemos aquí un golpe de espada físicamente verosímil que, por su gran factura, un juglar exageraría hasta convertirlo en espadada épica, y, como el anónimo poeta del Cantar, haría referencia a que corría «por el cobdo ayuso la sangre destellando» (vv. 501, 781, 1724 y 2453), lo que simbolizaba el buen trabajo de un combatiente, pues tal reguero de sangre sólo se conseguía tras llevar a cabo una matanza. Pérez-Reverte utiliza esta imagen para el Campeador en dos contiendas diferentes, tras las cuales siente cómo sangre ajena chorrea «desde el codo por la muñeca y la mano derecha, hasta mojarle el guante» y «manchaba su brazo derecho hasta el codo, de manejar la espada» (239 y 329, respectivamente).

Gigantones del Cid y Jimena en la Plaza Mayor

La espadada épica no es la única muestra de la fortitudo de Rodrigo que Sidi ofrece, pues hay que sumar las diversas menciones al combate singular del Cid frente al campeón navarro Jimeno Garcés por la ciudad de Calahorra (38 y 133), lid muy enturbiada por la leyenda (Montaner y Escobar, 2001: 17-26) que aparece ya en el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici. La información del Carmen (est. VII) es muy superficial y sólo destaca que ésta fue la victoria que le valió el sobrenombre de «Campeador», esto es, «experto en lides campales» (Montaner y Escobar, 2001: 33): «Esta lid singular fue la primera, / cuando, muchacho aún, venció a un navarro; / por ello “Campeador” dicho es por boca / de hombres mayores».48 Por su parte, el pasaje de la Historia Roderici (cap. 5) aporta algunos datos más al incluir este combate entre una lista de hazañas de juventud: «después luchó con Jimeno Garcéz, uno de los mejores de Pamplona, y le venció. Luchó también con igual suerte con un sarraceno de Medinaceli al que no sólo venció sino que mató».49 Este testimonio es prácticamente idéntico al que ofrecen las principales crónicas,50 las cuales coinciden en el nombre del pamplonés,51 pero señalan que la plaza en disputa era Pazuengos, no Calahorra, y que el moro de Medinaceli se llamaba Fáriz.

No albergo dudas sobre la influencia, aquí, de algún testimonio cronístico en Sidi, pues su estilo coincide en las breves menciones a los combates, sin apenas detalles, hasta el punto de que podría confundirse con la versión modernizada de cualquiera de estas crónicas. Tal se aprecia al comparar la cita de la Historia Roderici con el pasaje revertiano: «combate singular en Calahorra contra el caballero navarro Jimeno Garcés, combate singular en Medinaceli contra el campeón sarraceno Utman Alkadir» (38). Más allá del estilo, se observan divergencias con los textos cronísticos: por un lado, el cambio onomástico del guerrero ocelitano Fáriz por Utman Alkadir –cuyo motivo ignoro, aunque parece un nombre simbólico–52 y, por otro, la substitución de Pazuengos por Calahorra. En este caso, la primera mención de la lid por esta plaza se halla en las Mocedades de Rodrigo (vv. 521-568, 604-641), donde, además, el navarro se llama don Martín González. Estas variaciones se mantienen en la Crónica particular del Cid (caps. VI y VIII), la Crónica popular del Cid53 y Las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro (Acto Tercero). El hecho de que Sidi combine el nombre del adversario pamplonés de las crónicas plenamente medievales con la localidad habitual en los testimonios más tardíos sólo se explica por la influencia de fuentes varias. Incluso, si consideramos el influjo de La leyenda del Cid (cap. IV: 152-153) y de la película de Anthony Mann, ambas incluyen la lid por Calahorra, pero el rival del Cid es Martín Gómez (según Zorrilla, quizá a partir de la Crónica popular del Cid) o González (en el filme), lo que indica una fuente distinta para el nombre de Jimeno Garcés en Sidi.

En la novela de Pérez-Reverte, tanto Jimeno Garcés como Utman Alkadir sirven para destacar la fortitudo del héroe, pues ambos son campeones de probada valía. Sin embargo, Rodrigo no sólo se mide con enemigos individuales, sino también grupales, como sucede en la batalla de Golpejera, donde derrota a trece caballeros leoneses que llevan prisionero al rey Sancho (89, 129). Se trata de un episodio que no incluyen La leyenda del Cid de Zorrilla ni los tres grandes textos cidianos –el Cantar, la Historia Roderici y el Carmen Campidoctoris–, pero sí la Estoria de España, donde los rivales del Cid no son trece, sino catorce (Versión crítica, cap. CCLII; Versión amplificada, cap. 825), cifra que da el resto de fuentes54 salvo la Crónica de Castilla (94) y la Crónica particular del Cid (cap. XLIII). Cualquiera de estas dos últimas podría ser la fuente directa de Pérez-Reverte, aunque el académico altera la proporción de bajas: en Sidi (89), Rodrigo «mató o hirió a doce, puso en fuga a uno y rescató al rey»; en estas dos crónicas, el Cid mata a once y derrota a dos, la misma proporción que se da en la película de Anthony Mann, donde se narra un episodio similar, aunque con el rey Alfonso como prisionero.55 Aquí, el desafío no radica en la fuerza bruta de los contrarios, sino en su número, que exige unas aptitudes físicas improbables en un mortal común, pues Rodrigo –como también Diego Ordóñez ante los Arias– está solo ante el peligro, igual que Gary Cooper en el duelo final de la mítica película de 1952, o como Noriyuki «Pat» Morita, quien, en el papel del anciano señor Miyagi, derrotó a varios karatekas del Cobra Kai Dojo para salvar al joven Daniel LaRusso en The Karate Kid (1984). Estos ejemplos demuestran cómo, a lo largo de los siglos, la exhibición de fortitudo ante un enemigo superior en número ha mantenido su esquema básico y su popularidad.

La fortitudo contrasta con los rasgos más humanos de este Sidi que sigue la estela del Cid que dejó Vivar «tan fuertemientre llorando» (Cantar de Mio Cid, v. 1). No es la única ocasión en que Rodrigo se emociona en el poema, pues, lejos de ser un superhombre impasible, llora al reencontrarse con su familia en Valencia. También en Sidi se muestra humano, aunque su fragilidad no se refleja en lágrimas, sino en temores: lo veremos tenso, nervioso, lejos del héroe infalible cuando siente, «en su estómago, un enorme y conocido vacío» (314) que, de manera recurrente, le asalta antes de las contiendas. Se sabe vulnerable y es consciente del peligro real que corre en batalla, inquietud que justifican las diversas ocasiones en que cae herido (252-253, 318). Estos contratiempos, de hecho, hacen que el Cid revertiano esté más cerca del Campeador que plasma la Historia Roderici que del protagonista del Cantar, que idealiza al héroe como guerrero perfecto, incólume en batalla, lejos del Rodrigo más humano de la Historia Roderici, donde cae herido (cap. 40) o enfermo (caps. 10, 42). No hay que descartar, tampoco, la influencia de la película El Cid, aunque sea de manera tentativa, pues la flecha disparada por una ballesta que le hiere (Sidi: 318) parece inspirada en la que le provoca la muerte en el filme.

Frente a la dudosa influencia cinematográfica, resulta obvio que este héroe burgalés consciente de su fragilidad humana arraiga también en la producción previa de Pérez-Reverte, cuyos relatos protagonizan simples e imperfectas personas destinadas a vivir singulares aventuras. Por eso, en ocasiones, este Cid recuerda a cierto capitán taciturno y excelente espadachín venido a menos, y con quien comparte el gesto de encogerse de hombros para expresar resignación o duda (Sidi: 15, 89, etc.), algo impropio de un héroe ideal. La comparación no es ociosa: ambos son militares excepcionales que se ganan la vida con el arte que dominan, uno como sicario en Madrid, el otro como mercenario en Zaragoza. Son humanos obligados a convertirse en héroes para adaptarse a «un ambiente en el que parece inverosímil la supervivencia», como afirma De Cózar (2003: 46) al referirse a Coy y Tánger Soto, de La carta esférica. A ellos hay que sumar, como digo, a este Sidi que, por humano, no recibe ni un sólo epíteto épico en toda la novela, justo lo contrario que el héroe del Cantar.56

  1. El antagonista: Berenguer Remont y la Tizona

Cuando el Cid y sus hombres se enfrentan a la aceifa mora que perseguían por encargo de los habitantes de Agorbe, se menciona cómo «la hueste bajaba lanzas preparándose para el ataque, bien asentada en sus sillas gallegas de altos arzones, hechas para sostener al jinete en esa clase de choques» (106). Este pasaje resultará familiar a quienes conozcan el Cantar de Mio Cid, donde el Campeador arenga a sus hombres para que soporten la embestida enemiga:

Ellos vienen cuesta yuso   e todos traen calças

e las siellas coceras   e las cinchas amojadas;

nós cavalgaremos siellas gallegas   e huesas sobre calças,

ciento cavalleros   devemos vencer a aquellas mesnadas (vv. 992-995).

Su influencia sobre el pasaje antes citado de Sidi resulta clara, aunque no aparezca en el mismo contexto, ya que estos versos no se refieren a una escaramuza, sino al inicio de la batalla del Pinar de Tébar contra don Remont de Barcelona. Aquí, se contrasta la equipación de las tropas catalanas con las del Cid, que visten de manera tosca, mientras que los francos –«nombre éste que se daba a la gente de los condados catalanes» (Sidi: 47), y como también los llama el Cantar, v. 1002– visten con elegancia, con ropas casi más adecuadas para un desfile que para una batalla. No es la única influencia de este fragmento, pues, cuando Rodrigo y Minaya se entrevistan con el conde en Agramunt para ofrecerle sus servicios, Berenguer no oculta «una mueca de desdén, pasando de mirar las refinadas calzas y borceguíes de los caballeros francos a las rudas huesas de cuero ensebado de Ruy Díaz y Minaya Alvar Fáñez» (119). En esta ocasión, es el conde y no el Cid quien se fija en las «calzas» y «huesas» que también menciona el poema épico y que valdrá a la tropa cidiana el insulto de «malcalzados» que Sidi hereda del Cantar, concretamente de la entrevista que barcelonés y vivareño sostuvieron tras la batalla de Tébar, según el Cantar de Mio Cid («malcalçados», v. 1023).

De acuerdo con la Historia Roderici (caps. 15-16, 37-41),57 tanto la batalla de Almenar como la de Tébar se resolvieron a favor del Campeador y con Berenguer Remont prisionero, quien, en las dos ocasiones, fue puesto en libertad sin que el Cid exigiese rescate.58 Las múltiples semejanzas entre las dos batallas permiten su amalgama, como advierte Pérez-Reverte en una breve nota preliminar, donde señala que «batallas como las de Almenar y Pinar de Tébar se alteran o funden entre sí según las necesidades de la narración» (8). Así pues, la versión de la batalla de Almenar que ofrece Sidi no sólo se basa en la contienda histórica, sino que se complementa con diversos episodios de la batalla de Tébar e, incluso, de otro choque, como expondré en breve.

Pérez-Reverte se ajusta de manera bastante fiel a las fuentes medievales y sigue, paso a paso (246 y ss.), las circunstancias en torno al asedio de Almenar que desencadenaron la batalla según la Historia Roderici (caps. 13-15), que sirve aquí como referencia principal59 y a cuya narración Sidi aporta un nuevo tópico épico: el flyting. Si la Historia Roderici (cap. 15) señala que Ruy Díaz envió un emisario para ofrecer una importante cuantía pecuniaria a Berenguer y al-Mundir por levantar el asedio de Almenar, en Sidi (273-280) es el Cid mismo quien parlamenta con sus rivales en un encuentro que constituye, más bien, un juego de provocaciones que incitan a la contienda, lo que se conoce como flyting («riña»).60 En este sentido, la novela no sólo entronca con la tradición épica –este intercambio de insultos y bravatas ya se documenta en Homero (vid. Parks, 1990)–, sino, más concretamente, con el Cantar de Mio Cid y la discusión que sostienen García Ordóñez y el Campeador en las cortes de Toledo (Boix, 2008), con toda seguridad el primer flyting de nuestra literatura.

Como explican la Historia Roderici y Sidi, Berenguer Remont y al-Mundir rechazaron la oferta del Cid, lo que hizo inevitable el choque. Ahora bien, si la narración de las circunstancias previas aparece muy detallada en la Historia Roderici, no sucede lo mismo en el caso de la batalla. De hecho, el relato de las contiendas en esta crónica es, por lo general, extremadamente simple y sin mayor estrategia que la carga de un ejército contra otro.61 Es aquí donde, según creo, se inicia la fusión de esta batalla con la de Tébar, pues los ejércitos adoptan las posiciones que presentan en esta última según la Historia Roderici62 y, sobre todo, el Cantar de Mio Cid, que pasará a ser la fuente principal en adelante. En efecto, según el Cantar, las tropas de Rodrigo se vieron en desventaja al situarse en un valle (v. 974) mientras las del conde de Barcelona ocupaban unos montes circundantes. Las tropas catalanas cargaron sobre las castellanas, que resistieron su empuje y abatieron a los atacantes, alzándose con la victoria (vv. 985-1009) en la que el Cid obtuvo la Colada como trofeo (v. 1010).

Sidi adopta y adapta del Cantar la disposición de batalla en Tébar y emplaza a las tropas coligadas de Lérida y Barcelona en unos montes, mientras que las zaragozanas ocupan posiciones inferiores y quedan en desventaja. La información que proporciona el Cantar, empero, se trata con suficiente libertad para ofrecer una batalla con rasgos propios y completamente distinta a la de Tébar. Por eso, una vez establecido el tablero de juego, la partida transcurre de manera diferente y, frente a la carga de las huestes de don Remont en Tébar que obligó a las del Cid a soportar su embestida, Pérez-Reverte opta por la opción contraria y lanza a estos últimos contra sus enemigos en breves espolonadas consecutivas. Esta rutina se quiebra con un ataque en solitario de Pedro Bermúdez (Sidi: 334) inspirado en el mismo que protagoniza en la batalla contra los reyes Fáriz y Galve en Alcocer según el Cantar (vv. 704-713),63 y que analizaré en la sección dedicada a este caballero. Por lo tanto, el pasaje revela que el choque de Almenar en Sidi es un compendio de hasta tres batallas cidianas: la que le da nombre, la de Tébar y la de Alcocer.64

La batalla de Almenar se salda con la victoria del Cid y la prisión de Berenguer Remont, donde Pérez-Reverte sigue definitivamente al Cantar para narrar el famoso episodio del ayuno del conde, quien, humillado por aquella derrota, se negó a comer las viandas que Rodrigo le ofreció al tratarlo, más bien, como a un invitado (vv. 1012-1063):65

–Non combré un bocado   por cuanto ha en toda España,

antes perderé el cuerpo   e dexaré el alma,

pues que tales malcalçados   me vencieron en batalla– (vv. 1021-1023).

El desprecio del prisionero hacia el Cid y los suyos es tan evidente como su soberbia ante quien considera de clase inferior. De hecho, uno de los ejes vertebradores del Cantar de Mio Cid se halla en el choque social de una antigua nobleza, acomodada en sus tierras y títulos nobiliarios heredados de sus antepasados, contra unos caballeros que, en la frontera, se ganaban esos mismos privilegios con el sudor y la sangre derramados en batalla.66 En el Cantar, el Cid se hace acreedor del respeto del conde cuando le promete liberarlo a cambio de que acepte la comida que le ofrece, y que el barcelonés toma gustosamente, feliz y asombrado «al descubrir la nobleza de espíritu de quien, pese a ser un proscrito, se comporta con una generosidad digna de los grandes nobles» (Boix, 2017: 33). Esto no sucede en Sidi, donde Berenguer Remont desprecia al Cid hasta el último momento, diferencia fundamental con el Cantar de Mio Cid que permite crear una atmósfera humorística similar a la que la crítica ha atribuido al episodio del Cantar.67 Así, por ejemplo, en el poema épico, el conde pide agua para lavarse las manos antes de comer, lo que se ha interpretado como una jocosa escena donde muestra su amaneramiento frente a los toscos modales de los castellanos, lectura que he rebatido (Boix, 2017). Pérez-Reverte narra el proceso inverso y hace que Berenguer coma primero con las manos y, luego, pida agua para limpiarse la grasa del cordero que ha degustado (362-365), en una escena realista que, además, sí logra un amable toque cómico al hacer que el elegante conde abandone sus refinados modales y se ensucie. El humor no terminará aquí, sino que se prolongará en forma de fina ironía cuando el Cid lo libere.

En el Cantar de Mio Cid, Rodrigo acompaña al noble barcelonés hasta las lindes de su campamento, donde le deja marchar escoltado por dos caballeros catalanes. Los tres parten montados sobre palafrenes que el Cid les regala, en una nueva muestra de generosidad (vv. 1064-1065). Al partir, el conde promete no volver a enfrentarse al Cid (vv. 1074-1076), lo cual demuestra que ha aprendido la lección y que respeta al Campeador. Muestra, aquí, un talante muy distinto al de Sidi, donde, pese al trato que recibe por parte de Rodrigo, le dedica palabras altivas, llenas de desprecio, antes de separarse de él y atravesar un puente romano cercano a Balaguer para unirse a un destacamento que le aguarda. El escenario, por cierto, está cargado de un simbolismo que comparte con el Cantar de Mio Cid, donde los ríos no son simples accidentes geográficos ni, los puentes, pasos construidos para salvarlos, sino fronteras tanto físicas como metafóricas (Boix, 2010), como el ya mencionado puente del Arlanzón donde un grupo de caballeros se reúne antes de seguir al Cid (vv. 290-303): simbólicamente, este puente representa la frontera que separa su vida como vasallos del rey de la que tendrán como desterrados si cruzan ese límite.68 Desde esa misma perspectiva simbólica, el puente romano de Balaguer es también la puerta que permite al conde regresar a su mundo, allí donde se le respeta por sus títulos, mientras que Rodrigo permanece en el suyo, donde hasta un «malcalzado» puede ganarse su prestigio con el ánimo firme de su espíritu y la fuerza de su brazo.

En el Cantar, ese choque entre la vieja nobleza acomodada y estos nuevos y pujantes nobles no queda representado sólo por el conde de Barcelona, sino también por los infantes de Carrión. De hecho, éstos ejemplifican dicho conflicto con mayor claridad al ser nobles por nacimiento, pero no por méritos propios, pues sus cobardes acciones les valdrán las burlas de los hombres del Cid. Pese a que el Campeador prohíbe tales chanzas, el orgullo herido de los infantes los llevará a dejar por muertas de una paliza a Elvira y Sol, las hijas del Cid, en el robledo de Corpes, lo que tratarán de justificar con su estatus:

Ferrán Gonçález   en pie se levantó,

a altas vozes   odredes qué fabló:

–¡Dexássedes vós, Cid,   de aquesta razón!

De vuestros averes   de todos pagados sodes;

non creciés varaja   entre nós e vós.

De natura somos   de condes de Carrión,

deviemos casar con fijas   de reyes o de enperadores,

ca non pertenecién   fijas de ifançones;

porque las dexamos   derecho fiziemos nós,

más nos preciamos,   sabet, que menos no– (vv. 3291-3300).

Además de la clara referencia a su clase social, resulta interesante observar la del v. 3294 a los «averes» que los infantes reintegran al Cid. Entre ellos, se encuentran sus espadas Colada y Tizón, que les había regalado al creerlos dignos de sus hijas. Tras su abominable crimen, exige que se las devuelvan («¡denme mis espadas cuando mios yernos non son!», v. 3158) para entregarlas a dos de sus caballeros que las merecen no por su clase social, sino por su valentía y fidelidad (vv. 3188-3196):

A so sobrino Pero Vermúez   por nombre·l’ llamó,

tendió el braço,   la espada Tizón le dio:

–Prendetla, sobrino,   ca mejora en señor.–

A Martín Antolínez,   el burgalés de pro,

tendió el braço,   el espada Colada·l’ dio:

–Martín Antolínez,   mio vassallo de pro,

prended a Colada,   ganéla de buen señor,

del conde Remont Verenguel,   de Barcilona la mayor;

por esso vos la dó,   que la bien curiedes vós.

Este intercambio posee, exactamente, el mismo simbolismo que el de la Tizona en Sidi al pasar a manos del Cid: sólo puede empuñarla quien es digno de ella. Al fin y al cabo, el conde es un completo antihéroe: no posee sapientia, de ahí su constante arrogancia, ni tampoco fortitudo, o no tanta como el Cid, pues cae derrotado ante él. Como sus títulos, era dueño de Tizona por ser una herencia familiar, sin haber hecho nada para merecerla; al conquistarla, Rodrigo le da un nuevo significado, el mismo que cobra en un mundo de rudos guerreros que no respetan los títulos de nacimiento, sino a quien es digno de blandir una noble espada.

Tizona

Ahora bien, como se aprecia en esta última cita del Cantar, Berenguer no fue dueño de Tizón (Tizona), sino de Colada. En realidad, Rodrigo ganó la Tizona por su victoria sobre el general almorávide Bucar en Valencia,69 lo que Sidi insinúa por boca de Berenguer cuando éste enfatiza que «perteneció a un rey moro y después a mi familia» (280).70 Este cambio de una espada por otra puede deberse a la mayor fama de una sobre otra, pero, además, refuerza la cohesión de la segunda sección de Sidi, cuyo inicio y final ocupan sendas entrevistas con los mismos interlocutores: en su primer encuentro en Agramunt, el Cid se presenta ante Berenguer como un proscrito que le ofrece sus servicios, acuciado por la necesidad, oferta que el barcelonés rechaza con insolente arrogancia. Allí, Ruy Díaz descubre la Tizona o Tusona (122), la cual se convertirá en el símbolo que cierre el círculo estructural de la narración cuando, en la entrevista final tras la batalla de Almenar, las tornas hayan cambiado y el conde se encuentre a merced del Campeador, comandante de las victoriosas tropas zaragozanas y nuevo dueño de la espada, que ganará como trofeo. Aquí, por cierto, hay una nueva variación con respecto al Cantar, donde el Cid gana la espada del conde en el pinar de Tébar. Afortunadamente, la fusión de esta batalla con la de Almenar en Sidi permite trasladar la obtención del trofeo a esta última contienda, pues, históricamente, la de Tébar tuvo lugar tras la estancia zaragozana del Cid.

  1. Iconos distintivos

El valor simbólico de la Tizona se plasma en el económico de doscientos cincuenta marcos de oro que le atribuye el conde (Sidi: 365), lo que refleja un nuevo tópico. Remito, una vez más, a un ejemplo cinematográfico: en la película Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), un anciano caballero cruzado desafía al famoso arqueólogo y sus acompañantes a reconocer al Santo Grial entre los innumerables cálices expuestos en la cueva que habita desde hace siglos. La Dra. Elsa Schneider se equivoca a propósito y escoge una bellísima copa de oro que entrega a Walter Donovan, un millonario norteamericano que colabora con los nazis. Donovan, asombrado por la belleza del que cree ser el Santo Grial, afirma: «Es más hermoso de lo que había imaginado. Éste es, sin duda, el cáliz del Rey de reyes». Al beber de él, descubrirá que no es tal, con fatales consecuencias. El héroe, Indiana Jones, escogerá una humilde copa de carpintero que será la famosa reliquia.

La película recoge aquí, casi mil años después del Cantar de Mio Cid, el mismo tópico de la riqueza exorbitada de un objeto de gran valor simbólico, pues el cantar de gesta tasa la Tizona en la friolera de mil marcos de oro (v. 2426), valor paralelo al de Colada en la cifra de monedas (mil marcos de plata, v. 1010). En Sidi, y acorde con los tintes realistas de la obra, el valor de Tizona es más verosímil, aunque no por ello desdeñable en absoluto. Esta relación entre el valor económico y simbólico de un objeto, por lo tanto, cumple también una función visual en la espada del Cid, ya que, si el falso Santo Cáliz destacaba por su gran belleza, así también la Tizona se distinguirá entre el resto de espadas de la mesnada por su riqueza, lo que permitirá a los contendientes reconocer al Cid con sólo ver su acero. En este sentido, las armas del héroe cumplen también una función distintiva a nivel estético que las convierte en iconos indisociables del héroe, tópico que ha perdurado hasta nuestros días y cuyo exponente más claro se halla en los cómics y películas de superhéroes, donde un colosal martillo advierte a los malvados de que Thor anda cerca o un escudo metálico circular con bandas rojas y blancas que enmarcan una gran estrella de cinco puntas identifica al Capitán América. Del mismo modo, en el medievo, asociamos a Excalibur con el rey Arturo o la Joyosa a Carlomagno –por cierto, la misma espada que el anciano cruzado regala a Indiana Jones–, y, en el caso del Cid, las ya mencionadas Tizona, Colada o su caballo Babieca, pues cumplen esa función estética y simbólica a la que ya se refirió Gwara (1983: 13) con respecto a la montura del Campeador:

the hero requires a superior steed because he is a superior man. It is only fitting that the Cid ride a nobler beast than most men; he is, after all, the hero. When the Cid acquires Babieca, we realize even more that he is not only worthy, but heroic. Previously portrayed with only good steeds, the Cid now wins a magnificent mount which calls attention to itself through Spain (ll. 1586-91). From this time, the Cid is no longer mentioned with simply a good horse; he is defined by means of a horse bearing a name. Here the poet utilizes equine imagery in a more personal way: the Cid rides the only animal with a name in the poem, and this fact draws our attention to the pair [.]

En un trabajo previo (Boix, 2011), hice extensivas estas palabras a los aceros del Cid por ser distintivos tanto por el brillo sobrenatural que desprenden al desenvainarlas (Cantar de Mio Cid, vv. 3177-3179, 3648-3649) como por su origen extranjero, lo que permite imaginarlas con una morfología distinta a la del resto de espadas castellanas, lo que, por extensión, distinguiría a su portador en un contingente de guerreros.

Dentro del Cantar, estos iconos juegan un papel fundamental porque, además, permiten al héroe afrontar desafíos de dificultad creciente al igual que, en algunos videojuegos, el jugador obtiene algún tipo de herramienta o arma tras superar ciertas pruebas que le sirve para pasar de pantalla o de nivel y acometer nuevos retos, siempre de mayor dificultad. En el Cantar, el Cid gana primero a Colada (v. 1010), luego a Babieca (v. 1573) y, por último, a Tizona (v. 2426), en una progresión acorde al aumento gradual del esfuerzo que exigen los desafíos, pues los enemigos serán cada vez más fuertes y, los retos, más arduos, lo que incrementará la fama del héroe tras cada victoria y el asombro del público tras toda nueva hazaña.

Sidi mantiene esta idea, si bien adapta la aparición de los iconos cidianos al hilo narrativo. Tras el análisis de Tizona, procedo a estudiar a Babieca y un nuevo objeto, el escudo, que también cumplirá esta función estructural y simbólica que remite a la evolución del Cid como héroe.

5.1. El escudo y la ornitomancia

En la actualidad, se acepta que la heráldica como tal no aparece hasta el siglo XII (entre muchos otros, Heath, 1989: 231 y Morsel, 2008: 152), si bien existen manifestaciones previas de escudos con diseños distintivos. Pérez-Reverte describe varias veces el emblema del Cid, la «banda roja en diagonal sobre fondo verde» (45, 100) y «enseña verde con la franja roja» (301), que, en jerga heráldica, sería «banda de gules en campo de sinople», colores que corresponden al más famoso de los escudos que se le han atribuido, el de la familia Mendoza, como demuestra su presencia en el Solar del Cid (Burgos). Sin embargo, Pérez-Reverte no atribuye estos colores directamente al escudo del Campeador, sino a su estandarte, lo que supone un alarde de precisión histórica, pues, como señala Morsel (2008: 152), «en el tapiz de Bayeux, los guerreros muestran escudos decorados, pero se observa con facilidad que son todavía aleatorios y cambiantes. No es este el caso de los pendones, y en general se considera que la heráldica representa sobre los escudos los motivos bordados sobre los pendones».71

Solar del Cid

Junto con el escudo documentado en San Pedro de Cardeña, «de sinople, una cadena de oro puesta en orla» (Montaner y García, 2004: 524),72 y el escudo del dragón del Carmen Campidoctoris (estrofa XXIX), que aparece representado en la película de Anthony Mann,73 el diseño heráldico de los Mendoza escogido por Pérez-Reverte completa la tríada de los principales escudos atribuidos a Rodrigo Díaz. Considero la elección de Pérez-Reverte muy acertada, ya que le permite crear imágenes simbólicas, como sucede al identificar metafóricamente la banda roja con la luz del astro rey con «al fin la primera mota de sol rojo asomó por allí y su luz hizo entornar los ojos a todos» (300) y «al reconocer éstas [las filas de soldados] la enseña verde con la franja roja, un clamor de entusiasmo se fue alzando a su paso» (301). Pendón y amanecer comparten el mismo color, lo cual es necesario interpretar como un buen augurio previo a la batalla final si atendemos a la importancia de los primeros rayos de sol en Sidi, que hereda del Cantar:

Ya quiebran los albores   e vinié la mañana,

ixié el sol,   ¡Dios, qué fermoso apuntava! (vv. 456-457).

Estos versos son los más conocidos entre aquéllos que reflejan el simbolismo del amanecer en el cantar de gesta, donde el sol radiante anuncia buena fortuna para el Cid y presagia una jornada venturosa para sus huestes. El mismo topos aparece constantemente en Sidi (25, 41, etc.): «los iluminaba la luz incierta del alba» (63) remite a la incertidumbre sobre el desenlace de la persecución de la aceifa, al principio de la novela. Tras lograr que un prisionero le dé la información que necesita, el Cid se sienta junto a Diego Ordóñez «mientras el sol asomaba, rasante y rojizo» (70) hasta que ambos caballeros quedan «deslumbrados por la luz que les calentaba la cara» (71), lo que, como en el Cantar, anuncia una buena jornada. Este simbolismo, por cierto, no es extrapolable a los gallos que advierten de la llegada del nuevo día, habituales en el Cantar sólo como referencia cronológica, función que también adoptan en Sidi.74 Por el contrario, el vuelo de otras aves sí adquiere un sentido augural que el Cid histórico conocía bien, pues este arte adivinatorio, la ornitomancia, fue un rasgo de su sapientia que le fue muy útil tanto a la hora de presagiar el desenlace de una contienda como de infundir ánimo en sus hombres, según atestigua Ibn ‘Idārī cuando afirma que Rodrigo «tomaba en las aves augurio y presagio, añadiendo a esos embelecos de su propia inventiva, con los que animaba el espíritu de sus compañeros» (Montaner y Boix, 2005: 253).75 También el Cantar de Mio Cid recuerda cómo Rodrigo hacía uso de este arte, por ejemplo, en la referencia más famosa a su destreza adivinatoria:

A la exida de Bivar   ovieron la corneja diestra

e entrando a Burgos   oviéronla siniestra (vv. 11-12).

Estas palabras resuenan claramente en «las cornejas volaron de izquierda a derecha sin cambiar de dirección» de Sidi (135), aunque, en lo que respecta al uso de la ornitomancia, destaca el águila que sobrevuela el campo de batalla en Almenar (310) y que el Cid promete incorporar a su escudo si vence, pues le hará pintar «una cabeza de águila erguida y noble: el águila de Almenar» (313). La presencia de uno de los símbolos heráldicos por excelencia no sólo enriquece el escudo del Cid, sino que refleja su progresión ascendente: si, en el Cantar, el Cid gana en batalla a Babieca, Colada y Tizona, en Almenar sumará un nuevo emblema que le acompañará en futuras contiendas, las que Sidi ya no relata y que lo llevarán a convertirse en señor de Valencia.

Por supuesto, considerar un error anacrónico esa cabeza de águila es una cuestión subjetiva que depende del juicio del lector, pues no tiene por qué tratarse forzosamente de tal: en una cita anterior, Morsel indicaba que los escudos del tapiz de Bayeux (segunda mitad del siglo XI) ya iban decorados, aunque, en aquella época, no mostraban emblemas fijos, sino que sus diseños cambiaban, como aquí sucede con el águila que el Cid incorpora a su escudo. De todos modos, tan sólo ofrezco aquí una lectura que intenta casar la realidad histórica con una novela de ficción que, como tal, se permite ciertas licencias. Otra, relacionada con el escudo, es su lema «Oderint dum metuant. Que me odien, pero que me teman» (Sidi: 38, 308), que también constituye una innovación de Pérez-Reverte, pues no se documenta en la literatura cidiana. Se trata del lema «de un emperador romano» (Sidi: 38) que no puede ser otro sino Calígula, quien «a menudo repetía aquel verso de tragedia: Que me odien, con tal de que me teman» (Suetonio, trad. Agudo Cubas, 1992, II: 41).76 En fin, no seré yo quien critique la presencia de emblemas heráldicos en Sidi cuando el mismo Carmen Campidoctoris atribuye al Cid el escudo del dragón (estrofa XXIX):

Ase el escudo con el brazo izquierdo,

que una figura de oro llena entero;

fiero dragón había en él pintado,

resplandeciente.77

Si hasta el anónimo autor medieval otorgó un escudo heráldico al Cid, no seré yo quien tilde a Sidi de anacrónico por esta licencia que, de todos modos, es muy comprensible por acorde a la imagen que el gran público espera de un caballero medieval.

5.2. Los caballos del Cid

Frente a lo que sucede en el Cantar, donde no aparece el nombre del primer caballo de Rodrigo, Sidi sí menciona a su palafrén, Cenceño (205, 229, etc.), acaso por influencia de La leyenda del Cid78 y en detrimento de Rimbombín, palafrén del Cid según cierta tradición cuyo origen desconozco, aunque su recuerdo pervive en la ciudad de Burgos, donde un popular restaurante lleva su nombre. Sidi también alude a un caballo de guerra, Persevante (101, 107, etc.), aunque, pese a ser muy bueno, Rodrigo adquirirá una nueva y excelente montura que pasará a ser su principal vehículo de batalla: Babieca.

La versión que Pérez-Reverte ofrece de cómo el Cid obtiene este legendario caballo es coherente con su estancia en Zaragoza, pese a que difiere de la literatura previa: la Crónica particular del Cid (cap. II) afirma que fue un regalo de su padrino, don Peire Prengos, cuando el Campeador era niño. Ruy lo escogió entre otras monturas pese a su aspecto frágil, lo que hizo exclamar a su padrino, «Bavieca, mal escogistes», a lo que el pequeño Cid replicó «este será buen cavallo e Bavieca abrá nombre» (Viña Liste, ed., 2006: 26). La otra versión, anterior, se halla en el segundo hemistiquio del v. 1573 del Cantar, donde se indica que «[el Cid] poco avié que l’ganara», lo que remite a un trofeo de guerra, muy probablemente obtenido en la victoria sobre el rey de Sevilla.79 Sidi combina ambos relatos, ya que Rodrigo se lo compra a Ali Farach, un prestigioso tratante de caballos que le muestra diversos ejemplares antes de decidirse por Babieca (205 y ss.), al igual que don Peire Prengos le enseñó varios al joven Rodrigo. Además, el Cid cree que los caballos son animales «poco inteligentes» (208), lo que remite a las palabras de don Peire Prengos, ya que «babieca» significa «persona floja y boba» (DRAE). Por otro lado, al hacer que sea un moro quien le venda tan portentoso caballo, Sidi mantiene el origen árabe de Babieca que ya le atribuye el Cantar.

Babieca

Al igual que sucede con su escudo, los caballos de Rodrigo Díaz cumplen una función tanto estética como simbólica de la evolución y desarrollo del héroe, pues reflejan la dificultad creciente de las contiendas en la segunda sección de Sidi, ascenso que se inicia con el ataque nocturno y por sorpresa del Cid y un puñado de hombres a una avanzadilla de soldados aragoneses y navarros (231-239). En esta ocasión, Rodrigo monta a Cenceño, algo poco habitual si consideramos que se trata de un caballo de paseo e, incluso, de gala. Aun así, el Cid lo escoge porque todo su contingente avanza rápido, «por eso Ruy Díaz había ensillado a Cenceño, su caballo de marcha, más veloz que el de batalla» (228-229), oportuna explicación para un lector que ya ha visto a Persevante durante la persecución de la aceifa al principio de la novela y quizá no comprenda este repentino cambio de montura.

La siguiente batalla revestirá mayor dificultad: a plena luz del día, el Cid y sus hombres se toparán con un grupo de enemigos cerca de Monzón (250-252). La dureza del choque se refleja en el estado que queda el Campeador, quien acaba inconsciente después de que una maza le golpee (252). Ahora, su caballo es Persevante (248), más adecuado que Cenceño para un choque tan complicado. Por último, en la batalla de Almenar, la mayor de todas las contiendas que relata Sidi, Rodrigo montará por fin a Babieca, su famoso caballo, sobre el que cabalgará para obtener la gran victoria final.80 Se observa aquí, por lo tanto, cómo el cambio de montura es acorde al incremento de dificultad de las contiendas, pues cada caballo es aún más apto que el anterior para la guerra.

  1. La compañía del Cid

Al partir de San Pedro de Cardeña, donde permanece durante unos días,81 y tras observar que el desaliento hace mella en su señor, el fiel Minaya anima al Campeador con estos versos que recoge el Cantar de Mio Cid (vv. 380-382):

Pensemos de ir nuestra vía,   esto sea de vagar.

Aun todos estos duelos,   en gozo se tornarán,

Dios, que nos dio las almas,   consejo nos dará–.

Las palabras de Minaya trascienden el diálogo directo con el Cid, pues animarían no sólo al Campeador, sino a cualquiera obligado a emprender un difícil camino, fuese éste real o metafórico. Es tal su universalidad que, casi mil años después, estos versos resonaron de nuevo en aquéllos de don Antonio Machado, «caminante, no hay camino, / se hace camino al andar» (cito por Machado, 1999: 203). De su hermano, don Manuel, se escuchan también ecos en Sidi (cito por Machado, 2003: 56):

El ciego sol, la sed y la fatiga.

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

–polvo, sudor y hierro–, el Cid cabalga («Castilla», vv. 5-8).

Pérez-Reverte insiste en esta imagen a lo largo de toda su novela, salpicada de referencias al sudor y al polvo del camino (14, 18, 31 etc.), e incluso a la necesidad de despiojarse (46), lo cual dista mucho de la romántica imagen de unos caballeros protegidos por lorigas impolutas y armaduras relucientes, como en la película Excalibur (1981). La humanización del Cid, o su caracterización realista combinada con rasgos típicamente épicos, se extiende a la fiel mesnada que le acompaña, la conformada por quienes abandonan la paz del hogar para seguir a su señor hacia un destino incierto (22-23):

Unos […] obligados de honor por ser familia: su sobrino Félez Gormaz y el otro sobrino, el tartamudo Pedro Bermúdez, alférez encargado de la bandera. También los dos Álvaros eran parientes lejanos. El resto de mesnaderos era gente de criazón vinculada al señorío de Vivar, amigos estrechos como Diego Ordóñez o aventureros de soldada que se le habían sumado para ganarse el pan, por ganas de botín o por admiración a Ruy Díaz; […] Cuarenta y dos hombres allí, los mejores, y cincuenta y cinco en Agorbe bajo el mando de otros dos amigos de confianza: Martín Antolínez y Yénego Téllez, protegiendo los escasos bagajes.

Esta lista de hombres, que recuerda a las tres que figuran en el Cantar de Mio Cid (vv. 733-743, 1991-1998, 3063-3072), es una de las también tres en que Sidi nombra a los principales miembros de la mesnada,82 algunos de ellos ya presentes en la tradición cidiana más antigua. También, como Rodrigo, son objeto de recreación en esta novela mediante una amalgama de rasgos heredados y otros nuevos, a partir, por supuesto, de la dicotomía clásica sapientiafortitudo, como se aprecia en el análisis individualizado de los caballeros más importantes.

6.1. Minaya Alvar Fáñez

En las primeras páginas de Sidi, y como hemos visto ya, uno de sus hombres aconseja al Campeador que dedique unas palabras de aliento al resto de la tropa. Lo llamativo de esta petición es que lleva implícita una obviedad: que Rodrigo no ha hablado aún con sus hombres salvo con aquél que, además, se atreve a decirle cómo debe actuar. Semejante trato distintivo es acorde a la autoridad de Minaya Alvar Fáñez, el «diestro brazo» del Cid, como el propio Campeador se refiere a él en algunos versos del Cantar (vv. 753, 810), donde es un héroe casi a la altura del protagonista, pues la sapientia y la fortitudo se hallan en perfecto equilibrio también en él. Esta última queda patente cuando Sidi (112) menciona cómo «el brazo con el que aún empuñaba la espada se veía ensangrentado hasta el codo», imagen que ya he referenciado para el Cid y que, aparte, sólo se concede a Minaya, lo cual sirve para destacarlo entre el resto de la mesnada e igualar su fortitudo a la del Cid. Lo mismo sucede en el Cantar, donde la sangre chorrea «por el cobdo ayuso» sólo de estos dos caballeros (para el Cid, v. 1724; para Minaya, vv. 781, 2453), sin atribuir tal exceso de violencia a otros guerreros, lo que, como advirtió De Chasca (1967: 209 [1972: 211]), lo convierte en «algo así como una insignia formularia del deuteragonista» a nivel textual que se transmite desde el Cantar hasta Sidi.

Estatua de Minaya en el puente de San Pablo (Burgos)

Con respecto a su sapientia, Minaya aparece en el Cantar como el hábil consejero que, en varias ocasiones, dará con la estrategia oportuna, como el ataque envolvente de la batalla de Cuarte. Es tal su sapientia que el Cid le confía la misión de ser su emisario ante el rey Alfonso, consciente de que su diplomacia y hábil discurso sabrán ganarle el perdón, pues «do yo vos enbiás, bien abría tal esperança» (v. 490). Minaya cumplirá su función de nexo entre ambos con creces y, paulatinamente, hará que Alfonso VI cambie de actitud hacia el Cid hasta lograr la restitución del amor regio. Aquél «que Zorita mandó» (Cantar de Mio Cid, v. 735) mantiene su rango y autoridad en Sidi, como demuestra el trato preferencial que Rodrigo le otorga. También actúa como emisario, esta vez junto a Félez Gormaz, y entrega a al-Mutamán la carta del Cid que le abrirá las puertas de Zaragoza (Sidi: 137). De nuevo, Alvar Fáñez cumple su misión con tal solvencia que bien merecería las palabras que el Cid le dedica en el Cantar cuando afirma que «[¡] mientra vós visquiéredes, bien me irá a mí, Minaya!» (v. 925).

La absoluta confianza que se profesan Rodrigo y Alvar Fáñez se ha forjado desde niños, pues, como revela este último, «desde que éramos críos, sé que contigo no se aburre uno nunca» (21). Aún más interesante es su referencia a «quienes somos tus parientes» (20): Sidi no especifica cuál es su vínculo familiar, así que puede tratarse del parentesco histórico que recoge La leyenda del Cid de Zorrilla (cap. X: 421), donde Alfonso VI se refiere a Minaya como «primo» del Campeador, o, también, del parentesco ficticio que les atribuye el Cantar y que Alvar Fáñez comparte con los principales hombres de la mesnada, sobrinos del Cid al igual que Roldán lo fue de Carlomagno, según la Chanson de Roland y la Materia de Francia. De hecho, la mayor licencia que se permite el poeta del Cantar, y que se ha transmitido a lo largo de toda la literatura cidiana desde el medievo hasta Sidi, es la de reunir a ambos caballeros, pues Minaya jamás acompañó al Campeador en su destierro. Es posible que su vínculo familiar, así como la fama de Alvar Fáñez, le hiciesen digno de figurar en el Cantar; no en vano, ya el Poema de Almería afirma que, entre ambos héroes castellanos, «Mio Cid fue el primero y Álvaro el segundo» (v. 225; «Meo Cid primus fuit, Alvarus atque secundus», cito por Salvador Martínez, ed. y trad., 1975: 38-39).

El capitán Alatriste, Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Las marcas de sus rostros son un interesante rasgo que comparten el Campeador y Minaya: el Cid sufre un corte en la ceja (331) que recuerda la «pequeña cicatriz que bajaba sobre la ceja izquierda» del protagonista de El Capitán Alatriste (19) y, también, la que luce Charlton Heston en la famosa película de Anthony Mann, lo cual, en caso de ratificarse su influencia, constituiría un nuevo ejemplo de interdiscursividad. Por su parte, Minaya también presenta cicatrices de heridas de guerra en la cara y las que le dejó la viruela (18, 20, etc.), que recuerdan las de Leandro Fernández de Moratín en Un día de cólera (27) y las de Malatesta en El capitán Alatriste (38, 40, etc.). De hecho, en las novelas de Pérez-Reverte, es habitual encontrar personajes con alguna cicatriz en el rostro, no siempre exentas de cierto simbolismo: en La piel del tambor (52), don Príamo Ferro tiene «el rostro lleno de marcas y cicatrices»; en El maestro de esgrima (47), Adela de Otero lucía «una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca que imprimía en ésta una permanente y enigmática sonrisa», sonrisa ambigua que refleja el carácter del personaje y su papel a lo largo de la novela (cf. Grohmann, 2019b: 51, 53-54); finalmente, en el caso de Tánger Soto, la hermosa investigadora de La carta esférica (35), «su nariz era menos bonita vista de perfil: un poco aplastada, como si se la hubiera roto alguna vez». Estimo evidente, a la luz de estos y otros ejemplos como los de Nicolás Marrajo en Cabo Trafalgar o Jorge Fernández Cuchillero y el capitán Lobo en El asedio, que las cicatrices no sólo aportan un toque realista al Cid y a Minaya, sino que, además, los configuran como personajes de Pérez-Reverte, pues, como si de marcas de nacimiento se tratase, los hermanan con otros personajes de la producción revertiana. En tal sentido, las cicatrices de viruela en el rostro de Minaya cumplen una función similar a la de su gesto cuando se encoge de hombros (19), que ya hemos visto en el Cid y Alatriste, o su tendencia a exclamar «por vida de» (19, 20, etc.), exabrupto también disperso a lo largo de toda la saga dedicada al capitán.

6.2. Pedro Bermúdez

El personaje novelesco de Pedro Bermúdez es muy fiel al que nos muestra el poema épico castellano: es sobrino y portaestandarte del Cid, como en el Cantar, y, al igual que Rodrigo y Minaya tienen cicatrices en el rostro, la marca física que le distingue entre sus compañeros es el tartamudeo que hereda del personaje del Cantar –no de Zorrilla, pues no tartamudea en La leyenda del Cid–. De ahí le viene el apodo de «Pero Mudo» (v. 3302) con que el Cid le espolea, pues sabe que le molesta mucho y afecta a su discurso (Cantar de Mio Cid, vv. 3306-3312):

Pero Vermúez   conpeçó de fablar,

detiénes’le la lengua,   non puede delibrar,

mas cuando enpieça,   sabed, no·l’ da vagar:

–Dirévos, Cid,   costunbres avedes tales,

siempre en las cortes   Pero Mudo me llamades;

bien lo sabedes,   que yo non puedo más,

por lo que yo ovier a fer   por mí non mancará.

Lo mismo sucede en Sidi, donde su tartamudeo desaparece si el caballero se siente suficientemente enardecido: «no tartamudeaba en absoluto; el combate le había aligerado la lengua» (319). Pérez-Reverte, además, lo hace un poco miope (47), lo cual no afecta a su fortitudo en absoluto, pues es bastante impetuoso, rasgo que también recibe del Cantar, como refleja su memorable carga de la batalla de Alcocer, cuando, según el Cantar, decidió no aguardar a la orden de ataque y se lanzó en solitario contra el ejército de Fáriz y Galve, en lo que parece un intento de obtener las primeras heridas de la contienda, un honor para todo guerrero que se preciase:

–Quedas sed, mesnadas,   aquí en este logar,

non derranche ninguno   fata que yo lo mande.–

Aquel Pero Vermúez   non lo pudo endurar,

la seña tiene en mano,   conpeçó de espolonar:

–¡El Criador vos vala,   Cid Campeador leal!

Vo meter la vuestra seña   en aquella mayor az;

los que el debdo avedes   veremos cómmo la acorrades.–

Dixo el Campeador:   –¡Non rastará por ál!–

Espolonó el cavallo   e metiól’ en el mayor az (Cantar de Mio Cid, vv. 702-711).

Se trata del episodio que inspira el punto de inflexión de la batalla de Almenar en Sidi (334-335), donde este personaje grita a sus compañeros «¡No dejéis que me quiten la señal!» (334) y se lanza a galope tendido contra el enemigo. Pérez-Reverte recupera, así, las características fundamentales de este caballero único, de las que carece el personaje zorrillesco.

6.3. Diego Ordóñez

Si hay un personaje que encarna la fortitudo en Sidi, ése es Diego Ordóñez. Se trata de un caballero brutal, ávido de pelea y, según parece, imbatible. Su origen no se halla en el Cantar, sino en la Estoria de España, donde aparece por primera vez como el caballero que sale en busca de Rodrigo cuando el rey Sancho lo destierra al creerlo partidario de su hermana Urraca:

Diag Ordonnez caualgo luego et fuesse quanto pudo empos el Çid. El Çid quandol uio, recibiol muy bien et preguntol como uinie; et respusol don Diago: «el rey uos enuia dezir que uos tornedes a el, et con lo que tenedes que uos dara otro condado en su tierra, et que uos fara siempre muy grand algo et mayor de toda su casa; et lo que lo uos el dixo quel saliessedes de tierra que lo non fizo sinon con la muy grand sanna que auie de donna Vrraca su hermana» (Estoria de España, Versión amplificada, cap. 833 [Primera Crónica General, Menéndez Pidal, ed., 1906: 508]).83

A partir de la Estoria de España, Diego Ordóñez aparecerá en diversas crónicas84 hasta llegar a La leyenda del Cid, donde Pérez-Reverte lo descubriría de niño. En Sidi, la fama de su bravura se debe a haber sido el campeón «que había matado a tres Arias en el palenque de Zamora cuando desafió a la ciudad por la muerte del rey Sancho» (34), episodio que aparece en Sidi y cuya relación con sus fuentes ya he analizado. Su brutalidad se refleja en su feroz sonrisa de lobo (139), la cual, desde el plano de la intertextualidad restringida, cumple la misma función que los hombros encogidos del Cid o los exabruptos de Minaya, pues entronca a Diego Ordóñez con algunos héroes cansados revertianos que poseen esa misma expresión (Grohmann, 2019b: 33, 115). Poco más puede decirse de un personaje plano, que no evoluciona, tosco y violento, aunque Montero (2020) ha tenido la perspicacia de observar que «Diego Ordóñez represents an intriguing doppelgänger, or evil twin of [el] Cid. He is an efficient soldier, but also racist and irrationally violent […]. As a lord of war, he [el Cid] is not very far from becoming another Diego Ordóñez, a questionable model for today». Aunque no comparto plenamente esa visión de un Cid que casi se convierte en otro Diego Ordóñez, su lectura del personaje como una suerte de doppelgänger resulta muy sugerente, ya que, al desarrollarla, se observa cómo Ordóñez encarna el concepto que parte del gran público aún tiene del Cid, esto es, un mero asesino de moros. De esta manera, el contraste entre don Diego y don Rodrigo refuerza la imagen del Campeador que ofrece Sidi, pues se aprecia cuán alejada está de la más popular y, también, más violenta.

Antes de terminar el análisis de este personaje, quiero señalar una idea que, aunque subjetiva, estimo valiosa para entender su papel en Sidi: a falta de datos concretos sobre su tamaño, la descripción de algunos rasgos y su gran fuerza retratan a Diego Ordóñez como un caballero difícil de imaginar menudo. Al contrario, todo apunta a que se trata de un forzudo gigantón, el caballero que decantaría la victoria del lado del Cid en una lucha igualada. Si lo concebimos así, nos recordará a un personaje arquetípico del tebeo español, un coloso tan grande de tamaño como de corazón y fiel al héroe, como el simpático Goliath, que contrasta con Crispín, los dos amigos inseparables del Capitán Trueno; el gran Taurus, siempre infatigable junto al Jabato; o el humilde Ramiro, que, con el joven Fernando, acompaña a don Adolfo de Moncada, conde de Roca, más conocido como el Guerrero del Antifaz. Este Diego Ordóñez, tan fuerte como obediente, aunque carezca del fondo bonachón de los personajes citados, bien creo que puede asociarse a esta dinastía de gigantes del tebeo que Pérez-Reverte recupera en Sidi, consciente o inconscientemente, para el feliz y nostálgico recuerdo de quienes, hace ya años, disfrutamos con aquellos personajes épicos de nuestra infancia.

6.4. Fray Millán

Estatua de don Jerónimo en el puente de San Pablo (Burgos)

La presencia de fray Millán, «el Bermejo», como le apoda la mesnada por ser pelirrojo (19, 41, etc.), recuerda de inmediato a los habituales clérigos revertianos, entre quienes destaca, por su protagonismo, Lorenzo Quart (La piel del tambor). Como fraile que es, fray Millán es culto, de ahí que utilice a menudo el latín, sobre todo al orar, como en el Padrenuestro que, al inicio la batalla de Almenar, discurre fragmentado a lo largo de varias páginas (314-316). Saber latín es un atributo que conecta al personaje con otros de la producción de Pérez-Reverte, cuyas novelas suelen incluir personajes cultos –o que afectan una elevada intelectualidad– que gustan de citar en latín, como el periodista Agapito Cárceles, quien «tenía aspecto de cura exclaustrado, cosa que en realidad era» (El maestro de esgrima: 30) y «citaba en latín sin venir a cuento» (ibid.: 30), o el jesuita Dómine Pérez, cuyo «natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante, pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio» (El capitán Alatriste: 23). La presencia de otros pasajes en latín a lo largo de Sidi, pronunciados sobre todo por fray Millán,85 confirma que esta lengua cumple la función estilística ya señalada y distingue a los personajes cultos, pero, también, refleja una realidad social, ya que la iglesia era uno de los estamentos donde, en la Edad Media, podía encontrarse personas letradas, excepcionales en un mundo mayoritariamente analfabeto.

Como ya he señalado al inicio de este apartado, la figura de fray Millán remite a los personajes eclesiásticos de Pérez-Reverte, pero, dentro del universo cidiano, hay que equipararlo con don Jerónimo, el obispo de Valencia durante el gobierno del Cid histórico que goza de cierto protagonismo en el Cantar. Si don Jerónimo acompaña al Cid a lo largo del poema épico, también fray Millán está a su lado en Sidi, incluso en batalla, pues ninguno evita la contienda. Fray Millán tampoco discute al Campeador cuando éste arenga a sus hombres afirmando que «si alguno de nosotros cae peleando con moros, no irá a mal sitio» (98), tras lo cual pide al monje que bendiga a sus hombres, lo que recuerda a los vv. 1702-1705 del Cantar:

el obispo don Jerónimo   la missa les cantava;

la missa dicha,   grant sutura les dava:

–El que aqui muriere   lidiando de cara,

préndol’ yo los pecados   e Dios le abrá el alma.

Morir en combate contra los temibles almorávides es mérito suficiente para entrar en el Cielo. Aquí se comprende, además, la orden de Rodrigo a sus hombres, tras la victoria de Almenar, de poner «a los compañeros muertos y heridos de cara al enemigo, por si nuestro señor Mutamán visita el campo de batalla. El honor de ellos será el nuestro» (294): morir de cara, sin la cobardía de haber huido dando la espalda, es lo que hace Roldán antes de expirar, echado bajo un pino (Chanson de Roland, versión O, vv. 2360-2363):

Turnat sa teste vers la paiene gent:

pur ço l’at fait que il voelt veirement

que Carles diet e trestute sa gent,

li gentilz quens, qu’il fut mort cunquerant.86

También, en la Chanson de Roland (versión O, vv. 1124-1138), el arzobispo Turpín anima a los franceses prometiéndoles la indulgencia plenaria si caen por la fe cristiana:

D’altre part est li arcevesques Turpin.

Sun cheval broche e muntet un lariz.

Franceis apelet, un sermun lur ad dit:

«Seignurs baruns, Carles nus laissat ci;

pur nostre rei devum nus ben murir.

Chrestïentet aidez a sustenir!

Bataille avrez, vos en estes tuz fiz,

kar a voz oilz veez les Sarrazins.

Clamez voz culpes, si preiez Deu mercit.

Asoldrai vos pur vos anmes guarir.

Se vos murez, esterez seinz martirs,

sieges avrez el greignor pareïs.»

Franceis descendent, a tere se sunt mis,

e l’arcevesque de Deu les beneïst:

par penitence les cumandet a ferir.87

De este modo, la absolución de fray Millán a la tropa del Campeador halla sus orígenes no ya en la literatura cidiana o revertiana,88 sino en la épica europea, representada por su máximo exponente, la Chanson de Roland. También Zorrilla plasmó el concepto de la guerra santa en unos versos (La leyenda del Cid, cap. II: 67) cuyo espíritu se percibe en la bendición de fray Millán:

Costumbres de aquella era

caballeresca y feroz,

en que degollando moros

se glorificaba á Dios,

y que no habia un exceso

que no obtuviera sancion,

como tuviera por móvil

honra, fe, patria ó amor.89

6.5. Martín Antolínez, Alvar Salvadórez y el resto de la mesnada

El análisis de los restantes miembros de la mesnada no brinda, al menos desde el enfoque propuesto en este artículo, la ocasión de ahondar excesivamente en ellos. Muchos aparecen en Sidi por primera vez, a excepción de Martín Antolínez y Alvar Salvadórez. Ya he hablado brevemente del primero al tratar el episodio de los prestamistas Uriel y Eleazar, basado a su vez en el engaño a Rachel y Vidas en el Cantar: tanto en el texto medieval como en la novela, don Martín exhibe su sapientia, pues él concibe la argucia que permitirá al Cid obtener el dinero necesario antes de partir al destierro.

Estatua de Martín Antolínez en el puente de San Pablo (Burgos)

Además de su función como artífice del engaño e intermediario del Cid, el papel de Martín Antolínez no destaca especialmente entre el resto de la mesnada. Lo mismo sucede con Alvar Salvadórez (Cantar de Mio Cid, vv. 443, 739, 1681, 1994, 1999, 3067), quien apenas interviene directamente, ya que sólo habla en un par de ocasiones y de forma muy sucinta (35 y 227). Su relevancia es coherente con el cantar de gesta, donde ni siquiera habla y adquiere un mínimo protagonismo al ser hecho prisionero por los almorávides (v. 1681). Finalmente, el resto de la mesnada no pertenece a la tradición cidiana o, al menos, no he logrado identificarlos en la misma: son caballeros creados ex profeso para la novela y, pese a que se intuye la influencia de algún guerrero del Cantar en contados casos –como sucede con Félez Gormaz, sobrino del Cid que recuerda a Félez Muñoz–, tal percepción es completamente subjetiva y, por ello, prescindo de ahondar en ella.

  1. Las damas: Jimena y Raxida

La esposa del Cid, Jimena Díaz, fue históricamente sobrina o prima de Alfonso VI (Historia Roderici, cap. 6; entre otros, Menéndez Pidal, 1929, II: 746; Carriedo, 1984: 1012; Torre Sevilla, 2000: 153) e hija de Diego, conde de Oviedo (carta de arras; Historia Roderici, cap. 6), nodos genealógicos que ratifican el alto rango del Cid en la corte, pues un matrimonio con dama de tal alcurnia sería inasequible para un simple infanzón. Se trata, por lo tanto, de una nueva incoherencia presente en la tradición cidiana que no pasa inadvertida en Sidi (163) cuando Raxida insinúa al Campeador que «hicisteis un buen matrimonio, entonces. Aseguran que erais un simple infanzón con poca fortuna».

El Cid: la leyenda, José Pozo

Pérez-Reverte sigue La leyenda del Cid al hacer que Rodrigo mate a su futuro suegro, episodio atestiguado desde las Mocedades de Rodrigo y transmitido ininterrumpidamente por el romancero, la Crónica particular del Cid, El Cid de Anthony Mann e, incluso, la película de animación El Cid: la leyenda (2003). Entre todas ellas, como digo, destaca aquí La leyenda del Cid de Zorrilla (cap. II: 48-82 y cap. III: 115-118) por ser la fuente principal de Pérez-Reverte, como refleja el que ambas obras coincidan en el nombre del padre de Jimena90 y en el relato de lo sucedido, pues el texto revertiano (78-79) es un resumen de la narración zorrillesca (cap. II: 48-67). Frente al matrimonio concertado de los Rodrigo y Jimena históricos –lo cual carece de todo interés dramático–, la versión legendaria de los hechos afirma que, durante el noviazgo de la pareja, el Cid mató a su futuro suegro en un lance de honor, por lo que Jimena juró venganza. Sin embargo, acabaría solicitando al rey «datme a Rodrigo por marido, aquel que mató a mi padre» (Mocedades de Rodrigo, v. 379; Alvar y Alvar, ed., 1997: 125), acogiéndose a una ficticia legalidad vigente (La leyenda del Cid, cap. III: 117):

La ley dice: «el que á hembra deje

»en orfandad ó viudez,

»su esclavo sea, ó marido

»si puede casar con él».

Así, Jimena consiguió una «boda ordenada por el monarca, según los usos y la ley, para amparar a la huérfana con el matador del padre» (Sidi: 79). Pero, como bien apunta Lacarra (1988: 18),

Se trata del llamado matrimonio compensatorio entre la hija del asesinado y el asesino. Aunque el matrimonio compensatorio no aparece en la legislación castellana bajo este supuesto, la ley permite en ciertas circunstancias un matrimonio compensatorio comparable entre la mujer raptada y/o violada y el raptor y/o violador. Con frecuencia el rapto o la violación están ligados en la legislación, tanto en el Fuero Juzgo como en los fueros municipales castellanoleoneses y navarros. En ambos casos, los fueros consideran este delito como el más grave que un hombre puede perpetrar contra la mujer y su familia después del asesinato u homicidio.91

Las aguas siguieron turbulentas hasta que el odio de Jimena se apaciguó gracias al amor que le profesaba Rodrigo, del cual sí tenemos evidencia histórica a juzgar por las hermosas palabras que dedicó a su esposa en la carta de arras, además de los plenos derechos que le otorgó sobre todas sus propiedades y que demuestran su gran afecto y absoluto respeto.92 En Sidi, Rodrigo explica a Jimena que mató a su padre por una cuestión de honor y logra, así, el perdón de su esposa: «Maté a tu padre cara a cara, no como villano. Hombre te quité, pero hombre te di» (79). Esta breve declaración se basa en la más extensa que ofrece La leyenda del Cid, lo que confirma su identificación como fuente principal de este episodio (cap. V: 124-125):

«Jimena, maté a tu padre,

pero nó como villano:

de hombre á hombre le maté

porque á mi padre hizo agravio.

La ley me hace esclavo tuyo,

tu marido el rey Fernando;

marido y esclavo á un tiempo

aquí estoy á tu mandato:

hombre quité y hombre doy;

no sé más; lo que sé hago».93

Estatua de Jimena en el puente de San Pablo (Burgos)

La reconciliación del Cid y Jimena aparece en Sidi como analepsis (78-79), ya que tales disputas conyugales terminaron mucho antes del destierro. En el momento de la acción, las circunstancias son muy distintas, pues, en «el monasterio de San Pedro de Cardeña, […] su mujer y sus hijas quedaban confiadas al amparo de los frailes, con dinero para mantenerlas sólo durante medio año» (22), estancia que carece de constatación histórica, aunque sí figura en el Cantar de Mio Cid (vv. 232-390, 1352-1353, 1394-1451), cuyo testimonio parece seguir de cerca Sidi al mencionar sólo a las dos niñas pero no a Diego, el hijo del Campeador, quien tampoco figura en el Cantar, aunque sí en Zorrilla.

La familia del Cid aparece a lo largo de toda la novela, pues Rodrigo piensa en ella antes de entrar en combate, lo que parece un último recuerdo, una despedida por si no sobrevive, aunque una arenga a Alvar Ansúrez permite aventurar que se trate de un recurso para motivarse: «Portaos como si ellas [las damas de Vivar] os estuvieran viendo» (267). Esta orden se basa en el tópico medieval por el que un caballero siente crecer su ánimo al saber que, mientras combate, una dama lo observa desde una torre, ventana o balcón, lo que, si no me equivoco, Pérez-Reverte conoce bien, pues subyace en la imagen de Beatriz de Borgoña en La tabla de Flandes.94 Este tópico, habitual en toda la literatura épica y caballeresca medieval, también figura en el Cantar de Mio Cid:

–Mugier, sed en este palacio   e, si quisiéredes, en el alcácer;

non ayades pavor   porque me veades lidiar:

con la merced de Dios   e de Santar María madre,

crécem’ el coraçón   porque estades delant.

¡Con Dios aquesta lid   yo la he de arrancar!– (vv. 1652-1656).

Resulta interesante observar que Jimena nunca aparece al lado de Rodrigo ni está presente sino en forma de recuerdos o sueños, alimentando las esperanzas de su esposo (Sidi: 22, 53, etc.). Se trata de un personaje femenino habitual en Pérez-Reverte al que Grohmann (2019b: 29) se refiere como «mujer evocada», la cual «tiene una presencia no directa sino mediada a través de la memoria del protagonista, cuyos recuerdos en realidad llegan a confirmar la ausencia definitiva de la mujer de la vida del protagonista». Este mismo autor toma como ejemplos a Claire Zimmerman (El húsar), Nikon (El club Dumas) y Olvido (El pintor de batallas), todas ellas excluidas de tramas eminentemente masculinas. En tal sentido, Jimena es muy próxima a Claire, quien «queda irremediablemente atrás porque Frederic ha pasado a formar parte del mundo masculino de la guerra» (Grohmann, 2019b: 29), circunstancia perfectamente extrapolable a la esposa del Cid, quien no puede acompañar a Rodrigo al violento escenario de la frontera. Sin embargo, ésta no es una invención revertiana, pues Jimena ya no sigue a su marido en el Cantar ni, por supuesto, en La leyenda del Cid. Por eso, al considerar la huella de Zorrilla en el recuerdo de Pérez-Reverte, estimo factible que la mujer evocada revertiana hunda sus raíces en la Jimena zorrillesca, quien subyacería tras Claire, Nikon, Olvido y, por supuesto, ella misma en Sidi, combinada aquí con su retrato en el Cantar.

Carta de Arras entre el Cid y Jimena

Frente a ella, una mujer de carne y hueso sí aparece en Sidi: Raxida, la hermana del rey al-Mutamán. No pertenece a la tradición cidiana y, por ello, no puede trazarse su evolución a lo largo de los siglos, ya que es un personaje femenino claramente revertiano, pues goza de «un señorío y una elegancia generales que prácticamente todas las mujeres revertianas ostentan en mayor o menor medida» (Grohmann, 2019a: 56). Viuda como Liana Taillefer en El club Dumas, Raxida ocupa el espacio que deja libre Jimena con su ausencia física y se muestra como su oposición: la piel de la noble musulmana, «demasiado morena para una cristiana» (161), que emana «una agradable tibieza» (162), contrasta con la «fría y pálida belleza asturiana» (162) de la esposa del Cid; además, Raxida es una mujer seductora que difiere de la tradicional imagen de Jimena, devota y sumisa a su marido.95 Estos múltiples contrastes, que las convierten en polos opuestos, también permiten incluir a Raxida entre las poderosas femmes fatales de Pérez-Reverte, «capaces de arrancar del corazón más duro una perdida ilusión, de confundir con su belleza» (Belmonte Serrano, 1995: 51).96 Ella, a su vez, delata rasgos del Cid propios de los héroes cansados del autor cartagenero, con quienes comparte carencias y frustraciones amorosas: en el caso de Rodrigo, se trata de la ausencia de Jimena, que Raxida alivia con un escarceo amoroso, una relación sexual que tan sólo se insinúa, acorde a la unión prototípica del héroe cansado con la heroína.97 Por lo tanto, Sidi incluye los dos tipos de personajes femeninos revertianos fundamentales, con la particularidad de que se complementan, en cuanto que una de ellas substituye a la otra.

  1. Los reyes: al-Mutamán y Alfonso VI

Sidi presenta una imagen de al-Mutamán que, con toda probabilidad, se acerca mucho más a la realidad de lo que la historia ha querido reflejar. En efecto, fue un rey culto y refinado, como se aprecia en un diálogo con Rodrigo donde quedan claras sus diferencias en cuanto a gustos intelectuales (145), y, bajo su reinado, la Aljafería fue un próspero foco cultural, al igual que lo había sido con su padre, quien «reunió en su Corte un importante elenco de poetas y eruditos musulmanes y judíos, y él mismo cultivó la poesía y las ciencias» (Montaner, 1998: 24). Por el contrario, se ha tildado a su hermano al-Mundir de violento y brutal, fama tal vez inmerecida si consideramos que fue al-Mutamán quien siempre golpeó primero.98 Sidi refleja la tremenda virulencia con que atacó a su hermano, primero con la campaña que culminaría Rodrigo en Almenar (1082), y que Sidi adopta como gran batalla final, y, más tarde, con unas razias (mencionadas en 351) que desembocarían en la batalla de Morella (1084).

Por otro lado, y al igual que Raxida substituye a Jimena en la narración, al-Mutamán desempeña el papel que correspondería a Alfonso VI si éste no hubiese desterrado al Cid. Al fin y al cabo, Rodrigo se limita a servir a un señor, sea moro o cristiano, esté físicamente presente o sea una especie de «personaje fantasma» que sólo aparece por medio de analepsis en forma de recuerdos o como una suerte de ideal quijotesco al que mantenerse fiel. Por lo tanto, el rey musulmán y el cristiano cumplen el papel fundamental de catalizadores de la acción narrativa, pues, si al-Mutamán lanza al Cid a la guerra contra su hermano, el rey Alfonso lo destierra, obligándole a emprender la andadura sin la cual no habría forjado su leyenda. En fin, el paralelismo con las damas permite apreciar cómo el esquema subyacente de estos personajes está muy bien estructurado: dos personajes moros –al-Mutamán y Raxida– ocupan el lugar de los evocados «personajes fantasma» cristianos Alfonso y Jimena, en un juego de opuestos que provoca un contraste tan coherente como visualmente efectivo y estructuralmente cohesivo.

Conclusiones

Si Zorrilla supo compilar los episodios más memorables de la leyenda cidiana y adaptarlos al gusto romántico, Pérez-Reverte ha seguido sus pasos con éxito al componer esos mismos episodios desde un enfoque más realista, de ahí que el Cid de Sidi integre rasgos propios del héroe épico ideal con otros revertianos. Resulta obvio, tras nuestro recorrido por las múltiples fuentes que amalgama Sidi, que la lectura de esta novela constituye un repaso a los diversos campeadores que ha alumbrado la literatura española, desde la Historia Roderici a La leyenda del Cid de Zorrilla, pasando por el Cid reflexivo del Cantar y otro, más altivo, que protagoniza las Mocedades de Rodrigo o la Jura de Santa Gadea. Este Cid diacrónico está salpicado de unos rasgos nuevos, los del héroe cansado revertiano: es taciturno, añora el contacto carnal y amor de una mujer, y mantiene una fidelidad a Alfonso VI a medio camino entre los ideales de un iluso y el más estricto código de honor. Así, Pérez-Reverte hace suyo al Campeador mediante la hábil combinación de fuentes pretéritas con su propia producción literaria, lo que también le confiere rasgos propios de los héroes cansados revertianos, pues, como afirma Grohmann (2019a: 60),

estos héroes cansados puede que estén inspirados en parte en el arquetipo del héroe tradicional, pero también están alejados de él, adaptándose a las necesidades de un relato escrito a finales del siglo XX o principios del XXI que se inspira en los clásicos pero que carece en parte de su inocencia y pureza.

Sólo queda ya mirar al futuro y preguntarse cuál será la trascendencia de Sidi. Por supuesto, no faltarán estudios que aporten nuevas perspectivas y reflexiones que he omitido, como el posible simbolismo de los números, que se intuye si se tiene en mente cómo el Cantar de Mio Cid juega con algunas cifras, como el 2 (dos prestamistas judíos, dos infantes de Carrión, dos espadas, dos hijas…) o el mágico número 3 y sus múltiplos (cf. Aguirre, 1989): también en Sidi destaca la presencia del 3 (sesenta menciones), al igual que su múltiplo 12 («doce» o «docena» aparecen en veintidós ocasiones, y, como medida de referencia en «media docena», seis veces, lo que arroja un total de veintiocho menciones). Por regla general, Sidi asocia este último a grupos humanos, un tópico que se remonta a los Doce Pares de Francia y a la larga tradición épica de los equipos de doce hombres (cf. Boix, 2005a) o, como en el caso de Jesucristo y sus doce apóstoles, de doce más un líder. Esta formación ha pervivido hasta la literatura reciente en la novela de Michael Crichton Devoradores de cadáveres (publicada en 1976 como Eaters of the Dead) y que el gran público quizá conozca mejor en su versión cinematográfica, El guerrero n.º 13 (1999), dirigida por John McTiernan y protagonizada por Antonio Banderas. Sin embargo, no todos los grupos en Sidi están integrados por doce miembros ni todas las cifras parecen guardar un significado simbólico, por lo que tratar de hallar un patrón que diese sentido a todo ello no sólo trascendería los propósitos de este artículo, sino que tampoco aportaría mucho, pues, a estas alturas, creo que el entronque de Sidi con la tradición cidiana previa está fuera de toda duda.

Más allá del enfoque crítico, me permito aventurar que Sidi no caerá en el olvido, sino que, muy posiblemente, se convertirá en un texto cidiano de referencia. Al mirar atrás, se observa que el corpus literario cidiano fundamental está constituido por obras que no tratan episodios aislados, sino que compilan las aventuras del héroe, desde el Cantar de Mio Cid a El Cid de Anthony Mann, pasando por esas crónicas medievales que son auténticas enciclopedias sobre el Campeador, que fusionan historia y mito, como también lo hace La leyenda del Cid zorrillesca. Incluso los romances, que, individualmente, sí tratan episodios concretos del ciclo cidiano, cobran significado al compilarlos en forma de romancero. Por sus similitudes con los grandes textos dedicados a Rodrigo Díaz, Sidi debería correr una suerte pareja a estas obras de referencia y trascender el presente para convertirse en un nuevo clásico. En este sentido, es posible que su valor se comprenda dentro de muchos años, siglos quizá, pues tenemos por costumbre valorar siempre lo antiguo, pero no lo contemporáneo nuestro. Por eso, bien se puede afirmar que el estudio que aquí termina se adelanta a tal reconocimiento futuro: espero haber demostrado ya la importancia de Sidi dentro de la producción cidiana por aunar un ingente caudal de fuentes y perpetuar múltiples tópicos de la épica, además de reflejar las características de su protagonista a partir de la dualidad fundamental de sapientia y fortitudo, extensiva a otros miembros de la mesnada como Minaya Alvar Fáñez, Pedro Bermúdez o Diego Ordóñez. Entre todos ellos, como no podía ser de otro modo, destaca este nuevo Ruy Díaz, diferente al típico por sus rasgos de personaje revertiano, pero heredero también de la historia y leyenda del héroe medieval, dualidad que se plasma en su sobrenombre Sidi, tan diferente del tradicional Cid pero que, a la vez, remite a las raíces mismas de la leyenda.99

 

https://doi.org/10.51863/Storyca.2021.Boix

 

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