MEMORABILIA - VICENTE DE BEAUVAIS

VICENTE DE BEAUVAIS
TRATADO SOBRE LA EDUCACIÓN MORAL DEL PRÍNCIPE

Traducción del latín medieval y notas a cargo de Irina Nanu
Universitat de Barcelona
© Irina Nanu y Memorabilia: Boletín de literatura sapiencial

 

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Prólogo

     Vicente de Beauvais, fraile de la Orden de Predicadores, saluda en nombre de Nuestro Salvador a Sus Majestades Don Luis, con la gracia de Dios, Rey de Francia,[1] y Don Teobaldo, con la magnanimidad del Mismo, Rey de Navarra y Conde de Champaña,[2] varones de inigualable gloria y esmeradísima religiosidad, ilustrísimos señores y príncipes dignos del más alto honor y acatamiento.
     Tiempo atrás, cuando, por mandato de Vuestra Majestad, mi Señor Rey de Francia, desempeñaba el oficio de lector[3] en el monasterio de Royaumont, advirtiendo yo la diligencia con la que Vuestra Majestad y la real familia prestaban no solamente los oídos, sino también el alma a las palabras de mis sermones, se me ocurrió que sería útil reunir en un solo libro, ordenado por capítulos, algunas observaciones pertinentes a la educación de los príncipes y sus cortes, que antes había leído en varios tratados.[4]
     Además, tanto yo como los hermanos de la orden, quienes bien sabemos cuán poco hay sobre esta materia, contaríamos con una compilación de fácil alcance, a la que podríamos recurrir en el caso de que nos incumbiese aconsejar —en público o en particular— sobre cómo llevar una vida honesta y conseguir la salvación del alma, según cada estado en parte, esto es, príncipes, militares, consejeros, ministros, alguaciles, prepósitos[5] y demás oficiales del reino, sea que residan en la corte, sea que ejerzan cargos administrativos en las provincias.
     Fue en aquel entonces cuando, animado por Vuestra Majestad, mi Señor Rey de Francia, empecé a redactar dicho tratado, pero, con tantos otros asuntos urgentes, me vi obligado a interrumpirlo. Ahora, a petición de Vuestra Majestad, mi Señor Rey de Navarra, y a instancias de vuestro mensajero, el venerable fraile Humberto, prior y mentor de toda nuestra orden,[6] lo he retomado con la ayuda de Dios. No obstante, como me encuentro absorbido por tantos otros asuntos y, francamente, no hay manera de acelerar la redacción del tratado —tanto como yo quisiera—, os envío, por ahora, tan sólo la primera parte, ya acabada y ordenada por capítulos.

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I. Sobre el cuerpo del Estado

     Según muestra el Apóstol en Romanos XII, [5]: "Así nosotros, siendo muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, pero somos miembros unos de otros." En el mismo sentido, comenta Hugo en De sacramentis II: "La Santa Iglesia, es decir, la totalidad de los fieles se conoce también con el nombre de cuerpo de Cristo por haber recibido su espíritu, cuya participación se denomina con el mismo término. Los fieles, a su vez, reciben el nombre de cristianos, en cuanto partícipes de la unción de Cristo. La totalidad de los fieles comprende dos órdenes, los clérigos y los legos, que son como los dos lados de un mismo cuerpo. El lado izquierdo les corresponde a los legos, porque obedecen a la necesidad de la vida temporal; el derecho, a los clérigos porque regulan la vida espiritual. En cualquier sociedad organizada según esta distribución bipartita se han instituido dos autoridades diferentes, a saber, la seglar y la espiritual. El poder terrenal tiene como cabeza al príncipe; mientras que el espiritual, al Sumo Pontífice." Éstas son las palabras de Hugo.[1]
     No pienso insistir ahora sobre el poder espiritual. Más bien, me gustaría comentar brevemente sobre la educación moral de los que tienen las riendas del Estado. Según Plutarco, preceptor del emperador Trajano, "el Estado es algo así como un cuerpo animado por la gracia divina, que se rige por los principios de la suma equidad y se gobierna por el timón de la razón. El lugar del ánima le pertenece a la religión. El príncipe es la cabeza de este cuerpo, sujeto solamente a Dios y a sus vicarios en la tierra. El senado y los consejeros del príncipe ocupan el lugar del alma. Los proveedores del Estado, los jueces, los gobernadores de las provincias y los alcaldes de las ciudades reclaman para sí las funciones de los ojos, la lengua y los oídos. Las manos les corresponden a los oficiales y los soldados. Los que siempre asisten al príncipe se asemejan a los costados; los tesoreros del rey, al vientre; y los agricultores, a los pies."[2]
     Empecemos por la cabeza, esto es, el príncipe o, como dice el verso: "En Júpiter es el principio".[3] Y, si acaso escribiese algo que fuese de una verdad mordaz, no le causará, según espero, ninguna molestia a un lector prudente y, sobre todo, adepto de aquella verdad que no profiere adulaciones. Porque, según dice San Jerónimo en el Commentarius in Isaiam XI: "No se debe adular a los príncipes de semejante manera que se haga caso omiso de la verdad de las Sagradas Escrituras, ni se debe interpretar una discusión de carácter general en términos de afrenta personal."[4] De hecho, el sermón es como el libro que vuela del que podemos leer en Zacarías V, [1], porque de algo que vuela nunca se puede decir con exactitud dónde va a caer. Lo mismo se puede afirmar con respecto a las invectivas del sermón, según San Jerónimo en su Epistula ad Neopacianum: "La discusión sobre los vicios es de carácter general; si alguien se siente ofendido por lo que digo, él mismo admitirá que se reconoce en mis palabras."[5] Éste es el significado de III Reyes XXII, [34], donde se lee que un sirio disparó al azar la flecha de su arco e "hirió al rey de Israel entre las junturas de la coraza". De hecho, la verdad es siempre amarga y molesta para los mentirosos y los hiere en lo más hondo de sus almas. Como dice San Agustín en sus Confessiones, todos los hombres aman la verdad mientras los alumbre con su luz, pero la mayoría la odian cuando los reprende.[6] En el mismo sentido dice Terencio en Andria: "Los regalos traen amigos; la verdad, odio."[7] Y Salomón en Proverbios XV, [12]: "El insolente no quiere que lo reprendan." También se nos dice en Amós V, [10]: "Han abominado del que les hablaba la verdad." Lo mismo dice San Bernardo en su Apologeticus: "Cuando censuro los vicios, sé muy bien que ofendo a los viciosos."[8] Asimismo, me gustaría recordar, con San Bernardo, aquella famosa máxima gregoriana: "Que se desate todo un escándalo, pero que se oiga la voz de la verdad."[9] Y lo que dice Séneca en De clemencia: "Prefiero ofender con verdades a complacer con falsedades."[10] En la misma dirección dice el Apóstol a los Gálatas IV, [6]: "¿Y ahora he pasado a ser enemigo vuestro sólo por haberos dicho la verdad?" Como dicho queda, los hombres de carácter no se deben irritar ni indignar por la verdad, sino, más bien, congratularse con ella, como se infiere de I Corintios XIII, [6]: "El amor se alegra de la verdad." Lo mismo se dice en Proverbios IX, [8]: "No reprendas al escéptico para que no te odie; reprende al sabio y te amará." También Proverbios XV, [32]: "Quien desecha la instrucción menosprecia su propia alma; pero el que se somete a las correcciones se enseñorea de su corazón." Dicho de otro modo, escuchar la reprensión equivale a estar de acuerdo con el adversario, según el precepto del Señor en Mateo V, [25]: "Procura conciliarte con tu contrario [mientras estás con él por el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez te entregue al alguacil, y te metan en la cárcel]." Según San Agustín, nuestro adversario es el sermón, porque condena nuestros vicios y placeres carnales, y, ante las invectivas del sermón, nos tenemos que mostrar obedientes, esto es, aceptar las reprensiones con sumisión y corregir nuestra conducta moral según las recomendaciones que se impongan.[11] Por lo demás, el sermón nos pone delante del Juez, es decir, nos descubre la causa de nuestra condena, según Juan XII, [48]: "[Quien me menosprecia y no recibe mis palabras ya tiene juez que lo juzgue:] la palabra que yo he predicado, ésa le juzgará en el último día." Y Apocalipsis XX, [12]: "Y los muertos fueron juzgados según el contenido de los libros, cada uno según sus obras." Es por eso por lo que se dice en Santiago III, [17] que la sabiduría celestial es conciliadora y llena de buenos frutos. Y, por el contrario, se nos dice en Eclesiastés I, [18] que la sabiduría vanidosa no admite corrección: "Cuanta más sabiduría, más pesadumbre."

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II. Sobre la institución de la monarquía

      El término princeps significa, aproximadamente, 'el ciudadano más importante del Estado', 'el primero que coge' o 'el que tiene la primacía'.[1] Este concepto político no se debe a la jerarquía de la primitiva sociedad humana, organizada según principios igualitarios, sino a la ambición de los infieles, alimentada por una creciente maldad. Nimrod, del linaje de Cam, fue el primero en atribuirse prerrogativas monárquicas y, a este fin, consiguió ganarse los ánimos de los suyos. Del cual se lee en Génesis X, [8-9] que fue "el primer héroe sobre la tierra, un cazador valiente delante del Señor", esto es, verdugo y opresor de los hombres, cegado por la sed de poder. Ocupó el trono de la ciudad de Babilonia, donde reinó sobre los hijos de Cam. "Siguiendo su ejemplo", según narra la Historia, "Jectán se proclamó rey sobre los hijos de Sem; y Sufene, sobre los de Jafet." Además, Nimrod obligaba a los hombres a idolatrar y adorar el fuego. De modo que, años después, al fallecer Belo, hijo de Nimrod, su hijo Nino se hizo una estatua del padre con la esperanza de apaciguar el dolor causado por su desaparición. Tanta reverencia le mostraba que hasta perdonó a unos reos que se habían refugiado allí. Los hombres de su reino, a su vez, empezaron a otorgar honores propios de los dioses a la estatua y la mayoría, siguiendo a Nino, consagraron estatuas en memoria de sus muertos queridos. De donde se dice en Sabiduría XIV, [21]: "Esto se convirtió en lazo para los vivientes; porque los hombres, víctimas de la desgracia y de la tiranía, impusieron el nombre incomunicable a las piedras y a los leños."
     ¡Cuántos males ha ocasionado la sed de poder! Y todo esto surgió entre los gentiles. Dominados por la misma ambición de poder, los primeros reyes de los egipcios y de los griegos no sólo se apropiaron el dominio sobre los demás pueblos de sus reinos, sino que también sometieron y, según el caso, hasta derribaron los reinos vecinos. Después de la famosa caída de la ciudad de Troya, parte de los troyanos que sobrevivieron a la victoria de los griegos se marcharon con Eneas a Italia, donde fundaron el Imperio Romano; otra parte, unos doce mil, llegaron, bajo el mando de Antenor, hasta las extremidades de Panonia, junto a la laguna Meotides; allí edificaron una ciudad, a la que le pusieron Sicambria en memoria de su propio pueblo, donde se quedaron durante muchos años y se fundieron en un pueblo poderoso. Y, entre las numerosas expediciones que organizaban en territorio romano, dejaron huellas de su ferocidad incluso en las Galias.[2]
     Ascanio, hijo del susodicho Eneas, tuvo de su hijo Silvio un nieto llamado Bruto. Su madre murió en el parto, mientras que a su padre lo mató, por casualidad, en una caza. Aborrecido por sus parientes, fue expulsado de Italia y se fugó a Grecia, donde obtuvo por sorteo el mando de los cautivos troyanos de allí. Le reclamó al rey, al principio reticente, el derecho de ir a otros pueblos y, después de casarse con su hija, cargó más de trescientas naves y empezó a recorrer los caminos del mar. Sin embargo, mientras estaban pasando por África y Mauritania, cambiaron de rumbo y se encaminaron hacia Aquitania, donde estalló un terrible combate con los galos, que, en aquel entonces, tenían diez reyes. Después de matar a gran parte de ellos, Bruto se volvió con los suyos a las naves. Finalmente, llegaron a la isla prometida, territorio de los gigantes del sol, con los cuales se tuvo que enfrentar en numerosas ocasiones. A la isla le puso, por su nombre, Bretania y sus habitantes pasaron a llamarse britones o britanos, hoy en día conocidos como ánglicos.
     Los godos primero habitaron Escancia, una isla de Escitia. Pero, descontentos con esta posesión, salieron de allí bajo el mando del Rey Berrith y, recorriendo islas y territorios vecinos, provocaban a sus pueblos al combate y los sometían con sólo el terror de su nombre. Ahora bien, en tiempos del emperador Decio, pasaron al otro lado del Danubio bajo el mando del Rey Guina y se convirtieron en una seria amenaza para el Imperio Romano. Se precipitaron contra los romanos y, provocados por Decio, arrasaron su ejército. A raíz de estas victorias y de su constante superioridad en las luchas contra los caudillos romanos, infundieron terror a todo el Imperio. Los vándalos, oriundos de Escitia, vencidos por los godos, empezaron a invadir tierras ajenas que, sin embargo, una vez conquistadas, no pudieron guardar. Por último, en tiempos del emperador Valiente, los hunos, que también devastaban Escitia como unos salvajes, aprovecharon las luchas intestinas que había entre los godos, invadieron sus tierras de improviso y, una vez los vencieron en la guerra, los hicieron esclavos o los echaron de sus casas. De esta manera, los godos, que tantos pueblos habían enseñoreado, se vieron sometidos por los hunos. Y tanto acrecentaron su poder que todos los pueblos que servían a los godos admitieron su autoridad. De esta manera, los hunos trabajaron durante unos ochenta años para el hundimiento y la ruina del mundo.
     De la misma manera, Ciro, rey de los persas, dominado por la ambición de poder, venció a Astiages, rey de los medas, que era su abuelo materno, y trasladó el reino a los persas. Como sometía a todos contra quienes iba, conquistó a los asirios y la ciudad de Babilonia, una de las más ricas y poderosas, y, después de matar a Baltasar, obtuvo la monarquía.
     Alejandro, rey de los macedonios, se alzó contra Darío, hijo de Arsanes, y, después de vencerlo, su increíble sed de poder le hizo anhelar el dominio del mundo entero. Fue por eso por lo que le contestó a Anaxarco, uno de sus compañeros, el cual sostenía la tesis de Demócrito sobre una infinidad de universos: "¡Ay, mísero de mí, que hasta ahora no he podido apoderarme ni siquiera de uno solo!" De hecho, cuenta Quinto Curcio que uno de los nobles de su cortejo le comentó: "Si los dioses hubiesen querido que tu cuerpo se igualase a la avidez de tu alma, no tendrías dónde estar en este mundo, ya que con una mano alcanzarías el Levante y, con la otra, el Occidente. ¿Acaso no sabes que los árboles tardan años en crecer, pero que se pueden arrancar en un solo instante? Un león se puede convertir en comida de unos pobres pajarillos y nada es tan firme como para no verse amenazado por lo más débil. En suma, si eres dios, brinda tu protección a los mortales y no les quites los beneficios de los que gozan; sin embargo, si eres hombre, nunca se te olvide quién eres. Es estúpido acordarte solamente de aquellas cosas que hacen que te olvides de ti mismo."[3] En la misma dirección, cuenta San Agustín, en De ciuitate dei IV, cómo Dionides, un jefe de piratas, fue cautivado por Alejandro mientras estaba recorriendo la costa del Mar Mediterráneo con sus barcos. Preguntado por Alejandro: "«¿Para qué te sirve una posesión tan hostil del mar?», el pirata le contestó: «Exactamente para lo que te sirve a ti el dominio del mundo entero. Sólo que yo, porque lo hago con este maldito barco, soy ladrón. En cambio tú, que lo haces con toda una escuadra, eres emperador.»" Éstas son las palabras de San Agustín. Y, nunca mejor dicho, añade: "En la ausencia de cualquier forma de justicia, ¿qué otra cosa son los reinos sino unos verdaderos actos de bandidaje? Y, de igual manera, los actos de bandidaje son como unos pequeños reinos."[4]
     Después de la huida del senado y de Pompeyo, Julio César sometió las Galias, se apoderó de toda Roma y se atribuyó el título de emperador, que se ha transmitido, de forma ininterrumpida, hasta nuestros días.
     Sin embargo, como observa San Gregorio en su Regula pastoralis: "Nuestros antepasados no fueron reyes sobre los hombres, sino pastores de sus rebaños. Y se les dice a Noé y a sus hijos: «Todos los animales de la tierra os temerán y os respetarán.» Y, claro está, no se trata del temor entre los hombres, porque buscar el temor del prójimo iría contra la naturaleza." Éstas son las palabras de San Gregorio.[5] En el pueblo de Dios no hubo ningún rey hasta los tiempos de Samuel. Y se les acusa gravemente de la petición que hicieron, según I Reyes VIII, [7]: "Obedece la voz del pueblo en todo lo que te diga, porque no te han rechazado a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos." Mientras tanto, en los demás pueblos había reyes. Por lo cual se nos dice sobre la institución del rey en Deuteronomio XVII, [14-15]: "Cuando hayas entrado en la tierra que te da el Señor, [tu Dios, te hayas posesionado de ella y vivas en ella]: «Yo quiero poner sobre mí un rey como lo tienen todas las naciones comarcanas.» Pondrás a aquél [que el Señor, tu Dios, señale de tus hermanos. No podrás alzar por rey a hombre de otra nación y que no sea tu hermano.]" De donde se sigue que Dios no recomienda que el hombre sea instituido rey sobre su propio pueblo, sino que, si el pueblo pide la institución de un rey, que éste sea elegido y se comporte según allí se muestra. En el mismo sentido, dice San Agustín: "Nos podemos preguntar por qué el pueblo de Israel ofendió a Dios cuando pidió un rey, puesto que Dios mismo se lo permitió por ley."[6] Dice Samuel al pueblo en I Reyes XII, [17]: "Pues bien, voy a invocar al Señor y él mandará truenos y lluvia, para que sepáis y veáis el gran mal que le habéis hecho a los ojos del Señor al pedir para vosotros un rey." Y lo que dice Dios en Oseas XIII, [11]: "Un rey en mi cólera te he dado." Con todo, el estado de rey no le es en absoluto odioso a Dios: de hecho, los reyes y los príncipes reinan gracias a él, según se lee en Proverbios VIII, [15-16] y en sus manos están todas las leyes de los reinos, según Daniel, IV, [14]: "El Altísimo domina sobre el imperio de los hombres; a quien quiere se lo da y eleva a él al más humilde de los hombres."
     Así pues, aunque el pueblo de Israel pecó contra la voluntad de Dios al pedir un rey, Saúl y su linaje, que fueron elegidos por voluntad divina, hubieran permanecido en el trono si no hubiesen ofendido a Dios con su soberbia. En cambio, David, porque se sujetó a Dios, guardó el reino para él y sus hijos. Por fin, en la primitiva Iglesia, no hubo ningún fiel que fuese nombrado rey o emperador, sino que, anteriormente, Constantino Magno se quedó las prerrogativas imperiales que había obtenido antes del bautismo. De la misma manera, Clovis, rey de los francos, convertido a la fe cristiana cuando ya era rey, se guardó la dignidad real para sí y sus hijos, según Corintios VII, [20]: "Que cada uno permanezca en la condición que Dios le ha asignado, la que tenía cuando fue llamado."

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III. En virtud de qué necesidad los hombres deben ser regidos por hombres

     Dada la precariedad de este siglo, la monarquía —a pesar de tener sus inicios en el mal— se debe mantener para que los que obran mal sean corregidos por castigos, mientras que los que obran bien sean premiados y recompensados, según se dice en Romanos XIII, [3]: "Los gobernantes no están para amedrentar a los que obran bien, [sino a los que obran mal]"; y I Pedro II, [13-14]: "Sed sumisos a toda autoridad humana por amor al Señor: al emperador como soberano, a los gobernadores como delegados suyos para castigar a los que obran mal y premiar a los que obran bien." En el mismo sentido, comenta San Gregorio en su Regula pastoralis: "La naturaleza engendró iguales a todos los hombres, pero la culpa los fue diferenciando según el distinto grado de sus pecados. Ahora bien, el juicio divino halló una compensación a la diversidad surgida de la culpa, esto es, que los hombres sean regidos por hombres, puesto que no pueden vivir en condiciones igualitarias. Por tanto, los gobernantes no deben interpretar su poder como una forma de superioridad, sino de igualdad y, en vez de alardear de su primacía, se deben mostrar útiles a sus súbditos."[1]
     Como es consabido, la igualdad de los seres humanos que al principio dictaba la ley natural implicaba la posesión común de todos los bienes. Caín fue el primero en apropiarse bienes de posesión común, cuando, cegado por la avaricia, delimitó la tierra y amuralló su ciudad y, de este modo, pecó como un criminal. Siguiendo sus pasos, Nimrod, fue el primero en atribuirse prerrogativas de rey. Éste pecó por codicia; aquél, por ambición. Y los dos obraron mal, porque violaron la ley natural, que había sido instituida por voluntad divina. En este mismo sentido, comenta San Agustín en su Encheridion: "Dios omnipotente, gracias a su dispensación, no permitiría ningún tipo de acción perniciosa si no fuese tan poderoso y tan clemente como para convertir el mal en bien."[2] Más aún, consideró mejor convertir el mal en bien que no permitir en absoluto el mal. De esta manera, convirtió el mal que aquéllos habían hecho en saludables instituciones de la sociedad humana. De hecho, si ahora mismo, en este estado tan corrupto de la naturaleza humana, con tanta maldad, todavía existiese la posesión común, todo se disiparía y el Estado se disolvería. Y, si no fuese por el poder monárquico, los hombres terminarían lacerándose entre sí. Pero la divina providencia, mostrándose tolerante ante acciones malas o surgidas del mal, se vio obligada a admitirlas a causa de la precariedad de este siglo. En conformidad con este nuevo estatuto, promulgó leyes contra el hurto y el homicidio. Sin embargo, si aún estuviese vigente la propiedad colectiva, el hurto y la rapiña no irían contra el derecho natural, que permitía que cada uno se apropiase del bien que quisiera, como si fuese suyo. Asimismo, si los hombres hubiesen permanecido en el estado de igualdad e inocencia de su primitiva naturaleza, no habría por qué prohibirles el homicidio ni el adulterio. Aunque en aquel entonces la ley natural venía respaldada por el estado de inocencia o naturaleza bien dispuesta, hoy por hoy también podemos reconocer este mismo instinto natural en el deseo con el que se contempla y se ansía la beatitud del reino celeste, donde todo será común y todos los reinos se convertirán en uno solo, el de Dios, según Corintios XV, [24, 28]: "Entonces vendrá el fin, cuando él destruya todo señorío, todo poder y toda fuerza y entregue el reino a Dios Padre. Cuando todo le esté sometido, entonces también el Hijo se someterá al Padre, que le sometió todo a él para que Dios sea todo en todas las cosas." Evidentemente, la propiedad común y la igualdad se deben entender no en el sentido de que todos reciban las mismas recompensas, sino más bien en el de que estarán bajo el dominio de un solo Dueño.
     Tal como pecó Nimrod cuando asió el reino sobre los hombres, lo hizo el pueblo de Israel al pedir otro rey que no fuese el Señor. Sin embargo, Dios, gracias a su dispensación, satisfizo su deseo de pusilanimidad, pero no recomendó, según ya hemos visto en San Agustín,[3] la institución de un rey, sino que "se la permitió a los que la pidieron impacientemente", diciendo a Samuel en I Reyes VIII, [7]: "Obedece la voz del pueblo en todo lo que te diga, porque no te han rechazado a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos." He dicho gracias a su dispensación, porque Dios no lo hubiese permitido de manera alguna si no hubiese entrevisto que su desordenado deseo podía rendir cierta utilidad. Según dice San Gregorio en Moralia in Iob: "Dios, que ordena las acciones de los mortales con su justicia y misericordia, admite algunas de sus acciones con benevolencia; otras, con ira; y aquellas que admite con ira, las tolera siempre y cuando se puedan aprovechar. De donde se deduce que lo que se hace contra la voluntad de Dios no le es contrario, porque, mientras tenga el poder de convertir las acciones humanas de malas en buenas, cualquier acción, por reprobable que sea, puede ser aprovechada. Por lo cual se ha dicho: «Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman.»" Éstas son las palabras de San Gregorio. Y pone el ejemplo de José, que fue vendido por sus hermanos: "José había visto en sueños que las gavillas de sus hermanos se inclinarían ante la suya y que el sol, la luna y las demás estrellas se postrarían ante él. Sus hermanos temieron caer bajo su dominio, así que lo echaron en un pozo y lo vendieron a los ismaelitas. Años después, los que lo habían vendido porque no querían adorarlo, llegaron a adorarlo justo porque lo habían vendido y, completamente arrepentidos, cumplieron así la voluntad de Dios." Éstas son las palabras de San Gregorio.[4] Y Dios hizo esto no sólo para el bien de José, sino también para ayudar a sus hermanos. Según él mismo les dice en Génesis, XLV, [5]: "No temáis, [ni os desconsoléis por haberme vendido por estas regiones]: porque, para conservar vuestras vidas, dispuso Dios que viniese yo antes que vosotros a Egipto." También en el último capítulo del mismo libro: "Vosotros pensasteis hacerme mal; pero Dios lo convirtió en bien." Es evidente que incluso los que se empeñan en resistir a la divina providencia, terminan complaciéndole, porque, según San Gregorio: "Todos los resultados de los esfuerzos humanos trabajan al servicio de la divina providencia."[5] Sobre lo cual se lee en Proverbios, XXI, [30]: "Ni sabiduría, ni inteligencia, ni consejo existen ante el Señor."
     Por eso he dicho que Dios, gracias a su dispensación, aceptó la petición de los judíos, porque, muchas veces, se pone al nivel de los débiles y malhechores de tal manera que, por un lado, les lleva la corriente y, por otro, obra para su salvación. Por ejemplo, comenta San Juan Crisóstomo en sus Homeliæ in Matthæum VI: "Leemos que los filisteos cumplieron el consejo que sus adivinos les habían dado sobre cómo devolver el arca de Dios en un carro nuevo, tirado por dos terneras indómitas. Dios, con su conocida condescendencia, confirmó la previsión de los adivinos y no consideró indigno de su grandeza llevar a realización sus palabras. Y lo hizo precisamente para que se viese la veracidad de su consejo. Porque era una prueba más de su grandeza que sus propios enemigos viniesen a testificar a favor de su virtud y que los mismos maestros de la gentilidad aportasen una prueba tan concluyente de su inmensa potestad. Otra prueba de su dispensación la tenemos en la nigromante que, a petición suya, evocó a Samuel. Y se pueden encontrar muchos otros casos similares de dispensación divina. Por ejemplo, la misma dispensación se manifestó en el caso de los Reyes Magos, a quienes mostró la ingente y brillante estrella para atraerlos con su magnitud, belleza y novedad del curso. De hecho, fue gracias a su dispensación que se mostró condescendiente con los Reyes Magos y no los llamó ni por profetas, ni por ángeles, sino por algo que les fuese familiar. Y si acaso alguien considera que fue indigno llamar a los Reyes Magos por una estrella, no hará más que reprobar, de este modo, las ceremonias, los ritos, las purificaciones y el templo de los judíos. Porque todas estas tradiciones tenían sus orígenes en la tosquedad de los gentiles. Pero, para salvar a los que vivían en error, Dios aceptó ser adorado de la misma manera que antes se había adorado a los demonios, sólo que introdujo algunos cambios en el culto. Hizo lo mismo en el caso de los sabios a los que llevó al pesebre guiados por la estrella, pero a quienes habló después por boca de un ángel, para que, poco a poco, les pudiese conferir más dignidad." Éstas son las palabras de San Juan Crisóstomo.[6]
     Lo mismo se debe entender del reino de los judíos, porque tanto su organización política como su vida religiosa prefiguraban la venida de Cristo como Rey y Sacerdote. Sin embargo, según se nos dice, los judíos instituyeron un sacerdote para servir a Dios y un rey para administrar la justicia. Dios, gracias a su dispensación, admitió tanto al rey como al sacerdote. Ahora bien, toleró la decisión de los judíos para corregirla después. En el mismo sentido aconseja San Bernardo al Papa Eugenio que las pompas pontificales, surgidas de los ritos de los gentiles y no de la doctrina evangélica, y que pasaron a los pontífices romanos por largueza de Constantino, no deben constituir objeto de deseo, sino que se deben tolerar por la precariedad de este siglo. Y le dice: "Pedro, cuya silla ocupas, jamás apareció con joyas y vestidos de seda, ni cubierto de oro, ni llevado por caballos blancos, ni escoltado por soldados, ni seguido por criados ruidosos. Aun así, estaba convencido de que, lejos de todo lujo, podía cumplir perfectamente el mandato que se le había encargado: «Apacienta mis ovejas.» Desde este punto de vista, eres más bien sucesor de Constantino que de Pedro. Y te aconsejo que todo esto no lo reclames como un derecho, sino que lo toleres por la precariedad de este siglo." Esto es lo que dice San Bernardo.[7]

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IV. En virtud de qué derecho se pueden guardar los reinos usurpados antiguamente

     Puesto que, según dicta la ley humana, las posesiones adquiridas a escondidas o por la fuerza no se pueden usucapir, muchos se preguntan en virtud de qué derecho los reyes de hoy pueden guardar sus reinos, como ya he dicho, usurpados o conquistados por sus predecesores. A tal efecto concurren cuatro circunstancias que les confirman el derecho sobre sus reinos, a saber, la dispensación de la gracia divina; el consenso o voto del pueblo; el asentimiento de la Iglesia; la ley prescriptiva y la buena fe de tantos siglos de historia.
     Con esto me refiero exclusivamente a los reinos de los cristianos y, en ningún momento, a los reinos paganos. Según dice San Ambrosio en su Commentarius in Epistulam ad Corinthios I, los matrimonios de los infieles no son válidos y, analógicamente, es de suponer que tampoco lo son sus reinos, a pesar de que nada le sea ajeno a la divina providencia que, de forma disimulada, brinda su dispensación incluso a los paganos. Según está escrito, la vida de los infieles es pecado, y el pecador, según San Agustín, no es digno del pan que come, de donde se sigue que los infieles tampoco son dignos de reinar sobre los hombres. Aún más, según dicen los santos, el hombre ha sido engendrado para servir a Dios y el mundo para servir al hombre, y es obvio que sólo los fieles, en cuanto servidores de Dios, tienen derecho a reinar en este mundo. Por lo cual dice el Apóstol a los fieles en I Corintios III, [22-23]: "Todo es vuestro; vosotros de Cristo y Cristo de Dios." En el mismo sentido, comenta San Agustín: "Bienaventurada la religión cristiana, que lo posee todo en cada uno de sus poseedores."[1] Por esta razón he dicho que los reinos de los infieles no tienen validez, porque, por un lado, no son dignos de reinar; por otro, como Dios se lo permita según el grado de sus pecados, se consolidan los propios reinos fraudulenta y violentamente, y, si se da la posibilidad, llegan a invadir como unos salvajes reinos ajenos, sin miramientos al temor de Dios ni a la justicia. Por lo cual, el profeta Habacuc, silenciando la intervención oculta de Dios en tales casos, grita con voz lastimera: "Tú tratas a los hombres como a los peces del mar", donde el más fuerte aplasta y devora al más débil, como si fuese un reptil sin cabeza.
     Sin embargo, si alguno de los infieles es nombrado rey por consentimiento del pueblo y no excede los límites de su territorio, entonces su reino tiene validez jurídica. Éste es el concepto que se debería tener del Imperio Romano, el cual, al principio, llevó una agresiva política expansionista determinada por la sed de poder, pero, después, se ganó el apoyo de los pueblos integrantes que, incluso, aceptaron espontáneamente las leyes que los romanos habían recogido de las palabras de varios sabios. Lo mismo se debe pensar del reino de los francos, del de los ánglicos y, evidentemente, de los demás reinos cristianos.
     Cuando la historia universal y, sobre todo, la de la Antigüedad no nos aportan suficientes testimonios, nos tenemos que apoyar en la autoridad de la Iglesia, que aprobó y confirmó el reino de los conversos a la fe cristiana. De hecho, la autoridad de la Iglesia y el consentimiento del pueblo son lo único que vale en tales casos. Dice el Papa Clemente, acerca de la autoridad de la Iglesia, que San Pedro exhortaba tanto a los príncipes como a sus súbditos a obedecer a los obispos. Él mismo, en calidad de emperador terrenal, dice en el tercer libro de su códice: "Es patente que en cualquier caso de dudas, lo único que vale es la autoridad de la Iglesia Católica, confirmada por toda la serie de obispos que se han sucedido desde la institución de los Apóstoles hasta nuestros días, así como por el consentimiento de tantos pueblos."[2] En verdad, hay Sumos Pontífices que han confirmado o, según el caso, infirmado a los emperadores romanos, por ejemplo el caso del Papa que depuso a Hilderico, rey de los francos. Hizo esto aconsejado por los grandes de aquel reino, lo que no se aplica para el emperador romano. De hecho, la deposición del emperador le corresponde por derecho al Papa, ya que el emperador es su vasallo y del Papa depende su examen y confirmación. Dice Inocencio III que Dios ha puesto en el cielo, esto es, en la Iglesia universal, dos grandes astros, que simbolizan las dos autoridades instituidas por él: la pontifical y la real. El astro que alumbra el día, que es símbolo de lo espiritual, es más grande; mientras que el que alumbra la noche, que es símbolo de lo carnal, es más pequeño. De modo que la distancia que mide entre el sol y la luna se puede equiparar perfectamente a la diferencia que hay entre los Pontífices y los reyes.[3]
     Aunque Galia fue antiguamente conquistada por los romanos, no recuerdo haber leído en ninguna parte que los francos —de donde el nombre de Francia— la restituyesen a los romanos después de que viniesen de Sicambria y ocupasen Galia. Y leemos en las crónicas que, desde que San Remigio bautizó en la gracia de Dios al rey Clovis y a sus súbditos, el linaje de Clovis reinó en paz hasta el año 750, sólo que durante unos ochenta años a partir del reinado de Clotario y Santa Baltida, el poder real, que había perdido el valor de antaño, se administró por mayordomos. Y fue así como Pipino, mayordomo del rey Hilderico, fue ungido rey junto con su esposa e hijos por el Papa Esteban en la iglesia de San Dionisio. Su linaje, que había recibido la bendición perpetua del Papa, duró en el trono de los francos hasta el año 926, cuando Hugo Capeto, Conde de París y Mariscal de Francia, invadió el reino y lo trasladó de la dinastía carolingia al linaje de los condes parisienses.
     Se puede leer en las crónicas de los Santos Ricardo y Valerico cómo sus reliquias fueron trasladadas de sus propias iglesias a la iglesia de San Bertino, donde, por temor a los normandos y daneses, fueron guardadas en un lugar de mayor seguridad. Pero, cuando en tiempos de Carlomagno los normandos se convirtieron a la fe de Cristo, las reliquias de los dos santos se tenían que devolver a sus iglesias. Pese a la insistencia de los monjes de allí, los de San Bertino no las quisieron devolver. Entonces San Valerico se le apareció a Hugo Capeto en sueños y le dijo: "Ve a hablar con Arnulfo, Conde de Flandes, y dile que devuelva nuestras reliquias, que tiene en San Bertino, a nuestras iglesias." Preguntado por Hugo quiénes eran él y su compañero, le contestó: "Yo me llamo Valerico y mi compañero es Ricardo. No tardes en cumplir lo que Dios te pide en mi persona y no disimules." Acto seguido, Hugo fue a ver a Arnulfo y le expuso lo que se le había mandado. Pero Arnulfo, por soberbia, se negó a devolver las reliquias de los santos. Entonces Hugo le dijo con firmeza de ánimo: "Tú procura devolver las reliquias de los santos tal día y en tal lugar. Si no lo haces ahora y de buena fe, más tarde lo harás contra tu voluntad." Asustado por las palabras y, sobre todo, por el poder de Hugo, Arnulfo encargó dos ataúdes de oro y plata en los cuales puso las reliquias de los santos y, el día establecido, los envío con un numeroso ejército armado a Mosteriolo, donde Hugo tenía su campamento. Hugo restituyó las reliquias de los santos a sus respectivas iglesias. La noche siguiente, San Valerico se le apareció a Hugo en sueños y le dijo: "Como has cumplido con tanta diligencia lo que se te ha ordenado y nos has devuelto a nuestras iglesias, tú y tus sucesores reinaréis sobre los francos por siete generaciones." En no pocos libros, sin embargo, se lee siempre en vez de siete, pero se puede demostrar que entre Hugo y Luis, hijo de Felipe, hay exactamente siete generaciones. Porque Hugo engendró a Roberto, Roberto a Enrique, Enrique a Felipe, Felipe a Luis el Gordo, Luis el Gordo a otro Luis, éste a Felipe, que tuvo a otro Luis con Isabel, hija del Baldovino, conde de Hainault. Este tal Baldovino era del linaje de Hermenegarda, hija de Carlos el Simple, hasta quien en el trono sólo había habido sucesores de Pipino y Carlos. Como Luis sucedió a su padre en el trono, el reino volvió a la dinastía carolingia. De la historia de los dos santos que acabo de relatar se puede ver cómo dicho traslado del reino fue fruto de la voluntad divina.[4]
     Lo mismo se puede decir de la división del reino de Salomón, sobre la cual leemos en III Reyes XII, [20-21]: Dios le quitó a Roboán diez de sus tribus y se las dio a Jeroboán. Por lo cual Roboán quiso luchar con Jeroboán, pero Dios lo prohibió por medio del Profeta Semeia, diciéndoles: "No vayáis a luchar contra vuestros hermanos, pues esto ha sucedido porque yo lo he querido." Y dicha división tuvo varias causas: en primer lugar, el pecado de David hacia Urías, según se lee II Reyes XII, [9-11]; en segundo lugar, la división de la posesión de Misiboset, según la Glosa de San Jerónimo y II Reyes 19, [29-30]; en tercer lugar, la prevaricación de Salomón; en cuarto lugar, la estulticia y soberbia de Roboán, quien, al desdeñar el consejo de los ancianos y al seguir el de los jóvenes, quiso agravar el yugo sobre el pueblo; finalmente, la voluntad divina como causa eficiente, lo que no excluye las causas anteriores. Del mismo modo, el traslado del reino de los francos tuvo como causa eficiente la voluntad divina, pero también concurrieron otras causas —sea manifiestas, sea ocultas—, por parte de los príncipes o pueblos. En la historia de los aquitanos se lee que el linaje de Carlos fue maldecido porque, en vez de edificar iglesias, las descuidaba. Pero dejemos esto al juicio de Dios, quien cambia los tiempos y traslada los reinos según los pecados de los hombres. Es exactamente lo que se nos dice en Eclesiástico X, [8]: "El imperio pasa de unas naciones a otras a causa de la injusticia, el orgullo y la avaricia." Y, en el mismo sentido, [Eclesiástico X, 17]: "Derribó Dios los tronos de los príncipes soberbios y colocó en su lugar a los humildes."
     Leemos en el Canon XV, que "el Pontífice Romano absolvió a muchos del juramento de fidelidad, mientras que a otros los depuso de sus cargos."[5] El Papa Zacarías cesó al rey de los francos no tanto por sus enemistades, cuanto por su inutilidad, y nombró rey a Pipino, padre de Carlomagno, y absolvió a todos los francos del juramento de fidelidad hacia el rey." De hecho, Hilderico, el último rey del linaje de Clovis, fue depuesto por Zacarías y tonsurado monje. Pipino, nombrado rey por la autoridad del mismo Papa, fue ungido y consagrado por el arzobispo San Bonifacio, y recibió para él y sus sucesores la bendición perpetua del Papa Esteban. Aunque en las crónicas se puede leer que Hugo Capeto, Mariscal de Francia, usurpó el reino de los francos, la historia que he relatado nos muestra que lo recibió por voluntad divina. De la misma manera, Santiago no raptó la primogenitura de su hermano, sino que la recibió como suya.

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V. Que todo poder terrenal es concesión del poder divino

     Es caso resuelto que todo poder terrenal es concesión de Dios, según dice el Apóstol en Romanos XIII, [1]: "Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, [porque no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios]." Palabras que la Glosa matiza de la siguiente manera: "Que cada uno se someta voluntariamente a las autoridades que están en el poder. Aunque la tendencia a hacer daño sea propia de la naturaleza humana, el poder tanto de los buenos como de los malos, sólo puede ser concedido por Dios. Y los que hay han sido puestos por Dios, es decir, puestos racionalmente por Dios." Esto es lo que se explica en la Glosa.[1]
     De donde se sigue que, en este mundo, tanto los buenos como los malos deben su poder a la divina providencia, y esto según los pecados de los pueblos. En este sentido, habla Elihú sobre el orden de Dios: "Él es el que permite que entre a reinar un hipócrita, por causa de los pecados del pueblo." Sobre el mismo tema comenta San Gregorio: "Dice el Señor, en otro sitio, por boca del Profeta: «Un rey en mi cólera te he dado, y en mi furor te lo vuelvo a quitar.» Y me pregunto por qué tanto desdeñamos la autoridad de aquéllos que Dios nos dio en su furor. Porque el talante de los gobernantes está directamente relacionado con los pecados de los súbditos, tanto que, muchas veces, los que, inicialmente, parecen buenos, cambian de ánimo después de obtener el poder, como es el caso de Saúl, cuya subida al trono determinó un cambio radical en su personalidad: «¿No es cierto que, siendo tú bien poca cosa, has llegado a ser jefe de todas las tribus de Israel? ¿Por qué no has obedecido la orden del Señor?» Dicho de otro modo, la manera de ser de los súbditos influye decisivamente en la personalidad de los gobernantes, de suerte que, por culpa del rebaño, puede errar incluso el pastor." Éstas son las palabras de San Gregorio.[2]
     El mismo San Gregorio propone en Moralia in Iob XVIII un paralelo entre el poder del diablo y los tiranos o reyes malos: "Toda voluntad del diablo es injusta, pero con el permiso de Dios se puede convertir en justa. Por lo cual se podría interpretar que el diablo es la faceta negativa de Dios, porque ejerce su maldad tanto por sus propios impulsos destructivos, como por contar con la permisión de Dios."[3] Esto comenta San Gregorio acerca del diablo, lo que se puede extender a cualquier otro espíritu maligno. En el mismo sentido, dice San Agustín en De ciuitate dei V: "Todo lo que el hombre tenga que soportar contra su propia voluntad, no lo debe atribuir a la voluntad ni de los hombres, ni de los ángeles ni de ningún otro espíritu inventado, sino a la voluntad de Aquél que solo potencia las voluntades de los demás."[4] Y prosigue San Agustín en De diuersis quæstionibus LXXXIII: "Dios omnipotente ofrece a los hombres recompensas dignas de su conducta y dispone de las almas según el grado de sus pecados. De manera que, si alguien es digno de ser engañado, no lo engaña él mismo, ni recurre a profetas u hombres honestos, sino a alguien que aún no se haya liberado de los bajos placeres de este mundo o bien a un ángel de voluntad perversa, que haya sido degradado para redención de los pecados y práctica de las virtudes. Leemos que el Rey Achab fue engañado por un falso vaticinio, precisamente porque se mostró digno de ser engañado así. Y el engaño no se hizo por un ángel bueno —que no debería asumir semejante oficio—, sino por un ángel caído, que se prestó para tal papel con gusto y voluntariamente. Tal ordenación de las cosas por la divina providencia hizo que el alma racional adoptase la ley natural, lo que hace que los hombres sigan las pautas de una determinada distribución. Es por esto por lo que el juez se considera indigno de herir al condenado; sin embargo, por orden del juez y al amparo de la ley, el verdugo lo atormenta cruelmente. Del mismo modo, el ladrón es digno de ser mordido por los perros, pero el hombre lo castiga sin recurrir a sus propias fuerzas ni a sus hijos o esclavos, sino con la ayuda de los perros, ya que el morder forma parte de su naturaleza. Y, como a algunos les corresponden cargos que otros no pueden desempeñar, hay una serie de oficios intermedios que aseguran la conexión entre los oficios dignos y de los cuales la justicia se sirve de tal manera que, por un lado, cada uno reciba la pena que le corresponda y, por otro, la pena sea aplicada por la persona adecuada. De la misma manera, los egipcios merecieron ser engañados por los israelitas, y el engaño se hizo con el permiso de Dios, que los quería castigar por su avidez y permitió que los israelitas les robasen los vestidos y vasos que ellos mismos les habían dejado. Y el castigo no fue injusto, porque perdieron exactamente lo que tenían que devolver. El Señor no da malos preceptos, sino que trata a cada uno según sus méritos: hay cosas que hace él solo, como la iluminación y beatificación del alma; y cosas que ordena o permite a sus servidores, según leyes muy estrictas, y que llegan hasta el mantenimiento de los pájaros, el brillo del heno o el número de nuestros cabellos. Todo esto depende de la divina providencia, que «se extiende poderosa de un extremo a otro y lo gobierna todo convenientemente»." Éstas son las palabras de San Agustín.[5]

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VI. Que los malos gobernantes son el azote de Dios

     Los malos gobernantes son, por el poder recibido de Dios, así como un azote en sus manos. Un ejemplo en este sentido sería Senaquerib, rey de los asirios, que azotó a los israelitas, por lo cual se nos dice en Isaías X, [5]: "¡Ay de Asiria! Vara de mi cólera y bastón de mi furor." La causa de dicha conminación se tiene que buscar en la altivez de Senaquerib, que, sin reconocer la ayuda de Dios, se atribuyó a sí mismo la victoria reputada en Judea, donde Dios lo había enviado para azotar al pueblo malvado: "Con el poder de mi mano hice lo que hice, y con mi sabiduría lo tracé; y he mudado los límites de los pueblos y despojado sus príncipes, y con el poder que tengo he derribado a los que estaban en altos puestos. Y el poderío de los pueblos fue respecto de mi valor como una nidada de pajarillos; [y como se recogen los huevos que han sido abandonados, así reuní yo bajo mi poder toda la tierra y no hubo quien moviese un ala, ni abriese el pico, ni piase]." Y, más adelante, el Profeta dirige sus invectivas contra el que se jacta de victorias ajenas y usurpa la gloria de Dios y, mediante toda una serie de metáforas, nos muestra que Senaquerib no es más que un mero instrumento en manos de la voluntad divina: "¿Por ventura se gloriará la segur contra el que corta con ella, o se ensoberbecerá la sierra contra el que la mueve? Como si se levantase la vara contra el que la maneja, o se envaneciese el bastón, que, al cabo, no es más que un palo." Dicho de otro modo: "Senaquerib se alza contra Dios y se vanagloria de haberlo hecho todo por fuerzas propias, cuando él no fue más que un instrumento de la voluntad divina, cuando Dios sólo había permitido su intervención porque «lo enviaba contra una nación malvada; lo mandaba contra un pueblo que me ha irritado»."[1]
     A estas alturas, alguien se podría preguntar por qué lo habrá enviado Dios precisamente a él, si su acción e intención resultaron destructivas y lo que él quería no era precisamente azotar al pueblo de Dios para corregirlo, sino, todo lo contrario, derrocharlo y aniquilarlo. Sin embargo, la decisión de Dios se debe entender de la siguiente manera: Dios lo envió, esto es, le dio a conocer que los judíos eran dignos de flagelación y, por tanto, indignos de protección divina. Acto seguido, Senaquerib decidió ir contra los judíos, pero no para azotarlos y corregirlos, sino para saquearlos y destruirlos, cuando Dios no lo había enviado como espada, sino como vara y bastón.
     De la misma manera, envió a los egipcios contra el reino de Judá y, después, a los asirios y caldeos, de los que se habla en Isaías VII, [18-19]: "Y sucederá que en aquel día el Señor dará un silbido —esto es, llamará, según la Glosa— a las moscas que están en el extremo de los ríos del Egipto y a las abejas que están en la tierra de Asiria. Y vendrán y posarán todos en las cañadas de los torrentes, [y en las aberturas de las peñas, y en todos los matorrales, y en todos los pastizales]." Dicho de otro modo: "Los egipcios, cobardes y manchados de la inmunda sangre de la idolatría, se congregaron cuales moscas que responden al silbido; y también acudieron los asirios y caldeos, demasiado salvajes y maestros del dardo, lo que se sugiere por el aguijón de la avispa." De la misma manera, envió a los medas y persas contra la ciudad de Babilonia, según se lee en Isaías XIII, [3]: "He dado órdenes a mis santos guerreros —esto es, a Ciro y a Darío; he llamado a los agentes de mi cólera, a mis gloriosos campeones." Antes había enviado al rey de Babilonia contra Tiro y después contra Egipto, según se lee en Ezequiel XXIX, [18, 20]: "Nabucodonosor, rey de Babilonia, ha fatigado mucho a su ejército en la guerra contra Tiro; [han quedado calvas todas las cabezas y pelados todos los hombres]; y no se ha dado recompensa alguna ni a él ni a su ejército, [por el servicio que me han hecho contra Tiro. Por tanto, esto dice el Señor Dios: «He aquí que yo pondré a Nabucodonosor, rey de Babilonia, en tierra de Egipto»]."
     Leemos en las crónicas eclesiásticas que Lobo, obispo trecasino, le salió en el camino a Atila, rey de los hunos, cuando se estaba dirigiendo hacia Trecas, después de haber devastado las Galias, y le dijo: "¿Tú quién te crees para devastar nuestras tierras y perturbar nuestros pueblos? A lo que Atila respondió: "Soy Atila, el azote de Dios". Entonces, el santo ordenó que se abriesen las puertas de la ciudad y lo recibió diciéndole: "¡Bienvenido, azote de Dios!" Y los hunos, cegados como por milagro, cruzaron la ciudad de puerta a puerta, sin lastimar a nadie.
     Aunque Dios envió a todos estos reyes sea para corregir los pueblos contra los que iban, sea para vengarse de ellos, sus acciones, según observa San Ambrosio, sólo se pueden definir en función de sus intenciones y disposición de ánimo, de modo que cada uno de ellos recibió, según su intención, la recompensa o el castigo de Aquél que es juzgador de los pecados. De hecho, en una misma situación, los hombres actúan cada uno a su manera y así es como los observa el Escudrińador de los corazones. Por ejemplo, no sólo Dios sacrificó a su Hijo, sino que el Hijo, en cuanto hombre, se sacrificó a sí mismo, así como Judas junto con los fariseos y los sacerdotes de los judíos traicionaron al Hijo. Sólo que Dios lo hizo por misericordia; el Hijo, por obediencia; mientras que los sacerdotes, por envidia; y Judas, por avidez y avaricia. De ahí que el versículo de Oseas VIII, [4]: "[Ellos tuvieron príncipes, pero no por mí;] fueron príncipes, [mas yo no los reconocí. De su plata y de su oro forjaron ídolos para su perdición]" venga interpretado de la siguiente manera por San Jerónimo en su Glosa: "Lo que Dios quiere que se haga en aras de la utilidad, cuando sus órdenes se cumplen por ignorantes y por detractores suyos para su condena, como es el caso de Judas. El hijo del hombre tiene que ser entregado, pero «¡ay del hombre que lo entrega!»"[2] Según se lee en el Canon XXIII, [5]: "Los pecados se castigan, la mayoría de las veces, mediante pueblos incitados por la voluntad divina, como, por ejemplo, los judíos que pagaron sus ofensas con la sumisión a los extranjeros enviados por Dios." Según Graciano: "Se debe notar cómo, algunas veces, Dios castiga los pecados por ignorantes y, otras veces, por sabios. Por ejemplo, afligió e, incluso, sometió a los malvados judíos por ignorantes como Senaquerib, Nabucodonosor, Antíoco y otros. Similarmente, castigó a los amorreos, los cananeos y otros pueblos por los sabios hijos de Israel, a quienes dio sus tierras y les pidió que no se apiadasen de nadie y matasen a todos. Tanto es así que los judíos derramaron la sangre criminal de los pueblos pecadores que ocupaban la Tierra Prometida, y encontraron buenos usos para las posesiones que aquéllos empleaban mal. Algunos, sin embargo, persiguen a los pecadores movidos por intenciones ocultas, como es el caso de Senaquerib y otros que azotaron al pueblo malvado. Y, por muy pecadores que sean los pueblos que persigan, no están del todo exentos de culpa, ya que no les interesa castigar los pecados de los perseguidos, sino robar sus bienes o someterlos a su dominio." Éstas son las palabras de Graciano.[3]
     Así como el padre tira al fuego la vara con que ha amonestado al hijo, así Dios mete en el fuego eterno a los poderosos insumisos por los cuales azota a los pecadores. Un buen ejemplo en este sentido sería el ejército de los asirios, azote del pueblo de Dios, los cuales, guiados por un ángel, pegaron fuego a cerca de ciento ochenta y cinco mil hombres, según la predicción de Isaías X, [17]: "La luz de Israel se hará un fuego y su Santo una llama que prenderá y devorará sus abrojos y sus cardos en un día." Nos dice Daniel[4] que era San Miguel Arcángel el que hacía la guardia sobre los hijos de Israel y, según San Jerónimo, el fuego quemó los cuerpos de los muertos hasta dejarlos polvo, pero sin tocar sus vestidos. Por lo cual, venían judíos y, cogiendo los vestidos por la parte de arriba, les sacudían el polvo.[5]

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VII. Que todos los reinos terrenales están sujetos a la voluntad divina

     Ahora bien, la voluntad divina no sólo ordena los reinos de los fieles, sino que también vela sobre los demás pueblos, según las palabras del Apóstol en Romanos III, [29]: "¿O es que Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos?" Lo mismo dice Elihú al hablar del orden de Dios: "Pero aún sigue vigilando sobre naciones e individuos." Palabras que San Gregorio desarrolla de la siguiente manera: "El juicio que se ejerce sobre un solo pueblo, se da a conocer entre todos los hombres. De manera que los juicios divinos que se intentan contra una sola alma se pueden extender a toda una ciudad, así como los que se intentan contra un solo pueblo, a toda la humanidad. En efecto, Dios se dirige a cada uno, como si se dirigiera a todos. Por tanto, si se dirige a uno solo, no descuida a los demás ni descuida a nadie si se dirige a todos."[1] Acerca de la providencia de Dios en la disposición de los reinos, comenta San Agustín en De ciuitate dei V: "Dios omnipotente que engendró al hombre y, después de su caída, lo castigó, pero sin quitarle su misericordia; que dio a los buenos y a los malos dureza como la de las piedras, vida seminal como la que tienen las plantas, vida sensual como la de las bestias, vida intelectual como la que tienen sólo los ángeles; que no ha dejado —sin hablar del cielo y la tierra, de los ángeles y los hombres— ni siquiera las entrañas de los animales más exiguos, el plumaje de los pájaros, las hojas de los árboles o las hebras de la hierba sin cierta paz y armonía entre sus diferentes partes componentes; este Dios no pudo haber dejado los reinos de los hombres fuera de las leyes de su providencia."[2]
     Efectivamente, ha asignado un ángel para cada reino o provincia, según nos dice San Pedro en su Itinerarius II: "Cada pueblo tiene su propio ángel, que ha recibido la dispensación de Dios."[3] Y según Deuteronomio XXXII, [8]: "El Altísimo estableció las fronteras de los pueblos según el número de los ángeles de Dios." De donde se lee en Daniel X, [20-21] que el ángel hizo levantar a Daniel, que se había postrado en tierra y, confortándolo, le dijo que sus palabras sobre el regreso del pueblo habían sido escuchadas, pero que el príncipe de los persas le había opuesto resistencia. Y le dijo: "Ahora me marcho otra vez a luchar con el príncipe de Persia. Cuando haya terminado, vendrá el príncipe de Grecia. Sin embargo, te comunicaré lo que está consignado en el libro de la verdad. Nadie me presta ayuda contra ellos, excepto Miguel, vuestro príncipe." San Jerónimo es del parecer que estos dos ángeles, el de los persas y, respectivamente, el de los griegos, eran ángeles caídos, porque habían sido puestos en dichos reinos para práctica de las virtudes. En efecto, comenta Orígenes en Homeliæ in Lucam XII: "Así como los hombres tienen cada uno dos ángeles, lo mismo debe de pasar con las provincias, es decir, que cada una tenga dos ángeles diferentes, uno bueno y otro malo."[4] El ángel de los persas trabajaba para que los hebreos no se liberasen del dominio de los persas, porque, por un lado, éstos se deleitaban con los tormentos con que afligían a los hebreos; por otro, cuanto más crueles eran los tormentos de los persas, más grave era su pecado. A su vez, el ángel de los griegos trabajaba para que los persas y, junto con ellos, sus cautivos hebreos, pasasen bajo la autoridad de los griegos.
     San Gregorio, sin embargo, considera que aquéllos fueron ángeles buenos, porque se esforzaban para que los hebreos no se liberasen tan pronto y, si había algún pecado suyo que se pudiese purgar, que se purgara y volatilizara al fuego de la tribulación. Además, nos habla de la repugnancia con la que se trataban mutuamente: "Cuando los pueblos se enemistan y piden la ayuda de sus protectores espirituales, los ángeles, que están cada uno al servicio del pueblo que tengan asignado, empiezan a enfrentarse entre sí. Y nunca luchan al lado de sus protegidos si éstos obran mal, sino que, antes, examinan sus acciones con justicia. Si la culpa o justicia de un pueblo se lleva a las cortes supremas, los ángeles de dicho pueblo no tienen más remedio que ganar o perder el pleito. Sin embargo, la única victoria posible depende de la voluntad divina, por lo cual nunca quieren conseguir lo que no merecen. Con todo, se enfrentan entre sí cuando se enemistan sus pueblos protegidos." Éstas son las palabras de San Gregorio.[5]
     Según San Jerónimo en el Commentarius super Isaiam V: "Antiguamente, Dios destruyó, en el momento oportuno, varios reinos por la gravedad de sus pecados, sobre todo, por la soberbia que le habían mostrado, tal como había anunciado por los Profetas. Evidentemente, es digno de toda admiración el orden de la divina providencia que organiza a los hombres con su inefable juicio. A pesar de la ira de Dios, Israel no perdió la esperanza que había puesto en Damasco. Por lo cual fue destruida aquella ciudad que había brindado su ayuda a unos sacrílegos contra la voluntad de Dios. Judá puso su esperanza en los egipcios, pero éstos fueron derribados por los caldeos. Los egipcios en los etíopes, los cuales fueron superados por los asirios. Los asirios, convencidos de que la victoria contra los etíopes se debía más bien a sus propias fuerzas que a la intervención de Dios, fueron vencidos por los babilonios. La ciudad de Babilonia levantó su cabeza delante de Dios y terminó arrasada por los medas y los persas. Los medas y los persas persiguieron al pueblo de Dios, pero un carnero salvaje los disipó al Oriente y al Occidente. Vino después un macho cabrío, esto es, Alejandro Magno y los dejó hechos polvo. Este Alejandro no quiso admitir sus límites y murió envenenado; su reino se dividió en varias partes y, después de mucho tiempo, fue conquistado por los romanos. Los romanos laceraron a los santos con sus dientes y uñas de hierro, y los devoraron con su boca sangrienta. Cayó una piedra desprendida del monte y, bajo ese peso, el Imperio, al principio, potentísimo y como de hierro, pero, después, frágil y sin fuerza, se pulverizó como un ladrillo." Éstas son las palabras de San Jerónimo.[5]
     Dios nunca confió ningún reino a los fieles o creyentes, sino que los entregó todos a los cultivadores de ídolos. En el Salmo LXXI [12], titulado De Salomón, que empieza con el verso: "Oh Dios, haz que el rey ejerza tu justicia", le promete a Salomón, hijo de David el dominio del mundo entero: "Dominará de mar a mar, desde el río hasta los límites del mundo: ante él se rendirán todos los reyes, le servirán todas las naciones." Un dominio que Salomón nunca consiguió, porque estaba reservado para Cristo, del que se dice que también era hijo de David y cuya prefiguración fue Salomón. Sobre lo cual dice San Agustín en De ciuitate dei XVII: "Salomón prefiguró la venida de Cristo en que edificó el templo, instauró la paz (según el significado de su nombre) y, en el principio de su reino, se mostró merecedor de los más inauditos elogios; sin tener el semblante de Cristo, anunció su venida como si fuese una sombra. Por lo cual, algunas predicciones que se han escrito sobre Cristo parecen relacionadas con Salomón, mientras que la Sagrada Escritura, en la que se profetiza por hechos, nos muestra a Salomón como una prefiguración de Cristo. En el Salmo LXXI, titulado De Salomón, se relatan tantos hechos que se podrían relacionar con Salomón, pero que, de hecho, le corresponden al que vendrá, que nadie podría dudar de que en aquél tenemos una figura apenas delineada, mientras que en Éste se nos revela la plena luz de la verdad." Éstas son las palabras de San Agustín.[6]
     Todos aquellos reyes que usurparon reinos con la permisión de Dios o sin ella tuvieron una muerte funesta. Ciro fue el primer rey de toda Asia, del que habla Isaías XLV, [1, 2]: "Esto dice el Señor a Ciro, su ungido, a quien yo tomé de la mano para someter a las naciones y desatar las cinturas de los reyes; [para abrir puertas ante él sin dejar que se cierren]. Yo marcharé delante de ti, allanando las alturas; [destrozaré las puertas de bronce; haré pedazos las puertas de hierro]." El rey, impulsado por estas palabras, ordenó que se proclamaran por escrito en todo su reino, según se lee en Crónicas XXXVI, [23]: "El Señor, Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encargado construirle un templo en Jerusalén." Después de subyugar muchas gentes en la guerra y de derramar mucha sangre, Ciro mismo fue vencido y asesinado por Tamara, reina de los masogetas, la cual le cortó la cabeza, la metió en un odre lleno de sangre humana y le dijo con asco: "¡Sacia ya tu sed de sangre!" A su vez, Alejandro Magno, rey de los macedonios y monarca del Oriente, después de someter muchas gentes, volvió a la ciudad de Babilonia, donde murió envenenado por Antípatro, el cerebro de la conjuración. Y la fuerza del veneno era tal que no lo pudieron poner en ningún tipo de recipiente, ni de bronce, ni de hierro, ni de barro, y lo tuvieron que traer en una uña de caballo. Llevado medio muerto del banquete, padeció un dolor tan profundo que pedía el hierro como último remedio y sentía el toque de los demás como una llaga. Por último, Julio César, el primero en atribuirse la dignidad imperial, encontró su fin en los veintitrés golpes de espada que le propinaron los conspiradores dirigidos por Bruto y Casio.

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VIII. Sobre la vanidad del poder o de las dignidades terrenales

     He hecho esta introducción sobre el surgimiento, la expansión y la decadencia de los reinos con el propósito de demostrar que el poder o la dignidad real no se deben codiciar, sino más bien tolerar por la precariedad de este siglo. De hecho, la autoridad o el poder terrenal son excesivamente superficiales y vanos, según aquel verso de Séneca en Thyestes: "Créeme, las cosas grandes agradan por falsos nombres."[1] La misma idea se desprende de la Epistula ad Lucilium LXXX: "Todos aquellos que son conducidos en sus literas por encima del vulgo llevan puesta la máscara de la felicidad. Si se la quitases, los despreciarías. Si quieres comprar un caballo, le mandas quitar la silla; haces desnudar a los esclavos en venta, para que no se les oculte algún defecto físico. ¿Acaso estimas al hombre maniquí? ¿Por qué hablo de los otros? Si quieres sopesarte a ti mismo, deja aparte el dinero, la casa, la dignidad y contémplate por dentro."[2] El mismo en la Epistula XLVII: "Así como es necio quien, a la hora de comprar un caballo, le examina sólo la silla y los frenos, así es necio el que estima al hombre por el vestido o la condición social."[3]
     En la misma línea le habla San Bernardo a Eugenio en De consideratione I: "Quítate ahora y despedaza el taparrabos de hojas que te cubre las vergüenzas, sin que te sane la llaga. Borra la púrpura de la fugaz dignidad y el esplendor de la mal colorada gloria, hasta que te quedes completamente desnudo, «porque desnudo saliste del vientre de tu madre». ¿Verdad que no adornado con ínfulas? ¿Ni con el cuerpo cuajado de brillantes gemas o envuelto en vestidos de resplandeciente seda, ni con la cabeza coronada de plumas, ni sobrecargado de metales? Si todo esto lo disipas y lo ahuyentas de la faz de tu consideración —como si se tratase de las nubes de madrugada que pasan con rapidez—, se te mostrará el hombre desnudo, pobre y desgraciado, llorando su venida al mundo, murmurando que ha nacido «para el sufrimiento» y no para el honor; que «ha nacido de mujer» y, por eso, con culpa; «corto de días» y, por eso, con temor; «harto de miserias» y, por eso, con llanto." Éstas son las palabras de San Bernardo.[4]
     Con razón dice Séneca que la felicidad de aquéllos es como una máscara, esto es, superficial, porque se limita toda a adornos, pompas y cortejos. De donde se dice en la Sagrada Escritura que honrar a alguien por semejantes razones es adular. Explica San Gregorio, en Moralia in Iob, que por adular se entiende cultivar a alguien no por lo que es, sino por las cosas que lo rodean. Sobre lo cual comenta en Moralia in Iob XXV: "Porque cerramos los ojos a lo interior e invisible y los abrimos a lo visible, muchas veces honramos a alguien no por lo que es, sino por las cosas que lo rodean. Y, puesto que no llegamos a descubrir quién es, sino lo que puede, nos dejamos llevar por la tendencia de juzgar a los hombres no por sus personas, sino por sus posesiones. Tanto es así que podemos llegar a despreciar por dentro a alguien a quien honramos por fuera, ya que tendemos a honrarlo por lo que tiene a su alrededor y no por lo que es. Pero Dios omnipotente no adula a nadie, porque juzga a los hombres sólo en función de sus méritos. De ahí Job XXXIV, [19]: «Que no hace acepción de prepotentes [ni considera al rico más que al pobre, porque son todos obra de sus manos].»" Éstas son las palabras de San Gregorio.[5] Y añade que, antiguamente, el término máscara también podía significar 'estatua' o 'pintura', de ahí que se les llamase así a los fantasmas, esto es, a las sombras infernales y a las almas de los condenados, según Sabiduría XVII, [4]: "Sombríos fantasmas de rostros tristes se les aparecían." Dicho de otro modo, la máscara simboliza una felicidad fingida, irreal, imaginaria, así como adular es atender a alguien por lo que le es exterior, esto es, por lo que lo rodea.
     Y no sin razón le llama Dios a Herodes zorro, cuando dice en Lucas XIII, [32]: "Id y decid a ese zorro: [hoy y mañana seguiré echando demonios, y pasado mañana terminaré]." Porque, exceptuando la astucia vulpina, que no le faltaba en absoluto a Herodes, la comparación con el zorro también podría implicar una referencia a los poderosos. En efecto, las zorras, cuya carne no es comestible, se cazan únicamente por tres razones, a saber, por el puro placer de la caza, por su piel y por el daño que causan a otros animales. De manera similar, los poderosos son requeridos por la amenidad de su compañía y conversación. Y se hace caso omiso de Eclesiástico XIII, [2]: "No tomes peso superior a tus fuerzas, no trates con el más fuerte que tú", donde por más fuerte se entiende más honorable; y una primera interpretación de la palabra peso remitiría a la idea de temor, porque es peligroso ofender a los superiores. Y leemos a continuación: "¿Cómo vamos a juntar la olla de barro con la caldera? Esta chocará con ella y la romperá." Dice Boecio en De consolatione III: "El poder monárquico, tanto si es incólume, como si está debilitado, echa por tierra a los familiares de los reyes."[6] Y Lucano en Pharsalia I: "No hay lealtad entre los que comparten el trono y ningún señorío admitirá un copartícipe."[7] Por lo cual, los que frecuentan la corte, si hacen uso de un comportamiento excesivo, son vilipendiados; mientras que, si se sustraen demasiado, caen en olvido. Y se nos dice más adelante en Eclesiástico XIII, [13]: "Nunca te apresures, para que no seas rechazado; pero no andes muy lejos, para que no seas olvidado." Y se lee en los proverbios de los sabios: "Si llegas a ser cliente de alguien importante e influyente, tendrás que escoger entre la sinceridad y la amistad." Dicho en palabras de Terencio en Andria: "Hoy en día los regalos traen amigos; la verdad, odio."[8] La segunda acepción de peso se traduciría en la multitud de ruegos, razonables o no, con que se les asalta a los familiares de los poderosos. Si los rechazan, se les tacha de soberbios e incurren en odio; en cambio, si los transmiten, se les desprecia por su importunidad. Por lo cual dice Horacio en Epistolæ: "La amistad de un poderoso sólo puede agradar a alguien sin experiencia. Un hombre experimentado la temería."[9]
     Otros siguen a los poderosos por su piel, es decir, por su apariencia, con la esperanza de sacarle algún provecho a su situación material o social, sobre lo cual dice Séneca en De remediis fortuitorum: "Muchos persiguen a alguien así como las moscas buscan miel; los lobos, cadáveres; y las hormigas, granos. Lo que sigue esta turba es una presa y no un hombre."[10] En otras palabras, lo siguen como los cazadores a las zorras y es exactamente lo que les pasa a los poderosos, según Sabiduría VI, [3]: "Prestad oídos los que domináis a las masas, los que presumís de la multitud de vuestras gentes. Y Amós VI, [1]: "[¡Ay de los que ponen su seguridad en Sión y de los que confían en el monte de Samaria], los que se consideran los jefes del primero de los pueblos y a los cuales viene la casa de Israel!"
     Otros siguen a los poderosos movidos por el deseo de aniquilar y suprimir las rapiñas, las violencias y otros vicios de la corte. Y, aunque la corte sea el lugar menos adecuado para la práctica del bien, es, sin embargo, importante que haya gente dispuesta a luchar contra el mal. Porque en las cortes de los poderosos siempre han proliferado males como la avidez, la ambición, la envidia, la calumnia, la detracción, la adulación y otros de la misma índole. Sobre lo cual dice Lucano: "Que salga de la corte el que quiera ser honesto."[11] También Séneca en Agamemnon: "La fidelidad nunca atraviesa el umbral de los reyes."[12] Y, para no ser acusado de poner solamente ejemplos de los clásicos, voy a citar a San Bernardo en De consideratione IV: "Nosotros intentamos mejorar a todos los que recibimos en nuestros monasterios, pero, si pensamos en las cortes, son más los hombres buenos que reciben que los que se forman allí." Por lo cual y a raíz de los males que acabo de señalar, la presencia de los hombres religiosos en la corte ha de ser conveniente y benéfica. Y no deben adoptar las costumbres de los seglares después de convivir con ellos, según se dice de los judíos en el Salmo [CV] [35]: "Se mezclaron con los paganos y adoptaron sus costumbres." San Pedro, a su vez, rehusó la dignidad papal, según Mateo XXVI. Y, sobre todo, se ha de tener en cuenta lo que se dice en Jeremías XV, [19]: "Ellos volverán a ti, no tú a ellos."

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IX. Sobre los múltiples aspectos negativos del poder terrenal

     Como ya he dicho, el poder real o bien las dignidades de la corte, que tantos codician, carecen de valor y consistencia. Además, son caducas y pasajeras, según Eclesiástico X, [11-12]: "Breve es la vida de todo potentado. La enfermedad prolija es pesada para el médico. [El cual la acorta atajándola.] Así, el que hoy es rey mañana morirá." Exactamente lo mismo dice Ovidio en sus Metamorphoses: "No hay señorío que dure."[1] También Gualterio de Chatillón en su Alexandreis: "¡Cuán frívolos son los placeres del mundo! ¡Cuán fugitivas las dignidades! ¡Cuán vanos los títulos!"[2] Y pone precisamente el ejemplo de Alejandro Magno: "Un buen ejemplo es Alejandro Magno, a quien no le bastaba el mundo entero, pero le bastó el sepulcro de mármol de tan sólo cinco pies, donde en paz descansa su noble cuerpo."[3] Prosigue nuestro egregio versificador: "Buen hombre, ¿por qué te preocupas tanto por cosas viles, cosas perecederas, cosas que no te servirán más que para hacerte daño? Nadie ha permanecido en la cumbre, sino que ha desaparecido de prisa. Es breve y falaz la gloria de este mundo. Y quien ha sido último aquí, allí será primero."[4] Fulgencio en Mythologiæ: "El que ambiciona ser más de lo que le conviene, llegará a ser menos de lo que es."[5] Y San Ambrosio en Expositio evangelii secundum Lucam IV: "Luego, el diablo, dice el Evangelista, lo llevó a un lugar alto, le mostró todos los reinos del mundo en un instante",[6] palabras que evocan no tanto la rapidez de la vista, como la caducidad y vanidad del poder. "En un instante todos aquellos reinos pueden perecer y las dignidades terrenales apenas llegan cuando se han ido ya."[7] Éstas son las palabras de San Ambrosio.
     Del mismo modo, las dignidades suponen servilismo e inquietud, según las Epistulæ de Sidonio: "Algunos confunden el sumo poder con la suma beatitud y, a este respecto, son unos pobres desgraciados, porque no entienden que se someten al yugo de una molesta esclavitud. Porque, así como ellos dominan a los hombres, así se dejan ellos dominar por sus deseos."[8] En el mismo sentido, comenta San Ambrosio el texto de Lucas que acabo de citar: "Aprendemos a mirar con desprecio los soplos de la vana ambición, porque toda dignidad seglar está subordinada al poder del diablo, de frágil uso y pobres resultados. El poder no viene del diablo, pero está sometido a sus maquinaciones."[9] Éstas son las palabras de San Ambrosio.
     Además, las dignidades son una verdadera fuente de envidia, según Salustio en De bello Iugurthino: "Recuerda que a la gloria le sigue la envidia. Y cuanto más glorioso seas, más inquieto y preocupado te habrás de mostrar. Porque, entre los mortales, es muy difícil que la gloria venza la envidia."[10] Tulio en Rhetorica secunda: "Al Africano la perseverancia le trajo virtud; la virtud, gloria; y la gloria, enemigos."[11] Por lo cual dice San Bernardo que la pobreza voluntaria nos libera de dos males, a saber, de la envidia propia y de la ajena: de la propia, porque no desea nada de este mundo; de la ajena, porque la pobreza no genera envidias.[12] De donde dice Segundo el filósofo que "la pobreza es un bien odioso, una posesión libre de calumnia, una felicidad sin angustias."[13]
     Las dignidades son incómodas y onerosas, porque siempre suponen alguna que otra dificultad. De donde Mateo en Liber de Thobia: "Siempre hay algo que dificulte la obtención de dignidades."[14] Lo que tenía muy claro el rey del que nos habla Valerio Máximo: "Aquel rey sabio, del que se nos dice que retuvo en sus manos y examinó durante largo tiempo la diadema que le habían traído para coronarlo, y dijo: «Oh, trapo más pronto noble que feliz. Nadie, ni siquiera tumbado sobre la tierra, te cogería, si supiese los cuidados, peligros y miserias que traes.»"[15] Y Séneca en Thyestes: "Créeme, las cosas grandes agradan por falsos nombres y de nada sirve temer las cosas difíciles. Mientras estuve en las cimas, nunca dejé de sentir miedo y de temer hasta el propio hierro que tenía en el costado."[16] Y dice San Gregorio en Moralia in Iob XVIII: "Los santos varones nunca ambicionan cargos públicos, sino que se lamentan de los que le vienen impuestos por el orden oculto de Dios. Y, a pesar de que los dejarían con la esperanza de algo mejor, los llevan con sumisión" por no contradecir el orden de Dios.[17]
     Asimismo, las dignidades son peligrosas porque, con frecuencia, determinan cambios de personalidad, según Ovidio en Metamorphoses: "Incluso la gloria puede resultar dañosa."[18] Sobre lo cual dice San Gregorio en su Regula pastoralis: "Muchas veces, el rey pierde en la ejecución de su cargo los buenos usos que tenía en su ociosidad, porque una nave avanza sin dificultad cuando el mar está calmo y hasta un marinero sin experiencia la puede dirigir; mientras que, si el mar está agitado, incluso el marinero más experimentado puede perder la dirección. ¿Qué otra cosa es la cumbre del poder sino una tormenta mental?"[19] Éstas son las palabras de San Gregorio. Y, con razón, se le puede asociar con una tempestad porque, según dice Ovidio en De remediis: "La envidia intenta alcanzar las cumbres; los vientos barren las alturas; y los relámpagos enviados por Júpiter hieren las cimas."[20] Y Horacio en Carmina: "Muchas veces hasta los pinos más firmes son sacudidos por los vientos; las altas torres se derrumban; y los relámpagos hieren las cumbres de los montes."[21] Lo mismo dice Séneca en Hippolitus: "Júpiter arremete contra aquello que se acerca al cielo; el humilde techo de un hogar plebeyo siempre se derrumba bajo el peso de los grandes miedos."[22]
     Asimismo, las dignidades pueden tener consecuencias perjudiciales para aquéllos que se dedican exclusivamente a su trabajo y, de este modo, dejan de ocuparse de sus propios asuntos, según el Cantar de los Cantares I, [5]: "Me pusieron a guardar sus viñas; y mi viña, la mía, no la guardé." Lo mismo dice Ovidio a los ambiciosos en Tristia III: "Goza de la vida y huye de los grandes nombres. Siempre teme las cosas demasiado ambiciosas y arría las velas de tus proyectos."[23] Lo mismo se lee en los proverbios de los sabios: "¿Quieres un gran imperio? Te doy uno: impera sobre ti mismo."[24] Y dice Sócrates: "Es ridículo que alguien que no se pueda dominar a sí mismo quiera dominar a los demás."[25]
     Del mismo modo, son ciegas y tenebrosas, según el Salmista: "El hombre no comprende que, aun en riqueza, es igual a las bestias que perecen."[26] Sobre lo cual comenta San Gregorio: "Tanto ciegan las dignidades al hombre que no se ve a sí mismo y cree cosas falsas de su propia persona." El mismo en su Regula pastoralis: "Muchas veces el rey, mientras lo tenga todo a su disposición, mientras sus órdenes se cumplan en un abrir y cerrar de ojos, mientras sus súbditos sólo se permitan elogiarlo por sus éxitos y nunca se atrevan a criticarlo por sus fracasos, mientras le elogien los defectos, el rey, engañado por sus súbditos, llega a preciarse demasiado de sí mismo. Y, a pesar de tener el favor de todo el mundo, en el fondo de su alma carece del sentido de la verdad y, olvidándose de sí mismo, se pierde en las palabras de los otros y cree que es tal cual le dicen ellos y no como hubiera descubierto gracias a un sincero análisis de su propia persona. Desdeña a sus súbditos y considera que, gracias a su poder, es superior a todos también en méritos. Todos consideran que cuanto más pueden, más saben."[27] Éstas son las palabras de San Gregorio.
     También suponen el declive y la ruina, según Ovidio en Tristia: "La ardua gloria va por caminos precipitados."[28] En la misma dirección, dice el Salmista: "Los has puesto en un lugar resbaladizo y los empujas hacia la ruina."[29] Y Job XXX, [22]: "Me levantas a merced del viento, me desbaratas con la tempestad." Porque, cuanto más alta la posición social, más precipitada la caída, según Horacio: "Las altas torres se derrumban."[30] Sobre lo mismo dice Marcial en Saturnalia: "Una vez llegado en la cima de la gloria, no durarás mucho y caerás antes de que puedas subir."[31] También Séneca en De virtutibus III: "No te pongas en un sitio donde difícilmente puedas resistir y de donde fácilmente puedas caer."[32] Porque, en palabras de Gualterio: "Es mejor no subir que volver después de la subida."[33] Un buen ejemplo en este sentido sería Alejandro Magno y nos cuenta Quinto Curcio que un noble de su cortejo le dijo: "Ten cuidado, porque, mientras te empeñas en llegar a las cimas de la gloria, te puedes caer entre las ramas de las que te has prendido."[34] Y no he puesto todos estos ejemplos con el propósito de reprobar o reprender las dignidades. Porque dice un sabio: "No, Dios no rechaza al hombre justo en pleno vigor."[35] Lo único que quiero es desviar a los hombres del deseo con que codician las dignidades, siguiendo a San Gregorio en su Regula pastoralis: "Con estas palabras no queremos reprender el poder, sino disminuir los deseos que genera, para que los imperfectos no aspiren a las cimas del poder y los vacilantes de las planicies no caigan en abismos."[36]

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X. Que el rey ha de ser un fiel reflejo de la Santísima Trinidad, sobre todo, en cuanto a su poder y virtud

     El término princeps, remite, según San Isidoro en Etymologiæ XV, a la idea de orden y dignidad[1]; según Casiodoro en su Epistolarium: "Los títulos honoríficos se deben confirmar con el correspondiente comportamiento moral."[2] En otras palabras, el rey debe honrar la excelencia de su título, porque, según San Bernardo en De consideratione I: "Nada más monstruoso que un rango altísimo y un carácter bajísimo, que una dignidad de suma importancia y una vacilante inestabilidad."[3]
     Así como el príncipe se impone por su poder, así ha de sobresalir por sabiduría y bondad, tanto para la moderación y represión del poder, como para un buen ejercicio de las virtudes. De hecho, estas tres virtudes, en un perfecto equilibrio, son las que reconocemos en David y, a este respecto, se lee en II Reyes XXIII, [18-23] que ni Abisay ni un hombre tan fuerte como Benayas consiguieron llegar a las tres, esto es, según el comentario de San Jerónimo al Salmo Segundo, a las tres virtudes de David, sobre las cuales comenta en el mismo trabajo: David está sentado en el trono: he aquí un ejemplo de sabiduría; "el jacmonita": he aquí un ejemplo de humildad, que es el fundamento de todo bien y fuente de toda bondad; "que blandió su lanza contra ochocientos hombres y los mató de una vez": he aquí un ejemplo de valentía o poder. Éstas son las tres virtudes por las cuales el rey se debe conformar a la imagen de la Santísima Trinidad, ya que el poder se le atribuye al Padre; la sabiduría, al Hijo; y la bondad, al Espíritu Santo.[4] Lo que ya se había anunciado en el Génesis, donde se lee que el hombre fue engendrado a semejanza de Dios para que reinase sobre el paraíso terrenal y, por extensión, sobre todo el mundo sensible: "Hagamos al hombre —dijo Dios uno y trino— a imagen y semejanza nuestra, para que domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra."[5]
     Con razón se dice que dominará sobre las bestias, porque los príncipes o prelados dominan sobre sus súbditos, según San Gregorio, no en cuanto hombres, sino en cuanto seres brutales. Además, sólo se puede hablar de igualdad cuando no hay culpa. De donde se sigue que, si no interviene un pecado que requiera corrección, el príncipe no tiene por qué ser temido por sus súbditos ni busca ser honrado por ellos. Y el hecho de que los hombres sean regidos por hombres no tiene sus causas en las leyes de la naturaleza, que engendró iguales a todos los hombres, sino en la culpa. Esto dice San Gregorio.[6] Los peces simbolizan a los avaros y codiciosos, quienes, movidos por el deseo de riquezas, se arrastran por los mares de este siglo. Las aves son el símbolo de los soberbios, que van buscando grandezas y cosas que les vienen anchas. Las fieras campestres remiten a los lujuriosos, los cuales viven sumergidos en los bajos placeres de este mundo. Éstas son las tres categorías de hombres que hay en este mundo, según I Juan II, [16]: "Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida."
     Por tanto, el príncipe tiene que ejercer su poder sobre estas tres categorías de hombres y no lo puede hacer si no posee las tres virtudes que emanan de la imagen de la Santísima Trinidad, esto es, el poder, la sabiduría y la bondad. Porque el poder en manos de un necio es cual espada en manos de un rabioso. Del mismo modo, si la sabiduría no corre pareja con la virtud o la bondad, es, como bien dice Tulio, astucia pero no sabiduría. Dicho de otro modo, el príncipe se ha de imponer con un poder lleno de virtud y moderación, al que le se denomina dignidad. Según dice Tulio en Rhetorica prima: "Por dignidad se entiende la autoridad honesta de alguien, digna de culto, honor y veneración."[7] Y, según Boecio en De consolatione II: "No son las dignidades las que otorgan honor a la virtud, sino que es la virtud la que otorga honor a las dignidades."[8] Asimismo, se nos dice en los proverbios de los sabios que "la dignidad de alguien indigno se convierte en ignominia."
     En resumidas cuentas, el príncipe se ha de imponer no solamente por poder o dignidad, sino también por virtud y bondad. Según Valerio Máximo en el tercer libro de su tratado: "Es vergonzoso ser inferior en virtud a los que eres superior en dignidad."[9] A su vez, San Cipriano coloca al hombre sin virtud entre los doce abusos del siglo, diciendo: "De nada le sirve al gobernante el poder, si no le añade el rigor de la virtud. Y este rigor de la virtud no necesita tanto de actos de bravura —que es otro de los rasgos principales del príncipe cristiano—, como de la fuerza interior del alma. Muchas veces acontece que la capacidad de reinar se pierde a causa de la pereza del alma, según se puede comprobar en la persona del sacerdote Elí, a quien Dios castigó por no reprender a sus hijos, a pesar de que había consentido que se les castigara. Tres son las virtudes que han de tener los gobernantes: el terror, el orden y el amor. Si el gobernante no es amado y temido al mismo tiempo, su orden no tendrá ningún efecto. Se mostrará afable por beneficios, respetará la ley y se hará temer por justos castigos. Y, puesto que muchos dependen de él, respetará a Dios, porque le dio el poder y lo hizo fuerte para sobrellevar los cargos de los demás. Si un gancho no está bien clavado en una superficie firme, se viene abajo tirado por el peso que sostiene. De modo similar, si el príncipe no respeta a Dios, se hundirá junto con sus súbditos. De hecho, si algunos se acercan a Dios para agradecerle el poder que les concede, otros se desvían de sus caminos después de conseguir el señorío. Por ejemplo, una vez proclamado rey, Moisés le hablaba a Dios como a un amigo. En cambio, Saúl, hijo de Cis, ofendió a Dios con su soberbia justo después de subir al trono. Asimismo, después de heredar el cetro de su padre, David, el rey Salomón ofendió a Dios, aunque le había concedido el don de la sabiduría para gobernar sobre los mortales. También Jeroboán, trasladado el reino a la casa de David, inició en el culto de los ídolos a las diez tribus de Israel que estaban en Samaria. Estos ejemplos son suficientes para ver cómo para algunos el poder es una fuente de perfección; mientras que para otros, un camino hacia la perdición. Y con esto me refiero a que nadie puede medrar sólo por la virtud del alma y sin tener la ayuda de Dios. Similarmente, los que yerran lo hacen por imbecilidad y negligencia. De donde se sigue que la virtud sólo tiene valor si se conjuga con la ayuda de Dios. Otra cualidad imprescindible es la fuerza, porque las grandes empresas suponen muchas adversidades y vejaciones. De modo que ningún gobernante debe dudar en solicitar la ayuda de Dios. Porque el que toma a Dios partícipe de sus acciones no habrá cómo ser despreciado por sus súbditos."[10] Éstas son las palabras de San Cipriano, quien define la virtud como el rigor de la justicia, que debe adornar el poder del rey, favoreciendo y promoviendo el bien, pero, sobre todo, destruyendo y extirpando el mal, según Eclesiástico VII, [6]: "No pretendas ser juez si no tienes fuerza suficiente para reprimir la injusticia"; y según Sabiduría I, [3]: "[Los pensamientos retorcidos alejan de Dios y] su poder, puesto a prueba, confunde a los imprudentes." Con todo, en la punición de los delitos debe hacer uso no sólo del rigor de la justicia, sino también de la dulzura de la misericordia para evitar, según San Ambrosio, el perdón fácil y la indulgencia excesiva. San Isidoro nos confirma que tanto la misericordia como la justicia son virtudes dignas del rey, según Proverbios XX, [28]: "La misericordia y la justicia guardan al rey; y hace estable su trono la clemencia."

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XI. Que debe superar a los demás en sabiduría

     El príncipe debe superar a los demás en sabiduría, según se lee en Sabiduría VI, [26]: "Un rey prudente es firme sostén del pueblo." Y Salomón en Proverbios I, [5]: "[El sabio que los escuche se hará más sabio; y] al que los entienda le servirán de timón." También se lee en Eclesiástico XXXVII, [29]: "El sabio en medio de su pueblo adquiere la confianza, y su nombre vivirá para siempre." Exactamente lo mismo se dice en Sabiduría VI, [21-23]: "Por tanto, el deseo de sabiduría conduce al reino. Ahora bien, ¡oh reyes de los pueblos!, si os complacéis en los tronos y cetros, amad la sabiduría a fin de reinar perpetuamente. Amad la luz de la sabiduría todos los que estáis al frente de los pueblos." Platón, en un fragmento recogido por Boecio, asevera que los estados correrían mejor suerte si fuesen regidos por sabios, o bien si los príncipes se dedicasen al ejercicio de la sabiduría.[1] La Sabiduría misma habla en Proverbios VIII, [15]: "Por mí reinarán los reyes y los príncipes decretarán la justicia." En cambio, se dice en Eclesiástico X, [3]: "El rey ignorante es la ruina de su pueblo." También San Bernardo en De consideratione I: "Un rey necio en el trono es cual simio en el techo."[2] En el mismo sentido, dice Salomón en Eclesiastés IV, [13]: "Más vale un muchacho pobre y sabio que un rey necio y viejo, [que no sabe ya escuchar consejos]." Muchacho, evidentemente, en lo que se refiere a la edad y no porque sea necio o superficial, según el Apóstol en I Corintios XIV, [20]: "Hermanos, no seáis como niños en vuestros pensamientos." Del rey niño también se nos habla en Eclesiastés X, [16]: "¡Ay de ti, tierra, que tienes por rey un niño, y cuyos príncipes banquetean desde la mañana!" Y, como bien dice Helinando: "A nadie le conviene saber más y mejor que al príncipe."[3]
     Ha de mostrarse sabio en los siguientes nueve aspectos: la conducta moral; la capacidad de disponer de los súbditos; el dar y recibir consejos; la ejecución de los juicios; la elaboración de leyes y decretos; la elección de los amigos, consejeros y oficiales; la administración de los bienes; la experiencia militar; la cultura literaria y, sobre todo, el conocimiento de los textos sagrados.
     En primer lugar, se debe mostrar sabio en su conducta moral, según Casiodoro en el libro anteriormente citado: "Los títulos honoríficos se deben confirmar con el correspondiente comportamiento moral."[4] Y según San Isidoro: "El título de rey se posee cuando se obra rectamente, pero se pierde cuando se obra mal."[5]
      En segundo lugar, en la capacidad de disponer de sus súbditos, según las palabras de Salomón en Sabiduría IX, [11-12]: "La sabiduría, [que lo sabe y lo comprende todo], me guiará prudentemente en mis empresas y me protegerá con su gloria. Así serán mis obras de tu agrado, yo juzgaré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mi padre." Y Eclesiástico XXXVII, [26]: "El hombre sabio instruye a su pueblo." Dicho de otro modo, lo aparta de la ignorancia. En la misma dirección dice San Gregorio Nazareno en su Apologeticus: "Aunque sea extremadamente difícil conseguir el dominio de la propia persona, esto es, el control de sí mismo, es aún más difícil dominar a los demás. Efectivamente, el saber reinar me parece el arte de las artes y la disciplina de las disciplinas, porque, de todos los seres vivos, el hombre solo se define por una amplia diversidad de caracteres y voluntades."[6] Éstas son las palabras de San Gregorio Nazareno. Asimismo, Salomón fue alabado por Dios, cuando, invitado a pedirle lo que quisiera, le contestó que, ante todo, quería sabiduría para reinar sobre el pueblo, y la puso delante de todos los demás honores y riquezas, según se lee en III Reyes III, [10-13].
     En tercer lugar, en el dar y recibir consejos, porque, al tratarse de acciones tan importantes como son las que le incumben a un príncipe, hacer uso del consejo de los demás se convierte en una necesidad. Sobre lo cual dice Tulio en De senectute: "Las grandes hazañas se llevan a buen puerto no por medio de la fuerza y la velocidad, sino merced a la autoridad y sabiduría de los consejos."[7] La Sabiduría misma habla en Proverbios VIII, [12]: "Yo, la Sabiduría, habito con la prudencia y poseo la ciencia y la reflexión." De hecho, el príncipe debe recurrir al consejo de varias personas, según Proverbios XXIV, 6: "La victoria se debe a la abundancia de consejeros." Sin embargo, ha de sobresalir a este respecto también, para que pueda aconsejar antes que ser aconsejado. Según dice Quintiliano en Liber causarum: "La autoridad es la cualidad esencial del consejero y sólo alguien de una perfecta prudencia puede tener la opinión decisiva en casos relacionados con cosas útiles y honestas."[8] Y dice Apuleyo en De deo Socratis: "Algunos andan perdidos por callejones y sus consejos no surgen de sus propios pensamientos, sino de palabras ajenas. Y, por así decirlo, no piensan con la mente, sino con los oídos."[9] Según Séneca: "Muchos de los que nadan en los ríos no van ellos solos, sino que se dejan llevar por la corriente. Es vergonzoso no ir tú solo y dejarte llevar. De repente, en medio de un remolino, se preguntan estupefactos: ¿Y yo cómo he llegado hasta aquí?"[10] Ha de ser sabio en dar y recibir consejos, porque, según Quintiliano, "no debe buscar consejo en preceptos de valor general, esto es, en ejemplos, sino en la naturaleza misma de la situación con la que se enfrente."[11] También en recibir consejos, para adoptar la mejor decisión después de escuchar las opiniones de todos; y no debe menospreciar el consejo de nadie. Según San Benedicto en su Regula: "Cada vez que se trata de cuestiones importantes, el abad convoca toda la congregación, incluso a los jóvenes, porque, muchas veces, Dios revela el mejor consejo a un joven. Después de escuchar las opiniones de los demás, el abad tiene que examinarlas y adoptar la que le parezca la mejor. Los hermanos deben aconsejar de tal manera que no impongan sus propias opiniones sobre las de los demás, y todos deben dejar la decisión final en manos del abad y someterse a lo que él considere conveniente."[12] Esto dice San Benedicto. Del mismo modo, los príncipes y prelados tienen la palabra final en la adopción de consejos y, como regla general, nunca deben desdeñar el consejo de los inferiores, según Catón: "El amo no desprecie el consejo útil del esclavo. Nunca desprecies los consejos de nadie, si puedes obtener algún provecho."
     En cuarto lugar, ha de ser sabio en la ejecución de los juicios, según Eclesiástico X, [1]: "El juez sabio instruye a su pueblo, y el mandato del inteligente está bien ordenado." Y Salomón le pide a Dios en III Reyes III, 9, [11-12]: "«Concédeme un corazón prudente para gobernar a tu pueblo y saber discernir entre lo bueno y lo malo.» Al Señor le gustó su petición y respondió: «Ya que me has hecho esta petición y no has pedido para ti una vida larga, ni has pedido riquezas, ni has pedido la muerte de tus enemigos, sino que me has pedido sabiduría para gobernar con justicia, hago lo que has dicho. Añado además lo que no has pedido: riquezas y fama [tales que no habrá en tus días rey alguno como tú].»"
     En quinto lugar, ha de ser sabio en la elaboración de leyes y decretos, porque, según dice Tulio en De legibus: "Por ley se entiende la modalidad justa de ordenar o prohibir algo. Es injusto quien no conoce la ley, bien que esté escrita en alguna parte, bien que no lo esté en ninguna." El príncipe es tenido de conocer la letra de la ley, porque, según el Apóstol en I Corintios XIV, [38]: "Si alguno lo desconoce, él es desconocido." Y la Sabiduría misma dice en Proverbios VIII, [16]: "Por mí los príncipes mandan y los nobles gobiernan la tierra."

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XII. Que ha de ser sabio en la elección de los amigos, consejeros y oficiales

     En sexto lugar, el príncipe ha de ser sabio en la elección de los amigos, consejeros y oficiales. Lo más recomendable es aceptarlos después de probarlos y no probarlos después de aceptarlos. Leemos sobre la elección de los amigos en los proverbios de los sabios: "Pon tal diligencia en la elección de los amigos que no llegues a odiar a alguien después de encariñarte con él." Y Séneca a Lucilio: "Se equivoca el que busca amigos en los pórticos y los prueba en los banquetes."[1] Teofrasto nos recomienda amar a los amigos probados y probar a los amigos que aún no hemos llegado a amar.[2] "No hay mal peor para un hombre ocupado y obsesionado con sus bienes que el hecho de considerarse amigo de los que no le son amigos. Pero tú procura deliberar con el amigo acerca de toda cosa y, en primer lugar, acerca de él mismo. Una vez trabada la amistad, puedes confiar en ella; pero, antes, tienes que juzgarla. Porque lo hacen todo al revés aquellos que, sin tener en cuenta los preceptos de Teofrasto, juzgan después de amar y dejan de amar después de juzgar."[3] Éste es el consejo de Séneca. En el mismo sentido, dice Tulio en De amicitia: "Guardémonos de encariñarnos con alguien demasiado pronto, aún más cuando se trata de alguien indigno de nuestros sentimientos. No pocas veces se lamentaba Escipión de que los hombres se preocupasen demasiado por cuestiones de orden material, tanto que cualquiera podría decir cuántas cabras u ovejas tenía, pero nadie cuántos amigos. La amistad vieja es como el vino añejo que, cuanto más añejo, más fuerte. Y no hay lazo más fuerte que el del tiempo y la costumbre."[4] Éstas son las palabras de Tulio. Lo mismo se dice en Eclesiástico IX, [14-15]: "No abandones al viejo amigo, porque el nuevo no valdrá lo que él. Vino nuevo es el amigo nuevo, cuando se haga viejo lo beberás con placer." Y Suetonio en De XII Cæsaribus: "César Augusto difícilmente trababa amistades, pero era un amigo constante."[5]
     Sobre la elección de los consejeros leemos en Eclesiástico VI, [6]: "Que sean muchos tus amigos, pero uno entre mil tu consejero." Esto es, pocos de muchos, porque hay pocos hombres fieles, según Proverbios XX, [6]: "[Muchos hombres se proclaman hombres de bien,] pero un hombre fiel, ¿quién lo encontrará?" San Bernardo considera que los cardenales se tienen que elegir de todas las partes del mundo para que puedan juzgar a todo el mundo.[6] De la misma manera, los consejeros se tienen que elegir de todo el reino o imperio para dar una visión general a sus juicios. Se deben elegir hombres maduros, no superficiales e impetuosos, porque, según Séneca: "Un consejo apresurado siempre da lugar al remordimiento; no hay peores enemigos de un buen consejo que la prisa y la ira."[7] Asimismo, los consejeros deben ser fieles y buenos, según las palabras del Salmista: "Escogeré a los leales del país para que vivan a mi lado." Eclesiástico XXXVII, [17]: "Sigue lo que te dice tu corazón, porque nadie te será más fiel." En otras palabras, lo que se le pide a un consejero es bondad y lealtad, aun cuando no sea un dechado de ciencia. Leemos a continuación: "Pues el alma del hombre suele descubrir esas cosas mejor que siete vigías apostadas en la torre del centinela."[8] Además, deben ser sabios y discretos, porque, según Casiodoro en su Epistolarium: "La abundancia de sabios es la dignidad del príncipe." Y Sabiduría VI, [26]: "La salvación del mundo está en que haya muchos sabios." San Isidoro en sus Etymologiæ: "El nombre de senado viene dado por la edad de sus componentes."[9] Efectivamente, según se lee en Job XII, [12]: "De los ancianos, el saber." También en Eclesiástico XXV, [7]: "¡Qué bien sienta el juicio a los cabellos blancos, y a los ancianos el consejo!"
     Como al príncipe le incumbe tratar de varios asuntos, debe tener consejeros aptos para cada dominio de actividad, de modo que no trate de cuestiones religiosas con personas que odien la religión ni de asuntos terrenales o de guerras con quienes no tengan la experiencia ni la competencia necesarias, según se nos dice, no sin ironía, en Eclesiástico XXXVII, [12-14]: "[Con mujer no trates de su rival,] ni con un cobarde de la guerra, [ni con negociante sobre el cambio, ni con comprador acerca de la venta, ni con envidioso de gratitud,] ni con egoísta de generosidad, ni con perezoso de trabajo alguno, ni con el obrero eventual acerca del fin de su trabajo, ni con el criado perezoso acerca de una gran tarea." Y se dice a continuación: "En todos estos no te apoyes para buscar consejo." En el mismo sentido, dice Fabio el orador: "¡Afortunadas las artes si de ellas sólo opinasen los artistas!"[10]
     En cuanto a la elección de los oficiales y ministros, evidentemente, hay que elegir personas de máxima confianza, según I Corintios IV, [2]: "Ahora bien, lo que se les pide a los administradores es que sean fieles." Y prudentes, según Proverbios XIV, [35]: "El rey concede su favor al servidor inteligente." Y, además, de vida limpia, según dice David en el salmo anteriormente citado: "El de conducta intachable será mi servidor."[11] Sobre las primeras dos cualidades se insiste en Mateo XXIV, [45]: "¿Quién es el criado fiel y prudente, [puesto por el amo al frente de su servidumbre, para que les dé la comida a su hora]?" En Lucas XII, [42], se emplea el término administrador, que San Bernardo explica de la siguiente manera cuando le habla a Eugenio del oficio de administrador de los bienes terrenales: "Tu alma tiene que estar vacía de las preocupaciones por lo material e insignificante y dedicarse totalmente a lo grande e importante. Así que encarga tu hacienda a alguien que tenga estas tres cualidades, a saber, que sea fiel para que no te engañe, prudente para que no le engañen. La tercera cualidad es la autoridad, de la que debe disponer, en la medida de sus posibilidades, para imponerse sobre tus esclavos y no permitir ninguna contradicción por parte de otros. De tal manera, tendrá autoridad sobre ellos y será útil a todos desde todos los puntos de vista. No te fíes de las palabras clandestinas que de él te digan. Fíate más de él y ten por regla general no fiarte de los que no tienen el valor de decir en público lo que te susurran en los oídos. Si no encuentras a nadie que sea, al mismo tiempo, fiel y prudente, es mejor elegir a alguien que sea fiel, porque inspira más confianza."[12] Éstas son las palabras de San Bernardo. Lo mismo se puede leer en Eclesiástico XIX, [21]: "Más vale ser corto de inteligencia y temer al Señor que muy inteligente y transgredir la ley."
     Finalmente, los príncipes o prelados no deben mostrarse demasiado curiosos o sospechosos para con sus ministros o administradores. Según Quintiliano en De institutione oratoria: "El príncipe que quiere saberlo todo debe ignorar mucho."[13]

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XIII. Que ha de ser sabio en la administración de los bienes temporales

     En séptimo lugar, ha de ser sabio en la administración y gestión de los bienes temporales, es decir, en adquirirlos y multiplicarlos en conformidad con los principios de justicia y lealtad; y, asimismo, en guardarlos con cautela y gastarlos con prudencia. El hecho de que no deba adquirir bienes de manera ilícita viene subrayado tanto por la Sagrada Escritura, como por los textos de los gentiles. Por ejemplo, Tulio en De officiis: "Hay que tener presente que sustraer algo a alguien para su propio interés contraviene a la naturaleza humana más que soportar todas las desgracias del mundo."[1] El mismo Tulio: "Un hombre honesto y correcto no sustrae nada por conveniencia propia."[2] Se desprende de las palabras de Tulio que incluso los gentiles despreciaban el fraude y la avaricia, y condenaban la desgracia ajena como fuente de bienes propios. Desde la Antigüedad se ha transmitido aquel famoso refrán que recuerda San Jerónimo: "No hay rico que no sea o él mismo un injusto o heredero de un injusto."[3] Y se lee en I Timoteo VI, [9]: "Los que pretenden enriquecerse caen en tentación y en el lazo del diablo." Por lo cual, Dios llama dinero injustamente adquirido a las riquezas, en Lucas XVI, [11]: "Si no habéis sido fieles con el dinero injustamente adquirido, ¿quién os confiará los bienes verdaderos?" El tema de las riquezas acumuladas de manera ilícita también está presente en Lucas XVI, [9]: "Haceos amigos con el dinero injustamente adquirido, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas." Dice Valerio Máximo: "Es más que degradante disminuir la gloria de una victoria con la magnitud del botín."[4]
     Además, el botín de guerra no dura para siempre, sino que se gasta en poco tiempo, según Tulio en Philippicæ: "Bienes mal adquiridos a nadie han enriquecido."[5] También Séneca a Lucilio: "No hay ninguno, ni siquiera de aquéllos que tuvieron suerte con sus rapiñas, que goce para siempre de lo que ha robado."[6] En la misma dirección, Proverbios X, [2]: "Tesoros mal adquiridos no aprovechan, [mas la justicia libra de la muerte]." Eclesiastés [V, 12-13]: "Hay un mal doloroso que he visto bajo el sol: riquezas guardadas por su dueño para su desgracia." Porque o se las roban mientras está vivo, o las gastan mal sus herederos. Sobre la primera de estas dos posibilidades, leemos en Isaías XXXIII, [1]: "¡[Ay de ti, devastador, que no has sido devastado;] ay de ti, saqueador, que no has sido saqueado! [Cuando termines de devastar, serás tu devastado;] cuando termines de saquear, serás saqueado." Plauto en Aulularia: "Guardóse de la mosca y encontrólo la araña."[7] Y Ovidio: "Cuando hay muchas manos, se consigue enseguida el botín deseado."[8] Sobre la segunda, se lee en Eclesiastés II, [18-19]: "Detesto todo el trabajo que he hecho bajo el sol y que dejaré a mi sucesor. ¿Quién sabe si será sabio o necio? Y, sin embargo, dispondrá de todo mi trabajo, [en el que yo empleé mi fatiga y mi sabiduría bajo el sol. También esto es vanidad]." Marcial Coquo: "Nunca dejes de gozar de la vida, de robar, de arrebatar: tendrás que renunciar a todo. Dejarás las arcas llenas de dineros. Tus herederos jurarán que no has dejado ni una sola moneda."[9] Lo mismo, Claudiano: "El hijo esparcirá las riquezas mal adquiridas por un padre impostor."[10] Sobre la cautela con que se deben guardar los bienes dice Casiodoro en su Epistolarium: "Se ha de poner más cautela en guardar que en adquirir bienes."[11] Según dice el poeta: "Es igualmente meritorio guardar los bienes ya adquiridos que adquirir otros nuevos."[12] También Claudiano: "Es más importante guardar los bienes ya adquiridos que adquirir nuevas riquezas."[13] Asimismo, la conservación de los bienes se debe hacer en conformidad con la ley.
     En cuanto a las maneras de gastar los bienes con prudencia, es consabido que los gastos que haga el príncipe tienen que ser bien en interés propio, bien en interés del Estado, y con esto me refiero a los gastos o regalos. Los gastos vienen determinados por la necesidad, mientras que los regalos por la generosidad. Y dice Tulio sobre la liberalidad en De officiis: "La liberalidad y los beneficios son una de las actitudes más características de la naturaleza humana, pero implican varios condicionantes. Tanto que se ha de andar con mucho cuidado para que un beneficio no le resulte dañoso ni al beneficiado ni a nadie más. Pero hay quienes, amantes de fama y esplendor, roban a unos para mostrarse liberales con otros y, de este modo, hacen daño a unos para ser liberales con otros. Hagamos uso de tal liberalidad que sea benéfica para nuestros amigos y no resulte dañosa a nadie. En otro orden, la liberalidad no tiene que exceder los recursos propios y cada uno tiene que mostrarse liberal en función de sus posibilidades, lo que es el fundamento de la justicia. No puede ser liberal lo que no es justo. Asimismo, se han de examinar las preferencias de la persona a la que le queremos ofrecer el regalo, su actitud para con nosotros, su forma de ser y vivir, los servicios que nos ha hecho."[14] También Tulio en el libro segundo del mismo tratado: "No hay que guardar los bienes familiares de tal manera que no los pueda tocar ni siquiera la benevolencia, pero tampoco hay que ponerlos a disposición de todo el mundo. Incluso en estos asuntos se debe encontrar el camino justo. Y no debemos reaccionar siempre de la misma manera. La benevolencia se ha de manifestar sobre todo para con los heridos por calamidades, excepto cuando las hayan merecido."[15] Esto dice Tulio. Según Valerio Máximo: "Dos son las fuentes más probables de la benevolencia: un sano juicio, esto es, una personalidad discreta, y una benevolencia surgida de la honestidad."[16] Sobre lo mismo insiste Séneca en De beneficiis: "Pensemos en la necesidad y no tanto en la voluntad de los que nos piden favores. Muchas veces deseamos cosas dañosas y, por más peligrosas que sean, no tenemos la fuerza de despreciarlas, precisamente porque el deseo se hace dueño de la razón. Pero, cuando no queda nada del deseo y se desvanesce aquella impetuosidad del alma que obceca la razón, desdeñamos a los que nos regalaron aquellas cosas dañosas."[17] Éstas son las palabras de Séneca. Lo mismo dice Ovidio: "Créeme, regalar es un arte."[18] Similarmente a lo que se dice en el Evangelio, a saber, que antes tenemos que regalar a los pobres que a los ricos, Tulio considera que la benevolencia se ha de mostrar, sobre todo, para con los heridos por calamidades, actitud ajena a los príncipes y poderosos de hoy y, en general, a la mayoría de los cristianos.[19] Según Marcial Coquo: "Si eres pobre, nunca dejarás de serlo, Emiliano. Porque las riquezas están reservadas sólo para los ricos."[20] Y Terencio en Phormio: "Los pobres siempre acrecientan las fortunas de los ricos."[21] A los pobres se les compara con los asnos, los cuales prefieren orinar antes en agua que en tierra firme. En palabras de Ovidio: "Pega fuego al fuego, echa agua en el mar."[22] Por lo demás, la liberalidad del príncipe se ha de mostrar también hacia sus oficiales y tiene que pagarles sueldos que cubran sus gastos de vida. Asimismo, el hecho de que algunos cobren menos de lo que requeriría la responsabilidad de sus cargos no les impide que se beneficien de la magnificencia del príncipe. Según Casiodoro en su Epistolario: "Los favores del príncipe deben exceder los servicios de los súbditos."[23] Es la única manera de evitar que pasen estrecheces económicas y lleguen a codiciar o robar bienes ajenos, según Proverbios XXX, [8-9]: "Dame solamente lo necesario para vivir. [No sea que, viéndome sobrado, me vea tentado a renegar y diga: «¿Quién es el Señor?» O bien que, acosado de la necesidad, me ponga a robar y a perjurar el nombre de mi Dios.]" Además, dice San Agustín en De verbis domini: "No sin providencia se han instituido sueldos para los soldados, para evitar la intrusión de bandidos mientras los ejércitos están lamentando su pobreza. Se les dice a los solados por boca de San Juan: «¡Contentaos con vuestra paga!»"[24] ¿Y si no están contentos con sus sueldos porque no les llegan? Dice Catón: "Quien gasta lo suyo y se queda sin nada, atenta a lo ajeno."[25] Si cobran sueldos suficientes, entonces no tienen excusa para incurrir en fraudes, hurtos, rapiñas y sobornos. En la misma dirección, dice San Benedicto en su Regula: "Para erradicar completamente el vicio de la propiedad del monasterio, el abad tiene que dar a cada uno todo lo necesario, esto es, ropa, platos, cubiertos, plumas, tablillas, agujas, y eliminar así la excusa de la necesidad."[26]

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XIV. Que ha de ser sabio en la planificación de operaciones económicas y militares

     Hemos visto unos cuantos consejos para una prudente administración del patrimonio del príncipe. A continuación, quisiera recomendar la misma cautela con respecto a contraer deudas, punto que también trata San Ambrosio en De sancto Tobia: "La pobreza no tiene culpa. Contraer deuda es vergonzoso; no pagar las deudas lo es aún más." Seas rico o pobre, guárdate de pedir dinero prestado. Si eres rico, no tendrás necesidad de hacerlo; si eres pobre, considera la dificultad de devolverlo."[1] En el mismo sentido, se lee en los proverbios de los sabios: "Tomar prestado lo que no estás en condiciones de devolver se llama fraude." También Séneca en De beneficiis: "Primero, se debería aprender que el dinero prestado se ha de devolver con la misma buena fe con que lo pedimos."[2] Si hasta un beneficio desinteresado se tiene que devolver, con más razón se han de pagar las deudas. A pesar de esto, muchos se muestran amigos cuando quieren pedir un préstamo, pero se convierten en enemigos a la hora de la devolución. A este respecto, dice Demas el médico: "He prestado dinero a un amigo; resulta que he perdido tanto el dinero como a mi amigo." En el mismo sentido Eclesiástico XXIX, [4-9]: "Para muchos el préstamo es una ganga, y ponen en aprieto a quien les ayudó. Antes de recibir besan la mano del prójimo, elogian humildes su riqueza; pero a la hora de la devolución dan largas, responden con palabras de excusa y echan la culpa al tiempo. Cuando pagan, el prestamista apenas recibirá la mitad y podrá considerarse afortunado. Y si no puede pagar, lo dejará sin su dinero y se habrá granjeado en balde un enemigo, que le devolverá maldiciones e insultos, y en vez de honra, ultrajes." Y se lee a continuación: "Por esto muchos se niegan a prestar, pues temen ser robados de balde."[3] De donde se deduce cuán arriesgado es prestar, porque el prestamista con frecuencia no recupera su dinero; y, si lo recupera, no lo recupera todo; y, si lo recupera todo, no se respetan las condiciones de préstamo; y si lo recupera todo y se respetan las condiciones de préstamo, no lo recupera de un amigo, sino más pronto de un enemigo.
      También los que toman prestado se exponen a varios peligros. En primer lugar, aceptan una miserable esclavitud, sobre la cual se nos dice en Proverbios XXII, [7]: "El rico domina a los pobres, el que toma prestado es esclavo del que presta." En segundo lugar, la merma o derroche de dinero, porque los que toman prestado con facilidad gastan con la misma facilidad y están en imposibilidad de devolver lo que han prestado, según el versículo del Eclesiástico que acabo de citar: "Para muchos el préstamo es una ganga, [y ponen en aprieto a quien les ayudó]." En tercer lugar, la ansiedad o inquietud que padece el deudor incapaz de pagar sus deudas, según Eclesiástico VIII, [16]: "No salgas fiador más allá de tus posibilidades; si saliste, date por deudor." En cuarto lugar, la ofensa hacia el amigo, según Demas el médico: "He prestado dinero a un amigo; resulta que he perdido tanto el dinero como a mi amigo." En quinto lugar, la maraña de mentiras y engaños, ya que es poco probable que alguien que tome dinero prestado no sea también proclive a proferir mentiras, según uno de los versículos anteriormente citados: "Antes de recibir besan la mano del prójimo, elogian humildes su riqueza; pero a la hora de la devolución dan largas, responden con palabras de excusa y echan la culpa al tiempo." En sexto lugar, el escándalo y la confusión entre los hombres, quienes interpretan tales situaciones como dilapidaciones de bienes. Y cuanto más dinero haya prestado, más infame será a ojos de la gente.
     De hecho, la pobreza causada por deudas no tiene perdón de Dios ni, mucho menos, se granjeará el respeto de los hombres, sino más bien su oprobio y confusión, según Salomón en Proverbios X, [4]: "La mano perezosa empobrece, [la mano diligente enriquece]." Un ejemplo elocuente en este sentido es el del hijo pródigo de Lucas XV, [11-32], quien gastó todo su dinero en una vida lujuriosa hasta caer en la pobreza. Y por vida lujuriosa se entiende cualquier gasto injustificado. De una tal pobreza se nos habla en Eclesiástico XL, [29]: "Hijo, no hagas vida de mendigo: más vale morir que mendigar", porque, efectivamente, "más vale la muerte que vida amargada, y el descanso eterno que enfermedad duradera."[4]
     Más grave que prestar es pedir prestado, y aún más grave que las dos cosas es pagar intereses, a menos que se trate de una emergencia propia o ajena. San Jerónimo, en su tratado dedicado a la bienaventurada Paula, enumera la generosidad como su virtud más destacada, porque acostumbraba tomar prestado con intereses para ayudar a los pobres. Sin embargo, los que toman prestado con intereses corren el riesgo de incurrir en dos males: el primero espiritual, porque le dan al usurero la ocasión de pecar; el segundo temporal, porque pierden el dinero en intereses.
      En octavo lugar, ha de ser sabio en cuestiones de organización militar, porque, según Eclesiastés IX, [18]: "Más vale la sabiduría que las armas de guerra." También Proverbios XXIV, 5-6: "Más vale el sabio que el poderoso, el hombre de ciencia que el vigoroso. Porque con estratagema se hace la guerra, la victoria se debe a la abundancia de consejeros." En la guerra, vale más la sabiduría que la fuerza. Y Proverbios XX, [26]: "Un rey sabio acaba con los criminales y hace pasar sobre ellos la rueda", esto es, el arco del triunfo. De la pericia bélica también trata Vegecio Renato en De re militari I: "La disciplina militar alimenta la audacia y nadie teme ejecutar lo que piensa haber aprendido bien. Porque, en la guerra, más cerca están de la victoria un puñado de hombres, pero bien preparados, que una multitud inexperta, siempre expuesta a la matanza. Sabemos que el ejército romano conquistó el mundo entero gracias a la experiencia, táctica militar y disciplina de los campamentos. ¿Qué hubiera podido el pequeño ejército romano contra la multitud de los galos? ¿Qué hubieran hecho ante la estatura monumental de los germanos? Los hispanos eran superiores a los romanos no tanto por el número como por la fuerza física. Los africanos los superaban en engaños y riquezas. Los griegos siempre monopolizaron los artes y la filosofía. Sin embargo, los romanos consiguieron imponerse porque reclutaron soldados avispados, les enseñaron el código de la guerra, los sometieron a ejercicios diarios e intentaron simular en los campos de entrenamiento lo que pudiera suceder en el campo de batalla."[5] Éstas son las palabras de Vegecio.

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XV. Que ha de tener una vasta cultura literaria y, sobre todo, un buen conocimiento de las Sagradas Escrituras

     Por último, el príncipe ha de mostrar una vasta cultura literaria, esto es, un buen conocimiento de la literatura pagana —con la excepción de algunos detractores— y, especialmente, de los textos sagrados. A este respecto, dice Vegecio Renato en el tratado que acabo de citar: "Antiguamente, había la costumbre de redactar tratados sobre las artes liberales y ofrecerlos a los príncipes, porque a nadie le conviene saber más y mejor que al príncipe, de cuya formación cultural se pueden beneficiar los súbditos."[1]
     La importancia de un buen conocimiento de los textos sagrados se puede demostrar mediante argumentos, ejemplos y autoridades. Empezando con los argumentos, el príncipe ha de tener, como dicho queda, una impecable conducta moral, que sólo se puede alcanzar por medio de los textos sagrados, según el Salmista: "[La ley del Señor es perfecta, portadora de vida;] el testimonio del Señor es veraz, hace sabio al sencillo."[2] También a este respecto debe el príncipe superar al resto de los legos. Aún más, el príncipe no puede ratificar leyes y decretos, sino en conformidad con la ley divina, transcrita en los libros sagrados, según San Agustín en sus Soliloquia: "Dios, cuya ley se impone también en los reinos terrenales."[3] En la misma línea, comenta Tulio en De legibus: "Los sabios consideraron que la ley suprema y última es la sabiduría de Dios, que lo permite o prohíbe todo. La ley humana es deudora de esta ley divina y es digna de admiración."[4] De ahí que el príncipe no deba promulgar leyes de su propia voluntad, según Juvenal: "Esto es lo que quiero, esto es lo que ordeno, que la voluntad se adueñe de la razón", porque no hay ley válida que no se conforme a la ley divina.[5] Sobre lo mismo dice Helinando en el libro anteriormente citado: "Las leyes humanas son válidas siempre y cuando no contravengan la ley divina. Por consiguiente, es totalmente falso lo que encontramos en los tratados de derecho: «La voluntad del príncipe tiene fuerza de ley.» El mecanismo de las leyes humanas nos indica la necesidad de que el príncipe no desprecie los sagrados cánones. Porque es inútil la educación del príncipe, si ésta no se hace conforme a la disciplina eclesiástica."[6] Éstas son las palabras de Helinando. Sobre lo mismo, se lee en Canon I, [10]: "La relación entre las constituciones de los príncipes y las instituciones eclesiásticas no es una de superioridad, sino más bien de dependencia. Y, siempre que dichas constituciones no se opongan a los decretos evangélicos y canónicos, se han de considerar dignas de la más alta reverencia."[7] ¿Y de qué otra forma podría alguien percatarse de la discrepancia o, según el caso, concordancia entre las leyes humanas y las divinas, si no tiene un buen conocimiento de las dos categorías de leyes? Aun así, alguien podría invocar que tal distinción es tarea de los consejeros y abogados —especialistas en los dos códigos de leyes— que asisten al príncipe en la elaboración de leyes y decretos. La solución es sencilla: un obispo también podría cumplir con sus deberes por medio de sus vicarios y asistentes; sin embargo, no se le puede considerar digno del obispado a alguien que no sea apto para tal oficio. Así como el oficio del obispo es el de enseñar y consagrar, así el del príncipe es el de promulgar leyes y ejercer juicios. A tal efecto, como ya he dicho, se requiere un buen conocimiento de las Sagradas Escrituras. De hecho, sólo se puede juzgar de conformidad a las leyes escritas y, sobre todo, divinas, "pues el juicio pertenece a Dios", según Deuteronomio I, [17]. De ahí Proverbios XVI, [10]: "Los oráculos —esto es, la ciencia divina o la palabra de Dios— están en labios del rey y en el juicio su boca no yerra."
     Además, como se le considera sabio en muchos aspectos y no lo puede saber todo por experiencia, el príncipe puede ampliar sus conocimientos con la lectura de las Sagradas Escrituras, según Eclesiástico XXXIX, [1]: "Estudia la sabiduría de todos los antiguos [y consagra sus ocios al estudio de los profetas]." La Sagrada Escritura también es una fuente de autoridad, según Deuteronomio XVII, [18-19]: "Luego que se hubiese sentado en su real solio, escribirá para su uso, en un volumen, un duplicado de esta ley, [copiándolo del ejemplar que le darán los sacerdotes de la tribu de Leví]. Y lo tendrá consigo, leyendo en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer al Señor." Helinando, al exponer esta misma idea, dice: "Aunque goce de muchos privilegios, el príncipe no puede ignorar las leyes y tampoco puede achacar a su actividad militar el desconocimiento de las leyes divinas. Se impone, por tanto, la necesidad de una vasta cultura literaria y de lecturas diarias de la ley de Dios. El día que no la lea no será día de vida, sino de muerte. Esto es lo que se dice en las cartas que el rey de los romanos mando al rey de los francos; aconsejándole que instruyese a sus hijos en el espíritu de las artes liberales, le dijo: «Un rey ignorante es como un asno coronado.» Y, si realmente es ignorante, entonces necesitará del asesoramiento de hombres instruidos. Ésta es la razón por la cual el ejemplar de la ley divina está en poder de los sacerdotes levitas, esto es, de hombres católicos e instruidos."[8] Éstas son las palabras de Helinando.

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XVI. Ejemplos de erudición en los reyes de la Antigüedad

     Como colofón, encontramos ejemplos de lo anteriormente expuesto en los primeros reyes del pueblo de Dios, David y Salomón, los cuales, llamados por vocación divina, no solamente leyeron y releyeron el Deuteronomio en la letra de la ley, sino que también merecieron el título de maestros de la Iglesia, porque, una vez reyes, redactaron, bajo inspiración de su espíritu profético, libros de sabiduría destinados a la educación moral de sus sucesores.
     También en los reyes de Egipto y, concretamente, en Tolemeo Filadelfo, quien, según leemos en la Historia scholastica, "gran estudioso y amante de las artes, nombró a Demetrio responsable de su biblioteca, es decir, de sus armarios con libros. Y, cuando le preguntó el número de los libros, Demetrio respondió que había veinte mil, pero que, dentro de poco tiempo, podrían llegar a cincuenta mil. Llegó a sus oídos que los judíos tenían una ley dictada por la boca de Dios y escrita por su propia mano y, deseoso de tenerla en sus archivos, dispuso que se tradujese al griego."[1] Fue así como dejó libres a los cautivos judíos que tenía en su poder. Encargó la traducción de las Sagradas Escrituras del hebreo al griego a un equipo de setenta intérpretes y guardó las traducción en la Biblioteca de Alejandría, cuyos fondos incluían libros de todos los géneros literarios.
     También en los reyes y emperadores romanos, como serían Julio César, Augusto y otros que tuvieron el dominio del mundo entero. Y, a pesar de que dedicaban la mayor parte de su tiempo a ejercicios físicos, entrenamientos militares y asuntos de orden político, se hacían un hueco para dedicarse seriamente al estudio de las artes liberales. De ahí que Séneca fuese ayo de Claudio y Plutarco de Trajano.
     También en los reyes de los francos y, sobre todo, en Carlomagno, conocido por su buena fe y religiosidad, el primero de todos los francos en reavivar la gloria del Imperio Romano. Quien llevó tantas guerras contra los paganos y demás enemigos de la Iglesia, y, a pesar de esto, fue un gran cultivador tanto de las ciencias humanas como de las artes divinas. Según las crónicas, Pedro de Pisa[2] fue su profesor de gramática y Albino, mejor conocido como Alcuino,[3] le dio clases de dialéctica, retórica y astronomía. El mismo Alcuino, eximio doctor y comentarista de los textos sagrados, fue su profesor de teología y le dedicó, entre otros, el precioso tratado De sancta trinitate. Asimismo, Carlomagno encontraba gran placer en que, a la hora de la cena, le recitaran algún poema o leyesen algún libro. Según Turpino Remense,[4] le leían sobre la historia de la Antigüedad y le encantaba de especial manera el libro De ciuitate dei de San Agustín. Su hijo, Luis el Pío, heredó el interés por los textos sagrados, tanto que Miguel, emperador de los griegos,[5] le encargó, a petición suya, una traducción del griego al latín del tratado De ierarchia de Dionisio el Areopagita. A su vez, Amalario[6] le dedicó su De ecclesiasticis officiis y Angelomo,[7] el tratado In libros Regum. Rabano, otro doctor y escritor de renombre de la época,[8] le dedicó un comentario In Danielem y, después, le regaló una exposición In libros Macabeorum. A petición de Carlos el Calvo, Juan Escoto[9] tradujo palabra por palabra del griego al latín la Ierarchia de Dionisio el Areopagita, y Milo, monje de San Amando,[10] le dedicó el tratado De sobrietate. También el rey Roberto se mostró muy buen conocedor de los cantos eclesiásticos y compuso un precioso diálogo sobre el Espíritu Santo.[11]
     Por los mismos tiempos, San Gregorio le escribe a Inocencio, gobernador de África, quien le había pedido un ejemplar de su Moralia in Iob: "Me conmueve sobremanera su interés, es decir, que su eminencia muestre preocupación por este asunto, que no le permite abandonar del todo a su persona y hace que su alma se encuentre a sí misma entre los cuidados de la vida seglar. Pero, si realmente quiere probar un plato exquisito, le recomiendo los tratados de su compatriota, San Agustín, y ni se le ocurra comparar su flor de harina con mi salvado."[12] Y, aunque San Gregorio se muestre demasiado modesto con sus obras, poniéndose al servicio de la humildad, no deja de recomendar calurosamente los tratados de San Agustín como fuente de verdad.
     Efectivamente, la lectura de las Sagradas Escrituras hace que las mentes ocupadas con asuntos mundanos se encuentren a sí mismas y a Dios, según San Agustín en sus Confessiones: "Tus loores, mi Dios, tus loores de tus Sagradas Escrituras hubieran podido ofrendarte el vástago de mi corazón, sin que me lo arrastrasen por los desiertos de la vanidad, una presa fácil para los volátiles."[13] Y Sócrates: "Ocúpate de los asuntos ajenos de tal manera que no te olvides de los tuyos."[14]
     En conclusión, un buen conocimiento de la literatura y, sobre todo, de las Sagradas Escrituras es fundamental en la educación del príncipe, según Sabiduría XIII, [1]: "Torpes por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios." Y le es necesario no sólo a sí mismo como persona, sino también en su actividad política. Como ha de promulgar leyes y decretos y ejercer juicios, debe consultar las Sagradas Escrituras donde hay soluciones para todo. De ahí Job XXXIII, [13-14]: "¿Por qué quieres pleitar con él porque no responde a todas tus palabras? Dios habla una vez y Dios no repite." Versículos que San Gregorio explica de la siguiente manera: "Dios no responde a cada uno por separado, sino que formula sus respuestas de semejante manera que contesten las preguntas de todos. Si buscamos respuestas para cada uno de nosotros en las Sagradas Escrituras, veremos que no nos responde a cada uno por separado, sino a todos conjuntamente."[15]

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XVII. Varias razones por las cuales ha de ser superior en bondad

     En cuanto a la obligación del príncipe de desviarse del mal y coger los caminos del bien, quisiera añadir que ha de ser superior también en bondad y, en este sentido, se pueden invocar siete argumentos. En primer lugar, porque "al que mucho se le da, mucho se le reclamará."[1] Y dice San Gregorio en el sermón sobre los dineros: "Hay una relación de proporcionalidad directa entre el número de regalos que uno ofrece y sus intenciones. Por consiguiente, cuantos más sean los servicios de Dios para con nosotros, tanta más prontitud debemos poner en devolverlos."[2] Éstas son las palabras de San Gregorio. De donde se sigue que el príncipe, como es el que más se beneficia en este mundo de la largueza divina, también es el que más razones tiene para honrar a Dios con la santidad de su vida.
     En segundo lugar, porque cuanto más alto el estado social, más grave la caída. De ahí el comentario de la Glosa sobre Isaías XIV, [12]: "¿Cómo has caído desde el cielo, brillante estrella, hijo de la aurora? [¿Cómo has sido derribado a tierra tú, el vencedor de las naciones?]", donde queda patente que la caída del príncipe que incurre en pecado mortal es más grave que la de los demás. Por lo cual, debe esforzarse para no abatirse del bien y avanzar hacia mejor, porque, según dice San Bernardo, "no avanzar en el camino de Dios es igual a retroceder" y "quien desprecie lo poco no tardará en caer".[3]
     En tercer lugar, porque, según se lee en el Alexandreis, "La realeza tiene gran peso."[4] Por lo cual, la caída del príncipe puede resultar peligrosa y desafortunada no solamente para el príncipe mismo, sino también para sus súbditos. A este respecto, dice San Gregorio Nazareno en su Apologeticus: "Cuanto más grande la gloria, más grave el peligro. Tanto es así que cualquier vicio que tenga el príncipe se puede transmitir a los súbditos, porque los vicios se transmiten con más facilidad que las virtudes. Y no hay nada más fácil que caer en las trampas del vicio, aunque nadie te lo enseñe o te obligue a ello. Lo realmente difícil es ser hombre virtuoso."[5] Esto dice San Gregorio. En la misma línea comenta San Bernardo en una carta al Duque de Aquitania: "Si alguien del pueblo incurre en error, se arruina a sí mismo; si, en cambio, lo hace el príncipe, su error afecta a todos sus súbditos."[6] También San Juan Crisóstomo en el sermón Super epistolam ad Hebreos XXXIV: "No puede ser sino grave el mal provocado por un príncipe inicuo."[7] Exactamente lo mismo piensan los gentiles, por ejemplo, Quintiliano en De causis III: "Éste es el precio que tienen que pagar los poderosos, que sus faltas se descubran inmediatamente. Todo poderoso que haga mal es más que pernicioso."[8] También Boecio en De consolatione IV: "Bajo el dominio y poder de la maldad, la virtud no sólo no goza de apreciación, sino que también está pisada por los criminales."[9] En la misma dirección, el poeta Ovidio: "¿Por qué pensaría que a mí no se me permite lo que al rey?"[10] Y Juvenal: "La gravedad de un pecado viene dada por la posición social del pecador."[11]
     Tanto el prelado como el príncipe, sobre todo, cristiano serán castigados por corromper a los súbditos con sus pecados. De ahí que se asocie a los malos príncipes con los prelados y clérigos que pierden a sus feligreses con su mal ejemplo, según Oseas V, [1-2]: "Escuchad esto, sacerdotes; atiende, casa de Israel; casa real, prestad oído, porque se hace justicia contra vosotros. Vosotros os habéis hecho un lazo en Mispá y una red tendida en el monte Tabor", esto es, a pesar de vuestras altas dignidades, habéis tendido lazos y redes para que los demás cayesen en vuestros pecados; y "habéis hecho caer la víctima en el abismo", esto es, habéis sacrificado vuestras almas al diablo, para que cayesen en la vorágine de los pecados y terminasen en el infierno. Y, como habéis errado primero, según Esdras IX , [2]: "Los magistrados han sido los primeros en incurrir en tal prevaricación", también seréis primeros a la hora de recibir el castigo, según Amós VI, [1, 7]: "[Ay de los que ponen su seguridad en Sión y de los que confían en el monte de Samaría, los que consideran los jefes del primero de los pueblos y a los cuales viene la casa de Israel.] Por lo mismo, irán éstos los primeros a la cautividad." Un ejemplo en este sentido se halla en Números XXV, [4], donde se habla de los príncipes del pueblo que habían dado culto a Baal Fegor: "Reúne a los príncipes del pueblo y cuélgalos ante el Señor, a la luz del sol, [para que se aparte de Israel la cólera encendida del Señor]." Sobre lo mismo, Orígenes: "Los príncipes pagan por los pecados de sus pueblos y, una vez calmada la ira de Dios contra el pueblo, se dirige contra ellos. Si los hombres considerasen esto, nunca ambicionarían el poder." Éstas son las palabras de Orígenes.[12]
     En cuarto lugar, los súbditos son juzgados y castigados en la tierra, mientras que los príncipes sólo pueden ser juzgados por Dios, sobre lo cual se dice en Hebreos X, [31]: "Es espantoso caer en las manos del Dios vivo." También en el Salmo [LXXIV] [3]: "Cuando fije el tiempo, yo juzgaré según justicia." Dice San Gregorio en su Regula pastoralis I: "Corregimos los vicios de los súbditos por el rigor de la disciplina; pero los vicios que tengamos nosotros no reciben ni siquiera una palabra de reprensión. A pesar de esto, cuanto más pequemos hacia los súbditos, más grave será el castigo de Dios. Nuestra disciplina libera a los súbditos del juicio de Dios, pero no los deja sin castigo en la tierra."[13] Esto dice San Gregorio. El príncipe ha de examinar sus acciones y costumbres para evitar el espantoso juicio, según I Corintios XI, [31]: "Si nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados." Después de examinarse a sí mismo, David le dijo a Dios: "Contra ti, contra ti solo pequé [y he hecho lo que tú no puedes ver]."[14] De ahí San Ambrosio en Apologeticus: "David era rey y, en consecuencia, libre, porque no había ley que lo castigara. Así que pecó sólo contra Dios, esto es, contra ningún otro hombre, porque jamás hizo daño a nadie."[15]
     En quinto lugar y en estrecha relación con el último argumento, porque el príncipe goza de más libertad tanto para hacer bien como para incurrir en el mal. Y sólo la nobleza del alma lo puede desviar del mal y encaminar hacia el bien, según las palabras del Apóstol en I Corintios VI, [12]: "Todo me está permitido. Pero no todo es conveniente." Sobre lo cual dice Séneca en Troades: "El que se puede permitir mucho se debe permitir cuanto menos."[16] Y Claudiano: "No se te ocurra hacer lo que puedes, sino lo que te conviene."[17] También Maximiano: "Siempre nos permitimos lo que no está permitido."[18] En otro orden, dice Ovidio: "Anhelamos lo que no está permitido y siempre deseamos lo que nos es negado, así como al enfermo le apetece el agua que tiene prohibida."[19] En el mismo sentido, Gálatas V, [13]: "Hermanos, vosotros habéis sido llamados a ser hombres libres; pero procurad que la libertad no sea un pretexto para dar rienda suelta a las pasiones, [antes bien, servíos unos a otros por amor]." Evidentemente, el término pasiones se refiere a los placeres carnales. De hecho, muchos poderosos abusan de la libertad que tienen y caen en los lazos de la permisividad, según Claudiano: "Una vida demasiado desordenada lleva a la perdición y la libertad excesiva abre el camino hacia la lujuria."[20] De ahí Job XI, [12]: "Así el insensato se hará cuerdo, cuando un asno salvaje se vuelva hombre." Y Job XV, [26]: "[Porque extendía contra Dios su mano, pretendía retar al Todopoderoso], embestía contra él, erguida la cabeza, protegida detrás de un escudo macizo." Sobre lo cual, comenta San Gregorio: "Erguir la cabeza contra Dios quiere decir empeñarse en hacer, no sin audacia, aquellas cosas que desagradan a Dios. Y con razón dice erguir, porque no tiene en cuenta ningún obstáculo que lo podría impedir. El sintagma protegida detrás de un escudo macizo es una metáfora de la soberbia desmesurada. Dicho de otro modo, los poderosos inicuos se protegen la cabeza contra Dios, porque, inflamados de las pasiones terrenales, se erigen contra la voz de la verdad. El amor obsesivo por las cosas temporales obceca la razón. Por lo cual se dice a continuación: «Su rostro estaba cubierto de grosura.»" Éstas son las palabras de San Gregorio.[21]
     En sexto lugar, a pesar de que la impunidad le deje más libertad para pecar, el príncipe es el que menos puede ocultar sus pecados. Evidentemente, menos que un particular. En este sentido, dice Salustio en De coniuratione Catilinæ: "No todos los hombres gozan de la misma permisividad. Si los que pasan sus vidas en la oscuridad cometen algún error, se enteran muy pocos, porque la fama es siempre igual a la condición social. En cambio, si el que yerra es una persona importante, no habrá quien no lo sepa. De donde se deduce que a una posición social alta le corresponde un grado mínimo de permisividad."[22] Esto es lo que nos dice Salustio. También Juvenal: "La gravedad de un pecado viene dada por la posición social del pecador."[23]
     En séptimo lugar, porque "a los poderosos se les examinará con rigor" si se abaten de los caminos de la justicia. Y, similarmente, serán recompensados si ejercen rectamente su cargo. Tanto más brillante será su gloria para con sus súbditos, cuanto más hayan resistido a la tentación de incurrir en el mal, según Eclesiástico XXXI, [8, 10]: "Bienaventurado el rico que es hallado sin culpa y que no se ha extraviado tras las riquezas. ¿Quién ha podido prevaricar y no ha prevaricado, hacer mal y no lo hizo?" También Helinando en su Historia XI: "Nada más digno de un príncipe que abstenerse del mal, porque la libertad de hacer mal es la causa de sus pecados. Aun si no hiciese nada constructivo, por lo menos que no condene a los súbditos con su indulgencia y negligencia."[24]

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XVIII. Sobre la bondad del príncipe perfecto

     Además, el príncipe ha de superar a los súbditos no solamente en poder y sabiduría, sino también en bondad, según se lee de Saúl en I Reyes IX, [2]: "No había entre los israelitas quien lo superase." Destacaba también por la talla de su cuerpo. Y leemos a continuación: "A todos les sacaba la cabeza." También I Reyes X, [24]: "Mirad al elegido del Señor. No hay nadie como él en todo el pueblo." Lo mismo se infiere de Deuteronomio XVII, [14-16], donde se dice que el elegido del Señor subirá al trono. De hecho, el que sabe elegir con razón y prudencia siempre hace la mejor elección. De ahí el refrán: "Maldito el que no cumpla con sus deberes." Lo mismo dice Aristóteles en Topica: "Cuanto más prudente el que elige, más acertada y correcta su elección."[1] Se nos dice de la elección de David en I Reyes XIII, [14]: "El Señor se ha buscado un hombre según su corazón y lo ha destinado para rey de su pueblo." Y con razón dice se ha buscado, porque no es fácil encontrar a alguien apropiado para semejante cargo, según Jeremías XLIX, [19]: "¿Quién es como yo? ¿O quién me fijará un tiempo? ¿Y quién es el pastor que puede resistir ante mí?" Según San Gregorio, Moisés hablaba al pueblo de tal manera que, por un lado, defendía la causa del pueblo delante de Dios; por el otro, la de Dios delante del pueblo. Sobre la elección del rey también leemos en el Salmo [LXXXVIII] [20]: "[He prestado mi ayuda a un valiente,] he exaltado a un elegido de mi pueblo." También en el [Salmo LXXVII 70-72]: "Y a David eligió, David, su siervo, que tomó de majadas de ganado. [Cuando tras las paridas siguiendo iba], el Señor lo llamó que apacentara a Jacob, su pueblo, y a Israel, su heredad. Los apacentó con un corazón irreprochable, los guió con sus expertas manos." Hay que notar que, en la Sagrada Escritura, a los reyes y prelados se les llama pastores y a los pueblos, rebaños. Por lo cual se le dice a David: "Tú apacentarás a mi pueblo Israel."[2] Y comenta San Gregorio en Regula pastoralis: "Todo aquel que hable de su pueblo en términos de rebaño ha de considerar seriamente su obligación de mantener la rectitud."[3]
     Como ya queda dicho, el príncipe ha de superar a los súbditos en bondad. Según San Jerónimo en Expositio espistolæ ad Galathas: "La bondad es la virtud por excelencia del bien obrar y se diferencia de la benignidad o clemencia en cuanto que la bondad se puede imaginar más bien de aspecto sombrío y con la frente arrugada por la severidad de las costumbres. Y, sin ser suave ni invitar a los demás con su dulzura, sabe hacer bien y conceder lo que se le pide."[4] Éstas son las palabras de San Jerónimo. Por consiguiente, la bondad sería la virtud que acumula todas las demás virtudes que ha de mostrar el príncipe.
     Asimismo, la justicia es otra de las virtudes generales que adornan la vida del príncipe, sobre la cual dice San Cipriano en su De XII abusionibus sæculi: "La justicia del rey consiste en: no oprimir a nadie sin razón o bajo pretexto del poder; no sembrar discordia entre los súbditos; proteger a los niños, huérfanos y viudas de los forasteros; reprender a los malvados; no sustentar a los deshonestos e histriones; expulsar a los sacrílegos; defender las iglesias; ayudar a los pobres con limosna; atribuir los cargos del Estado a personas competentes; tener consejeros maduros y severos; refrenar sus manifestaciones de ira; defender la patria contra los enemigos; vivir en nombre de Dios; no codiciar riquezas; afrontar las desgracias con firmeza de ánimo; servir a la fe católica; no permitir a sus hijos comportamientos inadecuados; respetar las horas de rezar; no comer antes de hora. Éstos son los caminos que llevan a la prosperidad de todo reino y que ayudan al príncipe a conseguir su lugar en las moradas eternas.
     Quienes no se ordenan las vidas según esta ley ponen en peligro sus reinos. Así se hace que, muchas veces, se rompa la paz de los pueblos y el reino tropieza con dificultades, la tierra deja de dar fruto y socava los esfuerzos de los agricultores, el dolor afecta la prosperidad del reino, las muertes de los seres queridos y familiares causan tristeza, los enemigos invaden por todas partes y devastan la tierra, las fieras salvajes atacan los rebaños de ovejas y las manadas de bueyes, las tempestades quitan la fertilidad de la tierra y dificultan la navegación, los relámpagos queman los campos de mieses, las flores, los árboles y los pámpanos. Es más que evidente la importancia que tiene la justicia del príncipe. Porque la paz es el abrigo de la patria, el escudo del pueblo, la muralla de las gentes, el remedio de las enfermedades, el regocijo de los hombres, el alivio de los pobres, la herencia de nuestros hijos, la fecundidad de la tierra, la calma del mar, el equilibrio del aire, la beatitud futura." Esto es lo que sostiene San Cipriano en De XII abusionibus sæculi, donde expone, por contraste, los nueve abusos del siglo: "El príncipe debe ser enemigo y no protector de los malvados. Pero ¿cómo puede alguien corregir a los demás si ni siquiera es capaz de corregirse a sí mismo? La justicia del rey honra su trono y la verdad guía el timón del pueblo. Sepa el rey que así como es primero entre los hombres gracias a su poder, así será primero en ser castigado, si no hace justicia. Y todos los pecadores que tiene bajo el cetro serán el tormento de sus penas futuras." Éstas son las palabras de San Cipriano.[5]

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XIX. Sobre los difamadores del príncipe justo

     En no pocos de los antiguos reyes de Francia podemos remarcar una ardiente religiosidad y devoción por la Iglesia y sus santos. Según Turpino Remense, Carlomagno, conocido por su bravura en la guerra, cultivaba la religión cristiana con suma piedad, iba a la iglesia por la mañana y a la misa de la tarde, y nunca faltaba cuando se hacían sacrificios. Además, se mostraba generoso con los pobres y ayudaba no solamente a los de su reino, sino también a los de las regiones ultramarinas. Tanto que hacía esfuerzos por enviar sustanciosas cantidades de dinero a Siria, Egipto, África, Jerusalén y Cartagena, por lo cual estableció sólidas relaciones de amistad con los reyes de ultramar e intentó una reconciliación con los cristianos. Sin embargo, en nuestra sociedad se da tanta inversión de los valores que llaman bien al mal y mal al bien. Y, si un príncipe o un soldado lleva una vida religiosa, reducen sus cualidades a los defectos que ven en sus contemporáneos, según el Salmista: "Todos se han pervertido, todos obran mal."[1] También en II Timoteo III, [1-5]: "Debes saber que en los últimos días vendrán momentos difíciles. Pues los hombres serán egoístas, amigos del dinero, altivos, orgullosos, blasfemos, rebeldes con los padres, ingratos, injustos, desnaturalizados, desleales, calumniadores, desenfrenados, inhumanos, enemigos de todo lo bueno, traidores temerarios, obcecados, más amigos de los placeres que de Dios, los cuales tienen una apariencia de religiosidad, pero en realidad están lejos de ella."
     Pervertidos y obcecados por su maldad, confunden el mal con el bien y trastornan los valores, según Isaías V, [20]: "¡Ay de aquéllos que llaman bien al mal y mal al bien; [que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas; que dan lo amargo por lo dulce y lo dulce por lo amargo]!" Acostumbrados a juzgar por el tamiz de sus propias personas, llaman malos a los que llevan una vida diferente, según se dice del justo en Sabiduría II, [12, 15, 16]: "Armemos, pues, lazos al justo, visto que no es de provecho para nosotros y que es contrario a nuestras obras, y nos echa en cara los pecados contra la ley, y nos desacredita divulgando nuestra depravada conducta. [Pretende tener la ciencia de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Se ha hecho el censor de nuestros pensamientos.] No podemos sufrir ni aun su vista, [porque no se asemeja su vida a la de nosotros y sigue una conducta muy diferente.] Nos mira como a gente frívola y ridícula, [se abstiene de nuestros usos como de inmundicias, prefiere lo que esperan los justos en la muerte y se gloria de tener a Dios por padre]." Evidentemente, si la elección del príncipe estuviese en sus manos, no atenderían a los principios de verdad y justicia, sino que más pronto seguirían la voz de sus costumbres, según dice San Jerónimo de la elección de los obispos en Contra Iovinianum: "Muchas veces, el pueblo o el clero se equivocan cuando, a la hora de confirmar sacerdotes, aplican los criterios de sus propias costumbres y no eligen al mejor, sino al que más se les parece."[2]
     Además, tan borrosos son los límites del bien y del mal que muchos consideran al parco avaro, porque no es pródigo, cuando, en realidad, la prodigalidad es un vicio y la parsimonia una virtud. Siguiendo en la misma línea, consideran al pródigo o profuso liberal y dadivoso; al abstinente, hipócrita; al que rehuye el contacto sexual, sodomita; al callado, triste y severo; al maduro, indolente; al humilde, idiota y sencillo. Y al revés. De ahí San Bernardo en su Apologeticus: "La sobriedad se interpreta como avaricia; la seriedad, como austeridad; el silencio, como tristeza. Y, al revés, la indulgencia, como discreción; la palabrería, como afabilidad; el risoteo, como jovialidad; la ropa indecente y los desfiles de caballos, como honestidad; la lectura superficial, como mundicia."[3] Lo mismo dice Sidonio en su Epistolarium V: ¿Cómo no irritarse cuando la virtud está manchada por la sordidez de los vicios? Al humilde le llaman abyecto; al noble, soberbio; al ignorante, ridículo; al docto, engreído; al severo lo temen por cruel; al indulgente lo acusan de debilidad; al humilde lo desprecian por bruto; al agudo lo evitan por astuto; al diligente lo consideran supersticioso; al indulgente, negligente; al habilidoso, ambicioso; al callado, apático; al parco, avaro; al exquisito, glotón."[4] Éstas son las palabras de Sidonio. En el mismo sentido, Miqueas III, [9]: "Habéis torcido el derecho." Y, dado que el bien absoluto es una abstracción, si le notan a un hombre perfecto alguna mácula, la exageran hasta reprocharle justamente lo que no tiene. Por ejemplo, si ven que alguien da señales de soberbia o impaciencia, lo tachan de soberbio e impaciente, sin tener en cuenta que las manifestaciones exteriores pueden tener causas tanto negativas como positivas y, en consecuencia, son engañosas.
     Juzgan mal los hechos de sus antepasados y desconocen las causas de sus acciones. De ahí San Agustín en Contra Faustum XXII: "Sobre la base de hechos cuya verdadera esencia desconocen, algunos critican las vidas de los santos, como, por ejemplo, los que intentan demostrar la estulticia de Cristo, porque buscó higos en una mala época del año o porque escribía con el dedo en el suelo mientras contestaba las preguntas de los hombres. No entienden que las virtudes de las almas elegidas pueden asemejarse a los vicios de los pervertidos, pero que cualquier comparación en este sentido carece de sustancia. Es igual el caso de los que, porque han aprendido en la escuela que un nombre en singular concuerda con un verbo en singular, condenan las palabras de un autor doctísimo, que dice parte cortan en pedazos, cuando lo correcto, según ellos, sería corta. Como saben que religión es la forma normativa del término, corrigen a los que pronuncian con geminada la relligión de los padres. La distancia que mide entre las figuras retóricas y metaplasmos de los doctos, por un lado, y los solecismos y barbarismos de los ignorantes, por otro, es igual a la que hay entre los hechos de los santos y los pecados libidinosos de los malvados."[5] Éstas son las palabras de San Agustín. Lo mismo dice Sidonio en su Espistolarium: "Los que no entienden de arte que no juzguen a los artistas."[6] Y Fabio el orador: "¡Afortunadas las artes si de ellas sólo opinasen los artistas!"[7] También Eclesiástico XI, [31, 33]: "Porque él acecha para cambiar el bien en mal, y en los casos dignos de alabanza ha de encontrar censura. Una chispa enciende las brasas, las trampas del criminal hacen correr la sangre. Guárdate del malvado que maquina el mal, no sea que te acarree deshonra eterna." Y Proverbios XXIV, [15]: "No aceches, criminal, la casa del justo, ni devastes su morada." Esto suelen hacer los difamadores y aduladores, dos vicios que, la mayoría de las veces, van de la mano.

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XX. Sobre los difamadores y aduladores que frecuentan las cortes

     No faltarán quienes te adulen disimuladamente en la cara, pero te critiquen a tus espaldas, según Eclesiastés X, [11]: "Si la serpiente muerde y no está encantada, ninguna ventaja tiene el encantador." Con razón se les compara con las serpientes, porque tienen las lenguas bifurcadas, por lo cual se dice de ellos que tienen dos palabras. De ahí Eclesiástico XXVIII, [15]: "Fuera el charlatán y el bellaco: han sido la perdición de muchos que vivían en paz." Y Aviano en Mythologia: "Quien te adula y después te critica a tus espaldas no es más que un desgraciado con dos caras."[1] También se les compara con los perros, porque lamen con sus elogios y muerden con sus calumnias, según Eclesiástico XIX, [12]: "Como flecha clavada en el muslo, así es la palabra secreta en las entrañas del necio." Así como los perros no se calman hasta que no echan la flecha que tienen clavada en el pie, así los calumniadores no tienen descanso hasta que no sueltan las cosas malas que oyen o piensan del prójimo.
     Este tipo de gente no falta en las cortes, según Isaías XIII, [22]: "Las hienas aullarán en sus torres vacías, en sus lujosos palacios los chacales." Por lujosos palacios se debe entender una metáfora de las cortes de los poderosos: palacios por la idolatría y lujosos por la abundancia de la comida y bebida. Y con idolatría me refiero a los que sirven a sus amos no por respeto al Señor, sino como si fuesen Dios o, mejor dicho, como a Dios, sin recordar las palabras del Apóstol en Colosenses III, [22]: "Esclavos, obedeced a vuestros amos temporales; no sólo cuando os ven, sino de todo corazón y por respeto al Señor." En la misma línea, dice San Agustín en De ciuitate dei X, donde habla de la idolatría, esto es, del culto a un solo Dios: "Muchos elementos típicos del culto a Dios se pueden reconocer en los tributos de honor que se rinden los hombres, sea por demasiada humildad, sea debido a una pestífera adulación."[2] Lo mismo dice Mardoqueo en Ester XIII, [14]: "Me he portado así para no poner la gloria de un hombre por encima de la gloria de Dios. Jamás me postraré ante nadie, [sólo delante de ti, Señor, y no hago esto por orgullo]." He citado este versículo porque me interesa dejar muy claro cómo se ha de honrar al príncipe. De hecho, Natán reprendió a David por sus pecados, pero, después de su corrección, no dudó en venerarlo y postrarse ante él, según se lee en III Reyes I, [23].
     Otra denominación metafórica para los aduladores es la de sirenas, de cuya voz se nos dice en los proverbios de los sabios: "Las palabras lisonjeras tienen su veneno." También San Jerónimo en el Commentarius super Marcum: "Los fariseos rodearon al Señor cuales abejas en busca de miel y, con el aguijón clavado en su espalda, le dijeron con voz melosa: «Maestro, sabemos que eres sincero [y que no te importa en absoluto el qué dirán, porque no tienes respetos humanos y enseñas de verdad el camino de Dios].»"[3] Lo mismo dice el Salmista: "Su boca es más dulce que la crema, pero su corazón hace la guerra. [Sus palabras, más suaves que el aceite, son espadas desnudas.]"[4] También se les compara con los búhos, en lenguaje popular, lechuzas, por su voz horrenda y porque sus palabras molestan el oído de los religiosos, según se lee en I Corintios XV, [33]: "Las malas compañías corrompen las buenas costumbres." Y Proverbios IV, [24]: "Aparta de tu boca la falsedad [y aleja de tus oídos la mentira]." Por lo cual se alaba al justo en el Salmo XIV [3]: "No habla mal de nadie con su lengua [el que no hace mal a su hermano ni difama a su vecino]." También en Isaías XXXIII, [15]: "Tapa sus oídos para no oír intrigas de sangre [y cierra sus ojos para no ver el mal]." Por lo cual se dice en Eclesiástico XXVIII, [28]: "Cerca tu viña con espinos y pon a tu boca puertas y barretas." Y Oseas VII, [14]: "No claman a mí en su corazón cuando se lamentan en sus camas", esto es, en cavernas y lugares secretos, donde difaman al prójimo: "Al que difama al prójimo en secreto, lo aniquilo." Según el Profeta, estos búhos se contestan entre sí, porque no hacen más que hablar mal de los que no están y, de esta manera, se incitan mutuamente a difamar a los demás: uno empieza, otro sigue y amplía, según Isaías XXXIV, [15]: "[Allí anidará la víbora, allí pondrá, incubará y empollará sus huevos], allí también se juntarán los buitres, se encontrarán unos con otros" como para devorar cadáveres. Y Proverbios XXIII, [20-21]: "No estés entre los bebedores de vino, ni seas de los que se ceban de carne. Porque el bebedor y el glotón se empobrecen y el sueño hace vestir harapos." Se ceban de carne, esto es, comentan con avidez sobre los vicios de los demás. Y el bebedor y el glotón se empobrecen, es decir, echan palabras con la misma rapidez con que juntan dinero para pagar a escote la comida. Lo mismo en Proverbios XXIV, [21]: "[Hijo mío, teme a Jehová y al rey, y] no te asocies con los inestables."
     Tanto los difamadores como los aduladores se pasan la vida en los santuarios de Babilonia y en los templos del placer, es decir, en los palacios de los poderosos. Según San Gregorio en sus Homeliæ: "Sin lugar a dudas, lo que más envidiamos del prójimo es lo que más deseamos en este mundo."[5]
     Por consiguiente, la envidia no podría faltar de las cortes de los poderosos, donde hay tanta abundancia de honores, riquezas y placeres. Y cada uno se empeña en obtener primero la gloria y los honores que ansían los demás. De ahí Salustio en De bello Iugurthino: "Recuerda que a la gloria le sigue la envidia. Porque, entre los mortales, es muy difícil que la gloria venza a la envidia."[6] También Ovidio en De remediis: "La envidia intenta alcanzar las cumbres."[7]
     La verdadera causa de la difamación es la envidia y hablamos de difamación cuando alguien denigra a otro alguien para manchar su reputación. De ahí Enodio: "La envidia tritura la gloria con sus porfiados dientes."[8] Y Ovidio en De ponto: "La envidia lastima a los hombres y los muerde con su dientes envenenados."[9] También Pedro en I Pedro II, [1]: "Desechad toda maldad, [todo engaño y toda clase de hipocresía, envidia o maledicencia]." Con esto, pone la difamación entre los vicios, pero insiste en que la envidia es la causa de la difamación. Encontramos la misma idea en Eclesiastés IV, [4]: "He visto que todo trabajo y toda empresa con éxito no es más que envidia de uno contra otro." Porque, según dice Ovidio en De arte: "Siempre el campo ajeno es más fértil y el ganado del vecino tiene las ubres más llenas."[10] De ahí San Gregorio en Moralia in Iob V: "«La rabia mata al insensato.» Y no sin razón le llaman insensato, porque es atormentado por la envidia. Además, se traiciona a sí mismo porque es más débil que aquél a quien envidia. En realidad, es realmente difícil que los hombres no sientan envidia, sobre todo, si tienen los mismos intereses. Dado que los bienes temporales se reducen con cada división suya, es normal que haya envidia, porque lo que uno desea o se lo lleva otro o se divide entre muchos. Por tanto, quien quiera mantenerse lejos de la peste de la envidia que ansíe aquella herencia que no se ve afectada por el número de los herederos, que es una y la misma para todos. La envidia se puede tratar con dulzura interior y se extirpa completamente con perfecto amor."[11]
     Es patente ahora por qué hay difamadores en las cortes de los príncipes. El sentimiento de envidia también posee a los ambiciosos, porque allí reinan la avidez y la ambición, que son las causas de la adulación.

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XXI. Sobre la envidia, que es la madre de la difamación

     Dice Ovidio en De remediis que la envidia es, según hemos visto, la causa de la difamación: "La envidia que devora."[1] Nunca mejor dicho, porque la envidia es un sentimiento que devora y corroe al que lo experimenta. De ahí San Jerónimo en el Commentarius in Galathas III: "El envidioso es atormentado por la felicidad del prójimo y reparte sus energías entre la fortuna ajena y la propia imposibilidad de alcanzarla. Idea que se refleja en un precioso verso elegíaco: «Nada más justo que la envidia, que devora y atormenta al que la siente.»"[2] Éstas son las palabras de San Jerónimo. El mismo en el Commentarius super Ecclesiasten: "«El envidioso come su alma y sus carnes», porque cuánto más feliz vea al que envidia, tanto más se consume y, poco a poco, se muere de celos y envidia."[3] Lo mismo dice en el epitafio de Paula: "Aunque trate de herir el enemigo, la envidia cae víctima de su propia locura."[4]
     Es manifiesto que la envidia es el peor de los vicios y esto por siete causas. En primer lugar, porque la envidia es el mal por excelencia, es decir, no comporta ningún rasgo positivo, ni siquiera aparente; y, además de pecado, es verdadero tormento, sobre todo, por el dolor que le causa al prójimo. Según Cicerón en Tusculanæ Disputationes IV: "La envidia es una enfermedad del alma causada por la felicidad ajena, aunque ésta no pueda perjudicar al envidioso."[5] La malicia es una especie de envidia y se podría definir como el placer provocado por la desgracia ajena, sin provecho alguno para el prójimo. De hecho, cada vicio supone algún aspecto agradable que seduce a los hombres. Por ejemplo, la soberbia gusta por la superioridad que imprime; la gloria, por las alabanzas que recibe; la ira, por la venganza que reclama; y, similarmente, la envidia, por pura malicia.
     En segundo lugar, porque se opone a dos nobles virtudes, a saber, al amor y a la misericordia. Según se lee en I Corintios XIII, [6]: "El amor no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Y Romanos XII, [15]: "Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran." Pero la envidia es todo lo contrario, porque rehuye la luz de la verdad y busca las tinieblas de la inquietud; llora con los que se alegran y se alegra con los que lloran. También San Gregorio: "El envidioso se aflige por la fortuna del prójimo como cegado por los rayos del sol." De ahí Mateo XX, [15]: "¿Ves con malos ojos el que sea yo bueno?" Y Horacio en Epistolæ: "El envidioso se marchita por el bien del prójimo y ve con lágrimas su prosperidad."[6] En cuanto a la misericordia, dice Tulio en Tusculanæ Disputationes IV: "Así como la misericordia es dolor causado por el mal ajeno, así la envidia es dolor provocado por el bien ajeno."[7] Y tan desgraciado es el envidioso que llega a sentir culpa por el bien ajeno, vive de la muerte del prójimo y muere de su vida. Además es tan pervertido que el perfume le repugna, lo dulce lo amarga y al revés. En la misma línea, Isaías V, [20]: "¡Ay de aquéllos que llaman bien al mal [y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas; que dan lo amargo por lo dulce y lo dulce por lo amargo]." También Romanos VIII, [28]: "Sabemos que Dios ordena todas las cosas para bien de los que lo aman, de los que han sido elegidos según su designio." Según dice la Glosa de Judas sobre Juan XII, [4-5], donde se habla de la venta del perfume, los envidiosos "mueren del perfume que gusta a los demás."[8] Además, como bien dice Boecio, cualquier bien agrada más cuando se comparte y, en palabras de Séneca, la posesión de cualquier bien es agradable sólo cuando se comparte.[9] En cambio, el envidioso prefiere renunciar a algo antes de compartirlo con otro, porque sólo le interesa compartir las desgracias y nunca la felicidad. Por tanto, el envidioso es víctima tanto de las desdichas como de las dichas: porque las dichas le causan dolor, mientras que las desdichas le dan ocasión para pecar.
     En tercer lugar, porque, a diferencia de los gentiles y las bestias salvajes, que aman su propia especie por instinto natural y se muestran solidarios con su propia carne, los envidiosos sienten adversidad hacia el bienestar de sus conciudadanos y familiares. Ninguno se salva de esta locura, según Claudiano: "No hay paz que pueda apaciguar la rabia del envidioso."[10] El mejor ejemplo lo tenemos en Nuestro Salvador, a quien envidiaban, sobre todo, los familiares y compatriotas. Por lo cual se dice en Mateo XIII, [57]: "Sólo en su tierra y en su casa desprecian al profeta." Y San Jerónimo: "Es casi natural que haya envidia entre los ciudadanos de una misma ciudad, porque no precian lo que tienen y sólo viven del recuerdo de su frágil infancia."[11]
     En cuarto lugar, porque el envidioso es enemigo no solamente de la naturaleza y de sus conciudadanos, sino también de su propia persona. De ahí San Cipriano en De zelo et liuore: "Si eres envidioso, entonces eres enemigo del que envidias, pero, ante todo, eres enemigo de ti mismo. Porque quienquiera que fuese tu víctima, te eludirá y se liberará de ti. Pero tú no puedes huir de ti mismo. Dondequiera que vayas, serás tu propio enemigo, tu propio mal, tu propia desgracia, porque te has ligado con una indestructible cadena."[12] Éstas son las palabras de San Cipriano. También Eclesiástico XIV, [5-6]: "El que es malo para sí, ¿para quién será bueno?" Y leemos a continuación: "Nadie es más necio que el avaro aun consigo mismo. Y ésta es la paga de su maldad", porque la envidia atormenta al envidioso. De ahí San Cipriano en el tratado que acabo de citar: "Convertir el bien ajeno en mal propio, atormentarse por la prosperidad de los grandes, sufrir a causa de la gloria ajena, desgarrarse el alma con las uñas de la maldad, todo esto es como tener una lombriz en el alma."[13]
     En quinto lugar, porque según dice San Gregorio en su Registra: "Los pecados espirituales suponen más pena y menos infamia."[14] La envidia es precisamente un vicio del alma, que no se ve en el exterior y, en consecuencia, muy peligroso, porque ni busca ni admite remedio. De ahí San Cipriano en De zelo et liuore: "El remedio es fácil cuando la llaga es superficial. Sin embargo, las llagas de la envidia son profundas, ocultas y no admiten remedio, porque han penetrado con su ciego dolor en los escondrijos de la conciencia."[15]
     En sexto lugar, porque es un vicio más persistente que cualquier otro. Otra vez San Cipriano: "Todos los demás vicios tienen términos específicos y desaparecen una vez consumados los delitos que provocan. Por ejemplo, el adulterio culmina con el coito; el robo, con el homicidio y la estafa. Pero la envidia no conoce términos: es un mal permanente y un pecado sin fin, y cuanto más exitoso el envidiado, más desgraciado el envidioso."[16] Y habla de la envidia como de un mal permanente, porque nunca cesará de existir mientras haya bien y mal en este mundo. Sobre lo mismo el Filósofo: "¡Ojalá los envidiosos tuviesen ojos por todas partes para atormentarse con la felicidad de todos!" Y San Cipriano: "Es un mal sin remedio perseguir al que busca la gracia de Dios y una desgracia sin remedio odiar al que está feliz."[17]
     En séptimo lugar, porque es un vicio diabólico y un distintivo del diablo, esto es, parecido a la naturaleza del diablo y ajeno a la de Dios, según Sabiduría II, [24]: "Mas por envidia del diablo entró la muerte [en el mundo]." Así como Jesucristo les dice a sus discípulos en Juan XIII, [35]: "En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros"; así el diablo habla a sus seguidores: "En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os envidiéis unos a otros." Si Dios se caracteriza por amor, no hay nada más característico del diablo que la envidia, sobre lo cual se lee en Apocalipsis XIV, [9-10]: "Si alguien adora a la bestia o a su estatua y recibe su marca en la frente o en la mano, beberá el vino de la ira de Dios, [que ha sido vertido sin mezcla en el cáliz de su cólera y será atormentado en el fuego y en el azufre en presencia de los cuatro ángeles y del cordero]." Muchas veces, la marca de la envidia se ve en la frente, pero otras en las manos, esto es, en el modo de obrar. Sobre las marcas de orden físico dice San Cipriano en el tratado anteriormente mencionado: "La mirada amenazadora, el aspecto torvo, la palidez de la cara, el tremor de los labios, el castañeteo de los dientes, la voz rabiosa, el grito desenfrenado, la mano al servicio de la violencia."[18] Y Ovidio: "Tiene la cara pálida. El cuerpo sin vida. La mirada nunca recta. Los dientes manchados de sarro. El pecho rebosando de amargura. La lengua bañada en veneno. Nunca duerme, porque las preocupaciones le quitan el sueño. Ve con amargura la felicidad ajena y se amarga con su amargura: éste es su suplicio."[19] Sobre el otro tipo de marcas, las del comportamiento, ya hemos visto en San Cipriano que "es un mal sin remedio perseguir al que busca la gracia de Dios."[20] Y con razón dice que la envidia es típica de la naturaleza del diablo, porque el diablo, como el envidioso, se atormenta a sí mismo y se alegra con la desgracia del prójimo. Volviendo al primer tipo de marcas, dice Horacio en sus Epistolæ: "No hubo mayor tormento para los tiranos de Sicilia que su propia envidia."[21] Sobre la segunda categoría de marcas dice San Jerónimo en Commentarius super Isaiam V: "El placer del envidioso es ver al enemigo pasando las mismas desgracias que él."[22] El mismo en Commentarius super Ezechielem VIII: "Los malos se alegran de tener más cómplices de su suplicio y nada les devuelve la vida como la ruina ajena."[23] Por tanto, no se equivoca Ovidio cuando dice, según hemos visto: "La envidia que devora."[24] Devora, porque, según San Jerónimo, el que se atormenta a sí mismo gasta sus energías en sentimientos de lo más diversos.[25] De ahí Marcial Coquo: "Se rompe de envidia porque siempre me señalan con el dedo, porque mis amigos disfrutan de mi compañía, porque me invitan a banquetes se rompe de envidia. Se rompe de envidia porque me quieren y me aprecian. ¡Que se rompa el que se rompe de envidia!"[26] Devora, porque el envidioso, como queda dicho, se atormenta a sí mismo y atormenta a los demás con sus difamaciones. La envidia es la fiera que devora a José, esto es, al hombre bueno, conspira contra los buenos y lucha contra el bien.

 

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XXII. Que es más grave difamar al príncipe que a cualquier otro

     En este contexto, quisiera recordar que en mi Tratado sobre el vicio de la difamación se puede encontrar información completa sobre las características y formas de manifestación de dicho vicio, así como sobre las circunstancias que lo favorecen y los métodos para combatirlo. Volviendo al contenido del presente opúsculo, hay que saber que la difamación es un pecado capital; sin embargo, es mucho más grave difamar al príncipe que a personas particulares. En primer lugar, por la importancia social de su buen nombre, ya que el príncipe ha de ser, como se ha dicho, un espejo en que se vean reflejados todos los que están en su poder. Por tanto, es más grave difamar al príncipe, porque la infamia que se promueve en su contra puede causar tanto mal cuanto bien trae una reputación sin tacha. En segundo lugar, porque el príncipe debe ser respetado y reverenciado en nombre de Dios, quien ordena los reinos, según Romanos XIII, [1]. Y si acaso el príncipe tuviese algún vicio vergonzoso y reprensible, los súbditos tienen la obligación de ocultarlo, para no caer en la maldición de Cam, quien, en vez de cubrir las vergüenzas de su padre, se contentó con llamar a sus hermanos, según se lee en Génesis IX, [22-25]. De ahí Eclesiástico III, [12]: "No te alabes de aquello que es la afrenta de tu padre, porque no es gloria tuya su ignominia." En tercer lugar, porque toda difamación queda terminantemente prohibida por la letra del Decálogo: "No darás falso testimonio contra tu prójimo."[1] Más adelante, en Éxodo XX, [16] y XXII, [28], se hace especial referencia a los prelados y príncipes: "No blasfemarás contra Dios ni maldecirás al jefe de tu pueblo." Según explica la Glosa, el término Dios se refiere a los sacerdotes y jueces encargados de la administración de la Iglesia. "Aunque cualquier forma de difamación sea perniciosa, la dirigida contra los sacerdotes y jueces es la más perniciosa que hay."[2] Y con razón se les llama Dios, porque son sus vicarios en la tierra. De hecho, sobre los prelados se dice en Lucas X, [16]: "El que os escucha a vosotros me escucha a mí; y el que os rechaza a vosotros me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado." Y sobre los príncipes, en Romanos XIII, [1-6]: "Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, [porque no hay autoridad que no venga de Dios, y los que hay han sido puestos por Dios. [Así que el que se opone a la autoridad, se opone al orden puesto por Dios; y los que se oponen recibirán su propia condenación. Los gobernantes no están para amedrentar a los que obran bien, sino a los que obran mal. ¿Quieres vivir sin miedo a la autoridad? Pórtate bien, y tendrás su aprobación; pues la autoridad está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien. Pero si te portas mal, échate a temblar, porque no en vano la autoridad lleva la espada y está al servicio de Dios para castigar al delincuente. Por lo cual es necesario que os sometáis no solamente por temor al castigo, sino más bien por un deber de conciencia. También por esta razón pagáis los impuestos,] porque los gobernantes están al servicio de Dios y se dedican a ese oficio."
    Asimismo, se prohíbe la difamación de tales personas no solamente con la palabra, sino también con el pensamiento. De ahí Eclesiastés X, [20]: "Tú no murmures del rey, ni aun por pensamiento." No pensarás mal de él ni lo blasfemarás delante de la gente, lo que sería aún peor. Cuando saben esto, pero lo disimulan, los príncipes y prelados incurren en grave pecado y su comportamiento no denota paciencia, sino negligencia. En palabras de San Agustín: "Quien desatiende a su buen renombre de manera consciente da prueba de crueldad."[3] Por lo cual los príncipes y prelados son los que más han de cuidar su reputación. Nuestro Señor Jesucristo, cuyas obras son para todos nosotros una fuente de sabiduría, nos ofrece un buen ejemplo en este sentido, cuando pregunta, en Marcos VIII, [27], a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que soy?" Y no lo preguntaba porque no lo supiese —de hecho, lo sabía todo—, sino para ofrecer a los gobernantes un ejemplo de cómo cuidar su reputación por el bien de sus súbditos, mantenerla y corregirla si en algún aspecto fuese manchada. Lo mismo recomienda el Emperador Teodosio en su Codex IX: "Si acaso alguien, desprovisto del sentido de la modestia y del pudor, se fía de las palabras embriagadoras de algún malvado y se deja convencer de la necesidad de tirar por el suelo nuestro nombre, si esto lo hace por ligereza, es digno de desprecio; si por locura, de compasión; si por el mero deseo de hacer daño, pero sin la intención de lastimar a nadie en concreto, que me informen de ello para poder decidir, en función de las pruebas y testigos que haya, si dejarlo libre o someterlo a una interrogación."[4] Esto nos dice el emperador. También el Papa Celestino III habla del difamador en Extra V: "Porque un clérigo se ha atrevido a hablar mal de nosotros y de nuestro oficio en presencia de otras personas, mandamos sea detenido para infundir terror y evitar, de esta manera, que se profieran semejantes injurias contra la Iglesia Romana."[5]
    Generalmente hablando, es más grave difamar a los buenos que a los malos, sobre todo, por el respeto que se les debe a los que obran bien. Por lo cual, en Números XII, [8], Dios alaba a Moisés por su bondad y fidelidad y reprende a Aarón y a María por haberlo denigrado: "¿Por que os habéis atrevido a hablar con mi siervo Moisés?" Airado, se alejó de ellos y cubrió a María de lepra. Ahora bien, en el caso de Moisés concurrían dos circunstancias agravantes respecto a la difamación promovida por Aarón y María: la dignidad social, porque era rey sobre su pueblo; y la devoción que mostraba a Dios. Si alguien posee estas dos cualidades, debe ser respetado por todos los demás. Sin embargo, muchas veces acontece que los mismos que elogian a alguien en su presencia, lo difaman en su ausencia, según le escribe Séneca a Lucilio: "Los esclavos dicen a espaldas del amo lo que no está permitido decirle a la cara."[6] También Job XIX, [18]: "Hasta los chiquillos me desprecian; si me levanto, me hacen burla."
     Otra circunstancia agravante viene dada por la amistad o familiaridad. Es más grave difamar a un amigo que a un desconocido, y esto por tres razones. La primera es la ingratitud, porque, conforme al derecho natural, el amigo ha de ser amigo de sus amigos, según Eclesiástico XXX, [6]: "[Contra sus enemigos dejan un vengador, y] para sus amigos quien pague los favores." El difamador hace exactamente lo mismo, según el Salmista: "Me devuelven mal por bien, me atacan porque siempre busco el bien."[7] La segunda, la infidelidad, de la cual se dice en Eclesiástico XVII, [17]: "[Ama a tu amigo y confíate en él, pero] si has revelado su secreto no corras tras él." La tercera, la gravedad que comporta la ofensa hecha al amigo: "Si un enemigo me ultraja, yo lo soportaría; si un adversario se alzara contra mí, de él me escondería, pero eres tú, un hombre de los míos, [mi familiar, mi amigo íntimo, nos intercambiábamos dulces confidencias, íbamos unidos a la casa de Dios]." Y Eclesiástico XXII, [27]: "Si has hablado contra él, no temas, pues es posible la reconciliación —esto es, la concordia. Pero ultrajar, revelar secreto y golpe a traición son cosas que hacen huir al amigo."

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XXIII. Sobre la ambición, que es la madre de la adulación

     Así como la difamación brota de la envidia, así la adulación procede de la ambición. La ambición se puede definir como el deseo desmesurado de fama o grandeza terrenal. Puesto que los funcionarios de la corte ansían dignidades y cargos de alta importancia, que no pueden conseguir sin tener el apoyo de sus superiores, intentan ganarse su benevolencia por medio de consistentes regalos y palabras de adulación. De ahí San Ambrosio en su Commentarius super Lucam IV: "El vicio de la ambición es peligroso precisamente por ser un camino empinado hacia la obtención de dignidades. En efecto, manifiesta una especial gracia forense, pero supone un grave peligro doméstico, porque hace uso de la sumisión para obtener la supremacía y la fama es el precio de sus obsequios. De hecho, cuanta más fama quiera conseguir, más vileza habrá en su disimulada humildad."[1] Éstas son las palabras de San Ambrosio. En nuestro tiempo, la peste de la ambición se propaga con tal virulencia que difícilmente se la puede resistir. Según dice Valerio Máximo en el libro octavo de su tratado: "No hay humildad que no tenga su motivación en el dulce sabor de la gloria."[2] Y tampoco les resulta insípida a aquellos que se muestran intangibles por su dulzura. Por lo cual, dice Ovidio en De fastis: "A nosotros también nos fascina la fama; disfrutamos de fiestas y ceremonias, somos una ambiciosa multitud celeste."[3] De donde se sigue que estamos delante de un vicio casi insuperable, según San Ambrosio en el tratado que acabo de citar: "Muchas veces, la ambición corrompe incluso a los que no caen en los lazos del vicio, no son esclavos del lujo y no se dejan conducir por la avidez."[4] El mismo en Hexameron V: "No hay quien esté dispuesto a renunciar al poder por decisión propia y pasar de ser primero a ser nadie. Tomemos el ejemplo de los banquetes, cuando siempre codiciamos los puestos de más alto relieve y, si alguna vez nos los ofrecen, nos gustaría guardarlos para siempre."[5] Éstas son las palabras de San Ambrosio. Efectivamente, si alguien renuncia al poder, lo hace por dificultad y no porque así fuese su deseo; si el poder no le interesa, le agrada que se lo ofrezcan; y, si lo acepta, aparenta buenas intenciones. De ahí San Gregorio en su Regula pastoralis I: "La mayoría de los que ambicionan la autoridad pastoral sueñan con hacer grandes hazañas. Pero, a pesar de que se lo planteen con cierta soberbia, no se paran a reflexionar sobre cómo hacer factibles sus grandiosas intenciones. De ahí que muchas veces haya tanta discrepancia entre las intenciones que albergan las profundidades de sus almas y la materialización de sus pensamientos. Porque, no pocas veces, la mente se engaña a sí misma: finge amar el bien que no ama y no amar la gloria que, en realidad, ama tanto. Y, una vez empiezan a disfrutar del poder terrenal, se olvidan de lo que pensaban en sus momentos de religiosidad. De modo que, en lo más hondo de sus pensamientos, se alegran de su superioridad, se embriagan con la espuma de su gloria, subordinan su alma a los intereses de su posición social y codician grandes riquezas."[6] Esto dice San Gregorio.
     Es también un vicio insaciable, porque la gloria o el honor son así como el viento o la sombra o algo parecido. De ahí San Bernardo en De contemptu mundi: "Vi una vez cinco hombres que eran unos verdaderos monumentos de locura. El primero tenía la boca hinchada de cuanta arena masticaba. El segundo, sentado junto a un lago de azufre, se empeñaba en inhalar los fétidos vapores que el agua desprendía. El tercero, tumbado sobre un horno calentado a temperatura máxima, se exponía al fuego. El cuarto se había puesto en el pináculo de un templo y, con la boca abierta, intentaba tragar los soplos más ligeros del viento que, en caso de que no sintiese, provocaba con un abanico. El quinto, a cierta distancia, se estaba riendo de los otros cuatro. Sin embargo, era el más loco de todos, porque hacía esfuerzos inhumanos para tragarse la carne, colocándose ahora las manos, ahora los brazos encima de la boca. Conmovido por lo que había visto, pregunté por la causa de su desgracia. La respuesta fue unánime: el hambre. Entonces, al mirar sus caras demacradas, me vinieron a la mente las palabras del Profeta, quien decía entre gemidos: «No me acuerdo de comer mi pan.» ¿A qué viene todo esto? Evidentemente, no se trata de pan en cuanto alimento, porque los alimentos naturales no satisfacen el hambre, sino que antes la provocan. Además, el alma racional, creada a semejanza de Dios, no se puede llenar por completo. Dios es el único que la puede llenar. Así se hace que todos desean conseguir el supremo bien por instinto natural y no tienen paz hasta no conseguirlo."[7] Otro ejemplo de ambición insaciable es Alejandro Magno, del cual hablé en el segundo capítulo del presente tratado.
     Es también un vicio lleno de vanidad y, en consecuencia, insaciable, según Proverbios XIII, [21]: "[El justo come hasta saciar su apetito, pero] el vientre del delincuente sufre hambre", esto es, el alma. Asimismo, la ambición es un vicio lleno de ansiedad, porque los ambiciosos son atormentados en parte por la avidez, en parte por la envidia que experimentan. De ahí San Bernardo: "¡O, tú, ambición, cruz de los ambiciosos! ¡Cómo atormentas a todos, pero sin dejar de fascinarlos!"[8] La avidez también supone cierto tormento, según se lee en Proverbios XIII, [12]: "La esperanza diferida hace enfermo al corazón." Según explican San Jerónimo en el epitafio de Paula: "La gloria elude a los que la buscan y busca a los que la eluden."[9] Lo mismo San Juan Crisóstomo en Commentarius super Matthæum II: "El poder rehuye al que lo desea y desea al que lo rehuye."[10] Y con razón emplea el verbo desear, porque alguien se muestra tanto más digno del poder cuanto más indigno se considera. En palabras de Séneca en De beneficiis III: "La esencia del reinar se resume en rechazar el poder a pesar de que lo puedas tener."[11] Sobre la ansiedad típica de la ambición dice Séneca en la Carta LXXIII a Lucilio: "Lo que más le molesta al ambicioso no es tener a muchos detrás, sino tener a alguien delante. La avidez es igual de insaciable que la ambición, porque se centra exclusivamente sobre sus objetivos."[12] Como bien nota San Agustín en De verbis dei, la envidia tiene sus raíces en la ambición: "Sólo tiene envidia el amor por la excelencia. Por lo cual dice el Apóstol: «El amor es paciente, es servicial.» Y prosigue: «El amor no tiene envidia, [no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal].»"[13] El mismo en Commentarius super epistolam in Galathas: "Hay una diferencia esencial entre emulación y envidia. Por emulación se entiende el dolor del alma que sientes cuando consigues algo que también deseaban dos o más personas, pero que puede ser poseído por una sola persona. El remedio de la emulación es la tranquilidad con que se comparte con los demás candidatos el objeto que todos desean conseguir. La envidia es el dolor del alma que sientes cuando alguien indigno consigue algo que tú no deseas conseguir. El remedio de la envidia es la mansedumbre de corazón con que nos sometemos a la voluntad de Dios y a sus acciones."[14]
     También es un vicio lleno de fatuidad, porque hemos visto que se asemeja al viento o a la sombra, según Eclesiástico XXXIV, [2]: "Como quien intenta apresar la sombra y perseguir el viento, [así es el que se apoya en sueños]." El honor y la gloria terrenales son así como la sombra que rehuye al que la busca y busca al que la rehuye. De ahí Eclesiástico XI, [10]: "Yendo tras muchas cosas, no llegarás a alcanzar ninguna; si lo haces, no escaparás al castigo." Y Proverbios X, [4]: "Quien se apoya en mentiras, ese tal se alimenta de viento y corre tras las aves que vuelan."

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XXIV. Sobre las diferentes formas de ambición

     Quisiera llamar la atención sobre la diversidad de manifestaciones que la ambición conoce en el comportamiento humano, en general, y en las cortes de los príncipes, en particular. Algunos ambicionan simplemente la simpatía o el favor de los poderosos y éstos se pueden catalogar como vanos. En palabras de Horacio en Epistolæ: "El favor de los príncipes no es el mérito más alto del hombre."[1] También el Apóstol en Gálatas I, [10]: "¿Busco yo ahora la aprobación de los hombres o de Dios? ¿Por ventura pretendo agradar a los hombres? Si todavía tratase de agradar a los hombres, no sería yo siervo de Cristo." Asimismo, se les recomienda a los oficiales de los príncipes y poderosos en Efesios VI, [5-6]: "Esclavos, obedeced a vuestros amos temporales con respeto, lealtad y de todo corazón, [como si fuera a Cristo; servidles no sólo cuando os ven, como para quedar bien con ellos, sino como esclavos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad del Señor]." Debemos agradar por lo que somos, por nuestro bien común y robustecimiento de la fe, según dice el Apóstol en Romanos XV, [2]: "Cada uno de nosotros debe procurar agradar a su prójimo por su bien y su robustecimiento de la fe."; y I Corintios X, 32-33: "No escandalicéis ni a los judíos, ni a los paganos, ni a la Iglesia de Dios; haced en todo como yo, que me esfuerzo a complacer a todos en todo, [no buscando mi interés, sino el de los demás, para que se salven]." También dice Séneca en De quattuor virtutibus: "No te importe tanto a cuántos agradas, sino más bien a quiénes" y "ser alabado por hombres de mala fe es tan vergonzoso como ser alabado por actos de mala fe."[2] El mismo en De remediis fortuitorum: "Desagradar a los malos es igual a ser alabado."[3]
     A otros les interesa tan sólo la fama y gloria de sus nombres y éstos son aún más vanos, según el Salmista: "Las tumbas son para siempre sus mansiones, sus moradas eternas, por más que hayan dado nombres a sus tierras."[4] A éstos se les compara con los gigantes que levantaron la Torre de Babel: "Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo. Hagámonos famosos y no andemos más dispersos por la tierra."[5] Son los que, envidiosos de la fama de otros, se dijeron en I Macabeos V, [57]: "Hagámonos también famosos [luchando contra los gentiles que nos rodean]." Algunos de ellos codician magisterios y son iguales a los que sólo sueñan con que se "les llame ¡maestros!". De ahí Tulio en Tusculanæ Disputationes: "El honor nutre las artes y la gloria es el mayor incentivo para los estudios."[6] Otros aspiran al título de señor, según Marcial Coquo: "No te guste, oh, Cima, que te llame ¡Señor!, porque es así como siempre llamo a mi esclavo."[7] Otros ambicionan el nombre de virtuosos o religiosos, pero para muchos de ellos la virtud se reduce a un simple juego de apariencias, como los hipócritas de los que se habla en II Timoteo III, [5]: "Los cuales tienen una apariencia de religiosidad, pero en realidad están lejos de ella." Otros, acostumbrados a las buenas obras, encuentran motivación en el nombre de la virtud o la alabanza, según muestra Ovidio en Tristia: "La gloria enciende las fuerzas del alma y la alabanza nutre el pecho."[8] El mismo en De ponto: "La virtud crece con la alabanza y la gloria es una inagotable fuente de incentivos."[9] Éstos pecan a veces por su venialidad y otras por su carácter criminal, en función del grado de su ambición. Con todo, en nuestro tiempo es ridículo preciarse del nombre de la virtud, porque la santidad o religión de los modernos tiene poco o nada en común con la de los antiguos. De hecho, hoy por hoy, con que no seas el peor, te puedes ganar el título de bueno. De ahí Miqueas VII, [4]: "Entre ellos el mejor es como una zarza, el más justo como cerca de espinos." También Sidonio en su Epistolarium I: "La gloria no es amiga del vicio."[10] Otros se aplauden por su elocuencia, tal como Demóstenes, del cual nos dice Tulio en Tusculanæ Disputationes I: "Nuestro Demóstenes era todo un vano, ya que tanto le agradaban los susurros que las mujercillas intercambiaban entre sí, según es la costumbre en Grecia: «¡Éste es aquel Demóstenes!» ¿Qué actitud más vana que ésta? Sin embargo, es uno de los grandes oradores. Pues bien, alguien que había aprendido a hablar ante los demás, pero no consigo mismo."[11] Esto nos dice Tulio. En el mismo sentido nos dice Horacio en sus Sermones: "Los grandes nombres conquistan los oídos."[12]
     Otros ambicionan el poder o la dignidad o la majestad, porque la ambición, como se ha dicho, persigue no sólo la gloria natural, sino también la dignidad o majestad. Según dice Tulio en Rhetorica prima: "Por dignidad se entiende la autoridad de alguien, honesta por su culto y honor, y digna de respeto. La grandeza, en cambio, se puede definir como la abundancia de poder o majestad o dineros."[13] Éstas son las palabras de Tulio. Evidentemente, se trata de los que ambicionan cargos de prelados, jueces, prefectos, gobernadores y otros del mismo estilo. Y éstos son los más vanos y peligrosos, aun para sí mismos, según explica San Ambrosio en el tratado anteriormente mencionado: "La ambición es perniciosa, sobre todo, por ser un camino empinado hacia la obtención de dignidades."[14] Asimismo, el deseo de preeminencia es un mal en sí, según San Agustín en De ciuitate dei: "Los altos cargos, aunque instituidos para ser ocupados, siempre se apetecen de manera indigna."[15] De ahí San Gregorio en Moralia in Iob XXIV: "Todos los soberbios, sin excepción, incurren en el pecado de apostasía cada vez que se alegran de su poder y se regocijan del honor de su singularidad. Por lo cual se ha dicho: «Aquél que dice al rey ¡Infame!; ¡Criminales! a los príncipes.» Los soberbios no aceptan ser inferiores a nadie y se envanecen de no ser iguales a sus iguales. Pero la clave del poder rectamente gestionado no es el amor, sino el temor. Además, un buen gobernante ha de dejar de lado la concupiscencia y someterse a las leyes de la necesidad."[16] Éstas son las palabras de San Gregorio. En el mismo sentido, dice San Bernardo: "Cada vez que deseo ser superior a los hombres, no quiero más que ser superior a Dios."[17] Y con razón se dice en Mateo XVI, [23]: "¡Apártate de mí, Satanás!, [pues eres un obstáculo para mí, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres]."

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XXV. Representaciones metafóricas de la ambición

     Hemos visto hasta ahora una serie de consideraciones sobre el vicio de la ambición que es, como ya se ha dicho, la madre y raíz de la adulación. Siguiendo en esta misma línea, la ambición viene comparada, en la Sagrada Escritura, con el aceite que embadurna y ablanda, según se dice en el Salmo [CXL] [5]: "Que la fragancia del criminal jamás perfume mi cabeza", porque está envenenada, según dice el refrán: "Las palabras lisonjeras tienen su veneno."
     También se le asimila a la leche envenenada, cuya dulzura es mortal, según Proverbios XVI, [29]: "El hombre violento seduce a su prójimo, lo lleva por mal camino." Alguien así infringe la ley contenida en Éxodo XXIII, [19]: "No cocerás el cabrito en la leche de su madre." Sin embargo, lo que hace el adulador es precisamente cocer al hombre duro, fuerte e intocable por los engaños del diablo en la leche de la adulación, para hacerlo comestible. Por lo cual, se nos dice en Proverbios I, [10]: "Hijo mío, si los delincuentes quieren seducirte, no consientas." Porque el adulador es así como la nodriza del diablo y amamanta a sus hijos, según aquel versículo de Lamentaciones IV, [3]: "Hasta los chacales presentan las ubres, dan de mamar a sus cachorros." ¿Qué más vergonzoso para un hombre que ser tratado como un niño por aquél que le ofrece la leche del diablo? ¿Qué más vergonzoso que un hombre que vive de la leche de una teta? Por tanto, se impone rechazar al adulador con firmeza y decir con Spéusipo, sobrino de Platón: "¡Basta, adulador! ¡Ya he visto cuáles son tus intenciones!"[1] Además, así como la nodriza hace dormir al niño con canciones de cuna, así el adulador sumerge al pecador en el sueño del pecado, según Próspero: "La lengua aduladora incita al pecado y envuelve el placer en el brillo de la virtud."[2] Exactamente lo mismo se dice en Ezequiel XIII, [22]: "[Porque habéis entristecido el corazón del justo con mentiras, cuando yo mismo no lo entristezco, y] habéis apoyado al criminal para que no se convierta de su mala conducta y salve su vida, [por esto no tendréis más visiones mentirosas, ni anunciaréis más presagios]." Con razón se les llama sirenas o encantadores del diablo, porque hacen creer a los hombres lo que ellos quieren.
     También se les compara con los vestidos blandos, porque engañan a los hombres con la suavidad de sus palabras, según el Salmista: "Sus palabras, más suaves que el aceite, son espadas desnudas."[3] Y Prudencio en De conflictu vitiorum atque virtutum: "Con la boca llena de sangre, el lobo esconde la blanca oveja bajo su piel blanda."[4] Lo mismo se dice en Mateo VII, [15]: "Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestido de oveja y por dentro son lobos rapaces"; y Mateo XI, [8]: "Los que visten lujosamente están en los palacios de los reyes." Sobre lo cual dice la Glosa: "La vida rígida y el camino de la predicación no son compatibles con el lujo de los palacios frecuentados por los que llevan vestidos blandos." También se les compara con unos cojines, porque sostienen la cabeza, esto es, la mente del pecador. De ahí Ezequiel XIII, [18-19, 22]: "¡Ay de aquéllas que cosen cintajos para las muñecas de las manos y hacen velos para las cabezas de los de toda edad, a fin de hacer presa en sus almas! ¿Queréis hacer presa en las almas de mi pueblo y pensáis en conservar las vuestras? Y me deshonraban delante de mi pueblo por un puñado de cebada y por un pedazo de pan, matando las almas que no deben morir —evidentemente, a través de la difamación— y dando por vivas las que no deben vivir —a través de la adulación—, vendiendo mentiras a mi pueblo, el cual da crédito a ellas." Luego, se dirige al pueblo pecador: "[Porque habéis entristecido el corazón del justo con mentiras, cuando yo mismo no lo entristezco, y] habéis apoyado al criminal para que no se convierta de su mala conducta y salve su vida, [por esto no tendréis más visiones mentirosas, ni anunciaréis más presagios]." También la Glosa, sobre el mismo lugar de Mateo: "Los que ponen cojines bajo los codos de los convidados son los que adulan al pecador y nunca lo hacen sufrir." Llenos de maravilla son los caminos del diablo, quien, viendo que "en vano se tiende la red ante los ojos de las aves", las atrapa con cojines.
     Asimismo, los aduladores hacen el oficio de camareros del diablo, porque le preparan la cama, algo que nunca hubiera hecho Juan Bautista, porque repudiaba la adulación y condenaba duramente el vicio, como, por ejemplo, cuando les dijo a los fariseos en Mateo III, [7]: "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que os amenaza?"; y al Rey Herodes en Mateo XIV, [4]: "No te es permitido tener a la mujer de tu hermano." Fue así como perdió la simpatía de la corte, porque no pudo convivir con los acostumbrados a llevar vestidos blandos.
     También son cazadores puestos al servicio del diablo, a quien le ofrendan grandes presas, según Hababuc I, [16]: "[Por eso ofrece sacrificios a su red e incienso a su copo:] porque gracias a ellos su pesca es abundante y suculenta su comida." De ahí Plauto en Aulularia: "Muchos se cubren de gloria porque siguen las huellas de fugaces y pugnaces bestias, las sorprenden en sus escondites o las atrapan por casualidad. Pero mucho más dignos de alabanza son el ingenio y la ganancia de alguien como yo, que se dedica a la caza de hombres. Y esto que se trata de hombres poderosos y ricos y letrados."[5]
     También se podría decir que son como las ranas que invadieron el palacio del Faraón de Egipto, según el Salmista: "Infestó de ranas el país, hasta la misma alcoba del rey."[6] Son también habladores, pero permanecen callados en las tinieblas de la adversidad y sólo cantan bajo el sol de la prosperidad. Son también unos verdaderos sacerdotes del Infierno, que entierran a los hombres en sus pecados, según Mateo VIII, [22]: "Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos." Y dice San Gregorio: "Los muertos entierran a sus muertos es una forma de decir que los pecadores condenan a los pecadores con sus palabras de adulación."[7]

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XXVI. Sobre la avidez de los aduladores y demás vicios de la corte

     La adulación no procede exclusivamente de la ambición, sino también de la avidez y, para ser más exacto, de una doble avidez: por los regalos y, respectivamente, por la comida. La avidez por los regalos es característica de aquéllos que quieren pedir algo y, a este fin, adulan a su benefactor, según Eclesiástico XXIX, [5]: "Antes de recibir besan la mano del prójimo, elogian humildes sus riquezas." De ahí Varrón en Sententiæ: "Nada más típico de la adulación que formular una petición en términos laudatorios."[1] La avidez por la comida se da, normalmente, en los histriones y otros desgraciados del mismo talante, de los cuales dice Petronio: "Los aduladores, maestros de la disimulación, acechan los banquetes de los ricachones y no piensan más que en cómo agradar a los comensales con sus palabras."[2] Y Sidonio en su Epistolarium III: "Los cazadores de meriendas no elogian al que vive bien, sino más pronto al que come bien."[3]
     Pero hoy en día gozan del título de buenos sólo aquellos príncipes, prelados o poderosos que saben mostrarse generosos en la organización de sus comidas, según se nos dice de Bel, rey de Babilonia, en Daniel XIV, [5-6]: "Le dijo un día el rey: «¿Por qué no adoras a Bel?» Él respondió: «Yo no adoro a ídolos hechos por mano humana, sino al Dios vivo, creador del cielo y de la tierra y señor de todo viviente.» El rey le dijo: «¿Te parece que Bel no es un dios? ¿No ves cuánto come y bebe cada día?» Daniel respondió: «No te engañes, rey, este Bel es barro por dentro y bronce por fuera y no ha comido jamás.»" De hecho, hay muchos así, fuertes y glotones por fuera, pero frágiles y despreciables por dentro. Y con razón se les llama ídolos, porque los hombres les rinden honores de dioses, pero ellos no lo son más que en apariencia, según se ha dicho. Cuenta Valerio Máximo que Arístipo le dijo a Diógenes de Siracusa, mientras estaba lavando unas hortalizas: "Si estuvieras dispuesto a adular a Dionisio, no comerías algo así." A lo que Diógenes respondió: "Si estuvieras dispuesto a comer algo así, no adularías a Dionisio."[4] También San Jerónimo en la Carta a Salvina: "La adulación, que sólo busca el provecho, no echa raíces allí donde se comen hortalizas con pan barato y se bebe con moderación, allí donde no hay riquezas. De donde se desprende que un testimonio es de confianza cuando no hay necesidad de hacer declaraciones falsas."[5] Esto nos dice San Jerónimo.
     El tema de la avidez y los demás vicios de la corte es bastante recurrente en los escritos de los antiguos poetas y filósofos. Tomemos, por ejemplo, a Ovidio: "La corte no abre sus puertas a los pobres, el censo otorga los honores: aquí un juez severo, allá un rígido caballero. Todo es suyo: Campo y Foro son sus esclavos, ellos administran la paz y hacen la cruel guerra."[6] El mismo en De fastis: "Calamidad es el nombre que se tendría que dar a las cortes de los reyes."[7] Y con razón calamidad, porque, según Helinando: "Para alguien con tanta responsabilidad como el príncipe, la negligencia es un lujo demasiado caro. Los oficiales tienen cada uno sus atribuciones, pero el príncipe es el verdadero centro de la actividad política: es el representante de todos y, en consecuencia, se hace responsable de sus actos. Puesto que el príncipe tiene el poder de corregirlo todo, se convierte él mismo en cómplice de aquello que no quiere enmendar. Además, como el poder concierne a la comunidad política en su totalidad, el príncipe se nutre de las fuerzas de sus súbditos y debe asegurar la incolumidad del cuerpo político para no perder su propio poder."[8] También Séneca en Troades: "El que no impide una acción, aunque tenga el poder de hacerlo, la ordena."[9] En el mismo sentido, San Ambrosio en un comentario sobre Romanos I, [32]: "Saben bien que Dios declara reos de muerte a los que hacen tales cosas y, sin embargo, ellos las hacen y aplauden a los que las hacen." En palabras de San Ambrosio, "consentir es lo mismo que callar, cuando, en realidad, se podría rebatir".[10] Con esto se refiere, sobre todo, a aquellos que podrían hacer algo por la naturaleza misma de sus oficios.
      Sobre la maldad que hay en las cortes dice Séneca en Agamemnon: "La fidelidad no atraviesa nunca el umbral de los reyes."[11] También Estacio en su Thebaida: "Los corazones sucumben ante el fragor, la envidia que escudriña la felicidad ajena y el pavor que genera el odio. De ahí la sed de poder, la violación del pacto de sucesión al trono, la ambición desmesurada, la prepotencia de la supremacía, en fin, la discordia del poder compartido." [12] Lucano en Pharsalia VIII: "La fuerza de los cetros se difumina toda si empieza a aquilatar justicias, y el respeto a la honradez trastorna las artes. Que salga del palacio quien quiera ser piadoso. La virtud y el poder supremo no hacen buena pareja; siempre pasará miedo quien sienta vergüenza ante la crueldad."[13] Y Petronio: "Los sufragios favorecen el provecho y la ganancia fácil. ¡Oh, pueblo venal! ¡Oh, senado venal! Hasta la majestad llegará a pagar el precio del oro."[14] En la misma línea dice Helinando en su Chronicon XI, donde trata de la institución del rey: "Todo se vende en los palacios de los príncipes y prelados. De nada sirve invocar delante de un palaciego la fuerza de la conciencia, la elegancia de los modales, el poder de la elocuencia, si no sacas el dinero. «Homero, Homero, aunque vengas acompañado de las musas, si no traes nada, ni siquiera te dejarán entrar.» Recuerdo haber visto porteros más espantosos que el propio Cerbero. Por lo menos, dicen que en el Infierno hay un solo Cerbero. En cambio, en las cortes, cuántas encrucijadas, tantos Cerberos. Todos muerden y ladran. Como dice un viejo refrán: «Sin el oro y la plata, todo es patarata.»"[15] Esto dice Helinando.
      Me he permitido esta digresión sobre los vicios de la corte, porque la bondad de algunos príncipes se ve afectada por la perversidad de los aduladores y difamadores, los cuales ponen su ambición al servicio de las riquezas y los honores. A tal efecto, cubren de adulaciones a sus señores, pero, dado su carácter depravado, sienten la permanente necesidad de criticar a alguien: cuando no hablan mal de otras personas delante de sus señores, hablan mal de sus señores delante de otras personas u orquestan alguna maquinación en su contra. De ahí que, en Ester XVI, [2-7], el gran rey Asuero escribiese a los duques y príncipes de su poder sobre Amán y sus cómplices: "Muchos, inmensamente honrados por la abundante largueza de sus bienhechores, llegaron a ensoberbecerse. No sólo oprimen a nuestro súbditos, sino que, insatisfechos de los honores recibidos, maquinan contra sus mismos bienhechores. Y no sólo no se contentan con arrancar del corazón de los hombres los sentimientos de gratitud, sino que, enorgullecidos por los aplausos de los que ignoran el bien, pretenden sustraerse a la justa condena de Dios, que todo lo ve. Muchas veces los gobernantes se vieron envueltos en delitos irreparables y complicados en sangre inocente por haber confiado a amigos la administración de los negocios y haberse dejado influenciar por ellos, pues abusaron con refinada perversidad de la buena fe e hidalguía de los príncipes. Vosotros mismos podéis constatar, no sólo leyendo las crónicas antiguas, sino mirando a vuestro alrededor, cuántas son las impiedades cometidas por esta clase de hombres." Esto reza el decreto del gran rey Asuero.
     Los aduladores y difamadores son, como queda dicho, búhos y sirenas que cantan en los santuarios de Babilonia y en los templos del placer, esto es, en los palacios de los príncipes. Y, a pesar del daño que se causan a sí mismos, estas dos categorías de gente presentan cierta utilidad social. En palabras de San Gregorio en Moralia in Iob XXIII: "El crecimiento de los árboles es similar al desarrollo del ser humano. Un árbol que se alza en las alturas está más expuesto a la fuerza de los vientos, así como alguien que disfruta de una alta posición social está asediado por insistentes aduladores. Pero, muchas veces, en virtud de un divino sentido de la compensación, nos dejamos desgarrar por las más acerbas críticas por no caer víctimas de exageradas alabanzas, y aceptamos que la lengua afilada del difamador borre las palabras enaltecedoras del adulador. De la misma manera, el árbol, golpeado por los soplos contrarios de los vientos, se fortalece y logra mantener su equilibrio. La imagen del árbol que mantiene su firmeza en las alturas recuerda las palabras del Apóstol cuando dice: «En medio de gloria y de ignominia, de calumnia y buena fama.»"[16] Éstas son las palabras de San Gregorio.

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XXVII. Sobre la necesidad de rechazar a los aduladores y difamadores

     Si realmente es un hombre de carácter, el príncipe no debe renunciar a su bondad por las intrigas de los difamadores ni vanagloriarse de las palabras lisonjeras de los aduladores, según le dice aquella sabia mujer de Técoa al Rey David en II Reyes XIV, [17]: "[La palabra del rey, mi señor, servirá para tranquilizarnos;] pues mi señor, el rey, es como un ángel de Dios para comprender el bien y el mal. Que el Señor, tu Dios, esté contigo." Más que no acostumbrarse a las palabras de los aduladores y difamadores, el príncipe ha de rechazarlas con severidad, según se lee en Proverbios XXIX, [12]: "Cuando el gobernante hace caso de las mentiras, corrompe a todos sus servidores." Nada más verdadero, porque los hombres corruptos condenan sus propias almas y las de sus seguidores. Según San Bernardo, la lengua de los difamadores es una espada afilada: "Una espada de doble o, mejor dicho, triple filo, porque, con una sola palabra, consigue despedazar tres almas, a saber, la del emisor, la del interlocutor y la del referente."[1] Asimismo, se les dice a los aduladores en los proverbios de los sabios: "Pecas dos veces cuando ofreces regalos envueltos en adulaciones." San Jerónimo, a su vez, insiste en la Carta a Rústico sobre la necesidad de rechazar a los aduladores: "No te fíes de los aduladores, no prestes oído a los burlones. No harán más que rodearte de adulaciones y quitarte la razón. Si de repente te giras, verás cómo sacan cuello de cigüeña, se ponen orejas de asno con las manos o sacan la lengua como unos perros rabiosos."[2] Éstas son las palabras de San Jerónimo. También Séneca en De quattuor virtutibus: "Ser alabado por hombres de mala fe es tan vergonzoso como ser alabado por actos de mala fe."[3]
     Sin embargo, es difícil rechazar a los aduladores y difamadores, principalmente, por tres razones. En primer lugar, por la perversidad con que se insinúan, según Eclesiástico XIII, [12-13]: "[Es un hombre sin piedad, que no mantiene su palabra y no te ahorrará golpes y cadenas.] Estáte atento y guárdate mucho, porque caminas en compañía de tu propia ruina." Además, si se sienten rechazados, dejan de adular y empiezan a criticar. Como ya he dicho, son hombres de dos palabras, porque o muerden o lamen.
     En segundo lugar, por su astucia, porque consiguen ocultar sus malas intenciones detrás de sus palabras lisonjeras. Tulio en De amicitia: "Sólo un tonto no reconocería a un adulador. Pero, como son astutos y disimulados, no es tan fácil reconocerlos, ya que dan la razón aunque parezcan llevar la contra y no tardan en admitir su inferioridad. Tanto es así que dejan al interlocutor con la ilusión de haber ganado, cuando, en realidad, no han hecho más que burlarse de él."[4] Esto dice Tulio. También Séneca en De naturalibus quæstionibus: "No hagas caso a los aduladores. Son maestros en engañar a sus superiores: algunos adulan a escondidas, otros eligen el camino más directo de la rusticidad, pero su supuesta sencillez no es más que un ejercicio de actuación", porque, como queda dicho, "las palabras lisonjeras tienen su veneno".[5] Los que adulan de una manera directa se pueden reconocer por la dulzura fingida de sus palabras. Según Séneca de Declamationes: "Es imposible que una voz sea dulce y grave a la vez."[6] De ahí Proverbios XXVI, [24-25]: "El que odia se enmascara con sus palabras, pero en su interior aloja la perfidia. Si adopta un tono amistoso, no te fíes de él, porque su corazón está lleno de maldad." También Proverbios XXIX, [5]: "El hombre que adula a su prójimo le tiende un lazo a los pies." Y Eclesiástico XII, [15]: "El enemigo tiene la miel en los labios; mas en su corazón está tramando cómo dar contigo en la fosa." En el mismo sentido, Séneca en De quattuor virtutibus: "No temas las palabras acerbas, sino las blandas. Sé benévolo con todos, pero blando con nadie. El servilismo no te ganará amistades."[7] Éstas son las palabras de Séneca.
     En tercer lugar, por la vanidad de las alabanzas, porque hechizan y engañan a los crédulos. De ahí Séneca en el tratado que acabo de citar: "Es una gran prueba de continencia rechazar los elogios de los aduladores, cuyas palabras conquistan el alma con su dulzura."[8] El mismo en De naturalibus quæstionibus: "Los halagos tienen su propio mecanismo: aun cuando rechazados, nos proporcionan placer, y nos llevan a tal grado de demencia que despreciamos a quien no nos adula."[9] Éstas son las palabras de Séneca. También Horacio en Sermones: "Los grandes nombres conquistan los oídos."[10] Y San Juan Crisóstomo en Dialogus ad Basilium: "Es difícil, cuando no imposible, rechazar las alabanzas. Aún más, el que no puede hacerlo se aflige sobremanera no solamente cuando se le vitupera, sino también cuando no se le adula, y se siente ofendido por los elogios rendidos a otras personas."[11] Esto sobre la necesidad de rechazar a los aduladores.
      Asimismo, el príncipe no debe renunciar a su bondad por las palabras de los difamadores, sino decir lo que el bienaventurado Job en Job XXVII, [6, 5]: "Me aferraré a mi justicia y no la abandonaré; hasta la muerte mantendré mi inocencia." Debe tratar a los aduladores como perros que ladran sin enfurecerse y no fiarse de sus palabras, según Isaías XXXII, [6, 8]: "El necio necedades habla; en cambio, el noble sólo nobleza guarda y a nobles empresas se entrega." No debe hacer caso a los difamadores, ni siquiera cuando sus palabras le llegan indirectamente, y evitarlos de tres maneras, a saber, con los oídos, con el pensamiento y con la palabra. Éstas son las tres maneras de evitarlos. Con los oídos, esto es, no prestar oído a las palabras de los difamadores, según San Jerónimo en la Carta a Neopaciano: "El difamador entenderá que no eres una presa fácil cuando vea que no lo sigues con interés. Porque nadie insiste ante un interlocutor indiferente. Muchas veces, la flecha no se clava directamente en la piedra, sino que, rebotada, hiere al que la ha lanzado. Según Salomón: «¿Quién sabe el castigo que pueden dar los dos?», es decir, se hace culpable tanto el que difama a otro en su ausencia, como el que participa de sus difamaciones."[12] Éstas son las palabras de San Jerónimo. También San Bernardo en De consideratione II: "No te podría decir qué es más grave: difamar o escuchar a un difamador."[13]
     También los debe evitar con el pensamiento, porque, según Valerio Máximo: "No hay felicidad que no se vea lacerada por los dientes de la maldad."[14] No hay que fiarse de las tinieblas de la noche cuando testifican contra la luz del día a la que, naturalmente, odian. De ahí San Agustín en Contra Petilianum: "Así como no se debe fiar del amigo que adula, así se debe desconfiar del enemigo que difama."[15] Y San Jerónimo sobre el Salmo XIV: "«No habla mal de nadie con su lengua.» En otras palabras, no habla mal de su hermano. No hablas mal de nadie cuando compruebas antes de creer."[16] Lo mismo dice San Gregorio sobre Génesis XVIII, [21]: "«Voy a bajar y a ver [si realmente han obrado o no según las quejas que han llegado hasta mí; lo voy a comprobar].» Antes de hacer caso de las críticas, comprueba su veracidad."[17]
     También los debe evitar con la palabra, esto es, que no les dirija la palabra y que los rehuya como a perros rabiosos o como si se tratase de unos excomulgados, según Eclesiástico XIII, [22]: "¿Qué paz podría haber entre la hiena y el perro?" De ahí Salomón en Proverbios XXIV, [21]: "No te asocies con los inestables."
     Por tanto, el príncipe debe combatir los ladridos de los difamadores y los encantamientos de los aduladores con su virtud y religiosidad, así como ha de superar a todos en bondad, según su estado. De ahí Gualterio en Alexandreis: "Consejero de los grandes, no quieras nada con los esclavos de dos palabras."[18] Y Juvenal en Saturæ II: "Una lengua afilada es el peor defecto de un esclavo."[19] También se lee en los proverbios de los sabios: "Es más esclavo el amo que teme a sus esclavos."[20]

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XXVIII. Sobre la necesidad de precaverse del vicio de la credulidad

     Los aduladores y difamadores, que son unos verdaderos maestros de la mentira y cuyas palabras pueden causar mucho daño, son, como hemos visto, clientes fieles de las cortes de los poderosos. Desde este punto de vista, la credulidad es uno de los vicios que más deben evitar los príncipes y prelados. La credulidad se podría definir como aquella debilidad del alma que, fuera de los límites de la razón, mueve a creer lo que se dice. De ahí I Juan IV, [1]: "Queridos míos, no os fiéis de todos los que dicen que hablan en nombre de Dios, comprobadlos antes." Y Ovidio en De arte III: "No te confíes fácilmente. Un buen ejemplo del daño que te puede traer es Procris."[1] También Petronio: "Nunca obra bien el que se confía con demasiada facilidad."[2] Ahora bien, el vicio de la credulidad está fuertemente arraigado en las cortes de los poderosos. De ahí que diga San Bernardo al Papa Eugenio: "A mi parecer, el vicio de la credulidad causa tanta dependencia que si tuvieras la audacia de declararte inmune a sus síntomas, serías la excepción entre todos los catedráticos que he conocido. Tan grande es la fuerza de la credulidad. De ahí los siempre dispuestos a hacer daño, la condena de los inocentes, la falsedad de los juicios emitidos con respecto a los ausentes."[3] Eclesiástico XIX, [4]: "El que fácilmente se confía es ligero de corazón y el que peca se perjudica a sí mismo." También Catón: "No creas nada a ciegas."[4] Según le escribe Séneca a Lucilio: "Es tan vicio fiarse de todos como no fiarse de nadie."[5]
     Como regla general, es más indicado fiarse de lo bueno que de lo malo. De ahí que se lea en los proverbios de los sabios: "Los crímenes no llegan a los oídos." Séneca en Declamationes: "No hay quien crea con facilidad algo que, una vez asumido, le podría causar dolor."[6] También Próspero en sus Epigrammata: "Los oídos se cierran a los terribles rumores. Las noticias desagradables gozan de poco crédito."[7]
     Es más indicado fiarse de personas honradas que de frívolos, libertinos o malvados. De ahí Ovidio en Metamorphoses: "Su belleza y edad invitaban al adulterio; sus costumbres, no."[8] Y Próspero: "Es injusto acusar a alguien de defectos que no tiene; sobre todo, si se trata de alguien virtuoso."[9] Ciertamente, los que hacen caso a los detractores de los buenos se engañan a sí mismos, porque se fían más de los oídos que de los ojos: no les ven ningún vicio, pero escuchan las cosas malas que se dicen de ellos. Leemos en la Poetria nova: "Los ojos son mejores jueces que los oídos."[10]
      Es más indicado fiarse de personas con experiencia que de principiantes, según Ovidio en De arte: "Déjate guiar por los expertos."[11] Y en Metamorphoses: "La veracidad de una acción depende de su autor."[12]
     Es más indicado fiarse de los buenos que de los malos, porque los buenos hablan de los vicios de los otros sólo en conocimiento de causa; mientras que los malos, aun si no tienen nada malo que decir de los buenos, se lo inventan, según muestra San Gregorio en Moralia in Iob. También Valerio Máximo en su tratado: "No hay felicidad que no se vea lacerada por los dientes de la maldad."[13] Muchas veces, convierten las virtudes en vicios sólo para poder criticar, según replica Jesús a los judíos en Juan X, [32]: "He hecho muchas obras buenas ante vosotros de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?" Lo mismo hicieron los babilonios, porque le tenían envidia a Daniel, según Daniel VI, [5]: "Por ello los ministros y los sátrapas se pusieron a buscar un pretexto para acusar a Daniel de algún asunto de la administración del reino, pero no lograban encontrar ningún motivo de censura o falta alguna, [porque él era leal y jamás se le pudo acusar de negligencia ni de culpa alguna]." De ahí San Jerónimo: "¡Qué otra situación más feliz que aquélla cuando los enemigos sólo te pueden reprochar la fe en Dios!"[14] De hecho, su difamación no sería precisamente una maldición, sino más bien una bendición, según Juan IX, [28]: "Ellos lo insultaron diciendo: «Tú eres su discípulo.»" Y San Agustín: "Ojalá fuese ésta nuestra maldición y la de nuestros hijos."[15] También Quintiliano en De causis: "El peor defecto del ser humano es su inmensa capacidad de imaginar cosas abominables. No hay placer más grande para los difamadores que presentar lo increíble como verdadero. Sin embargo, tienes la obligación de cuestionar los hechos que no puedes comprobar, porque las palabras tienen la fuerza de la verdad."[16] Esto dice Quintiliano. También Valerio Máximo recuerda que Platón difícilmente admitía las calumnias. De ahí que rechazara la acusación de que su discípulo Xenócrates había hablado mal de él. Cuando el calumniador quiso saber por qué no le creía, Platón le contestó que era imposible que alguien a quien él amaba tanto no le respondiese con el mismo cariño. Pero, como el calumniador insistía en repetirlo todo bajo juramento, Platón consideró que Xenócrates sólo hubiera hablado mal de él, si estuviese convencido de que así le podría hacer un servicio.[17] Esto refiere Valerio Máximo.
     Así como no nos debemos fiar fácilmente de las palabras de denigración, así nos tenemos que mostrar reticentes ante rumores sin fundamento, porque, según Catón: "Los poetas cantan hazañas dignas de admiración, no de crédito."[18] Con poetas se refiere a los que inventan rumores. De hecho, en griego, por poeta se entiende el que modela y, aplicado al dominio de la poesía, dicho término designaría al que inventa ficciones. Que es lo que hacen los que inventan rumores. De ahí que Alejandro Magno le escribiese a Dídimo, rey de los bramanos: "Los rumores otorgan dimensiones sobrenaturales a acciones sorprendentes por su novedad." A su vez, Dídimo le contestó que, efectivamente, la ficción es la verdadera esencia de los rumores.[19] También Tulio en Rhetorica ad Herennium: "Debemos mirar los hechos, no los rumores."[20] Y Quinto Tertuliano en su Apologeticus: "No hay mal más veloz que el rumor. ¿Por qué mal? ¿Por su naturaleza engañosa? Porque, hasta cuando se trata de una noticia verdadera, distorsiona la verdad, quitando o añadiendo algo. Pero ¿sólo los inconscientes dan crédito a los rumores, porque los sabios no se fían de lo incierto? Es imposible encontrar al autor de un rumor, porque entre las causas de los rumores se nombran el deseo de emulación, la falta de confianza o la inclinación innata de algunos a la mentira."[21] Éstas son las palabras de Tertuliano. En el mismo sentido, Séneca en Hippolitus: "Desdeña los rumores; nunca dicen la verdad."[22] Y Ovidio en De fastis: "La mente deseosa de verdad desprecia las elucubraciones de los rumores, pero nosotros somos una multitud crédula."[23] Sin embargo, si a alguien se le acusa o por algún rumor o por las palabras de una persona de confianza, el juez debe investigar y examinar la situación con mucho cuidado antes de creer las acusaciones, según Génesis XVIII, [21]: "Voy a bajar y a ver si realmente han obrado o no según las quejas que han llegado hasta mí; lo voy a comprobar." Y Job XXIX, [16]: "Me informaba con la mayor diligencia de los pleitos de que no estaba enterado." También Séneca en De quattuor virtutibus: "Es propio de una persona prudente examinar sus acciones y no llegar a falsas conclusiones por demasiada credulidad."[24] Y Catón: "Habla sin reservas de tus sospechas. Porque lo que, en una primera fase, se descuida, más tarde, puede perjudicar."[25] También hay quienes sólo creen lo que les gusta o conviene, según Séneca en Hercules furens: "Los desdichados creen fácilmente lo que desean con demasiada fuerza."[26] Lo mismo se puede decir del amor privado. De ahí Ovidio en sus Epistolæ: "El amor es un sentimiento propenso a la credulidad."[27] Y en De remediis: "Mientras haya el amor propio, sólo podemos ser una multitud crédula."[28] Los mismos se muestran incrédulos ante lo que los podría ofender o suponer una labor de análisis y corrección. De ahí Ovidio en Epistolæ: "Tardamos en creer lo que, una vez asumido, nos podría lastimar."[29] Y Quintiliano en De causis: "Es un delito creer sólo lo conveniente, pero la fe de los seres humanos está subordinada al provecho."[30]

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