En el libro IV, Discurso III, Lancre nos cuenta una experiencia propia que tuvo lugar en 1610, cuando fue a visitar el convento de los franciscanos. Allí conoció a un joven de unos 20-21 años, con un aspecto físico muy peculiar, los dientes salidos y ennegrecidos, al igual que las uñas, y muy poco inteligente y espiritual; se trataba de un muchacho embrutecido, que se había dedicado siempre a cuidar del ganado, y poseía la habilidad de caminar a cuatro patas, era capaz de, en esta posición, saltar pequeñas fosas cuando lo ponían a prueba. Lancre determinó que el chico tenía así lo dientes y uñas de tanto haberse convertido en hombre lobo y haber atacado a personas y animales. También considera este inquisidor que trotar a cuatro patas con esa habilidad es una prueba de licantropía, y también de brujería, ya que concluye que asiste al Sabbat y es un aprendiz del diablo.
Por otra parte, el protagonista de este relato reconoce la veracidad de su condición de licántropo, y afirma que le encanta comer carne de niños, aunque la que más le gusta es la de las niñas.
Este ejemplo resulta de gran interés, puesto que vemos cómo Lancre construye una historia partiendo de sus propias obsesiones y de todas las leyendas que circulaban acerca de la licantropía y la brujería. Para él, las pruebas irrefutables son las uñas y los dientes, o el hecho de saber caminar a cuatro patas. También apela al embrutecimiento del muchacho. Y aunque en un momento dado menciona la enfermedad mental, no la aplica en este caso, pues estamos ante un caso de licantropía como consecuencia de la pertenencia a la secta y, por tanto, del trato diabólico.
Todo lo expuesto sobre este joven apunta a la existencia de una psicopatía u otra clase de enfermedad mental. Pensemos en que Lancre no comprueba si, en efecto, hay casos de niños y niñas desparecidas, y aun partiendo de ese supuesto, podríamos estar ante un asesino en serie.