Josep Lluís Sirera
Universitat de València.
La Guerra Civil en València: la utopía revolucionaria y el teatro.
Albert Girona en su clarificador estudio sobre la Guerra Civil en el País Valenciano(1) pone de manifiesto el carácter peculiar que el estallido del conflicto tuvo en la capital valenciana, y que fue -desde luego- destacado por cuantos observadores y periodistas la visitaron entre Julio y Noviembre de 1936. En efecto, tras el 18 de Julio, la rápida reacción de los sindicatos y de los partidos del Frente Popular les llevó a formar un Comité Ejecutivo Popular que ejerció todas las funciones propias del Gobierno de la República, a quien reemplazó de facto hasta el nombramiento de Largo Caballero y el traslado, en Noviembre, del Gobierno a Valencia. Durante estos meses el C.E.P., sofocó el movimiento insurgente y, paralelamente trató de impulsar un amplio movimiento revolucionario a todos los niveles.
En estas actuaciones resultaría decisiva la colaboración entre los dos grandes sindicatos: la UGT, dominada en Valencia por los seguidores de Largo Caballero, y la CNT, en la que ejercía gran influencia el ala más moderada, con Juan López (quien sería nombrado por Largo Caballero Ministro de Comercio) a la cabeza, en perjuicio de los sectores más radicales, representados por la FAI y por los grupos anarquistas rurales. Dicha colaboración, facilitaría una ambiciosa campaña de intervenciones de industrias y establecimientos varios, así como de colectivizaciones en el campo. Dentro de esta campaña, precisamente, habrá que situar la creación del Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos, que se encargó de la regularización de su actividad y del control de su posterior gestión, en la que bien pronto se impusieron dos objetivos como prioritarios: en primer lugar, conseguir el pleno empleo de la profesión para así hacer frente a la crisis que azotaba el teatro valenciano de forma semejante a lo que sucedía en el resto de España(2) y, en segundo, conseguir recaudar fondos para sostener el esfuerzo bélico. El buen entendimiento entre CNT y UGT ahorró, sin embargo, al teatro valenciano, los conflictos que jalonaron los procesos similares que se vivieron en otras ciudades, como Madrid - donde el peso de la UGT en el sector era mucho mayor - o Barcelona, en la que la situación era la inversa, tal y como han estudiado Marrast y Burguet(3).
Pese a estas divergencias resulta significativo que el modelo resultante de gestión de los teatros profesionales fuese similar en todas estas ciudades y que, incluso y por lo que a las programaciones hace, no podamos advertir grandes diferencias entre Madrid, Barcelona y Valencia, excepción hecha de los intentos de las diversas compañías experimentales y de vanguardia, que tampoco faltaron en ninguna de ellas, como muy bien ha estudiado Robert Marrast. Para no detenerme en este aspecto, me limitaré a recordar que los teatros intervenidos fueron asignados a las diferentes compañías profesionales existentes. Fácil resultará imaginar que para hacer compatibles los dos objetivos antes indicados las programaciones se orientaron de forma descarada a dar satisfacción a los gustos del público, lo que equivalía a renunciar a la búsqueda de un teatro nuevo, revolucionario estéticamente, y limitarse al repertorio consagrado. Se daba así la paradoja de que unos teatros gestionados de una forma revolucionaria como no tenía igual en el mundo, programaban más o menos lo mismo que los teatros burgueses de todo Occidente, y de España antes del dieciocho de Julio.
Esta paradoja fue advertida muy pronto por los críticos de teatro y por numerosos intelectuales, y sus críticas contra este estado de cosas aparecerán habitualmente en la prensa diaria y en las revistas de mayor prestigio. La defensa de los responsables consistirá, sistemáticamente, en reafirmarse en las razones sindicales antes indicadas (el pleno empleo y la obtención del maximo beneficio posible de la gestión) y sólo, ya muy entrado el 37, empezarán a admitir la necesidad de un cambio en la programación regular de las salas.
Con ser todo lo anterior cierto, convendría hacer una matización importante, que nos ayudará - pienso - a entender mejor lo que a continuación trataré. Y es que, como apunta Burguet(4), detrás de buena parte de estas críticas, de la visión catastrofista que de la actividad teatral en la España republicana nos transmiten, existían intereses políticos muy claros: el más inmediato era, desde luego, desbancar a la CNT del control de los espectáculos públicos. Lo cual, a su vez, se entendía como parte de un proceso más complejo, y en el que estaban implicadas las instancias gubernamentales y diversos partidos del Frente Popular, el PCE muy especialmente: poner fin a la experiencia revolucionaria que durante los primeros meses de la Guerra Civil se intentó llevar a cabo en múltiples lugares de la España Republicana. De aquí que, una vez desalojados los anarquistas del control de los teatros y municipalizados éstos, las programaciones no experimentaron cambios drásticos, bien porque tales cambios eran objetivamente imposibles habida cuenta el material humano con que se contaba, o bien porque la lucha por la dignificación de éstos no había sido, en definitiva, más que un pretexto.
¿Un teatro, pese a todo, revolucionario?
He hablado de programaciones, pero convendría hacer una matización importante: pese a todos los pesares, no faltaron intentos de crear ese anhelado teatro revolucionario. En su estudio sobre el teatro de la Guerra Civil Francisco Mundi (5) reseña un listado (ciertamente incompleto) de cerca de medio centenar de títulos surgidos al calor de la contienda, y a los que habría que añadir traducciones y adaptaciones, así como obras de contenido revolucionario escritas con anterioridad a Julio de 1936. Y eso sin incluir las obras escritas en catalán. Que en tres años escasos de conflicto surgiesen esa cantidad de obras revela que el tema sí preocupó a nuestros intelectuales y a la profesión teatral en general.
Claro que, se me puede argüir, la cantidad no implica forzosamente calidad: de la lista de obras citadas por Mundi, excluidas las aportaciones ya estudiadas con anterioridad por Marrast, Monleón o Bilbatúa (6), bien poco - por no decir casi nada - es lo que quedaría. No seré yo quien rebata esto, pero me gustaría que a la hora de juzgar estas obras no se olvidase algo tan obvio como que "es difícil improvisar teatro", en palabras de Mundi (7). Nos encontraríamos, pues, no tanto con obras acabadas como con primeras aproximaciones a un género y a una forma nueva de hacer teatro. Aproximaciones a cargo en muchos casos de autores noveles, que no pudieron gozar de la continuidad necesaria para poder consolidar su escritura (8). Y como intentos habría, en definitiva que juzgarlas.
Hay que añadir a lo anterior, otro factor que creo que no ha sido suficientemente matizado a la hora de estudiar el teatro del período. Y es que no podemos olvidar que una parte de estas obras frustradas nacieron al calor del empuje revolucionario que los anarquistas promovieron en todos los terrenos durante los primeros meses de la contienda. Y anarquistas fueron, igualmente, algunos de los autores que las escribieron. Plantea este hecho la necesidad de profundizar en la estética y en la teoría teatral (si así puede decirse) anarquista. Profundización que, para el teatro español, está todavía lejos de haberse alcanzado pese a aportaciones como las de Litvak (9). Parece, con todo, evidente, que los anarquistas primaron sobre la perfeccion formal el valor propagandístico del arte (y del teatro), entendiendo, claro, la propaganda como no circunscrita al terreno de lo político, sino como difusión de concepciones alternativas a la ideología y cultura, a la visión del mundo en definitiva, imperante. De resultas de este desequilibrio, Litvak concluye:
"Si nos preguntáramos ahora sobre el valor efectivo de la musa libertaria, la respuesta podría ser muy variada. Parece indudable que la mayor parte de la producción literaria y artística de los anarquistas no ha alcanzado una plenitud formal, en el sentido comúnmente aceptado por la crítica" (10).
Para matizar acto seguido que:
"No cabe duda que el estilo de muchas de aquellas obras resulta torpe y malogrado; pero es igualmente indudable que, a pesar de sus imperfecciones, esos poemas, esos dibujos, se animan con un cierto vigor original; un soplo de grandeza parece brotar de su generosa fe y entusiasmo revolucionario. Y en lo que se refiere a su efectividad como arma contra la tiranía, es posible que se encuentre en su propia existencia, en cuanto testimonio de la rebeldía humana contra la opresión y la injusticia" (11).
En el campo teatral, por ejemplo, resulta evidente la inclinación de los libertarios por aquellos géneros que gozaban de una mayor aceptación entre el público popular, como el sainete y el melodrama. Mediante ambos conectaban más fácilmente con las expectativas de ese público. Permitía el primero, además, ganárselo mediante la risa y la comicidad, cumpliendo así uno de los objetivos del teatro: el entretenimiento que permite soportar mejor las penalidades de la vida, tal y como fue defendido incluso por los responsables de los Comités sindicales que controlaron la vida teatral hasta el año 38 (12). Pero que ofrecía, a diferencia de otros géneros cómicos, la posibilidad de ver a representantes de las capas populares convertidos en protagonistas de la acción; reflejadas costumbres propias (frente al universo burgués hegemónico en las obras de teatro español de primer tercio de siglo) e, incluso, esbozadas críticas a esas mismas costumbres que, en más de un caso, apuntaban en la misma dirección regeneracionista de los usos sociales que tan grata era a la ideología anarquista. Además, no podemos olvidar tampoco que, a partir sobre todo de las obras de Arniches, el sainete acentuará sus trazos moralizantes y sentimentales, con lo que se ese contenido crítico (real o imaginado) se veía reforzado.
Al lado del sainete, será el melodrama el otro género que atrajo la atención de los ideólogos del movimiento libertario. Nada tiene esto de particular: al fin y al cabo, si El judío errante de Eugène Sue fue una de las obras narrativas preferidas por los anarquistas (13), no olvidemos que existió una versión teatral de dicha obra, y que gozó, también, de gran aceptación el siglo pasado. De forma semejante, esta predilección por la fórmula melodramática contribuye a explicar que Juan José se convirtiese desde su estreno en paradigma de teatro obrero, y que Joaquín Dicenta, con esta y otras obras (como Aurora o Daniel), fuese uno de los autores más representativos del teatro gustado por los anarquistas a principios de siglo, como lo fue otro autor de melodramas sociales y revolucionarios: Agustín Fola Igurbide, cuya pieza El Cristo moderno fue representada con asiduidad hasta 1939.
Así las cosas, cuando los escritores afines a este movimiento traten de escribir un teatro revolucionario, recurrirán a estos dos géneros o, paralelamente, a intentos de acomodación del discurso cinematográfico (por aquellos años todavía muy rudimentario en España), para lo que el melodrama ofrecía también innegables facilidades. Es inútil, en consecuencia, tratar de encontrar en la inmensa mayoría de estas obras una estética de renovación, o de ruptura, pero no tanto por la incapacidad (o inexperiencia) de los autores, que sí que la hubo y mucha, como por su desinterés hacia otro tipo de propuestas. Desinterés no teorizado explícitamente (14) pero manifestado en la práctica por la insistencia en recurrir a los géneros antedichos a la hora de componer un teatro que, en sus intenciones y en la búsqueda de un público muy determinado, era inequívocamente revolucionario.
Es evidente, pues, que, a la vista de lo que acabo de indicar, los argumentos utilizados por buena parte de la crítica de mayor prestigio que reclamaban poco menos que un Octubre teatral no dejaban de ser, a este respecto, poco realistas, cuando no interesados (15). No quiere decir esto, desde luego, que no existiesen - desde las filas anarquistas - intentos de ir más allá, de buscar un nuevo lenguaje teatral más acorde con una situación que, la verdad sea dicha, no había sido prevista por ninguno de sus teóricos: la implantación de su revolución en medio de una Guerra Civil. Casos, sin embargo, como el de Venciste Monatkoff del autor soviético Steimberg, estrenada en Barcelona el 18 de Julio de 1938 por el "Teatro del Pueblo" de la CNT y dirigida por el argentino Rodolfo González Pacheco, no dejan de ser excepcionales. Y no sólo, insisto, por la búsqueda de la máxima rentabilidad en la gestión de los teatros por los correspondientes comités, sino también por esta concepción de que se podía escribir teatro revolucionario sin necesidad de ser estéticamente vanguardista, tal y como indicaba - por ejemplo - el crítico Francisco Llobregat (Don Justo): "La literatura no es un conjunto de teorías revolucionarias simplemente académicas, sino un conjunto de realidades unidas por su autor, revolucionariamente prácticas." (Fragua Social, 8-X-1936).
Temple y rebeldía como ejemplo de melodrama revolucionario.
Ejemplo de lo anterior lo constituye sin duda una de las obras de más éxito en Valencia durante los primeros meses de la Guerra Civil. Me refiero a Temple y rebeldía escrita por el militante faísta Ernesto Ordaz Juan (16), presidente del Sindicato Único de Oficios Varios de la CNT en Valencia. Título melodramático, sin duda, pero no más que Flor de fango de otro faísta, y destacado dirigente de la Columna de Hierro, Vicente Sanchis Palacio "Helios", metido también a autor dramático.
La obra de Ordaz alcanzó, apresurémosnos a decirlo un éxito más que notable (17) y estuvo en cartel en el Teatro Eslava de Valencia entre el 16 de Octubre y el 15 de Noviembre de 1936. Corrió la representación a cargo, precisamente, de la compañía más afamada en la puesta en escena de melodramas de gran aparato, la de Enrique Rambal. Antes, sin embargo, había sido representada por grupos de aficionados de la CNT-FAI, quienes la estrenaron en el Teatro Ideal de Montcada (en fecha que no podemos precisar) y más tarde la representaron en Burjassot, localidad cercana a Valencia de donde era natural el autor. La repercusión de esta última representación que tuvo lugar el 22 de setiembre seguida de una posterior el 30 del mismo mes en Castelló, hizo posible que el Comité Ejecutivo de Espectáculos públicos de Valencia gestionase su estreno en Valencia por parte de la prestigiosa compañia de Enrique Rambal (18).
La importancia concedida a esta obra queda patente en el hecho de que el diario portavoz de los anarquistas valencianos, Fragua Social, dedique la editorial del día siguiente al estreno, a hablar de "El teatro en la revolución". En él, después de declarar que ni el Benavente de Los intereses creados y ni siquiera el Alejandro Casona de Nuestra Natacha pueden considerarse paradigmas del teatro que la revolución había de hacer nacer, sí lo es la obra de Ordaz, en la que:
"Si no sobresale el florilegio de las expresiones delicadas (que no interesan mayoramente al arte revolucionario) ni acaso la habilidad para formar las situaciones concebidas como buena organización técnica, existe sinceridad, el motivo eje y esencial, y emotividad sana y esfuerzo justiciero, elementos de buen teatro moderno, del teatro que no había y que tanto precisa la sociedad para encaminarse hacia la perfección".
Y más adelante concluye:
"Damos los anarquistas la importancia que la Escuela Nueva puede tener para los niños: educa los sentimientos de los adultos y es una expansión moral que cumple el noble fin de rectificar en el hombre muchos de sus lamentables yerros".
A esta editorial se unirán diversos artículos publicados en el diario anarquista, al calor del éxito obtenido por la obra de Ordaz. Artículos como "El espectáculo público factor de elevación ciudadana" (Fragua Social, 23 -X) en el que se insiste en la labor renovadora del Comité, o "Sobre teatro revolucionario. Una labor que aplaudimos", donde se vuelve a hacer hincapié en los principios que informan el concepto anarquista de teatro revolucionario, que hemos reiterado. Por ejemplo:
"El teatro futuro huirá de la teatralidad de lo aparatoso, de lo multicolor que aturde, tendrá más objectividad, la sencilla gran belleza de lo que es asequible a todo anhelo, a todo conocimiento, a toda posible interpretación. Y la labor educacional y su eficacia revolucionaria correrá parejas con su sinceridad y con su realismo. Ante estos dos elementos el espíritu vibra y la inteligencia se despierta " (Fragua Social, 22 -X)
Hay que decir, en honor de los responsables teatrales del Comité Ejecutivo y del editorialista del diario, que no se dejaron cegar por el entusiasmo de los espectadores ante este melodrama (19) y cuando el 24 de noviembre su Compañía Dramática Experimental (dirigida por Salvador Soler Marí) empiece su andadura en el Teatro Principal, lo hará con una divertida obra de Valentín Kataev, La cuadratura del círculo, bien construido vodevil ambientado en la Unión Soviética, y con el diálogo Las dos hermanas de Max Aub, que teatralizaba el deseo de la colaboración entra la CNT y la UGT, lo que era posición de la corriente mayoritaria de la CNT valenciana. En este sentido, aún concediendo al teatro de Ordaz un gran valor simbólico, ejemplar e ideológico, no se ignoraban las imperfecciones que la obra presentaba y se buscaban otras vías, y otros autores, para tratar de llevar adelante la ansiada renovación teatral.
Imperfecciones he dicho. Y bien claras, desde luego. Pero que no inutilizan totalmente Temple y rebeldía. La crítica más ecuánime, como la del ponderado Mascarilla, crítico teatral de El Mercantil Valenciano, el diario de mayor altura intelectual de Valencia y órgano de Izquierda Republicana, reconoce la habilidad escénica del autor (lo que no deja de contrastar con la editorial del diario anarquista), y la fuerza y energía que se desprende de la obra (20).
Dejando a un lado lo que de elogio interesado (o atemorizado) pueda existir en estas opiniones, sí es cierto que la obra está bien construida, según los principios del melodrama, y se desarrolla de acuerdo con sus leyes, sin incoherencias ni errores de bulto. Incluso algunos de los personajes secundarios, que vendrían a personificar los diferentes niveles de conciencia de los obreros, o la solidaridad innata de los oprimidos entre ellos (la prostituta Trinidad) (21), van más allá de esta función y se nos revelan como personajes bien trazados y dotados de frescura y vigor.
Hay, en cambio, exceso de retórica revolucionaria y de discursividad en los diversos momentos en que su protagonista, Román (héroe perfecto y, en consecuencia, algo acartonado), alecciona por extenso a los obreros, quienes, de acuerdo con la ideología intrínsecamente optimista del anarquismo, son ganados por el protagonista para la lucha revolucionaria gracias a sus dotes persuasivas. Más curioso resulta, sin embargo, que el patrono con el que se enfrenta Román acabe arruinado precisamente a causa de su intransigencia y su negativa a aceptar las demandas sindicales, como demostración precisa de que -también desde la óptica capitalista- resulta un mal negocio buscar el enfrentamiento radical con sus asalariados.
Revela esto último que el autor había escrito la obra con anterioridad al estallido de la Guerra Civil, con el evidente propósito de que fuese representada por las compañías aficionadas del movimiento anarquista y, tras el 18 de Julio, se convirtió en ejemplo de ese teatro revolucionario del que tanto se hablaba pero que tan difícil resultaba de materializar. Estreno, pues, de circunstancias, de una obra que se inscribía dentro de la corriente de teatro pedagógico que trataba de dramatizar la visión que del mundo tenían los anarquistas españoles de los años treinta (22).
No hubo lugar, sin embargo, a que Ernesto Ordaz profundizase en la escritura dramática, a que tratase de ir más allá del melodrama (si es que esa fue alguna vez su intención) o a que perfeccionase los recursos expresivos propios de este género. Tras el estreno barcelonés de Temple y rebeldía en Enero de 1937, Ernesto Ordaz desaparece de los escenarios. Incluso de la memoria de sus propios correligionarios: Ricard Blasco cita cómo el mismísimo Sindicato Único de Espectáculos de la CNT se lamentaba en agosto de 1937 de la ausencia de "autores revolucionarios verdaderos", y en un artículo publicado en el 9 de enero de 1938 se insistía en que a partir de julio de 1936 estaban los autores dramáticos encerrados en un "mutismo extraño y sospechoso", olvidándose de los estrenos de los primeros meses de guerra (23). No cabe la menor duda de que, alineados Ordaz como el anteriormente citado Sanchis Palacios con la FAI y con el sector más radical de la CNT, resultarían cada vez más incómodos en una República donde la hegemonía del PCE era cada día mayor; incluso para sus propios correligionarios. Al fin y al cabo, los conocidos "hechos de mayo del 37" de Barcelona había tenido una premonitoria anticipación el 30 de Octubre del 36 en Valencia, con los enfrentamientos entre milicianos de la Columna de Hierro (que representaban ese ala radical del anarquismo valenciano) y militantes comunistas con el apoyo de la Guardia Popular Republicana. Enfrentamientos que se saldaron, tras una emboscada, con un alto número de columnistas muertos y con el triunfo de los comunistas (24). La relación entre teatro y poder, entre teatro y lucha por el poder para ser más exactos, no podía quedar más explícita en este caso.