Quijote y romances. Uso y funciones*

 

                                                                                                                               Julio ALONSO ASENJO
                                                                                                                                Universitat de València

 

        En su planteamiento inicial, el título de este trabajo fue «El Quijote y los romances viejos». Pero se quedaba corto, por no tener en cuenta los romances nuevos del Quijote, sin los cuales no se hace justicia a la presencia y valor en la obra de los romances viejos, entre los que ni el autor, uno de los máximos responsables de la renovación del género,(1) ni los personajes parecen distinguir, y que aparecen mezclados e intercambiados entre sí. Por ello, recortando el título, se amplía el tratamiento explícito a los romances nuevos, aunque se dejan para mejor ocasión los creados por el mismo Cervantes e insertos en la obra.
        Por otra parte, el tema elegido sólo puede ser objeto de un estudio limitado: recolección de los romances del Quijote y estudio de su uso y funciones. La extensión del trabajo en la publicación impresa no permitió el examen de la visión y valoración del Romancero que se da en el Quijote, lo que, por lo demás, tampoco había podido abordarse en la exposición oral.

 
                1. Introducción.

        Todos sabemos que el Quijote es una burla, parodia y crítica de los libros de caballerías, hechas desde dentro del género, utilizando sus manifestaciones como subtexto.(2) Sabemos, además, que el protagonista, don Quijote por lectura de esas obras, dio en la manía de tomar como modelos de su acción, en tiempo y espacio inadecuados, a los grandes héroes de los ciclos caballerescos, especialmente a Amadís de Gaula y a Orlando.(3) Y que no sólo se recogen en el libro y están en la mente del protagonista estos relatos y otros muchos de los contenidos en su librería, sino también "cuentos" caballerescos o asimilados,(4) de menor extensión, que se aprovechan aquí o allá para configurar episodios de la trama o para explicar situaciones y motivos.(5)

        Pues bien, sabiendo todo esto, no se nos debiera pasar el hecho de que el Quijote es igualmente una burla y crítica de los romances y de sus héroes, asumidos igualmente como modelos por el protagonista. Por ello, los viejos romances caballerescos, también apreciados del vulgo, inspiran y explican la acción de don Quijote y de su escudero Sancho, como señala Murillo (1986, 354). En el Quijote esto se nos muestra palmariamente mediante diversos recursos y procedimientos. Pero se puede avanzar más: si los relatos caballerescos constituyen un subtexto de la parodia cervantina, los romances dan claves para la interpretación de toda la obra y constituyen (también) sus elementos estructurales máximos.

        La razón de que no reparemos habitualmente en este punto puede residir en el hecho de que nosotros sentimos como ámbitos separados el de los romances y el de los relatos o poemas caballerescos, extensos o breves, cuando para el público de siglo XVI formaban un único campo: el de la historia o historias de caballeros, de amores y aventuras más o menos verídicas o fantásticas. Por eso los escritores echan mano de cualquiera de estos materiales sin pararse a distinguir las fuentes en que se inspiran (ya Murillo, ib., 354s), como de modo diáfano se observa en Quijote I, 49.

        Los romances, más que poesía, eran, en efecto, para los autores del siglo XVI y para Cervantes, historias o narraciones fabulosas o de ficción,(6) siendo Ésta una de las acepciones más antiguas y básicas del término en castellano.(7) Lo confirma G. di Stefano, cuando, frente a canciones y glosas, destaca en los romances su "peculiaridad narrativa".(8) También cuando romance, por el contexto, implica referencia a composiciones versificadas, en modo alguno limitadas a las tiradas de versos octosilábicos, asonantes, de estilo épico-lírico. Para Cervantes y sus contemporáneos, los romances son cantares o coplas,(9) que pueden asumir varios metros (desde los posteriormente llamados romancillos hasta endecasílabos),(10) cuya materia actancial, se propone y recibe como informativa. No en vano estos cantares asumen incluso la modalidad de composiciones noticieras o propagandísticas de importantes eventos o de documentos con valor cronístico o histórico.(11)

        Así, pues, lo fundamental de los romances no era el rasgo formal métrico-estrófico, sino el contenido: una historia o cuento cantados, estimados como verdaderos, y referidos por lo general a caballeros y damas de alcurnia, héroes de cualquier tipo.(12) Con esto, es normal que romances y libros épico-caballerescos coincidan en estilo y en sentido y, por tanto, puedan acumularse, fundirse o reforzarse mutuamente en una obra. G. di Stefano (1993, 18. 225s) señala la presencia explícita o soterraña del Romancero en determinados pasajes del Tirant.(13) En algún caso el valor de romance remitirá a una historia tradicional cantada, como el Romance del cura mencionado en II, 1, 565. Dice allí el barbero que aprendió a formular juramentos, como «[No] dijere a rey ni roque, / ni a hombre terrenal», de la imposición que el ladrón arrepentido hizo a su confesor del Romance del cura, quien en el prefacio contó al rey quién «le había robado las cien doblas y la su mula la andariega», frase ésta que, como las que traslucen el juramento, es un octosílabo, cuya forma arcaica remite a los cantares o cuentos populares; el cura había jurado no contárselo a ningún mortal: pero se lo cantó a Dios en el prefacio bajo forma de oración, con lo que se enteró la víctima real. A. Sánchez ha demostrado que, pese a su materia tradicional, se trata de un auténtico romance, que cantaba un cuento tradicional del que él pudo recoger una muestra valenciana en un informante de su pueblo.(14) En su respuesta al barbero, dejando traslucir que conoce la broma y que también él guardará la promesa en su tenor literal, pero hará rodar la bola. Don Quijote dice: «-No sé de historias». Así «historia» («stories») y «romance» quedan identificados.

        En principio y al principio, pues, los romances fueron materiales fundamentalmente informativos o noticieros de las hazañas y hechos de personajes nobles, sin negar que poco a poco derivaran en soporte de emociones, sentimientos y preocupaciones de la gente (G. di Stefano, 1993, 27s), que, por ello, se mostró interesada en estas composiciones y las siguió recitando y cantando. De la primera aplicación a personajes de las clases sociales elevadas deriva esa atosigante presencia en el romancero viejo de la más rancia nobleza, de sus amores y peripecias: todos elementos del mundo caballeresco.(15) Se trata, pues, de historias (history, más que story o tanto como story), de asuntos agradables o de dechados para amplias capas de la población.

        Tras esto, no resulta extraño ver que el romance está relacionado con la épica, por más que los romances épicos constituyan un pequeño grupo en el conjunto de los romances (Díaz-Mas, 1994, 17). Y es lógica su relación con los libros de caballerías o con recreaciones noveladas de aventuras caballerescas.(16) Es más, quizá a este proceso de novelización deben, si no su conservación, la forma en que han sido transmitidos, en la cercanía de los gustos de un nuevo público, no contando ya gestas heroicas sino en-cantando con conflictos familiares o amorosos de mayor actualidad y vigencia.(17) De ahí que en nuestro estado de conocimiento sea difícil separar los romances épico-carolingios de los carolingio-novelescos (Díaz-Mas, 21-23). Porque Romancero y libros de caballerías son hijos del mismo ambiente, veremos reaccionar a don Quijote ante una historia representada y contada basada en el romancero (Gaiferos y Melisendra), como ante los relatos de los libros de caballerías, o a éstos asimilados. En ese marco, además, se van a encontrar los romances con las ficciones sentimentales, pues romancero y ficción sentimental se nos revelan dos géneros semánticamente convergentes, como también resultarán asimilados a la sensibilidad de los cancioneros.(18)

 

                2. Orígenes

        No debe extrañar, pues, que los mismos orígenes del Quijote estén marcados por el Romancero, sea el viejo, sea el nuevo. Es decir, en el origen del Quijote están los romances.(19) Para Menéndez Pelayo la idea fundamental del Quijote y hasta el bosquejo de la primera salida son los romances; y notó esto antes de que se estudiara en este sentido el Entremés de los romances, o se cayera en la cuenta de que las primeras palabras del texto del Quijote (prescindimos ahora del paratexto o textos preliminares), «en un lugar de la Mancha» son un verso tomado de una ensaladilla de romances llamada Romance del amante apaleado,(20) o que el Romance de Lanzarote inspirara el nombre del caballero, el de su caballo y su llegada a la venta (Murillo, 1977, 57-62), y el Romance del marqués de Mantua (21) el episodio de los mercaderes toledanos (I, 5).

        Tratemos, en primer lugar, del supuesto verso con que empieza la historia de don Quijote. El Romance del amante apaleado empieza:

                                                                       Un lencero portugués
                                                                        recién venido a Castilla,
                                                                        más valiente que Roldán
                                                                        y más galán que Macías,
                                                                        en un lugar de la Mancha,
                                                                        que no le saldrá en su vida,
                                                                        se enamoró muy despacio
                                                                        de una bella casadilla ... (vv. 1-8).

 

        La villana, que era astuta, de acuerdo con su novio manchego, decide tender una trampa al portugués cuando pretenda lograr sus amores, quien salió con las espaldas bien medidas por una verde y nudosa tranca. No le convence a J. Forradellas, según dice en las anotaciones a este pasaje en la edición dirigida por F. Rico: «Seguramente por azar, la frase coincide con el verso de un romance nuevo» (I, 35, 2).(22) Y ve en este comienzo una «indeterminación», que «tiene numerosos análogos en narraciones de corte popular, [y] contrasta con los prolijos detalles con que se abren algunos libros de caballerías». A lo sumo, dice, se trataría de «una reminiscencia inconsciente, o no deliberada o, en todo caso, Cervantes no contaría con que se entendiera como cita, porque el texto no era lo suficientemente conocido para que el común de los lectores percibiera la alusión» (II, 262: 35.2).(23)

        Pese a todo y aun con todas estas matizaciones, yo creo que así no se hace suficiente justicia a la sensible presencia del romance y estimo que estamos ante una cita consciente. En primer lugar, se puede deducir a partir de consideraciones formales: este verso coincide en servir de marco de unidad textual con otros versos del romancero que encabezan distintos capítulos de la obra. Así, I, 51 empieza con «Tres leguas de este valle está un aldea», auténtico elemento fraseológico pero al mismo tiempo verso de un romance, aunque endecasílabo, según lo dicho. Con ese verso se inicia el relato de la historia del aguerrido soldado Vicente de la Roca o de la Rosa y de Leandra.(24)

        También sería sentido como verso de un romance aquél con el que se inicia el relato de la representación del retablo de maese Pedro, «Callaron todos, tirios y troyanos» (II, 26), pues, como perteneciente a literatura épica (es el comienzo del canto segundo de la Eneida, en traducción de G. Hernández de Velasco), cae dentro de la caballeresca (I, 49, 565; II, 71, 1202s). En efecto, caballeros o personajes nobles de los poemas épicos (griegos o latinos, italianos o españoles) aparecen en el Quijote como antepasados de los andantes. Lo son tanto Aquiles como Eneas, ésos «anciens princes» o héroes de la Antigüedad, exhumados por los humanistas, a quienes quería emular el borgoñón Carlos el Temerario.(25)

        De modo semejante, en II, 9, 695, el narrador encabeza el capítulo con el verso: «Media noche era por filo [/ los gallos querían cantar]»: se trata de las primeras palabras de una de las varias versiones del Romance del conde Claros.(26) Así, pues, «en un lugar de la Mancha», fórmula de principios de fábulas y cuentos no menos que verso del Romance del amante apaleado,(27) por comparación y, aunque no fuera más que porque el equívoco es nota del estilo de Cervantes,(28) desde su encabezamiento de la obra o de una unidad de la misma, puede perfectamente ser tomado como cita de romance.(29)

        Pero la argumentación es más sólida, si partimos de consideraciones semánticas. El lugar de la Mancha aparece asociado con un fracaso de unos sueños, los utópicos de realización amorosa de un seboso portugués, que termina apaleado y baldado, como don Quijote tras la mayor parte de las aventuras que emprende o le suceden. El verso «en un lugar de la Mancha» del romance, así leído, es anuncio o premonición, para el discreto lector que exige Cervantes (I, Pról., 18), de cómo va a acabar la historia del caballero, cuya presentación se está iniciando, sea la historia total de las dos partes o únicamente, en una primera etapa, la correspondiente a la primera salida de don Quijote, quien, una vez armado caballero, se encuentra con los mercaderes toledanos, aventura de la que sale como el portugués amante ( Entremés de los romances, vv. 160-165).

        3) Además, en ambos textos tenemos el juego con el olvido: el narrador no quiere acordarse (o porque no se acuerda, o porque no le conviene acordarse) del lugar o pueblo de su héroe, al contrario de un enamorado y orgulloso portugués, que bien querría olvidar la anécdota de la Mancha, pero a quien no le saldrá, es decir, no se le quitará de la memoria esa mancha de su afrenta o de sus cardenales, habida también: «en un lugar de la Mancha, / que no le saldrá en su vida» (vv. 1-5).

        Finalmente, si hay lectores ingenuos, es difícil que lo sean los escritores, máxime uno tan consciente de su mester como Cervantes, que cuidan de modo particular los comienzos y finales de sus obras. En este sentido, el final del Quijote en II, 74, 1222, aprovecha de nuevo un romance, concretamente del cerco de Granada: «Estando el Rey don Fernando / en conquista de Granada», recogido de un pliego: «Aquesta empresa, señor, / para mí estaba guardada, / que mi señora la reina / ya me la tiene mandada».(30) Es Cide Hamete quien se despide de su pluma, cumplida ya su generosa hazaña (no menor que la de Alonso de Aguilar en Granada), con estos versos de romance que usa como conjuro contra quienes quisieren descolgar una vez más la pluma para contar o cantar las hazañas del caballero de la Mancha: «¡Tate, tate, folloncicos!, / de ninguno sea tocada; / porque esta impresa, buen rey, / para mí estaba guardada». Utilizando versos de romance para cerrar su obra, Cervantes nos está llamando la atención sobre el comienzo y confirmando que el verso «en un lugar de la Mancha» no está allí por pura casualidad, sino con voluntad comunicativa y estética.(31)

        Y tampoco este romance antiguo referido a las empresas del historiador está allí sin intención. Podemos considerar que el historiador (y el autor)(32) encierra o integra aquí su obra, haciéndose uno con su héroe, aunque desde resultados inversos. Así se explica que Cervantes haya citado los dos últimos versos con toda su fuerza programática ya anteriormente en II, 22, 814, poniéndolos en labios de Don Quijote en el momento de preparar el descenso a la sima de Montesinos, centro del Quijote de 1615, al comienzo del episodio: «...que tal empresa como aquésta, Sancho amigo, para mí estaba guardada». Los versos adquieren mayor relieve cuando se pone una alusión a los mismos después en labios de Montesinos, dirigiéndose a don Quijote: «hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo» (II, 23, 819). Con tales referencias e insistencias se encarece el episodio de la Cueva de Montesinos, calificada de «peligrosa y nueva hazaña», que encierra los objetivos de Don Quijote.(33)

        En cuanto a la afirmación de que no puede tomarse el verso inicial como cita debido a «que el texto no era lo suficientemente conocido», habría que decir que la ensaladilla de El amante apaleado a que pertenece el verso no sólo había aparecido impresa en las Flores del Parnaso en Toledo, Luis de Medina, 1596, sino que esta obra pasó a formar la VI Parte del Romancero General, 1600, reimpreso precisamente en 1604.(34) Por lo demás, las ensaladas o ensaladillas, si algún objetivo tenían para el lector, era permitirle comprobar si era capaz de reconocer la procedencia de las piezas (aquí romances) contenidas en ellas; es decir, iban directamente compuestas para provocar el placer añadido del reconocimiento de sus distintos elementos.

        Así, pues, la pieza era ampliamente conocida cuando aparece el Quijote en 1605. Por todo ello, aun cuando Cervantes dirija su obra a cualquier lector («lector ilustre o quier plebeyo» [Prólogo al Quijote de 1615, p. 617], pero siempre discreto), piensa que, dado el conocimiento de los romances por cualquier clase de gente, no se le escaparía a la mayoría, muy entendida en ellos: «historia[s] sabida[s] de los niños, no ignorada[s] de los mozos, celebrada[s] y aun creída[s] de los viejos» (I, 5, 71), y que «entretienen y hacen llorar los niños y las mujeres» (II, 38, 944), como las coplas del marqués de Mantua.(35) Aunque, eso sí, sólo los lectores inteligentes admirarían el artificio de su invención. Creo, pues, que «En un lugar de la Mancha» debe entenderse como cita consciente de un romance (aunque se trata de un romance nuevo), que hace pendant con los versos del romance viejo aducidos en la conclusión de la obra, dejando así el Q enmarcado en citas del Romancero. Las primeras palabras del Q proponen la empresa de don Quijote en representación de las armas, como abocada y fatídicamente condenada al más ridículo fracaso. Las últimas de Cide Hamete, de otro romance, reivindican una fazaña gloriosa y sonado triunfo para el autor del Quijote, que muestra orgulloso el instrumento de su victoria: la pluma. El héroe de las letras (la pluma) es Benengeli, que, ya como ‘hijo del evangelio’ -anuncia alegres noticias-, ya como 'hijo de la cierva', no es otro que Cervantes.(36)

        Pero hay incluso algo más convincente y útil para nuestro propósito de mostrar que los romances marcan la estructura del Quijote, más allá de poner al descubierto la fragua de la obra maestra de Cervantes Concedamos que un relato corto con el título de El ingenioso hidalgo de la Mancha y contenidos correspondientes a los de la primera salida de don Quijote no tuvo existencia impresa anterior a 1605, y que los testimonios aducidos a favor de esta hipótesis (37) puedan explicarse de otra manera. Para algunos, el relato manuscrito de esa primera salida de don Quijote no tuvo otra realidad material que la de un «primitivo borrador, nada más que un breve relato burlesco intrascendente».(38) Pero, aun siendo así, el breve relato farsesco adquirió valor imperecedero (39) por su asociación con el Entremés de los romances,(40) compuesto a partir de 1592,(41) en el que se inspira.(42) Esto quiere decir que el Quijote, a modo de novela corta, surge asimismo como una parodia de los mismos romances y de quienes los usan, y cronológicamente no alejado de su fuente. El Entremés de los romances puede considerarse una parodia de quienes producen romances (o comedias de tema romanceril) a espuertas, volcando en ellos su vida privada en mil desdoblamientos (moriscos, pastoriles, caballerescos), como era el caso de Lope de Vega, de quien alguien se burla en la mencionada ensalada.(43) Por lo mismo, en el Quijote se hace la burla de quienes están locos por los romances o se vuelven locos a fuerza de leerlos (más tarde, libros de caballerías), como Bartolo, el protagonista del entremés, hombre tanto por onomasia como por antonomasia 'tonto' y 'necio':

                                                                De leer el Romancero (44)
                                                                ha dado en ser caballero,
                                                                por imitar los romances;
                                                                y entiendo que, a pocos lances,
                                                                será loco verdadero.

 

        Este villano del Entremés de los romances, queriendo reproducir las hazañas de sus personajes, se lanza, apenas desposado (como Lope de Vega), a la imposible aventura de la guerra:(45) «a reñir con los ingleses» (v. 56), «se va a Ingalaterra, / a matar el Draque / y a prender la reina» (vv. 137-139).(46) El afán de Bartolo por solucionar problemas ajenos y meterse donde no le llaman, lo lleva a poner en ristre su lanza, que no puede usar, por parar en seco su caballería. Termina en el suelo. Un pastor (paralelo del mozo de mulas), a quien había contrariado con sus órdenes, lo muele a palos: «Veintidós palos me han dado, / que el menor era mortal» (Entremés de los romances, v. 344s). La paliza no lo mata pero lo trastorna de tal modo que sufre desdoblamientos en personajes del Romancero: Valdovinos y los con él relacionados en el viejo Romance del marqués de Mantua, y varios del Romancero nuevo, especialmente del morisco (Tarfe..., «Bencerraje») de Lope de Vega.(47) Rústicos lo levantan del suelo y lo llevan a su lugar (vv 346s), para acostarlo en la cama, «que el loco, durmiendo, amansa» (vv. 430-433). De esta manera, un centón o ensalada de romances es el subtexto de la primera salida de don Quijote.

 

               3. Marco estructural.

        Pero, si esto es así, el Romance del amante apaleado, que en el Romancero General se denomina «ensaladilla», y lo es también de romances, sirve de elemento del marco máximo del relato cervantino. Especialmente, si se tiene en cuenta la cita de un romance en II, 74 y en II, 22, donde define una hazaña central del Quijote, «eje de la novela»,(48) la del descenso a los infiernos de la cueva de Montesinos para entender y buscar solución al encantamiento de Dulcinea y, por tanto, para el logro de los objetivos caballerescos.

        Desde este contexto podemos volver a nuestro propósito principal y, así, vemos cómo con versos de un romance viejo, el Romance de la constancia, don Quijote expresa su función al primer ventero, diciéndole: «Mis arreos son las armas, / mi descanso el pelear». Según eso -dice el ventero-, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar» (I, 2, 51). Con estas palabras, el ventero ha parafraseado los versos siguientes del mismo romance. E incluso, más allá, el pasaje en su conjunto remite a la integridad del romance, que está en la mente del autor, cuyos versos éste suponía conocidos y reconocibles por el lector:

                                        Las manidas son oscuras,       los caminos por usar,
                                        el cielo con sus mudanzas       ha por bien de me dañar,
                                        andando de sierra en sierra       por orillas de la mar,
                                        por probar si mi ventura         hay lugar donde avadar.
                                        Pero por vos, mi señora,        todo se ha de comportar.

 

        Los primeros versos de este fragmento aparecen también puestos en boca de Galván en el Romance de Moriana: «Moriana en un castillo», donde también resumen su actividad de caballero; pero es preferible pensar que Cervantes tenía en mente la versión del fragmentario Romance de la constancia del Cancionero de romances, s. a., con la que el caballero expresa su vida como esfuerzo para ganar el amor de su dama, pues no otra es la razón de su jornada, ya que un caballero andante sin amores es un cuerpo sin alma; no es nada, y carecerá de virtud sin la correspondencia amorosa de la dama o sin la contemplación de su rostro (II, 8, 687). Para don Quijote (algo que jamás admitiría Fernández de Avellaneda), un caballero jamás podrá ser desamorado (I, 1, 43; II, 32, 899). Y, así, como Amadís, don Quijote desplegará su actividad para conquistar el amor de su señora Dulcinea: «pero por vos, mi señora, / todo se ha de comportar». Por eso, cuando Cervantes está a punto de cerrar la historia del caballero de don Quijote en la playa de Barcelona, volverá a presentárnoslo repitiendo estos versos programáticos, como muestra de su lealtad y fidelidad al ideal irrenunciable: «Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa, armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear» (II, 64, 1157s). Con versos de un romance viejo se explica y enmarca, pues, toda la peripecia quijotesca.

        En consecuencia, parece desacertada la apreciación de Menéndez Pidal (1964, 24, 30) de que Cervantes sólo acepta los romances por "impresión excesiva" del Entremés de los romances hasta Quijote I, 7, incluso con la matización posterior de su utilización del Romance del caballero aventurero, del Romance del marqués de Mantua y de los implicados en la visión de la Cueva de Montesinos (1964, 31s. 48), quizá llevado a esta conclusión por la desaparición del recurso a los romances en la parte más literaturizada de Quijote I (relatos intercalados). Pues es un hecho que el Romance del caballero aventurero es el único romance que sirve a Cervantes para delimitar su obra. Ya hemos visto que el Romance del amante apaleado, o el Romance de Lanzarote sirven para abrirla, mientras que para cerrarla se utiliza un Romance del cerco de Granada: y entre estos mojones cabe toda la peripecia quijotesca. Puede añadirse que, si se tiene en cuenta el número de usos de romances en el conjunto del Quijote de 1605, se advierte que de los aproximadamente veinte citados,(49) sólo seis corresponden a los siete primeros capítulos (ver Apéndice).

        Y, lo que quizá es aún más curioso advertir, si con el Romance de Lanzarote en la boca va concluyendo la acción caballeresca de don Quijote en su primera salida, cuando en I, 49, 565s discute sobre el tema con el canónigo, mientras revive la experiencia del Caballero de la Carreta, en la misma obertura del Quijote de 1615 se nos hace ver «de todo en todo» cómo el Romancero rige el pensar de don Quijote, que pronto saldrá hacia su última aventura. Para ello en II, 1, 628, queriendo resolver el miedo que atenazaba a toda la España de la época sobre si «bajaba el Turco» y cómo podrían arbitrarse medidas para conjurar tamaño peligro, acude don Quijote al seguro remedio ofrecido al parecer por el Romance del conde Grimaldos (II, 1, 628s): reunir a todos los caballeros andantes que vagan por España, entre los cuales, como deja entrever y bien ve la sobrina, él se cuenta. Por todo ello, no es extraño que de todos los personajes de la obra parece que es don Quijote (como no podía ser menos, tratándose del protagonista) quien más recurre a los romances, como puede verse en el Apéndice. Y es que conforma su personalidad sobre el mundo del Romancero, que representa el de sus ideales (Garrote, 124s).

 

               4. La imitación de los modelos del romancero.

        A partir de su investidura como caballero, e incluso antes, al elegir nombre para sí y para su caballo y presentarse en la primera venta, como ha demostrado Murillo (1977), don Quijote inicia una imitación de los modelos caballerescos que va más allá de la mera emulación moral y edificante de sus héroes; alcanza el grado de una imitación artística, cuyas máximas cotas se alcanzarán en la penitencia de Sierra Morena (I, 25).(50) Esta imitación tiene en cuenta no sólo los modelos de los libros de caballerías, sino también los del Romancero. La imitación así concebida, que expresa la misión de don Quijote, proporciona al mismo tiempo inevitablemente las marcas estructurales de la acción del caballero y, por tanto, de su relato. Así, también desde esta perspectiva, los romances adquieren relieve, pues don Quijote expresa su misión con versos del romancero en tres (mejor, en cuatro) relevantes ocasiones. De don Quijote dice el narrador en I, 9 y I, 49, que es un caballero «de los que dicen las gentes / que van a sus aventuras» (I, 9, 106).(51) En II, 16, 752, es el mismo don Quijote quien se presenta al Caballero del Verde Gabán con los versos finales de esta redondilla de la traducción de los Triunfos de Petrarca:(52)

 
                                                                Lanzarote y don Tristán
                                                                y el rey Artus y Galván
                                                                y otros muchos son presentes,
                                                                de los que dicen las gentes
                                                                que a sus aventuras van.

 

        Y los versos, sea por su origen, sea por el contexto, funcionan como versos de romance, habida cuenta de la comentada significación del término. Con ellos don Quijote se dice caballero; pero no un caballero cualquiera, sino de los andantes o aventureros,(53) cuyo carácter y actividad se perfilan en los varios contextos en que se repiten estos versos.

        En I, 9, 105s el tercer autor o narrador sitúa a don Quijote entre los caballeros de las historias artúricas y carolingias; en especial con Lanzarote en I, 2, 52, cuando recita el Romance de Lanzarote y pone su nombre donde estaba el del héroe bretón, «desplazado así por el astro naciente» (Di Stefano, ad II, 27):

 
                                Nunca fuera caballero         de damas tan bien servido
                                como fuera don Quijote [: Lanzarote]         cuando de su aldea vino, [: Bretaña]
                                doncellas curaban dél;         princesas del sù rocino".(54) [: dueñas]

 

        El morfema -ote nos advierte que se acerca al héroe carolingio por su mismo nombre.(55) Esa identificación o paralelismo (antitético) de don Quijote con Lanzarote del Lago se da en otros lugares. Por ejemplo, en el episodio de la vuelta de don Quijote a su aldea en el carro de bueyes (I, 47).(56)

        La misma identificación aparece en boca de don Quijote en I, 13, 137. Prueba de que la materia de Bretaña se toma de romances es la mención de la dueña Quintañona, figura exclusivamente romanceril.(57) Don Quijote no ha hecho sino prosificar el romance, que seguía: «Esa dueña Quintañona / ésa le escanciaba el vino; / la reina doña Ginebra / se lo acostaba consigo...».(58)

        En I, 49, 563ss, don Quijote, discutiendo con el canónigo sobre la veracidad de Amadís, así como «de los otros caballeros aventureros de que las escrituras están llenas» (p. 564), o «de que están colmadas las historias» (p. 565), se sitúa a sí mismo entre los «muchos caballeros» recogidos en el totum revolutum de una pluralidad de fuentes: materia de Grecia y Roma, de Francia y de Bretaña; de los libros de caballerías, de relatos caballerescos breves, de la historia y leyenda de España, y también de los romances, como lo demuestra la renovada mención de la dueña Quintañona. Don Quijote será como esos caballeros que no fueron precisamente cortesanos, cuya vida, lejos de ser reposada y tranquila, es itinerante y a merced de las aventuras, normalmente poco satisfactorias, como había dicho don Quijote al Caballero del Verde Gabán: «soy caballero, "déstos que dicen las gentes / que a sus aventuras van"» (II, 16, 752). Es decir, don Quijote es un caballero de tipo muy distinto y contrapuesto al reposado, ordenado, dedicado a su familia, como don Diego de Miranda, que viste y monta a la última moda una «yegua tordilla», sigue en pacíficos entretenimientos como la caza (II, 16, 751-755), y no ha querido en su biblioteca libros de caballerías.

        En II, 23, 826, don Quijote, que sueña, pondrá en boca de Montesinos en su Cueva un verso del Romance de Lanzarote, «Nunca fuera caballero», cuando Montesinos nombra a la reina Ginebra y a su dueña Quintañona, «escanciando el vino a Lanzarote, cuando de Bretaña vino». Alusiones al mismo romance estarán en labios de don Quijote, alterado, en la contundente respuesta al eclesiástico de los duques: «¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?» (II, 32, 889).

        Ésa es la difícil vida que se había propuesto con juramento ya en I, 10, 115 (cfr. I, 19, 199), siguiendo el modelo del marqués de Mantua, como constaba en el romance «De Mantua salió el marqués». Pero don Quijote, ávido lector de romances o del Romancero, como Bartolo, para encarecer su acción, contamina éste con el Romance de las quejas de Jimena: «Día era de los reyes» (Díaz-Mas, 13, 94-96), donde el compromiso es mucho más exigente. Y así no sólo jura:

 
                                           de nunca peinar mis canas,         ni las mis barbas cortare;
                                           de no vestir otras ropas,         ni renovar mi calzare;
                                           de no entrar en poblado,         ni de armas me quitare,
                                           si no fuere una hora         para mi cuerpo limpiare;
                                           de no comer en manteles         ni a mesa me asentare,
                                            hasta matar a Carloto...         (Durán, I, 355, 210a).

 

sino, en palabras del narrador, «de hacer la vida que el gran marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo [el vizcaíno]», de acuerdo con el segundo romance («Día era de los reyes»):

 
                                                Ni cabalgar en caballo,        ni espuela de oro calzar,
                                                ni comer pan a manteles,        ni con la reina holgar...(59)

 

        Incluso más allá, Cervantes no sólo cita este romance del ciclo del Cid, sino que, como puede verse en la calificación de Narváez como alcaide de «Antequera» (no de Baza, como en el Entremés de los romances), ni de Álora (como en la Diana - El Abencerraje), está contaminando su utilización con la propuesta de la comedia El remedio en la desdicha de Lope de Vega, pese a su explícita remisión en el Quijote I, 5, 73, a la Diana (es decir a la Historia del Abencerraje publicada con la Diana en la ed. de 1561: López Navío, 206ss).(60)

        Aunque, cuando don Quijote toma conciencia de su situación en la cueva de Montesinos, su imitación del marqués de Mantua tendrá como norte, no la venganza, sino el desencanto o libertad de Dulcinea (II, 23, 828): siempre don Quijote guiándose por los romances para hacer de su vida una obra de arte.

        Don Quijote, pues, toma lo dicho por los romances como pauta de conducta. Esto sucede con el Romance del marqués de Mantua, «De Mantua salió el marqués», ya en I, 4, 67, cuando deja que sea el rocín el que decida el camino en las encrucijadas. Y, especialmente, en todo el Cervantes 5, 71-75, en el significativo momento en que don Quijote se ve atacado por los desdoblamientos de personalidad a que lo lleva su locura:(61) se desdobla en Valdovinos y toma a su socorredor y convecino, Pedro Alonso, por el marqués de Mantua. Cervantes hace decir a don Quijote, transmutado en Valdovinos:

 
                                ¿Dónde estás, señora mía,         que no te duele mi mal?
                                O no lo sabes, señora,         o eres falsa y desleal".

 

        La forma que el romance presenta aquí no es la tradicional, sino una adaptación que aparece fundamentalmente en la Flor de varios romances (1591, f. 100v) de Pedro de Moncayo, que pudo éste recoger de pliegos sueltos.(62) Esta versión difiere de la del Entremés de los romances, que coincide, salvo ligeras variantes, con la tradicional:

 
                                        ¿Dónde estás, señora mía, que no te pena mi mal? (63)
                                        De mis pequeñas heridas compasión solías tomar,
                                        agora de las mortales no tienes ningún pesar.

 

        Sea lo que fuere, las variantes, coincidentes o no con la por Él conocida, en modo alguno influyen en la recepción de Pedro Alonso, quien, por lo que dice el narrador, reconoce el romance (o historias) citado (aunque lo trabuque graciosamente en I, 5, 75). «Y desta manera fue prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos que dicen [quizá decían ya en variantes populares regocijadamente recogidas por Cervantes, o bien se trata de una broma suya, para provocar la hilaridad del lector]: «¡Oh, noble marqués de Mantua, / mi tío y señor carnal!» (I, 5, 71s) [por: «mi señor tío carnal»]. Más adelante, en I, 7, 89 (precisamente en lo que se suele considerar el final de la primera redacción de la historia del ingenioso hidalgo), el desdoblamiento se hará en otro personaje popular de los romances castellanos, Reinaldos de Montalbán, herido por Roldán u Orlando, del que, como aquél, don Quijote piensa vengarse: «Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán...» (I, 7, 89). Puede verse aquí una referencia a cantares carolingios como el Orlando innamorato de Boyardo,(64) o, quizá mejor, a romances viejos como el del Conde Dirlos u otros semejantes.(65)

        Fuera de esos desdoblamientos el protagonista también asume como modelos y guías de su acción y vida caballerescas a los héroes del romancero viejo; sueña con ellos, como se ve en episodios tan centrales del Quijote como el de la Cueva de Montesinos y el Retablo de títeres de maese Pedro.

        La fantasía onírica vivida por don Quijote en las profundidades de la Cueva de Montesinos, está basada, además de en muchas otras fuentes,(66) en romances exclusivos de la tradición española, puesto que los personajes a que se refieren los allí utilizados son creación de la tradición hispana. En palabras de Avalle-Arce, la experiencia de la Cueva de Montesinos constituye una "triste y ejemplar historia" (1975, 361). Si definidor de la I Parte es el episodio de la Sierra Morena, cuando don Quijote sigue la pauta de actuación de Amadís y de Orlando en su locura, no menos lo es de la Segunda el episodio también serrano de la Cueva de Montesinos, auténtico gozne de la acción de la tercera salida.

        Efectivamente, ambos son episodios paralelos. Sólo en estas dos ocasiones don Quijote se queda a solas. En Sierra Morena, don Quijote está con los ojos abiertos, es un personaje, activo, esperanzado, enamorado. En la Cueva de Montesinos está y sale con los ojos cerrados: ha ahondado en su mundo interior don Quijote llega «con la voluntad vencida y en bancarrota» (Avalle-Arce, 1975, 377); en «anemia espiritual» (ib., 381). Ha visto a Dulcinea encantada y, en sueños, mezcla don Quijote elementos de su reciente vivencia con otros del romance de Belerma («¡Oh, Belerma! ¡Oh, Belerma!»). Pero don Quijote no parece estar convencido del encantamiento de su amada en II, 10, y quiere comprobarlo. Busca una respuesta a la preocupación que lo atenaza. Y ésta habría de venirle en el sueño o experiencia vivida en la cueva, aunque don Quijote quedará dudoso sobre si fue una cosa u otra, y seguirá buscando certeza más adelante: en el mono adivino de maese Pedro (II, 25, 844s; cfr. II, 29, 868), en la cabeza parlante en Barcelona (II, 62, 1140s).

        Lo que vio era realmente preocupante y / por contradictorio: Dulcinea pobladora del mundo de los seres encantados, de los muertos vivientes, entre nombrados héroes y heroínas caballerescas que esperan conseguir algún día ser ellos mismos, para revivir su esplendor. A partir del modélico paralelismo entre parejas de amantes (Durandarte y Belerma, don Quijote y Dulcinea), don Quijote percibe que la tobosana, como Belerma y por su estado, posiblemente haga fracasar en su empresa al caballero. Un don Quijote dudoso palpa el lastimoso estado de las ideales caballerescos, reflejado en la decadencia de Durandarte y de Belerma, aunque tambiÉn hay signos alentadores.(67) El final fue decepcionante para Durandarte, quien nunca en vida logró su objetivo, ya que Belerma no respondió a sus requerimientos amorosos; por ello, en un esfuerzo desesperado, envía, ya muerto, su corazón a la ingrata. Durandarte, ya agonizante, se lamenta: «¡Oh, Belerma! ¡Oh, Belerma!, / por mi mal fuiste engendrada; / que siete años te serví / sin de ti alcanzar nada». Y pide a su primo Montesinos que cuando muera le saque el corazón y se lo lleve a su amada. Sólo entonces, demasiado tarde, Belerma reconocerá su crueza.

        Lo vivido en la Cueva confirma a don Quijote el poder de los encantadores y, por tanto, refuerza su fe en el encantamiento de Dulcinea; ahonda en él la duda sobre el éxito de su misión, deparándole una insidiosa parálisis de la voluntad (Avalle-Arce, 1975, 378), aunque también se anuncia un desencantamiento posible, si bien las señales rezuman ambivalencia: Belerma, aunque de blancos dientes, fue ingrata con Durandarte; Dulcinea, incluso aquí ensoñada por don Quijote en su naturaleza ideal, ni siquiera ha dirigido la palabra al caballero y, además, envía a don Quijote a una de sus rústicas compañeras para conseguir dinero (seis reales) con que cubrir su necesidad o proporcionar remedio a su situación. De este modo, amén de mostrarse venal, al caballero, debido a su escasez de dinero, le resultará de momento imposible el remedio / desencanto (II, 23, 827). Por su lado, el otrora aguerrido caballero Montesinos, para don Quijote un venerable anciano, preguntado sobre el caso, tampoco dará a don Quijote un mensaje esperanzador: «cuando así no fuere [la posibilidad de desencantar a los caballeros andantes y a sus amores], paciencia y barajar», que tiene más bien un sentido negativo: en circunstancias tan contrarias, sólo de un golpe de suerte (que siempre se le ha mostrado aciaga), cabe esperar un cambio (II, 23, 822). La duda, por tanto, no queda resuelta y el remedio será confiado más tarde a los azotes que Sancho se propine (II, 35, 922s): difícil solución, comprada a precio de oro a un dispensador recalcitrante. Con todo y con eso, cuando, ya de vuelta, entre en su aldea el derrotado don Quijote, Dulcinea, para su pesar, «no parece» (II, 73, 1210). Terrible perspectiva y experiencia de fracaso, proyectada desde esta Cueva de Montesinos, asociada y simbolizada en héroes fracasados del romancero.

        En otro notable episodio del Quijote, el del retablo de maese Pedro sobre la liberación de Melisendra, hija de Carlomagno, por Gaiferos (en II, 26, 846ss), don Quijote se verá confrontado a otro modelo de caballero de los romances. Su identificación con Él se muestra en el cierre de la acción representada y narrada. La fuente básica del retablo de títeres son los romances viejos referidos a Gaiferos, aunque, en realidad, Cervantes conjuga en el relato y representación varios raudales, algunos tan notables como el Entremés de Melisendra, atribuido a Lope de Vega (68) (pero también a Cervantes), o el relato de la representación de El Testimonio vengado en plagio de Avellaneda y El casamiento en la muerte de Lope de Vega.(69) Lo mismo que Fernández. de Avellaneda nos presenta a su desamorado don Quijote interrumpiendo la representación de El Testimonio vengado, don Quijote se pondrá del lado del héroe caballeresco en su función de socorredor de doncellas menesterosas, imitando los mandobles dados por Gaiferos con la espada encantada de Roldán a la morisma, que lo persigue mientras huye de Sansueña con su prometida: no quedará títere con cabeza.

        El muchacho intérprete o trujamán de la escenificación de los títeres presenta la acción como «verdadera historia», «sacada de corónicas francesas y romances españoles» sobre Gaiferos y Melisendra. El relato se inicia (II, 26, 846) con el citado verso de la Eneida: «Callaron todos, tirios y troyanos», que nos sitúa en ambiente épico-caballeresco. Más que indicar la heterogeneidad del público del retablo, se refiere al imponente y solemne silencio que se ha producido, equiparable al que sucedió cuando el relato de la gesta clásica en Cartago. De este modo, se comparan dos gestas in-comparables. A continuación, el titiritero recuerda dos versos iniciales de una composición anónima en octavas y publicada en un pliego de 1573 sobre Gaiferos y Melisendra («Jugando está a las tablas don Gaiferos, / que ya de Melisendra está olvidado»), que, pese a la forma y según lo visto, también puede decirse romance y, además, en la continuidad del relato y representación se irán desgranando versos del romancero.

        De romances sobre Gaiferos, puesto en boca del muchacho o intérprete del retablo, es el verso «Harto os he dicho, miradlo» (II, 26, 847). Se trata del romance «Oíd, señor don Gaiferos»,(70) que, siendo de Miguel Sánchez el Divino, es romance nuevo. Sin embargo, el mismo tenor literal del dístico «Caballero si a Francia ides / por Gaiferos preguntad» (II, 26, 848), atestiguado en el Cancionero musical de Palacio del tiempo de los Reyes Católicos, nos remite a un romance viejo. El cuerpo general del relato y representación de la hazaña de Gaiferos con su insistencia en el héroe sólo preocupado por jugar, descuidando a su prometida secuestrada por los moros, que le merece una regañina del emperador Carlomagno, nos remite al motivo del ocio de Gaiferos, propio de los romances nuevos («El cuerpo preso en Sansueña» -Durán, I, 379, 25a; «Cautiva, ausente y celosa» -Durán, I, 380, 253s), que ponen en solfa la seriedad de las hazañas caballerescas antiguas,(71) como las señaladas en el romance viejo: «Asentado está Gaiferos / en el palacio reale».

        Para entender el enfoque de estos romances citados propio del Quijote,(72) hay que considerar que están incluidos en una obra de burlas que se inicia con el Entremés de los romances y por un narrador en cuyo arte confluye lo narrativo y lo teatral. Cervantes no sólo procede en su composición por secuencias entremesiles (Baras, 331) sino que, al mismo tiempo, tiene en cuenta representaciones entremesísticas de estos temas.(73) La burla cervantina aparece tanto en el recurso a los vulgares «coscorrones», con que dice el intérprete del retablo que amenazaba merecidamente el emperador a su yerno, como al poco glorioso y ambiguo título de «putativo» aplicado a Carlomagno y a otros detalles que se verán más adelante. Maese Pedro, por su parte, al ver sus muñecos destrozados, se compara con don Rodrigo en versos, con variantes, del Romance de D. Rodrigo y pérdida de España que empieza «Las huestes de don Rodrigo» (Quijote II, 26, 851). Así, con romances, sigue la chanza hasta el final.

 
                5. Otras funciones de los romances en el Quijote.

        Pero en el Q, los romances, que actúan de marcas estructurales, que estuvieron en el origen de la obra y cuyos personajes fueron dechados para el protagonista, cumplen también otras funciones.

        5. 1. Inspirar episodios. La primera es ser, de modo directo, fuente de inspiración de episodios. Episodios que tienen que ver con el protagonista o con personajes secundarios, o son fuente de relatos intercalados. De éstos el más relevante es el del loco Cardenio, paralelo buscado de don Quijote en su desvarío amoroso por Sierra Morena. Su acción y actitud siguen la pauta del romance de Juan del Encina «Por unos puertos arriba» (Menéndez Pidal, 1964, 32s).

        Otro episodio del Quijote, notable por su gracia y humor e inspirado en romances viejos, es el de la llegada a la corte de los duques de la dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, seguida de la escenificación del fantasmagórico vuelo del alígero y ligero Clavileño, cuya misión es la liberación de la infanta Antonomasia y su amador don Clavijo (II, 38, 945ss). En su núcleo se aprovechan, al parecer, hechos reales.(74) A su vez, la historia del caballo volador de madera, Clavileño, que se gobernaba con la clavija en la frente, está tomada de la novela caballeresca Clamades y Clarmonda.(75) Pero el barbado «dueñesco escuadrón» (II, 38ss), séquito de la «dueñísima» Dolorida, que es la introducción y parte de la razón de la intervención de don Quijote, deriva del Romance de la Emperatriz de Constantinopla, cómo sacó a su marido de captiverio: «De la gran Constantinopla».(76) Por eso se prepara su llegada con una distinción por parte de don Quijote de los tipos o clases de dueñas: «cuando las condesas sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices» (II, 37, 936); también, como en el romance, los duques y don Quijote «se adelantaron obra de doce pasos a recibirla» (II, 38, 939).

        El contexto histórico y la funcionalidad propagandística de este romance quedan expuestos en el citado artículo de F. Gómez Redondo (p. 111s). La parte que inspira el relato de la dueña Dolorida es su comienzo, que describe la llegada de la emperatriz a la Corte de Alfonso X y su entrada solemne en Palacio:

 
                                        De la gran Constantinopla        su emperatriz se partía
                                        a Burgos avié llegado,         do está el buen rey de Castilla;
                                        don Alfonso era llamado,         hijo del rey que a Sevilla
                                        conquistó como valiente         con todo el Andalucía.
                                        Treynta dueñas trae consigo;         todas lo negro vestían;
                                        el rey y otros caualleros         salieron a recebilla.

        A este recibimiento corresponde el texto cervantino: «Venían las doce dueñas [por treinta] y la señora a paso de procesión [«espaciosa procesión»], cubiertos los rostros con unos velos negros y no transparentes como el de Trifaldín...» (II, 38, 939). En el romance, la emperatriz solicita ayuda para pagar el rescate de su marido, preso del Sultán, y recoge incluso en su parlamento elementos del Romance del marqués de Mantua: no comer en manteles antes de haber rescatado a su esposo. Se corresponde con la ayuda para el rescate que solicita la condesa Trifaldi para Antonomasia y don Clavijo, que quedan metalizados en estatuas de jimia y cocodrilo por el «follón y malintencionado» encantador y gigante Malambruno, allá en «las lueñas y apartadas tierras» (II, 36, 935) del reino de Candaya (II, 38, 842). Las diferencias o variantes humorístico-manieristas que aporta Cervantes consisten, más allá del número de las dueñas, en la acentuación de los contrastes de color. En primer lugar, el negro y el blanco: negros velos de las dueñas en el Quijote, enmarcados en «unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas...» (II, 38, 938); la condesa Trifaldi, «vestida de finísima y negra bayeta, por frisar, que, a venir frisada, cubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos» (II, 38, 938s); la llevaba de la mano su heraldo, «Trifaldín de la Blanca [y luenga] Barba»:

 

de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra. Venía cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien se entreparecía una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paso al son de los tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo, su negrura y su acompañamiento pudiera y pudo suspender a todos aquellos que sin conocerle le miraron (II, 36, 933).

 

        Además, el heraldo de la Condesa sigue a dos hombres con rozagantes vestidos de luto, que tocaban dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. [Y] «a su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás» (II, 36, 933). A la postre, los negros velos de las viudas enlutadas del romance y procesión quijotesca, dejarán paso a descubiertas barbas «cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas» (II, 39, 848). El detalle de la bayeta frisada que impide rizos del tamaño de los mejores «garbanzos de Martos», que, por intervención de lo real y vulgar en ambiente tan excelso, refuerzan el carácter cómico de la escena, es posible alusión al Romance de los Carvajales: «los buenos de Martos» (ed. Rico, ad II, 38, 939.4).

         5. 2. Iluminar o poetizar situaciones.

        Sin que se excluya la función anterior, probablemente originaria, el romance, según lo que tanto el narrador como el protagonista nos dejan traslucir, parece servir de modo preponderante a otros fines: «Ésta, pues [la historia del marqués de Mantua], le pareció a él que venía de molde para el paso en que se hallaba» (I, 5, 71). Así es. Para las aventuras del protagonista, que pretende emular a los héroes anteriores, con el recurso a los romances se crea un espacio mágico-legendario o pleno de ideal, sueño o utopía, poético, en una palabra, que transciende la realidad sórdida y negra, y que se explica, en razón del contraste y de la diversidad de planos contrapuestos, cargada de ironía y humor.

        Hay varias muestras:

        1. Es prácticamente la única de este tipo que encontramos en Quijote I. En la aventura del cuerpo muerto, don Quijote arremete contra los clérigos del cortejo fúnebre, cayendo bajo las penas de excomunión previstas para el caso en el decreto tridentino «Si quis suadente diabolo». Y, efectivamente, el olor a azufre y a chamusquina excomunicatoria o inquisitorial llegan premonitoriamente al perjuro y pertinaz hereje don Quijote ya antes de la aventura (p. 199); vendrán en seguida presencias fantasmales (p. 200s), «cosas malas y del otro mundo» y «satanases del infierno» (p. 204), y «vestiglos del otro mundo» (p. 206), esa clerigalla que toma, a su vez, al caballero por un «diablo del infierno» (p. 202) y por «temerosa» y «estraña visión» (p. 201). Pero don Quijote, sale airoso de la, más que amenaza, notificación del bachiller («vuestra merced que queda descomulgado», p. 206) con la bachillería de su sutileza («el latín del caballero», reza agudamente el encabezamiento de la p. 207): él no puso las manos sobre clérigos, sino su lanzón; y, «cuando eso así fuese» (I, 19, 206), ganaría no menor honor que el Cid, quien llegó incluso a ser excomulgado en la misma Roma, pero al fin fin, pues que la causa y sazón bien lo aconsejaban, de su ardimiento quedó «muy honrado y valiente caballero» (I, 19, 206). Así ha de suceder con él mismo.

        2. En II, 5, 668ss, Sancho y su mujer Teresa discuten graciosamente -folclórica y tópica discusión como la del paso de Las Aceitunas de Lope de Rueda- sobre el futuro de Sanchica. Sancho, como hija de Gobernador que será, ya la ve tratada de «señoría». Teresa ruega que la muchacha sea casada «con su igual», no vaya a caer en mil faltas, «descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera». Para Sancho no hay ningún peligro de que tal suceda, pues ya se adaptará la moza a su nuevo y alto estado. Teresa, a su vez, teme que se la desprecie en él, y Sancho, para convencer a su mujer de que no está proponiendo nada inconveniente, compara la posible situación de Sanchica en su decencia asegurada con la indecencia de los propósitos que a doña Urraca atribuía el romance «Morir vos queredes, padre»:

 
                                        A mí, que soy muger,         dexáisme des[h]eredada.
                                        Irm'he yo por essas tierras,         como una muger errada,
                                        y este mi cuerpo daría         a quien se me antojara:
                                        a los moros por dineros        y a los cristianos de gracia. (ed. G. di Stefano, 353s).

 

        Sancho, como buen padre, no quiere de ningún modo que su Sancha, por falta de una herencia digna, se vea en la situación en que a doña Urraca puso su injusto padre:

 «¡Ven acá, mentecata e ignorante, que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la dicha. Si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo [como Melibea], o que se fuera por esos mundos como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías razón de no venir con mi gusto» (II, 5, 668s).

 

        Esclarecedor paralelismo de situaciones, cuyo humor sólo se calibra desde el conocimiento del tenor del romance. El paralelismo antitético, ahora de Urraca con Dulcinea, resuena también en I, 25, 276, donde Sancho excluye con reticencia «niñerías con moro o cristiano» de Dulcinea / Aldonza.

        El mismo romance, exponente y exposición de una situación extrema, se utiliza en II, 10, 706. Sancho alude a las palabras del rey a su hija Urraca («Calledes, hija, calledes, / no digades tal palabra»; es decir, no digáis un despropósito tal, del que tendréis que arrepentiros), cuando don Quijote manifiesta que lo que ve no son dos doncellas que acompañan a la princesa Dulcinea, sino tres labradoras del Toboso sobre sendos borricos o borricas. Pero, si Urraca no siguió adelante con su disparate, a don Quijote le avino lo peor: Dulcinea quedó encantada desde entonces, cumpliéndose los aciagos presagios del cap. 9.

        3. En este capítulo se cuenta la entrada de don Quijote y Sancho de noche en el Toboso, buscando los palacios de Dulcinea. Por una parte, nuestros héroes se encuentran (en II, 9, 698) con un labrador que canta de madrugada el Romance del cautiverio de Guarinos (Díaz-Mas, 48, 215ss), una premonición de mal augurio: «Que me maten, Sancho..., si nos ha de suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando este villano?» (Quijote, II, 9, 698). Y es que "venía cantando el labrador aquel romance que dicen: «Mala la hubistes, franceses / en ésa de Roncesvalles» (así en Quijote), que aporta dos variantes a la versión tradicional: «Mala la vistes, franceses, / la caza de Roncesvalles».

        La prosaica búsqueda por don Quijote y Sancho del tugurio o «casa muy pequeña» de la morisca Aldonza en una sospechosa «callejuela sin salida», que en la mente de don Quijote consiste en palacios o alcázares de una princesa sin par (II, 9 y 10 passim), se transforma por medio de este canto en los mitificados hechos de la batalla de Roncesvalles, timbre de gloria de españoles frente a franceses:(77) un hecho anodino queda aureolado por la leyenda. Es curioso, además, cómo Cervantes pone «hubistes» por «vistes»; y Sancho, que conoce el refrán por tradición oral, no oye «en ésa de Roncesvalles»,(78) sino su versión: «la caza de Roncesvalles». Además, tenemos que dos villanos conocen los romances viejos en cuya ejecución producen variantes.

        Y, enlazando (e incluso reforzando) el funesto presagio (79) que encierra el romance cantado por el mozo labrador, con la necesidad de informarse sobre la ubicación de los ensoñados y principescos palacios de la dama manchega (II, 9, 698), Sancho acude allí mismo al Romance de Calaínos, de cómo requería de amores a la infanta Sevilla.(80) En ese romance se presenta una situación paralela:
 

Ya cabalga Calaínos         a la sombra de una oliva;
el pie tiene en el estribo,
        cabalga con gallardía.
Mirando estaba Sansueña,
        el arrabal con la villa,
por ver si vería algún moro
        a quien preguntar podría.
Venía por los palacios
        la linda infanta Sevilla;
vido estar un moro viejo
...
      (Durán, I, 373, 243).

 

        Seguía la conversación:

 --«¿No oyes lo que viene cantando este villano?». «Sí oigo -respondió Sancho-, pero ¿qué hace a nuestro propósito la caza de Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos que todo fuera uno para sucedernos bien o mal (81) en nuestro negocio». Llegó en esto el labrador, a quien don Quijote preguntó: --«¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena ventura os dé Dios, dónde son por aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?" -«Señor -respondió el mozo-, yo soy forastero... » (II, 9, 698).

 

        El Romance de Calaínos, como se ve, es muy a propósito para la situación. El caballero se encuentra en población desconocida preguntando por los palacios de una princesa. Se solicita información de un vecino, viejo y moro, o joven y mozo (contraste en lo accidental para destacar acuerdo en lo esencial): en la búsqueda de la amada, que incluye su elogio: «Es la más hermosa dama / de toda la morería; / sepas que a ella la llaman/ la gran infanta Sevilla (...) Ella era tan hermosa, / otra su par no la había»; comparable con «la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso». Pero el contraste se acentúa, ¡oh, dolor!: Calaínos al menos habla con su Sevilla, besa su mano e incluso logró promesa de casamiento, aunque la condición que se le puso (traerle tres cabezas: «la una es de Oliveros, / la otra de don Roldán / la otra del esforzado / Reinaldos de Montalbán») era de casi imposible cumplimiento; y, naturalmente, desembocó en la tragedia de su derrota y muerte a manos de uno de los paladines. Así sucederá con don Quijote, cuya derrota a manos del caballero de la Blanca Luna lo despeña hacia un final trágico. Y de este modo, ya desde los comienzos de la tercera salida del héroe se avizora, mediante premonición cifrada en romances viejos, el desenlace de la acción o aventura. De este modo, con romances viejos, como ya veíamos, no sólo se nos muestra el ánimo dudoso de don Quijote sino que se crea el arco estructural de la narración de sus imposibles hazañas.

        4. Un poco más adelante, en II, 10, 702, habla Sancho consigo mismo y trata de aclararse una situación personal: su envío al Toboso para presentar a Dulcinea los respetos de su señor, don Quijote, acción de riesgo. Sancho, quiere tranquilizarse, considerándose un legado a quien se aplicará la ley del mensajero («el mandado no es culpado»), que él conoce en la formulación que ofrecen dos versos de un antiguo Romance de Bernardo del Carpio que empieza, «Con cartas un mensajero»:(82) «Mensajero sois, amigo, / no merecéis culpa, non». Y, aunque, en verdad, tales leyes podrían no mostrar su vigor y vigencia para manchegos coléricos y, por tanto, no sirven como conjuro de la situación, sin embargo elevan ésta a otro plano, el heroico, y a Sancho a la condición de enviado de un gran señor a otra persona importante en decisiva coyuntura: de Él, como de Bernardo del Carpio, ¡depende la suerte de España! Pero, al mismo tiempo, se puede apreciar en la cita un refuerzo de la carga negativa que pesa sobre esta definitiva salida del caballero manchego: la embajada (es decir, quien la envía) no logrará sus propósitos.

        5. El efecto cómico del contraste se da igualmente cuando Sancho expresa a la duquesa su deseo o quizás aprensión a que le laven las barbas, un mal trago, por supuesto no comparable con el dolor que siente el marqués de Mantua en la agonía de Valdovinos y la que habrá de sentir la madre del Par cuando se entere de la muerte de su hijo. «Llorando de los sùs ojos», a ello se refiere el marqués de Mantua, que profiere los versos recitados por Sancho: «que quien larga vida vive / mucho mal ha de pasare» (que siguen: «por un placer muy pequeño / pesares ha de gustare») (II, 32, 894).

        6. Dudosa referencia o dependencia de romances plantean dos pasajes. El primero es el episodio de Claudia Jerónima (II, 60, 1120ss), de posible y, en todo caso, muy remota inspiración en el Romance del Veneno de Moriana (Rico II, 1120.29, 625): una mujer despechada se venga de su amante (Díaz-Mas, 322-324). El segundo pasaje es el episodio de la silla baja (II, 33, 904). La duquesa, para convencer a Sancho de que se siente en el estrado en una silla baja, acude a una ejemplificación histórica: la mención del «escaño del Cid Ruy Díaz Campeador»: «Según los romances y las crónicas, el Cid regaló al rey Alfonso un rico escaño que había ganado al moro Búcar, o Yúsuf. Cuando el Cid visitó al rey, éste le invitó a sentarse en el escaño».(83) Habría que ver cuál era la fuente de la duquesa (es decir, de Cervantes). Por decoro o atención al saber supuesto en Sancho, se referiría a la leyenda, que tendría como fuente más probable romances como el de Lorenzo de Sepúlveda que empieza «A Toledo había llegado» (Durán, X, 553s., n. 876), en el que la iniciativa de sentarse junto al rey en un escaño «que es hermoso a maravilla» corresponde al Cid. Pero el rey confirma su decisión en contra del parecer de los enemigos del héroe, pues el de Vivar: «es caballero esforzado / y de muy gran valentía, / y non hay otro en el mundo / que tan bien lo merecía, / como el buen Cid mi vasallo». El eco de estos versos se percibe en el mismo tenor literal del texto que comentamos: «aunque Sancho, de puro buen criado, no quería sentarse; pero la duquesa le dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas merecía el escaño del Cid». En cualquier caso, el efecto burlesco está logrado por comparación y contraste entre el Sancho a quien el mimo de la duquesa (renovado en II, 33, 911s) invita a sentarse en el estrado en una silla baja y el Cid acomodado en alto sitial de marfil, ahora regio, o en el escaño «cubierto de ricos paños, / de oro seda y pedrería», que el mismo rey ordena dejar junto a la silla real. En ambos casos, sitio y sitial de sumo honor (Murillo, 1982, II, 297, 1).

        7. El Romance de Sarracino y Galiana parece también irisar con fantasías caballerescas la incómoda situación de Sancho de II, 55, 1079. El escudero, de vuelta de su gobernación en Barataria, cae en una sima, de la que le parece imposible salir. Por ser fabulosa y caballeresca, dice Sancho, la mente de su amo habría transformado tan comprometida situación, «desventura» para Sancho, en «aventura». Para don Quijote, siempre descontentadizo con la realidad, la «desventura» de estar hundido en «profundidades y mazmorras» habría parado en hallarse en los «jardines floridos y por palacios de Galiana». En efecto, don Quijote a partir de la historia de Calaínos y la princesa Sevilla pudo transformar el humilde domicilio de Aldonza en los alcázares o palacios donde reside la sin par princesa Dulcinea.

        Las palabras de Sancho pueden remitir al Romance de Sarracino y Galiana, «Galïana está en palacio» (Durán, I: 202, 106), tanto por la mención de esos «jardines floridos y palacios de Galiana» y por su juego con los términos de «desventura», «aventura» y «ventura», como por el contraste del Sancho «falto de consejo» con la Galiana consolada por la cautiva cristiana («Así Dios te dé ventura, / señora, en eso que labras»), o por la semejanza en el «menoscabado (de) ánimo», no del todo desesperado. Como la cautiva cristiana animaba a la princesa mora, así esfuerza a Sancho el recuerdo de su animoso amo.

        Pero Sancho podría haber fundido en su recuerdo ese romance con la leyenda de Galiana, de origen español, que pasó al cantar de gesta francés Maynet, divulgado luego «mucho» por España (Riquer, 966, n. 3). Desde luego, el tenor de la alusión de Sancho, con la adición de «jardines floridos», parece sobrepasar la referencia a la frase hecha «querer los palacios de Galiana», que, según expone Covarrubias, «por donaire solemos decir a los que no se contentan con el aposento que les dan». Celebrados por los cronistas y leyendas de la época, esos palacios, con sus fragantes y maravillosos jardines, habían sido la finca de recreo del rey de Toledo, Al Mamún, hasta la rendición de la ciudad a Alfonso VI, que los habitó. Serían la etiología de aquella leyenda ampliamente extendida de la princesa Galiana, hija de Gadalfe (así Covarrubias), rey de Toledo, quien, convertida en cristiana, fue también la primera esposa de Carlomagno.(84) Es normal que Sancho conociera esta leyenda y que Cervantes, atribuyéndole este saber, esté aludiendo a su divulgación en romances.

        Por lo demás, el episodio de la sima se resuelve venturosamente cuando quiere la suerte que don Quijote descubra a su escudero en apuros y da aviso. «Finalmente, como dicen, llevaron sogas y maromas, y a costa de mucha gente y de mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz» (II, 55, 1081s). De nuevo el narrador ha recurrido, con la fórmula «como dicen», a composiciones conocidas por todo el mundo.(85) Podría tratarse de una cancioncilla popular;(86) pero es más natural (como dice M. de Riquer) que estemos ante una cita implícita del R. de Doña Urraca, «Arias Gonzalo responde», en el que se lee cómo el rey Alonso, convocado por su hermana doña Urraca (pero también urgido por el rey de Toledo, en cuya residencia se hallaba y a quien el leonés ha vencido varias veces al ajedrez) en Zamora, «toma sogas y maromas, / para echar del muro abaxo».(87) En Quijote, para izar a Sancho y a su rucio arriba. Lo que en el mundo caballeresco era una acción de arriba abajo referida a reyes y caballeros (Peransúrez acompaña a Alfonso), aquí, además de tratarse de una situación de fracaso y ridícula, con personajes de burla (el incapaz, mofado y degradado gobernador de Barataria), funcionará la dirección de abajo arriba.

        8. En II, 34, 915, en el contexto de la caza de montería, Sancho, que en su tan cobarde como villana huida del colmilludo jabalí (no de liebres o de pajarillos, de quienes él piensa que debería ser la caza) se ha desgarrado el regalado sayo verde, encarece los peligros de esa actividad inútil, recordando un cantar un «romance antiguo» que dice: «De los osos seas comido, / como Favila el nombrado». «Son versos de un romance publicado en un pliego suelto del siglo XVI, titulado Maldiciones de Salaya, hechas a un criado suyo que se llamaba Misanco, sobre una capa que le hurtó», que comienza «Mucho quisiera apartarme / de no dezir maldiziones»; pero no lo logra y las ensarta:

                                                                        Mueras como muerto fue
                                                                        el rey don Sancho el Mayor,
                                                                        el qual matara el traydor
                                                                        Vellido con vna lança;
                                                                        de ti yo tome vengança,
                                                                        como dél tomó su gente;
                                                                        con teja súbitamente
                                                                        como Henrique seas ferido...

 

 y siguen nuestros versos: «de los osos seas comido...» (Rodríguez Marín, VI, 96). Mención de situaciones heroicas y trágicas, aplicadas a una vil y cómica, como la que motivó el perqué o romance de Salaya.

        9. En II, 60, 1117s, don Quijote intenta bajar los pantalones a Sancho para propinarle la debida azotaina, por él tan descuidada, y lograr así desencantar a Dulcinea. Pero el escudero lucha con su «señor natural» lo derriba y aporrea, y se aplica el famoso dicho de Bertrand Duguesclin: «ni quito ni pongo rey, sino ayúdome a mí, que soy mi señor» y, de esta forma, rechaza la expresión tópica de vasallaje feudal que le había aplicado don Quijote: no tiene, pues, señor natural. Y, a continuación, para arrancar una promesa de no ser castigado por su amo, don Quijote, se apoya en dos versos finales del Romance de los infantes de Salas o de don Rodrigo de Lara, «A cazar va don Rodrigo» (Rodríguez Marín, VI, 233), espetándole: «donde no» (es decir, ‘si no se me promete’): «aquí morirás traidor, / enemigo de doña Sancha». Donde «Sancha» remite naturalmente y sin esfuerzo a Sancho, nuevo Mudarra: don Quijote, como don Rodrigo, se muestra enemigo de don Sancho. Éste, jugando a los contrastes con los personajes inspiradores, desoye las conminaciones de don Quijote, que tiene la prisa de Mudarra por liquidar el pleito; mientras, Sancho exterioriza el ruego de don Rodrigo («Espéresme, don Gonzalo, / iré a tomar las mìs armas»), para alejar en el tiempo o en él disolver su rechazo a tomar sobre sí el arma del desencantamiento de Dulcinea. Sólo cederá, como sabemos, a un alto precio.

        10. En esta serie, e incrementando ya otras características o funciones, como la comicidad (nunca ausente del todo, en verdad, en ninguno de los casos tratados), tenemos la situación de la llegada de don Quijote y Sancho al palacio de los duques. Como cuando llegó don Quijote a la primera venta, recurre Cervantes al uso del Romance de Lanzarote; allí lo había puesto en labios de don Quijote aquí estará en los de Sancho con una graciosa deturpación, acomodada a una situación cuidadosamente preparada (es el prólogo a la controversia sobre las dueñas y el episodio bufo de la Dolorida y su barbudo acompañamiento). En II, 31, 881, Sancho ya ha oído varias veces (I, 13; II, 23...) de boca de su amo, «zahorí de las historias», ese romance; y, como rústico, sólo sabe tomarlo al pie de la letra. Después ha visto que unas doncellas cuidaban de él. En efecto, «dos hermosas doncellas» («damas» para Sancho) echan sobre los hombros de don Quijote «un gran manto de finísima escarlata», de acuerdo también con las costumbres descritas en los libros de caballerías. Ya no falta sino que se cumpla el segundo hemistiquio. Sólo que, en lugar de las «princesas» del romance, él piensa que del escudero se encargará la categoría inferior a las damas o doncellas. Y ésta ha de ser la de las dueñas. Así, pues, con los versos alterados y mal interpretados, «damas curaban dél / y dueñas del sú rocino», exige su cumplimiento y puntual aplicación a una tan puntillosa y necia como doña Rodríguez. Estalla, pues, un fuerte y sabroso altercado, que tiene que apaciguar la duquesa, defendiendo el honor y vigor juvenil de la dueña y haciendo que Sancho explique su actitud y, a su modo, pida disculpas. En cualquier caso, la peripecia no hará sino confirmar a Sancho en la mala opinión que se / le merecen las dueñas.

        Y, llegados a este punto, podemos pasar a otra función que acaba de brillar en este último episodio: la humorística o cómica, pero que adquiere mayor desarrollo en otros.

 

          5. 3. Humor, comicidad y burla

        En el Quijote, obra de burlas, cargada de elementos carnavalescos,(88) es normal que los romances, parte esencial de la historia, adquieran, una función cómica. Y al revés: a menudo los romances son descansaderos y ofrecen lugar a la burla y regocijo (Di Stefano, 1993, 49); por tanto, contribuirán también a alegrar el corazón malincónico y mohíno (Quijote I, Prólogo, 18; Viaje del Parnaso, IV, 22-24). Ambas cosas sumadas, es natural que en el Quijote los romances sirvan al humor y la burla. Aunque no es fácil perfilar esa comicidad, pues engloba varios aspectos o grados de intensidad. En algún caso, un romance citado o aludido reclamará apenas una sonrisa. Como el romance «Mira Nero de Tarpeya», dejado caer en el círculo de los falsos peregrinos tudescos o «mediterráneos», entre los que se oculta Ricote (II, 54, 1070). Cuando el sentido humorístico se acendra, aparece la comicidad especialmente tocada de parodia, que convierte las situaciones y personajes en grotescos, en cuanto se muestran aspectos inconvenientes, o en cuanto el personaje se manifiesta degradado de su nivel o en todos los niveles. Así, en algunos pasajes se añadirán connotaciones eróticas o rasgos escatológicos. Veamos los ejemplos.

        1. Al comienzo del cap. I, 17 de la I» parte del Quijote (p. 177), el narrador hace referencia a un don Quijote que se dirige a Sancho, que aún duerme, con un tono del día anterior, es decir, cuando se encontraba magullado por las estacas de los arrieros gallegos («tendido en el val de las estacas»), en pago del atrevimiento de Rocinante con unas yeguas, desenfado que nunca más mostró, como lo confirma su cercanía y desentendimiento posterior (insistentemente subrayado por el narrador) a la muy hermosa «yegua pardilla» de D. Diego de Miranda (II, 16, 751). Para provocar al menos la sonrisa del lector Cervantes se refiere a la situación del día anterior, tan ignominiosa, comparándola con la expresión del divulgado romance del Cid, referido a una acción gloriosa, que comienza: «Por el Val de las Estacas / el buen Cid pasado había».

        2. En el sensato discurso a los habitantes del pueblo del rebuzno, don Quijote recuerda, parafraseando romances de la traición de Vellido Dolfos, el reto de Diego Ordóñez de Lara a todos los zamoranos. D. Diego, dice, «anduvo algo demasiado» y hasta sobrepasó los límites del reto, extendiéndolo «a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allí se declaran» (Quijote II, 27, 859). La prolijidad del reto se exagera con finalidad paródica en esta alusión: testigos del juramento serán, además de chicos y grandes, muertos y vivos, yerbas del campo y peces del río, pan y carne, agua y vino, como en «Ya Diego Ordóñez se parte» o en «Ya cabalga Diego Ordóñez», que aun se alargan en romances como «Asentado está Gaiferos» (Durán, I, n. 377, p. 249b) o «En los campos de Alventosa» (Durán, I: nos. 395. 263). Pero, con todo y con eso, tantas «menudencias» allí no se declaran. Las del Quijote II, 27 constituyen, pues, posiblemente una hipérbole burlona de Cervantes, o son fruto del acarreo de versiones paródicas contemporáneas, que no conocemos, de estos o similares romances. De todos modos, el reto de Diego Ordóñez a los zamoranos, por gracioso, «se hizo muy popular gracias al romancero» (Riquer, 767, n. 11).

        3. En el episodio de la Cueva de Montesinos, II, 22ñ23 (814ss), don Quijote revive en sueños la leyenda romanceril española de Montesinos, Durandarte y Belerma. Mezcla de varios romances recogidos por Cervantes en una versión contaminada (Riquer, ad II, 23, p. 730, n. 7), especialmente el Romance de Belerma, «Oh, Belerma, oh, Belerma» (Díaz-Mas, 47, p. 212; Durán I, 387, 260a), «Muerto yace Durandarte» (Durán, n. 390) y «Por el rastro de la sangre» (Durán, n. 388); recolección por Cervantes de variantes vivas en su tiempo (J.-A. Cid) o aprovechado producto quizá también de entremeses, la historia está tratada en son de burla.

        En la experiencia onírica don Quijote ve en una sala baja de un encantado palacio o alcázar de cristal, en primer lugar, a su «alcaide y guarda mayor perpetua» (p. 817), el Montesinos que da su nombre a la cueva. Allí está, abigarrado y esperpentizado en su aspecto: venerable en su canísima barba, que le pasa de la cintura, con su atuendo imponente y miserando de viudo (negro capuz de bayeta morada), que contrasta con el de desenfadado estudiante (beca de colegial y gorra milanesa negra); brioso caballero ahora arrugado en parsimonioso anciano desarmado («el continente, el paso, la gravedad... la anchísima presencia»), que maneja no una elegante «daga», sino un «puñal buido»; santurrón de hiperbólicas y ostentóreas [sic!] devociones reflejadas en el impresionante «rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz», cual diablo harto de carne que se mete a fraile (había sido ermitaño). Resalta la burla en la duda que don Quijote le plantea sobre el instrumento utilizado para sacar el corazón de Durandarte, duda provocada por un ripio introducido por Cervantes el último verso: «sacándomele del pecho, / ya con puñal ya con daga». Es rasgo de humor que el discreto lector puede apreciar y degustar; más aún cuando se le adjunta el comentario chusco de Sancho al respecto: «Debía de ser el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano», como quien hoy dice: «y la chaira era de Albacete».

        Después verá don Quijote al caballero Durandarte como escultura yacente sepulcral, aunque «no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho (...) sino de pura carne y de puros huesos», con la mano derecha puesta sobre el lado del corazón (p. 820). Montesinos, primo de Durandarte le explica la visión: «Éste es mi primo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo». Durandarte había acabado sus días en los brazos de Montesinos, quien cumplió el deseo del amador de Belerma de sacarle el corazón que pesaba «dos libras» (¡tanta era su valentía!; cfr. II, 8, 820), para llevárselo a la ingrata. En este momento, ante la maravilla de Montesinos y don Quijote, Durandarte rebulle, revive y recita los versos del romance que expresaron su ruego de moribundo:

 
                                Oh, mi primo Montesinos!,         lo postrero que os rogaba, [var.: lo que agora]
                                que cuando yo fuere muerto,         y mi ánima arrancada,
                                que llevéis mi corazón         adonde Belerma estaba,
                                sacándomele del pecho,         ya con puñal ya con daga (p. 730).

 

        Montesinos responde que ya ha mucho tiempo que cumplió esa misión: sacar el corazón lo mejor que pudo, limpiarlo con un pañizuelo de puntas, es decir, de encaje, que sustituye, parodiándolo y modernizándolo, al cendal del romance: «por el costado siniestro / el corazón le sacara (...) / Envolviole en un cendal / y consigo lo llevaba», partiéndose «a la carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían de haberos andado en las entrañas» (II, 23, 821).

        Durandarte se ha convertido en muestrario repelente de agigantada casquería, con ese corazón de a kilo, que «hubo de salar[lo] porque no oliese mal y fuese [envuelto en encajes o en cendal], si no fresco, a lo menos amojamado a la presencia de la señora Belerma», aderezado con las lágrimas tiernas y saladas que Montesinos debió derramar en catarata sobre el fiambre de su amigo muerto, al pensar en cómo le había hurgado en las entrañas.(89)

        La experiencia onírica abarcará posteriormente a Belerma con sus doncellas, quien cuatro días a la semana hacía aquella procesión hacia el santuario de Durandarte, para cantar o «mejor decir, llora[r] endechas». Belerma, la otrora llena de remilgos y ahora fea y vieja, con sus «dientes ralos» y estrambóticamente tocada, «al modo turquesco», con turbante blanco; «con grandes ojeras y en su color quebradiza»; «cejijunta», «de tez amarillenta», por «las malas noches y peores días que pasa en el encantamiento; deshecha en torrenciales llantos sobre el corazón de Durandarte que trae en las manos, convertido en «carne momia». Desmejorada, no por «estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, que ha muchos meses y aun años que no le tiene ni aún asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos», «seco y amojamado»: esa Belerma a tal punto degradada que ni el de comparación permite don Quijote con su Dulcinea, para no ofender a ésta.(90)

        Seguirá, por fin, la visión de Dulcinea encantada en labradora con sus damas, de tan ilustre prosapia que a Montesinos le resultan damas principales recién llegadas, que allí viven encantadas, como lo están también la reina Ginebra y su dueña Quintañona. Una Dulcinea como tal reconocida (recreada) por don Quijote en la moza aldeana del Toboso, que viene con dos paisanas suyas -trío de Gracias mohosas-, «saltando y brincando como cabras» (II, 23, 826). No le debiera extrañar en principio al lector tal comportamiento, preparado como fue ya en II, 10, cuando la labradora del Toboso, a quien Sancho otorgó el papel de Dulcinea, caída de su jumento, en su huida de los «resquebrajos» de Sancho y de don Quijote, «haciéndose algún tanto atrás, tomó corridica y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la albarda y quedó a horcajadas, como si fuese hombre» (II, 10, 708). Ahora, además, la moza aldeana «carirredonda y chata» (como Maritornes ó I, 16, 168), con gran pena de don Quijote, se muestra sometida a aprietos económicos que la fuerzan a empeñar su faldellín de cotonia (¿quiere decir: condenada por la miseria a hacer almoneda o striptease de su prenda íntima?). En Dulcinea, dama nunca vista por don Quijote en su ser (II, 9, 697; II, 35), que ni siquiera se digna hablar al caballero (II,10, 708; 23, 826; 35, 924ss), se cumple una suerte más aciaga que la de Calaínos. Sólo después de retirarse mandará a una de sus doncellas para exponer a don Quijote su «aprieto» o extrema necesidad. La doncella se despide no con una reverencia: «hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire»: espléndida manifestación de humor y de guasa de Cervantes sobre los romances antiguos, prolongando lo que en ellos la tradición iba aguzando: alejado de las procacidades que Góngora pone en boca de doña Alda como consejos a Belerma en el romance «Diez años vivió Belerma» (1595), Cervantes nos las sugiere con ecos.

        4. El humor, la burla y lo grotesco se nos ofrece igualmente en otra historia del Quijote (II, 25-26, 845-855): la de Gaiferos y Melisendra que, atendiendo a su final tradicional y a su ofrecimiento en un híbrido de representación y narración, como era el retablo de títeres, no podía por menos de ser, como las que representaba maese Pedro, «alegre y regocijada y [por supuesto] conocida» (II, 27).(91) Es historia sencilla. Comienza in medias res (nada raro), pero acaba de la misma manera (sorpresa): don Quijote se la toma a pecho, la cree real y la interrumpe a mandobles. El trujamán o intérprete tiende a ser un narrador exageradamente minucioso y, para suscitar una ilusión de historia, se explaya a sus anchas sobre trivialidades caseras y antiheroicas, como solían hacer los juglares; de ahí ese enfoque irreverente de la historia de la hija de un emperador; la regañina del suegro al yerno, que prefiere seguir jugando a las tablas en lugar de afanarse por rescatar a su malmaridada esposa, cautiva de los infieles; el primo Roldán que se niega a ceder su espada a Gaiferos (contra lo dicho en los romances más conocidos); el beso arrebatado por el moro a los labios de Melisendra y el escupir ella con asco, limpiándose la boca con la manga; el estrafalario descenso de la torre, en que el faldellín de Melisendra se engancha en los barrotes del balcón, donde sin miramientos, se deja a la heroína colgada desairadamente de su propia ropa íntima.(92)

        5. Finalmente, a romances de don Rodrigo se refiere otro episodio del Quijote (II, 33, 907), que en parte ya hemos visto. Llegan Sancho y don Quijote al castillo o palacio de los duques. Aprovecha Sancho su conocimiento de romances caballerescos para encomendar el cuidado de su rucio a la dueña doña Rodríguez. Enójase la dueña. Se disculpa Sancho de su irreverencia, recurriendo a la verdad de los romances, lisa para doña Rodríguez, que en ellos se enreda: tambiÉn ella conoce romances; también ella sabe que son verdaderos. Como el Romance de la penitencia de don Rodrigo, «Después que el rey don Rodrigo» (Durán, I: 606, 410b-411a). Confesará, en efecto, doña Rodríguez, «...que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que, de allí a dos días, dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja: "Ya me comen, ya me comen / por do más pecado había"». Así, la lección de Cervantes se aparta de la comúnmente ofrecida (Durán, I: 606-607; Díaz-Mas, 140-142): «(...) / La culebra me comía; / cómeme ya por la parte / que todo lo merecía; / por donde fue el principio / de la mì muy gran desdicha». Para algunos «la parte que lo merecía» era el corazón, sede de las pasiones, como la que don Rodrigo sintió y apagó en la bella Cava: «Folgaba el Rey Rodrigo / de la hermosa Cava en la ribera / del Tajo...» (Fray Luis de León). Para la imaginación popular, la «parte que todo lo merecía» caía más abajo.. Cervantes quiere hacernos reír y parodia los añejos refranes deslizándose por la pendiente erótica, y regodeándose con doña Rodríguez en las palabras cambiadas de don Rodrigo. Y no es extraño que se toque este aspecto en el contexto carnavalesco de la época que acentuará la comicidad en aspectos de un desprejuiciado erotismo, al hilo de romances viejos, aprovechados así como en otros episodios. Se aprovecha la morbosidad, rasgo típico de toda estética de masas.(93) No es de extrañar tampoco este aspecto, pues los libros de caballerías y muchos romances son historias de amores. De amores reales a nivel de los instintos más básicos. Por eso, como contrapeso, Cervantes propondrá en el modelo de su caballero unas formas de amor no sólo no degradadas sino idealizados (más bien estilizadas), por más que, el tenor general de la obra, el talante del autor y la circunstancias sociopolíticas en que surge (el clima de regocijo) le lleve a incidir en estos elementos tratados con ironía y desde la sugerencia.

               6. Conclusiones y conclusión.

        Lo primero que se puede concluir tras el repaso hecho es la notabilísima presencia de romances en el Quijote.(94) Se puede apreciar incluso en este trabajo (rápidamente acudiendo al Apéndice), que ha debido prescindir de los creados por Cervantes e incluidos en su obra.

        Una segunda conclusión, ya expresada, es que no resulta funcional la distinción entre romances viejos y nuevos: ambos tipos aparecen inextricablemente unidos, realizando las mismas funciones. Romances nuevos y viejos (más entremeses sobre romances y figuras del Romancero) se entreveran, y ambos tipos son decisivos e imprescindibles. Si el Entremés de los romances y el Romance del amante apaleado, fundamentalmente, explican el origen y primera configuración del Quijote y la locura caricaturesca del protagonista, como ya vio Menéndez Pidal,(95) también estructuran Quijote I, señalando las fracasadas empresas de un hidalgo metido a caballero aventurero, que toma como modelo a héroes del Romancero (Garrote, 124s); al mismo tiempo, estructuran no menos el Quijote de 1615 alrededor del encantamiento e imposible desencanto de Dulcinea (inicios en el cap. 9, Cueva de Montesinos) y marcan los goznes de la obra en su conjunto y de sus grandes articulaciones.

        De lo dicho sobre el aprovechamiento de los romances, y concretamente del Entremés de los romances en el comienzo de la obra, podría esperarse que los romances fueran más numerosos en los primeros capítulos que en el resto de Quijote I. Pero no es así. Pues, por una parte, Cervantes no abandonó nunca la inspiración del Romancero. De ahí que la presencia numérica de romances aumente a lo largo de la segunda salida, mientras su fuerza estructurante se mantiene, siendo uno de los factores de unidad de Quijote I. Incluso más allá, la presencia de romances se incrementó en el Quijote de 1615, como también observó Menéndez Pidal (1964, 32; Garrote, 123). Alguien podría ver la razón en aquel felicísimo hallazgo de Cervantes de incorporar Quijote I en Quijote II. Pero esta explicación parece insuficiente. Habría de completarse con la explicación de la modalidad de continuación de la idea original: a la crítica del uso y abuso de romances nuevos por Lope de Vega (heredada del Entremés de los romances) en la primera salida, se sucede la crítica del mismo ahora en cuanto autor de la comedias nuevas (tan caballerescas) en el caso de la segunda. Unido esto a la común temática y recepción de la materia caballeresca (en romances y libros de caballerías / comedias), se entiende el uniforme aprovechamiento de romances a lo largo de todo el Quijote. Por eso es dudoso que el paso de romances a libros, y de entremés a comedias en la segunda y tercera salidas se debiera a que el Romancero era peor camino que el género caballeresco para crear a su héroe, según dicen algunas autoridades. En contra de esta opinión tenemos el mantenimiento de elementos estructurantes tomados de los romances para la obra en sus articulaciones y para destacar el carácter del héroe; baste, además, pensar en los abigarrados conjuntos romanceriles de algunos momentos de Quijote II: visita ad limina de Dulcinea (en c. 9), Cueva de Montesinos, retablo de maese Pedro (96) y corte de los duques (episodio de la condesa Trifaldi).

        Sin embargo, si la pregunta sobre la presencia de romances en la primera salida y en la restantes se formula en términos de intensidad e importancia, puede afirmarse que éstas son las cualidades que brillan en el relato de la primera salida, a las que habría quizá que añadir exclusividad de la presencia del Romancero en la primera redacción de la obra (antes de 1604), cualquiera que fuese su modalidad genérica o la forma de su soporte.

        Por lo demás, lo romances iluminan situaciones, permiten logrados juegos de contrastes, y ofrecen expresividad y distorsión de planos orientada al humor y comicidad. Con elementos generales y populares, es decir, abiertos a todos los públicos, incluso a los simples (Quijote I, Pról., 18), se presenta la historia y los protagonistas en una obra que se quiere de entretenimiento para todos. Resulta difícil decir si la comicidad deriva del desarrollo de los romances viejos, no carentes de ella, de los romances nuevos con su tratamiento humorístico del material tradicional, o de la influencia de los entremeses que aportaban una acentuación caricaturesca de los temas de los romances tanto viejos como nuevos; así Entremés de los romances, Entremés de Melisendra y posiblemente otros.

        No es fácil decir, ni siquiera ahora, quién de entre los personajes o funciones (narrador) usa más los romances. Por una parte, el vocablo uso es ambiguo, pues puede referirse a citas explícitas o implícitas, a alusiones e incluso a reminiscencias, a menudo no seguras. Por otro lado, tampoco resulta fácil ni quizá justo atribuir un uso al narrador o a don Quijote, o distinguir entre Éste y los personajes oníricos de la Cueva de Montesinos. La cuestión se complica, además, si pasamos del plano global al parcial, y de la cuantificación a la intensidad o importancia del uso. Para Menéndez Pidal, el máximo uso de romances se daba en Sancho. Para Garrote (1996, 124) el máximo usuario es don Quijote, quien, de este modo, fundamenta en romances su mundo de ilusión y confirma su personalidad sobre el mundo ficticio del Romancero. Puede que esta postura sea más acertada y que valga tanto para la frecuencia de uso (ver Apéndice) como para la interpretación de esta frecuencia.

        De los alrededor de 70 usos en todo el Quijote, 21 corresponden a don Quijote; 15 a Sancho (en conjunto son más del 50%); el resto, a repartir. don Quijote es el máximo recurrente a romances en la primera salida solo (4 sobre 10). Dominará también don Quijote en la segunda salida sobre Sancho: 4 a 3. Sin embargo, en Quijote II, paralelo al protagonismo de Sancho en otros aspectos, también es el escudero quien más recurre a los romances: 12 usos frente a los 11 de don Quijote, si contamos como propios del caballero los de los personajes oníricos. De todo lo cual podrían deducirse algunas conclusiones: don Quijote es máximo recurrente a romances en la primera salida en cuanto los romances le sirven para definir su acción (y al narrador, a su través, para cumplir sus objetivos de burla y sátira de romances, libros de caballerías y comedias nuevas). Por lo mismo, mantendrá su tendencia a acudir a los romances a lo largo de toda la obra: así nimba sus vulgares hechos de halo épico. Sancho, en este marco y convertido en coprotagonista de Quijote II, portador de gracias bufonescas en una obra de burlas y elevado en su agudeza como contrapunto a la degradación que le impuso Avellaneda, acudirá con todo decoro y gracejo a los romances para adobar con humor las situaciones.

        También es difícil distinguir el tipo de comicidad ofrecido a través de los romances en Quijote I y Quijote II. En Quijote I, primera salida, las ilusionadas empresas del caballero -siguiendo los grandes modelos caballerescos y romanceriles- desembocan, sin que supongan desaliento en el caballero, en fracaso una y otra vez, provocando en el lector sonrisas, risas, carcajadas, hasta rayar en la conmiseración (¡risa y llanto siempre tan próximos!). En Quijote II, don Quijote dudoso e inseguro, preocupado por el encantamiento y dificultad de desencantamiento de Dulcinea (más inaccesible que la infanta Sevilla), pasivo soñador de desencantos y hazañas heroicas imposibles y apenas actor de locuras propias (reducidas a romper un retablo de títeres y poco más), será, sobre todo, receptor de bromas en que tienen parte notable los romances (la aventura de la condesa Trifaldi), que servirán igualmente para elevar al nivel caballeresco-heroico situaciones encontradas por el caballero o por su escudero, o tramadas por sus huéspedes.

        En cuanto a la valoración crítica de los romances que se pueda desprender de su uso y funciones en Quijote, habría demasiadas cosas que considerar y matices que apreciar. Por la atribución de romances a los personajes nada puede deducirse en cuento al aprecio, estima o desestima del género. En el Quijote toman romances en buen sentido o con intención que podría tildarse de saludable tanto el duque como la duquesa y del mismo modo los utilizan Sancho que don Quijote y el narrador,(97) y la crítica del romancero como género literario que se empezaba a dar en la época quizá no estuviera tan desarrollada ni generalizada como afirma M. Chevalier,(98) ni que tan denostadas fueran estas coplas matusalenas, ni que la prueba de tal desprecio fuera el hecho de que sólo o mayoritariamente se pongan romances viejos en boca de rústicos. Quizá sea una consideración complementaria la de que los romances constituían un género ya muy extendido, hasta sus límites, y que, como tal y por tanto, empieza a cansar y brinda ocasiones para lucir el ingenio en las burlas (un deporte muy propio del Barroco), como cualquier cosa demasiado manida y sobada.(99) Pero lo mejor es dejar el tratamiento de este aspecto para una segunda parte o para que alguien lo cuente o cante con mejor plectro, o más sabiamente meneado.

 

        Bibliografía citada abreviadamente


        Avalle-Arce, J. B., ed., Don Quijote de la Mancha, Madrid, Alhambra, 1983.

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APÉNDICE.

 Citas, alusiones o reminiscencias de romances en el Quijote.

        Quijote I. (100)

        I, 1, 35. Narrador. Romance del amante apaleado: «Un lencero portugués».

        I, 2, 51. Don Quijote: Romance de la constancia: «Mis arreos son las armas».

        I, 2, 52. Don Quijote: Romance de Lanzarote: «Nunca fuera caballero».

        I, 4, 53. Narrador: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 5, 71-75. Don Quijote, narrador y el labrador Pedro Alonso: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 7, 89. Don Quijote: posible alusión al Romance del Conde Dirlos u otros.

        I, 9, 106. Don Quijote: Romance de Lanzarote: «Nunca fuera caballero».

        I, 10, 115. Don Quijote: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 10, 115. Romance de las Quejas de Dª. Jimena: «Día era de los Reyes».

        I, 10, 116. Sancho: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 13, 137. Don Quijote: Romance de Lanzarote: «Nunca fuera caballero».

        I, 14, 152: Ambrosio: Romance «Mira Nero de Tarpeya».

        I, 17, 177. Narrador: Romance del Cid o del moro Abdalla: «Por el val de las estacas».

        I, 18, 188: Narrador: posible reminiscencia del Romance: «En los campos de Alventosa».

        I, 19, 199. Sancho: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 19, 206. Don Quijote: Romance del Cid: «A concilio dentro en Roma».

        I, 21, 223: Don Quijote: recuerda el juramento hecho a imitación del marqués de Mantua en su romance.

        I, 23, 257ss. Un cabrero. Romance «Por unos puertos arriba», de Juan del Encina.

        I, 27, 301. Narrador: Posible alusión al Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 30, 348. Dorotea: Posible alusión al Romance de la pérdida de España por don Rodrigo (cfr. II, 26, 851).

        I, 31, 358. Sancho: Referencia al Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 43, 509. Narrador: Romance del cerco de Granada: «Estando el rey don Fernando».

        I, 43, 509. Narrador: Referencia al Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        I, 49, 565s. Don Quijote: Romance de Lanzarote y redondilla de A. Gómez de Ciudad Real del caballero aventurero.

 

        Quijote II.

        II, 1, 628. Barbero: Romance del cura.

        II, 1, 628: Don Quijote parece citar versos del Romance del conde Grimaldos.

        II, 1, 633: Don Quijote parece emplear versos de romance no identificado.

        II, 2, 643: Don Quijote parafrasea al parecer una fórmula de juramento como la del Romance de la jura de Santa Gadea.

        II, 5, 668. Sancho: Romance de las quejas de Dª. Urraca: «Morir vos queredes, padre».

        II, 9, 695. Narrador: Romance del conde Claros: «Media noche era por filo».

        II, 9, 698. Labrador del Toboso: Romance de Guarinos: «Mala la hubistes, franceses».

        II, 9, 698. Sancho: Romance de Calaínos: «Ya cabalga Calaínos».

        II, 10, 702. Sancho: Romance de Bernardo del Carpio ante el rey: «Con cartas y mensajeros».

        II, 10, 706. Sancho: Romance de las quejas de doña Urraca: «Morir vos queredes, padre».

        II, 12, 721. Narrador: Romance de Muza: «Afuera, afuera, afuera».

        II, 16, 752. Don Quijote: Romance / redondilla de A. Gómez de CR del caballero aventurero.

        II, 22, 814. Don Quijote: Romance del cerco de Granada: «Estando el rey don Fernando».

        II, 22-23, 817ss: Narr., Don Quijote y Sancho: Romances de Montesinos, Durandarte y Belerma.

        II, 23, 819. Don Quijote / Montesinos: Romance del cerco de Granada: «Estando el rey don Fernando».

        II, 23, 821. Don Quijote / Durandarte: Romance de Durandarte: «¡Oh, Belerma! ¡Oh Belerma!» y «Por el rastro de la sangre».

        II, 23, 828: Don Quijote: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        II, 26, 846: Narrador: Virgilio, Aen. II, 1, en traducción de Hernández de Velasco.

        II, 26, 846s. Muchacho intérprete del Retablo: Romances de Gaiferos: «Jugando está a las tablas don Gaiferos» y otros.

        II, 26, 851. Maese Pedro: Romance de don Rodrigo y pérdida de España: «Las huestes de don Rodrigo».

        II, 27, 859. Don Quijote. Romance del reto de D. Ordóñez a los zamoranos: «Ya cabalga Diego Ordóñez» (y otros).

        II, 31, 881. Sancho: Romance de Lanzarote: «Nunca fuera caballero».

        II, 32, 893. Sancho. Posible alusión al Romance de Bernardo del Carpio.

        II, 32, 894. Sancho: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        II, 33, 904. Duquesa: Romance del escaño del Cid: «A Toledo había llegado".

        II, 34, 907. Sancho y doña Rodríguez: Romance de la penitencia de D. Rodrigo: «Después que el rey don Rodrigo».

        II, 34, 915. Sancho: Romance o Perqué de las Maldiciones de Salaya.

        II, 38, 938s. Narrador: Romance de la Emperatriz de Constantinopla: «De la gran Constantinopla».

        II, 38, 939. Narrador: Posible alusión al Romance de los Carvajales.

        II, 38, 943s. Dueña Dolorida: Romance del marqués de Mantua: «De Mantua salió el marqués».

        II, 39, 946: Sancho: Romance de Gerineldos.

        II, 40, 952. Dueña Dolorida: Romance «Cuando las pintadas aves» (mención de Orelia, caballo de don Rodrigo).

        [II, 44, 987. Altisidora: Reminiscencias del romancero viejo y parodias del rom. nuevo]

        [II, 44, 988. Altisidora: Romance «De las montañas de Jaca».]

        [II, 44, 989. Altisidora: Romance «Mira Nero de Tarpeya».]

        II, 50, 1036s. Narrador: Romance de doña Lambra: «A Calatrava la vieja».

        II, 54, 1070: Narrador: Romance «Mira Nero de Tarpeya».

        II, 55, 1079. Sancho: alusión a Romance de Sarracino y Galiana: «Galiana está en Toledo».

        II, 55, 1081. Narrador: Romance de Doña Urraca: «Arias Gonzalo responde» y «Doña Urraca, aquesa infanta».

        [II, 57, 1090. Altisidora: Posibles parodias de romances nuevos.]

        II, 60, 1118. Sancho: Romance de don Rodrigo de Lara: «A cazar va don Rodrigo».

        II, 60, 1120. Don Quijote: Romance del Cid: «De Zamora sale Dolfos».

        II, 60, 1120ss: Romance del Veneno de Moriana posible remota inspiración del episodio de Claudia Jerónima.

        II, 64, 1157. Don Quijote: Romance de Gaiferos: cfr. II, 26, 846s.

        II, 64, 1157. Narrador: Romance de la constancia: «Mis arreos son las armas».

        II, 70, 1198. Duque: Romance del moro Reduán: «Diamante falso y fingido».

        II, 74, 1222. Cide Hamete: Romance del cerco de Granada: «Estando el rey don Fernando».