«Buenas dotrinas y enxemplos». Aspectos sapienciales y didácticos en los libros de caballerías

José Julio Martín Romero
Universidad de Jaén

 

Ideas preliminares: La justificación en prólogos y dedicatorias

Los libros de caballerías sufrieron censuras constantes por parte de los moralistas de los Siglos de Oro (1). Esas censuras, asumidas por Cervantes, pasaron a la crítica literaria que -sobre todo en el siglo XIX, época del realismo- anatematizó el género caballeresco y consiguió que durmiera hasta épocas recientes en las que estas obras han comenzado a suscitar el interés de los estudiosos de la literatura. Sólo ahora empieza a ponerse en duda muchas de las ideas heredadas que sobre ellos han ido transmitiéndose, sin ser revisadas, a través de la historiografía literaria. Una de esas ideas heredadas es la identificación entre literatura caballeresca y literatura de evasión, identificación que ya fue puesta en duda por Lucía Megías, quien determinó una serie de líneas básicas («propuestas» o «sendas» en su terminología) entre las que la literatura caballeresca de evasión es tan sólo una de ellas (2).

En cualquier caso, el hecho de que los moralistas áureos tacharan a los libros de caballerías como carentes de toda utilidad moral nos puede dar una idea incorrecta sobre ellos. En el género caballeresco encontramos diversas maneras de transmitir enseñanzas al igual que en las demás formas de ficción del momento. Si bien es cierto que domina, como tendencia genérica, el placer de la narración frente a la digresión moralizante, no es menos cierto que no hay que indagar mucho para encontrar, desde sus orígenes, una intencionalidad didáctica más o menos conseguida. Las continuas críticas a este género nunca cesaron, de forma que cuando un escritor se disponía a componer un libro de caballerías se preparaba de antemano al más que probable rechazo que su obra iba a provocar. Censuras como la ausencia de provecho, el carácter «mentiroso» de estos textos y la falta de moralidad conjuraban en la mente de sus autores el deseo de conferirles un valor moral y ético que librara a su texto de las continuas críticas, intención que expresaban en los prólogos y dedicatorias con los que pretendían ahuyentar las recriminaciones de los moralistas. Un caso evidente lo encontramos en el Libro segundo de don Clarián de Landanís, de Álvaro de Castro:

  En esta obra ay buenas doctrinas y enxemplos para confirmar a los buenos en su bondad e, a los que no lo son, inclínalos a que lo sean. Assí que, aunque algún tiempo se despenda en ella, no incurre el lector en la reprehensión que leyendo en otras fábulas incurra. (3)

Las palabras de Álvaro de Castro ilustran las dos formas didácticas básicas que proponen los autores de libros de caballerías: «buenas doctrinas» y «enxemplos», esto es, las enseñanzas en forma de sentencias o digresiones morales, y los hechos dignos de imitación de los protagonistas del texto.

No obstante, el tópico del manuscrito encontrado forzaba a presentar el texto no como una ficción original sino como una historia verdadera, lo que en ocasiones impedía que el autor justificara su labor literaria expresando una intención didáctica. Sin embargo, en otras ocasiones este tópico no evitó que apareciera expresa la utilidad moral del texto, como sucedía en el prólogo de Platir:

  Y hallé en un señalado amigo mío esta ingeniosa historia, intitulada Del invencible cavallero Platir, hijo del esclarecido y esforçado cavallero Primaleón y nieto de aquel gran Palmerín. Y vista la obra, túvela en mucho, porque en ella hallé muchas sentencias escriptas en muy alto estillo, cogidas del huerto de la celestial philosophía, y muy incumbradas hazañas en el militar exercicio y muy apazibles exemplos para abivar la industria humana. (4)

Tanto en el Platir como en el Libro segundo de don Clarián de Landanís se expresa el temor de que se confunda el texto con otras fábulas sin utilidad. (5) Asimismo, en el Arderique, encontramos unidas la crítica a las obras caballerescas anteriores y la defensa del texto que se presenta apoyándose en su valor ético o didáctico, pero esta vez parece que este valor ético se limita a los buenos «exemplos»:

  haré que los deseosos de la virtud no queden en el camino por falta de exemplos a quien puedan imitar. Y en éste, así como en rosal que nadie ha tocado, puedan hallar lo que Oracio en los perfectos poetas demanda, que es honra y provecho. Y si la otra infinidad de libros que en esta materia an hablado les ha puesto enojo y hartura, éste, con su nuevo estilo, excelente materia, gentilezas de damas, proezas de cavalleros, más polidamente que en todos los pasados escritas, les despierte nuevo apetito a leer, saber, amar, y seguir lo que a todos es tan necesario. (6)

El autor del Arderique pretende despertar el deseo de «leer, saber, amar y seguir lo que a todos es tan necesario», esto es, la virtud contenida en los ejemplos que pueden encontrarse en su obra. La concatenación de verbos en esta oración hace intuir que este escritor propone una gradación: el primer acercamiento está representado por el verbo «leer»; la lectura lleva al conocimiento («saber»), un conocimiento de la virtud y lo bueno («lo que a todos es necesario»); y conocer la virtud y lo bueno implica necesariamente que se ha de «amar», por lo que, finalmente, se ejercitará lo virtuoso («seguir»). De esa manera, la lectura del libro se propone como un itinerario hacia lo bueno, un camino de conocimiento -y, por tanto, amor o deseo- de la virtud y la consecuente transformación de la conducta del lector.

Por su parte, Gonzalo Fernández de Oviedo en su incursión caballeresca, el Claribalte, también recordó el valor moral de los ejemplos que se pueden encontrar en su ficción, aunque no mencione expresamente los «exemplos»:

  conforme a las leciones que deven tener los cavalleros aun para aviso de muchos trances de honra en que tropieçan los que d'ella se precian, como por los rieptos e hechos de armas e amorosos exercicios que aquí se contienen se pueda notar. (7)

Sin embargo, parece que Fernández de Oviedo utiliza el termino «leciones» para referirse a enseñanzas relativas a la vida cotidiana de los cortesanos y nobles, y no a una doctrina de tipo moral o ético; de ahí que hable de «trances de la honra» para mencionar seguidamente los «rieptos e hechos de armas e amorosos exercicios». Cabe pensar que Fernandez de Oviedo quiso proponer una especie de protocolo de acción en diversas situaciones y no tanto transmitir doctrinas morales de carácter universal. Este autor parece más preocupado por «los entresijos legales del matrimonio», en palabras de Alberto del Río, que por nociones generales de carácter ético (8).

En cualquier caso, parece una constante que los autores de los libros de caballerías incidan sobre el valor moral de sus textos en sus prólogos y dedicatorias. Aunque estas alegaciones formaban parte de los tópicos propios de las piezas prologales veremos que no siempre era un mero recurso para un texto, sino que en ocasiones respondían a unos intereses didácticos serios por parte del autor (9).

El valor didáctico de la narrativa caballeresca en siglos anteriores

Hemos visto cómo los autores de libros de caballerías justificaban su labor literaria al afirmar el valor didáctico de sus obras. Ese valor didáctico se corresponde con las enseñanzas que pueden obtenerse bien a través de sentencias y digresiones morales («doctrinas»), bien a través de la presentación de comportamientos ejemplares («exemplos») a los que se ha de imitar.

Sin embargo, es precisamente esta segunda forma la más frecuentemente aludida por los autores. Las aventuras de los caballeros andantes se proponen como gestas que han de servir de ejemplo para los buenos y de reprehensión de los malos. No hemos de olvidar que la tradición caballeresca se había acercado desde sus orígenes al mundo de la literatura didáctica. Alfonso X promovía en Las siete Partidas la idea de que la lectura de hazañas y gestas incitaban a su imitación, y que, por tanto, eran provechosas:

  e por ende ordenaron que así como en tienpo de guerra aprendiessen fecho d'armas por vista e por prueva, que otrosí en tienpo de paz lo apresiesen por oída e por entendimiento: e por eso acostumbravan los cavalleros cuando comíen que les leyesen las estorias de los grandes fechos de armas que los otros fezieran, e los sesos e los esfuerços que ovieron para saber vençer e acavar lo que queríen (...) (10)

Aun cuando las gestas de los caballeros andantes se sitúen en el terreno de la ficción, la lectura de sus hazañas bien podían convertirse en modelos a los que seguir, de igual forma que «los grandes fechos de armas» que debían escuchar los caballeros mientras comían. Los autores de libros de caballerías se apoyaron en esa idea para afirmar que la lectura de las gestas imaginarias provocarían reacciones semejantes a la lectura de hechos pasados; de esa manera también aquéllas se erigían como modelos de comportamiento (bélico, cortesano y ciudadano). Y eso mismo es lo que afirma el anónimo autor de Platir en el prólogo de esta obra:

  Cuanto más que la historia es muy apazible y los exemplos muy provechosos, assí de varones como de nobles mugeres que se señalaron en el esfuerço de las armas (...), me pareció que me dava muchas alas tener la obra gran semejança de virtud, porque, viendo los buenos cavalleros presentes que en aquellos tiempos se obravan tan excelentes hazañas, perseverassen en sus bondades y los perezosos tomassen exemplo para mejorar sus obras. (11)

Feliciano de Silva, en el prólogo de su Lisuarte de Grecia, ya había comentado la posibilidad de que una gesta ficticia provocara la misma reacción que una real, esto es, incitar a su imitación, y que, por tanto, no habían de rechazarse pues, según él, esas ficciones (como la suya) eran obra de hombres prudentes y sensatos que las compusieron para tal fin:

  Assí que si los presentes mirar queremos, tantos e tales exemplos d'estos podríamos tomar que no hiziessen falta las crónicas antiguas que en los grandes hechos de armas hablan. Pues muchas historias tenidas por verdaderas, en la verdad son compuestas e fabulosas, las cuales creo yo ser escriptas por hombres discretos e dotos que dar buenos exemplos a los que las leyessen dessearon. (12)

Además, Silva opina que en ocasiones un libro exclusivamente didáctico no siempre consigue captar el interés de algunos lectores, de forma que sus enseñanzas no consiguen llegar a éstos, mientras que, si estas doctrinas aparecen incorporadas a una narración entretenida de grandes hechos, estos lectores perezosos se acercarán a la obra y, así, aprenderán las lecciones morales contenidas en el texto:

  Porque esto paresce por esperiencia, que muchos famosíssimos libros de excelentes dotrinas veo escriptos, los cuales si a los dotos sus exemplos no están muy inotos, a todos los otros qu'el sabor de su secreta escelencia no alcançan, e aunque en parte puedan alcançar, leyendo los tales libros, por no estar en estilo común escriptos, acompañados de fabulosas historias sabrosas, los dexan de leer. Assí que todas las cosas donde buenos exemplos se puedan tomar no se deven dexar de oír, puesto que fabulosas sean. (13)

Por su parte, Jerónimo Fernández, autor del Belianís de Grecia, recurre al tópico del pasado ideal con un orden político perfecto en el que se cumplía una legislación justa y acertada. Entre esas leyes se menciona una que obligaba a dejar constancia escrita de las grandes hazañas para que sirvieran de modelo:

  era mandado que los hechos y eroycas hazañas de los antiguos passados se escriviessen teniendo por muy aueriguado, como de hecho lo es, no auer cosa que tan presto los humanos coraçones a bien biuier incite y comueua como los passados exemplos con los quales los coraçones se leuantan, los cobardes se esfuerçan, los atrevidos se moderan, finalmente cada vno cobra lo que no tiene. (14)

Este precedente imaginario le permite al autor «restituyr en nuestro español, la Hystoria del valeroso príncipe don Belianís de Grecia», ya que «aunque al parescer se represente ser cosa para occupar ociosos, tiene sentencias admirables que no desarán de dar algún contentamiento» (15). Y de nuevo encontramos aquí no sólo la posibilidad de imitar las acciones virtuosas de los personajes sino también la mención de las enseñanzas teóricas expresadas de forma directa en el texto («tiene sentencias admirables»).

En el siglo XVI los libros de caballerías van acercándose desde sus inicios al ámbito de la literatura de evasión, pero no por ello olvida sus orígenes, unos orígenes en los que la narrativa caballeresca se vinculaba claramente, por una parte, con los tratados de caballería, y, por otra parte, con la literatura sapiencial. Recordemos que uno de los más ilustres predecesores del género, el Libro del caballero Zifar, mezclaba la narración de aventuras y hazañas con «castigos» derivados de la literatura gnómica ( Flores de Filosofía), al tiempo que, como se ha señalado, promovía la ideología dominante en los primeros años del siglo XIV, el llamado «molinismo». La obra se estructura en tres grandes bloques temáticos: el primero narra las aventuras de Zifar y su familia hasta que el héroe consigue el reino de Mentón y se reúne con los miembros de su familia; en el segundo bloque Zifar, ya como rey de Mentón, se dedica a adoctrinar a sus hijos a través de sentencias y de enxempla; y, por último, en el tercero se cuentan las aventuras de Roboán, hijo de Zifar, hasta que consigue el imperio de Tigrida. La parte central, los llamados Castigos del Rey de Mentón, se ha visto como una interpolación didáctica que rompe la trama argumental, pero las últimas investigaciones proponen los castigos como la pieza clave que permite comprender todo el texto. Esos castigos proceden en buena parte, como es sabido, de una obra de literatura sapiencial, Flores de filosofía, y asimismo introduce numerosos exempla, algunos de los cuales también aparecen en el Conde Lucanor de don Juan Manuel. El Libro del Caballero Zifar es quizá el mejor ejemplo de literatura caballeresca doctrinal. Zifar se convierte en ejemplo de fe en Dios, constancia y «seso natural», al igual que todos los miembros de su familia. En esta obra más que en ninguna otra la biografía caballeresca se acerca a la hagiografía (no en vano parte de su trama remite a la historia de San Eustaquio). Zifar no es sólo un valeroso caballero, es un inteligente estratega, un hábil cortesano y un devoto creyente. Para el lector del momento, este personaje se convierte en el mejor modelo (16).

Por tanto, el Libro del Caballero Zifar ya expresa la dualidad de transmisión didáctica que encontraremos en los libros de caballerías desde el Amadís de Gaula: enseñanzas teóricas («los castigos del rey de Mentón»), ejemplos de comportamiento (la trama argumental, en la que los protagonistas se comportan siempre de acuerdo con la virtud).

El Zifar probablemente no recibió las críticas que los libros de caballerías hubieron de soportar en el siglo XVI, pero también es cierto que la obra medieval realmente nace desde unos presupuestos doctrinales evidentes. Su carácter didáctico no se limita a un tópico no siempre cumplido, como sucede en varios de los textos caballerescos quinientistas. Frente a los libros de caballerías, la trama argumental del Zifar responde a unos objetivos didácticos, de forma que las enseñanzas teóricas que contiene no son una añadido, sino la clave que permite comprender el sentido de la obra. Frente a esto, lo más frecuente en los libros de caballerías es que la enseñanzas aparezcan casi como interpolaciones innecesarias que no afectan al sentido global del texto. En muchos casos, tan sólo el valor y la lealtad del héroe puede suponerse como digno de imitación, y sólo el hecho de que se enfrente a los malhechores puede intuirse como ejemplo de virtud.

Los paradigmas: La finalidad didáctica de la obra de Rodríguez de Montalvo

Sin embargo, ya la obra paradigmática del género, el Amadís de Gaula, nacía con un claro propósito didáctico. Pero para ello, el Amadís de Gaula hubo de sufrir una especie de enmienda ética en su continuación, las Sergas de Esplandián, de la mano de su mismo refundidor, Garci Rodríguez de Montalvo. Éste parece no mirar con buenos ojos las hazañas de la caballería bretona y propone en su lugar una caballería que defienda los ideales del catolicismo, tal como hace Esplandián. En ese sentido, las Sergas proponen un tipo de caballería católica que rechaza el deseo de gloria personal en favor de la defensa de la fe frente al infiel. Así, las Sergas parecen convertirse en una especie de obra didáctica que corrige algunos de los valores del Amadís (17).

Montalvo, que vio su obra como un todo homogéneo, tiñó de su propia ideología su refundición del antiguo Amadís, donde, ya desde los primeros libros, se comprueba la tendencia a rechazar la vanagloria de la caballería bretona y donde, además, insertó diversas digresiones de tipo moral. De ahí que este autor defienda en su prólogo el valor ejemplar de las ficciones:

  Pues veamos agora si las afruentas de las armas que acaescen son semejantes a aquella que cuasi cada día vemos y passamos, y ahun por la mayor parte desviadas de la virtud y buena conciencia, y aquellas que muy estrañas y graves nos parescen sepamos ser compuestas y fengidas, ¿qué tomaremos de las unas y otras, que algún fruto provechoso nos acarreen? Por cierto, a mi ver, otra cosa no salvo los buenos enxemplos y doctrinas que más a la salvación nuestra se allegaren, porque seyendo permitido de ser imprimida en nuestros coraçones la gracia del muy alto Señor para a ellas nos llegar, tomemos por alas con que nuestras ánimas suban a la alteza de la gloria para donde fueron criadas. (18)

En este prólogo ya encontramos el tópico que hemos analizado en obras como el Platir, el Lisuarte de Grecia, el Arderique, el Claribalte, el Segundo libro de don Clarián de Landanís o el Belianís de Grecia, lista que, aunque se podría ampliar, sirve de claro ejemplo del interés que estos autores tenían por justificar moralmente sus textos. Pero ese interés de buena parte de los autores de libros de caballerías se debe al deseo de justificar su labor literaria en un ámbito frecuentemente criticado por los moralistas. De forma que lo que en el Amadís es declaración de propósitos, en casi todas las obras posteriores no es más que un simple tópico que no implica un verdadera intencionalidad didáctica. Estos autores tan sólo pretenden defenderse de posibles críticas y de ahí que aprovechen las ideas del prólogo del Amadís de Gaula, ideas que, a su vez, entroncan con los consejos de Alfonso X el sabio y con la vinculación entre literatura didáctica y literatura caballeresca que mencionábamos al hablar del Zifar (19). Con el paso del tiempo esa justificación de los prólogos parece convertirse cada vez más en un tópico huero que no se corresponde con la realidad del texto. Como se ha dicho, a diferencia del Zifar, en buena parte de las obras quinientistas la narración no funciona como ejemplificación de una determinada teoría o doctrina moral, sino que la doctrina, cuando la hay, es una consecuencia derivada de los hechos; es la narración lo primordial, por mucho que los escritores se justifiquen; es el placer de contar lo que mueve a casi todos estos autores a partir de Montalvo; pero eso no quiere decir que no exista un grupo de obras caballerescas que parecen tener unos objetivos didácticos básicos. Entre estos autores se encuentra Páez de Ribera, el primer continuador de la obra de Montalvo.

La propuesta doctrinal del Florisando

Páez de Rivera publicó en 1510 su continuación de las Sergas, el Florisando, obra en la que su autor muestra una ortodoxia todavía más rigurosa que la de Montalvo. De esa forma, Páez de Ribera carga las tintas contra la magia que aparecía en las obras anteriores, y se esfuerza por explicarlas de manera racional y cristiana:

  En otras muchas partes de aquella istoria dize de los efetos que Urganda hazía por encantamientos, y, reprobándolo todo en general, digo que los verdaderos y católicos cristianos en un Dios en essencia y trino en pesonas creemos, el cual sólo es de adorar y onrar ansí como la Iglesia Católica nuestra lo enseña y los santos doctores nos traen y dizen, que ay encantaciones que toviessen fuerça. (20)

Este autor no puede permitir que se crea en encantamientos, y menos aún que mediante éstos se pueda evitar lo natural, esto es, lo ordenado por Dios. Los hechizos narrados en las Sergas van, en su opinión, contra la fe cristiana, porque suponen el poder ir más allá de lo natural, incluso vencer a la muerte:

  Como aquella istoria cuenta en el capítulo penúltimo de las Sergas, diziendo que Urganda dixera y prometiera aquellos reyes y emperador que por sus artes de encantamientos les haría quedar fuera de toda la natural orden de vida, para después de muchos años, bolver en floresciente edad a este presente siglo, e que por esto los escusaría del trago de la dolorosa muerte que, según naturaleza, se les acercava, es esto muy mal mirado, porque aún no es para dezir, cuanto más para escribir, (...) (21)

Y apoya su razonamiento en la autoridad de la Biblia y, más concretamente, en el Decálogo:

  porque repugna al primero mandamiento de nuestra santa fe católica, en el cual nos amonesta Dios Nuestro Señor que no avemos de tener, ni adorar dioses agenos, según se trae en el capítulo xx del Éxodo, adonde es prohibido adorar criatura espiritual, conviene a saber, los ángeles ni los demonios, ni ánima alguna racional: de donde se infiere que los nigrománticos y sortílegos y cualesquier que usan de arte mágica quitan la honra y la fe a Dios y atribúyenla a las criaturas, assí como hizo el rey Amadís y los otros, en la respuesta que dio a Urganda, como lo pone en el mesmo capítulo, por lo cual los tales incurrieron en pecado de infidelidad y de idolatría. (22)

Páez de Ribera advierte a los predicadores de que tienen la obligación de eliminar esas creencias supersticiosas:

  E así digo que con mucha vigilancia debe considerar el buen pastor y diligentemente adquirir, instruyendo al pueblo como no aya las tales vanidades, y castigar los tales divinadores y encantadores, inquiriendo aquéllos que buscan las artes mágicas para los castigar, porque no incurran en tan abominable pecado mortal contra Dios, porque las tales cosas son superticiosas, al primero mandamiento repugnantes. (23)

La propuesta de Páez de Ribera no gozó de gran aceptación; en 1514 Silva publicó su propia continuación de las Sergas con el título de Lisuarte de Grecia, obra que ignora por completo al Florisando y que obtuvo mayor éxito. Sin embargo, aunque en el género dominó casi siempre el placer de la aventura frente a la moralización explícita, otros escritores, como Fernando Bernal, el autor del Floriseo, sin llegar a los extremos de Páez de Ribera, prefirieron situar a su héroe en la órbita del miles christi más que en la del caballero andante. Pero el Floriseo parece acercarse más a las ideas de Garci Rodríguez de Montalvo en sus Sergas de Esplandián que al ataque frontal de Páez de Ribera en su Florisando (24).

En cualquier caso, a lo largo de toda la historia del género las propuestas didácticas son constantes, en mayor o menor medida (y con mayor o menor seriedad), de forma que el entretenimiento hubo de vivir motivado por razones éticas, camuflado por ellas o, simplemente, mezclado con disquisiciones morales.

Espejo de príncipes y caballeros y los regimientos de príncipes

Curiosamente, uno de los libros de caballerías considerados como claro ejemplo de literatura caballeresca de evasión es, quizá, uno en los que encontramos mayor (y más sincero) interés didáctico. Nos referimos al Espejo de príncipes y caballeros, de Diego Ortúñez de Calahorra. Ya desde su propio título el autor parece querer indicar que pretende poner ante nuestros ojos ejemplos de comportamiento virtuoso. Por ello, no nos ha de sorprender que su autor escogiera este título para su obra, título que se vinculaba con la literatura caballeresca desde la aparición de Espejo de caballerías, ciclo de imitaciones libres de diversos textos italianos (25). Como indicó Eisenberg, el sintagma «príncipes y caballeros» pretendía abarcar la totalidad de una corte, pero cabe pensar que Ortúñez de Calahorra también recordara los espejos de príncipes o regimiento de príncipes de raigambre medieval (26). A este respecto, Keen afirma que «queda claro que los ‘libros de caballerías' y los ‘espejos de príncipes son géneros literarios que se relacionan' (27). Y precisamente Cacho Blecua, recordando precisamente las palabras de Keen, acude a la obra de Ortúñez para ejemplificar esta idea («Como prueba de esta conexión sólo recordaré que Diego Ortúñez de Calahorra titula su Cavallero del Febo como Espejo de príncipes y cavalleros») (28).

Tampoco se han de olvidar a este respecto las palabras que encontramos en la traducción castellana del Tirant lo Blanch, que, con el título de Tirante el Blanco, apareció anónimamente en las prensas vallisoletanas de Diego de Gumiel en 1511. En el prólogo de esta obra se repite el tópico de la utilidad moral de los ejemplos de las grandes hazañas pasadas, unido al tópico de la precariedad de la memoria:

  Según se muestra por manifiesta esperiencia que la flaqueza de nuestra memoria pone muy presto en olvido no solamente las cosas por largo tiempo envegecidas, mas aun de los hechos muy frescos de nuestros días escasamente nos acordamos, por esso fue cosa conveniente e muy provechosa reduyr en escrito las hazañas e istorias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos, para que sean espejo y muy claros enxemplos y virtuosa dotrina de nuestra vida, según dize aquel orador Cicerón. (29)

Para el autor del Tirant, las «hazañas e istorias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos», no sólo serán «claros enxemplos y virtuosa dotrina» para la vida, sino, asimismo, «espejo». No hemos de olvidar que al inicio de la obra encontramos todo un tratado de caballería, semejante al Libro de la orden de caballería de Ramón Llull o al Libro del cavallero et del escudero de don Juan Manuel. En el Tirante se observa esa unión entre narrativa caballeresca y tratados de caballerías a la que hacían referencia Keen y Cacho Blecua. Por su parte, Ortúñez parece ser consciente de esa vinculación, pero, a pesar del título, no se propone incluir un manual de caballería en su obra, sino que decide componer una obra caballeresca en la que las hazañas funcionen como ejemplo (como «espejo») para los hombres. Sin embargo, no quiere limitarse a que la doctrina se derive de los acontecimientos narrados, sino que no duda en insertar numerosas sentencias, máximas y pensamientos filosóficos. Por otra parte, tal como hicieron tantos otros autores de libros de caballerías, Ortúñez pretende evitar las críticas que pesan sobre el género, e intenta distinguir su texto del resto de la producción caballeresca. Así, Ortúñez reconoce que de otros libros de caballerías no puede obtenerse ninguna enseñanza:

  Bien que no es mi intento de loar agora todo el requaje de libros de caballerías que están escriptos, porque no es menos sino que hay algunos que no hay en ellos alegoría ni moralidad alguna de que el lector se pueda aprovechar, compostura ni eloquencia de que se pueda recebir algún sabor, (...) (30)

Pero defiende que de su texto sí puede obtenerse provecho moral («Y no harán daño algunas fontezicas de philosophía que se hallarán en ella.») (31). La actitud de Ortúñez de Calahorra es transmitir diversas enseñanzas filosóficas insertándolas en la narración. Muchas de esas enseñanzas proceden de Petrarca, al que Ortúñez admira profundamente a juzgar por la frecuencia con la que recurre a la obra del italiano para enriquecer su texto. Ortúñez, de formación humanista, compuso un libro de caballerías distinto con pensamiento, estilo y filosofía renacentista. Pero, sin negar sus innovaciones, aún así, la justificación que leemos en su prólogo coincide con las ideas que ya encontrábamos en Silva, esto es, el peligro de que la doctrina se pierda si no se consigue atraer al lector:

  Que aunque los libros enteros de cosas muy santas y de philosophales doctrinas no se puedan dezir amargos, pero a muchos hay que se les hazen ásperos, pesados y escabrosos, y muchos les huyen el rostro, que al sabor y gusto destas historias les saben bien y se aprovechan dellos. (32)

Ortúñez, además, señala la posibilidad didáctica de estas obras («siempre hallan algunos exemplos y saludables avisos que les aprovechan y ponen freno a la ira, a la sobervia y a la insaciable codicia»), e incluso retoma el conocido tópico (recuérdese el Conde Lucanor) de la medicina envuelta en dulce para hablar de las enseñanzas recubiertas de ficción:

  Que este tal libro, de más de ser sabroso para el gusto, sería provechoso para el ánimo. Porque se da muy bien a comer, y se gusta muy mejor a bueltas de sabrosas historias los buenos avisos y consejos, como se dan las buenas medicinas amargas embueltas en la sabrosa açucar. (33)

Por tanto, Ortúñez continúa con tradiciones y técnicas didácticas no sólo de los libros de caballerías anteriores, sino que retoma tópicos conocidos en la literatura didáctica castellana desde la Edad Media (34).

Glosas moralizantes en boca del autor

Hemos visto que numerosos autores de libros de caballerías afirman el valor ético de su obra apoyándose en la aparición de «buenas» o «excelentes dotrinas», «sentencias admirables», «celestial philosophía», «leciones» o «fontezicas de philosophía». Y efectivamente, a pesar de que el objetivo didáctico no sea normalmente el fundamental, estos autores, quizá a imitación del Amadís de Gaula, insertan en ocasiones glosas o digresiones moralizantes en sus textos.

Como hemos dicho, en el Amadís de Gaula los objetivos didácticos no se limitan a una justificación, sino que la obra responda en parte a unos intereses pedagógicos determinados. Por ello no ha de sorprender que Montalvo inserte glosas moralizantes como ésta:

  Aquí retrata el autor de los sobervios y dize: Sobervios, ¿qué queréis?, ¿qué pensamiento es el vuestro?, (...) Pero porque seyendo más prolixa más enojosa de leer sería, se dexa de recontar. Solamente vos será a la memora traído si estos que en el cielo y en la tierra, donde tan gran poder y honra tuvieron, por la sobervia fueron perdidos, deshonrados y dañados, ¿qué fruto ay en aquellas viles palabras dichas por Dardán y por otros semejantes? ¿Qué mando en lo que uno ni en lo otro tienen o ocurrirles puede?; la historia vos lo mostrará adelante (...) (35)

La conocida ortodoxia católica de Montalvo le lleva aquí a insertar toda una digresión con evidentes rasgos homiléticos que convierten el episodio de Dardán en la narratio que ejemplifica la teoría expuesta. Posiblemente el resto de los autores que decidieron insertar glosas en su obra pensaron en Montalvo, como se comprueba al analizar las glosas que se insertan en otras obras, como el Cirongilio de Tracia:

  ¡Oh, pues, príncipes poderosos y grandes, cuyos ánimos son dispuestos e inclinados a la ambición y cobdicia de señorear, no parando mientes en la miserable muerte, a quien todos sois naturalmente subjetos, antes creyendo ser inmortales y perpetuo vuestro señorío, olvidando a Dios y a su justicia!, ¿pensáis con vuestra desenfrenada cobdicia devorar y deshazer los averes y possessiones agenas? Devéis pues refrenar vuestra cobdicia con las riendas de templança, pues que claramente vemos este príncipe que, no contento de señorear lo que suyo era, queriendo usurpar aquello a que ningún derecho avía tenido, y aviéndolo conquistado y adquirido con gran trabajo de su persona y pérdida de sus gentes, no solamente no gozó d'ello, pero aun perdió la vida en edad que començava naturalmente a florescer; (36)

Como puede comprobarse, esta glosa se estructura, al igual que la del Amadís, como si fuera un sermón, y también aquí se perciben las huellas de las artes praedicandi medievales (37). Y lo mismo podría decirse de la glosa que encontramos en el Polindo:

 

Dize el auctor:
Ora, sapiente lector, considera cuánto el bien obrar de la mucha mesura de todos es amad<a>[o] y el mal, aborrecid<a>[o]. Piense tu ánimo a cuánto este rey se abaxava en sus razones no sabiendo quién este cavallero fuesse, mas que su buena mesura e proeza de armas conoció. (...)
(38)

Esta glosa se observa como una digresión, por lo que, a la hora de volver a la narración el autor utiliza una fórmula de entrelazamiento («Pues tornando a nuestra materia»). Por otra parte, al igual que el Amadís de Gaula, se especifica que la glosa sale de boca del autor («Dize el auctor», en Polindo; «Aquí retrata el autor de los sobervios», en el Amadís). Ya Cacho Blecua indicó que Montalvo utilizaba «las mismas fórmulas lingüísticas en algunas de sus digresiones morales y en los entrelazamientos» (39), posibilidad que aprovechan, como hemos visto, otros autores de libros de caballerías.

También en el Felixmarte de Hircania (1556) de Melchor de Ortega encontramos una digresión; en este caso el autor avisa sobre los reveses de la Fortuna:

  ¡O, reyes y grandes príncipes!, ¿qué diremos ahora d'este emperador, que estando en lo más seguro de su imperio, tan apartado de sus enemigos, con tanta tierra de christianos en medio, quando más fuerte y seguro creía estar, permitió Nuestro Señor que en tan breve espacio no sólo perdiesse la esperança de su gran señorío, mas tambien la de su vida en gran dubda tuviesse? Pues de creer es que en príncipe tan alto y cathólico no se permitiera semejante açote sin gran juizio de Dios. Empero lo que entender devemos es para que los semejantes entiendan que ansí como los grandes estados y absolutos poderíos no deven ponerles ánimo para que ninguna cosa ofendan a su criador, assí no son parte para los reservar de los reveses y penas que en este mundo con semejantes adversidades vienen. (40)

También encontramos glosas sobre la Fortuna en el Espejo de príncipes y caballeros, pero aquí su autor no se limita a advertir de las adversidades que nos amenazan, sino que incide en la idea de que en muchas ocasiones es el propio hombre quien busca los peligros de la Fortuna:

  ¡O fundamento flaco y miserable de las cosas humanas, no solamente desseadas, mas adoradas por los hombres! ¡A quán poco fuisteis jamás firmes, y quántos millares, no solamente baxos y comunes, mas de reyes y emperadores has engañado! ¡Quántas maneras de impedimentos hay para las gozar, y quán cosa común es la muerte, para que jamás ningún próspero fin pueda ver en ellas! (...) ¡Con quánta diligencia y solicitud buscamos los hombres causas para la miseria, ocasiones para la tristeza, instrumentos para la pena y materia para el dolor! Y no nos contentado con la continua guerra que tenemos cada día con la fortuna, nosotros mesmos, por nuestra propria industria, nos buscamos nuevas maneras y formas de peligros en que cada passo tropeçamos, y muy agudas espuelas que apressuren esta triste vida, y donde pensávamos hallar plazer y reposo para la vida, hallamos trabajo y enjo para la muerte. Queremos huir de los vientos, y en ellos son los rayos más continuos. Si la demasiada codicia y insaciable hambre de la vida humana no hiziera a los hombres inventar caminos por las sobervias ondas de la mar, y carreras para las altas cumbres de la tierra, ¡quántos havría menos que se pudiessen quexar de la fortuna! Que por le dar ellos armas con que combartirlos, tuvo el poder que por ventura no tuviera para les ser adversa. (41)

Ortúñez, siguiendo las técnicas homiléticas, no duda en introducir ejemplos históricos que refuercen y ejemplifiquen sus palabras, para concluir con los casos expuestos en su libro y sus personajes, de esa forma los ejemplos históricos o míticos se funden con los de su propia obra:

  Y pues ya el exemplo tenemos principiado, si Paris no passara los profundos piélagos del mar Egeo, que parescía aver puesto Dios por término y raya muy pacífica entre la Europa y la Asia, y huviera dexado la ida de Grecia, pues le era harto ancha toda la Asia para hallar muger hermosa y aun porventura muy más honesta que no Helena, no passaran los de Acaya en Asia para destruir a Troya. Y bolviendo a nuestro cuento, pudiera muy bien el príncipe Theoduardo buscar muger en su tierra o en otra más cercana, (...) y no venir a la buscar a tierras tan extrañas por sólo el ruido de una vulgar fama (...) Tomará lo que hallará, y no será cosa nueva, pues con otros antes que él lo a usado la incierta y cruel fortuna. (42)

Incluso en las últimas décadas del siglo XVI seguimos encontrando glosas moralizantes semejantes a la amadisiana. Así, en la Segunda parte de Espejo de príncipes y caballeros, de 1580, también aparece un aviso contra la soberbia, al igual que en la obra de Montalvo:

  ¡Ó, poderosos príncipes y valerosos cavalleros! ¡Excelentes varones, que encumbrados en el mayor triunfo de la felicidad y con gran contento y sossiego en este mundo os halláis! A todos juntos os advierto no estéis confiados y con descuido olvidados, pues sabéis, o avéis oído dezir, las bueltas tan arrebatadas que suele dar la adversa fortuna, sin respetar a ninguno, que a las mayores subidas y con mayores prosperidades alcançadas da mayores caídas. (...) (43)

Sin embargo, hemos de notar las semejanzas y analogías entre todas estas digresiones, y quizá podamos pensar que se hayan considerado como una especie de tópico propio del género. En muchas ocasiones se hace referencia a los destinatarios que no son todos los lectores sino, más específicamente, los «poderosos príncipes y valerosos cavalleros», los «reyes y grandes príncipes», o los «príncipes poderosos y grandes», lo que nos lleva al terreno de los regimientos de príncipes o espejos de príncipes. En cualquier caso, cabe pensar que la invocación a los reyes, príncipes y regentes en general no es más que un lugar común, ya que el autor no debía de contar con que su obra fuera leída por ellos, sino por el público en general. Esas invocaciones, por tanto, no pretenden limitar el grupo al que van dirigidas, ya que también habían de ser útiles para todo lector.

Parlamentos didácticos en boca de un personaje

En los libros de caballerías, las enseñanzas o glosas moralizantes no siempre se encuentran en boca del autor, sino que en ocasiones son los propios personajes quienes, con sus palabras, adoctrinan al lector en las buenas costumbres y las virtudes. Por ejemplo, el protagonista del Espejo de príncipes y caballeros, el Caballero del Febo, no sólo se expresa como un cortesano, sino, más aún, como un filósofo que es capaz de contradecir las palabras de cualquier «sabio» u «hombre de letras» con el que se tope. Para ello, este caballero habla con palabras tomadas (como lo hizo su autor en el prólogo) de obras de Petrarca, con frases que en ocasiones toman el aspecto de una sententia. Así, cuando este héroe contempla las ruinas de la asolada Troya, no puede dejar de sacar conclusiones morales relacionadas con la mudable Fortuna (44); se trata de un largo parlamento que incluye numerosas sententiae que se ven justificadas ante los ojos del protagonista precisamente por las ruinas troyanas:

  Aora, corazón, conozco yo, por cierto, que no sin causa los marineros a la tempestad llaman fortuna, y no sin causa dizen los sabios ser trabajo çufrir la prosperidad, y que es menester que se aprenda a saber çufrir la abundante fortuna. Porque como dize aquel poeta lírico, el alto pino más vezes es combatido de los vientos, y con más grave caída caen las altas torres, y en los altos montes hieren más aína los rayos. Bien dizen que la alteza humana de suyo es inquieta y no segura, porque ninguna cosa puede ser tan alta que no esté descubierta al cuidado, al trabajo, a la invidia, al temor, al lloro y finalmente a la muerte. Aora también conozco ser verdad que quanto más bienaventurado es el principio, tanto el fin es más incierto. Porque las cosas humanas se rebuelven assí como un molino, y al sosegado mar se sigue turbia y tempestad, y a la clara mañana, nublada tarde. (45)

Es aquí donde se cita el tema fundamental de este sermón: «no sin causa dizen los sabios ser trabajo çufrir la prosperidad, y que es menester que se aprenda a saber çufrir la abundante fortuna», procedente de los Remedios contra próspera y adversa Fortuna de Petrarca, pero continúa también con citas del «poeta lírico», así como con sentencias anónimas («bien dizen»; «agora bien conozco ser verdad»).

El parlamento termina con un elogio a la fama de los griegos (su propio linaje) que fue capaz de derrotar al imperio troyano, de forma que su fama será invulnerable a los cambios de la Fortuna, palabras que preceden al encuentro entre el Caballero del Febo y el troyano Orístedes, último vástago del linaje troyano, entre los que se forjará una gran amistad. Sin embargo, parece evidente que el sermón del héroe no se ve claramente motivado por la narración, sino que el autor aprovecha una situación propicia para insertar estas reflexiones.

Otro caso de parlamento didáctico en boca de un personaje lo encontramos en el Polindo, donde que el razonamiento se ve motivado por necesidades narrativas. Así, en una ocasión el protagonista se dedica a hablar sobre la necesidad de cumplir la palabra, ya que hacer lo contrario es pecar:

  ¡O, señor Delfín! Muy clara cosa es que <si> los hombres tenemos cinco sentidos y razón que Dios en ellos formó y puso desde qu'el mundo fue criado. Que si él crió Adam, nuestro primero padre, y le mandó que no pecasse, no por esso le quitó su libre alvedrío para que pudiesse hazer lo que quisiesse. Y pues que Dios nos adornó d'esto, fue para que le sirviéssemos y no le enojássemos y sirviéndole, no pecássemos y no pecando, no mintiéssemos y mantengamos nuestras palabras. Y principalmente, los reyes e grandes señores somos más obligados a lo mantener, que no otra persona, para que tomen de nosotros exemplo y no demos ocasión para que los malos digan. (46)

Tal como aparecen estas palabras, podemos considerarlas como una glosa moralizante, compuesta de acuerdo con las leyes de la retórica. Pero, junto a su función didáctica, adoctrinar al lector, aparece claramente su función literaria, ya que el personaje quiere legitimar su opción personal de cumplir la palabra dada, como afirma al final de su parlamento:

  Y pues ansí es, qué dirían de mí si la palabra que prometí no la cumpliesse. Y lo que dirían no quiero que lo juzgue otro sino vós, señor príncipe. (47)

Tanto en el Polindo como en el Espejo de príncipes y caballeros estos parlamentos son textos construidos de acuerdo con las normas de la retórica, y de ahí que se parta de ideas generales para ir a lo particular y más concreto. Pero en el caso de la obra de Ortúñez de Calahorra el texto resulta más complejo, incluso en su estilo literario, ya que Ortúñez no quería limitarse a ofrecer la imagen de un personaje virtuoso que hablara y diera lecciones de virtud, Ortúñez pretendía, a través de su personaje, adoctrinar al lector.

En cualquier caso, no hemos de olvidar que los caballeros andantes se proponen como modelos de comportamiento. Y, como tales, no son meros guerreros infatigables sino también refinados cortesanos que, en muchas ocasiones, ejemplifican las ideas que habían aparecido en la obra de Castiglione. Estos caballeros han de ser cultos y expresarse con «polideza». Por tanto, la aparición de estos parlamentos puede obedecer no sólo al deseo de adoctrinar al lector sino también a la necesidad de caracterizar al personaje como sabio y prudente, como un discreto caballero.

Debates y diálogos cortesanos

La influencia del género del diálogo a lo largo del siglo XVI explica que se puedan encontrar ejemplos de debates cortesanos (a modo de diálogos didácticos) en los libros de caballerías (48).

Así, Feliciano de Silva en la Cuarta parte de Florisel de Niquea narra cómo un grupo de damas y doncellas encantadas en unos palacios prodigiosos se dedican a pasar el tiempo entre paseos, músicas y entretenimientos honestos; allí deciden comenzar un diálogo sobre la educación femenina, diálogo que pretende establecer los criterios que han de regir la correcta pedagogía de la doncella desde su infancia hasta su vida marital:

 

La reina Sidonia dixo:
-Ordenemos alguna conversación provechosa, y para passar tiempo (...).
Todas respondieron que era bien y que para ello la su merced dixesse lo que se devía tratar.
-Paréceme -dixo la reina- que pues todas las que aquí estáis o las más avéis de ser casadas y tener hijas, y el mayor estado que les podéis dar es de verdaderas mugeres, que devemos de tratar de cómo se han de criar las tales donzellas. Y la reina Lardenia tome papel y tinta y sea nuestro secretario en el tratado de lo que platicaremos (...)
(49)

Este diálogo, al que llaman «ornamento de princesas», es un claro ejemplo del sistema dialógico utilizado por Castiglione en su obra El Cortesano, obra traducida en 1536 al castellano por Juan Boscán. El diálogo ocupa dos capítulos (43 y 45), separados por otro de tipo narrativo; en el segundo de estos capítulos se llama a este diálogo «instrucción de princesas» («Cómo se tornó a hazer la instrucción de princesas»), y, al final, se comenta de forma expresa que se entrega por escrito al cronista (ficticio) de la historia, llamado Galersis (50).

En otra ocasión, Silva introduce otro diálogo en su obra. Pero ahora se trata de una confrontación entre dos opiniones encontradas y no de una acumulación de opiniones coincidentes y comúnmente aceptadas. Se trata de una especie de duelo dialéctico entre dos duquesas que debaten sobre la romana Lucrecia. Una de ellas censura su actitud, pues al fin y al cabo se entregó a Tarquino; la otra defiende su comportamiento, ya que finalmente se suicidó y evitó la deshonra:

  (...) venimos a tratar en la hazaña de la romana Lucrecia, y yo defendía que fuera mejor no aver consentido en la voluntad del rey Tarquino, pospuesto todo el peligro y infamia con que la amenazó que no la disculpa con su muerte, que ya que consentido lo primero no quedava otra disculpa. Mi compañera defiende lo contrario, (...) (51)

Este episodio aparece desconectado de la trama general del libro, y se contempla más bien como una especie de interpolación de carácter moral. Lo verdaderamente curioso es que Silva no toma partido por ninguna de estas actitudes e intenta evitar por todos los medios que pueda intuirse lo que piensa al respecto, ya que tampoco el personaje que actúa como juez en el diálogo (una reina llamada Sidonia) toma partido al justificar públicamente ambas posturas («no quiero declarar ni condenar a ninguna de las partes»), aunque en privado sí da su verdadera opinión, una opinión que no se cuenta al lector («Aunque dize Galersis que los que fueren sabios bien conocerán la justicia del diálogo conforme a como la reina Sidonia en secreto lo dixo»).

No obstante, frente al «ornamento de princesas», cabe pensar que este otro diálogo no pretende tanto adoctrinar sobre el comportamiento femenino, sino que se trata más bien de un alarde de técnicas dialécticas.

Los consejos de un personaje a otros

Dentro del heterogéneo mundo de los libros de caballerías, el Rosián de Castilla se separa del resto por diversas razones que han llevado incluso a extraerlo del género caballeresco. Es obra del pacense Joaquín Romero de Cepeda, que no dudó en convertir a su héroe en heredero de un caballero casado con una mujer «de mediano estado» y no de grandes nobles. El capítulo segundo de esta obra trata «de una prática que hizo Eduardo a su muger Albina la primera noche de la boda, la qual avían todos los casados de hazer a sus mugeres, y ellas aprendella para ponella por obra» (52). En este capítulo un marido (el que será el padre del héroe) se dedica a enseñar a su mujer cómo ha de comportarse para conseguir la felicidad marital:

  Lo primero que conviene hazer, por ser lo más principal (dexado a parta cumplir en todo la divina voluntad, que sin esto ninguna cosa es algo); ha de ser negar vuestra voluntad, que no se acuerde jamás de vuestro querer. Porque el día que la muger en el estado del matrimonio pensare cumplir su voluntad, siendo contra la del marido, esse día se acaba aquel dulce trato del vínculo matrimonial, y no queda entre ambos verdadero amor ni voluntad. (53)

La lección se organiza, además de estos primeros consejos, en una serie de doce avisos que Eduardo va explicando con su particular lógica a su mujer Albina, que, como perfecta esposa, aprenderá todo lo que su marido le enseña y acatará su voluntad en todo. Pero el «proceso de formación» de Albina no ha concluido, una vez se queda embarazada ha de escuchar nuevas lecciones sobre la condición de estar encinta de boca del sabio Philosopho, que concluye con un elogio del matrimonio y unos consejos a Eduardo, consejos «que han de tener los casados para bivir en compañía de sus mugeres», a las que finalmente elogia con una serie de ejemplos de damas ilustres, como las series que aparecen en tantas obras (Cárcel de Amor, El Scholástico, etc.) Este sabio será el encargado de enseñar al héroe, Rosián. Pero lo que nos interesa resaltar es la forma como el aspecto sapiencial aparece en los libros de caballerías no como una enseñanza derivada de los hechos narrados, sino como capítulos con cierta autonomía que aparecen exclusivamente por su valor ético.

Por su parte Páez de Ribera va sembrando su Florisando de este tipo de avisos morales. En una ocasión un personaje («el santo monge Anselmo») ofrece consejos para el monarca, siguiendo una tradición más cercana a la caballeresca, pero con claros tintes de «regimiento de príncipes»; en primer lugar se identifica al regente como delegado divino para impartir justicia:

  Pues en auto y exercicio de servir a Dios os fallo ocupados, dixo el santo monge [A]nselmo, que es entendiendo en las cosas de justicia por donde Dios se sirve y el mundo se govierna, quiero deziros para que esta justicia, [que] es una congrua disposición de Dios, más a su servicio podáis administrar en todas las cosas derechamente, qué tal havéis de ser vós como su administrador. (54)

Así, el primer consejo no puede ser otro que conocer a Dios, obligación inherente a todo ser, pero más aún a los regentes:

  Lo primero que havéis de tener conoscimiento de Dios, que es la cosa primera que toda criatura deve haver, mayormente los emperadores y reyes que han de governar las tierras y las gentes con entendimiento de razón y con derecho de justicia (...) (55)

El monje Anselmo continúa advirtiendo que se ha de apartar de la codicia y de los vicios en general, y le amonesta para que sea «hombre de palabra», sea frugal en su alimentación y evite dejarse llevar por la ira:

  E assí mismo las riquezas demasiadas no las devéis cobdiciar para guardarlas y no obrar bien d'ellas (...) Otrosí apartar los vicios porque son de tal naturaleza que cuando el hombre más los usa, más los quiere, de que siguen grandes males, (...) Y assí mismo criáis en ser hombre de palabra con la cual mostráis y dais a conocer aquello que avéis pensado y tenéis en el coraçón, y cuando la palabra se dize como debe, trae gran provecho, (...) Assí mesmo en comer y en bever, y esto deves de mirar mucho que sea en tiempo conveniente y de todas cosas que os tengan juntamente sabor y provecho, que os conserven rezio y sano, y no os impidan el entendimiento (...) Assí mismo os devéis guardar de saña y de ira y de malquerencia que no se apoderen en vuestros coraçones reales. (56)

Obsérvese cómo las enseñanzas se organizan casi en forma de lista, como una serie de consejos que el monarca ha de tener en cuenta en su labor regente. La teoría aparece expuesta de forma directa por uno de los personajes teniendo como destinatario a otro. Pero no siempre sucede esto, en otras ocasiones el proceso pedagógico es más complejo, acudiendo a comparaciones entre lo narrado y la vida real del lector, u ofreciendo una lectura alegórica que le resulte útil moralmente al receptor.

Comparaciones e interpretaciones alegóricas

Los libros de caballerías no desdeñan la enseñanza a través de hechos interpretados como símiles o alegorías. Ya Cacho Blecua analizó un ejemplo de esta práctica en el Amadís de Gaula (57) e indicó que era frecuente en la literatura artúrica . En el fragmento estudiado por este profesor, se compara una doncella muda que engaña a los héroes con «el mundo en que bivimos», igual de falso que la doncella (58).

Otro claro ejemplo de esta práctica la encontramos en el Félix Magno, obra impresa en los talleres sevillanos de Sebastián Trugillo en 1549. En un momento dado de este texto, uno de los menos heterodoxos dentro del género, el autor (siguiendo claramente la obra de Montalvo, a quien imita casi literalemente) utiliza los hechos narrados para reflexionar sobre la vida humana, una reflexión en las que establece todo un sistema de comparación entre la aventura y el comportamiento pecaminoso del hombre. Esta aventura en cuestión narra cómo, en una determinada ocasión, el héroe decide entrar en una cueva misteriosa, en la que, sin saber de quién, es golpeado sin piedad. La fantasmagórica batalla se detiene en cuanto el caballero llega a un pilar de mármol, lo que indica que la primera parte de la prueba ha llegado a su fin. Allí encuentra una puerta que es incapaz de abrir, pero entonces aparece una extraña anciana que se ofrece a ayudarlo a cambio de un don. El héroe accede y la vieja le indica una maza con la que puede echar la puerta abajo y entrar en una gran sala. La misteriosa vieja regresa y le pide entonces el don: recibir de manos del héroe un anillo que lo protege contra los encantamientos. A pesar de la palabra dada, el caballero teme que todo sea una trampa y se niega. Es entonces cuando el autor, antes de continuar la narración de la aventura, se dedica a reflexionar sobre el posible valor didáctico de lo narrado

  De donde podemos tomar enxemplo comparando esta cueva encantada al mundo en que bivimos, que claramente vemos en él mil tribulaciones e angustias cada hora que no sabemos de donde nos vienen. (59)

Como el autor indica, se trata de una comparación y no de una alegoría. Pero lo curioso de esta comparación es que los hechos del caballero, que son ejemplares en cuanto modelo de valor, se convierten en símbolo de la pertinacia humana en el pecado, explicación de cómo nada nos hace cambiar, ni siquiera los males que nos vienen por nuestro comportamiento pecaminoso:

  Y no hazemos sino pasar adelante, no curando de enmendar, por estas cosas, nuestra mala vida e peor propósito. Y lo mucho que hazemos cuando algún mal nos viene es que dezimos: «Esto causan mis pecados», y en lugar de enmendarnos d'ellos, no lo emos acabado de dezir cuando, olvidado todo el mal que nos á venido y no pensando en los otros muchos que venir nos pueden, seguimos adelante corriendo tras cualquier señuelo del pecado que el enemigo nos muestra. (60)

El hombre tiende a olvidar rápidamente las consecuencias funestas de sus pecados y por ello cae siempre en él, siguiendo «cualquier señuelo del pecado que el enemigo nos muestra», esto es, cualquier tentación, la tentación que el autor del Félix Magno compara a la misteriosa vieja:

  El cual podemos comparar a esta vieja, que para engañar a este cavallero en fin de tantas tribulaciones de golpes de espadas y hachas, como avéis oído, que avía sufrido, viéndole muy afligido en aquella puerta, prometióle de dezille cómo la abriría y después de abierta, por aquel bien que le avía hecho, demandávale un anillo, que no se lo oviera dado cuando el cavallero quedara encantado para siempre. (61)

La promesa de ayuda por parte de la vieja es la tentación, el cebo sensual que el demonio pone ante nosotros, placeres que caducan:

  Y así sea el enemigo con nosotros que cuando nos quiere engañar, cévanos con ponernos delante mil deleites. Y no miramos que son flores que un hora son floridas. Y metidos en ellos, como ya tiene de nosotros prenda, pídenos que hagamos cosas para condenar nuestra alma, la cual es más preciada que el anillo de aquel cavallero. (62)

Finalmente, ese anillo que protege contra los encantamientos puede entenderse como el alma. De igual manera que la vieja (las tentaciones del demonio) finge ayudar (proporciona placeres mundanos), pide a cambio algo mucho más valioso, el anillo que nos protege (el alma). Aunque el sistema parece no tener brecha alguna, el autor se guarda se identificar anillo con alma, ya que indica expresamente que ésta es «más preciada que el anillo de aquel cavallero». Pero el héroe también en esta lectura nos da un ejemplo valiosísimo, el de guardarse de los falsos placeres del pecado:

  Y así como el miró en las palabras de la vieja que eran para engañalle e se acordó que aquella infanta le avía dado aquella joya e lo que le dixo cuando se la dio, así hemos de considerar en las palabras engañosas que el enemigo cada hora nos dize, e cada memento nos trae al pensamiento para que le otorguemos el alma cometiendo pecado. (63)

Las conclusiones religiosas resultan claras, el recuerdo de Dios nos ha de librar del infierno:

  Y hemos de mirar e acordarnos que Dios la crió e nos la dio e que no es razón que la demos tan ligeramente al diablo como la damos cada vez que pecamos. Y no nos devemos de engañar en pensar que no la <damos> [hemos] dada sino empeñada para quitalla al tiempo de la confesión. Que de mirar hemos que este tiempo, por no pagar, alargan muchos muchas vezes tanto que, antes que ellos lleguen a él, se llega a ellos la muerte, e así quedan encantados para sienpre en las penas infernales. Pues bolviendo al cavallero, dixo a la vieja: (...) (64)

Al final el autor utiliza una fórmula de entrelazamiento para concluir estas reflexiones, lo que indica que consideraba el fragmento analizado como una digresión didáctica: la forma de volver a la narración, tal como había hecho Garci Rodríguez de Montalvo en el Amadís (y otros textos), resulta idéntica a la forma como se vuelve a un determinado personaje tras haber narrado las aventuras de otro.

Un libro muy interesante a este respecto es el Baldo, traducción de un texto en latín macarrónico que fue asumida como uno más de los libros de caballerías. Pues bien, en el Baldo el autor introduce numerosas «moralidades» en las que aprovecha lo narrado para reflexionar sobre diversos asuntos. En algunas de estas digresiones el autor interpreta alegóricamente las aventuras:

  Hase aquí contado la arte de la alquimia y la piedra filosofal, por la cual podemos entender cualquiera sciencia llena de argumentos y sofísticas razónes, en quien gastan el tiempo no saliendo d'ella por la dulçura de las cavilaciones. Aquellas piedras que estavan hechas de vidro son las diversas maneras de argumentos, en las cuales gastar toda la vida es cosa inútil. (65)

El sistema alegórico es el siguiente:

Narración

Lectura alegórica

la arte de la alquimia y la piedra filosofal ....

sciencia llena de argumentos y sofísticas razones

piedras que estavan hechas de vidro ............

diversas maneras de argumentos

El sistema argumentativo continúa con una larga serie de citas con las que el autor quiere justificar su razonamiento (Platón, Eurípides, Terencio...) (66).

En otra ocasión, vuelve a interpretar de forma alegórica lo narrado, esta vez aprovecha el motivo del viaje por mar para hablar sobre la vida humana desde un punto de vista religioso:

  Por aquesta nao en que iva Baldo con sus compañeros, mercaderes y pastores entenderemos todo el género humano que por aqueste gran piélago navega, que contiene en sí gran diversidad de gentes: los pastores son los que tienen governación de súbditos, los cuales, dexando o vendiendo sus ovejas al demonio, todas las pierde porque se van unas tras otras. Lo cual mucho ha que se usa que ya nadie se guía por el parescer de la razón sino por el parescer vulgar; uno sigue las pisadas de otro. Gente desvariada es aquella que, por sola la opinión de los muchos, se pierde. Toman por ley el mal uso. (67)

La interpretación alegórica del viaje marino continúa con la explicación de los vientos:

  ¿Qué diremos de los vientos metidos en cuevas y que agora están sueltos? Es de saber que Eolo quiere dezir hombre vario porque son de diversas maneras los vientos. Dízesse Júpiter y Juno ser hermanos y casados, porque Júpiter tomavan por el aire espesso y Junto por el más líquido. Fingen que todas los planetas que hizieron su cabildo y es que, por causa natural, embían influyendo en la tierra -mediante la sabiduría celestial- guerras, mortandades, sediciones, las cuales parecen estar guardadas en algún cabo para aquello; y assí, suéltanlas que són más ligeras que vientos. (68)

La explicación alegórica se ha visto contaminada por la explicación «natural» que también encontramos en la Filosofía secreta de Pérez de Moya, para indicarnos el sentido de los vientos. Pero, no contento con eso, el autor del Baldo recurre a otras interpretaciones:

  También, como cada hombre nasce con su inclinación, los que nascen con un vicio más señalado fíngese tener viento en sí. Entre estos vientos ay uno llamado Aquilón (y por otro nombre Bóreas) (...) Éste imita a los ambiciosos, de l[o]s cuales será bien dezir un poco. (69)

Y aquí el autor se dedica a hablar sobre el vicio de la ambición («la cosa más desventurada y miserable que se puede hallar») y sobre el peligro de los ambiciosos en general. Como indica Gernert en su edición de esta obra, estas moralidades y digresiones del autor «dan muestra de su saber humanístico, de su peculiar concepto de la ficción y de sus pruritos estético-literarios» (70).

Aunque el Baldo sea en realidad una traducción, como se ha dicho, fue asumida como un libro de caballerías más, y cabe pensar que influyó en el género. El Baldo supone la inserción perfecta de la cultura humanística en la composición de un texto caballeresco. En esta obra, la Eneida y la Farsalia, entre otros textos, se funden con la temática carolingia dando como resultado un libro original y extraño (71).

Como se ha visto, en el heterogéneo corpus caballeresco, las aventuras no son sólo los «enxemplos» dignos de imitación, sino que también pueden ser objeto de interpretaciones alegóricas o analizadas como símiles con una clara intencionalidad didáctica.

Los prólogos alegóricos

Pero en otras ocasiones las alegorías aparecen en los prólogos de los textos, como la que encontramos en el prólogo que Jerónimo Fernández compuso al libro segundo del Belianís de Grecia. En este prólogo el autor nos narra su situación anímica justo antes de empezar a «traducir» el segundo volumen de las hazañas de Belianís. El autor comenta que, mientras se plantea si continuará o no las obra, se pierde en un lugar que se presenta de acuerdo con la tópico del locus amoenus (72). Ese lugar idílico le permite que concilie el sueño, de forma que, soñando, observa que aparecen cuatro doncellas, dos de ellas más bellas que las otras:

  a mí llegaron quatro donzellas tan hermosas algunas dellas quanto las otras al parescer bien tractadas y feas, porque las dos más hermosas venían la vna vestida de vna rica saya de un terciopelo verde (...) La otra de las más hermosas, a quien ésta por la mano traýa, venía vestida de una saya de raso a colores, la mitad negro y colorado, y la otra mitad amarillo y verde (...) Venían las otras dos, cuya hermosura a la de las ya dichas no ygualaua, aunque en la riqueza y hermosura de los trajes grandes ventajas tenía. (73)

Las dos doncellas menos hermosas lo invitan a que deje su tarea y se dedique a una vida de tranquilidad y descanso, pues no en vano se trata de figuras alegóricas de la «Ociosidad» y el «Descuydo». Pero, justo cuando el autor va a caer en las redes de estas damas, las otras dos más bellas lo retienen y le recuerdan la importancia y necesidad de su labor; estas dos hermosas damas son alegorías de la «Perseverancia» y la «Fama», quienes finalmente convencen al escritor de que continúe con su labor de «traducción»; éste se decide cuando contempla que las riquezas de los trajes de las otras esconden rudas y ásperas vestiduras, signo de que la vida que parece más descansada es en realidad la peor opción.

Frente al Félix Magno o el Baldo, Jerónimo Fernández no se dedica a ofrecer una lectura alegórica de las aventuras que narra en su libro, sino que introduce un sueño alegórico en el prólogo tanto para justificar su labor literaria como para indicar al lector el valor de la virtud («perseverancia» y «fama») frente al vicio («ociosidad» y «descuydo»). Una vez más justificación y doctrina moral van de la mano en un prólogo renacentista.

Los espectáculos con valor simbólico

En otras ocasiones, se narran espectáculos mágicos o fastos cortesanos con una fuerte carga alegórica, como sucede en la aventura de la Casa de la Fortuna en el Olivante de Laura de Antonio de Torquemada o algunos de los espectáculos de la Cuarta parte de Florisel de Niquea de Silva (74).

En la obra de Torquemada, Olivante consigue salir victorioso de las aventuras de la Casa de la Fortuna al vencer a todos sus guardianes mágicos. Allí encuentra, en un trono, la personificación de la Fortuna:

  Encima de aquel trono estava una silla de diversas piedras y colores, cuya riqueza era sin par, ni lengua humana bastava para dezirlo, y encima della sentada la Fortuna en hábito de muger, aunque en el cuerpo de grande estatura. Su magestad era tanta que los ojos de los que la miravan por una parte ponían contentamiento y por otra temor (...) (75)

La Fortuna, como es sabido, es mudable y su representación lo muestra claramente, pues en ocasiones esta mujer aparece sonriente y otras furibunda («el gesto grande, el qual algunas vezes se mostrava risueño y alegre, y otras vezes tan turbio y feroz que no avía quien los ojos en ella pudiesse tener firmes»).(76) Esta dama pisa dos hermosas pero tristes doncellas, representación de la Justicia y la Razón, que lamentan estar por debajo de la Fortuna («Vosotros, mortales, a quien los secretos naturales por vuestros merecemientos pudieron ser revelados, conoced el agravio que la Justicia y la Razón desta ciega Fortuna recebimos»).(77) A esta imagen se van uniendo otras figuras alegóricas, la Voluntad y el Antojo, en forma de doncellas («aunque no acompañadas de hermosura ni buen parecer vestidas de preciosos atavíos de púrpura»), que se dedican a amenazar y tratar mal a la Justicia y a la Razón. Y, claro está, no puede faltar la imagen de la rueda (78). Antonio de Torquemada no se sustrae a la fuerza de esta imagen y, además, rodea esta rueda de la Fortuna con muchedumbre de personas que sufren las consecuencias de sus vueltas. Y así nos presenta toda una casuística de formas de ser tratado por la Fortuna:

  En derredor de aquella rueda estavan infinito número de gentes, vestidos de diversos trages y maneras, los más differentes de los que entonces en el mundo se usavan. Todos ellos sin cessar ponían los pies, y algunos ligeramente subían sin embaraço ninguno por ella arriba, y otros estropeçando y cayendo, aunque con mucho trabajo llegavan a la cumbre, y otros se quedavan en el medio; y tales avía que, poniendo el un pie, antes que tocassen con el otro se caýan; y algunos, aunque la Fortuna con su acostumbrada furia moviesse la rueda, estavan siempre en un ser, sin baxar ni subir. (79)

Esto le servirá a Torquemada para que aparezcan diversos personajes del pasado, que nos aleccionarán con su experiencia negativa o positiva, siguiendo la estela del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena.

Una situación distinta, pero también claramente alegórica, la encontramos en la Cuarta parte de Florisel de Niquea, de Feliciano de Silva, que narra las fiestas cortesanas que se celebran en Constantinopla por las bodas de varios príncipes y princesas. Los fastos se ven aumentados por los encantamientos de varios sabios que pretenden colaborar con su magia al lujo de las celebraciones. Es entonces cuando aparece una procesión de carros con una simbología clara: los carros del Amor, de la Muerte, de la Fama y del Tiempo se presentan ante los ojos de los caballeros y damas de la corte tan sólo para que éstos oigan determinadas verdades, e inmediatamente se elevan y desaparecen entre las nubes. No se trata de una alegoría literaria, por tanto, sino de la descripción de un espectáculo con valor alegórico. En realidad, la imagen de estos carros recuerda bastante a los emblemas que por aquel entonces (mediados del siglo XVI) habían penetrado con fuerza en España de la mano de las traducciones de la obra de Alciato. De esa manera, Silva comienza con una descripción que funciona como la imagen del emblema:

  En el delantero venía encima de aquellas ruedas el Dios de amor como lo pintan los antiguos con su arco y saetas, desnudo y los ojos tapados; en las ruedas en que tenía puestos los pies como un trono andavan infinito número de gente de todos estados abaxando y subiendo conforme a las mudanças que el amor suele hazer, con más mudanças que la fortuna hazer puede. (80)

A esta descripción de la imagen se añade un escrito, de la misma manera que en los emblemas una leyenda acompaña a un grabado:

 

La firmeza en mis razones
Muestra en el mundo las ruedas
que en tenerme no están quedas.
(81)

En el siguiente carro «venía la muerte con otro arco y saetas en un cavallo blanco y muy flaco», imagen que también va acompañada de una leyenda:

 

Lo que tiene vida y es,
hombres, aves y animales
a todos los hago iguales.
(82)

Y así sucede con los carros del Tiempo y de la Fama: a una descripción visual sucede una explicación o glosa (83). Pero, por si fuera poco, en cada carro un «rey de armas» pronuncia dos coplas castellanas sobre el asunto de su carro, pero esta vez vinculándolas con los personajes y situaciones narradas, esto es, relacionándolas con la trama. En cualquier caso, parece claro que Silva, posiblemente influido por la literatura emblemática, quisiera cargar de profundidad moral a los típicos fastos y celebraciones cortesanas de los libros de caballerías, y por ello decidió que sus personajes organizaran un espectáculo con valor alegórico (84).

La alegoría como forma de interpretación contaba con el respaldo bíblico, no en vano las parábolas no son más que alegorías. Por otra parte, se han de recordar las cuatro formas de interpretar las Santas Escrituras (85). Eran especialmente conocidas en los Siglos de Oro las diversas interpretaciones alegóricas del Cantar de los Cantares. Por su parte, la mitología clásica se había visto desde antiguo como narraciones que ocultaban verdades, esto es, como alegorías, como la tradición del Ovidio moralizado (86). Ya en el siglo XVI, obras como la Filosofía secreta de Pérez de Moya son un buen ejemplo del vigor de este tipo de interpretaciones. De ahí que no nos deba extrañar que también en el corpus de libros de caballerías del Renacimiento encontremos ejemplos de lecturas alegóricas para transmitir diversas enseñanzas.

Hacia una tipología de transmisión de enseñanzas en los libros de caballerías

Como hemos dicho, los libros de caballerías, a pesar de las críticas, o precisamente a causa de ellas, no desdeñan incorporar en sus páginas aspectos didácticos o moralizantes. El grado de fusión entre narración y pedagogía, así como la forma como esas enseñanzas se transmiten difieren de una obra a otra. Pero en ningún caso estos textos carecen, como género, de determinados aspectos didácticos, si bien las enseñanzas se manifiestan en ellos de diversas maneras. Se puede intentar establecer una tipología de los sistemas de transmisión didáctica en los libros de caballerías. En primer lugar, se situarían las aventuras presentadas como hechos ejemplares a los que se ha de imitar. Pero, además de esta lectura ejemplar de lo narrado, se encuentra la inserción de elementos doctrinales y teóricos. Esos elementos doctrinales pueden aparecer en boca del autor o de alguno de los personajes.

Cuando las enseñanzas aparecen en boca del autor normalmente se encuentran en los preliminares (prólogos y dedicatorias), tal como hemos visto más arriba, pero también pueden aparecer diseminadas por el texto una serie de glosas o digresiones moralizantes. En otras ocasiones no se trata de digresiones sino de comentarios a los hechos, comentarios por los que se alaba o critica y se da una breve explicación moral. Por último, el autor puede interpretar algún hecho de forma alegórica para enseñar alguna verdad de tipo universal al lector, o componer un prólogo alegórico con ese mismo fin.

Por otra parte, a veces son los propios personajes quienes transmiten enseñanzas; claro está, los héroes siempre enseñan cómo comportarse con sus hechos, ya que éstos siempre son dignos de imitación, pero también con sus palabras, a través de parlamentos que, a veces con carácter claramente retórico, consiguen transmitir alguna verdad de tipo general. Otras veces los personajes dialogan sobre un determinado tema y establecen un debate de tipo casi académico, o bien un personaje de cierta autoridad (monje, anciano, etc.) adoctrina a otros personajes.

Pero, además del autor y los personajes, en ocasiones los acontecimientos y espectáculos que contemplamos en los libros de caballerías tienen un carácter alegórico-moral que no requiere la interpretación del autor. Se trata de prodigios o espectáculos que, como si de una lección se tratara, consiguen enseñar verdades éticas o morales a los personajes, y, claro está, también al lector, como sucede en la Cuarta parte de Florisel de Niquea de Feliciano de Silva o en el Olivante de Laura de Antonio de Torquemada.

En definitiva, las diversas formas de transmisión de enseñanzas en los libros de caballerías responde al siguiente esquema:

A. Enseñanzas en boca del autor

1. Prólogos y dedicatorias

1.1. Prólogos y dedicatorias con glosas moralizantes

1.2. Prólogos y dedicatorias con carácter alegórico

2. Digresiones o glosas explicativas en el interior del texto

2.1. Sermones

2.2. Máximas

3. Interpretaciones alegóricas de los hechos narrados en el interior del texto

B. Enseñanzas en boca de un personaje:

1. Debates y diálogos

2. Parlamentos en una determinada situación

3. Lecciones por parte de un personaje

C. Enseñanzas derivadas de los hechos:

1. Acciones ejemplares

2. Espectáculos o maravillas de lectura alegórica

Conclusiones

El recorrido que hemos presentado nos ha de llevar a dos conclusiones: en primer lugar, que los libros de caballerías no fueron ajenos a las posibilidades didácticas que ofrecía un texto literario, si bien ni a todos los autores de libros de caballerías les interesaba de igual modo lo pedagógico ni todas estas obras utilizaban siempre los mismos recursos para transmitir enseñanzas. Hemos comprobado la multiplicidad de estrategias que utilizaron estos autores para lograr sus fines didácticos (desde el uso de sententiae a las lecturas alegóricas, pasando por los sermones, lecciones o debates en boca de los personajes), asimismo se ha visto la diferencia de sinceridad de esos propósitos didácticos (desde la mera justificación vacía hasta la ortodoxia de Montalvo y Páez de Ribera, pasando por las enseñanzas humanistas de Diego Ortúñez de Calahorra y Antonio de Torquemada). Y ello nos lleva a la segunda conclusión, que la supuesta homogeneidad del género caballeresco es una idea incorrecta que se ha de erradicar definitivamente de los estudios literarios, aunque eso suponga llevar la contraria al personaje cervantino que afirmaba que estos libros «cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más este que aquel, ni estrotro que el otro» (87). El análisis de los aspectos didácticos de estas obras, como de casi cualquier otro aspecto, confirma la profunda diversidad del género. Y, en conclusión, de igual manera que no hemos de dar demasiada credibilidad al personaje cervantino, tampoco hemos de tomar al pie de la letra la opinión de Antonio de Guevara, que critica estas obras de ficción:

  tan sin conciencia se componen hoy libros de amores del mundo, como si enseñasen a menospreciar el mundo (...), porque allí no deprenden cómo se han de apartar de los vicios sino que primores ternán para ser más viciosos. (88)

Pues, como se ha visto, en el género caballeresco también se encuentran « buenas doctrinas y enxemplos para confirmar a los buenos en su bondad» (89).