racionero, y maestro de capilla de la santa iglesia de Sevilla.
Dirigido al Ilustrísimo y Reverendísimo señor don Rodrigo de Castro,
Cardenal y Arzobispo de la santa iglesia de Sevilla.
Impreso con licencia en Valencia, en casa de
los herederos de Joan Navarro. Año 1593
Lo Rey, i per sa Magestat don Francisco de Moncada, marqués de Aytona, compte de Osona, bescompte de Cabrera i de Bas, gran senescal de Aragón, lloctinent i capità general en lo present regne de València. Per quant Francesc Ramos, llibrer de la present ciutat, nos ha suplicat sia de nostra mercé donar, i concedir-li llicència i facultat per a poder imprimir un llibre compost per Francisco Guerrero, racionero i mestre de capella de la seu de Sevilla, intitulat El viaje de Jerusalem, que nos attés que és llibre útil i profitós, i que té llicencia de l'Ordinari, ho havem tengut per bé. Per ço, per tenor de les presents, expresament, i de nostra certa ciència, delliberadament i consulta, i per la Real autoritat, donem, i concedim llicència, permís, i facultat al dit Francesc Ramos per a poder imprimir, i o fer imprimir lo dit llibre, sense encorriment de pena alguna. Diem per ço, i manem a universes i sengles officials, i persones dins lo present Regne constituits i constituïdors, que la present nostra i Real llicència guarden i observen, i contra ella no facen ni vinguen, ni venir permeten, si la gràcia de sa Magestat tenen cara, i en pena de cinc cents florins d'or d'Aragó als Reals còfrens aplicadors desitgen no encòrrer. Dat. en lo Real Palacio de Valencia, a vint-i-tres dies del mes de febrer de l'any M. D. noranta tres.
V. Vidal pro Regente.
Guillelmus Nicolaus
Dehona.
Fol.cc.lxi.
Nos, el Doctor Agustín Frexa, canónigo de Tarragona, por el Ilustrísimo, y Reverendísimo señor don Joan de Ribera, por la gracia de Dios, y de la santa iglesia de Roma Patriarca de Antioquía, Arzobispo de Valencia, y del Consejo de su Majestad; en lo espiritual y temporal en la ciudad y diócesis de Valencia oficial y vicario general. Por tenor de la presente damos licencia y facultad, puedan imprimir en esta ciudad un libro intitulado, El Viaje de Jerusalem, el cual de comisión nuestra fue visto y examinado por el doctor Pedro Joan Asensio, y no halló en él cosa que repugnase a nuestra santa fe católica. En testimonio de verdad dimos la presente, firmada de nuestra mano. Dada en Valencia a 8 de Marzo 1593.
Frexa
Yo Pedro Joan Asensio, doctor en Teología por comisión del ilustre señor Agustín Frexa, canónigo de Tarragona, y vicario general en el Arzobispado de Valencia por el ilustrísimo señor don Joan de Ribera, Patriarca de Antioquía, y Arzobispo de Valencia, del Consejo de su Majestad, he visto este libro llamado Viaje de Jerusalem que hizo el maestro Francisco Guerrero, racionero y maestro de capilla de la santa iglesia de Sevilla, y no he hallado cosa que repugne a nuestra santa fe católica, antes bien es libro para despertar la devoción de los fieles a la meditación y contemplación de los pasos de la sagrada Pasión de Cristo nuestro Redentor. Y así digo que merece imprimirse. En fe de lo cual lo firmo de mi nombre en Valencia en 27. de febrero 1593.
Petrus Ioannes
Asensius
señor don Rodrigo de Castro, Cardenal y Arzobispo
de la santa iglesia de Sevilla.
Ninguna cosa con más razón debo dirigir a vuestra Señoría Ilustrísima, que este tratado que se ofrece en sus ilustrísimas manos, donde tengo escrito el viaje que yo hice a Jerusalem, y a lo demás de la Tierra Santa, porque si la liberalidad y favor de vuestra Señoría Ilustrísima no estuviera de mi parte, no pudieran mis fuerzas conseguir lo que toda mi vida tuve deseado. Aquí escribo lo que vi en aquellos santos lugares, y no todo lo que hay que ver, porque basta haber visto los más preciosos, como podrá vuestra Señoría Ilustrísima considerar en este discurso. Sea servido vuestra Señoría perdonar el mal estilo, porque mi ingenio no pasa más adelante. Solamente se podrá tomar en cuenta la verdad y llaneza con que se escribe. Suplico a vuestra Señoría Ilustrísima lo reciba con la voluntad que siempre tiene de hacerme merced.
Menor criado de vuestra
Señoría Ilustrísima.
Francisco Guerrero.
Habiendo (por la misericordia de Dios) ido y venido a la santa ciudad de Jerusalem, y visitado lo que en ella hay, y lo demás de la Tierra Santa, (como adelante se dirá) muchos curiosos y devotos me han persuadido a que escribiese este tan santo viaje, para encender sus ánimos a procurar hacer el mismo camino, y ser informados de lo que para ello es menester. Y yo por condescender a sus deseos, y por el gusto que tengo de la dulce memoria de haberlo andado, no me será pesado hacer una breve relación de todo lo que he visto. Y para dar mejor razón del movimiento que tuve para hacer esta peregrinación, es menester comenzar desde qué tiempo me incliné a desear ver cosas tan preciosas. Desde los primeros años de mi niñez me incliné al arte de la música, y en ella fui enseñado de un hermano mío, llamado Pedro Guerrero, muy docto maestro. Y tal prisa me dio con su doctrina y castigo, que con mi buena voluntad de aprender, y ser mi ingenio acomodado a la dicha arte, en pocos años tuvo de mí alguna satisfacción. Después, por ausencia suya, deseando yo siempre mejorarme, me valí de la doctrina del grande y excelente maestro Cristóbal de Morales, el cual me encaminó en la compostura de la música bastantemente, para poder pretender cualquier Magisterio. Y así, a los diez y ocho años de mi edad fui recibido por maestro de capilla de la iglesia catedral de Jaén, con una ración, adonde estuve tres años. En fin de este tiempo vine a Sevilla a visitar mis padres, y el cabildo de la santa iglesia me mandó que les sirviese de cantor, con un salario bastante. Y yo por agradecer esta merced y obedecer el mandato de mis padres, dejé lo que tenía en Jaén, teniendo por mucha honra la que en esto se me hacía, aunque fuera mayor la pérdida de lo que dejaba.
Desde a pocos meses de mi residencia en esta santa iglesia, fui llamado para el magisterio y ración de la iglesia de Málaga, y habiéndose hecho examen entre seis opositores, fui nombrado el primero por el obispo don Bernardo Manrique, y el cabildo; y enviado el nombramiento a su Majestad, fui proveído por su mandado, y se tomó la posesión por mí. Y poniéndome en orden para ir a residir mi ración, el cabildo de esta santa iglesia de Sevilla, no permitió que yo dejase su servicio. Y para que con mejor título pudiese dejar lo que ya poseía, se ordenó que el maestro Pedro Fernández, maestro de capilla de la santa iglesia de Sevilla, y maestro de los maestros de España fuese jubilado y se le diese media ración, y la otra media se me dio a mí, y más el salario de cantor, con cargo de enseñar y dar de comer, y lo demás necesario a los Seises cantorcicos. Y que si le alcanzase de días, entrase yo en toda la ración. Y así estuvimos veinticinco años en compañía, y después de sus días, fui proveído con perpetuidad en toda la ración con bulas apostólicas.
Y como tenemos los de este oficio por muy principal obligación componer chançonetas, y villancicos, en loor del santísimo nacimiento de Jesucristo, nuestro salvador y Dios, y de su santísima madre la Virgen María, nuestra Señora, todas las veces que me ocupaba en componer las dichas chançonetas, y se nombraba Belén, se me acrecentaba el deseo de ver y celebrar en aquel sacratísimo lugar estos cantares, en compañía y memoria de los ángeles y pastores que allí comenzaron a darnos lección de esta divina fiesta; y aunque esta pretensión era cosa tan grande que me parecía estar muy lejos de conseguirla, por muchos inconvenientes que había (especialmente el de mis padres) propuse (aunque no hice voto) de que si Dios me daba vida más larga que a ellos, de hacer este santo viaje. Y así después que Dios los llevó de esta vida, me pareció que tenía hecha la mayor parte de este camino. Estando siempre con este cuidado cuándo sería el tiempo de verme en este viaje, sucedió, que el año mil y quinientos y ochenta y ocho, nuestro santísimo y beatísimo padre Papa Sixto Quinto, envió a llamar al Ilustrísimo y Reverendísimo señor el Cardenal don Rodrigo de Castro, Arzobispo de Sevilla; y estando a punto para ir a Roma, le supliqué me llevase en su servicio, y pidiese al cabildo lo tuviese por bien; y así se hizo lo que su Señoría Ilustrísima pidió. Llegados que fuimos a Madrid, como su Majestad le detuviese, y el verano entraba recio de calores, determinó por entonces no pasar de allí hasta que refrescase el tiempo, y yo como deseoso de verme ya en Italia, y veía esta nueva dilación, supliqué a su Señoría Ilustrísima me diese licencia para ir a Venecia a estampar unos libros, entretanto que se llegase el tiempo de proseguir su jornada, porque al presente estaban en Cartagena las galeras del gran Duque de Florencia. El cardenal no tan solamente me dio licencia, mas también me hizo merced de darme el ayuda que fue menester para la jornada, y así me fui a embarcar a Cartagena, adonde hallé otras galeras que estaban a punto de navegar.
Llegado a Génova, pasé a Venecia, y llegué a los ocho de agosto.
Lo primero que hice de mis negocios fue concertar la estampa de dos libros de música. Y diciéndome el impresor que era menester para estamparlos más de cinco meses, dije a un amigo mío: En este tiempo pudiera yo hacer mi viaje a Jerusalem. Respondióme: A buen tiempo habéis venido, que hay una nave buena y nueva que va a Trípoli de Siria. Fue muy grande alegría para mí, y tomando a su cuenta la corrección de la estampa el maestro Joseph Zerlino, maestro de capilla de S. Marco, y de la Señoría de Venecia, varón doctísimo en la música, y en las otras artes liberales, me concerté con el escribano de la nave lo que se suele pagar por cada persona, que son cinco escudos por la embarcación, y por comer con el capitán siete escudos por cada mes.
Llevé desde España por mi compañero en todo este viaje a Francisco Sánchez, discípulo mío, y así alegremente nos embarcamos a catorce días del mes de agosto, del año de mil y quinientos y ochenta y ocho, a los sesenta años de mi edad, sin temor del mar, ni de tantas naciones de enemigos como en esta peregrinación hay, porque el gusto que tenía de esta jornada hacía que todo me fuese fácil y suave.
El día siguiente que fueron quince días del dicho mes, y día de la Asunción de nuestra Señora, comenzamos a navegar algo despacio por ser el viento un poco flaco, y después que mejoró el tiempo, llegamos a la ciudad de Parenzo, que es en la provincia de Istria. Después que de aquí salimos comenzamos prósperamente a navegar, pasando por la costa de Dalmacia, tierra y patria del bienaventurado san Jerónimo, y por la Esclavonia, y Albania, llegamos en quince días a la isla del Zante, tierra en la Grecia de venecianos, que son trescientas leguas de Venecia, dejando a la mano siniestra la isla de la Chafalonia, y golfo de Lepanto, donde fue la gran batalla de la armada y liga cristiana con la de los turcos, y tuvo la victoria la parte cristiana, siendo general de ella el serenísimo señor don Juan de Austria, hermano del rey don Felipe, nuestro señor. Estuvimos en el Zante cuatro días.
Esta isla del Zante es bien proveída de lo que es menester para la vida humana, especialmente de vino, que lo hay en abundancia, y es muy excelente, donde vienen a cargar de levante y poniente muchas naves, y para todas hay abundantemente. Toda la tierra es de griegos, aunque los gobernadores son venecianos, como señores de la tierra. Hay un obispo griego, y otro latino. Son dos poblaciones, una junto al mar, y otra en un cerro alto, donde está la fortaleza. La mayor parte de las iglesias son de griegos. Hay un convento pequeño de frailes franciscos, donde decimos misa los latinos. Aquí oímos una misa a los griegos, y la oficiaron de canto llano algunos eclesiásticos, y legos.
Su canto es muy simple, e ignorante. La misa se dice con devoción, y muchas ceremonias, y una de ellas es que la ofrenda que tienen de pan y vino que se ha de consagrar, el sacerdote sale de un altar por una puerta que lo divide del cuerpo de la iglesia, y da una vuelta por ella, y vuélvese al altar, trayendo en la cabeza el cáliz y el pan todo cubierto, el cual es fermentado, y va un ministro incensando delante, y están los griegos de rodillas adorando aún lo que no está consagrado.
Esta tierra de la isla del Zante, está cerca y frontero de la Morea, que es Corintio, adonde san Pablo escribió dos de sus epístolas.
Partidos del Zante, nos engolfamos hasta llegar a la isla de Candia, que por otro nombre se llama Creta, que serán doscientas leguas. Fuimos costeándola, casi cien leguas, y sin desembarcar en ella, entramos por otro golfo, que serán otras doscientas leguas poco más, y llegamos a la isla de Cipro, tierra hermosísima, y fértil, de todo lo que se puede desear. Esta isla, y reino, poseen los turcos de veinte años a esta parte, ganándola por fuerza de armas a los venecianos, que eran señores de ella; aunque se quedaron los naturales en ella con sus casas, y haciendas, empero sujetos a los turcos, como señores de ellos, y de la tierra. Son los moradores de ella griegos y latinos. Llegamos a una ciudad de esta isla que se llama Limisol en veinte y siete días desde que salimos de Venecia.
Desembarcados en la dicha ciudad comenzamos a tratar con los turcos, y aunque al principio de nuestra entrada andábamos con miedo, desde a pocas horas ya los mirábamos y saludábamos sin miedo, porque como los venecianos tienen paz con ellos, y nosotros los peregrinos vamos a título de venecianos, hablando en esta lengua, no había que temer. Esta ciudad de Limisol, está muy mal tratada desde el tiempo de la guerra. La fortaleza está hecha ceniza de la gran batería que le dieron los turcos, y la mayor parte de las casas, y la iglesia y cruces de piedra que había en la entrada de la ciudad, está todo derribado. Hay en esta isla muchas cosas necesarias y regaladas para la vida, mucho pan, y vino, y azúcar, y gran suma de algodón, donde cargan muchas naves para levante y poniente. Hay aquí un cónsul de la nación de Italia y Francia, que es el que está de por medio entre los turcos y cristianos, y con éste tratamos nuestros negocios. Fuimos a su posada y nos regaló en ella, y de él supimos de la guerra que el turco tiene en Persia, y de las compañías de gente de guerra que pasan por la Caramania que está muy cerca de aquí en la tierra firme de Asia, y de la buena ocasión que al presente había para poder tomar a cobrar este reino por la poca guardia que los turcos tienen en él. Mas por demás es pensar en este caso, porque ya tenemos experiencia, que lo que estos bárbaros una vez conquistan, tarde lo pierden.
Estando en esta ciudad de Limisol, nos dijo nuestro capitán, que había de estar con su nave más de veinte días, y de allí se había de ir a Trípoli de Siria, que le parecía que de allí nos fuésemos a Jafa, puerto de la Tierra Santa, distante de Jerusalem doce leguas, y que ganásemos estos días. Y así nos concertó a cuatro peregrinos con un barquero que tenía tres compañeros, y decía que eran cristianos. Estos llevaban su barca cargada de algarrobas a la ciudad de Damiatha, en Egipto, y concertados en el precio que fueron veinticinco cequíes, que cada cequí vale quince reales de España, y en cuatro días llegamos al puerto de Jafa que son ciento y veinte leguas de la ciudad de Limisol. Fue alegrísima vista a todos cuando descubrimos tierra que con tanta razón se dice santa. Antes de llegar a Jafa vimos la ciudad Cesarea de Palestina, y otros pueblos, aunque ni llegamos a ellos por ir con buen tiempo, y llegar con brevedad al puerto deseado. Estuvimos en llegar a Jafa desde Venecia treinta y dos días.
Esta ciudad de Jafa (que por otro nombre se llama Jope) fue muy principal como lo demuestran las ruinas de los edificios de ella. Es muy celebrada en la Sagrada Escritura por las cosas que en ella acontecieron. Aquí se embarcó Jonás profeta huyendo de Dios, cuando le mandó que fuese a predicar a Nínive; y por la tempestad que por su culpa Dios envió, fue echado en la mar, y tragado de la ballena. Aquí estuvo algún tiempo el apóstol san Pedro, donde vio aquella visión del cielo abierto, y descender un vaso a manera de un gran lienzo, que los cuatro cabos del llegaban al Cielo, lleno de serpientes, y aves, y otros animales, y Dios le mandaba que matase y comiese, y lo demás que en los actos de los apóstoles dice en esta historia. Aquí resucitó el mismo apóstol a una mujer que se llamaba Dorcas. Por lo dicho y por lo mucho que hay que decir es famosa esta ciudad y puerto. Luego que nuestro barco llegó al puerto y dio fondo, vimos venir de tierra otro barco hacia el nuestro, en el cual venía el Subasi, que es el alguacil de la ciudad de Rama, con ocho o diez arcabuceros y flecheros, y llegaron a nuestro barco, y entrando en él, miró a los peregrinos que allí estábamos diciendo: Cristiani? cristiani? Y nosotros bajando la cabeza, le dimos a entender que sí. El barquero, cuando los vio venir, escondió dos barriles de vino, porque sabía cuán deseosos son de esta bebida, dejando un poco con que los convidó a merendar a pan y queso y algarrobas.
Después que se acabó la merienda, nos hizo señas que entrásemos en su barco, y venimos a tierra, y cristianos y turcos muy alegres, riendo de un turco que se emborrachó, y los otros turcos le decían donaires.
Llegados a tierra, el Subasi nos pidió de la entrada un cequí por cada uno, y después de recibido nos encomendó a un turco que nos guardase.
Y visto que aquella noche habíamos de dormir en el suelo, en unas bóvedas a manera de atarazanas antiquísimas, entramos en acuerdo de rogar al turco, nuestra guarda, que nos dejase dormir en un barco en la mar, y él se hizo de rogar hasta que le dimos ciertas monedas con que nos dio licencia.
El Subasi se iba aquella noche a Rama, que son cuatro leguas, y le rogamos que nos enviase un hombre con bestias para llevarnos a Jerusalem, y él lo prometió y así lo cumplió. Aquella noche, y otra, estuvimos en un barco lleno de peregrinos que venían de Jerusalem, donde iban unos caballeros franceses y algunos frailes; regaláronnos estas noches que allí estuvimos.
Al tercero día vino un hombre de Rama que se llamaba Atala, y trajo para cada uno un jumento y por veinticuatro cequíes nos concertamos con él los cuatro peregrinos. Otros dos peregrinos llegaron a este tiempo, el uno fraile de san Francisco, y el otro clérigo, ambos franceses, y el fraile venia del Cairo; vinieron así mismo muchos peregrinos griegos con sus mujeres e hijos, y todos juntos partimos camino de Jerusalem.
Este hombre, vecino de la ciudad de Rama con quien caminamos, hablaba italiano, y decía que era cristiano, aunque nos decía por donaire (que era gracioso, y de buen entendimiento) cuando le decíamos que por qué comía de tan buena gana con los moros y turcos, respondía: Mira, yo soy moro con los moros, y con los cristianos cristiano, y con los ladrones ladrón.
Sea en hora buena hermano Atala lo que decís; ahora sed con nosotros cristiano. Llegamos a Rama, que por otro nombre se llama Ramata, adonde estuvimos tres días. Todo este camino de aquí a Jafa es llano; hay olivares, y viñas, y otras frutas, y entre ellas una fruta mayor que melones, que en Italia se llama anguria, es muy fresca y usan de ella mucho los turcos, porque entretiene mucho la sed.
Esta ciudad fue muy hermosa de edificios; al presente está arruinada, aunque hay algunos en pie, y algunas iglesias y torres, especialmente una de san Jorge, que está fuera de la ciudad.
Aquí posamos en una casa, que aunque estaba mucha parte derribada, había buen espacio donde estar. Esta casa dicen que era de Nicodemo, ahora es de los frailes de Jerusalem, adonde posan los peregrinos; aquí hay bien de comer y barato, especialmente gallinas. Tuvimos por buena cama cuando hallamos quien nos alquiló unas esteras, y en ellas dormimos en el suelo. Pagamos a un turco algunos reales, porque nos guardase de parte de fuera de nuestro aposento, y dándole prisa todos a nuestra guía Atala para que caminásemos, nos dijo, que convenía dar aviso a un capitán de alarabes para que estuviese en un cierto paso, porque andaban otros alarabes ladrones por allí. Y así fue, que una mañana que madrugamos de la dicha ciudad de Rama, al amanecer hallamos en aquel paso al capitán que decía, con veinte alarabes de a caballo, bien armados. Hiciéronnos detener a todos, y pasada media hora que nuestro Atala habló con ellos, pasamos de largo nuestro camino. Después que nos alargamos de ellos, vino en pos de mí uno de los alarabes a caballo, y tocando por toda mi ropa me decía: jarap, jarap; que es decirme si llevaba vino, que le diese. Yo le satisficiera su sed, si lo llevara; él se volvió triste, y yo fue algo alegre, por verme libre de él. Por todo el camino hasta Jerusalem, a cada legua, nos salían quince, o veinte alarabes con sus arcos y flechas, tan morenos del sol, y tan mal vestidos, que parecían al diablo, dando mil gritos a nuestro truchimán Atala, que les diese el gafar, que es cierto portazgo que les pagan todos los que pasan por allí por vía de paz, porque estos alarabes no están sujetos al Gran Turco, ni a otro señor, y no tienen otra renta ni oficio sino es lo que roban. Parecen cuando salen a nosotros y nos ponen las flechas a los pechos que nos han de asaetear, y con darles cuatro o seis reales por todos, van contentos. A cada legua salen otros tantos, y con ellos se hace de la misma manera, aunque son tan libres que nos llegan a las faltriqueras y nos sacan lo que en ellas hay, pero son tan comedidos que pudiendo despojarnos y tomarnos los escudos que llevamos escondidos y darnos muchos palos, vamos seguros por el respecto que tienen por todos aquellos caminos a nuestro truchimán Atala, y porque los castigarían si nos tratasen mal si los prendiesen. Vimos por este camino muchas iglesias no del todo arruinadas, que con facilidad y poca costa podían ser reparadas. Vimos más un edificio antiguo, que decían ser la casa del buen ladrón. Vimos las ruinas de la ciudad de Modin, tierra y patria de los Macabeos. Llegando cuatro leguas de Jerusalem, comienza la tierra pedregosa y montuosa. Llegamos a reposar, después de medio día, debajo de unos olivares donde había una buena fuente, y estando comiendo lo que llevamos de la ciudad de Rama, a este tiempo llegó un turco a caballo, y él comió sin apearse lo que le di de mi mano. Estúvele mirando su buen talle, y el buen donaire que traía para la guerra. Él traía una lanza y cimitarra, y un arcabuz, y arco y saetas, y una porra, donde había ocho navajas, y daga, y martillo; a mi parecer podría entretenerse con diez enemigos, y aun matarlos; vean si es menester ir bien en orden los que fueren contra esta gente. Este lugar donde pasó lo que he dicho es junto a un valle que se llama Terebinthi, donde David mató a Golial Filisteo. Pasamos un río que casi no llevaba agua, adonde yo imaginé que David cogió las piedras que puso en su zurrón, con que hizo su batalla con el gigante. Aquí hay una puente medio destruida, que debió ser hermoso edificio. Pasado este valle y río, comenzamos a subir una grande cuesta, que duró una legua, y en lo alto está llano, aunque es pedregoso, y acercándonos a Jerusalem, la cual está toda rodeada de montes, que si no es del monte Olivete de donde se ve toda, de esotras partes se ve poco. De aquí descubrimos un pedazo del muro, y las torres del castillo. Luego que lo vimos fue tan alegre vista, y tan extraordinario contento, que todos los peregrinos latinos y griegos nos apeamos, besando muchas veces la tierra, dando muchos loores a Dios, y mil suspiros devotísimos, diciendo cada uno su devoción a la santa ciudad, reiterando muchas veces: Urba beata Hierusalem.
A este tiempo un cristiano que había nombre Bautista, que sirve de lengua de los frailes con los moros y turcos, que habla italiano, salió a recibirnos, porque ya tenía el guardián noticia de nuestra ida; y como llegamos a la puerta de la ciudad nos hizo sentar, y que aguardásemos el aviso del padre guardián, que es el que el Papa tiene puesto por cabeza de los latinos.
Desde a media hora vinieron dos frailes italianos, y saludáronnos de parte del guardián, y que fuésemos bien venidos, que aguardásemos otro poco, que ellos volverían por nosotros, que iban a avisar a los turcos que han de dar licencia de la entrada, los cuales vinieron a mirar la ropa que llevamos, que era bien poca, y esto es lo que conviene para la seguridad del peregrino. Después de vista nos dieron libre la entrada, pagando cada uno dos cequíes de oro. Los griegos, como más caseros y vasallos del Gran Turco, se entraron luego, y se fueron a su patriarca. Volvieron los frailes por nosotros, que éramos seis latinos. Entramos en la santa ciudad día de san Mauricio, a veinte y dos de septiembre, del año de mil y quinientos y ochenta y ocho, y así mismo estuvimos en llegar desde la ciudad de Venecia treinta y siete días.
Los dos frailes nos llevaron al monasterio que se llama san Salvador que es el convento principal de toda la Tierra Santa, estábannos aguardando todos los religiosos del convento en procesión, y cantando te Deum laudamus, fuimos a la iglesia que está en lo alto de la casa, y después de hacer oración, se llegó al altar mayor un fraile, y en lengua italiana nos hizo una plática muy devota que contenía la merced grande que nuestro Señor nos había hecho, de habernos traído a ver aquellos santísimos lugares, y que nos dispusiésemos a ganar las indulgencias, confesando y comulgando. Después de acabada esta plática nos llevaron a una pieza así mismo en procesión, donde nos lavaron los pies con mucha devoción cantando himnos y oraciones. Acabado el lavatorio nos dieron bien de cenar, y después nos llevaron a unos aposentos, y a cada uno se nos señaló la cama, donde dormimos, y descansamos alegrísimamente, por habernos hecho Dios tan singular merced, que no la concede a todos, aunque príncipes y reyes lo desean.
El día siguiente nos dispusimos para confesar, y el padre guardián dio facultad a los confesores para absolvernos plenariamente, porque tiene las veces del Papa, y mostrándole nuestras dimisorias para decir misa, nos dio licencia para decirla.
Hay tres altares en esta iglesia, y son privilegiados, esto es, que se saca un ánima de purgatorio.
Hecho este oficio, nos encomendó para andar las estaciones a un virtuosísimo y santo fraile (que se llamaba Salandria) italiano que hacía veinte años que estaba en la Tierra Santa, y él y un compañero, y Bautista, el que arriba hemos nombrado, el cual es nuestro intérprete con los moros en su lengua arábica, y también nos defiende de muchos malos muchachos que nos dan de pedradas por las calles, y nos avisa de lo que hemos de hacer, y que no vayamos tosiendo ni escupiendo, porque piensan los moros que burlamos de ellos.
Comenzamos con alegría y devoción a andar las estaciones seis peregrinos y algunos frailes, que aunque han visto aquellos santos lugares, huelgan de tornar a andarlos por ganar las indulgencias que en ellos hay.
La primera estación que hicimos, fue a una iglesia de Santiago apóstol, donde fue degollado. Es esta iglesia de armenios, muy grande, y bien fabricada. La capilla de la degollación está a la mano siniestra de la entrada de la iglesia, adonde está una losa de mármol debajo del altar, adonde tocamos y reverenciamos. Tienen los armenios buena casa continuada con esta iglesia como monasterio.
De aquí fuimos a casa de Anás adonde Cristo fue traído primero después de preso. Es iglesia de armenios. Aquí fue donde dieron a Cristo la bofetada. Allí se muestra una oliva donde dicen que Cristo estuvo ligado en tanto que salía Anás a verlo; aquí hay indulgencia plenaria. Es de saber, que para todos los santuarios que se andan en toda la Tierra Santa, lo primero que se hace es decir un himno y antífona, y verso y oración, que para todo se lleva libro de esto, y después que se ha rezado un Pater noster y un Ave Maria, se nos dice el misterio de aquel lugar.
De aquí fuimos a la casa de Caifás, en la cual está una iglesia en el lugar adonde Cristo fue acusado, y lo demás que dice el evangelio. Visitamos el altar mayor y la cubierta de él es la piedra que estaba a la puerta del santo sepulcro, la cual con razón dificultaban las Marías, diciendo quién la revolvería para entrar en él, porque es de diez palmos poco más o menos de largo, y cuatro de ancho, y muy gruesa.
En esta capilla mayor, hay un retrete pequeño en la pared de ella, en que cabrán dos hombres, y para entrar en él es menester entrar de rodillas por ser la puerta muy pequeña, es lugar donde estuvo Cristo como encarcelado, en tanto que el pontífice salía a verlo. Salidos de esta iglesia a un patio que está junto a ella, está un naranjo, que es el lugar donde estaban al fuego los ministros de Caifás, y adonde san Pedro negó a Cristo. De lo alto de esta casa (la cual esta pocos pasos fuera del muro de la ciudad) hacemos oración, y ganamos las indulgencias del santo Cenáculo, que está muy junto a ella en la cumbre del monte Sión, que por esta parte no está más alto que la ciudad, no entramos en él porque es ya mezquita. Aquí fue la Cena de Cristo, y la institución del santísimo Sacramento, y donde lavó los pies a sus discípulos, y adonde vino el Espíritu Santo el día de Pentecostés, y adonde habitaba nuestra Señora. Era este santo Cenáculo el convento donde habitaban los frailes franciscos, y de treinta años a esta parte lo quitó el Gran Turco a los frailes. La causa dicen que fue que unos Judíos dijeron al Gran Turco que allí era la sepultura de David, y que no era razón que los cristianos pisasen la sepultura del profeta y rey David. Y como los turcos tienen en veneración a los profetas del viejo Testamento, mandó que tomasen casa los frailes dentro de Jerusalem. Y así se entraron en la ciudad, y compraron una buena casa, que es adonde ahora viven, que se llama san Salvador como ya se ha dicho, aunque por estar en lugar tan alto como el castillo, que se dice de los pisanos, que es la fortaleza de la ciudad, los turcos les derribaron mucha parte de los aposentos altos, porque no estuviesen a las parejas del dicho castillo, y así lo que fue aposentos, son ahora terrados.
Este santo Cenáculo era la casa real, y todo lo que está despoblado a la redonda de él era lo más principal de la corte del rey David, y de los demás reyes. Ahora está solamente la casa e iglesia del santo Cenáculo; lo demás está despoblado.
Salidos de la casa de Caifás y de la ciudad, bajando un poco por el monte Sión hacia el oriente, es el lugar donde llevando los apóstoles a sepultar el cuerpo de la Virgen nuestra Señora, los judíos quisieron quitarlo de las manos de los apóstoles, y a un sacerdote de ellos que llegó al lecho se le secó un brazo, y después se le fue restituido, y se convirtió a la fe de Cristo. No hay otra señal de este santuario, sino un montón de piedras; aquí hay muchas indulgencias.
Bajando un poco más por el monte Sión, cerca del muro de la ciudad, es el lugar donde san Pedro gimiendo flevit amare. Un poco más abajo llegamos al muro antiguo, donde está una grande iglesia y casa, como monasterio, que por la parte que la vemos es muy hermosa, y en lo más alto de la torre está una media luna de hierro grande. Esta iglesia es adonde fue la Virgen nuestra Señora presentada siendo niña con las demás vírgenes.
Es ahora muy principal mezquita de los moros, y está dentro del compás donde está el templo de Salomón, que es de los muros adentro.
Bajando lo que resta del monte Sión venimos al valle de Josafat, (de que adelante se dirá) por llevar la orden que se tuvo en andar las estaciones por la otra parte de la ciudad. Y volvamos a nuestro monasterio de San Salvador, para que de allí las prosigamos.
Otro día comenzando las estaciones, venimos por la vía dolorosa, que son las calles por donde Cristo fue a morir, llevando la cruz a cuestas, desde la casa de Pilato hasta el Calvario. Dejamos a la mano derecha la iglesia del dicho Calvario y santo sepulcro, que no entramos en ella, porque la guardamos para la ultima estación.
Vimos la casa que dicen fue de la mujer en cuyo poder nuestro Señor dejó señalado su rostro santísimo en un lienzo en dos partes, que el uno vemos en Roma, que le llaman el vulto santo, y el otro en la iglesia de la ciudad de Jaén. Vimos en esta calle la casa del rico avariento que no quiso dar al pobre Lázaro de sus migajas.
Vimos el lugar donde el Cirineo tomó la cruz de Cristo para ayudarle a llevarla; aquí en esta misma calle fue adonde a Cristo le lloraron las mujeres, y les dijo, filiae Hierusalem, etc.
Vimos más la casa de Pilato, de la cual sale un arco donde están dos ventanas que son las mismas piedras de aquel tiempo, de donde Pilato mostró al pueblo a Cristo cuando dijo, Ecce homo.
Debajo de este arco pasa la calle principal. Esta casa de Pilato sirve ahora de casa de justicia.
Hay muchos santuarios destruidos de muchos misterios; uno de ellos es donde nuestra Señora, viendo a Cristo con la cruz a cuestas, sintió uno de los acerbos dolores que se pueden imaginar. En todo esto hay muchas indulgencias.
Vimos cerca de esta casa, una calle arriba, la casa del rey Herodes, adonde Pilato envió a Cristo y fue despreciado del rey, y de su ejército, y, vestido de una ropa blanca, lo tornó a remitir a Pilato.
Vimos la cárcel de san Pedro, de donde le sacó el ángel. Aquí hay un pedazo de iglesia muy bien fabricada. De esta historia hace la iglesia fiesta el primer día de agosto.
Prosiguiendo nuestro camino por estas calles por donde Cristo fue derramando su preciosa sangre, venimos al templo de Salomón, y sin entrar en él (porque ningún cristiano tiene licencia para ello, y si entrase por su voluntad le costaría la vida, o había de renegar de nuestra fe) vimos la piscina que está junto al dicho templo donde sanó Cristo al enfermo de treinta y ocho años de su enfermedad; ahora está sin agua y llena de yerba y malos árboles; hay alguna muestra de los portales que había entonces.
Esta piscina está cerca de la puerta de la ciudad, y de la casa de san Joaquín, y santa Ana, padres de nuestra Señora, donde fue su santa Concepción. Aquí entramos en este santo lugar, que está casi debajo de tierra, y en general los más de los edificios lo están, porque con la antigüedad del tiempo ha crecido la tierra cayendo unos edificios sobre otros.
Salidos por la puerta de la ciudad (que se dice de san Esteban) bajando como sesenta pasos está una señal de muchas piedras donde fue una iglesia en el lugar donde fue apedreado.
Bajando otros cincuenta pasos llegamos al valle de Josafat, que es bien angosto. Este valle está entre el monte Olivete, y el monte Sión o Jerusalem, que todo es una cosa, porque la ciudad está edificada en el dicho monte Sión, y así parece que el dicho valle es como foso de la ciudad; al presente no llevaba agua, mas cuando llueve dicen que va muy lleno, porque la lluvia que baja del monte Olivete y monte Sión se recoge en este valle.
Hay por este valle buenos olivos, y algunas higueras, y hortaliza. Pasando una puente lo primero que visitamos en él es una hermosa iglesia de cantería muy bien labrada, y entrando por ella bajamos por una muy ancha escalera que tendrá casi cuarenta escalones. A la mano derecha de la escalera están dos sepulcros en una capilla; uno es de san Joaquín, y el otro de santa Ana, padres de nuestra Señora. En la otra parte, en otra capilla enfrente de esta, está la sepultura de san José, esposo de la Virgen nuestra Señora.
Llegando a lo bajo de esta iglesia vemos una grande nave, y la dicha escalera, con una capilla que está frontero, hace como un crucero la iglesia.
En la capilla mayor, en medio de ella, sin tocar a ninguna de las paredes, como una isleta, está una capilla tan pequeña que no caben más de tres hombres; aquí está el dichoso sepulcro de nuestra Señora. Es este sepulcro de piedra con una losa que lo cubre, sobre la cual decimos misa. De esta santa iglesia tienen llave nuestros frailes franciscos, y las demás naciones cristianas, para entrar cuando quieren celebrar. Cerramos las puertas por de dentro, porque los turcos y los moros no entren a perturbarnos, y así quietamente dijimos misa cuatro sacerdotes sobre el sepulcro de la Virgen, que sirve de altar. Es gran regalo decir aquí misa, y gánanse grandes y muchas indulgencias. La lumbre que esta iglesia tiene, es por una ventana que está en la capilla mayor, que está al oriente, y así mismo entra alguna luz por la puerta de la iglesia, pero no es bastante para andar por ella sin lumbre de cera que llevamos. Este edificio viene la mayor parte a estar debajo de tierra. Aquí vienen todos los sacerdotes de todas las naciones cristianas a celebrar en especial el día de la Asunción de nuestra Señora. Hay en esta iglesia una cisterna de muy buena agua.
Salidos de esta bendita iglesia, a pocos pasos de ella, entramos en una cueva grande y redonda, y de alto como una lanza, y toda ella es peñasco, bien clara, porque tiene en lo alto una grande abertura, por donde entra mucha luz. Esta cueva es en la villa y huerto de Getsemaní, adonde Cristo oró a su padre eterno aquella trina oración, donde sudó gotas de sangre, y adonde el ángel le apareció y confortó. Considerar en este sacro lugar que allí derramó sudor sanguíneo, mueve los corazones por duros que sean a devoción y contrición. Salidos de esta cueva, que fue oratorio de Cristo, a cuarenta pasos poco más o menos, se nos mostró el lugar donde los tres discípulos san Pedro y san Juan, y Santiago estaban durmiendo y Cristo los despertó y reprendió por no estar velando y orando. Un tiro de piedra más adelante está el lugar donde quedaron los ocho discípulos. Otros cuarenta pasos más adelante es el lugar donde Cristo fue entregado de Judas y preso. Aquí esta hecho un callejón de ocho pasos con piedras que señala el lugar. En todos estos santuarios hay grandes indulgencias.
Pocos pasos más adelante es la puente del arroyo del Cedron. Todo lo dicho desde el huerto de Getsemaní hasta aquí se va por la raya del monte Olivete, y junto al valle de Josafat donde está esta puente del Cedron. Pasada esta puente se comienza a subir una grande cuesta junto al muro de la ciudad por donde llevaron atado a Cristo nuestro Redentor a casa de Anás.
En este mismo valle hay muchas cosas así antiguas, como de devoción. Aquí está un hermoso edificio cavado en la peña a modo de una capilla redonda todo de una pieza, excepto el capitel; éste es el sepulcro de Absalón, hijo de David. Hay en él una gran abertura; ésta se ha hecho de pedradas que le tiran los moradores de esta tierra, en castigo que fue mal hijo que persiguió a su padre.
Cerca de aquí hay otro edificio medio caído, en memoria de que estuvo allí Santiago el menor, desde que fue Cristo preso hasta que resucitó y le apareció, y le dijo que comiese, porque él había propuesto de no comer hasta verle resucitado.
Cerca de todo lo dicho está Aceldemach, que es lo que dicen el campo santo. Es un edificio de cuatro paredes fuertes y encima un terrado, que será de cuarenta pasos de largo, y de ancho como treinta, poco más o menos. En él están cuatro o cinco bocas por donde echan los difuntos que aquí se entierran; colgándolos de una soga caen abajo. Este campo se compró de los treinta dineros que Judas recibió de los fariseos en precio y venta de Cristo nuestro Redentor. Es sepultura de peregrinos desde entonces hasta hoy. Cerca de aquí se nos mostró el lugar donde el malaventurado de Judas se ahorcó. Junto a este lugar son las sepulturas de los judíos, que parece que lo tomaron por patrón para acompañarle en el infierno.
Cien pasos de aquí está una cueva, donde los apóstoles estuvieron escondidos hasta la resurrección. Más adelante está la casa que dicen del mal consejo, donde se determinó que Cristo muriese, diciendo Caifás que convenía que un hombre muriese por el pueblo, y no que pereciese la gente.
De aquí fuimos por la otra ribera de este valle de Josafat, y cerca del muro de la ciudad está una fuente que se llama de nuestra Señora, que desciende según dicen, del templo que arriba dijimos, donde se crío la Virgen, y de donde se cogía agua para beber y para lo demás del servicio de la casa. Es de muy buena agua, y la bebimos con devoción, por haber bebido nuestra Señora de allí.
Hay otra fuente cerca de ésta, que se llama de Syloe, adonde envió Cristo al ciego que se lavase del lodo que le puso en los ojos, hecho de tierra y su bendita saliva, y quedó con clara vista. Es buena el agua, y del remanente de esta fuente se riegan algunas huertecillas.
Otra fuente hay a la salida de la ciudad a la parte del mediodía, que dicen hizo el rey Salomón, y trajo esta agua por conductos desde Belén del fon signato; la fuente cae sobre la casa que fue de su madre Bersabé. Bebimos de ella a la ida y venida de Belén, con esta curiosidad de ser tan antigua, y hecha por el rey Salomón. No vi otras fuentes en Jerusalén, dentro ni fuera, porque toda el agua que bebe la ciudad, y la de los campos, es de cisternas de la llovediza, y es muy buen agua, aunque a muchos hace daño su frescura.
En este bendito monte Olivete obró Cristo nuestro Redentor muchas cosas pertenecientes a nuestra redención, porque demás de las que arriba hemos dicho, que se obraron a la raíz o pie del dicho monte, en todo él hay mucho que considerar y reverenciar; diremos ahora solamente del lugar de la Ascensión, y volveremos a bajar por ir por el camino que Cristo nuestro Redentor muchas veces fue a Betania.
Comenzamos a subir cerca de la iglesia del sepulcro de nuestra Señora, y a pocos pasos paramos donde dicen que viniendo la Virgen de las estaciones del sacro monte Olivete (que de ordinario hacia después que Cristo subió a los cielos) vio sacar a apedrear a san Esteban, y que estuvo en este lugar en oración hasta que fue muerto. Subimos un poco más y paramos en un lugar donde dicen que recibió la cinta de nuestra Señora el apóstol santo Tomás.
Un poco más arriba es el lugar donde le dijeron a Cristo los apóstoles, les enseñase a orar, y les dio la oración del Pater noster; hay una iglesia caída.
Más arriba es el lugar donde los apóstoles compusieron el Credo. Subiendo más es el lugar donde mirando los apóstoles y Cristo nuestro Señor a Jerusalén, los apóstoles le alababan mucho la fabrica y hermosura del templo y las piedras estar muy bien labradas, les dijo como todo había de ser destruido, y así lo fue por Tito y Vespasiano, emperadores romanos; así mismo les dijo las señales del juicio final.
Hay otros santuarios que los moros tienen en guarda, y son algunos de ellos mezquitas. El lugar de la Ascensión no es mezquita, pero tienen los moros la llave, y si no les pagan no dejan entrar a los cristianos.
En la cumbre de este sacro monte, vemos una iglesia grande, y la mayor parte caída. En medio de ella está una capilla redonda de bóveda entera, y en medio está una piedra de dos palmos poco más en alto, donde está ahora sólo un pie señalado, que dicen que nuestro Redentor dejó estampado cuando de aquí subió a los cielos; el otro pie dicen que lo llevó un príncipe cristiano, no sé quién es.
Este pie besamos muchas veces con devoción. Es este lugar de grande alegría para todos los cristianos que lo ven, porque nos parece que vemos a Cristo ir subiendo por las nubes, y a la Virgen nuestra Señora, su madre, y a los apóstoles tener sus ojos y corazones suspensos mirando el camino del cielo que Cristo hacía para sí y para sus fieles.
Salidos de este tan admirable lugar, fuimos por lo alto del dicho monte, y llano de él, a la parte del septentrión, poco más de doscientos pasos, a una torrecilla y casa donde se nos dijo que en aquel lugar vinieron los ángeles y dijeron a los apóstoles el día y hora de la Ascensión, viri Galilei, y por esta razón se llama la Galilea pequeña. Este bendito monte Olivete es hermoso en su hechura; tiene muchos árboles, como son olivos (de que toma el nombre) e higueras, y otros árboles y viñas. Está a la parte oriental de Jerusalén. De tal manera están hermanados, este monte con el monte Sión, que todo lo que ellos tienen, se ve del uno al otro, y mirar desde el monte Olivete (que es un poco más alto) a Jerusalén, es una de las más hermosas vistas de ciudad que hay en el mundo, aunque es ahora pequeña, porque Jerusalén está asentada en el monte Sión de la manera que está un libro sobre un atril, y así se pueden contar todas las casas, y torres de arriba abajo sin que se esconda nada. Son las más de las casas de bóveda como de capillas de iglesia, y todas de terrados, porque hay pocas o ninguna que tenga madera, y como ya es dicho tantas torres, y casas blancas de piedra, y un hermosísimo muro que tiene; es alegrísima vista, que no nos hartamos de mirarla. Será la ciudad de cuatro mil vecinos, poco más o menos, aunque debió de ser de las grandes del mundo, como parece por las ruinas que hay por aquellos cerros de que toda ella está cercada. Las calles que atraviesan de mediodía al septentrión son llanas, y las que son de poniente al oriente son cuesta abajo, aunque no son muy riscosas, que bien puede correr un caballo por ellas. De aquí vemos muy bien el templo en el lugar que estuvo el de Salomón, que ahora es mezquita de los moros y turcos. Está en medio de un grande cuadro murado, que un ángulo de él es el muro de la ciudad, en un prado muy desembarazado y limpio, con algunos árboles. Es este templo a manera de un cimborrio, fabricado de mosaico y riquísimas columnas, y tablas de mármol y jaspe, que es hermosísima cosa de ver por de fuera; no se puede entrar en el so pena de la vida, o renegar, y así mismo en todas sus mezquitas, como está dicho, aunque en ésta hay más rigor, porque después de la casa de la Meca, donde está el cuerpo, o zancarrón de Mahoma, es la más principal mezquita que tienen. Algunas veces oíamos a un moro desde una torre llamar a su oración dando grandes gritos, y así lo hacen en todas sus mezquitas, porque no tienen campanas, ni las consienten tener a los cristianos.
Bajando de este bendito monte Olivete por donde subimos, aunque fuimos una vez por la otra parte a Betania, quisimos ir otra por donde Cristo fue pocos días antes de su pasión.
Vueltos al arroyo del Cedron, comenzamos a subir por la ladera de este sacro monte Olivete a la redonda de él; por aquí hay algún llano. Éste es el camino por donde iba a visitar a sus devotas María Magdalena y Marta Cristo nuestro Redentor. Hay de Jerusalén por aquí a Betania menos de media legua.
En este camino se nos mostró una huerta adonde estaba la higuera que maldijo Cristo.
Llegamos a Betania, que será al presente de sesenta casas, y más parecen madrigueras de conejos que casas de hombres, porque están casi debajo de tierra. Fue en otro tiempo grande y buena población. Llegados a este lugar entramos en casa de Simón leproso, que son dos capillas de piedra bien labradas, en el lugar donde Cristo cenó con Lázaro resucitado, y María Magdalena le ungió. Está un altar entero que se dice misa el día que se canta este Evangelio; al presente es establo de cabras y bueyes, que tendrán bien que limpiar cuando hubieren de celebrar aquí. Y aunque da tristeza ver el mal tratamiento que estos lugares tienen por estar en poder de los moros, la devoción y fe de los católicos no desmaya, porque consideramos que permite Dios que esté esto de esta manera ahora, por su secreto juicio.
Visitamos cerca de aquí el sepulcro de san Lázaro; tienen la llave del los moros, y de buena gana nos abren, dándoles algún dinero. Entramos en él por quince o más escalones debajo de tierra al lugar donde estaba sepultado y Cristo le resucitó; es lugar de gran devoción, considerando las lagrimas de Cristo nuestro Redentor, y de María y Marta, y las demás gentes que allí estuvieron con los apóstoles. De este lugar fuimos pocos pasos más adelante, y vimos un castillo y casa que fue de san Lázaro, aunque está la mayor parte arruinado, bien parece haber sido casa de hombre principal.
Fuimos a casa de María Magdalena, y a otra de Marta, las cuales están destruidas. En el camino está una piedra donde dicen que estuvo Cristo sentado hasta que vino Marta y le dijo Domine si fuisses hic, etc.
Todo lo dicho está fuera de poblado, aunque en aquel tiempo era dentro de Betania.
De aquí fuimos subiendo por un cerro como trescientos pasos, y llegamos al lugar donde fue Bethfagé, de donde Cristo envió a los apóstoles por el asna y el pollino, y subiendo en ella desde este lugar, hizo el triunfo y solemne entrada en Jerusalén el día de Ramos. En este lugar no hay otro edificio, sino unas higueras por señal. De aquí se ve muy bien y claro algunas casas de la ciudad de Jericó, que todas son pocas. Está edificada en unos grandes llanos que van a dar al río Jordán; estará Jericó de Jerusalén tres leguas poco más o menos.
De aquí vemos un lago que tendrá de largo tres leguas poco más, y de ancho dos. Este lago es del río Jordán, y en él se acaba, que no tiene otra corriente ni salida. Este lago se llama el mar Muerto, debajo del cual están las malditas ciudades de Sodoma y Gomorra. Vemos desde este monte otro monte que estará casi una legua, donde Cristo nuestro señor ayunó los cuarenta días y cuarenta noches, y fue tentado del demonio. Pasado por esta parte el Jordán (el cual está de Jerusalén ocho leguas poco más) comienzan los montes de Arabia.
Salidos del lugar de Bethfagé, vamos subiendo a la cumbre del monte Olivete, llevando el rostro hacia el septentrión y declinado al poniente, pasando por la iglesia de la Ascensión, descendimos al lugar donde Cristo viendo a Jerusalén, lloró sobre ella diciendo si cognovisses, etc. Y habiendo descendido a lo llano del valle de Josafat, subió a la ciudad y templo, entrando por la puerta áurea, que al presente está en el muro cerrada de cal y canto, habiéndole salido por este camino a recibir el pueblo de Jerusalén con ramos de palmas, y cantando los niños Hosanna in excelsis.
Esta representación se dice que hacían cada año los frailes latinos en el mismo día de Ramos, yendo el guardián con doce frailes, y vestido como preste, representando a Cristo y a los doce apóstoles, venían a Bethfagé, y mandaba a dos frailes fuesen por un asna, y su pollino, y le ponían en ella caballero, y los frailes cantando a la redonda del preste, y llorando de devoción diciendo himnos y versos a este propósito. A esta procesión salían de la ciudad mucha gente, así de las naciones cristianas, como de las infieles, y les echaban ramos y sus vestiduras por donde pasaban. Los moros y turcos estaban como pasmados*, mirando esta procesión, sin perturbar a los cristianos, que parecía milagro, y así lo es, pues no tenían manos ni lenguas para impedirles, porque Dios no les daba poder. Y subiendo al santo Cenáculo adonde entonces era su convento, proseguían el oficio del día. Esta procesión no se hace ya, porque el Turco lo tiene mandado.
Tiempo es ya de tratar del bendito y alegrísimo camino que hay desde Jerusalén a Belén, que son dos leguas a la parte del mediodía. Salimos de la ciudad cuando salía el sol por la puerta de Jafa, y pasando por la fuente de Salomón y la casa de Bersabé su madre, subimos una cuestecilla y luego comienza el camino todo llano, aunque hay muchas piedras. Es este camino muy apacible, porque la una legua de él todo es heredades de viñas, y olivares, y frutas, y muchas torrecillas, y casas que hacen una hermosa vista, y muchas de ellas fueron casas de profetas, y algunas han sido iglesias. Vimos en un campo una gran suma de piedras tan pequeñas como garbanzos y de su hechura, de lo que se dice de esto es que la Virgen vio a un labrador sembrar garbanzos, y le pidió le diese de ellos, y él respondió burlando que no eran garbanzos sino piedras, y así se quedaron hasta hoy; estos garbanzos yo los vi y traje de ellos.
Vimos en este camino un árbol grande que me pareció lentisco, y le nombran terebinto; de éste tomamos ramos con devoción, porque a la sombra de él dicen reposó la Virgen nuestra Señora. Vimos el sepulcro de Raquel, el cual tienen en guarda y por mezquita los moros, es muy hermoso edificio, dentro de un muy pulido cuadro como un muro cubierto con un capitel sobre columnas. Vimos una cisterna de mucha y buena agua, adonde los santos tres Reyes Magos se recrearon y alegraron en gran manera, porque allí les tornó a aparecer la estrella que se les había escondido antes que entrasen en Jerusalén, y desde allí los guió hasta el lugar donde estaba el niño Dios en el portal de Belén.
Vimos así mismo una iglesia de griegos, que es la casa donde estuvo Elías; vense muchas antiguallas dignas de ver, y curiosas en este camino. Desde esta casa de Elías, se descubre en un cerro la muy dichosa y deseada ciudad e iglesia de Belén.
Cuando la vimos todos los peregrinos y frailes que con nosotros iban, de rodillas en tierra cantando himnos y oraciones, dimos muchas gracias a Dios. Fuimos cantando hasta llegar a la ciudad y puerta de la iglesia, la cual está fuera de las casas de la ciudad que ahora tendrá pocos más de sesenta vecinos. Entramos por la puerta principal de la iglesia que está frontero de la capilla mayor, y a la mano siniestra de la entrada, está la puerta del monasterio, y por estas dos puertas se mandan. Saliéronnos a recibir los frailes franciscos que allí hay, que serán como nueve o diez. Fuimos a hacer oración a su iglesia que se llama de santa Catalina. Esta iglesia y monasterio y la iglesia grande del Nacimiento, es un cuerpo; dijimos misa en esta iglesia el día que llegamos. Después de dicha, los frailes y peregrinos en procesión con velas encendidas, bajamos por una escalera que está en la pared y lado de la Epístola por veinte escalones a unas cuevas donde están fabricadas en la peña viva estas capillas que diré. Un altar donde fueron muertos muchos de los niños Inocentes; pocos pasos más a dentro a un lado está un sepulcro de san Eusebio, discípulo de san Jerónimo. Dos pasos más adentro, están en una capilla el sepulcro de santa Paula y su hija Eustochio. En frente en la misma capilla, está el sepulcro de san Jerónimo. Más adentro está una muy buena capilla adonde san Jerónimo estuvo mucho tiempo, y adonde trasladó la Biblia. A todo se va en procesión todos los días, cantando antífonas y versos sobre cada estación de estas, y se ganan muchas indulgencias. Salidos de aquí, entramos por un pasaje angosto para entrar en la capilla del Nacimiento, que parece que entramos en el Paraíso.
Esta capilla donde parió la Virgen al hijo de Dios es en la peña viva como esotras, será de doce pasos de largo, y de ancho cuatro, y de dos estados en alto. Toda ella está cubierta de mármol y jaspe, y de mosaico hermosísimo. Hay un altar que es una losa, y debajo de ella está vacío, porque el suelo es el lugar puntual donde nació Jesucristo, hijo de Dios, hombre y Dios verdadero. Está señalado este santísimo lugar con una losa muy blanca y en medio una estrella de jaspe. Sobre este celestial altar dijimos dos días misa del Nacimiento. Dos pasos de este altar está un lugar como una pileta de mármol cuadrada más bajo que el suelo, donde fue reclinado el niño Jesús nuestro Dios en el pesebre. Aquí está descubierto un pedazo de peñasco tan dichoso que gozó (si se puede decir) del resplandor y gloria de Dios humanado, y digo verdad que este peñasco nos dio más contento que todos los demás jaspes y mosaicos. Muy discretos fueron los edificadores de este santísimo lugar en dejarle descubierto.
Entre el lugar del Nacimiento y del pesebre está un altar de mármol que señala el lugar donde ofrecieron los Reyes sus dones. Yo, como músico, tuve mil ansias y deseos de tener allí todos los mejores músicos del mundo, así de voces como de instrumentos, para decir y cantar mil canciones y chançonetas al niño Jesús y a su madre santísima, y al bendito José, en compañía de los Angeles, y Reyes, y Pastores, que en aquel diversorio se hallaron, que aunque era al parecer tan pobre, excedía a todas las riquezas que se pueden imaginar.
A los lados del altar del Nacimiento hay dos escaleras por donde suben a la capilla mayor de la iglesia principal, porque el lugar del Nacimiento, y esotros que hemos dicho, están debajo de la iglesia. Esta santa iglesia que está encima del Nacimiento, es hermosa en gran manera, aunque está desnuda en parte de su hermosura, porque todas las paredes y suelo de ella estuvieron cubiertas de losas de mármol, y los turcos las han quitado de pocos años a esta parte para llevar a sus mezquitas. Es de tres naves, la de en medio es bien alta, están edificadas sobre columnas de mármol muy ricas y grandes, y bien labradas, de una pieza cada una, que serán como cuarenta y ocho columnas.
Sobre las columnas están asentadas vigas que atraviesan de la una a la otra, de cedro muy bien labradas, y de allí arriba hay otros arcos de piedra, y sobre ellos en un lado está labrado de mosaico riquísimo, la generación de Cristo nuestro Redentor, como lo escribió san Mateo. Y del otro lado, como la escribió san Lucas, de figuras de medio cuerpo arriba con sus nombres.
Junto a la capilla mayor está un altar adonde el niño Dios fue circuncidado. En esta hermosa iglesia que hemos dicho se dice algunas veces misa, y no de ordinario, porque los turcos hacen lo más del día morada en ella, y como son tan sucios tienen esta iglesia poco limpia.
El guardián nos subió por los terrados de la casa y de la iglesia, y de allí vimos el lugar y prados donde estaban los pastores cuando el ángel les dijo cómo Cristo nuestro Salvador era nacido, y adonde la multitud de ángeles cantaron Gloria in excelsis Deo. Estará de Belén como un tercio de legua.
Vimos el cerro donde estaban las viñas de bálsamo, en tiempo de Salomón, que se dice Engadi; estará una legua poco más de Belén. Salimos de esta santa casa como cien pasos, y entramos en una cueva (de que los moros tienen la llave) adonde estuvieron la Virgen y niño Jesús y José escondidos cuando el ángel les dijo que huyesen a Egipto de Herodes que lo quería matar. En esta cueva dicen que dando el pecho la Virgen al niño Jesús, cayó de la leche en el suelo, y así llevan por devoción tierra de este lugar para dar a mujeres que tienen falta de leche, y echando en un vaso una poca de aquella tierra, en agua o vino, bebiendo de ella, vienen a tener leche las que no la tienen para sus criaturas, conforme a la fe de la que usa de ella.
Aquí nos hospedan los frailes dando de comer y camas a todos los peregrinos con mucho amor, sin pedir recompensa, aunque todos damos limosna conforme a lo que se ha gastado, unos más y otros menos, y si no diéramos nada, su caridad supliera esta falta.
La mayor parte de los edificios de esta casa fueron edificados en tiempo de san Jerónimo por santa Paula. Aquí habitaron hasta su muerte. Lo que está arruinado se puede reparar, mas no quieren los turcos. Es bastante vivienda para los frailes; tienen dos jardines en que hay naranjos y otros árboles, y flores y hortaliza, y en ellos harto espacio para holgar y pasear, y muy hermosas vistas, que en todas ellas hubo cosas notables, antiguas. Tienen un dormitorio para peregrinos como una nave, donde pueden estar doscientos. Salidos de este bendito lugar, que parece que se aparta el alma del cuerpo, volvimos a Jerusalén por el camino que fuimos.
Habiendo ya visto lo que toca a Belén, pedimos al guardián diese orden como entrásemos en la iglesia del santo Sepulcro y Calvario, y concertado el día y hora con el Subasi, que es el gobernador de la ciudad, y tiene las llaves de la santa iglesia (la cual siempre está cerrada, y no se abre sino cuando él quiere, o es avisado del guardián para que entren frailes, o peregrinos, o alguna de las otras naciones cristianas). Llegado el día, que fue jueves en la tarde, vino el Subasi con el escribano y portero, y sentose a la puerta de la santa iglesia en un poyo, sobre un tapete y cojines de terciopelo, y llegó el guardián con otros frailes, y un cristiano de la tierra que se llama Ana, muy buen hombre y fiel intérprete del convento, que habla bien italiano, y su lengua arábica, que es la común en toda Palestina y Siria. Llegados siete peregrinos que éramos, dio el guardián cuenta al Subasi turco de nosotros, y preguntándome a mí nuestro intérprete (que era el primero) cómo tenía por nombre, le respondí que mi nombre era Alberto, porque pareciese nombre tudesco y no español, que es cosa peligrosa que sepan que somos españoles, porque piensan que somos espías, y nos toman por esclavos, y con hablar italiano los aseguramos de esta sospecha.
El turco escribió mi nombre con una pluma de caña, y dile nueve cequíes de oro, que cada uno vale quince reales, y lo mismo dio mi compañero. Los frailes sacerdotes ninguna cosa pagan, los frailes legos pagan la mitad; esto es la primera vez que se entra en la santa iglesia, que después todas las veces que se abre se entra con no más de dar uno o dos maydines al portero.
Entrando la puerta adentro de esta santísima iglesia, no puede estar la vista un momento ociosa, y así luego nos ocupamos en mirar de arriba abajo lo que hay en ella.
Lo primero que se nos ofrece es el lugar donde fue ungido nuestro Redentor para sepultarle; y a la mano derecha en la misma nave es el santísimo monte Calvario.
A la mano siniestra en la nave del medio, frontero de la puerta del coro al poniente, es el santo sepulcro de nuestro Redentor. En medio de la iglesia está el coro, el cual tiene cuatro sillas patriarcales adonde algún tiempo estuvieron juntos los principales patriarcas de la cristiandad. Tiénenlo a su cargo los griegos, y allí tienen su altar mayor de figuras de santos muy bien pintados y dorados. Las naves son derechas, excepto que a la parte del oriente y poniente son redondas a manera de coliseo. La iglesia es de hermosa fábrica; en lo alto en algunas partes es de mosaico, y las paredes estuvieron otro tiempo cubiertas de mármol; ahora está descubierta la piedra. No pierde su hermosura esta excelentísima fabrica, aunque le falta esto.
Las naciones de cristianos que hay en Jerusalén de diversos reinos, y provincias, y lenguas, son estas.
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latinos. |
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jacobitas. |
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griegos. |
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abisinos. |
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armenios. |
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surianos. |
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gorgios. |
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maronitas. |
De cada una de estas naciones hay dos o tres religiosos repartidos por las capillas de esta santa iglesia, los cuales dicen el oficio divino cada uno a su modo y lengua, y tienen cuidado de sus lámparas, que estén encendidas y limpias. La estancia de nuestros frailes franciscos latinos es la mejor, porque tienen refectorio, y dormitorio, y todo lo que basta para poder estar treinta personas. Estas naciones comen y duermen dentro en esta santa iglesia, y así mismo los peregrinos que dentro de ella están, dándoles de comer y lo que piden por un agujero que tiene la puerta como ventana que cruza con dos barretas de hierro. Por esta ventana hablan y negocian, y se ve un pedazo de la iglesia desde la puerta. Por esta ventana hacen oración los de fuera. Tiene puesta el Turco tal orden para que tengan conformidad y hermandad entre sí estas naciones, la una con la otra, que si una lampara se estuviese apagando, y quisiese el vecino atizarla por comedimiento, le penarían en muchos ducados, y así con este rigor hay suma paz entre todos, y nadie se entremete en el negocio del otro.
Los santuarios son comunes de todos, en cuanto a visitarlos a cualquiera hora que cada uno quiere, porque todos están perpetuamente abiertos. Y como la puerta de la iglesia está siempre cerrada, está todo lo de dentro muy guardado; y así es gran contento y devoción poder entrar libremente a todos los santuarios de esta dicha santa iglesia, así de noche como de día, porque es grande el alegría que hay en ella por la muchedumbre de lámparas que arden siempre. También es común de todos tener lamparas en cada santuario, unos más, y otros menos, y cada uno cuida de las suyas.
Comenzamos nuestra procesión peregrinos y frailes en esta santa iglesia, con velas encendidas, cantando el himno y antífona del santuario que vamos a visitar, y llegando el que va vestido de preste nos dice el misterio que allí pasó, con la indulgencia que se gana.
Fue la primera estación una capilla que se dice la cárcel de nuestro Salvador, en la cual estuvo en tanto que los judíos esperaban que la cruz y el lugar donde ponerla fuese aparejado.
Pasando más adelante visitamos una capilla en la cual los soldados que prendieron a Cristo echaron suertes sobre sus vestiduras.
Pasando más adelante entramos por una puerta, y bajando treinta escalones, llegamos a la capilla de santa Helena, madre del emperador Constantino, donde está una silla de piedra junto a un altar en que ella se sentaba mientras iban cavando más abajo buscando la cruz.
Aquí en esta silla de santa Helena hay muchas indulgencias. Bajamos otros once o doce escalones, los cuales son de la misma peña del monte Calvario donde santa Helena halló la cruz de Cristo nuestro Redentor, y el titulo y clavos, y las demás cruces de los ladrones; llámanse estas capillas la Invención de la Cruz. Están muy bien fabricadas y muy espaciosas, aunque están debajo de tierra que corresponde al Calvario.
Salidos de esta capilla, visitamos otra donde está un pedazo de una columna donde Cristo estuvo asentado cuando los ministros de Pilato, después de haberle azotado, le coronaron de espinas. De aquí fuimos a visitar el sagrado monte Calvario; subimos a él por diecinueve escalones, que parece que entramos el cielo. Estando en lo alto, vimos una capilla que son dos estancias a modo de tribuna, que corresponde a la primera nave de la iglesia. En la primera es el lugar sacratísimo donde fue el hijo de Dios ensalzado en la cruz. En este lugar está el agujero donde estuvo la Santa Cruz fijada; tiene un brocal de plata, y poniendo en él los ojos y boca, lo adoramos y besamos como santuario tan admirable. Dentro de este precioso agujero pusimos los brazos desnudos; tendrá de hondura como tres palmos. A los lados están señalados los lugares de las cruces de los ladrones, que me parece que tocaban una cruz con otra. Hay entre la cruz de Cristo y el mal ladrón un abertura en la peña de siete palmos en largo, y más de uno en ancho, que llega a lo bajo de la invención de la cruz; ésta se hizo cuando Cristo nuestro Redentor expiró. En la otra parte de la capilla, a tres pasos, es el lugar donde Cristo fue enclavado, estando la cruz en el suelo, y de allí le levantaron y pusieron en el lugar que está dicho. Hay una señal de muchas labores de jaspe y mármol donde pasó este misterio. Esta capilla que se dice de la Crucifixión, y la parte donde fue levantado, toda está cubierta de hermosísimo mármol y jaspe de muchas labores, y el techo todo es de mosaico, donde están colgadas más de cincuenta lámparas de todas las naciones cristianas. Decimos misa en la parte de la Crucifixión, que se divide con una cortina del lugar do estuvo fijada la cruz. Dijímosla el viernes siguiente del día que entramos; fue de la Pasión según san Juan. No se puede decir la grande devoción que allí se halla, considerando que todo lo que en el Evangelio decimos, se obró en aquel santísimo lugar.
La parte donde nuestro Redentor fue enclavado está a cargo de los frailes franciscos. La parte do estuvo crucificado está al de los frailes que se llaman gorgianos; estos son en extremo devotísimos, que no se quitan de este sagrado lugar, rezando y cantando; son santísimos varones de gran abstinencia y pobreza. Esta estancia del sacro monte Calvario es tan agradable y devota para el alma y el cuerpo, que no cansa estar en ella, que parece que estamos en el Paraíso.
Muy bien parecían aquí cantando algunos discretos músicos las lamentaciones de Jeremías, mirando y considerando el Calvario y santo Sepulcro, porque ambas cosas se pueden ver juntas.
Bajando de este sacro lugar, llegamos al medio de la nave primera que ya hemos dicho, a una losa grande pegada en el suelo, cercada de una reja de hierro de un palmo en alto, y encima están colgadas ocho, o nueve lámparas de todas las naciones. Este lugar es donde Cristo nuestro Redentor fue ungido para sepultarle por sus devotos siervos Nicodemo y José de Arimatea, en presencia de la Virgen nuestra Señora y de las demás santas mujeres, y de su amado discípulo san Juan. Este santo lugar está enfrente de la puerta de la iglesia, y por la ventana que en ella hay se ve, y los de fuera hacen oración, y ganan las indulgencias que en ella hay.
De aquí al santo Sepulcro habrá como cuarenta pasos hacia el poniente dentro de esta santa iglesia. Esta inestimable reliquia tienen a cargo nuestros frailes, y solos los latinos decimos en él misa. La forma del santo Sepulcro es ésta: Antes de la entrada hay una capilla pequeña cuadrada, donde cabrán diez o doce personas, y en medio de ella está una piedra de dos palmos en alto, y otros dos de grueso.
En esta piedra se dice, que el ángel estaba sentado cuando hablo a las Marías, diciéndoles como ya era resucitado nuestro Salvador. Por esta capilla se entra a otra tan pequeña que la puerta será de cuatro palmos en alto, y tres de ancho. A la mano derecha está el santo Sepulcro de nuestro Salvador, donde estuvo su santísimo cuerpo y adonde resucitó. Es un altar como un arca, cubierto con una losa de mármol. Sobre este preciosísimo Sepulcro decimos misa, y no cabe más del sacerdote y el que ayuda. El vacío nadie lo ve, empero lo de encima todos lo gozan y tratan con sus manos, y boca, y ojos.
Encima de este santísimo Sepulcro arden muchas lámparas de todas las naciones. Aquí dije misa por la misericordia de Dios, y el oficio de ella fue de la Resurrección, que fue de grande alegría para mí cuando decía en el Evangelio Surrexit non est hic, ecce locus, ubi possuerunt eum. Señalando con el dedo el lugar donde estuvo nuestro Salvador. Ciertamente digo que mueve grandemente esta representación tan verdadera.
Esta capilla del santo Sepulcro, aunque es por de dentro cuadrada, por de fuera es redonda, cubiertas las paredes de mármol.
Encima está un capitel de columnas muy bien labrado, que hace por de fuera muy buena vista; está en medio de un circuito de grandes columnas sin tocar a ninguna parte. El cimborrio de la iglesia que le corresponde es una media naranja de madera de cedro muy antigua. Y en medio hay una grande abertura como corona, por donde entra la lumbre a todo lo bajo. A la una parte de lo alto está el retrato de santa Helena, y de la otra el del Emperador Constantino su hijo, de rico mosaico muy antiguo, y otras figuras de Santos, que casi no se parecen de muy mal tratadas de la antigüedad del tiempo.
Salidos de este santísimo lugar, como diez pasos a mano siniestra, están dos piedras redondas de mármol en el suelo, la una apartada de la otra como tres pasos; en la una estuvo Cristo nuestro Redentor después de resucitado, y en la otra María Magdalena cuando le apareció en figura de hortelano y le dijo Noli me tangere.
De allí nos entramos en la capilla y coro de nuestros frailes franciscos, la cual dicen que es donde nuestro Redentor, después de resucitado, apareció a su santísima madre. A la entrada de esta capilla está en la pared, dentro de una reja que podemos llegar los dedos, un pedazo de la columna en que Cristo fue azotado. Con esta estación acabamos lo de esta santísima iglesia. Y en los cuatro días y noches que allí estuvimos encerrados reiteramos muchas veces estas estaciones a solas y en procesión. A la media noche es gran contento oír a todas estas naciones decir maitines, y a cada uno en su lengua y canto.
Salidos de esta santa iglesia a las espaldas de la capilla mayor, y en lo más alto de ella, que es parte del monte Calvario, visitamos una capilla donde fue el sacrificio de Abraham.
Otra capilla visitamos cerca de esta que es adonde Melquisedec le ofreció pan y vino. Estas capillas tienen frailes de Etiopía. Vueltos a nuestro convento de san Salvador estuvimos algunos días esperando a nuestro truchimán para tratar de nuestra vuelta. En estos días reiteramos muchas veces las demás estaciones del monte Sión y Olivete. A este tiempo llegaron a Jerusalén cuatro frailes franciscos que venían del Cairo, los dos italianos y los dos españoles; el principal de ellos se llamaba fray Mateo Salerno, hombre noble del reino de Nápoles, y muy virtuoso que venia por comisario de Jerusalén. El uno de los españoles se llama fray Luis de Quesada, natural de Sevilla. Este padre Salerno trajo dineros y muchas joyas para el servicio del santo Sepulcro; había muchas toallas y corporales, e hijuelas muy ricas, que enviaban por ofrenda señoras de España y de Italia. Llevaba así mismo un rico cáliz que el rey don Felipe nuestro señor envió, y otro cáliz y una lámpara del gran Duque de Florencia muy rico. Todo esto me mostró a mí en la sacristía del monasterio por dar contento a mi deseo, y él holgó porque fuese de ello testigo. Después que estos frailes anduvieron las estaciones en diez o doce días, en las cuales yo les acompañé, porque nunca cansa el ir y venir a ellas, tratamos de nuestra vuelta a Italia, porque no teníamos más que hacer. Y yendo y viniendo nuestro Atala a decirnos que nos volviésemos con él a Jafa, el padre Salerno dijo que en ninguna manera quería ir por mar la costa de Palestina, porque entraba ya el invierno, y así se resolvió en ir por tierra hasta Trípoli, y yo también en ir en su compañía. Y habiendo yo estado un mes en la santa ciudad, y los frailes quince días, dimos orden en nuestra partida.
Cada uno de los peregrinos dio al guardián la limosna que le pareció, de manera que nuestro hospedaje no quedase desagradecido.
El guardián nos dio las patentes y testimonio de nuestra entrada en Jerusalén, escritas en pergamino, y con el sello del santo Cenáculo.
Llegado el tiempo de nuestra salida de Jerusalén, el guardián concertó con Atala, nuestro truchimán, y con otros moros vecinos de Jerusalén, que nos llevasen hasta la ciudad de Damasco, que son ochenta leguas. Salimos con estos moros en nuestros jumentos (porque en esta tierra los cristianos no andan a caballo) siete frailes de san Francisco, y seis peregrinos; los dos de estos frailes iban a la ciudad de Alepo, y otros tres iban a Constantinopla; los otros dos, el padre Salerno y su compañero, que se llama fray Serafín, y un lego que se llamaba Julián, español, nos venimos juntos hasta Venecia, y Pedro, tudesco, y Nicolás, polaco de nación.
Despedidos del guardián y tomada su bendición y abrazando aquellos benditos frailes salieron hasta fuera de la ciudad acompañándonos muchos pasos.
Salidos todos los que hemos dicho de Jerusalén comenzamos a caminar, volviendo a cada paso los ojos atrás, mirando las santa ciudad y aquellos benditos montes, Sión, Olivete, nos íbamos despidiendo de ellos con harta tristeza por apartarnos de tan santos lugares, y habiendo caminado como media legua la perdimos de vista. En esta media legua vimos una iglesia que es en el lugar donde Jeremías, mirando desde allí la ciudad y llorando, compuso las lamentaciones.
Llegamos a dormir a una ciudad destruida la mayor parte. Aquí aguardamos una caravana de treinta y tres camellos de mercaderes moros porque todos fuésemos en compañía. Esta ciudad está tres leguas de Jerusalén. Aquí fue donde nuestra Señora perdió al niño Jesús, y de allí volvió a la ciudad a buscarle, y le halló en medio de los doctores en el templo, siendo de doce años. Pasado lo que queda por esta parte de Judea, prosiguiendo nuestro camino, entramos en la provincia de Samaria. Este día hicimos noche en la ciudad de Sichar, que los moros por otro nombre le llaman Nablos. Aquí está el pozo donde habló a la samaritana; no le vi porque entramos de noche; mi compañero que se había quedado atrás con parte de la compañía, me dijo que lo vio, y que no tenía agua. Estuvimos aquella noche dentro de la ciudad, aunque no nos dieron posada, y dormimos en la calle en el suelo. Estuvimos el medio día siguiente, y salimos en la tarde.
En esta ciudad de Sichar estuvo Cristo nuestro Redentor dos días predicando, y convirtiendo los moradores de ella. Es muy graciosa, y fresquísima, será de dos mil vecinos, y muy torreada. Está entre dos montes, que el uno se dice Garisim. Tiene un valle de huertas y fuentes, de los hermosos que se pueden ver, donde hay mucha hortaliza y naranjos, y otros muchos árboles y frutas. Cuando yo vi de la otra parte de esta ciudad (pasando por este valle) tantas fuentes, hice cuenta que en aquel tiempo de la samaritana no las habría, porque no fuera tan lejos al pozo por agua. Aquí habitó Jacob con sus hijos y ganados, y dio a José por mejora una heredad, como lo dice la Escritura. Mostráronnos su casa en la dicha ciudad. Toda esta comarca de Sichar es fertilísima de pan y ganados, y todo lo necesario para la vida. Otro día llegamos a la ciudad de Sebaste, que es la cabeza del reino y provincia de Samaria, y así se llamaba la ciudad en otro tiempo; ahora está destruida, aunque hay algunos edificios que muestran bien su grandeza antigua. Hay una iglesia de piedra, las dos partes de ella están caídas, y lo que esta en pie, tan bien labrado como cuanto hay en Roma. En el altar de esta iglesia dicen ser donde fue degollado san Juan Bautista, por mandado del Rey Herodes. Es de considerar ver esta ciudad donde residieron tantos reyes tan destruida, que apenas hay cincuenta casas, y esto se ve por toda esta tierra de Palestina, que pasamos por ciudades que fueron muy grandes, y no vemos sino piedras y algunos paredones. Bien se parece ser la voluntad de Dios que estén destruidas por los pecados de aquel tiempo. Aquí se nos dijo que la compañía de los camellos que con nosotros venía, quedándose muy atrás, la robaron alárabes; si fue verdad o no, a lo menos nunca más la vimos. Dimos gracias a Dios por haber escapado de ellos.
Pasada esta provincia de Samaria, que será diez leguas de travesía, entramos en la provincia de Galilea. De la santidad de ella basta decir que Cristo nuestro Redentor la paseó muchas veces, y en ella hizo las maravillas que en los cronistas sagrados leemos. A cinco leguas dentro en la dicha provincia está una iglesia caída (entre ciertos moradores que hacen una pequeña aldea) que se llama Janim, donde sanó Cristo a diez leprosos. Tres leguas más adelante vemos cuatro montes muy preciosos. El uno es el monte Carmelo, que está a la parte del poniente de nuestro camino, cerca del mar Mediterráneo. El otro es Hermon; éste está a la parte del levante, y junto a él está la ciudad de Naym, adonde Cristo resucitó al hijo de la viuda; ahora es una pequeña villa, pasamos de ella como una legua. El otro monte es donde está la bendita ciudad de Nazaret, adonde vino el ángel san Gabriel a saludar a nuestra Señora, y donde encarnó el hijo de Dios; no subimos al lugar, aunque estaba cerca, porque nuestros moros no nos dejaron; vimos blanquear las ruinas de los edificios. La dichosa casa que en esta ciudad estaba, donde la Virgen concibió al hijo de Dios, de doscientos años a esta parte, los ángeles la llevaron a Italia, al lugar que se llama Loreto, habiendo estado en otros dos lugares.
Ha hecho y hace tantos milagros en esta bendita casa que falta lugar en la iglesia donde ponerlos, demás de muchos libros que están llenos.
Hay tanta riqueza de oro y plata, y ornamentos de ofrendas que han hecho papas, y reyes, y príncipes, que no hay iglesia en el mundo que le lleve ventaja. Esta cámara angelical, cercaron los papas con una hermosa iglesia que la tiene en medio; las paredes de fuera de esta santa cámara están cubiertas de mármol labrado de hermosas figuras, donde está la vida de la Virgen nuestra Señora. De parte de dentro están descubiertas las piedras y ladrillos más agradables (aunque tan antiguos) que todas las piedras preciosas del mundo, pues creemos que fueron tocadas de Cristo nuestro Redentor y su santísima madre millares de veces. Hay un altar en medio de esta cámara angelical, donde decimos misa, que divide a una parte la chimenea donde la Virgen guisaba su ordinaria comida; esta dichosa chimenea está cubierta de plata y otras riquezas.
Junto a esta santa iglesia está un suntuoso colegio de la Compañía de Jesús, de muchas naciones. Esta santa casa es muy frecuentada de mucha gente que de toda la cristiandad va en romería.
De esta bendita ciudad de Nazaret salió la Virgen preñada, acompañada de su santísimo esposo José, a escribirse en la ciudad de Belén, por el edicto y mandato general de César Augusto emperador, por ser ésta su ciudad como descendientes de la generación real de David, y allí parió a su unigénito Hijo, y del eterno Padre. Habrá de camino desde Nazaret a Belén treinta leguas poco más o menos.
El otro monte es Tabor. Llegados al pie de este santo monte, vemos dos edificios caídos, uno al principio del monte, y el otro en lo alto, donde estuvo Cristo con sus discípulos san Pedro y san Juan, y Santiago, y se transfiguró delante de ellos y de Moisés y Elías. Allí se oyó la voz del padre eterno diciendo Hic est filius meus dilectus.
Este monte demás de la santidad que tiene (por haber Cristo mostrádose allí glorioso, y haberle alumbrado con sus rayos de gloria) es muy hermoso en su postura, alto, redondo, y apartado de otros montes, que parece que fue puesto a mano en aquellos llanos. Prosiguiendo nuestro camino llevando siempre el rostro hacia el norte, llegamos al mar de Galilea, que también se dice de Tiberiades. Hase de entender que aunque se llame mar no lo es, ni tiene que ver con él, porque es agua dulce, y está más de doce leguas apartada del mar Mediterráneo.
En este mar o lago hizo Dios millares de maravillas. Aquí estaban pescando san Pedro, y san Andrés, y en otro barco san Juan y Santiago, cuando Cristo los llamó que le siguiesen, y que él los haría pescadores de hombres, y dejando sus redes le siguieron. A la ribera de este lago están muchas poblaciones, que fueron en otro tiempo ciudades principales, entre ellas Cafarnaum, y Corozaim, y Bethsayda; al presente no hay más de sus ruinas. Junto a este lago, hizo nuestro Señor el milagro con los cinco panes y dos peces.
Por este dichoso lago anduvo sobre sus aguas, y navegó Cristo nuestro Redentor muchas veces. Aquí se manifestó a sus discípulos después de su resurrección.
Este lago será de cinco leguas poco más o menos, y de ancho poco más de dos. Es el agua del río Jordán, que entra en él, y sale corriendo casi cuarenta leguas, hasta el mar Muerto adonde se queda y no sale más.
A la ribera de él hay muchas y hermosas fuentes. Posamos la noche y tarde que llegamos junto a este lago, en Bethsayda, tierra y patria de los apóstoles san Pedro, y san Andrés, y san Felipe. Dionos mucho gusto esta posada, y hacer noche en ella, donde tantas veces estuvo Cristo nuestro Redentor. Es ahora una villeta de menos de cien vecinos. Toda la comarca es de las hermosas que hay en el mundo, y muy fértil, de ganados, y frutas, y palmas. Comimos pescado de este lago, el cual nos supo muy bien, por ser de donde algunas veces lo comió nuestro Redentor, y por ser bonísimo, y por la devoción con que lo comimos, y por la hambre que llevábamos. Otro día, habiendo madrugado mucho, caminamos por montañas bien ásperas; llegamos antes del mediodía al bendito río Jordán, que aunque no fue por esta parte el bautismo de Cristo nuestro Dios, por ser el mismo río fue grande el alegría y devoción que nos dio su vista. Apeámonos todos (aunque a desplacer de los moros) y llegamos con grande ansia al agua, y bebiendo cuanta se pudo beber, y lavándonos las cabezas, y rostro, y manos, parecía que deseábamos convertirnos en peces, por no salir de aquella bendita agua. El río va por aquí angosto, y se puede vadear; el agua es cristalina, fresca y muy dulce. Pasamos por una puente de piedra bien hecha. Cuando pasábamos por ella, miramos a la mano siniestra unas lagunas que se dicen las aguas Meronas, que son así mismo del río Jordán.
Este bendito río nace de dos fuentes que salen del monte Líbano, la una se llama Jor, y la otra Dam, por manera que de estas dos fuentes, toma el río este nombre. Estas fuentes dejamos a la mano siniestra cuando fuimos de Damasco a Tiro y a Sidón.
Pasado el Jordán (por donde hemos dicho) entramos en tierra de Siria, que comúnmente se dice Suria; en los tres días siguientes llegamos a la ciudad de Damasco. En este camino no vimos cosa notable, más de encontrar muchos señores y caballeros turcos, con mucha gente de a pie y de a caballo, y muchos camellos cargados de sus recámaras y mujeres, y familias, que iban al Cairo.
Aquí en este camino me dio un lacayo turco con un palo un buen golpe, no más que por su pasatiempo, y fuese riendo él y sus compañeros.
El día que entramos en Damasco, y la tarde antes, vimos salir y entrar en la ciudad más de mil camellos con provisión y otras cargas para la ciudad. Antes de llegar a esta ciudad cuatro leguas la vimos. Descúbrese muy bien por ser muy torreada, asentada al pie del monte Líbano.
Tiene una grandísima vega, donde se siembra en grande abundancia. Legua y media antes que entrásemos pasamos muchas huertas, y acequias, y fuentes, y mil frescuras. Entrados por la ciudad anduvimos gran parte de ella primero que llegásemos a la posada, y fuimos a posar al aduana; entramos a pie, porque no consienten los turcos que los cristianos entren en sus pueblos caballeros.
En todas las calles hay por lo menos una fuente. Es tan abundante de todo lo necesario, así de cosas de comer, como de mercaderías, sedas, brocados, lienzos, telillas, que no hay más que buscar.
Hay el mejor pan que yo jamás he comido, y frutas cuantas hay en el mundo, y una que se dice musa, es de muy buen sabor.
Esta ciudad será de población poco menos que Sevilla. Las casas por de fuera no son muy buenas, aunque hay muchas principales en lo de dentro. Hay (según nos dijeron) cuatrocientas mezquitas, todas bien edificadas con sus fuentes a las puertas donde se lavan para entrar a hacer su oración. Vimos muchas por de fuera, porque de dentro no podemos dar señas, porque costara la vida al que entrare en ellas, como está dicho.
En esta ciudad de Damasco estuvimos cinco días, y los más de los peregrinos enfermaron, porque dormíamos en el suelo, en un muy mal aposento; yo por la misericordia de Dios estuve siempre con salud.
Estaba en Damasco en aquel tiempo, un caballero veneciano que se llamaba Bernardo, por cónsul de la nación de Italia; éste nos dio de comer estos cinco días muy regaladamente a todos los peregrinos sin interés, que fue parte para reparar el daño que nos iba haciendo el no haber comido desde Jerusalén otra cosa (los más de los días) sino pan y uvas, y agua, que aunque hay bien que comer, como no hay mesones para nosotros adonde se coma, se pasa mal porque nuestra posada es en los establos, en compañía de camellos y búfalos. Con este caballero y un fraile francisco muy buen religioso, que el Bajá, virrey y señor de la ciudad, tenía en su casa por ayo de sus hijos, del cual los fiaba, y no de sus turcos, y moros. Anduvimos muchas veces la mayor parte de la ciudad paseándola por verla, y comprar cosas para nuestro camino.
Estos días que allí estuvimos era una Pascua de los moros, que toda la ciudad estaba regocijada, y duró tres días. Un día andando yo por una calle, donde había mucha gente, andaba un genízaro turco a caballo corriendo por entre la gente, que era menester mucha destreza para no ser atropellado. Llevaba desnudo un alfanje, y venia borracho, y había dado a un moro una cuchillada que le abrió la cabeza; yo me escondí entre los moros, y pasó como un rayo; escapeme de este por buena diligencia, porque no hay duda sino que gustara de dar otra tal cuchillada a un cristiano. Fuera de esto anduvimos muy seguros siempre por la ciudad, mirando los regocijos de su Pascua. Digo de verdad que juntando las cosas que esta ciudad tiene dentro, y de fuera, no debe nada a cualquiera de las mejores del mundo. Es habitada de turcos, y moros, y judíos, mercaderes, y muchas naciones de cristianos, que los más son viandantes. Hay de todos los oficios muy pulidos oficiales, y de tejer sedas extremadamente. Entramos en casa de un turco a ver como tejía el más hermoso brocado del mundo. Muy bien merece esta ciudad tener el nombre de cabeza de Siria como lo es, y siempre lo ha sido.
Lo que hay que ver de devoción en esta hermosa ciudad es la casa de Ananias, discípulo de nuestro Redentor, adonde le habló y mandó que fuese a buscar a san Pablo, nuevamente convertido que estaba orando, y le fue bautizar, y confortar. Mostráronnos el muro por donde los cristianos colgaron a san Pablo en una espuerta, y se escapó del rey Areta que lo quería matar.
Mostráronnos una piedra en una plaza cercada con una reja, que decían, que de allí subió a caballo san Jorge cuando fue a matar la sierpe; lo que vi y nos dijeron, eso escribo.
Llegado el tiempo de nuestra partida el cónsul veneciano que nos regaló, nos concertó con unos moros honrados y fieles para llevarnos a la ciudad de Trípoli, donde nos habíamos de embarcar, que es en la misma tierra de Siria. Alcanzamos en Damasco la fiesta de Todos Santos, y este día, y el de difuntos dijimos misa en el aposento del cónsul, estando de fuera en el patio aguardando que acabásemos de decirla, moros, y judíos, y turcos que venían a negociar, sin perturbarnos, estando nosotros en este oficio encerrados. Salimos de la ciudad seis peregrinos y cuatro frailes. Antes que saliésemos se trató del camino más derecho para Trípoli, y nos dijeron que por el monte Líbano, por donde había venido un gentil hombre veneciano. Éste nos aconsejó que no fuésemos por allí, porque había muchos alárabes ladrones, y estaba el monte muy nevado, y así dejamos de ir por aquí. Rodeando un poco de más camino, llegamos como hasta veinticinco leguas a nuestro mar Mediterráneo. Ribera de la mar vimos muchos lugares, y entre ellos a Tiro y Sidón. Pasamos por Baruth, junto a sus muy frescas huertas. Por este camino serán como cuarenta y cinco leguas, desde Damasco a Trípoli.
Es esta ribera de Siria excelente tierra; hay muy grandes montes, donde hay muchas y buenas heredades, y algunas de los cristianos maronitas que moran en el monte Líbano junto a Trípoli. Hay por estos montes perdices y otras cazas. Por aquí hay muchos ríos y pasajes de aguas que descienden del monte Líbano a este mar Mediterráneo.
Pasando por esta ribera del mar fuimos por un estrecho camino hecho en las peñas, llegamos a un río, y pasámosle por una hermosa puente del tiempo de los romanos. Allí están dos losas con un gran letrero en latín, y otro en arábigo, donde nombran a Marco Antonio y Marco Aurelio emperadores. Llamóse el río del Can, por cierta fábula de los gentiles, que dicen que este can o perro, que era de piedra, hablaba a los de esta tierra cuando había de haber guerra o alguna novedad, y después lo echaron en este río. Yo lo vendo al precio que lo compré, crea cada uno lo que quisiere.
Este monte Líbano que tantas veces hemos nombrado es muy grande, y atraviesa mucha tierra desde Damasco hasta el mar. Tiene muchos brazos, y lo principal de él va derecho a Trípoli, y llega a dos leguas de la ciudad, y desde ella vimos muy bien la cumbre que toda estaba nevada.
De este monte se cortó la madera de cedro para el templo de Salomón. Aquí hay muy buenas viñas, y es el vino muy bueno. Es merecedor este monte de desear verle, por la memoria que de él se hace tantas veces en la divina Escritura. El día que llegamos a esta ciudad de Trípoli había llovido tanto que impidió la salida de una grande nave, de que íbamos ya casi desconfiados de alcanzarla, y fue la causa, que el día siguiente nos embarcamos en ella, que parece que Dios por su bondad nos la tenía guardada para nuestra vuelta; que aunque había otros navíos que iban a Constantinopla, y a otras partes de Italia y Francia, esta nao era la que mejor nos estuvo, por venir derecha a Venecia. La ciudad de Trípoli de Suria es muy buena, y de muy fuertes casas; su población está en tres montecillos junto a la mar, aunque el puerto está media legua. Es fresquísima de aguas, y huertas, y naranjos, y limones, y palmas y todo lo demás que de una tierra fértil se puede decir. De mercaderías digo que es la escala de medio mundo, así del poniente, como del levante, hasta la India oriental. En nuestra nave vinieron para ir a Venecia ocho o nueve mercaderes italianos que venían de la India, que son más de dos mil leguas por tierra, pasando cuarenta días por desiertos, según nos contaron, y la mayor parte de llanos arenosos, donde ni agua, ni que comer se halla; y así traen en camellos para estos días su comida y bebida, y vienen muchas veces mil camellos juntos en compañía.
Aquí en Trípoli posamos, peregrinos y frailes, en una casa, que es como monasterio, donde están de ordinario tres frailes franciscos puestos por el guardián de Jerusalén, que son como curas de los mercaderes que allí hay, italianos.
Es habitada esta ciudad como las demás de moros, y de judíos, y turcos que son los señores.
El guardián y su compañero salieron con los que nos íbamos a embarcar, hasta que nos entramos en la mar; éramos de vuelta siete peregrinos.
Salidos del puerto de Trípoli comenzamos a navegar, y venimos poco a poco hasta llegar a la isla y reino de Cipro. Llegamos a vista de Famagosta que es la cabeza de aquel reino. De allí venimos a la isla de Candia, y por la costa de Turquía venimos a la Morea a vista de Modon. Llegamos a la isla del Zante, donde estuvimos diez días. Del Zante fuimos a la isla de Corfú; aquí tuvimos la Pascua de Navidad; es una de las mejores fuerzas que los venecianos tienen en la Grecia. Es de grande importancia la conservación de esta isla y puerto, porque me parece que es la llave de Italia.
Y pasando la costa de Esclavonia, y Albania, y Dalmacia, venimos a una graciosa isla y ciudad, que se llama Lezna. Estuvimos en un monasterio de frailes franciscos cinco días, por haber gran tormenta en la mar. La lengua que aquí se habla es la esclavona, aunque entienden la italiana. La ciudad aunque es pequeña, tiene muy buenas y fuertes casas, y hay buen puerto. De aquí venimos por la costa de Istria a una ciudad y obispado que se llama Parenço. Aquí salimos de la nave, y venimos en un barco hasta Venecia, que son cuarenta leguas, adonde llegamos por la misericordia de Dios con salud, y alegría bien deseada. Dimos muchas gracias a Dios por habernos llevado y traído de tan santo viaje y peligrosa jornada, así de mar como de tierra. Estuvimos desde Trípoli hasta llegar a Venecia sesenta y seis días. Entramos en la ciudad a diecinueve de enero, del año de mil y quinientos y ochenta y nueve. Estuvimos en todo este viaje desde el día que salimos de Venecia, hasta volver a ella, cinco meses y cinco días.
En Venecia nos detuvimos mes y medio, por reparar la salud y trabajo del camino, y recoger y corregir mis libros que hallé estampados. Hospedome un cantor de la Señoría, que se llama Antonio de Ribera, adonde fui en su casa tan regalado que mis padres no lo pudieran hacer con mayor amor, que fue causa que tuviese entera salud.
Salidos de Venecia, venimos a Ferrara, y a Bolonia, y Florencia, y Pisa, ciudades muy principales de Italia. Llegamos a Liorna, puerto de Toscana, en busca de las galeras del gran Duque de Florencia que iban a Marsella por la gran Duquesa, su esposa, hija del Duque de Lorena. Hallamos al gran Duque en Liorna, adonde me hizo favor que yo le besase las manos; mandome dar posada, adonde me proveían regaladamente. Prometiome acomodar en las galeras del Papa, que las aguardaba por horas, para ir en compañía de las suyas, las cuales ya eran idas adelante con las de Génova y Malta, que por todas eran dieciséis. Iban hermosamente armadas y adornadas, como para bodas de tan grandes príncipes.
El capitán general del Papa cumplió bien ese ruego del gran Duque, regalándome en la galera capitana, dándome su mesa, y cámara de popa, y así vine hasta Marsella tan bien tratado que no se echaba menos la tierra.
Llegamos a Marsella la Semana Santa, y estuvimos la Pascua. Las galeras quedaron en Marsella aguardando a la gran Duquesa. Fletamos un bergantín hasta Barcelona, y embarcados en él dos genoveses, el uno se llamaba Juan Ansaldo, dos italianos, y tres españoles. Salimos del puerto con un poco de mal tiempo, y fuimos con pesadumbre por no volver a Marsella, y habiendo andado como cinco leguas, nos entramos en un poco de abrigo de una caleta, porque no se podía pasar adelante. Apenas habíamos llegado a poner los pies en tierra, cuando vimos cerca de nosotros un bergantín. Cuando lo vimos, entendimos que venían como nosotros a esperar allí buen tiempo, y no venían sino para hacer lo que diré.
Venia lleno de arcabuceros ladrones, y aun algo luteranos, y descubriendo sus malas personas con los arcabuces apuntados en el rostro, les dijimos que se detuviesen, y que nos dábamos por rendidos, porque hacer otra cosa resistiéndoles no se excusaba la muerte, porque en nuestro bergantín no había sino espadas, y dos arcabuces mal en orden, que aunque fueran ocho eran pocos.
Estos soldados (o por mejor decir ladrones) entraron en nuestro barco, y tomáronnos las llaves de nuestras valijas, y no quedó cosa en su lugar que no revolvieron. Nosotros estábamos en tierra junto al agua viendo lo que pasaba, esperando el fin de este negocio, con tan poca esperanza de la vida, mirándonos unos a otros sin hablar palabra. Era ya casi noche cuando nos mandaron entrar en su bergantín, y se apoderaron de toda la ropa y armas; volvimos una legua más a su estancia, a una fortaleza donde ellos vivían y salían a estos asaltos. Primero que llegásemos a su fortaleza, nos pusieron en una cámara donde había mucha paja, y junto a la dicha cámara mucha leña, y todos ellos estaban de fuera hablando en su lengua francesa. Nosotros estuvimos allí encomendándonos a Dios con temor de ser allí quemados. Quiso Dios sacarnos de este temor y peligro. Lleváronnos a su fortaleza, y allí nos dieron de cenar, y sus pobres camas, donde comenzamos a perder el miedo. Dimos a la mujer del capitán algunos escudos de oro, y ella nos aseguró que no había peligro en nuestras vidas.
Pasados tres días que estábamos de esta manera sin dejarnos salir de esta fortaleza, adonde también tenían presos a nuestros marineros, tratamos de nuestra libertad, yendo y viniendo cierto francés como tercero entre las partes. El capitán nos pidió por cada uno cien escudos, y que nos daría la ropa. Todos dijimos que no los teníamos, que hiciese lo que quisiese.
A este tiempo vino un hombre de Marsella de esta compañía, y no supimos que recaudo trajo, más de que el capitán dijo luego que no quería nada de nosotros, porque ellos eran cristianos, sino que como pobres soldados tenían necesidad. Dio cada uno los dineros que pudo; a mí me costaría como veinticinco escudos el rescate de la ropa. Diéramos el día que nos prendieron, por la seguridad de la vida, todo lo que teníamos.
Estuvimos aquí ocho días, y embarcámonos con su buena voluntad. Y el capitán y compañeros nos acompañaron tres o cuatro leguas en su bergantín, y nosotros en el nuestro. Cuando se apartó nos dijo que no volviésemos a Marsella, que si nos tornaba a tomar nos cortaría las cabezas; en esto no se engañaba, porque si pudiéramos, volviéramos a Marsella a quejar de ellos. Fuimos por esta costa de Francia dos días, y en la provincia de Lenguadoch, caminando al remo una mañana, vimos salir un bergantín muy a prisa de un río, y que entraba alguna gente de tierra en él, y comenzó a caminar en pos de nosotros, y a costa del sudor de nuestros marineros nos alargamos de ellos; y cuando nos pareció que estábamos ya seguros, vimos venir un navichuelo a la vela viento en popa contra nosotros. Al principio entendimos que era navío que iba a levante, y luego que emparejó con nuestro bergantín, amainó, y mandó que parásemos, y descubriéronse otra docena de arcabuceros ladrones y luteranos, y puestos los arcabuces en el rostro, nos rindieron, y entraron en nuestro bergantín, y hicieron de la ropa y personas lo mismo que los otros, después de haberles dado cada uno los escudos que en la bolsa llevábamos. Ataron nuestro bergantín a su navío, y por un río arriba nos llevaron como una legua, junto a un pueblo que se llama Ciriñan. Esta segunda prisión nos dio más temor de morir, (según dijo uno de los soldados a Juan Ansaldo) porque tuvo en el rostro el arcabuz para descargarle y matarme, y que no sabe como fue que disparó en alto. Esto lo atribuimos a que todos a este tiempo nos encomendamos a nuestra Señora de Montserrat, haciendo voto de ir a su casa y decir misas. Estando en este río pasadas cuatro horas, vino un caballero francés, alférez de esta tierra, y tomó por memoria la ropa, y mandó que se guardase en el navío, y él nos llevó a una villa que estaba de allí a una legua, rogándome muy importunamente que yo fuese en su caballo, que él iría a pie, como más mozo. Todos se lo agradecimos mucho el comedimiento. Llegamos al lugar, y a todos dieron posada. A mi me hizo llevar a su casa, adonde cené con él, y fui muy bien hospedado.
En este lugar reside un caballero, señor de dos lugares; éste nos recibió alegremente el día siguiente, y dándonos seguridad (porque era católico) nos dijo que escribiría al Duque Memoransi, que es señor de aquella provincia de Lenguadoch.
Era en este tiempo secretario de este Duque un genovés, pariente y amigo de Juan Ansaldo; y luego que supo de nuestra prisión, hizo su diligencia para nuestra libertad. Y así nos mandó despachar el Duque, y envió un pasaporte, para que si encontrásemos otros navíos de su distrito, tuviésemos seguridad.
Con esto salimos alegres, aunque se nos quedaron algunos escudos entre los soldados.
De aquí venimos en cuatro días a Barcelona, adonde dimos gracias a Dios por habernos escapado de estos franceses, y así mismo de muchas galeotas de turcos que por la costa de Cataluña andaban, de las cuales tomó un hijo de Andrea Doria nueve de ellas. Digo ciertamente, que con haber andado entre turcos y moros, y alárabes, no tuvimos pesadumbre, ni peligro, sino en Francia.
De aquí fuimos a nuestra Señora de Montserrat a darle gracias de tantas mercedes como por su intercesión Dios nos había hecho. Salidos de Montserrat venimos por nuestro camino derecho a Valencia, y Murcia, y Granada, a la deseada patria de Sevilla, yo y mi compañero Francisco Sánchez con salud, donde hallé muestras de contentamiento de mi llegada, especialmente del Ilustrísimo Cardenal don Rodrigo de Castro, y del cabildo de su santa iglesia.
Yo he dado cuenta en este tratado, de mi viaje a la Tierra Santa, con toda verdad cristiana, a quien quisiere saber de este camino. Hay desde Sevilla hasta Jerusalén mil y cuatrocientas leguas de ida; y por la vuelta que hice por la ciudad de Damasco, hallo que de ida y vuelta, son tres mil leguas. Es fácil andarlas, que pues yo las anduve siendo de sesenta años, no sé porque los mozos recios, y que tienen posibilidad, emperezan de hacer este viaje tan santo y gustoso; que yo les certifico que, cuando lo hayan andado, no truequen el contento de haberlo visto por todos los tesoros del mundo.