Capítulo xxviiij: De las mujeres de los Minias, pueblos de Thesalia,
cuyos maridos siendo presos por los lacedemonios y condenados a pena de muerte,
ellas entraron en la presión y mudándose los vestidos los libraron, porque
acordaron quedar ellas en lugar de los condenados y ponerse a peligro por
librar sus maridos. Y assí finalmente fueron por la misma piedad y maravilla
del fecho perdonadas y en su libertad puestas.
El número de las mujeres de los Minias y sus nombres, quier por pereza y
descuydo de los que scrivieron en su tiempo dellas, quier por la antigüidad y
muchos años, no los sabemos. Y a mi ver con gran sin razón, como hayan merecido
ser enxalçadas por special gloria y no con pequeña fazaña. Mas pues a la
invidiosa Fortuna paresció assí, con la mejor arte que podremos, publicaremos
y arrearemos las no tan nombradas quanto el caso requiere, y esto con muy digno
pregón y fama; y trabajaremos por nuestras fuerças, como a personas que muy bien
lo merescen, sacarlas a luz para en memoria de los venideros.
Los Menias, pues, fueron y descendieron de los compañeros de Jasón
y de los Argonautas, siquier primeros navegantes que navegaron en la
nave llamada Argos, los quales fueron muy lindos mancebos y no de pequeña
nobleza. Los quales como después de acabado el viaje de la ysla de Colcos
fuessen bueltos a Grecia, dexada la antigua patria escogieron su assiento
y morada en Lacedemonia, en la qual no solamente fueron amigablemente
recebidos por ciudadanos, mas ahun puestos entre los regidores y padres
para que toviessen govierno en la ciudad. De cuya noble liberalidad los
successores no recordándose, osaron acometer de subjuzgar la libertad
pública a una vituperosa servidumbre, ca en aquel tiempo havía ricos
mancebos, hombres que no solamente de suyo valían mucho, mas ahun cercados
quasi de cada parte de deudos y parentesco de nobles ciudadanos de Lacedemonia
tenían doble lugar. Ca entre las otras cosas tenían hermosas mujeres que
descendían de nobles ciudadanos, que no es por cierto la más baxa parte de
la honrra mundana. E allende desto tenían muchos allegados y hombres de su
casa, de las quales cosas no faziendo gracias a la patria pública mas
atribuyéndolas a sus merescimientos, por lo qual vinieron a tal specie de
locura que estimaron dever ser preferidos a los otros. De lo qual cayeron
en pensamiento de codicia y deseo de haver el mando, y de grado en grado
con osadía loca y atrevimiento fementido pusieron todas sus fuerças en occupar
la república.
Por lo qual cosa -descubierto el delicto- fueron presos y
encarcerados y condenados por auctoridad y sentencia pública a muerte de
malfechores, como enemigos de la patria. Y como en la noche siguiente
-según el antiguo costumbre de los lacedemonios- los borreros los deviessen
matar, las mujeres tristes y llorando, por librar los condenados maridos
pensaron una astucia nunca oyda. La qual pensada no tardaron de la execución,
ca vestidas muy pobremente y cubiertas las caras y muy llorosas, como ya
anocheciesse, porque eran nobles dueñas fácilmente hovieron licencia de
las guardas de entrar en la cárcel para ver sus maridos que havían de ser
sentenciados. Y como llegaron a ellos, no gastaron el tiempo en lágrimas
ni llantos, mas luego en esse punto revelado su pensamiento y manifestada
su astucia, trocaron sus vestiduras con los maridos. Los quales, cubiertas
las caras como las mujeres y llorando, puestos los ojos en el suelo y
fingiendo tristeza, y ayudándoles la noche y la reverencia devida a las
nobles damas, engañadas las guardas escaparon, ahunque estavan para ser
sentenciados, quedando ellas en lugar de los condenados. Y no se sintió ni
descubrió antes el engaño que vinieron los borreros y porquerones para
sacarlos, que havían de ser punidos y sentenciados. Y entonce fallaron
mujeres en lugar de varones.
Grande es, por cierto, la fe de las mujeres y el amor entrañable que tienen
y fuera de medida, mas dexemos la burla y engaño que fizieron a las guardas y
la salud que procuraron a los condenados, y contemplemos un poquito lo que
paresció a los presidentes y lo que dende se siguió, que fue librar sus maridos
y ahun a sí mismas; y las fuerças del amor matrimonial y la osadía de las
mujeres. Ca después de ordenado aquel nudo de natura que desfazer no se puede,
que es el matrimonio, algunos dizen que assí como no hay odio alguno que se
eguale con él, ni más peligroso, assí el amor de los que se concuerdan dizen
sobrepujar todos los otros fuegos de amor. Ca este no quema para enloquecer,
mas escalienta para complazer, y ayunta los coraçones con tanta caridad que
egualmente quieren una cosa y aborrecen otra, y avezado a esta dulce y plazible
unidad no dexa cosa alguna para su continuación; no faze cosa alguna perezosa; y
si la fortuna les es enemiga, de grado sufre los trabajos y peligros; y mucho
velando para la salud piensa consejos y falla remedios y saca engaños, si el
caso y necessidad lo requiere. El qual muy suave y confirmado de las mujeres
Menias, con tanto fervor induzió los coraçones dellas, que de las presiones
que no hovieran osado ver antes, viendo sus maridos en peligro, estoviendo
las fuerças de su ingenio muy ultrajadas, no solamente no se espantaron mas
aun fallaron industria, tiempo y razón para cumplir su empresa y para engañar
las ásperas y diligentes guardas, dexada a parte la niebla de la sensualidad
y carnalidad.
En lo qual devemos notar con atención que ninguna cosa honesta deve hombre
dexar por salvar su amigo, quando vemos que éstas, levantada y movida la piedad
de los entrañables escondrijos y secretos del coraçón, por salvar y librar sus
maridos del peligro en que estavan, con atrevimiento loco emprendieron, que
el amor del matrimonio absolviesse los que eran por pública sentencia condenados
y sacasse de la presión los detenidos para matar; y sacados de mano y poder de
los borreros les diesse vida y seguridad. Y -lo que pareció más peligroso-
burlado el poderío de las leyes y el decreto de liberación y auctoridad
pública. Y assimismo, burlado el desseo de todos de la ciudad para que se
cumpliesse lo que desseavan, no dudaron ni se espantaron de encerrarse so
el imperio de las guardas engañadas en lugar de los condenados y sentenciados
a muerte.
Por cierto, no abasto yo a maravillarme ni menos a alabar una tan entera
fe y amor tan entrañable. Por esso tengo por cierto que si amaran floxamente,
y hovieran sido con amor ligero ayuntadas con ellos y tovieran por cosa permetida
estar como torpes con ocio en su casa, no hovieran fecho estas cosas tan
grandes. Empero por concluyr mucho en pocas palabras, oso yo affirmar haver
sido éstas verdaderos y ciertos varones, y los que ellas fingían ser, haver
sido mujeres.
¡Sentid los mortales, y ende más aquéllos que de nobles desseos
tenéys acompañado el querer, quán dulce y sabrosa es la gloria de la virtud
que, fasta lo acaecido más de dos mil años ha, nos sabe tan dulce y nos es tan
plaziente que fartar quasi no nos podemos de lo leer y contar! ¡Qué gloria
fue de Grecia! ¡Mas qué arreo tan maravilloso de Lacedemonia salir tales damas
de aquella ciudad! Loar es quiçá la constancia, lealdad y amor de estas señoras.
¿Pues qué menos merece la discreción tanta y tan prudente cautela que
tovieron en proveer a su tanto infortunio? Pues monta que menos se deve a la
diligencia y a la tan presta y tan aquexada execución, ¿dexaremos pues de loar
a los padres y juezes de Lacedemonia, que en lugar de punir el engaño más el
agravio y prejuyzio de su ciudad, de su consejo, sentencia y auctoridad no sólo
perdonaron el crimen mas parece que se alegraron en se vencer de tan rica virtud?
Indignáranse otros juezes, quisiéranse vengar de su injuria, empero éstos más
aman que los vença la caridad agena que ministrar la propia querella. Más
alegres quedan por haver fallado causa de perdonar que por derramar sangre,
ni ahun con justa sentencia. Y assí dieron ellos alas a la fama para que
volando por todo el mundo pregone las fuerças que tienen los derechos de
la humanidad, del atamiento sancto del matrimonio, de la piedad, del amor,
de la clemencia y de las otras virtudes; y junto con esto suenen las vozes
de alabança especial y de aquestas esclarecidas matronas y de la ciudad que
las dio, que las crió y perdonó y de los juezes de aquélla.
Johan Boccaccio, De las mujeres illustres en romance, Zaragoza, Paulo Hurus,
Alemán de Constancia, 1494, fo. 36 r. y ss.