Lucrecia


Capítulo xlvj: De Lucrecia, dueña romana, la qual tovo assí entre los Latinos la corona de la castidad como entre los Griegos Penólope. La qual, como hoviesse sido desonrada por fuerça y engaño por fijo de Tarquino Superbo, matóse y fue causa que los romanos echaron todos los reyes, y se procuraron y ganaron la libertad.


Lucrecia, egregia y muy esclarescida capitana de la romana castidad y una gloria y honra sanctíssima de la antigua temprança y modestia en el gastar, fue fija de Lucrecio, o Spurius Tricipitino nombrado, hombre muy noble entre los romanos, y mujer de Tarquino Collatino, ermano de Egerio, fijo del antiguo Tarquino. La qual no se sabe si pareció entre las dueñas romanas la más noble por la fermosura del rostro o por la honestad de sus tan illustres costumbres. La qual, como se hoviesse ydo a una ciudad llamada Collacio, no lexos de Roma, a unas casas que ende tenía su marido, el qual stava en el real de la ciudad de Ardea, la qual entonce Tarquino Superbo tenía cercada, acaheció que en el real -como el cerco se dilatasse- cenando los mancebos reales, entre los quales estava el dicho Collatino, marido de Lucrecia, y quiçá estoviendo llenos y turbados del vino diessen en fablas y razones de la honestad y discreción de las mujeres, y como cada uno alabasse y anteponiesse la suya a las otras, según se acostumbra, vinieron a esta deliberación: que acordaron de subir en sus cavallos para experimentar su disputa, y vistos los exercicios en que se occupavan sus mujeres de noche mientra ellos estavan en el campo, tomándolas improvisa y descuydadamente sin saberlo ellas. Y como los romanos hovieron conoscido al oy[d]o qual era la mejor y de más aprovada vida, y hoviessen fallado a las donzellas y damas reales que jugavan con sus eguales y con las de su tiempo, bolvieron los cavallos y fueron a Collacio, en donde fallaron a Lucrecia sin arreo alguno, que con sus mujeres y familia stava filando, por lo qual a juhizio de todos fue havida por la más honesta y más honrrada de todas.

Y Collatino recibió los otros mancebos muy benignamente en su casa, en la qual guardándoles mucha honra, uno llamado Sexto Tarquino, fijo de Tarquino Superbo, puso mucho sus desonestos ojos en la sobrada honestad y fermosura de la casta Lucrecia. Y encendido de un malvado fuego de amor, deliberó entre sí de gozar de su fermosura y haver que fazer con ella por fuerça si de otra manera no podiesse. E pocos días después, forçando y aguijándole su locura, ascondida y secretamente dexado el real vino de noche a Collacio, en donde -porque era pariente de su marido- le recibió Lucrecia con mucho amor y acatamiento de honra. E como ya sintió que todos de casa stavan en reposo y adormescidos y no fazerse ruydo alguno en la casa, arincada el espada entró en el retrete de Lucrecia y díxole quién era, y amenazóla de matar si diesse vozes o no fiziesse lo que él quería. A la qual, como él viesse resistir y haver poco temor de la muerte, acorrióse a una iniqua y damnada astucia, y díxole que la mataría y la pornía cabe uno de sus esclavos, al qual mataría con ella, y diría a todos ella haver sido muerta por el adulterio con su adúltero.

Oydas estas razones, paróse un poco toda tremiendo, y spantada de tan suzia infamia, tremiendo que si la matava de aquella manera le fallecería purgador para su no merescida infamia, con mucha angustia y infinitos gemidos y como desesperada otorgó su limpio cuerpo al adúltero. El qual, satisfecho su dyabólico appetito, como se hoviesse ydo a su parecer muy vencedor quedando Lucrecia muy triste de lo que havía acaecido, en amaneciendo luego mandó llamar a su padre Tricipitino y a Bruto, parente de su marido Collatino, el qual fasta aquel día era tovido por loco, y a su mismo marido con otros parientes y deudos suyos. Los quales ayuntados, contóles con muchas lágrimas por orden lo que a media noche y hora captada le havía fecho Sexto Tarquino. Y como los parientes la aconsolassen de sus tristes llantos, sacóse un cuchillo que havía cubierto debaxo de sus vestidos y dixo: "Yo desta manera me absuelvo del peccado, mas no me libro de la pena; ni dende adelante vivirá alguna mala mujer con enxemplo de Lucrecia". Lo qual dicho, púsose el cuchillo por los pechos y coraçón, que no havía peccado, y cahída sobre el cuchillo murió en presencia del marido y del padre y de todos los parientes, derramando su limpia y innocente sangre.

Desventurada de su fermosura -y tanto más claramente con dignos pregones-, su nunca asaz alabada limpieza, constancia y castidad, deve ser enxalçada quanto más aspera y miserablemente purgó y alimpió su infamia. Ca por aquella vengança que Lucrecia de sí misma tomó, no solamente le fue restituyda la honrra que aquel loco mancebo havía ensuziado con su feo atrevimiento, mas ahun dende siguió la libertad de Roma.

No se deven, sin gran pregón de loores, los autos virtuosos de tan honesta y generosa dama escrivir, y quantoquier que por altas y ricas lenguas haya sido hartas y muchas vezes loada y por ende como satisfecha o quasi pagada por otros esclarecidos scriptores, quede menos en cargo el que a la postre escrive. Es tanto el merecer de la virtud, según el mismo Aristótiles, que ninguna honrra, prez ni alabança la puede, según lo merecido, pagar. Digamos, pues, della que no solo en limpieza de castidad venció las otras romanas, mas en tener el matronal y devido cuydado del govierno de su casa, ca no la fallaron los cavalleros romanos -que vinieron del real sobre concierto y sobre saber quál de sus mujeres gastava mejor el tiempo y acudía más al bien de la virtud- dançando ni festejando, mas puestas las manos en honestos y matronales exercicios: en labrar, coser y repartir las faziendas de casa por sus donzellas y criadas. Tanto que el Sexto Tarquino, de que vido su fermosura acompañada de tanta cordura, honestidad y virtud, no pudo no poner los ojos en ella y vencerse de tanto valer.

¿Mas quién dexará en tal caso de reclamar y dar bozes contra la maldad, tan enemiga y cruel asechadora de la virtud, que ni por escondida ni guardada qu'esté, ni por más digna y merecedora que sea (no por cierto de persecución ni asechanças mas de servicio, acatamiento, alabança y honor), quanto más ella con la majestad de su valer se autoriza, representa y se enxalça, tanto más la malicia del vicio la codicia maltraher y sobrar? No perdonó la maldad de Tarquino a la honestidad, no a la discreción, no al merecer de tal dama; no miró al cumplido recibimiento que le fizo ni a los derechos de la amistad que con su marido tenía, por cuyo respeto le fue atorgada la entrada y tan entrañable aposentamiento de la casa de Lucrecia; no miró a la seguridad que trahe consigo la cortesía [a] tan dulce recebimiento y el tanto y tan limpio amor con que fue -como un propio ermano del marido- no sólo acogido como huésped generoso mas como un strecho deudo en lo más secreto de la posada puesto.

¡O maldito el desatiento de tal apetito que assí offende toda ley de virtud! Assí procura la desonra de todos los partidos de la honestidad. ¿No te abastara, Tarquino desventurado, que gozaste de tal vista, de tal fabla y tan dulce conversación de tal dama sin que le procurasses tal mengua y desonra? ¿Qué digo mengua? Sé que más honra le fue ganar fama tan inmortal, qual hoy tiene y terná para siempre, que amenguar tú la podiste. A ti, deshavido y manzillado para siempre, a ti procuraste la infamia perpetua, que a ella más la pregonaste por excellente y maravillosa. No me duele sino la muerte que le causaste, ella siendo más digna, por cierto, de la virtuosa y esclarecida vida que tú de sentencia de muerte. Lo que tu crimen y fementida alevosía mereció, padeció la tan casta y honesta matrona. Empero, ¿quién no llamará más venturosa aquella muerte que desaventurada tu vida, más gloriosa su fama que disfamada tu infamia, más enxalçada y subida su gloria que manzillada tu mengua? Esfuercen los malos de asechar la virtud, que quanto más asechada tanto más glorioso renombre le procuran y ganan. Si no ved la prueva en aquestos, que ninguno tan alarbe, feroce y tan fiero que en oyendo el nombre de Lucrecia no se alegre y consuele, y en oyendo el de Tarquino no se enoje, agravie, ofenda y espante. Si después de muertos fazen tal señal en la gente, ¿qué fizieran viviendo?

No me pesa, Lucrecia, sino que ver tu gesto no pude, porque pudiera tanto de tu fermosura y honesto semblante fablar quanto de tu virtud a todos nos obligaste a screvir. Pésame, por cierto, que a nuestros tiempos no llegaste, porque fuera más justo que del martirio con nuestras damas gozaras, que no que derramares tan limpia, tan honesta y noble sangre -quanto fue la tuya- tan injusta y tan indignamente. Y fuera más razón que derramándola por Christo gozaras, y acá de la fama y allá de la gloria, que no que levaras la sola corona de tan forçada y más injuriada que manzillada ni offendida castidad maravillosa.


Johan Boccaccio, De las mujeres illustres en romance, Zaragoza, Paulo Hurus, Alemán de Constancia, 1494, fo. 52 v. y ss.