Capítulo lxxvij: De Claudia Quinta, una dueña muy noble romana, la
qual como se vistiesse ricamente, por esto solo cayó en sospecha de ser mala
mujer, tanto que ya públicamente la disfamavan. E como en aquel tiempo hoviesse
acahecido traher de la Asia la statua de Opis, madre de
los dioses, y truxiessen la nave con trabajo por el río, ésta conjuró al ydolo y
le rogó que si era casta que le otorgasse a ella sola esta gracia: que sin lucha
podiesse sacar fuera la nave; y assí conteció, de lo qual ella ganó una gran
gloria de pudicicia.
Claudia Quinta fue mujer romana; mas quién fueron sus padre y madre no se
sabe, empero con una insigne osadía ella ganó y alcançó una perpetua claridad
de fama. La qual, como usasse de continuo con mucha diligencia de ir muy luzida
y pintada, fue por las graves dueñas y matronas romanas juzgada no solamente
por deshonesta, mas aun por mala mujer de su persona. Y siendo creados cónsules
Marco Cornelio y Publio Sempronio
en el año xv de la guerra segunda de Cartago, acaheció que de Pesimonte la Madre
de los dioses llegó a Roma en la entrada de Tíber; y como para yr a recebirla
de la nave, según la respuesta divina, fuesse Scipión Nassica
asignado por todo el Senado, vino juntamente con todas las dueñas a aquel lugar
adonde la nave se havía más de allegar, y acaheció que, queriéndose los marineros
allegar al puerto y a la tierra, encallóse en el río la nave que trahía la
statua. Y como ni aun muchos mancebos tirando las cuerdas no pareciessen poderla
mover, Claudia mesclada con otras dueñas, sabiendo su virtud, fincadas las
rodillas, rogó con humildad a la diosessa que si la tenía por casta que
siguiesse su cinta. Y luego levantada con fiuza, esperando que havía de
cumplir lo por ella rogado, mandó atar su cinta a la nave y que todos los
jóvenes se arredrassen aparte, y luego en esse punto Claudia tirando de la
cinta suya desencalló la nave. Y maravillándose mucho todos, levó la nave a
donde desseava.
Del qual fecho tan maravilloso luego se siguió que todos tomaron la opinión
contraria que della tenían, y reconocieron haver Claudia guardado su castidad,
y esto mucho con gran honra y alabança suya. E assí, la que havía salido a la
orilla de la mar manzillada de una torpe y suzia infamia de luxuriosa bolvió a
su patria con gran honra y título de castidad. E puesto que esto succedió bien
a Claudia y según su desseo, empero nunca plegue a Dios que yo estime ser cosa
de buen seso que alguna, quantoquier que sin culpa sea, ose emprender tal cosa,
ca el querer fazer lo que es fuera de natura por mostrarse ser sin culpa, más
es tentar a Dios que purgar y alimpiar la manzilla del crimen de que hombre es
accusado.
Sanctamente devemos tractar las cosas y sanctamente es de vivir, mas aunque
seamos juzgados no buenos, no sin bien nuestro lo suffre Dios y consiente. Ca
Él quiere que nuestra paciencia se confirme y la sobervia se quite y vaya
fuera, y se exercite la virtud y que nos alegremos con nosotros mismos, y
mientra conosce ser los otros indignos. Asaz es para nosotros, y mucho y más
de mucho, tomando a Dios por testigo si vivimos bien. Y por tanto, si los hombres
no tienen buena opinión de nosotros, quando fizieremos bien no curemos de ello,
y quando mal fizieremos, con todas nuestras fuerças devemos instar y trabajar
que nos emendemos, porque antes dexemos por falsos a aquéllos que tienen de
nosotros mala opinión que seamos nosotros los que mal obran.
Las señales divinas siempre se deven echar a la parte mejor, que Dios como
sea todo verdad nunca favorece, mas condena de contino toda maldad; y poner
infamia en una dama de honor por yr más ataviada y vestida que otra, maldad
es y crimen de falso. Y por ende, pudo ser que le plogó a Nuestro Señor sacar
a luz la verdad y estorcer de tal ifamia a la falsamente acusada. Y tanbién,
según otros, se puede otorgar que las señales de entonce más eran engaños del
spíritu maligno que maravillas de Dios.
Johan Boccaccio, De las mujeres illustres en romance, Zaragoza, Paulo Hurus,
Alemán de Constancia, 1494, fo. 79 v y ss.