Autor: PEDRO TENA TENA

Institución: Instituto Cervantes - Universidad Complutense de Madrid

TÍTULO: ROMA EN TEXTOS ESPAÑOLES DE VIAJES MEDIEVALES

FECHA: 10/03/1999

 


 

ROMA EN TEXTOS ESPAÑOLES DE VIAJES MEDIEVALES

 

El viaje ha existido siempre en el acontecer humano (1); "[...] la vida es jornada de todos, [...]", escribía Pedro Calderón de la Barca en El año santo de Roma (v. 5). Se hacen lógicos, pues, los numerosos testimonios literarios reflejando la experiencia del desplazamiento que ha habido a lo largo de los siglos. Aun lo dicho, y a pesar de la linealidad de la vivencia del trayecto (una razón, una ida, un final, una vuelta, un relato), esta clase de textos se ha calificado extraña por ser vista con naturaleza heterogénea, complicada de catalogar (2). La amplia y reciente bibliografía, no obstante, ha procurado ofrecer nueva perspectiva bajo el tratamiento comparativo e interdisciplinar (3). Los trabajos de Rafael Beltrán (4), Bárbara W. Fick (5), Francisco López Estrada (6), Miguel Ángel Pérez Priego (7), Eugenia Popeanga (8), Barry Taylor (9), Joaquín Rubio Tovar (10), por ejemplo, también han dado una mirada más completa de los escritos hispanos, y sus ideas han permitido considerar a éstos esenciales en el estudio de la génesis de la novela (11).

En la Europa cristiana medieval tres grandes focos de atracción se repartían las intenciones de camino: Jerusalem, Roma y Santiago de Compostela (12). En torno a ellos se aglutinaron multitud de filosofías y sentidos de vida que pronto llegaron a ser ejes en la transmisión de cultura. En el presente artículo, con la mirada puesta en el 2000 como año jubilar romano, se busca entonces saber qué clase de obras medievales se centraron en una de estas ciudades y qué contenido los peninsulares, viajeros o no, hallaban en sus páginas.

Durante el Medievo, Roma era una ciudad muy atractiva en el ámbito religioso. Varias razones generales existían para alcanzar este destino romero, que bien podían aplicarse a cualquier lugar sacro.

Primero, la imagen del devoto como un caminante que aspira cada día a una mejora del espíritu en su constante búsqueda hacia la verdadera existencia celestial, para la unidad con Dios. Esta idea, que entronca su raíz en las figuras bíblicas de Abraham, Elías y Moisés y en los textos Salmos, 38, 13; Salmos, 122, 1-2; San Mateo, 7, 13-35; San Juan, 18, 36; 2 Corintios, 5, 6-8; Filipenses, 3, 17-21; Hebreos, 11, 13-16; 1 San Pedro, 1, 17; 2 San Pedro, 2, 9-14; también tuvo su correlato en el mundo clásico con Eneas, Perseo, Ulises y la etiópica pareja Cariclea y Teágenes, por citar algunos nombres (13). Y en la Edad Media tuvo representación gráfica en los laberintos de catedrales góticas (14). El viaje se hacía, por tanto, refuerzo de fe, y de manera puntual en los lugares que habían sido escenario de la encarnación divina (15).

Un segundo elemento era la fuerza de convocatoria y entusiasmo que se creaba alrededor de las reliquias, y no sólo como admiración hacia el santo particular, sino, de igual modo, para conseguir de éste un amparo o una mediación ante problemas individuales o colectivos; y todo, debido a la creencia en el poder de dichos recuerdos. La obra de Fernando de Rojas da buena cuenta de ello, cuando recordamos el famoso cordón de Melibea, que tocó reliquias de Jerusalem y de Roma (16). La ciudad papal, pues, era un escenario formidable por la cantidad de muestras que tenían sus templos. Aun lo referido, y fuera de las críticas coetáneas sobre este fenómeno cultural, surgirían en la época intereses puramente terrenales, ya civiles ya eclesiásticos, que propiciaron también el comercio de reliquias por compra, donación o robo. Tanta era la importancia que adquirió esta realidad, que, junto con los escritos vinculados a las peregrinaciones (o de viajes, en general), hubo atención hacia estos restos genuinos, legendarios, falsos en otros campos de la literatura (17).

Y un tercer factor para andar por estos caminos santos radicaba en entender la propia romería como una penitencia (o para cumplir votos por uno mismo o por comisión) (18), según vemos, por ejemplo, desde Alfonso X (19) hasta Joanot Martorell y Martí Joan de Galba (20).

Cierto es que Jerusalem tenía la fascinación espiritual de haber sido testigo de vivencias bíblicas, que Santiago de Compostela recogía el fervor sobre el apóstol que guardaba, sin embargo, Roma presentaba razones concretas para una llegada (21). La atracción por el poder de los Estados Vaticanos, la cercanía y facilidad de viaje en comparación con el trayecto a los Santos Lugares, el culto por san Pedro, las indulgencias destinadas al peregrinaje, sobre todo en los años de jubileo (22); el interés y la pedagogía artística que suscitaba el pasado clásico, su naturaleza de capital de la Iglesia al ser residencia del vicario de Cristo, la necesidad de obtener licencia del pontífice antes de emprender camino a Tierra Santa (23), el perdón exclusivo que el papa daba ante ciertas faltas (24) aparecían así como otras buenas fuerzas para el desplazamiento (25). No fue extraño, pues, que en el Medievo surgieran libros que procurasen orientar al que entonaba "O, Roma nobilis, orbis et domina, [...]" (26), al visitante general, sobre una de las ciudades más extraordinarias y relevantes en el mundo (27), según Juan Ruiz (28) o el Marqués de Santillana (29). La sabiduría popular a través de dichos y refranes tampoco fue ajena a este sentir viajero: "No todos han nacido para ir a Roma", "Quien Roma no ve, en Roma no cree", "Todos los caminos conducen a Roma", ... (30)

Ya desde la Antigüedad, la urbe pontificia fue objeto literario. Las Laudes Romae dan buena cuenta (31). Con los siglos, tales cuadros, al igual que ocurrió con otras ciudades, se adecuaron a una estructura que apenas variaba. Miguel Ángel Pérez Priego en un archicitado trabajo, y entroncando el tema en la tradición clásica, también en textos como los Excerpta rhetorica del siglo IV, exponía los elementos que se tenían en cuenta en esa particular pintura: (1) antigüedad y fundadores, (2) situación y fortificaciones, (3) riqueza de campos y aguas, (4) costumbres de los moradores, (5) edificios y monumentos y (6) hombres ilustres (y comparación con otras ciudades) (32). Pronto, muy pronto, la mirada se dirigió a iglesias y otros templos y a figuras religiosas del pasado y del presente (33). Será en este campo donde se sitúen para Roma los llamados Mirabilia urbis Romae (34).

Cuando en torno al año mil, tiempo de esperanzas y de miedos (35), crecía la idea de llevar a cabo la transformación de una Roma antigua en una ciudad por entero moderna y cristiana a nivel cultural, material, moral o político (36), apareció el Mirabilia urbis Romae (37), con el fin de ayudar al peregrino a orientarse en la nueva realidad con que topaba (38). Si bien podemos encontrar una serie de precedentes, como el Curiosum (siglo IV), el Itinerario di Einsiedeln (siglo VIII) u obras posteriores, como el Ordo romanus (siglo XII), el texto del Mirabilia fue el que alcanzó más éxito. Da prueba su eco sobre otros, como la Graphia aureae urbis Romae (siglo XII), el Liber censuum (siglo XIII), la traducción Le miracole de Roma (siglo XIII) o el Tractatus de rebus antiquis et situ urbis Romae (siglo XV). Diferentes libros no dejarán de nacer, pues, con una parecida estructura, con una similar intención cultural, superando incluso los finales del siglo XV, reflejando también inquietudes humanistas (39). Un arquetipo había sido creado.

 

El libro está dividido en 31 capítulos: 

  1. De muro urbis.
  2. De portis urbis. 
  3. De arcubus.
  4. De montibus 
  5. De thermis.
  6. De palatiis.
  7. De theatris.
  8. De locis que inveniuntur in sanctorum passionibus.
  9. De pontibus.
  10. De cimiteriis.
  11. De iussione Octaviani imperatoris et responsione Sibille.
  12. Quare facti sunt caballi marmorei.
  13. De nominibus iudicum et eorum instructionibus.
  14. De columpna Antonini et Traiani.
  15. Quare factus sit equus qui dicitur Constantini.
  16. Quare factum sit Pantheon et postmodum oratio Bonifatii.
  17. Quare Octavianus vocatus sit Augustus et quare dicatur ecclesia S. Petri ad Vincula.
  18. [De Vaticano et agulio.]
  19. [De cantaro S. Petri]
  20. [De meta et de tiburtino Neronis.]
  21. [De castello Adriani.]
  22. [De Augusto.]
  23. [De diversis locis.]
  24. [De Capitolio.]
  25. [De diversis locis.]
  26. [De regione Colosei.]
  27. [De circo Maximo.]
  28. [De Celio monte.]
  29. [De Exquilino monte.]
  30. [De diversis templis.]
  31. Quot sunt templa transtiberim (40).

La Península Ibérica no fue ajena a la literatura sobre Roma. A la vista de testimonios, dos grandes grupos de textos de viaje se detienen con la ciudad italiana. Por un lado, aquéllos que nacen o simulan partir de la experiencia del camino, con independencia de que luego se usen unas fuentes en la tranquilidad del scriptorium. En ellos la descripción está subordinada a una línea continua de espacios y de tiempos que encierra una voz personal de descubrimiento. Tal recurso para el ritmo del escrito y procura un sentir pausado en la recepción. Por otra parte, se hallan las obras que surgen carentes de la vivencia y parecen ser fruto directo de lo librario. En ellas, en cambio, la ciudad es protagonista del contenido creado. Relatos versus guías.

Las descripciones de ciudades objeto de admiración y visita son manifiestas desde relativamente pronto. El Liber peregrinationis (h. siglo XII), por ejemplo, ya en su quinta parte (Liber sancti Iacobi), entre los capítulos IX al XI, ofrece datos sobre Santiago de Compostela, su templo santo, autoridades religiosas y recibimiento a los peregrinos (41). Roma tampoco careció de atención (42). Y así lo evidencia el autor del Libro del conocimiento, que se detiene en alusiones a aguas, pendón, ciudades circundantes y ubicación geográfica (43), o también Pero Tafur con sus Andanzas y viajes, quien anota información sobre aguas, costumbres de los moradores, edificios y monumentos, sin olvidar apuntes históricos y reliquias, por ejemplo (44).

Otra clase de textos está configurado por aquéllos que tienen a la urbe papal como fundamento de creación. Así, podemos hallar variedad de escritos, paralelos a los del resto de Europa. Algunos tendrán unas miras restringidas, y sólo se fijarán en los templos cristianos y en sus artes decorativas, que hace recordar un tanto las indicaciones presentes en el Liber Pontificalis (45). Obra hispana así es el Llibre Vermell, con su Memoriale ecclesiarum Romae, manuscrito anónimo trecentista del monasterio de Montserrat (BM. 1, ff. 72-74v) (46). De igual modo, si fuera de España se lanzaban textos como Indulgentiae principalium ecclesiarum urbis Romae, que llegaron a ser impresos a finales del XV (47), en la Península Ibérica ya se rastreaban ejemplos que exponían una mera relación de iglesias romanas con sus respectivas indulgencias. Un caso es Stationes et dedicationes ecclesiarum urbis Romane, presente en un códice de la Biblioteca Nacional de Madrid [BNM. 10046 (olim Hh 48 - Tol. 47-4), ff. 58r-58v] (48). Pero será Martín Martínez de Ampiés el caso más señalado por su labor de abarcar la herencia libraria que sobre Roma se había expuesto con anterioridad en España. Vale, por tanto, detenerse en él.

A finales del siglo XV, el éxito editorial de los mirabilia era muy significativo en Europa. El deseo por satisfacer una primera demanda de conocimiento en los romeros, pero también en hombres y mujeres con inquietudes culturales (49), y el indudable beneficio económico que esto conllevaba hacía posible la fácil impresión, en especial ante la cercanía de 1500 como año de jubileo. Sólo detenerse en algunas ediciones conservadas en España, puede dar una primera imagen de la recepción de semejantes obras, la mayoría impresas en la capital pontificia, como es de suponer (50).

A los talleres hispanos llegó, en consecuencia, tal interés. Una muestra se halla con el traductor Martín Martínez de Ampiés, quien en el Viaje de la Tierra Santa de Bernardo de Breidenbach impreso por Paulo Hurus (Zaragoza, 1498) (51) incorporó un Tratado de Roma a modo de prólogo (52), como de forma semejante se hiciera en una versión métrica de la obra de Juan de Mandeville (Coventry Record Office MS. Ff. 77va-95vb) (53). Y esto, según el mismo translador aragonés exponía en los folios 3vb-4rb, para que el peregrino tuviera una guía en su paso por Roma a la hora de recoger licencia del santo padre antes de emprender camino a Jerusalem. Ya Hugh William Davies fue de los primeros en indicar que sus fuentes directas se encontraban en el Mirabilia urbis Romae, donde se detallaba la Roma física, y en el Mirabilia [vel potius] historia et descriptio urbis Romae cum indulgentiis, reliquiis et stationibus eius ecclesiarum, un texto cuyo título ya da idea del contenido (54). Con ellas, primero el Mirabilia urbis Romae y luego la segunda obra, el de Sos también ampliará y reducirá (55). Resultaba obvio que un autor, sin haber visitado Roma, se sirviera de los textos famosos que hablaban de la urbe papal. Su obra, en verdad, no nace de la experiencia personal, sino de la misma literatura. Una vez más, el libro como engendrador de libros (56). De esta forma, se explica incluso una ausencia de consejos para una tranquila romería (57), de datos sobre alojamiento o problemas económicos en la ciudad santa (58). Translada, en cambio, la insistencia en el aspecto religioso. Y esto, no sólo al presentarse el amplio desarrollo literario de una monumentalidad cercana a Dios frente a la no sacra; también a través de la exposición de una historia política y religiosa en la que se alternan semblanzas de emperadores, que amplifica desde el Mirabilia [vel potius] historia et descriptio urbis Romae, y papas, que incorpora de otras fuentes (59), y que acaba y culmina con el cerrado binomio entre Constantino y Silvestre, símbolo de la absoluta cristianización de la urbe. Todo aparece, pues, bajo un objetivo puramente didáctico y dirigido a un receptor culto, capaz de gustar el conocimiento librario que se le presenta; pero siempre éste en el campo devoto, sin muchas lindes humanistas (60).

Ya para concluir, y como apéndice, bien merece la pena detenerse en el tema de los restos romanos. El asunto de las ruinas y del estado decepcionante en que se veían ciertas edificaciones fue muy tratado, sobre todo, por ser éstas parte de una realidad circundante. Autores como Ciriaco d´Ancona, Poggio Bracciolini, Ambrosio Camaldulense, Francesco Petrarca, Eneas Silvio Piccolomini, Giano Vitale, y tantos otros personajes medievales y renacentistas, sintieron el abandono de la riqueza cultural (61). No obstante, algunas atenciones también fueron un mero tópico literario.

En la España cuatrocentista se dieron asimismo variados comentarios ante el arte clásico que sobrevive en una Roma escenario del triunfo estético cristiano. Por una parte, la de aquéllos que recogen la idea de que semejantes restos son testimonios de un paganismo derrotado (En líneas muy generales, el citado Martín Martínez de Ampiés se situaría en este apartado).

Y en segundo lugar, la actitud de los que, entendiendo y valorando la victoria cristiana, no por ello dejan de considerar dignas aquellas construcciones que también forman la realidad de la nueva Roma, defendiendo una socialización de los monumentos antiguos (Puede ser el caso de Pero Tafur con sus Andanzas y viajes (62) o Alfonso de Palencia con su Tratado de la perfección del triunfo militar (63)). Aquí, igualmente, tendrían cabida figuras como el italiano León Battista Alberti, con su Descriptio urbis Romae, que viven una íntima atención por el mundo clásico romano; con ellos se propiciaría el nacimiento de nuevas disciplinas culturales (Arqueología, Epigrafía y Numismática), nuevos trabajos en forma de comentarios, mapas, repertorios y textos geográficos (64).

Ya en el siglo XVI los hispanos continuarán advirtiendo dispares actitudes. Y así encontrarán desde un Erasmo de Rotterdam frente a la atracción por la arqueológica herencia romana hasta un Bartolomé de las Casas que se manifiesta admirado en la capital latina ante restos de la calzada que unía con Hispania (65). No obstante lo dicho, el peregrino, como ser curioso, siempre dejará un tiempo de atención para contemplar la grandeza y la hermosura de la Historia, aunque, como escribiera Quevedo en "A Roma sepultada en sus ruinas", en la ciudad ya "[...] huyó lo que era firme, y solamente/ lo fugitivo permanece y dura." (vv. 13-14).