Autor: Dulce
María García (The City College of the City University of New York)
Título Artículo: La hermenéutica de
la moral y la moral de la hermenéutica en el “Libro de Buen Amor”
Fecha de envío: 16/01/2004
Resumen: El Libro de
buen amor es un texto ambiguo en dos terrenos: el de la moral y el
hermenéutico. Como personaje y como autor Juan Ruiz se muestra ambivalente en
su conducta. Esta ambivalencia —claramente deliberada— sirve para dramatizar el
concepto del voluntarismo agustiniano junto con sus implicaciones morales y
hermenéutica, las cuales se manifiestan en la manera en que el Arcipreste
“representa” (discurso directo, el uso de la ironía, la polisemia, el silencio
y la manipulación de otras ambivalencias lingüísticas) así como en aquello que
representa (episodios dramáticos específicos y la las acciones, actos verbales
y pensamientos ambivalentes —y hasta contradictorios— del protagonista). El
voluntarismo de San Agustín funciona en el Libro como punto de
convergencia entre los campos de la ética y la semiótica, donde se funden autor
y personaje, donde la teoría y la práctica se encuentran. Este concepto
asimismo constituye el hilo temático unificador del Libro de Buen Amor:
el autor “escoge” cómo escribir para enseñar; el hombre “escoge” cómo actuar
para salvarse o condenarse y el lector “escoge” cómo interpretar la “vida” y la
voz del Arcipreste . En su Libro, Juan Ruiz plantea sus ideas sobre la moral,
la semiótica y la pedagogía así como su relación directa con el concepto agustiniano
del libre albedrío.
Abstract: The Libro de
Buen Amor is an ambiguous text in two areas: Ethics and hermeneutics. Juan
Ruiz is as ambivalent in his conduct as a character as he is in his conduct as
an author. This ambivalence, clearly deliberate, serves to dramatize the
Augustinian concept of voluntarism along with its moral and hermeneutic
implications which become visible in the way Juan Ruiz “represents” (direct
speech, the use of irony, polisemy, and silence, and his manipulation of other
kinds of linguistic ambivalence) and in what is “being represented” (specific
dramatic episodes, and the main character’s ambivalent —and even contradictory—
actions and speech acts, and thoughts). Saint Augustine’s voluntarism is the
point where ethics and semiotics converge, where author and character merge,
where theory and praxis meet. It also constitutes the thematic unifying thread
in the Libro de Buen Amor: The author “chooses” how to write in order to
teach, man chooses how to act in order to save or condemn his soul, and the
reader chooses how to read the Arcipreste’s life and voice. In his Libro,
Juan Ruiz sets forth his ideas on morality, semiotics, and pedagogy, and their
direct relation to San Augustine’s concept of free will.
La hermenéutica de la moral y la moral de la hermenéutica en el Libro de Buen
Amor
De la santidat
mucha es bien grand liçionario;
mas de juego et de burla es chico breviario;
por ende fago punto, et çierro mi almario,
séavos chica fabla, solás et letuario. (1632)
Es imposible pasar por alto la influencia de Confesiones
de San Agustín en el carácter pseudoautobiográfico del Libro de Buen Amor;
después de todo, la historia del Arcipreste, no sólo se configura en primera
persona, sino que en sí puede verse como una “confesión”.[1]
Pero, asimismo, en su vertiente temática, el Libro constituye, además de
una dramatización, una adaptación, e incluso una extensión, del concepto del
voluntarismo ético e interpretativo que se originan en el pensamiento de San
Agustín.
El Arcipreste muestra la moral y la hermenéutica
como ámbitos interdependientes en su Libro. Ambos conceptos también se
entrelazan en la filosofía de San Agustín, particularmente en su teoría del
voluntarismo: el hombre “escoge” cómo actuar y el lector “escoge” cómo
interpretar la Palabra, el Texto y es responsable tanto de sus acciones como de
su interpretación.
Es en De
doctrina cristina, particularmente en los primeros tres libros, donde San
Agustín elabora su teoría de los signos, de la interpretación y de la traducción.
El santo muestra aquí una nueva manera de leer/oír un texto: para él, el
“significado real” del texto (el que está “escondido” tras la palabras) es más
importante que su representación superficial (literal, patente). El primero
constituye la esencia del mensaje, la Verdad, mientras que el sentido
“superficial” equivale a la apariencia.[2]
De esta idea se hace eco Juan Ruiz al “presentar” su libro:
Las del buen
amor son raçones encubiertas,
trabaja do
fallares las sus señales çiertas,
si la raçón
entiendes, o en el seso açiertas,
non dirás mal
del libro, que agora refiertas. (68)
En términos ya no
del receptor del mensaje, sino del emisor (lo que en este caso aplicaría al
autor del Texto) el lenguaje, para San Agustín es bueno mientras se use
en servicio de la verdad (la proclamación del mensaje cristiano). Si se usa con
propósitos meramente seculares, el uso del lenguaje en función de la retórica
es malo. Pero —y esto es importante vis
à vis el LBA—el mensaje cristiano puede presentarse de manera en que
pueda entretener y hasta divertir a la audiencia para así captar y mantener su
atención. Advierte el Arcipreste en su Libro:
La
burla que oyeres, non la tengas en vil,
la manera del libro entiéndela sotil,
que
saber bien e mal, desir encobierto e doñeguil
tú non fallarás
uno de trovadores mil.
Fallarás
muchas garças, non fallarás un uevo,
remendar bien non sabe todo alfayate nuevo,
a
trobar con locura non creas que me muevo,
lo que buen amor dise, con raçón te lo pruebo. (65-66)
Tanto
en el pensamiento agustiniano como en el Libro, el amor (humano y
divino) funciona como la rúbrica bajo la cual San Agustín y el Arcipreste
colocan su concepción del hombre como ente libre para elegir (en términos
morales e interpretativos) y sobre todo como único responsable por su elección.
Esta elección es lo que irá a llevarlo por el camino del Bien o por el del
pecado.
El voluntarismo de San Agustín,
especialmente su idea del libre albedrío, como intentaré mostrar en este
ensayo, constituye el hilo unificador del LBA, la cimiente conceptual
sobre la cual el Arcipreste edifica la trascendencia del sentido de su Libro,
el “meollo” claro bajo su “corteza” oscura (ambigua).[3]
Pero no sólo el mensaje o la “lección” que se extrae del LBA se basa en
el libre albedrío agustiniano, sino que también en esta idea agustiniana se
basa el singular método al que el Arcipreste recurre para exponer este
mensaje. Este método asimismo lo halla el Arcipreste en las teorías
agustinianas sobre la hermenéutica; es decir, los fenómenos que determinan la
interpretación “correcta” del Texto. Pero el Arcipreste no sólo se vale del
método para enseñar, sino que lo dramatiza y lo tematiza en su Libro.
El Libro de buen amor es un texto
ambiguo precisamente en los terrenos de la moral y a la manera en que ha de
interpretarse el libro mismo, lo que evidentemente es importante para Juan
Ruiz. Es en esta ambigüedad donde reside el didactismo en el Libro del
Arcipreste, tanto en su vertiente ética como hermenéutica.
Según Felix Lecoy, “toute interprétation qui
voudrait sacrifier l’un de ses aspect à l’autre est incomplète” (349). No sólo resultaría incompleta cualquier interpretación que se centrara
en uno de los dos aspectos que Juan Ruiz hace que coexistan en el protagonista
y en el Libro (la inclinación hacia lo carnal vis à vis la
inclinación hacia lo divino), sino que se incurriría en el error de que se
perdiera el sentido más profundo de la obra en su totalidad, como el autor
mismo advierte:
Non cuidedes quë es libro de necio devaneo
ni tengades por chufa algo quë en él leo:
ca, segund buen dinero yazë en vil correo,
assí
ën feo libro está el saber non feo (16)[4]
Para San Agustín (D.d.c.
lbrs.1-3) los signos son a menudo oscuros, ambiguos (tienen que ser interpretados
para ser entendidos). Todos los lectores, para el santo (también para el
Arcipreste) deben ser agentes activos, “buscadores” de verdad. La verdad (la
esencia, en términos platónicos) ha de ser descubierta “bajo” la oscuridad del
signo patente (apariencia). Esta “actividad” por parte del lector/audiencia,
según el santo, es buena porque fuerza al lector/audiencia a reafirmar
su compromiso cristiano en su participación como descubridor del significado
transcendente, de la verdad. Más adelante veremos cómo el Arcipreste una y otra
vez incita al lector a que participe activamente en la semiosis moral de su
texto.
Para San Agustín, aunque las palabras
aparezcan oscuras y la verdad escondida, el Texto en su totalidad
‘contiene’ una Verdad fija e ineludible. De la misma manera, Juan Ruiz varias
veces, como veremos, alerta al lector a que se fije en el Libro en su
totalidad, en el sentido global del texto. El descubrimiento por parte del
lector/audiencia del verdadero significado del Texto en su “enteridad” (escondido
tras las palabras “oscuras” ) constituye la base de la hermenéutica
agustiniana.
En la cuaderna 17, Juan Ruiz, consciente
sin duda de la ambigüedad de su Libro, dice que aunque “por fuera es
oscuro” el mensaje es muy claro:
el axenuz, de fuera negro más que caldera
es de dentro muy blanco, más que la peñavera
blanca
farina yazë so negra cobertera (abc)
La conducta moral del Arcipreste, según
se autorrepresenta en su libro y las palabras que componen el texto tienen un denominador
común: la ambigüedad, la “convivencia” del apego a buen y del loco amor. El
personaje —en su proceder— alaba lo divino y a la vez alaba a lo mundano. El
texto hace exactamente lo mismo mediante palabras. He aquí el punto de
convergencia entre la moral y la hermenéutica en el LBA. Tanto el hombre
como el texto son complejos, son compuestos de apariencia y esencia,
constituyen en sí ejemplos de cómo pecar y cómo salvarse, son, interpretadores
e interpretables.
El Arcipreste coincide con San Agustín
en cuanto a su manera de concebir la naturaleza humana: el hombre es, por
naturaleza, pecador. San Agustín, en las Confesiones, acude a la imagen
del peral para representar su condición de pecador y, sobre todo, su amor por
el pecado. El santo examina sus motivos que lo llevaran a robar las peras de un
árbol que no le pertenecía y concluye que no lo hizo porque tenía hambre, sino
porque se deleitaba en robar:
...nam
decerpta proieci epulatus inde solam iniquitatem, qua laetaber fruens. Nam et
si quid illorum pomorum intrauit in os meum, condimentum ibi facinus erat
(II,4)[5]
A esta misma imagen —el peral— alude el Arcipreste en varias ocasiones atribuyéndole el mismo significado que le da San Agustín: el amor al pecado (porque es el pecado del amor):
[...] aünque non goste la pera del peral
en
estar a la sombra es plazer comunal (154 cd)
La figura del árbol frutal como imagen
del pecado se remonta, claro está, al jardín del Edén. Marina Brownlee nota que
el hecho de que el Arcipreste optara por este árbol hace que éste se presente a
sí mismo —y a todos los hombres— como Adanes postlapsarios (33); es
decir, en seres humanos donde caben a su vez la virtud y el pecado. El árbol
“del que comer non devía” Adán representa la imagen del pecado que dio origen a
todos los pecados de la humanidad, al pecado original, el cual, según San
Agustín —y el Arcipreste—, fue heredado por los hombres como descendientes de
“Adán, el nuestro padre” (294ª). Pero hay aquí un factor fundamental, el libre
albedrío, la responsabilidad del individuo en el acto de pecar; en palabras del
historiógrafo agustiniano Jean Claude-Fraisse, “l’homme déchu expie un péché
qui n’a pas été le sien, mais qui a été celui d’un homme, et qui a été
volontaire.” (48). De ahí viene, como lo expresan constantemente San Agustín y
el Arcipreste, la naturaleza débil e incompleta del hombre, inclinado a pecar.
Dice el Arcipreste, aunque con tono jocoso, como si se tratara de una pretexto
“autoritativo” para autojustificarse en sus “inclinaciones”:
E viene otrossí esto por razón que la natura umana [que] más aparejada e inclinada es al mal que el bien, e a pecado que a bien; esto dize el Decreto (Pról., 773)
Según San Agustín, el hombre de “aquí” y de “ahora”, aunque bueno, no es el hombre perfecto que creó Dios —a su imagen y semejanza— sino un hombre caído, maculado por el pecado original. Este pecado —señala James Walsh— es la debilidad del hombre, su inclinación hacia el pecado y su imperfección que fueron transmitidos como herencia a los descendientes de Adán para que todos los hombres nacidos después de él nacieran con una naturaleza defectiva. (17)
Juan Ruiz parece estar, o le convine estar, muy convencido de esto y de que, consecuentemente, “es umanal cosa el pecar” (Pról., 79), puesto que se aprovecha de la naturaleza débil del hombre “que non puede escapar del pecado” (Pról., 75) para justificar los suyos propios –y con los de él, los de su audiencia—, ya que éstos, dice, “vienen de la flaqueza de la natura umana” (Pról., 75):
e Yo como sö omne como otro pecador
ove de las mujeres a vezes grave amor [...]
provar omne las cosas non es por end peor,
e saber bien a mal, ë usar lo mejor (76 abcd)[6]
Más adelante, en la cuaderna 110, dice Juan Ruíz:
por santo nin santa que seya, non sé quién,
non
codiçie compaña, si solo se mantien’
Pierre Ullman reconoce que las palabras
del Arcipreste en su Prólogo son una reiteración de las ideas agustinianas para
quien la tentación es a la vez resultado y condición de la “caída” (161). Pero,
aunque el hombre nace maculado por la “caída” en el paraíso, según San Agustín,
Dios, en su misericordia, le permitió conservar su libre albedrío (libero
arbitrio); la habilidad de nunca pecar (libertas) la había perdido.[7]
Aun así, éste retuvo la posibilidad de salvarse. Pero la salvación ha de ser un
acto voluntario. Dios, además de dejarle al hombre el don del libre
albedrío (así lo considera San Agustín) le regala su Gracia, la cual, combinada
con el buen uso de aquél, conduce a la salvación.
De acuerdo con San Agustín, sólo cuando
el hombre, haciendo buen uso de su libre albedrío, “escogiendo e amando
con buena voluntat” —como el propio Arcipreste afirma en su prólogo (77)[8]—,
y con la ayuda de la gracia, puede alcanzar la salvación, y por consiguiente, libertas:
“Dénos Dios atal esfuerço, tal ayuda e tal ardit / que vençamos los pecados ë
arranquemos la lit” (1605 ab), nos dice Juan Ruiz. La concepción del hombre que
tiene el Arcipreste coincide con las ideas agustinianas sobre la naturaleza
humana en su estado presente, “a la deriva del instinto, aunque capaz de la
perfección.” (380)
A pesar de su imperfección, el hombre,
según San Agustín, es bueno porque fue creado por Dios, “el que fizö el ciel,
la tierra ë la mar” (12 a) y quien es todo bondad. El hombre, la naturaleza, el
amor y el libre albedrío son, en esencia, buenos: “Omnis autem natura bonna
est”, escribe San Agustín en De Libero Arbitrio (III, 13). Es por esto
que el mal, según el santo, no puede provenir de Dios, y dado a que todo
proviene de Dios y que todo lo que Él creó es bueno, el mal no puede ser un
ente positivo, sino la ausencia de algo: la ausencia del bien en el
hombre. Fraisse explica espléndidamente esta idea:
Le monde creé par Dieu
est necessairement bon dún point de vue métaphysique, le problème du bien et du
mal est un problème essentiellement moral, qui n’a de sens qu’à propos des
conduites humaines. (45)
Dado a que Dios no pudo haber creado el
mal, todos los objetos de su creación son intrínsecamente buenos. De hecho, el
Arcipreste, interpretando esta idea quizá hacia su conveniencia, nos dice que
acepta la sexualidad y el sexo como partes de la naturaleza, y la naturaleza
—como había dicho San Agustín— es buena:
onme, aves, animalias, toda bestia de cueva,
quieren segund natura compaña siempre nueva;
e
quánto más el omne que a toda cosa s’mueva (73 bcd)
Y más adelante dice Juan Ruiz:
el fuego siempre quier estar en la ceniza,
como quier que más arde quanto más së atiza;
el omne quando peca bien vee que desliza,
mas
non se partë ende ca natura lo enriza (75 abcd)
El hecho, repito, de que la materia fuera creada por Dios significa para San Agustín, que la materia es buena, por consiguiente, como indica Richard Kinkade:
[t]he
main culprit in the commission of sin is no other than the will or ‘voluntat’
which can choose to do good or bad and may take need of good examples and
spiritual guidance for neither the physical world of nature nor the spiritual
world of God are themselves evil. (305)
Es por esta razón, según San Agustín,
que la raíz del mal no está entonces en la naturaleza, sino en la voluntad y
esta voluntad es libre.[9]
Para San Agustín, la raíz del pecado está en el libre albedrío. Pero, ¿cómo puede
estar el mal en algo que debe ser bueno porque es un don de Dios? El libre
albedrío, conforme al pensamiento agustiniano, es en esencia bueno porque éste
también viene de Dios; el mal o el pecado está en el mal uso que el
hombre le da a este bien. Así lo expresa en De Libero Arbitrio:
sic liberam
voluntatem sine que nemo potest recte vivere, oportet et bonum, et dibinitus
datum, et otius eos damnados qui hoc bono male atuntur, quam eum qui dederit
dare non debuisse faterais. (II, XXVIII, 48)
Juan Ruiz, como San Agustín, subraya la
idea de que el bien y el mal emanan de la manera en que el hombre, como
individuo capaz de decidir, utiliza el poder de su voluntad. Si éste le da buen
uso a su voluntad “escoge el alma, e ama el amor de Dios por se salvar”
(Pról., 75)[10] pero si el
uso es malo “non puede amar el bien nin acordarse dello para lo obrar” (Pról.,
77). Auque el Arcipreste lo escribe con sus propias palabras, ambas ideas
coinciden exactamente con la filosofía moral agustiniana. Juan Ruiz hace eco
del santo al plantear la idea de que es la conciencia del hombre lo que
determina la dirección que irá a tomar su voluntad, y , por consiguiente, la
naturaleza de sus obras. San Agustín atribuye el pecado a lo que Fraisee llama
“détournement de la volonté” y no a la voluntad misma, porque ésta, repito, es
en sí, buena.[11]
En el pensamiento agustiniano la
voluntad humana, como mencioné, está estrechamente ligada al amor; de hecho,
ambos se entretejen, como sucedió en el paraíso: “Nadie, en efecto, hace nada
impulsado por su voluntad que no esté antes en su corazón”, escribe en De
Trinitate (IX, 5-70). El amor es la fuerza que inclina la voluntad del
hombre hacia el bien o el mal. Como señala Copleston, la ética agustiniana está
basada en el dinamismo de la voluntad que es un dinamismo de amor (82). El
amor, por lo tanto, es activo y es lo que en definitiva califica y dirige la
voluntad: “Pondus meum, amor meus”, escribe San Agustín en las Confesiones
(XIII, 9).
El hombre, según el santo,
inevitablemente ama, y existe una variedad de objetos hacia los que éste puede
dirigir su amor. De éstos el hombre puede derivar cierto grado de satisfacción
para algunos de sus deseos y pasiones. Aquí también San Agustín subraya la idea
de que todas las cosas del mundo son buenas porque todas vienen de Dios. Dios
es la bondad misma; su creación fue un acto de amor, por consiguiente, todas
las cosas son legítimamente objetos de amor. Es evidente que Juan Ruiz
comparte, con un tono de alivio, esta idea:
Si Dios, quando formó el omnë, entendiera
quë
era mala cosa la mujer, non la diera (109 ab).
El problema moral del hombre no consiste
tanto en amar o en lo que ama, sino en la manera en que éste se ata a
los objetos de su amor y en sus expectativas en cuanto a los resultados
de este amor.
La intención es también crucial en el
pensamiento agustiniano en cuanto a la naturaleza del pecado. Para San Agustín,
en palabras las acciones de los hombres no constituyen pecados en sí mismas,
sino que son buenas o malas según la razón o le propósito con le que se llevan
a cabo (Fraise, 96). Dice le Arcipreste en su Prólogo: “lo primero que quiera
bien entender e bien judgar la mi intençión porque la fis’, et la sentençia de
lo que y dise, et non al son feo de las palabras”.
Según San Agustín, el hombre puede amar
cosas materiales, a sí mismo, a otras personas y a Dios. Cada uno de estos
“objetos” puede proveer cierto grado de satisfacción; por ende, el problema
moral reside en establecer prioridades. Se trata de un sistema ético más bien
cuantitativo y jerárquico. El Arcipreste reitera esta idea cuando “fabla el
pecado de la acidia”.[12]
Para San Agustín, el amor del mundo es
bueno, pero el amor de Dios es mejor, de ahí su denso imperativo “dilige, et
quod vis fac” (ama y haz lo que quieras), lo que, al parecer, Juan Ruiz ha
tomado muy al pie de la letra. Una vez más, para San Agustín, como para Juan
Ruiz, ambos amores son buenos; sin embargo, como señala Carmelo Gariano,
el
amor divino es la forma más alta del buen amor [...] el amor humano se hace loco
si se olvida de lo divino, esto es, estímulo carnal, inconsciente de que todo
amor es gratuito de Dios y que hay que aprovecharlo para deleite y perfección
del alma. (67)
El amor, o más bien, la voluntad de
amar, rige la temática y constituye la premisa de la trama del Libro de Buen
Amor: el loco amor (cupiditas) y el buen amor de Dios (caritas),
los cuales el Arcipreste muestra en lo que Gariano caracteriza como “su
titubante danza entre los dos polos” (233). Fue San Agustín precisamente el
primero en establecer una distinción entre estas dos formas de amor: “recta
itaque voluntas est bonus amor et voluntas perversa est malus amor.” (De
civitate Dei, XIX, 7, 2).
Cada objeto de amor es diferente y, por
esta razón, las consecuencias de amarles serán diferentes. Según San Agustín,
existe una correlación entre las necesidades humanas y los objetos que las
puedan satisfacer. Haciendo eco de esta idea dice el Arcipreste:
digo más del omne que toda crïatura:
todas a tiempo cierto se juntan con natura;
el omne, de mal seso, tod’ora sin mesura
casa
que puede quier fazer esta locura (74)
Para San Agustín, el amor es el acto que
armoniza las necesidades y los objetos que puedan satisfacerlas. Todos esperan
alcanzar la felicidad por medio del amor; aun así el hombre es infeliz y se
halla en una búsqueda constante de algo, ansioso, sin descanso, como nos dice
el Arcipreste: “Mayor será su quexa e sus deseos mayores” (639 d). San Agustín
atribuye esto a lo que llama el amor desordenado. Eliezer Oyola ofrece una
excelente definición para este concepto agustiniano: “[e]l buen amor es el bien
pequeño (eros) que amado por encima del bien supremo (agape)
constituye el amor inordinatus” (109), lo que al Arcipreste traduce como
el Buen Amor y el loco amor. Ambos tipos de amor pueden sentirse
simultáneamente pero el primero debería, según San Agustín, imponerse sobre el
segundo.
Para San Agustín, aunque las cosas
materiales o las personas sean objetos legítimos de amor, el amor del hombre
hacia ellas es desordenado cuando éstas son amadas con el fin de encontrar en
ellas la felicidad suprema. Es así que el loco amor que presenta el Arcipreste
(“el que usan algunos para pecar” [Pról., 771]) posee todas las características
del amor inordinatus de San Agustín y tiene como resultado las mismas
consecuencias sobre las que el santo advierte: frustración, (“assí por la
loxuria es verdaderamente / el mundö escarnido y muy triste la gente” [268
cd]); ansiedad, un deseo continuo (“por plazer poquillo andar luenga jornada”
[186 c]); una necesidad casi patológica que no parece saciarse jamás (“das
muerte perdurable a las almas que fieres / das muchos enemigos al cuerpo que
rehieres” [399 b]; más adelante dice: “destrúes las personas, las averes estragas”
[400 a]). También, hablándole al —loco— amor, dice:
traes enloquecidos muchos con tu saber
el sueño perder fázeslos, el comer y el beber;
fazes a muchos omnes tanto së atrever
en
ti fasta que el cuerpo e alma van a perder (184)
Las consecuencias psicológicas y morales
que sufre el Arcipreste a causa de su amor desordenado habían sido previstas
por San Agustín y muy bien asimiladas por el Arcipreste, así como la idea de
que el amor desordenado conduce al hombre al pecado. El Arcipreste también
acusa al loco amor de incitar al hombre a obrar mal: “contigo siempre traes los
mortales pecados” (217 a), aunque en última instancia, es el pecador el que
escoge pecar.
Según San Agustín, cuando el hombre
abandona el amor de Dios y se vuelca meramente hacia las cosas del mundo, el
apetito florece, la pasión se multiplica, y surge un desesperado intento de
encontrar la paz satisfaciendo todos los deseos. El alma se desfigura y
prevalece la ansiedad. En palabras de Fraisse: “l’homme est dominé
par la passion de dominer” (113).
Por otro lado, el buen amor que presenta
el Arcipreste coincide con el amor ordenatus que describe San Agustín:
“E desque está informada e instruida el alma, que se ha de salvar en el cuerpo
limpio, piensa e ama e desea omne el buen amor de Dios e sus mandamientos”
(Pról., 75).[13]
Amar
a Dios, según San Agustín, es un requisito indispensable para amar a otras
personas apropiadamente y para alcanzar la felicidad suprema, porque sólo Dios,
quien es infinito, puede satisfacer esa necesidad particular que es
precisamente el deseo de lo infinito, ya que, como nos dice el Arcipreste, las
cosas del mundo “todas son passaderas, vanse con ëdat, / salvö amor de Dios
todas son liviandat” (105 cd). El amor desordenado del hombre lo empuja lejos
de Dios y lo lleva a muchas formas de autoindulgencia, puesto que éste trata de
satisfacer una necesidad infinita con entes finitos: “Nunca quieres quë omne de
bondat faga nada” (317 b), le dice el Arcipreste al —loco— amor.
Para San Agustín el factor más riguroso
y pertinente en la vida del hombre es la reconstrucción personal; la salvación
es posible sólo reordenando el amor, amando las cosas que se deben amar,
debidamente. La ‘caída’ fue el resultado del abandono de Dios por la carne; ‘el
regreso’ será la vuelta hacia Dios. Nos dice el Arcipreste que el “omne o mujer
de buen entendimiento que se quiera salvar descogerá” (Pról., 77)[14]
porque “mijor nos podemos guardar de lo que ante emos visto” (Pról., 79).
San Agustín fue pecador; nos lo cuenta
en las Confesiones. De acuerdo con el historiador de filosofía medieval
Etienne Gilson, el momento decisivo en la vida personal del santo fue el
descubrimiento del pecado, de su inhabilidad de evitar el pecar sin la gracia
de Dios y su exitosa experiencia en su lucha contra el pecado ayudado por la
gracia divina (78).[15]
La contrición de San Agustín, seguida
por su conversión, fueron actos enteramente voluntarios, como afirma Copleston:
Augustine
thus claimed certainty for what we know by inner experience, by
self-consciousness...it is perfectly clear that the conversion that took place
was a moral conversion, a conversion of the will. (43)
San Agustín mismo, como confiesa en Confesiones
reordenó su amor voluntariamente.[16]
Todo ser humano, por ende, tiene el poder, con la ayuda de la gracia —desearla
también es un acto voluntario— de redirigir su amor-voluntad hacia el bien,
hacia Dios. El Arcipreste da ejemplos de pecadores que hicieron lo mismo: María
Magdalena y San Pedro, con quienes evidentemente se identifica.
De este modo, San Agustín y Juan Ruiz
dejan abierta la posibilidad de la salvación y recalcan que todo pecador, como
lo fue Agustín, como lo es el Arcipreste, como lo es su lector o audiencia-
puede alcanzarla. También es evidente que para ambos el papel del examen de
conciencia es esencial para un verdadero arrepentimiento y para una verdadera
conversión. Pero reside en la voluntad de la persona el lanzarse a buscar esa
verdad y no tiene que ir más allá de sí mismo para ello: “Noli farasire, in te
redi, in interiore homine habitat veritas”, escribe San Agustín en De vera
religione.
El concepto del libre albedrío, por lo
tanto, implica que es la responsabilidad de cada individuo escoger el camino
del bien (amor ordenatus) o el camino del mal (amor inordinatus).[17]
El Arcipreste sabe, como lo ha aprendido de San Agustín, que no puede convertir
al lector de su Libro al loco amor ni al buen amor; él tampoco puede
escoger por él. Es por esto que nos recuerda constantemente que cada cual es
responsable de su elección. El que quiera puede encontrar en el Libro
formas de pecar y el que quiera hallar la forma de salvarse también lo
conseguirá, como advierte en varias ocasiones.
He aquí donde entra la obligación moral
del ser humano: la de escoger. El hombre, según San Agustín, es responsable de
su elección y de sus actos que no son más que manifestaciones de esta elección.
Para San Agustín el individuo tiene la responsabilidad de escoger entre el bien
y el mal porque es en esencia libre, y nada, ni siquiera la presencia divina,
limita esta libertad. Tanto para San Agustín como para el Arcipreste la
conciencia del individuo es lo que forma y define el acto moral: “el cuerdo con
buen seso pensar debe las cosas, / escoja las mijores y dexe las
dañosas” (696 ab), nos dice Juan Ruiz.[18]
Juan Ruiz manifiesta esa concepción
moral del hombre, no sólo a manera de sustrato a través de toda la obra, sino
que también lo expresa abiertamente:
desque el alma, con el buen entendimiento e buena voluntat, con buena
remembrança
escoge e ama el buen amor, que es el de Dios (Pról., 75) [19]
Y más adelante escribe:
Los cuerdos, con buen seso entenderán la cordura
los mancebos livianos guárdense de locura;
escoja lo
mijor el de buena ventura (67 bcd)[20]
Este poder decisivo para escoger, según San Agustín, hace responsable al hombre tanto de sus buenas obras como de sus pecados (“el mal que faze o tiene la voluntat de fazer”, como dice Juan Ruiz). El Arcipreste sabe que es pecador; más aun, parece estar muy consciente de ello; así lo vemos cuando lo confiesa en la CANTIGA DE LOS LOORES DE SANTA MARÍA:
que confiesso en verdat
que só pecador errado;
de ti sea ayudado
por la tu virginitat
(1675)
Escribe Fraisse: “le première soin de saint
Augustin est d’attribuer a l’homme la pleine responsabilité de ses actes” (41).
Esta idea es una constante en la obra de Juan Ruiz,
quien endosa firmemente el concepto del libre albedrío y la responsabilidad de
cada uno de escoger. Es por esta razón que en el Libro de buen amor pueden
hallarse tanto el camino de la salvación como el de la condenación, el buen
amor de Dios, y el loco amor del mundo. Juan Ruiz nos da una buena dosis de
ambos, tanto en su Libro, como en el perseguimiento de los deseos
carnales y en las convicciones morales del protagonista que coexisten en ambos,
como en todos los hombres. El problema, una vez más, es jerárquico: se trata de
que el amor bueno esté por encima del amor loco. Pero, como el Arcipreste
advierte, reiterando las convicciones de San Agustín, que ni él ni su Libro
pueden conducirnos a ninguno de los dos caminos si no estamos predispuestos.
De este modo enseña el Arcipreste, como lo había hecho San Agustín, que es la
responsabilidad del individuo —en este caso, del lector— escoger entre el
camino que lleva a la salvación o el de la condenación.
El concepto del libre albedrío, se
opone, claro está, al determinismo astral. En el siglo V ya San Agustín , quien
había estudiado las estrellas en su juventud, postuló la problemática y se
esforzó en resolverla, aceptando un poder natural de los astros sobre la
materia física pero, a la vez, recordándonos el poder sobrenatural de Dios
sobre toda materia y el de la voluntad del hombre que tiene este poder a su
disposición. El hombre es libre, empero, para responder o rechazar la oferta de
la gracia.
A pesar de que en tiempos del Arcipreste
la Iglesia ya había hecho la distinción entre la astrología natural
(astronomía), la cual aceptaba, y la astrología judicial, que rechazaba
firmemente, aún en el ser del medievo convivían y combatían estas dos creencias
en más de un sentido incompatibles. Juan Ruiz dramatiza este debate entre el
determinismo astral y el libre albedrío y con ello ofrece un mensaje que
refleja fielmente las ideas agustinianas al respecto.
Para San Agustín las estrellas influyen en el mundo físico, y por constituir el cuerpo humano el aspecto físico del hombre, éstas tendrán una influencia sobre él y, por consiguiente, sobre la voluntad. Pero a su vez la voluntad humana es más fuerte que ese efecto porque, si es bien utilizada, deseando la gracia de Dios y dirigiéndola hacia las buenas obras, el hombre puede contrarrestar estos efectos. De esta idea se hace eco el Arcipreste cuando dice:
assí que por el ayuno, e limosna e oración,
e pora servir a Dios con mucha contrición,
non a mal signo poder nin su constelación,
el
poderío de Dios tuelle la tribulación (149)
Para San Agustín, el poder de la
naturaleza es fuerte porque fue creado por Dios, pero el poder de Dios es mayor
porque fue Él el creador. Dice el Arcipreste: “En creer lo de natura non es
mala estança, e creer muy más en Dios, con firme esperança” (141 ab). En su
intento de reconciliar las leyes de la naturaleza y la ley divina, Juan Ruiz
recurre a la analogía Rey-Dios: un rey tiene poderes en su reino para hacer
leyes, pero si algún súbdito comete una injusticia, el rey puede perdonarlo.
También puede el Papa dar decretos, así como puede dispensar de los mismos.
Esto, según el Arcipreste, pasa con frecuencia, pero no por eso quedan rotos ni
la ley ni el decreto. Pues así Dios, cuando creó el mundo, puso en él estrellas
y planetas otorgándoles ciertos poderes, pero es mayor el poder que Él retuvo:[21]
Yo creo los estrólogos verdat naturalmente;
pero Dios, que crió natura e acidente,
puédelos demundar e fazer otramente:
segund
la fe católica yo desto só creyente (140)
Tanto San Agustín como Juan Ruiz refutan
la fortuna como algo sobrehumano. “Dios ë el trabajo grande pueden los fados
vencer,” dice el Arcipreste en la cuaderna 692. Dios es omnipotente, y esa
omnipotencia está a disposición de los hombres en forma de gracia. La gracia,
según San Agustín, no disminuye de manera alguna su libertad, sino que, al
contrario, la aumenta. Gilson resume las ideas agustinianas al respecto:
The effect of
grace is not to suppress free will, but rather to help it to achieve its
purpose. This power of using free choice (liberum arbitrium) to good
purposes is precisely liberty (libertas). To be able to do evil es proof
of free choice; to be able not to do evil es also a proof of free choice. (79)
Juan Ruiz una vez más se muestra
ortodoxo en su visión del libre albedrío. Éste concuerda con la idea
agustiniana de que, aunque los astrólogos puedan predecir causas y efectos en
el mundo físico, no son capaces de predecir las cosas del alma, del espíritu.[22]
Ni el poder de Dios ni su preconocimiento implican que el hombre esté
predeterminado.
Las estrellas no pueden afectar, ni
mucho menos determinar, la condición moral del hombre ya que el alma está “non
sometida a natura”, como nos dice el Arcipreste. El poder de la voluntad del
hombre, ayudado por la gracia, es capaz de imponerse al poder de los astros,
como escribe San Agustín, otra vez en las Confesiones:
Quam totam illi
salibritatem interficere conatur, cum dicunt; de coelo tibi est inevitabilis
causa peccandi; et Venus hoc fecit, aut Saturnus, aut Mars. Scilicet, ut homo
sine culpa sit, caro et sanquis et superba putredo; culpandus sit autem coeli
ac siderum creator et ordinator. Et qui reddis unicuique secundum opera ejus,
et cor contrium et humiliatum non spernis? ( IV, 3)[23]
En suma, el hombre—dicen San Agustín y
el Arcipreste—tiene el poder de contrarrestar el influjo de los astros
dirigiendo su voluntad para hacer buenas obras y deseando la gracia de Dios.
La ironía es asimismo un instrumento del
que Juan Ruiz se sirve expresar sus ideas en cuanto a la oposición de la
voluntad libre del individuo y el determinismo astral. Él nace —dice— bajo el
signo de Venus (el signo del amor), sin embargo, este hecho no ha tenido ningún
efecto en su vida amorosa, todo lo contrario: ésta ha sido un total fracaso. De
esta manera también —en palabras de Brownlee—“the Arciprest offeres not a
valorization but rather a deflation of the power of the stars.” (80)
La influencia de las estrellas —como la
del mismo texto— no es ni buena ni mala de por sí; la naturaleza y el
grado de su influencia dependen de la inteligencia y voluntad del hombre. Las
estrellas pueden impulsar pero nunca obligar. El hombre, sólo mediante su
voluntad y la gracia divina, puede hacer que su suerte cambie porque, como nos
dice Juan Ruiz, “el buen esfuerço vence a la mala ventura” (160c). Tanto San
Agustín como el Arcipreste refutan la fortuna como algo sobrehumano, fuera del
control de la voluntad del hombre y la presencia divina. Para ambos las
estrellas, a pesar de su poder sobre el cuerpo, no pueden afectar el alma ya
que su esencia es espiritual y lo espiritual siempre se sobrepone ante lo
natural.
Las cosas del cuerpo, según San Agustín,
pueden llegar a afectar el alma si el hombre utiliza su voluntad para que así
sea, pero también las cosas del alma afectan el cuerpo, como debería ser, por
ser ésta superior a aquél. Es una cuestión de mesura (en palabras de
Juan Ruiz), de autocontrol:
En todos los tus fechos, en fablar et en ál
escoge la mesura, et lo que es comunal:
como en todas cosas poner mesura val’,
asíí,
sin la mesura, todo parece mal. (553)
El hombre es libre para escoger que su
instinto carnal corrompa el alma, como lo es también para escoger que el alma
—con el buen uso de sus tres facultades — controle los apetitos corporales. Si
éste fuera el caso, nos dice el Arcipreste, “desecha y aborrece el alma el
pecado del amor loco d’este mundo” (Pról., 75).
Según San Agustín, cuando el hombre deja
que los instintos carnales controlen el alma, el cuerpo se convierte en una
prisión de ésta, ya que uno se hace esclavo de sus propios apetitos.[24]
Quizá ésta sea la prisión de la que nos habla el Arcipreste; prisión de la que
el hombre no puede salir a menos que redirija el poder de su voluntad
hacia el bien y solicite la ayuda de la gracia, o, en palabras de Juan Ruiz,
que “descoja”.[25] Nos dice en
las primeras tres cuadernas:
saca a mí, coitado, d’esta presión (1d)
sácame d’esta lazeria, d’esta presión <mezquina> (2d)
libra
a mí, Dios mío, d’esta presión do yo yago (3d)
El alma, según San Agustín y demás
teólogos medievales, tiene tres componentes, los cuales, usados correctamente,
pueden llegar a controlar los apetitos del cuerpo que conducen al pecado. En De
Trinitate, San Agustín describe estos tres componentes del alma como
reflejo de la Trinidad. Éstos son la memoria, el entendimiento y la voluntad.
Juan Ruiz, en el prólogo, escribe: “[...] entiendo yo tres cosas, las cuales
dizen algunos filósofos que son del alma e propiamente suyas; son éstas;
entendimiento, voluntat e memoria.” (73)
Tanto San Agustín como el Arcipreste
hacen énfasis en el uso que ha de dárseles a estas tres facultades del
alma. Para San Agustín el buen entendimiento es la habilidad de distinguir el
bien del mal y de escoger el bien; lo mismo dice Juan Ruiz: “ca por el buen
entendimiento entiende el omne el bien e sabe dello mal” (Pról., 73). La buena
memoria es algo que San Agustín valora inmensamente; es aquí donde se guarda el
bien. La voluntad es la fuerza que dirige las acciones hacia el bien o el mal;
si ésta es buena dirigirá al hombre hacia buenas acciones.
Juan Ruiz parece atribuirles las mismas
propiedades a las facultades del alma: “si buenas son, que traen el alma
consolación, e aluengan la vida al cuerpo.” (Pról., 73). Y más adelante
escribe:
E desque el alma, con el buen entendimeinto e buena voluntat, con buena remembrença, escoge e ama el buen amor, que es el de Dios <e> pónelo en la cela de la memoria porque se acuerde dello, e trae al cuerpo a fazer buenas obras, por las cuales se salva el omne” (Pról., 75)
De este modo el Arcipreste también
subraya la importancia del uso de las propiedades del alma. Cada cual irá
a determinar la forma en que utilizará estos tres poderes que Dios otorgó al
alma de los hombres, y que, por lo tanto, son en esencia buenos. La carrera
hacia la salvación está en el buen uso de su voluntad, su memoria y su
intelecto. El pecado brota del uso perverso de estos bienes. Una vez más, el
hombre es libre de escoger, y por consiguiente, el único responsable por su
condición moral. Si éste hace mal uso del intelecto y de su memoria, puede
confundir un mal por un bien o puede desplazar el bien supremo por un bien
pequeño[26]
El individuo de poco ‘entendimiento’ y de pobre ‘remembrança’ tiende a dirigir
su ‘voluntat’ hacia el mal por ser éste la ausencia del bien.
De esta forma el Arcipreste nos
recuerda, como San Agustín, que el hombre es libre, pero que esa libertad
implica responsabilidad. Tanto Juan Ruiz como el santo coinciden en la idea de
que el libre albedrío es un bien, una perfección, ya que por ella el hombre
puede escoger una vida justa y esta posibilidad de escoger el bien más que
compensa la de errar en la elección: “Inter bona esse numerandam liberam
voluntatem, manifestassuime appareat”, escribre San Agustín en De Libero
arbitrio (II, 18).
Es precisamente esta concepción del
libre albedrío y del voluntarismo de San Agustín lo que le otorga a Juan Ruiz
su libertad como autor, y a nosotros, la libertad como lectores o audiencia.[27]
Juan Ruiz renuncia a la autoridad en el texto y nos la confiere a nosotros. En
palabras de Michael Gerli: “The pursuer of the Libro is, then, the
ultimate judge of what it will teach him” (501).
Tanto San Agustín como el Arcipreste
están conscientes de la ambivalencia del signo. El signo no posee una carga
positiva o negativa (en términos morales) y el texto, como compilación de
signos, también es moralmente neutro.[28]
Juan Ruiz, como San Agustín, absuelve el
signo y por consiguiente el texto, de toda responsabilidad moral ya que “non ha
mala palabra si no es a mal tenida” (64 b), reflejando de una manera sencilla
la base de la hermenéutica agustiniana. La responsabilidad moral reside
únicamente en el lector/audiencia, en la interpretación que éste habrá de darle
“segund su particular seso” (su capacidad intelectual, en términos del santo) y
en la disposición de su voluntad hacia el bien o hacia el mal
La relación entre el significado y el
significante es arbitraria; ésta es una idea básicamente contemporánea de la
que San Agustín estaba consciente en el siglo V y de la que el Arcipreste hace
eco en el XIV. A ambos tematizan la dificultad de la comunicación mediante el lenguaje
que es un sistema de signos.[29]
Dado a que el signo es ambivalente, queda abierta la posibilidad de múltiples
interpretaciones para un texto dado. Como lo ha mostrado Alexander Parker, ésta
es la idea que se deriva del pasaje de los griegos y los romanos en el LBA.
Aunque la palabra es el signo que San
Agustín consiera superior a los demás, existen otros signos con los que el
hombre se comunica. En De doctrina cristina (II, 3), San Agustín hace
referencia específica a los gestos manuales. Estos signos que se llevan a cabo
mediante el “movimiento de las manos” funcionan, para el santo, como “palabras
visuales”. Son, como las palabras, voluntarios e intencionales. Pero para
comunicar esta intención es necesario tanto el emisor como el receptor compartan
la misma convención. Estos signos, como las palabras, son arbitrarios. Es
ésta la idea que dramatiza Juan Ruiz en el episodio de los griegos y los
romanos.
El griego y el romano, a pesar de que
recurren a los mismos signos para comunicar su mensaje, los significados
(interpretaciones) son totalmente diferentes. Brownlee nota la presencia del
pensamiento agustiniano en este pasaje:
[...] what Juan Ruiz does here is to
acknowledge the Augustinian belief that ‘evil is in the eye of the beholder’,
so to speak, the relativity of the reader response which is contingent upon the
moral status of the reading subject (1985:23)
Como mencioné, la palabra, para San
Agustín, es el más importante de todos los signos. Pero ésta también es
imperfecta. En las Confesiones cuenta que varias veces había leído el
mismo pasaje en las Escrituras y, reconociendo la polisemia de la Biblia
y del texto en sí, confiesa haberla interpretado de varias formas, todas
diferentes. No fue hasta después de su conversión moral que el santo pudo
extraer de ésta un mensaje ‘moralmente positivo’ que afectaría su vida de ahí
en adelante porque, antes de emprender esta lectura, ya estaba moralmente
predispuesto para que así fuera. En otras palabras, la verdad no la encontró en
el Texto, sino en sí mismo. El texto puede servir de guía o de estímulo, pero
no como un mecanismo de conversión. Ésta idea es fundamental en la hermenéutica
agustiniana, la cual también constituye la teoría interpretativa del Arcipreste
y que se percibe a través de todo su Libro. Por eso el LBA, como
señala Dayle Seidenspinner‑Núñez, el Arcipreste no ofrece un dictum
moral o una ‘sentencia’ al lector porque tal reducción no sería eficaz, ni
auténtica, ni apropiada a su propósito y visión del mundo. Lo que decide hacer,
según Seidenpinner-Núñez, es dramatizar—en estilo y en tema—la complejidad de
la experiencia humana y de la realidad (259). Juan Ruiz sabe, como también lo
sabía San Agustín, que un texto (o una predicación) no poseen por sí mismos
este poder: el poder de “convertir” o de “salvar”al lector/audiencia. Pero al
mismo tiempo el Arcipreste —y hasta el Libro mismo— insisten en que lo
interpretemos “correctamente,” a pesar de que la “verdad” esté escondida,
oculta.[30]
Las del buen amor son raçones encubiertas,
trabaja do fallares las sus señales çiertas,
si la raçón entiendes, o en el seso açiertas,
non
dirás mal del libro, que agora refiertas. (68)
El libro del Arcipreste es un texto
polisémico. Pero, como lo han señalado Brownlee y Gerli, esta polisemia es
deliberada y tiene un propósito específico. Juan Ruiz manipula el lenguaje para
mostrar precisamente que el texto es ambiguo, incluyendo su aspecto moral. Así
como la palabra ‘Cruz’ puede aludir al camino de la salvación puede asimismo
señalar el de la condenación, el texto, como compilación de signos (palabras)
funciona, desde un punto de vista semiótico-moral, de la misma manera.[31]
El mismo Arcipreste dice directamente que “las palabras sirven a la intención e
non la intención a las palabras” (Pról., 79).[32]
Siguiendo los preceptos platónicos, para San Agustín, las palabras, aunque
ayudan, no pueden transmitir completa e inequívocamente la verdad. El “hallar”
la Verdad tras las palabras depende, para el santo, de la “perspicacia” moral e
intelectual del “buscador” y de su voluntad para buscarla.
Varias veces advierte Juan Ruiz que
entendamos bien su libro, que descubramos el sentido oculto porque, aunque se
trata de un “pequeño libro de testo”, “la glosa [...] es grand prosa” (1631ab).
Indudablemente, al Arcipreste le interesa la forma en que su Libro irá a
ser interpretado. La cuestión de la interpretación de su Libro se hace
parte de la temática del libro mismo, mientras le atribuye al lector (no a sí
mismo como autor ni al texto) el efecto que sus palabras irán a tener en la
“conducta” del lector, lo cual hace eco, como observa Brownlee (23), de la
hermenéutica agustiniana.
El Arcipreste está evidentemente
consciente de la heterogeneidad de sus lectores o audiencia: “en general a todos
fabla la escritura” (67 a), nos dice. San Agustín, como el Arcipreste, también
entendía que no hay tal cosa como un lector universal. Los lectores varían
tanto intelectual como en su constitución moral; en consecuencia, la “lección”
que éstos habrán de extraer del texto dependerá de su particular estatuto moral
y de su capacidad intelectual. El texto, por lo tanto, será sujeto a múltiples
interpretaciones.
Juan Ruiz también nos enseña. Es claro
que el Arcipreste tiene, entre otros, un propósito didáctico. En palabras de María
Rosa Lida, el LBA “is didactic in nature [...] it includes moralizing
and a display of the author’s literary virtuosity and moral knowledge” (25).[33]
Sin embargo, el didactismo del Arcipreste es
diferente al que él mismo estaba acostumbrado y del que existía una larguísima
tradición a través de la Edad Media. La tradición didáctica en la literatura
medieval europea se caracterizaba por poseer un sentido acentuadamente
religioso y, sobre todo, moralizador, teniendo como fin enseñarle al hombre el
“camino correcto”, es decir, el que éste debía seguir para alcanzar la
salvación. El LBA parodia esta tradición didáctica que le precede y de
la que es contemporáneo. Pero esta parodia no está dirigida al didactismo en sí
—él también quiere enseñar— sino al método que se utilizaba para enseñar y al
peso que se le daba a la palabra y al texto como mecanismos de conversión. Es
aquí donde se encuentra uno de los aspectos más sobresalientes en los que
influye el pensamiento de San Agustín en el LBA. Gerli encuentra en De
magistro los fundamentos de la retórica y la teoría pedagógica de San
Agustín que constituyen la base del método al que recurre el Arcipreste para
enseñar. Gerli describe este “método” como “more evocative than
instructive, a stimulus for judgement rather than a prescription for action”
(507).
El Arcipreste reemplaza la tradicional
exposición doctrinal autoritativa en la que se le dice al hombre lo que tiene
que hacer para salvarse. Rechaza, y por ende, elimina la prescripción moral. La
única afirmación positiva en el LBA es la consciencia de su propia
ambigüedad, por lo tanto, para el Arcipreste, como lo manifiesta patente y
latentemente, ni él ni su Libro pueden “convertir” al lector —al buen o
al loco amor—, sino ofrecer una guía por medio de ejemplos que a su vez sirvan
de estímulo para que el lector (de acuerdo a su predisposición moral y su
“entendimiento”) escoja y siga el camino de la salvación o de la condenación (o
ninguno y simplemente se entretenga). En palabras de Gerli: “whether the Libro
teaches us about the love of women or the love of God depends entirely upon our
wit and ethical inclinations” (507). Esta
idea refleja fielmente las teorías pedagógicas agustinianas.
El LBA no es una herramienta de
conversión, sino un artefacto memorativo. Nos recuerda el Arcipreste que cada
cual es responsable de sus actos y que cada cual interpretará su Libro
según su predisposición moral e intelectual. En esta línea de pensamiento,
aunque adaptada y ampliada, vemos, como indica Brownlee, los fundamentos de la
retórica de San Agustín, quien “is not explicitly trying to convert his readers
because for him reading cannot logically perform that function” (1985:30).
Juan Ruíz no nos
induce, ni mucho menos nos empuja, a actuar, sino que nos lleva al punto de la
percepción de la problemática: la opción reside en última instancia en el
lector. Es ésta su lección y su método. El mensaje y el medio se entretejen de
una manera magistral en LBA.
De esta forma, el concepto del libre
albedrío se manifiesta en el LBA de una manera constante a través de
toda la obra y con una doble vertiente: la ética y la hermenéutica. La
interpretación y el llamado a actuar (hacia el bien o hacia el mal) reside en
el lector o en la audiencia. Así como la música que produzca un instrumento
musical dependerá de quien lo toque, el mensaje que se extraiga del Libro
residirá en quien lo lea. El verdadero significado está en el acto de
interpretarlo; así nos lo hace ver el Arcipreste cuando cede al Libro mismo
la voz poético-narrativa, la auctoridad, para decirnos: “De todos
estrumentos yo, libro, so pariente: / bien o mal, qual puntares, tal te diré
çiertamente ” (70 ab).
La solución al problema moral del hombre
no puede estar en un texto, o en las palabras de un predicador ni en el exemplum,
sino en su voluntad, en sí mismo. Es ésta justamente una de las funciones
primordiales de la parodia de Juan Ruiz. Así el Arcipreste no sólo ironiza la
imagen del libro como autoridad didáctica y, sobre todo, moral, sino a las
palabras como instrumentos de conversión. El “comportamiento” de las palabras y
su naturaleza son tan ambiguos y contradictorios como la naturaleza y el
comportamiento humanos, sobre todo a juzgar por su propio proceder como
actante, como autor y como “interpretador” de las palabras de otros.[34]
Si significados opuestos coexisten en
una palabra, en una seña, en un texto, también conviven inclinaciones opuestas
en el ser humano. El Arcipreste nos enseña que no puede enseñarnos y por esta
razón la lección moral que se extrae de las páginas de su Libro es que
la voluntad humana es, ante todo, libre, y que por lo tanto, el hombre —no las
palabras en un texto— es responsable tanto de sus actos como de la
interpretación que habrá de darle a su obra, la cual, como él mismo dice,
contiene bastantes ejemplos para pecar como para alcanzar la salvación. Resulta
muy significativa la manera en que el Arcipreste termina su Libro:
E
assí este mi libro, a todo omne o mujer, al cuerdo e al non cuerdo, al que
entendiere el bien e escogiere salvación, e obrar bien amando a Dios, otrossí
al que quisiere el amor loco, en la carrera que anduviere, puede cada uno
dezir: Intellectum tidi dabo et caetera. (Pról., 79)
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[1] “menester es la palabra del
confesor bendito”, dice Juan Ruiz. Lo irónico aquí es que el lector / audiencia
es su “confesor” e irá a juzgar sus actos e inclinaciones.
[2] Es evidente la influencia
platónica en la teoría del lenguaje de San Agustín. El santo, no obstante,
distingue entre los signos naturales (los que hacen referencia a algo más allá
de sí mismos, sin intención; ej. síntomas) y los signos convencionales (intencionales;
los que usamos para designar o comunicar algo ej. el discurso y los gestos
voluntarios); y entre los literales (los que designan aquello para lo que
fueron ‘inventados’) y los figurativos (la aplicación de signos literales para
designar algo más de lo que designan regularmente, como es el caso de la
metáfora, el símbolo, la alegoría, la polisemia, el eufemismo, etc.)
[3] Arias y Arias reconoce la
seriedad escondida bajo la jocosidad y la maestría artística del Libro: “El
cinismo aparente y socarrón que abunda en la obra del Arcipreste no debe
oscurecer el hecho de que el Arcipreste tiene ideas muy claras sobre el hombre
y su destino. Pero estas ideas yacen a manera de substrato; escondidas bajo la
riqueza de episodios que, por sus cualidades artísticas o el simple atractivo
de su verdad humana, pueden cautivar la atención del lector y hacerle olvidar
que su sentido no es completo más que con referencia a estas ideas.” (260)
[4] Todas las citas del LBA
provienen de la edición de J. Corominas (1967).
[5] “Nos llevamos varias cargas
grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para
echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.”
(Mi traducción)
[6] Énfasis mío.
[7] Véase Gilson, particularmente,
75-80.
[8] Énfasis mío.
[9] Escribe San Agustín en De
natura boni: “Como el pecado o la iniquidad no están en el desear la cosas
malas de la naturaleza sino en el abandonar las cosas mejores, así se encuentra
en las Escrituras: todo lo creado por Dios es bueno. Los seres humanos, por
consiguiente, pecaron, no por haber tocado el árbol prohibido, sino por haber
abandonado lo que era mejor. Porque el Creador es mejor que cualquiera de las
criaturas que Él estableció. [...]. Este, dios [sic] no plantó en el paraíso un
árbol malo pero Aquél que prohibió que este árbol se tocara es mejor.” (34, 37).
[10] Enfasis mío.
[11] Al respecto escribe Fraisse: “Saint Augustin aboutit donc à la détermination morale des conduits, et fonde cette rigueur dans la découverte de la volonté comme seule origine du bien et du mal, à l’intérieur même de chaque conduite, et dans aucun égard à l’ordre du monde.” (46)
[12] Según M. R. Lida , el Arcipreste “regards all creation as valuable
-hierarchized with respect to God from worldly pleasures (carnal love making)
to acetic renunciation (divine love).” (30) Esto coincide con la concepción
jerárquica agustiniana de los objetos de amor.
[13] Aunque confiesa algo que
resulta obvio para el lector del Libro: “a vezes non fazemos todo lo que
dezimos” (816 a) de ahí la “confesionalidad” de su libro.
[14] Énfasis mío.
[15] San Agustín, en su juventud,
fue pagano y muy apegado a los placeres mundanos, pero a los 32 años de edad se
convirtió. Los sermones de San Ambrosio en Milán y el haber leído a San Pablo
le sirvieron de guía, de estímulo, pero la verdad, según él, la encontró en sí
mismo.
[16] “quae tamen aversio ataque
conersio, quoniam non cogitur, sed est voluntaria” (De libero arbitrio, II,
IXI, 53).
[17] Ullman nota que el Arcipreste
coincide con San Agustín en cuanto a la idea de que la salvación sólo puede
concebirse en términos de voluntad (151).
[18] Énfasis mío. Gilson define la concepción de “conciencia”
agustiniana: “[t]he moral rules whose light shines in us make up the ‘natural
law’ whose awareness is called conscience.” (77)
[19] Énfasis mío.
[20] Énfasis mío.
[21] Véanse las cuadernas 141-149.
[22] Véase Kinkade, 212.
[23] “Esta sanidad combaten y
quieren matar los astrólogos cuando dicen que en el cielo mismo es donde hay que
buscar las inevitables causas del pecado de los hombres; que Venus hizo esto,
Saturno hizo aquello y Marte lo de más allá. Con esto pretenden que el hombre
no es culpable de ser carne y sangre y ensoberbecida putrefacción, sino que del
pecado se ha de culpar al cielo y al creador y ordenador de las estrellas, a
ti, Dios nuestro, suavidad eterna y origen de toda justicia; a ti, que eres el
que has de retribuir a cada uno según sus obras y que nunca desprecias un
corazón contrito y humillado.”
[24] En cuanto a esta idea agustiniana escribe Gilson: “the body of a man was not created as a prison for his soul but this is what he has come to be in consequence of Adam’s sin, and the main problem, the moral life, is, for man, to escape from this jail” (78)
[25] En cuanto a la controversia sobre la
naturaleza “la cárcel” de Juan Ruiz (física, real versus alegórica
[espiritual]) véase los estudios de L. Spitzer y de T. Kassier.
[26] Juan Ruiz ilustra esta idea por
medio del personaje de la Trotaconventos, para quien el buen amor es el amor
carnal.
[27] Nótese que el voluntarismo
agustiniano toma nueva fuerza en el siglo XIII al ser difundido en las
doctrinas de San Francisco de Asís.
[28] Véase Gerli, 501.
[29] L. Williams señala que “Juan Ruiz was well aware of the true nature
of the linguistic sign. He appears to have known that signs have two essential
qualities: arbitrariness and conventionality.” (63)
[30] E. Reiss nota que la ambigüedad
no fue ninguna virtud ni en el siglo XIV. Ningún tratado enseñaba la
ambigüedad, ni la elogiaba, ni incluso la discutía. Por otro lado, según
Corominas, el término “ambigüedad” no existió en castellano hasta el siglo
XVI.) Juan Ruiz ciertamente experimenta con el potencial semiótico de la
ambigüedad semántica, juega con ella, y a su vez recurre a ella para significar
lo que de otra manera no hubiera resultado uno de los atributos más originales
e inteligentes de la literatura medieval española. El Acipreste le habla a sus
lectores sobre ella y a través de ella.
[31] Cruz Cruzada Panadera es una
prostituta en la historia del Arcipreste (el camino a la condenación) vis à vis
la Cruz de Cristo (el camino a la salvación). De la misma manera funciona
sémicamente el texto en su totalidad.. Para otros puntos de vista al respecto,
véanse los estudios de Vasvari y de Ferreccio Podesta.
[32] Al absolver su Libro de toda
responsabilidad moral, también rechaza, como autor, el efecto -moral- que
tendrá su libro en su audiencia, así como su propia autoridad. Así dice el
Arcipreste” Qualquier ome que lo oyga, sy bien trobar supiere, puede más añadir
e enmendar si quisiere”.
[33] El mismo Juan Ruiz
lo expresa en su Prólogo en prosa. Su propósito didáctico se deduce asimismo
por el género poético que utiliza: fábulas, apólogos, etc, que poseen
tradicionalmente, la finalidad de ofrecer una enseñanza.
[34] En múltiples ocasiones Juan
Ruiz cita o parafrasea las palabras o textos de otros. Es evidente que el
Arcipreste, como lector, por veces manipula la interpretación de estas palabras
y textos para justificarse en cuanto a su comportamiento vis à vis su proeza
amorosa y el mensaje de su libro (Aristóteles, San Gregorio, San Pablo, etc.);
en otras, sin embargo, su interpretación de las palabras de los “sabios”
sanciona su propio comportamiento (Salomón, David, San Juan, etc.). Asimismo,
Juan Ruiz hace referencias a “escritos”, “cartas”, “escrituras” en general
sobre varios temas tocantes a la moral y ofrece su interpretación y
valorización de lo que “disen”. Por otro lado, hace referencia al “testo” del
“sabidor” Virgilio (262); el cual se consideraba, por un lado, hereje, capaz de
“adivinar” el destino del lector, y a la misma vez se veía como profético (en
el sentido religioso). De hecho, varias referencias al escritor latino
figuraban en algunos cantos religiosos de la época.