Una comedia con gancho, Santiago Fondevila, La Vanguardia, 15-12-2001.

 

Mercè Sarrias (1966) despuntó hace tres años con "África 30" (estrenada en 1998 en la imisma sala Beckett), una obra en la que ya se apreciaba su capacidad para los diálogos y el sentido teatral de los personajes, además de sus notables intuiciones psicológicas. Virtudes todas ellas que se ratifican en "La dona i el detectiu", obra menos comprometida y ambiciosa, pero a la que Toni Casares, buen conocedor de la escritura de Sarrias -ha dirigido sus dos anteriores piezas-, ha dotado de los elementos necesarios para convertirla en un pequeño gran espectáculo, en una comedia ágil que se disfruta de principio a fin.

Ni en sus anteriores obras ni en ésta, Sarrias plantea grandes conflictos, pero la autora dota a sus personajes de una atractiva singularidad. Sin intentar rebuscar en las profundidades del ser humano, los perfila con claridad y en consecuencia los hace cercanos y muy creíbles. En este caso, la "dona" (Resu Belmonte) del título es una empleada de un frankfurt que ha sido despedida, tras diez años de fidelidad. Ingenua, emotiva y presa fácil de la imaginería del celuloide, acude al despacho del detective supuestamente para comunicarle su cese y la decisión de la propiedad de cambiar no sólo el personal, sino tanibién la clientela. Eso les une. El peculiar detective dedicado a espiar a parejas en desavenencia conyugal, y cliente habitual del establecirniento, no es precisarriente un Marlowe. La suya es, también, la historia de un fracaso. Pequeño, cotidiano fracaso. Con una estructura narrativa que respeta la unidad de tiempo y espacio y elude cualquier experimento formal, la obra nos habla de dos seres resignadamente solitarios y sin grandes preocupaciones filosóficas. Sin embargo, tras la "banalidad" de las palabras se intuye una remota preocupación existencial, un sentido trágico de la soledad, auténtica gran enfermedad de nuestro tiempo.

Casares ha encontrado la clave de comedia de la obra y ha trabajado en esa dirección destacando, además, la inteligente y siempre difícil utilización de proyecciones que en este caso no son meramente ilustrativas, sino que adquieren entidad dramática y enriquecen el perfil de los personajes. El director, sabiamente, ha potenciado el texto sin caer en lo trascendente. Lo suyo era contar una historia de hora y veinte minutos. Y lo hace, además, sin renunciar a recursos, las proyecciones citadas, que podrían parecer guiños complacientes al espectador impropios de una sala alternativa, pero que enriquecen un espectáculo que podría muy bien verse en un teatro comercial. Resu Belmonte y Pere Ventura, algo tensos en la función de estreno, sintonizan con la lectura de Casares y consiguen establecer una buena química entre ellos. Max Glaenzel y Estel Cristià aciertan de nuevo con una escenografía sobria y funcional.

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