¿SUEÑAN LOS DRAMATURGOS CON DIRECTORES DE ESCENA ELÉCTRICOS?

Raúl Hernández Garrido *

Quiero presentaros un texto que no por casualidad se estrenará en los últimos días de este siglo, mirando hacia ese 2001 donde muchas esperanzas se romperán en realidades. Quiero presentaros un texto escrito ahora para teatro, desde dentro del teatro y con la única ambición de ser teatro. Ni cine ni narrativa ni un serial de TV, ni siquiera un ripioso poema historicista o happenings con dibujitos de colores o una instalación postmoderna con perfomances y otros números de circo (o de tauromaquia) incluidos. Un texto que sólo quiere ser palabras para un actor en la caja de resonancia de un teatro. Acciones conformadas en una trama, un relato de personajes que actúan, hablan, se relacionan entre sí, sienten, callan, y así nos revelan, por encima (o por debajo) de sus mentiras cómo son realmente. Golpes contra un espectador al que sin ninguna piedad se le respeta en vez de despreciarle. Sensaciones, emociones: vibraciones para que corazón y cerebro se revuelvan al unísono.

Quiero decir que escribir teatro es posible, que incluso es necesario, pero que implica una exigencia: enterrar la superchería de seguir escribiendo como hace veinte, hace cien, doscientos años. Abrir los ojos. Lo primero, al mundo. Lo segundo, al futuro. Quienes escribieron hace veinte, cien, doscientos años, lo hicieron en su momento abriendo los ojos, arriesgando, rompiendo moldes, lanzándose al futuro e ignorando las puyas de los que entonces escribían como hacía veinte, cien, doscientos años.

No quiero llorar con vosotros por las salas vacías. Si están así, es por nuestra culpa. Abrámoslas. Seamos más generosos. Regalemos nuestro trabajo. Y que nuestro trabajo sea de entrega absoluta. Hasta que aquéllos para los que creamos sepan que no todo es el mismo cuento de siempre, que alguien quiere darlo todo y no espera recibir nada a cambio.

Pero ya está bien de hablar de intenciones. En este Festival de Otoño se estrena un texto de un tal Hernández. A nadie tiene por qué interesarle saber los esfuerzos y frustraciones de los cuatro años de producción previos a ese estreno, ni el desasosiego de un trabajo de escritura de casi tres años sin saber si llegaría a poner la palabra fin al texto, ni el que por ahora el montaje no tenga asegurada una larga vida. A nadie le interesa Hernández. A muy pocos, Los malditos. Ni falta que hace. Nuestro objetivo no es darnos a conocer. Nuestro objetivo es más ambicioso, alcanzar. Por eso el texto no ha querido buscar la palabra fácil, o la identificación inmediata. Por eso el fascinante montaje de Guillermo Heras no ha dudado en sumergirnos en la violencia, en la obscena exploración del cuerpo, en asumir el espacio cargado de un aire irrespirable. Por eso los valientes actores: Lidia Palazuelos, Paco Obregón, Fernando Romo, Juan Matute, Sardo Irisarri, Ángel Sardá, Isaac Cuende, han puesto sobre el escenario entusiasmo y esfuerzo y no han evitado el riesgo y la incomodidad. Porque creemos que el teatro es algo vivo, si es que aspira a ser algo que libere.

¿Qué vais a encontrar en Los malditos? Hombres perdidos, un mundo en proceso de aniquilación, una selva asfixiante, la Naturaleza impávida ante la tragedia humana. Seres que se encuentran en el filo de volver a ser animales. Un espacio al fin y al cabo moral, donde se cuestiona la idea de civilización. ¿Ideas, ideas, ideas? No. Acciones, emociones, personajes. Nunca filosofías. Siempre conscientes de que lo que se diga en teatro entra no sólo a través de los oídos y los ojos, sino a través de todos y cada uno de los poros de la piel.

La "historia" de Los malditos surgió de un equívoco. Una imagen que luego descubrí falsa, y que sin embargo guardo desde mi infancia. El Che, vencido en un país extraño, visto por última vez lejos de la selva, en la orilla del mar, allí donde sus pasos se veían obligados a detenerse. Frente a ese último límite, el Che, un hombre que había sido capaz de encarnar una Idea, era traicionado y entregado a sus enemigos y allí ellos le asestaban el disparo que al acabar con su vida, más bien le liberaba de su cuerpo para poder convertirse en un símbolo. Curiosamente, Bolivia, el escenario de la última lucha del Che y de su muerte, es uno de los pocos países de Sudamérica que no tiene mar.

Detalles "reales" de los últimos días del Che se fueron añadiendo en forma de fascinantes imágenes, algunas de ellas más presentes de forma subterránea que explícita. Las sospechosas maniobras de sabotaje a la misión por parte de ciertas facciones cubanas a la acción del Che; la dificultad de las comunicaciones entre la guerrilla en Bolivia y La Habana, que llegó a hacerse imposible; el día a día de la vida en la selva, con sus ocupaciones triviales, con su desgaste incesante; el Che, dentista improvisado, sacando muelas a sus camaradas; los inesperados cruces con la población nómada de la selva; la fiebre; el miedo que los habitantes de Bolivia sentían por los gigantescos guerrilleros, cuyos propósitos no alcanzaban a comprender; la probable equivocación de elegir Bolivia para arrancar una revolución panamericana; las intrigas de la todopoderosa U.S.A. y las maniobras de su siniestra mano, la C.I.A.; la pacífica entrega de un Che enfermo a unos captores que, en un primer momento, no le reconocen, y su confianza de que se le valoraría más vivo que muerto; los soldados echándose a suertes quién debía ser su verdugo; el Che conminando a su verdugo para que acabara su tarea; la torpe ejecución; las fotos de su cuerpo muerto; el desmembramiento de su cadáver, como el de un santo moderno o un dios ofrecido al sacrificio; sus manos momificadas, protagonistas de una nueva y desconocida odisea que azarosamente finalizó con su regreso a Cuba; la misteriosa desaparición de su cadáver.

Y aparte, héroes imposibles como Thomas Edward Lawrence, Aurens del Desierto; luchas como la de la Guerrilla Sandinista; como la aún abierta por los zapatistas y su velado subcomandante Marcos; y sobre todo, el gigantesco, magnífico y grotesco, anacrónico Fidel Castro, sosteniendo una revolución pretérita en contra del mundo entero.

Y otras imágenes robadas al cine. La cabeza de Martin Sheen surgiendo del barro para matar al enloquecido Kurtz - Marlon Brando en Apocalypse Now. La perversa inocencia de los niños de Viento en las Velas. La mirada enloquecida del niño de Ven y Mira. Las canciones infantiles de Los Inocentes. La violencia rutinaria de La Noche de San Lorenzo. La terrible mirada de Ethan - John Wayne en Centauros del Desierto. La terca valentía de Los Últimos de Filipinas.

Y las impuestas a nuestros ojos por la realidad, transmitidas hasta nuestros hogares a través de la cruel televisión. Los niños de la contra, entrando a saco en una población y encasquetando a sus víctimas en los cubos de basura, a los que luego pegaban fuego, convirtiéndoles en antorchas humanas. Las matanzas a machetazos de Centroáfrica. Las ciudades cercadas y las fosas comunes de la Ex-Yugoslavia. Material suficiente para cerrar los ojos.

Y Sófocles y la isla de Filoctetes.

Pero sobre todo, el dolor. Con todo eso, Los malditos quiere indagar tanto sobre el agotamiento de las ideologías y la validez de la palabra "humano" como en buscar un espacio y un ritmo. El espacio claustrofóbico de una selva, lugar de entrecruzamientos, de rumbos indefinidos y un ritmo "picado", precipitado y sincopado (que muchos despreciarán como cinematográfico, cuando todos saben que lo cinematográfico es un concepto que inventó Meyerhold), que conforma la espiral de una pesadilla

Tras tantas dificultades, esfuerzos, limitaciones y superaciones, ahí están Los malditos. Durante demasiados pocos días, sin proyección de futuro asegurada, pero no importa. Ahí están. Como un guante lanzado al aire, con la esperanza de que alguien recibirá el desafío. Esperando que duela, que moleste, que por lo menos a alguien le conmueva. Me imagino a ese espectador tan querido como a un niño, de mirada ávida, tratando de comprender un mundo que le invade a través de los ojos. Un niño como el protagonista de esta obra, que busca un héroe cuando los héroes ya hace mucho que han pasado a la historia, que quiere que le cuenten un relato cuando muchos creen que los relatos ya no son posibles.

Una palabra acerca del título de este artículo: escasean los directores de escena. De estos, poquísimos son los que se atreven con la escritura contemporánea. Casi todos prefieren la comodidad del texto archiconocido, del autor bicentenario, ilustre, cómodo, muerto y enterrado. Apenas quedando ya directores de escena "eléctricos", no sé por qué tengo tanta suerte. Gracias Guillermo, gracias Paco, gracias Carlos, gracias Elena, por velar por mis sueños.

 

 *Publicada en Primer acto Nº 281, Enero 2000


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