J. Lluís Sirera. Posdata
del Levante (EMV). Viernes, 26 de marzo de
1999. Uno de los primeros síntomas de que la
escritura dramática iba cobrando fuerza en nuestro
país fue la participación exitosa de
autores jóvenes valencianos en las diferentes
convocatorias de los premios Bradomín; que se
convirtieron a lo largo de esta última
década en el escaparate de la nueva dramaturgia
hispana. Es por esto, pues, que no nos tienen que
extrañar que en la última convocatoria
hayan sido dos nuevos dramaturgos valencianos los
premiados en este concurso: Arturo Sánchez Velasco
con su Martes. 3:00 a.m. (Más al sur de
Carolina del Sur), ganador absoluto, y Xavier
Puchades, uno de los accésit de dicho premio
con Desaparecer. Se trata de autores realmente
jóvenes: veinticinco años mal contados y
con una carrera dramática tan incipiente como
prometedora, que se verá muy positivamente
estimulada con este premio sin duda alguna. Autores que,
amén de compartir afinidades y gustos (que no
formas de escritura: ambos apuntan formas y temas
diferentes), presentan otros rasgos comunes de los que me
gustaría aquí destacar un par de ellos. El primero de ellos es el que ambos se acercan al
hecho teatral desde una posición ligeramente
distinta a la de los autores anteriores. Lo hacen, en
efecto, desde la estricta escritura, y no parecen -por el
momento- muy tentados a probar suerte en otros campos,
como la dirección, la producción o la
actuación. Se aprecia aquí, pues, una
significativa fractura con los Sanguino, González,
Jornet, García o Zarzoso (por no citar sino unos
nombres), fractura que me parece prematuro valorar pero
que, no creo equivocarme, no es de ninguna de las maneras
un hecho aislado. Otra cosa, desde luego, es que
dé pie esto a sacar conclusiones acerca de la
bondad de los talleres de escritura
dramática que han proliferado (a mi entender
con excesiva alegría) en los últimos
años, hasta el punto de suponer que tanto
Sánchez como Puchades son hijos de
Guillermo Heras o de Fermín Cabal, por no poner
más que un par de ejemplos. Y es que si bien los
talleres pueden servir para plantearse técnicas
concretas, o para conocer otras formas de escribir
teatro, no creo que sean capaces de substituir lo que no
es en esencia sino un proceso de reflexión y
aprendizaje básicamente personal; de otra forma
tendríamos que destacar también
-interesada, pero injustamente- el hecho de que ambos se
han licenciado en Filología Hispánica tras
haber sufrido (en el caso de Puchades) un constante
bombardeo de materias teatrales de todo tipo... La tercera característica, para mí la
más preocupante y la que más me está
haciendo reflexionar estos últimos tiempos, es que
ambos han optado por la escritura en castellano. Es
posible que aquí sí que haya habido una
influencia de los talleres antedichos, pero esto no nos
puede hacer perder de vista que no sólo el teatro
en valenciano actual tiene aparentemente muy poco
interés para la mayoría de los nuevos
autores, sino que el que se hace en Barcelona
-exceptuando quizá el de Lluïsa
Cunillé- tampoco les llama excesivamente la
atención. Mucho es lo que falla aquí, y
pocos son los esfuerzos destinados a tratar de enmendar
la situación: ni abundan los montajes del nuevo
teatro catalán por nuestras tierras (en
versión original, por supuesto), ni tampoco se
estimulan los encuentros, los intercambios, entre
escritores que tanto tienen -tenemos- en
común. Podría, desde luego, ampliar la lista de puntos
de contacto, pero creo que basta con la muestra. Y es
que, como he apuntado más arriba y por encima de
todo esto, Arturo Sánchez y Xavier Puchades
aspiran -y lo están consiguiendo- a consolidar una
escritura propia. En el caso del primero de los citados,
el salto es evidente entre su primer texto
dramático, En-cadena, que ganó en
1996 el primer Certamen Internacional de Textos por la
Universidad Politécnica de Madrid, y su
última pieza, por ahora, Martes. 3:00
a.m... Y es que, por debajo d elos indudables
méritos que acumula la primera de las obras
citadas, uno no puede dejar de pensar en lo que, por
momentos, tiene esta obra de ejercicio de
aplicación de técnicas tales como los
saltos temporales, los monólogos paralelos a dos
voces (escena penúltima por ejemplo) o, en fin, la
reiteración de imágenes plásticas y
léxicas impactantes pero que, a causa de esa misma
reiteración, pierden parte de su fuerza (las
constantes referencias al olor a basura, por ejemplo). Me
permitiré suponer (y que me perdone el autor por
ello) que el montaje de la obra -experiencia que
tendría que ser absolutamente obligatoria en todos
los casos en que el autor premiado lleva menos de cinco
obras escritas- contributó a superar estos
defectos, leves, y a enriquecer la escritura posterior de
obras como Ventana (1997) y sobre todo de la que
obtuvo el premio Bradomín. En efecto, sin negar
las notas underground de su primer texto, muestra
este último un dominio mucho mayor del ritmo
escénico, como una acertada combinación de
diálogos, monólogos y acciones
físicas a lo largo de los treinta y cinco
situaciones que fragmentan la obra. El humor,
característica común a muchos de los
escritores más recientes, campea aquí a sus
anchas, con juegos impactantes (los interrogatorios
exámenes) pero de ninguna forma inocentes.
El resultado final en un texto brillantemente teatral que
ratifica a Artur Sánchez como un autor con una
poética personal y efectiva. En el caso de Xavier Puchades, de obra menos extensa
por el momento, es sin duda Desaparecer la que nos
brinda una visión suficiente de su teatro. En
efecto, la pieza breve Azotea (anterior a la
premiada) con la que acaba de ganar el segundo concurso
de teatro corto de Requena, es más un ejercicio de
estilo, muy hábil, eso sí, en su
conjugación de recursos del teatro
contemporáneo al servicio de una anécdota
tan clásica como efectiva, que una apuesta
decidida por la creación de una dramaturgia
propia. Desaparecer, en cambio, es otra cosa. Hay,
como no podía ser de otra manera,
implícitos homenajes al teatro
contemporáneo, empezando por Paco Zarzoso, pero la
forma de dialogar apunta hacia ese tan anhelado como
imprescindible estilo propio. Combina, en efecto,
gotas humorísticas con discursos de una notable
tensión y agresividad verbal, en una línea
-puestos a buscar antecedentes- muy francesa:
Koltès, explícitamente admirado
(amén de traducido) por el autor, pero
también Enzo Cormann. La sencillez, en fin, con
que resuelve la trama, nos ofrece otra
característica, llamativa en un autor tan joven:
el dominio de los recursos del lenguaje dramático,
lo que permite sembrar y reunir oportunamente lo
sembrado para que no quede ni un cabo suelto. No sigo. Creo que con lo hasta aquí dicho queda
claro que nos encontramos ante autores realmente
prometedores, autores por otra parte -y a lo acabado de
comentar me atengo- que apuntan hacia una escritura cada
vez más exigente y rigurosa, reafirmando
así (por suerte) la concepción teatral de
los otros autores valencianos contemporáneos.
Carece por completo de sentido intuir en estas formas de
escritura dramática empobrecimientos de
ningún tipo, ni superficialidad en la forma de
encararse con el hecho teatral. Hay, por el contrario,
grandes dosis de rigor y de estudio, de conocimiento del
teatro (de su historia y de su estructura), y un loable
empeño por dejar lo más pronto posible de
ser jóvenes promesas. Y van por buen
camino, desde luego.
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