TRES AMORES TRISTES*

CARLA MATTEINI

Si se pregunta a los dramaturgos más interesantes y rigurosos de la generación en torno a los 30 años, cuáles son las dificultades mayores que encuentran en su escritura o en el planteamiento de cada nuevo texto, un tema aparece como prioritario en la práctica mayoría. Nuestros «Bradomines» -pues casi todos están ligados a la trayectoria de este premio- manifiestan la constante, a veces latente pero casi siempre manifiesta, preocupación por la relación entre lenguaje y estructura. Esta dialéctica, que parece ser el meollo de toda escritura dramática, no es tema clásico, antiguo o cuestionado por autores de otras épocas o generaciones. Está realmente en la raíz de la actual actividad dramatúrgica, y constituye casi una seña de identidad de los nuevos autores. La mayor inclinación, o la definida elección de una historia potente, bien armada y desarrollada, es la característica de algunos de nuevos jóvenes autores; pero también hay otros que, al menos por ahora, han optado por primar un lenguaje poético, mítico o íntimo para arropar una trabazón más pequeña, más diluida, más recóndita.

 Opinar sobre cuál debería ser un camino generacional sería una pretensión absurda, o más sinceramente, una solemne tontería. Porque si algo define la joven, o mejor nueva escritura dramática de los últimos años -aquí y fuera de aquí- es su rica y compleja oferta de posibilidades diferentes, personales y por tanto valientes y alejadas de cualquier moda o tendencia. Pero reconocer que en la diferencia entre esas dos posibilidades están si no los logros, sí los intentos más interesantes y prometedores, y que varios de estos autores llegarán sin duda a la síntesis dialéctica entre lenguaje y estructura (no hablamos de forma y fondo), es indispensable para tratar de entender cuál es el futuro inmediato de la dramaturgia española.

 Este preámbulo parece inevitable para considerar los tres premios del Marqués de Bradomín en 1998. Bendita decisión, la de mantener un primer premio y dos accésit, pues esta fórmula permite este año mostrar esas dos pulsiones básicas de la escritura dramática. Reunir estas tres obras en un volumen, pero sobre todo haberlas premiado, significa resumir con tres buenos ejemplos esa higiénica tensión dialéctica. Naturalmente, son opiniones subjetivas, pero tras leer las tres obras me impresionó la diferente opción -no hablo de resultados- que habían tomado, por un lado Antonio Morcillo, que ha escrito una «historia» poderosa, dura e insólita, y por otro las dos merecedoras de los accésit, Itziar Pascual y Eva Hibernia, con sus hermosos textos poéticos. Y ojo, que los tres, a mi entender, hablan de ¿lo mismo?, en tiempos diversos y situaciones alejadas, con voces y urdimbres muy distintas. Con libertad, a través de tres diferentes libertades creativas, creo que hablan de desamor. Curioso tema, ¿no?, para estos tiempos. Pero el tema es lo de menos, los temas hoy son casi siempre los mismos, los que preocupan y angustian. Lo que importa es cómo, es la maldita duda o la bendita diferencia: ¿lenguaje o estructura?

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El hilo de Penélope

 Como Penélope, Itziar Pascual teje y desteje sus textos con minuciosa y tenaz delicadeza. Como Penélope, confiesa no acabar nunca sus telas dramáticas, y cree más en la urdimbre que en los finales. Como Ariadna, tiende un hilo invisible a través del tiempo que envuelve y abraza a mujeres que esperan, en presentes diferentes, en épocas lejanas, sobre todo, en lenguajes distintos. Como Ariadna, deja un caminito trazado entre un principio y un final que se rencuentran.

 Una vez le oí contar que viajó a Alejandría en busca del Faro, y encontró a Penélope, que nunca había estado allí. Como se ve, los caminos poéticos suelen ser misteriosos, y las figuras del mito buenas compañeras de viaje.

 Pascual se lanza por un camino que ya conoce, y que preocupa a muchos de los nuevos autores, y antes que a ellos, a muchos grandes directores: la reescritura del mito, y a través de su firme persistencia, la relectura de la verdadera historia de las mujeres, casi siempre testigo, o consuelo, o, como en este caso, reposo del héroe guerrero. Emblema secular de la mujer que espera, de la fidelidad enamorada y paciente, Penélope encarna una de las actitudes femeninas clásicas más cuestionadas en el siglo del feminismo. Lamentablemente, las Penélopes siguen existiendo, y muchos que no son Ulises fantasean con perpetuar esa figura. Pero hoy puede que acaben rebelándose, dejando de ser Penélopes, en el supuesto de que Penélope fuera realmente como nos contó la historia «oficial»

 Y por ahí indaga Itziar Pascual, curiosa, cautelosa y desconfiada ante lo que nos han contado desde niñas. Su Penélope auténtica, la griega para entendernos, teje su telar azul para evitar las presiones de sus admiradores. Su historia, narrada en pequeñas secuencias, en escenas breves, parece la que conocemos, su lenguaje es el que le supondríamos, desde un mirada por supuesto contemporánea, en la más pura línea de la actual reescritura de los clásicos. Pero ojo, es una trampa que sólo reconoceremos al final.

Las hermanas de Penélope, las mujeres de hoy, también esperan, a ritmo de bolero desde la tristeza del proceso de conocimiento de su identidad, en el caso de La Mujer que Espera, o desde la lucidez escéptica de una mujer de nuestros días, frívola en apariencia, reconocible y muy cercana, en el de La amiga de Penélope. Ambas sufren, Penélope no parece, se nos presenta resignada al papel que le otorgó la Historia o el Mito.

 Las tres historias, aparentemente leves e íntimas, empiezan a entrecruzarse, más fácilmente las dos actuales, la clásica aún lejana, referencial. Poco a poco iremos descubriendo lo que seguramente los griegos ya sabían, y el psicoanálisis y otras ciencias nos ha ayudado a entender en este siglo: que los sentimientos, las pulsiones son eternos, que el dolor, la frustración del deseo y la nostalgia no entienden de épocas ni de situaciones, que todas, estas tres, son abandonadas, que todas son reencontradas, que todas acaban optando, reconociéndose, construyendo su identidad de «solas» trocito a trocito, con bolero o con telar, dolorosamente, madurando. La trampa estaba en que Penélope, la resignada, la fiel y paciente, contenta de esperar, no lo estaba en absoluto, ella tampoco, tampoco entonces. Y se protegió, fingió, sin ayuda, sin manuales y sin psicoanálisis, y sola llegó a la serenidad y a seguir esperando, pero a nadie más que a si misma.

Esta es la historia, más o menos. Pero entremedias, en veinte secuencias como veinte poemas de títulos tiernos o irónicos, una sucesión de detalles, de imágenes y de sugerencias la van abonando generosamente: la escena de los recuerdos, la transición de lo privado a lo colectivo a través de la toma de conciencia en la escena dieciséis, los relatos de cada una, los objetos... Pero el eje, la matriz que permite que la historia fluya, sea creíble, a través de saltos de tiempo y de sensibilidades es una sabia y trabajada utilización del lenguaje. Como sabemos, éste nunca es inocente, e Itziar Pascual se ha servido de él con libertad y osadía, dibujando los personajes y su tiempo a través de la palabra, el ritmo, la cadencia, las imágenes, los relatos, los adjetivos y los verbos de cada una. Este es el tesoro de esta obra, ese trabajo meticuloso e inspirado de creación y conexión entre tres lenguajes distintos que atraviesan tiempo y espacio para hablar de desamor y de reencuentro.

*Introducción de Carla Matteini a la edición del Premio Marqués de Bradomín 1997 (INJUVE, Madrid, 1998, Págs 9-13)

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