SOBRE AUTORES Y HOMBRES.

Raúl Hernández Garrido*

 

Se celebra el Centenario de un autor. Resbalan por la pantalla fría del televisor fragmentos de entrevistas a un hombre muerto. La imagen, registrada hace veinticinco años, tiende a difuminarse en un gris vidrioso que ahoga las formas y en un ruido sordo que apaga las palabras. Esa imagen borrosa del hombre se agita y responde, preciso en la palabra, con la extraña indeterminación del gesto de los ciegos. Borges, ese hombre mezquino encerrado en su mezquindad. Borges que soñaba con la (pre)eminencia de un Autor a través del cual los escritores, nombres sin rostros, espíritus sin cuerpo, letras en el papel, hablan un discurso eterno, intemporal, rotundo, bello, tan impasible ante lo humano. Borges, en la comunión del Autor, sabiéndose hermanado con esos autores tan admirados, que a veces se sentía sucio por ese hombre al que tenía que soportar, un hombre mezquino que mentía, balbuceaba, devoraba, titubeaba, temía, bebía, difamaba, traicionaba, babeaba, insultaba, defecaba, deseaba, lloraba, envejecía, se envejecía, le envejecía. Borges, ese pobre hombre que quizá quiso vivir, y al que sólo le cupo el Don de leer.

Borges ya está muerto, liberado por fin de su otro. Borges autor, liberado de la carroña que le ataba a la tierra, puede entrar ya en el Olimpo impeturbable de la Palabra,. de la Literatura. Borges hombre, libre por fin de esa máscara que siempre le ahogó la vida y acabó sacándole los ojos, finalmente pudo morir y allí en la muerte, donde siempre vamos solos, arrancarse la impostura y abrazar la vida sin tener que fingir, elevarse, moderarse. Hasta estremecerse por el sucio gozo, terriblemente humano, obsceno, de ese momento que el autor de sus obras completas siempre temía y desterraba tras palabras, palabras, palabras.

Nosotros, patéticos aprendices de escritores, pretendemos esconder la autoría tras una acumulación de escenas sin hilazón. Rompemos la unidad del relato para que la máscara sea más perfecta. Pretendemos abrumar al lector (si es que esta obra lo tuviere) con la imagen del monstruo de muchas caras que, finalmente, carece de rostro.

Un texto así no quiere ser único, claro, certero, sino que balbucea, no elige una alternativa, las elige todas, duda y siempre (está condenado a ello) se equivoca. Pero, en teatro, ¿qué es el texto sino un fantasma? Es difícil determinar dónde está el texto teatral: no en las acotaciones, lastre innecesario que los buenos autores (me refiero a los gigantescos clásicos griegos y a los grandes maestros del barroco) sabían eludir. No en el texto literario. Si nos topamos con una metáfora o un epíteto, lo mejor es fulminarlo, antes de que haga más daño. No en el diálogo: podemos suprimir los diálogos de una buena obra de teatro y en su esencia aún sigue allí. ¿Qué queda? ¿Los personajes? Directores y actores deben crearlos sobre las pocas pistas que da el texto, e incluso ignorar esas trazas para poder darles vida. ¿Entonces? ¿La estructura? …susceptible de ser modificada en cada montaje, susceptible de venirse abajo por una minucia… No hablemos entonces de la "acción" (¿?) Nos quedamos finalmente con la concepción del texto teatral como un gran vacío. ¿Es ésa la gran baza del escritor a la hora de salir airoso como autor, escribir el vacío? Posiblemente, pero además (y puede que muy relacionada con esto) crear a un autor. Algo que ate el texto en todos sus detalles y en su globalidad, llevándole a alcanzar un sentido. De ahí la gran premisa para el buen texto, según Aristóteles: la unidad de la acción, como garante de la necesidad de la existencia del autor, de alguien que hable a través de todas las palabras del texto, de todas las acciones, de todos los personajes, y que los haga dirigirse hacia un único fin: hacia sí mismo, Autor, donde finalmente el lector/espectador se encuentra (con el texto, con ese autor, con una idea de la sociedad, consigo mismo).

Así pues, todo texto reclama su autor, aún a pesar de su escritor. Por encima de su escritor, sin contar con el triste hombre que tose sobre las palabras escritas. Borges quizá acabó librándose en su muerte (tal vez, un poco antes, en la serenidad de sus últimos días) de ese peso tan bien construido, el Autor Borges, pero lo cierto es que éste le aguó toda su vida en un infierno de letras. A mí me da miedo examinar qué extraña criatura ha nacido de esta amalgama irresponsable que ahora tienes en las manos. Quizá me encontrara con lo que más temo. O no, quizá ni siquiera eso. Pero eso ya no es cuestión ni mía ni de los otros cuatro escritores del astillero. El autor pertenece al texto y al lector, nunca a los escritores, que deben saber retirarse, calladamente, en silencio.

*Publicado en Estación Sur, Teatro del Astillero nº. 3, Madrid 1999

 

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