VUELTA A LA INTERPRETACIÓN ROMÁNTICA DEL QUIJOTE*

 

 

Julio Alonso Asenjo

Universitat  de València

 

 

Sucede con las creaciones culturales que cada uno las recibe y recrea, adaptándolas, inevitablemente, a la propia vida y fines. Sucede especialmente con aquellas obras cuyas reservas de significado parecen inagotables, con riesgo de desnaturalizarlas por supeditación a modas, gustos y necesidades personales o de grupo, pero tal es el precio que hay que pagar para que sigan interesando al lector. Es lo que sucedió y sucede con el Quijote, y este mismo hecho es prueba o garantía de su excelencia.

La multiplicación de las interpretaciones del Quijote a lo largo de su pluricentenaria historia no resulta extraña, si consideramos el proceso de su dilatada creación y desarrollo (work in progress), fruto de la evolución de la mente del autor, de su deseo de dar respuesta sucesivamente a preocupaciones inmediatas y de su afán de ver realizados los proyectos literarios largo tiempo acariciados, que las circunstancias de cada momento parecían solicitar: parodia del uso de romances aplicado al caso de Lope de Vega en el marco del cultivo de la novela corta; apertura al triunfo de la picaresca en el contexto literario de la invención de la épica en prosa o novela larga; respuesta a las exigencias de una estructura coherente del relato y defensa de la propia creación y del ser de sus personajes frente a la degradación a que se vieron sometidos por su intencionada tergiversación a carga y a cargo de A. Fernández de Avellaneda, en alrededor de 20 años de ideación, planteamiento y replanteamientos: tantae molis erat!

Naturalmente, no todas las interpretaciones tienen el mismo valor o mérito (es decir, dan valor igual al conjunto de estructuras y elementos significativos de una obra) y, por ello, varía su aceptación social. En el caso del Quijote, la interpretación de mayor calado, extensión y vigencia en el tiempo (prácticamente dos siglos) y máxima productividad o derivaciones es la recibida de los románticos, que, a pesar del sometimiento a las preocupaciones ideológicas o filosóficas contemporáneas y a que prefirieron cerrar sus ojos a aspectos de la novela que no se plegaban ni admitían tal acomodación, está todavía en su vigor. Pero es mérito suyo (de los alemanes especialmente) haber puesto en el centro de las preocupaciones del pensamiento humano al Quijote y su sentido, dándole una vida nueva y una fecundidad nueva. Después de sus esfuerzos, el Quijote ha superado la prueba de la confrontación filosófica, saliendo de ella no achicado, sino amplificado, renovado, sublimado. Por ellos el mundo se ve obligado a seguir reflexionando sobre la genial obra, a plantearse frente a ella nuevas preguntas y a estudiarla bajo las perspectivas más insospechadas. Desde entonces, exégesis imprevisibles se desgranarán a través de los tiempos. A los románticos, pues, se debe, como decisiva instancia, la general, multiforme y jubilosa celebración de este IV Centenario de su aparición impresa, lo que no logra ninguna otra obra hispánica.

Romántica es la interpretación que le daba M. Menéndez Pelayo en el año del III Centenario:

La obra de Cervantes no fue de antítesis, ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No vino a matar un ideal, sino a transfigurarle y enaltecerle. Cuanto había de poético, noble y hermoso en la caballería, se incorporó en la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los ingenios del Renacimiento. Fue de este modo, el Quijote, el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que concentró en un foco luminoso la materia poética difusa, a la vez que, elevando los casos de la vida familiar a la dignidad de la epopeya, dio el primero y no superado modelo de la novela realista moderna (Orígenes de la novela, 1905).

 

 Y romántica también y compartida en todos sus términos por la mayoría de quienes aprecian la obra y, desde luego, de las manifestaciones oficiales, la de Francisco Ayala en este IV Centenario:

Oscuramente, se percibió siempre ahí la presencia de algo descomunal, secreto, insondable, que falta en la gran turbamulta de figuras inventadas por la imaginación literaria, y que tampoco se encuentra en las demás producciones del propio Cervantes; un algo por cuyo efecto el estrafalario Don Quijote adquiere valor de mito… (ed. de las Academias de la Lengua Española, Madrid, 2005. p. XXXIIIs).

 

Y, más cercana al sentir generalizado (versión vulgata), la misma se transmite sin atisbos de duda a un amplio público, supuesta grey adicta a tales planteamientos:

 

 …aventuras que corren desde una doble perspectiva: la del impenitente soñador que vive su impulso idealista y la de quien desde el ras del suelo no entiende de las fantasías de su señor pero le sigue con una fidelidad a prueba de delirios. (…) Y si la fidelidad de Sancho está más que demostrada, también lo están los valores del caballero, entre los que destaca su amor por la libertad. (…) Hay que añadir el amor, la justicia, la integridad o la generosidad, cualidades que encierran el código de comportamiento de la caballería, ese ya anacrónico modo de entender el mundo y la vida con el que enloqueció nuestro hidalgo (…) novela sobre un ingenioso hidalgo que enloqueció de tanto añorar un mundo perdido y que frente al desánimo general, frente a la melancolía que provocaba una España en la que la muy poderosa Iglesia católica hacía tiempo había abanderado la lucha contra el ideal erasmista e impuesto la Inquisición, supo plantarle cara desde la generosidad y el amor a la libertad en compañía de su fiel escudero (Editorial de EL PAIS, “El año del Quijote”, domingo, 2 de enero, 2005).

 

Pero no; ni es seguro que el compromiso del ingenioso hidalgo recibiera la lanza de manos de su autor para empeños tan concretos como la restauración de la «philosophia Christi», ni que siempre se viera en el Quijote la presencia de «algo descomunal, secreto, insondable», ni que el Quijote sea «el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto», etc. Es más cierto que la obra, especialmente su primer volumen,[1] con su notable éxito, el primero de este tipo disfrutado en su ya dilatada carrera por el Cervantes escritor, le produjo gran satisfacción y general re-conocimiento, pero como autor... de burlas. Por lo menos hasta la publicación de las Novelas ejemplares (1613), en este concepto quedó su nombradía y, como obra de burlas, la historia del hidalgo, a lo largo de prácticamente todo el siglo XVII en el mundo, y más allá de esas fechas en España. El Quijote produjo la carcajada general en su primera recepción y la figura de sus protagonistas, devueltos al humus nativo del folclore, se convirtieron en protagonistas de mojigangas y festejos callejeros por el ancho mundo, de Valladolid (10-06-1605) a Pausa –Cuzco (Corpus de 1606), de Heidelberg (1613) y Sevilla (1617) a México (1621); aquí Don Quijote cabalga con otros caballeros famosos, en último lugar, como más moderno, cerrando el desfile Sancho y Dulcinea del Toboso, «que a rostro descubierto los representaban dos hombres graciosos de los más fieros rostros y ridículos trajes que se han visto». Y esto es lo habitual: en casi todos estos festejos, «la figura ridículamente caricaturizada de Don Quijote hace, en efecto, desternillar de risa a los espectadores» (Navarro González, 9). Y en lo que se refiere a la presencia de Don Quijote en el teatro, lo llamativo es su presencia en entremeses o, si se trata de comedias, su rol cómico en lances episódicos y normalmente ridículos, o término de comparación para desmesuras y disparates.

Como paradigma de desmesura, aparece, en primer lugar, en Inglaterra, antes de la traducción de la obra al inglés, cuando George Wilkins, dramaturgo, en una comedia representada en el teatro El Globo de Londres en 1607, hace decir a uno de sus personajes: «Muchacho, toma esta antorcha, porque ya estoy armado para combatir a un molino de viento». Hecho tan temprano sólo se explica por la presencia de una delegación de ingleses en Valladolid en 1605, que vinieron en conocimiento de la figura e historia del hidalgo en una mojiganga que presenciaron,[2] y aun por referencias al Quijote, que debieron de comunicar a Wilkins. En 1613, Beaumont se asocia con Fletcher para escribir una farsa titulada The Knight of the Burning Pestle. Este «caballero de la mano de almirez ardiente» no es otro que un mancebo de tienda que sueña con atravesar a estocadas a los gigantes, un personaje del que «tal vez se piense que es de la raza de Don Quijote», declaran los autores (Canavaggio, 337). Como personaje burlesco, además, lo vemos en la más lograda de todas estas obras en España, Don Quijote de la Mancha (1614) de Guillén de Castro. Y, como término de comparación para ludibrio, está en La dama boba de Lope de Vega y, al menos, en La Hora de todos y Fortuna con seso de Quevedo, donde Marte, absolutamente ridiculizado, recibe el apodo de «el Don Quijote de los dioses». Figura de burlas resulta Don Quijote en un soneto de Góngora y en el testamento que del Caballero de los Leones pergeña Quevedo.

Cuando en la comedia aparece como figura seria, se le tachará de arrogante o entremetido. Y si de personajes y tramas del Q salen protagonistas o situaciones dramáticas serias, será de las novelas intercaladas, especialmente de La historia de Cardenio y de El curioso impertinente, tanto en Inglaterra[3], como en España.[4]

Entre los pensadores y eruditos, la figura del manchego inmortal vale como símbolo de quienes se empeñan en aventuras caprichosas o fingidas, ilusiones y empresas absurdas (loco engañado), arriesgadas o imposibles, o en arremeter contra pacíficos viandantes. Para el exigente crítico Baltasar Gracián, Don Quijote es el modelo implícito de la “hazañería”, es decir, de la arrogancia ridícula y jactanciosa, pues «fue necio siempre todo desvanecimiento, mas la jactancia es intolerable... Nace la hazañería de una desvanecida poquedad y de una abultada hinchazón, que no todos los ridículos andantes salieron de la Mancha, antes entraron en la de su descrédito» (El Discreto).[5] Y, si del protagonista pasamos a la obra, en El Criticón la lectura del Quijote, supuesto antídoto contra los libros de caballería, resulta peor remedio que la enfermedad. En el episodio de La aduana de las edades no se permiten los libros de caballerías y, a quienes la piden, ni siquiera se da

 

facultad de leer las obras de algunos otros autores que habían escrito contra estos primeros, burlándose de su quimérico tra­bajo. Y respondioles la Cordura que de ningún modo, porque era dar del lodo en el cieno, y había sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor (El Criticón, II, Crisi 1).

 

Se diría que Gracián teme mancharse incluso con la mera mención de la obra del hidalgo o caballero de la Mancha y de su manco autor. Así que, si la recepción del Quijote resultó continuamente satisfactoria en España (lo prueban las sucesivas ediciones de la obra), siempre se le concedió cierto aire de intrascendencia o frivolidad, y nunca recibió Cervantes en este siglo la consideración de clásico en el nivel otorgado a Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Quevedo o Calderón, ni el Quijote un aprecio semejante a La Celestina y Guzmán de Alfarache, obras igualmente excéntricas, bajas y risibles. Pero se las consideró serias o pertenecientes a géneros de prestigio: tragicomedia y sátira. El Quijote, sin embargo, aparece relacionado con la comedia, como obra de burlas y fuente de personajes de risa o tramas cómicas.

 

Siglo XVIII

El aprecio del Quijote como obra clásica viene del extranjero (Daniel Eisenberg). La recepción del Quijote en Francia no fue distinta de la habida en España.[6] Pero, ya desde fines del siglo XVII, comienza un reconocimiento de méritos de Quijote más allá de su capacidad de hacer reír o de su calidad de depósito de argumentos dramáticos en sus relatos intercalados. Es cierto que, para muchos franceses, Cervantes sigue siendo un autor cómico. Sancho y Don Quijote son bufones de corte y fuente inagotable de regocijo que hacían las delicias de los cortesanos. De aquí la traducción y aprecio del Quijote de Avellaneda por A.-R. Lesage, en 1704 (y de ahí 20 eds. por Europa), porque allí los personajes de los protagonistas son de una pieza, coherentes, como títeres o autómatas y no el loco-cuerdo o cuerdo-loco, loco entreverado de la obra de Cervantes, donde ellos son ambiguos y problemáticos, es decir, ‘humanos’, no títeres. Pero Paul Scarron (1610-1660) sigue muy de cerca en su obra maestra, Nouvelles Tragi-Comiques, las técnicas cervantinas del Quijote, con su mezcla de sátira, ironía, parodia y burla, con la figura de un narrador, cuya voz y mirada condicionan de manera peculiar la narración y otras más. El abbé Rapin le concede la aprobación formal en sus Réflexions sur la Poétique d’Aristote (1674) y recibe especiales elogios del crítico Saint-Evremond (1613-1703) que ve en el Quijote el libro más útil para formar el buen gusto sobre todas las cosas, de modo que es equiparable a la Aminta de Tasso y los Essais de Montaigne, y aun comparable con la Ilíada (junto a la cólera de Aquiles, la locura de Don Quijote), por más que el modo de presentación sea gracioso y popular.[7]

Sin embargo, es en la Inglaterra del siglo XVIII donde se comenzará real y explícitamente a considerar el Quijote como obra modélica, y genial, a su autor.[8] Los que figuran con general reconocimiento (aunque no sea unánime) como padres de la novela moderna inglesa (la novela era el género literario por excelencia en la Inglaterra del XVIII) son representantes de la «quixotic fiction» y de uno u otro modo muestran o demuestran su aprecio o deuda con el magisterio (ayuda al despegue) de Cervantes. H. Fielding remite a él, no sólo por su comedia Don Quixot in England (comp. 1727; repres. 1734), sino también por su novela Historia de las aventuras de Joseph Andrews, escrita, según dice, «in imitation of the manner of Cervantes». L. Sterne, gran admirador de Cervantes, se halla claramente sometido a su influjo en La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759 y ss), mientras que T. Smollett, traductor del Quijote, se inspiró en él al escribir Las aventuras de sir Launcelot Greaves. Francas imitaciones son The Female Quixote (“Doña Quijota”) de Charlotte Lennox y El Quijote espiritual de Richard Graves, como también de él heredan en sus sátiras más o menos realistas pero cargadas de ironía, Daniel Defoe y Jonathan Swift, e incluso Samuel Richardson, que igualmente de Cervantes toma inspiración para representar la tosquedad de los estratos sociales bajos, utilizando a su manera adecuados materiales (episodios) o formas (sociolectos). Para superar los romances anteriores, absurdos y extravagantes, que habían estragado el gusto general y se apartaban de sentido común y razón (“realismo”), estos nuevos novelistas asumen como elementos y estructura de sus relatos la sucesión episódica (también observada en la «picaresque fiction» del «Rogue» o Guzmán de Alfarache), la acción unificada alrededor de un protagonista y los rasgos de Don Quijote, Sancho y Dulcinea. Reciben también de grado la técnica de la acumulación temática o hibridismo (miscelánea composición de la novela a base de elementos que vienen de otras formas narrativas, géneros literarios, además de integrar lo trágico y lo cómico); la comicidad de la trama y el final humorístico; bufonadas y burlas e incluso aspectos guiñolescos de la comicidad cervantina; la parodia de géneros mediante algún personaje quijotesco, especialmente parodia de los relatos de ficción idealista: todo que es fruto de la técnica de Cervantes en Quijote.

Todo ello podría resumirse en que la novela (fábula en prosa) debe regirse por el realismo, mediante la presentación de personajes sacados de la realidad o de la vida. De ahí que J. Swift oponga repetidamente a las fantasías caballerescas de Don Quijote, ideales pero engañosas-irreales, la visión más realista –pies en la tierra- de Sancho, que recibía un extra de credibilidad en Gran Bretaña, tierra de cultivo del empirismo. El empirismo triunfante valora que Cervantes en la obra no se decida entre la actitud de uno y de otro de los personajes. El público es, como Cervantes, espectador que no toma partido: yuxtaposición irónica, que crea una especie de perspectivismo, pues quien decide es el lector. Además, siguiendo a Hobbes, se desconfía de la “locura” de la imaginación que anima ideales políticos o religiosos, idea que recoge y aplica con éxito J. Swift. Todo eso empuja a orientar el relato hacia la sátira social o a un moralismo mordaz, no reñidos con la comicidad, burla o humor. Esta orientación declara su inspiración en el funcionamiento del relato en el Quijote, donde se advierte el uso de una «grave irony», que permite, junto a la exposición y ridiculización de ilusas acciones caballerescas, su aprovechamiento para corregir los fallos humanos. Mediante este procedimiento, los efectos que produce la obra se interpretan como censorios y didácticos (Murillo, 23), por entender que la intención del autor era la de la burla y ridiculización. La risa resulta el fruto del ingenio y de  una perfecta y sostenida seriedad disimulada que pone al descubierto las flaquezas humanas. De este modo, Cervantes y quienes lo siguen habrían aplicado anticipadamente la teoría expuesta por Hobbes, según la cual la risa brota de un sentimiento de “repentina gloria” o triunfo sobre su objeto. Por lo cual, toda risa es, al menos implícitamente, satírica. Y de nuevo Swift en sus escritos parece confirmar abundantemente esta idea. De todo lo cual se desprenden dos conceptos que utilizarán los románticos en su interpretación del Q: la ironía (que interpretarán de otra manera) y la  sátira, que provocará su rechazo.

Al mismo tiempo que el cultivo y aprecio de la novela en el siglo XVIII prepara la estima del género sobre todos los demás entre los románticos, de nuevo la lectura y estudio del Quijote y de los libros de caballerías (a los que el texto de Cervantes servía de introducción) provoca, en la coyuntura europea, especialmente en Inglaterra y Alemania, el resurgimiento del interés por la literatura medieval y sus relatos caballerescos fantásticos (romances). Precisamente, a ese movimiento se aplicó el término de “romántico”, porque sus miembros penetraban “en el espíritu de los romances” (Eisenberg) y el reconocido experto en esta materia, autor de lo que el joven Schlegel llamó “el más romántico de los romances”, era Cervantes.

El despertar venía de más atrás, cuando Johann Jakob Bodmer, descubridor de la literatura medieval alemana, ofreció en 1741 el primer análisis crítico alemán del Q. Años más tarde publicó el Perceval de Wolfram (1754) y una edición parcial de Los Nibelungos (1757). Entusiastas de Cervantes, los Hnos. Schlegel y Tieck continuaron este resurgimiento. Por los mismos años, en una Inglaterra que no cesaba de editar y leer el Q, Corbyn Morris atribuye a Don Quijote valor, honor, generosidad y la humanidad que se podía descubrir en la biografía de su autor (1744). Thomas Percy, a su vez, había iniciado el resurgimiento de la literatura medieval inglesa con sus Reliques of Ancient English Poetry (1765). Pero él mismo había informado ya en 1755 que trabajaba sobre ediciones del Quijote, del que dice que es su libro favorito. Coleccionaba los libros de caballerías mentados en la «librería» de Don Quijote, con idea de publicar anotaciones al Quijote, así como también una traducción revisada, y ya en 1761 tenía en preparación el estudio sobre la literatura española (Close).[9] Southey, amigo íntimo de Coleridge y poeta laureado de Inglaterra gracias a la influencia de Walter Scott, padre de la novela histórico-caballeresca, queriendo remediar el desconocimiento de las historias caballerescas españolas, debido a sus malas traducciones, publicó traducciones inglesas de Amadís (1803) y Palmerín de Inglaterra (1807), que tuvieron notable influencia sobre poetas como John Keats. Por si fuera poco, en 1808 publicó la traducción de la Chronicle of the Cid (1808) y, al poco, su propia obra sobre Don Rodrigo (Roderick, the Last of the Goths, 1814). De aquí arranca la recuperación del pasado literario medieval.

La gran tentación de los románticos era dar por sentado que Cervantes había compartido sus intereses. Ellos, que sabían que a primera vista el objetivo de Cervantes con el Quijote había sido parodiar los libros de caballerías, empiezan por decir que sí, pero que de ningún modo a Amadís ni a Palmerín, ni a Tirant «which are among the most interesting relics of the rich, fanciful, and lofty genius of the Middle Ages» (Lockhart). No por nada para Lockhart (como para bastantes intérpretes actuales), Cervantes había abrigado la idea de escribir él mismo un libro de caballerías (el Bernardo, según parece desprenderse de las declaraciones del canónigo en Quijote I, 48).[10] Claro que Lockhart no se da cuenta de que Cervantes los tiene «as the outstanding representatives of a generally pernicious sect. Indeed, he parodies them more than he does any of others» (Close, 1977, 57). Con todo ello, el culto del pasado medieval por una minoría de estudiosos y literatos se convertirá en sentir o convicción generalizados.

Era imposible que todo este rebullir de ideas e iniciativas alrededor del Quijote o amparadas en su lectura y estudio no provocara reacciones en su consideración en España.[11] Pero no resultó fácil sacudirse la visión tradicional. Feijoo ni siquiera menciona a Cervantes en su ensayo “Glorias de España” de su Teatro crítico universal. Claro que tampoco aparece ninguna otra obra de ficción en prosa. Y es que, en ese momento, en España, la novela como género, frente a poesía y teatro, tenía una consideración semejante a la que hoy recibe entre nosotros la historieta o cómic. Así que era imposible que se dedicaran esfuerzos a desentrañar el valor del Quijote en esa línea. Sin embargo, los autores neoclásicos o ilustrados españoles, empujados o no por el aprecio de Cervantes, por ejemplo en Francia, no podían quedar insensibles a una serie de valores que campeaban en el Quijote, cuyo estudio elevó a su autor a la categoría de “clásico nacional”. Respondiendo a un antiguo axioma escolástico (quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur), los neoclásicos o ilustrados empezaron a descubrir en la sátira cervantina del género caballeresco la sintonía con su espíritu crítico y normativo. Con Cervantes coinciden en la crítica de los desbocados productos caballerescos que él, a su parecer, recoge de humanistas del XVI. Pese a tratarse de una novela, descubren en los múltiples elementos de sátira del Quijote una actitud moralizante, como la que ha de tener la poesía, cuya finalidad es la misma que la de la filosofía moral. Aún más importante para ellos, que apreciaban sobre todo a los escritores del inmediato pasado no rendidos al por ellos tan denostado decadentismo del XVII (culteranismo, por ejemplo), era constatar que de su parte estaba también Cervantes con su estilo castizo. Y a él se acercan en busca de muestras de ejemplar estilo (habría de hacerlo de nuevo de modo más entusiasta Pablo Piferrer, en 1846 –Close, 1977, 49), lo mismo que el Diccionario de Autoridades acude predominantemente a la obra (pese a ser cómica y contradiciendo así sus propias normas) para autorizar voces. Para Mayans (Retórica castellana, 1757), las obras en prosa de Cervantes constituyen un sistema artístico coherente y son dechados de regularidad, que pueden rivalizar con los modelos de la antigüedad (ver ya l’abbé Rapin). Prueba de este aprecio por Cervantes son la Vida o biografía que Lord Carteret encargó a Mayans para la ed. inglesa del Quijote de 1738 y la esmerada edición de Ibarra para la Real Academia Española, 1780, paralela al inmenso trabajo de crítica textual para recuperar el texto fidedigno del Quijote realizado por John Bowle (1781). Además, estos ilustrados admiran en Cervantes al hombre sereno y magnánimo ante los ataques de Fernández de Avellaneda.

Por otra parte, se empieza a barruntar que en el Quijote de Cervantes hay algo más allá del estilo y de la sátira. Vicente de los Ríos, en el prólogo a la ed. de la R.A.E., 1780 (con vigencia hasta mediados del XIX y aun elogiado por Menéndez y Pelayo), añadió a lo dicho por Mayans un penetrante análisis de la dicotomía entre ilusión y realidad en que se funda la acción de la novela. El Quijote contiene una novela épica encajada dentro de una novela realista. Tal estructura la logra Cervantes mediante dos perspectivas antagónicas sobre la acción, aunque perfectamente sincronizadas y mantenidas de principio a fin: la primera se debe al protagonista, que permanece inmune a la realidad gracias a la locura que le permite interpretar lo que pasa como una serie de maravillas propias de la épica caballeresca. La segunda, la del lector, hace considerar la primera como ridículamente extraviada, y contrapone otra cadena de lances casuales, prosaicos, caprichosos y verosímiles. Cervantes crea, así, dos mundos artísticos, logrando los efectos maravillosos del mundo caballeresco, sin incidir en empalagosa inverosimilitud.

 La misma idea de algo inasible o hasta ahora inasido en la obra se va consolidando a medida que el Quijote recibe concienzudos comentarios, que indican que ha pasado de ser libro de lectura a serlo también de estudio y reflexión. El comentario monumental de Clemencín (1833-1839), neoclásico pese a las fechas, insistirá en los fallos de todo tipo que advierte en el Quijote, y servirá de base para el tópico de Cervantes “ingenio lego”, finalmente volado por Américo Castro. La proliferación de comentarios y las múltiples versiones de los objetivos satíricos llevan a hacerse preguntas sobre el auténtico significado y la profundidad insospechada de la obra. Cadalso es uno de los primeros en  expresar esta inquietud:

Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras...  (…) En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. (…) Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes (Cartas marruecas, 61 -- 1793).

 

De ahí que se pensara que el Quijote podía tener una lectura mejor que la realista: la de una parábola, alegoría o enigma. Se creaba, así, un vacío que vendría a colmar el romanticismo, necesitado como estaba de pruebas para confirmar la exactitud de sus teorías sobre la  edad de oro y el genuino y válido legado caballeresco.

 

La interpretación romántica propiamente dicha.

El Quijote, enigma y reto. Como muestra del poder de sugerencia y sugestión de la obra, Close ofrece el ejemplo de I, 30, cuando a Sancho, que le propone casarse con la Micomicona y olvidarse de  Dulcinea, responde Don Quijote que tal cosa es imposible: «Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser». Tal declaración de lealtad levanta una pequeña ola de casi sublimidad a través de su sugerencia de orgullo, de fe inquebrantable, de regocijo, y por la vaga reminiscencia estilística o resonancia de la lengua paulina en Act 17, 28: “En él vivimos, en él nos movemos y tenemos nuestro ser…”, y en Gal 2, 20: “Estoy crucificado con Cristo: pero vivo... Mejor, no yo sino que Cristo vive en mí” (Close, 1977, 248). Este mundo de asociaciones enriquecedoras que irradian de las afirmaciones del héroe pide que se investigue más allá de ellas, para ver si resisten una lectura más profunda. Es decir, si van más allá de lo que en principio parecen significar.

Los filósofos o filósofos de la historia, investigadores de las ideas estéticas o de la cultura y finos expertos en estilística, teóricos de la literatura y críticos literarios que fueron los primeros románticos alemanes, con una variedad extraordinaria de puntos de vista, fueron dando razón de muchas sugerencias como ésta. No hay que esperar de ellos una interpretación sistemática del Quijote, puesto que cada uno ofrecía su propia versión, que, por lo general, no solían someter a las exigencias de un estudio literario del texto. Pero, en conjunto, ofrecen «fragmentary insights» o visiones parciales entusiastas y entusiasmantes, cargadas de posibilidades que muchos otros estudiosos geniales han venido desarrollando o completando en los años que siguieron. Por tanto, hablar de interpretación romántica es una ilusión (Close). Pero, de todos modos, pueden enumerarse algunas propuestas específicas y algunos ejes compartidos, frutos de común ideología, estética y sensibilidad.

1. Que el Quijote es un ejemplo perfecto de bella prosa y rica polifonía de tonos y estilos, más allá de la elegancia que señalaron los dieciochistas, resulta hasta el día de hoy una propuesta unánimemente aceptada. Tieck, traductor del Quijote, da como cualidades de su estilo: simetría y música, color y luz, frescura y vida, nobleza y gracia; alaba los amplios períodos y la música intensa de la frase.

2. La novela, forma moderna de la epopeya, es el género de los románticos. Y precisamente el nuevo poema en prosa, la novela ideal o el arquetipo de novela será, para ellos, junto al Wilhelm Meister de Goethe, el Quijote. En éste, en cuanto artefacto literario, observan: episodios asociados a la visión de conjunto; unidad perfectamente orquestada; mezcla de comedia y de tragedia; armonía de contrastes y una forma característica superior en todos los sentidos a los libros de caballería. Causa admiración ver cómo, metidos en harina de estudiar el funcionamiento de la obra, exponen esquemas que todavía estimamos exactos:

 Se ha dicho que la Parte Segunda del Quijote era muy inferior a la Primera. La injusticia de este aserto aparece en el mismo instante en que uno se hace cargo de la relación de esta parte con el todo y de lo que en ella debe esperarse, dada la naturaleza de la materia. Don Quijote ya no podía ni debía chocar tan violentamente como al principio con el mundo externo, y, para evitarlo, el poeta supo aprovechar la circunstancia de que la Primera Parte de la historia había salido mucho tiempo antes; las locuras del caballero se presuponen ya conocidas, y por consiguiente son más moderadas. Cuanto más había durado la chanza de sí mismo, tanto más, naturalmente, se burlan los otros de él; a medida que la historia se va desarrollando, Don Quijote es más pasivo y en consecuencia representa Sancho papel más principal, llenando así el vacío que de otro modo se hubiera hecho evidente. Hacia el fin, se observa en Don Quijote un estado como el del abatimiento que sigue a una calentura; la recién ideada apacible manía de establecer una arcádica vida pastoral, que ya en la Primera Parte previó el Ama (tanto sabe preparar el profético Cervantes), es casi su último canto; y su muerte, que, para quedar la obra satisfactoriamente redondeada, debía ser tranquila, está perfectamente traída. Y aun cuando comparemos sus graciosas aventuras ¿qué ventaja tiene la de los molinos de viento sobre la de los batanes, y la batalla de los rebaños de ovejas sobre la destrucción de los títeres? Ninguna más que el haber acontecido antes. ¿Y qué puede igualarse en fantasía y en arte al sueño de la cueva de Montesinos? Con el pie forzado de tener que repetir muchas veces acciones y palabras de los dos personajes principales, ha sabido Cervantes ayudarse, cual diestro músico, por medio de infinitas variaciones; Sancho Panza en la Segunda Parte se adelanta a sí mismo y es aun mucho más gracioso que en la Primera..[12]

 

3. Se suele tomar a los primeros románticos alemanes como intérpretes siempre serios y graves del Quijote, y realmente lo fueron: ellos fueron heraldos de la primacía del ideal, de la seriedad y de las profundas intenciones que se esconden tras la risa de Cervantes. Pero tampoco despreciaron ésta. Hay que afirmar que reconocieron el carácter cómico del Quijote. Era inevitable. Todos los críticos de todos los países lo habían destacado: el Quijote es fuente inagotable de risa. Sólo que, para dar razón de su comicidad, algunos de ellos (F. Schlegel y J. P. Richter) partieron de su concepción del Witz alemán, que no se puede identificar con el humor inglés y es distinto del esprit francés y de la agudeza española. El Witz no consiste en palabras o “salidas”, sino en una inspiración general, una visión de conjunto. Por su medio, se acentúan los contrastes, se mezclan entusiasmo e ironía, se acerca la sabiduría a la locura, y viceversa, se hace chocar la burla con lo serio. En este sentido, el Quijote es el reino del Witz, ya que en él se une la sátira a la poesía, y aparece en los detalles, en los juegos de palabras y en el plan total, dando a la obra su perfecta unidad.

La base del Witz romántico es la ironía, técnica que los románticos pudieron ver utilizada en los romances medievales de su literatura nacional y luego desarrollada en el Quijote. Pero ellos elaboran este concepto de modo tan característico y complejo que se habla de “ironía romántica”, muy alejada de aquella con la que operaba Cervantes y que da razón de su obra (Urbina). La ironía romántica explica el proceder de Cervantes y de los protagonistas de su obra a partir de grandes principios filosóficos, discutibles, lógicamente, desde otros distintos. La ironía es una capacidad “divina” que muestra Cervantes al reflejar su proceso creativo o poiético con señera conciencia. Asimismo, Don Quijote (es decir, la mente que lo va ideando), al presentarse en un proceso de creación siempre renovado, distinto de lo que ha sido y de lo que viene siendo, dueño absoluto de su libertad, como realidad nunca cosificada o fija, en pura subjetividad. Y ofrecen otras explicaciones por el estilo, que (con los significados que el término tenía en el Siglo de Oro y tiene hoy) “espantan” al receptor. 

4. El héroe simbólico. Bouterwek, Sismondi y Lockhart coinciden en que el Q no debe considerarse principalmente una sátira o una parodia, pues tal objetivo sería indigno de una gran novela o epopeya, cuyo centro es el héroe, cuya grandeza revelará la clave del simbolismo. La interpretación simbólica del Quijote es, en efecto, lo que distingue fundamentalmente al primer romanticismo alemán de todas las interpretaciones precedentes, su gran descubrimiento o aportación. En la épica, antigua o moderna, a la que pertenece la novela, elevando las aventuras a la altura del mito, se expresará lo universal encarnado en un héroe, cuyo carácter va más allá de lo personal o de lo típico inserto o envuelto en los comportamientos sociales. El héroe épico encarna valores. Don Quijote representa la lucha del ideal contra la realidad: «das Reale im Kampf mit dem Idealen» (Schelling, 1794). Con palabras diferentes, otros románticos expresan esta dualidad y, así, Don Quijote representa la confrontación entre el ideal que persigue el héroe y la sociedad o realidad que se le opone. El tratamiento varía de la Primera a la Segunda parte del Quijote. En la Primera, el tema se trata de modo “realista”: el ideal, encarnado en el héroe aparece abofeteado por el tumulto de la vida. En la segunda, el ideal se muestra envuelto en el misterio: el mundo con el que Don Quijote se da de bruces representa un pseudo-ideal (por ejemplo, los duques y sus burlas-máscaras). El ideal, burlado, sucumbe por agotamiento. Pero incluso en esta Segunda Parte el héroe resulta superior a sus adversarios, que son vulgares, y triunfa en la novela como un todo (Close, 1977, 36). Para A. W. Schlegel, la pareja de protagonistas simbolizan el eterno conflicto de la poesía y la prosa (Don Quijote y Sancho, respectivamente), que, si relacionadas con el himno de Don Quijote a la libertad en II, 58, significan la necesidad de evasión fuera de la vida social, evasión en el sueño, en la locura; aunque Don Quijote no sería un verdadero loco, sino un soñador (interpretación de Schürr, 1952, en Bertrand, 153). Los dos hitos de la interpretación romántica del Quijote en Francia fueron las lecciones del ruso Iván Turguéniev en París, 1860, y las ilustraciones del Quijote por Gustave Doré en la reedición de la traducción de Viardot en 1863, sobradas pruebas de admiración y culto al héroe altruista y soñador.

Estas formulaciones generales, que abren vastos horizontes y esclarecen ideas esenciales, permitían variantes y concreciones. Y, así, se pudo decir que el ideal de Don Quijote es el sueño de la caballería andante, que no podrá hacerse realidad o manifestarse de forma sensible. Cuando el ideal, lo absoluto se expresa bajo aspectos tangibles, sólo tenemos una grosera caricatura. Por lo cual, el problema del sentido último del Quijote sigue sin averiguarse. Las soluciones de los románticos no pasaron de ingeniosas fórmulas a las que llegaron con grandes simplificaciones, forzando, si no falseando, el sentido del Quijote. Para desentrañarlo habrá que estudiar la obra desde el interior, buscando lo que Cervantes quiso decir, la idea profunda que presidió la composición de la novela y lo que realmente dijo.

5. El amor es el segundo componente de la novela. Dulcinea representa la fuga de la realidad: la personifica. Por tanto, el ideal. Finalmente, será la personificación de los ideales, religiosidad y nobleza de Don Quijote, cualidades éstas que, a la postre et in radice, serían la esencia del alma española.

6. La edad de oro de la caballería, del amor y de la literatura fantástica («Ritter, Liebe und Märchen») son los tiempos medievales, cuyos ideales y legado literario los románticos anhelaban revivir. En Inglaterra el vínculo con Cervantes y los romances, según quedó anotado, es Percy, de quien fue, entre muchos, entusiasta seguidor Walter Scott. El novelista sentimental Henry Brooke escribía ya en 1766:

Qué grande, cuán gloriosamente, cuán divinamente superior era nuestro héroe de La Mancha que se movía enderezando tuertos, ayudando a heridos, levantando a los caídos, y derribando a quienes la injusticia había exaltado En esta maravillosa empresa, qué bofetadas, qué golpes, qué apaleamientos, qué molimientos de huesos no sufrió... pero el sufrimiento era su lecho... (Close, 42s)

 

En Alemania la base de lanzamiento fue Bodmer, que ya mentamos, seguido de los Hnos. Schlegel, Tieck y numeroso tropel. Revivían en todos esos los tiempos medievales, los tiempos heroicos de la forja de los pueblos de buena parte de Europa. Y entre ellos destacaban a España como país idealmente más próspero en esa época, el que los románticos alemanes buscaban con toda su alma, pues, además de poseer un pasado gótico, en él las circunstancias históricas habían propiciado siglos de heroicidades sin cuento. Era, además, en España, a su entender, donde habían aparecido las novelas de aventuras caballerescas (romances), cantadas y contadas en libros de caballerías y romances. Así lo veía entre otros C. M. Wieland, uno de los primeros abanderados el movimiento, como se lee en la misma dedicatoria de su poema Oberon (1780):

Die Romanzen und Ritterbücher, womit Spanien und Frankreich im zwölften, dreyzehnten und vierzehnten Jahrhundert ganz Europa so reichlich versehen haben, sind, eben so wie die fabelhafte Götter- und Heldengeschichte der Morgenländer und der Griechen, eine Fundgrube von poetischem Stoffe welche (...) noch lange für unerschöpflich angesehen werden kann.[13]

 

7. El espíritu de los pueblos. Schelling sentó que los pueblos han vivido gran tiempo entre mitos y los necesitan. La mitología antigua había muerto; por ende, se debían crear nuevos mitos, que son los que pueblan la poesía moderna, pues a esa necesidad habrían respondido los grandes escritores Dante, Shakespeare, Goethe y Cervantes. De este modo, Don Quijote y Sancho devienen personajes míticos, ya se tomen como alegoría, ya como símbolos. 

Además, de acuerdo con el concepto de la filosofía de la historia elaborado por J. G. Herder, condensado en alemán en las expresiones Volkgeist o Volkseele, el eje vertebrador del desarrollo de una nación, su alma, espíritu o personalidad, se manifiesta en un estilo o modo de vida propio y exclusivo (frente a la razón y buen gusto que, para los ilustrados, eran siempre y en todas partes idénticos). Privilegio es de las formas artísticas la expresión vigorosa de esa identidad nacional, plasmada en tradiciones culturales y sentimientos, productos de su historia y base para la vitalidad de la cultura nacional, que los románticos valorarán por encima de todo. Los grandes artistas o escritores, producto biológico de determinadas condiciones culturales propias de una determinada época y nación, serían capaces de plasmar en su obra la naturaleza de esa historia y de esa identidad cultural nacional. Así habría sucedido originariamente para el alma gótico-árabe de España con el Romancero y, en su expresión más madura, en el Quijote de Cervantes. El arte de Cervantes y su mérito es haber expresado en su obra ideas sobre la relación del espíritu humano con la realidad y una de estas realidades es la naturaleza de la historia de España.

De esta teorización filosófica, que no literaria, derivará entre los románticos o, mejor, posrománticos españoles la ingeniosa, lucida y meta-fórica indagación del ser de España, del diagnóstico de sus males, como si el estudio de un mito soñado pudiera dar respuesta  a la marcha de realidades que dependen de múltiples y complejos factores, entre otros de la capacidad de los ciudadanos de decidir en cada momento su porvenir, cualquiera que haya sido su pasado pasado. De lo inadecuado de sus propuestas, como ya se vio en la efemérides del III Centenario de Quijote en Cataluña[14] y como necesariamente viven los latinoamericanos,[15] da fe la miope y no lúcida visión del acontecer y sentir de los pueblos hispánicos de que sus promotores hicieron o aún hacen gala(s).

Son éstas elucubraciones de artistas o filósofos para los que el prestigio de la obra literaria (la más completa y ardiente de las características nacionales para Unamuno y Ortega y Azorín, según Close, 1977, 171) es la excusa (excepto en Azorín) para exponer inquietudes o para dar lustre a ideas paridas de la filosofía hegeliana de la historia o de posturas vitalistas. Quizá porque prescinden de todo estudio literario (es más, sus autores reirán con sarcasmo de los filólogos), Anthony Close, que en su estudio de 1977 dedica casi la mitad de la páginas a la interpretación del Quijote por los románticos españoles, al ofrecer resumidas las interpretaciones románticas del Quijote en el estudio previo a la edición del Instituto Cervantes, 1998, dirigida por Francisco Rico, un gran filólogo, las pasa por alto. Creo que acertadamente.

Tales ensoñaciones no son sino fruto tardío de la visión romántica del Quijote que se acepta en España entre 1860-1890, tras la circulación de algunas ideas, que consistían en poco más que frases hechas y alguna suavidad en el trato hacia el héroe Don Quijote, apreciando, sin idealizarlo, su integridad, fidelidad y humanidad, que ya se oían en el siglo XVIII y en comentadores como Clemencín, sin por ello dejar de resaltar el carácter satírico y burlesco del Quijote, carente de simbolismo histórico ni metafísico.

Al fin, por los años que acabamos de indicar, quedaron superadas las dificultades para la penetración de la interpretación romántica, cifradas en la gran autoridad de los comentadores y editores neoclásicos y la consideración de la novela como género frívolo hasta Galdós. La aceptación del romanticismo fue entrando de la mano de la oposición a las normas de los neoclásicos, cuando se observa en los románticos alemanes, primero, la valoración de los romances españoles; después, la del teatro de los ciclos de Lope de Vega y Calderón, llegando paulatinamente a abrirse paso en determinados círculos (Agustín Durán y otros) la idea de que la cultura española se identifica con el romanticismo, mientras que los neoclásicos a la francesa suponían una traición a la misma.

Este tipo de patriotismo cultural llevó a pensar que Cervantes podría no haber sido un debelador de los libros de caballería, sino su campeón. Con lo cual pudo el Quijote interpretarse en  términos nacionalistas (Close, 1977, 73ss). Cervantes, según eso, habría querido purgar los libros de caballerías, no acabar con ellos. Realmente su ambición era crear un género novelístico que, como el teatro del XVII, mantuviera vivo el código. Pero se pasó en la crítica, desaparecieron aquellos libros de caballerías y vino otro tipo de relatos, como Les liaisons dangereuses, con los defectos del género anterior, pero sin mostrar valentía y pundonor. En esta circunstancia, lo que había que hacer era incorporar el modelo de Walter Scott.

Del mismo modo, se verá en Don Quijote la encarnación del ideal caballeresco tan propio del carácter español: espíritu de abnegación, ética del honor. Cervantes se ríe de sus excesos, pero respeta el espíritu que en ellos alienta, eliminando lo que había de quimérico o falso (así Menéndez Pelayo -vide supra-, pero también Valera y Menéndez Pidal). A eso añade Madariaga[16] que Cervantes llevó las bromas contra su héroe demasiado lejos y trata de averiguar la causa. Menéndez Pidal la descubre en la inspiración cervantina en el Entremés de los romances. Pero después de I, 5 constatará que se ha equivocado al introducir un tratamiento burlesco de la caballería. De ahí que, según él no haya romances en la Segunda Parte, si no es en torno a Cueva de Montesinos.[17]

Dos críticos merecen especial mención en este contexto: Nicolás Díaz de Benjumea y Marcelino Menéndez Pelayo. El primero (Close, 1977, 100ss) fue el inicial agitador en España de la cuestión romántica aplicada al Quijote, que sostiene que la obra es una alegoría y sátira inteligente de los acontecimientos sucedidos durante la vida del autor y del estado de aquella sociedad. El Quijote es sátira de los libros de caballerías, pero no de su espíritu, que es un anuncio profético de las ideas liberales y humanitarias (libertad, igualdad, etc.) de la era moderna.

Menéndez Pelayo, por su parte (Close, 1977, 93ss), es un estudioso de la literatura que se acerca a ella en términos apropiados, por ejemplo en el estudio del estilo de Cervantes con su elegancia ciceroniana. Es verdad que no hace justicia a destacados temas del Quijote, como la expulsión de los moriscos, la psicología del amor y los juicios de Cervantes sobre la literatura. Pero supuso un impulso para los contemporáneos, que siguieron sus sugerencias, aunque no su invitación a ver la maestría de Cervantes como novelista o como poeta en prosa. Los contemporáneos se negaban a estudiar el mundo de las ideas de Cervantes, por considerarlo un “ingenio lego”. Por otra parte, en sus obras, Menéndez Pelayo exaltó el genio de la cultura española, diferenciándola de otras europeas y proponiéndola como modelo de inspiración para la moderna España, aunque no hasta el punto de separar esa consideración de la cultura europea, que injustamente, según Close, atacarían Ortega o Unamuno, tachándolo de nacionalismo estrecho.

Desde Menéndez Pidal, una pléyade de estudiosos de la segunda mitad del siglo XX y hasta hoy, esparcidos por el ancho mundo del hispanismo, han llevado a cabo serias investigaciones sobre cualquier punto y aspecto del Quijote, enfocando su estudio desde múltiples puntos de vista (como el del humor: Quijote «funny book») y con renovados procedimientos, desarrollando un trabajo de autorizada crítica literaria. Algunos de esos estudios, de los que a continuación se aprovechan ideas, permiten dar la vuelta a puntos esenciales de la interpretación romántica del Quijote, todavía triunfante, que, por excesiva teorización  -tomada como insondable tesoro de saber-. y por aplicaciones o utilización ajena al propósito del autor y al sentido del texto de la obra, cierra el paso al acercamiento a la obra de posibles lectores ante tan arcanos significados. Una aproximación que humildemente se aproxime al texto para escucharlo, desgajará jirones de su sentido y, además, hará justicia a la idea y genialidad de Cervantes.

 

Otras maneras de entender el Quijote.

Arrumbadas varias de las grandes ideas de prestigiosos “cervantistas”, que, según Francisco Rico, eran unos aficionados, se impone prestar atención al texto y al contexto, para que dé respuestas a las mismas grandes preguntas y a otras no formuladas: ¿Es realmente Don Quijote un héroe, triunfante o derrotado, o un loco? ¿Es la historia de Don Quijote y su escudero Sancho el único o máximo interés de la obra o sólo uno de sus aspectos, necesitado de complementos? ¿Tenía Cervantes, más allá de «derribar la máquina mal fundada» de los libros de caballerías, la intención de incidir con su obra, que participa de lo caballeresco, en la marcha de la literatura de su época? ¿Quiere realmente ofrecer Cervantes a sus lectores una obra de burlas?

 

            1. Don Quijote héroe patoso.

Don Quijote se propone imitar a los grandes héroes de la literatura para él unívocamente caballeresca, sean romances, libros de caballerías, leyendas hagiográficas o textos épicos o históricos del clasicismo y, de modo particular, a Amadís y a Orlando o Roldán. Pero, quam mutatus ab illis! Por su edad (es un vejestorio), por su aspecto físico nada agraciado, por su indumentaria, por sus armas, su montura, su dama, su criado...,  por el resultado de sus andanzas, es el envés de toda aquella ilustre prosapia: sus aventuras son irrisorias; vencido, se retira y muere consciente de su fracaso, retractándose de su descarrío, por más que su auténtico autor, la pluma de Benengeli, le permita, en su misericordia y por sus cualidades humanas, morir como cristiano. Realmente es un héroe de revés y al revés. En cuanto a los propósitos de sus gestas caballerescas, el fracaso es absoluto: o se equivoca en la liberación que ofrece, o no atina en los casos que cree haber resuelto: se lo dirá, maldiciéndolo, Andresillo en I, 31, y se lo demostrarán los galeotes y, más que ningún otro, Ginés de Pasamonte. Agasajos o cumplidos que recibe son en realidad burlas (bufón para los duques,[18] entretenimiento de los saraos de la burguesía barcelonesa), a no ser que personas sensatas como Diego de Miranda, descubran en él destellos de sapiencia. Tanto Nabokov como Montherlant, tras los primeros lectores del Quijote a los que sirve de voz Sansón Carrasco (II, 3), llamaron la atención sobre las infinitas palizas que recibe Don Quijote. Menudean en la obra coscorrones y porrazos, dientes saltados y magullamientos, caídas y costillas rotas, humillaciones crueles y gratuitas: gatos lo arañan, toros lo pisotean y cerdos lo aplastan. Incluso su mismo escudero lo derriba y sujeta (II, 60). A Don Quijote se le hurtan ocasiones para el lucimiento de su falsa condición de caballero («nunca vista batalla» con Tosilos – II, 56; liberación del mayorazgo cautivo en Argel –II, 64) o él mismo las desaprovecha (manteo de Sancho -I, 17-18; socorro del mismo en grave apuro entre los del rebuzno (II, 28-29) y de Dª Rodríguez en el asalto, II, 48), o su recorrido aventurero es pura burla: si en tierra, o culminan en fracaso o son victorias pírricas (la obtenida sobre el vizcaíno, desorejándolo, lo marcará como ladrón o salteador de caminos – I, 9; la arrancada al Caballero de los Espejos es mérito del admirable arranque de ambas cabalgaduras –II,14; si sobre las aguas (del Ebro, que no de imponente mar), en detrimento ajeno y con desastre propio –II, 29; si por los aires, son befa –II, 38-41; si bajo tierra, pesadillas –II, 22s. Caballero sin poder: su espada innominada lo delata; su lanza-rota, otra que la de Lanzarote; no son sus hechos gloriosos los que consiguen el medro de su escudero como gobernador de ínsula, sino su sometimiento a los caprichos de un noble, caballero cortesano, con ganas de reírse con sus bufones. Caballero ridículamente enamorado, que aquel amor de que alardea es pura ensoñación de-mente de una ruda y recia morisca, de fealdad confirmada, grotesca y mostrenca. Si molido a palos vuelve de sus primeras «desventuradas aventuras», como loco lo colocan en apropiada carreta o, mejor, jaula, en su segunda vuelta; como a tontiloco («la bestia de Don Quijote») lo reciben los muchachos en su definitivo retorno a su lugar, de donde no debiera haber salido nunca. Pues, de un loco se trata que ha hecho reír (“hecho hazmerreír”), como el autor pretendía, según leemos en el Prólogo de Quijote I, 18: «el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade...»; al final de esta Parte, suma de Partes, que es «invención y pasatiempo» (I, 52) y, años después, desde un punto de vista de crítica literaria: «Yo he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno...» (Viaje del Parnaso, IV, 22s).  Y ampliamente lo logró, y aún lo logra, como sabemos.

 

2. Don Quijote loco peligroso.

No es un loco cualquiera Don Quijote, porque es un loco entreverado de cuerdo, con rasgos contrapuestos de la locura y la cordura que lleva dentro de sí. Ahí está el núcleo de su personalidad paradójica y también de la de Sancho, concebidos como arquetipos de loco-cuerdo y cuerdo-loco. Cervantes refuerza esta idea de manera retrospectiva en II, 17-18, al presentar la reacción de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, quien, por no haber leído la historia impresa de Don Quijote no sabe a qué carta quedarse en este punto, que de Don Quijote había escuchado agudos razonamientos suyos y, por otra parte, visto provocar al león; de donde saca esa conclusión, aunque lo tiene más por loco que por cuerdo (palabras discretas, hechos locos). En todo caso, un “loco bizarro”; “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”, muy distinto del protagonista loqueras de la apócrifa continuación del Quijote, todo de una pieza, automático botarate y andante disparate, robótico loco, ab ovo más rematado que el cervantino (II, 66), cuya existencia, según sospecha Iffland, está en la base de la precisión de Cervantes sobre el suyo.

Y aun como loco, Don Quijote es personaje complejo que en sí contiene el núcleo significativo de la obra. Es el loco cuyas salidas u ocurrencias ya hemos visto que nos hacen reír. Resume, igualmente, aquellos rasgos que técnicos de hoy ven en la locura: «error que lleva a la catástrofe y a una vida socialmente ridícula». Y aún más: «podemos instalarnos en la locura porque nos hace felices. Por ejemplo, Sancho juzga loco a Don Quijote, pero acepta ser su escudero por lo que el caballero le promete»,[19]  y aquello que se apropió (de la maleta de Cardenio) o le dan (la duquesa, etc.). Ya por aquí se vislumbra un posible valor simbólico de Don Quijote. Puesto que todo individuo resulta entreverado de locura y cordura, Don Quijote puede resultar símbolo de la humanidad. Pero, no son sólo ciencia y experiencia lo que nos lleva a esta apreciación de la locura y del valor de la de Don Quijote. Cervantes, hijo de su época, se debe a la visión del tema que para él es válida y bien autorizada. Y la máxima autoridad en esta materia era Erasmo de Rotterdam, en su  Moria o Elogio de la locura,[20] en cuanto resumen de lo que fue tema de reflexión y arte en Europa desde el siglo XV. 

La ambigüedad caracteriza en esa cultura a la figura del loco, ridículo e inquietante, que ofrece como una especie de emblema de toda la humanidad con sus grandezas y sus miserias, antes de que por la época de Cervantes vaya quedando reducida a un problema social.[21] Si la locura arrastra a los hombres a una vida que los pierde, el loco, al contrario, como truhán o bufón de cortes, recuerda a cada uno su verdad. Por eso puede decir la Locura o Necedad de Erasmo que ninguno de los grandes logros de la humanidad se dieron sin su intervención, idea quizá recogida por Cervantes en Jerónimo de Mondragón: «la locura saludable es la verdadera sabiduría, y la sabiduría aparente, la verdadera locura». Y esto porque un loco es un ser capaz de penetrar verdades inasequibles a los ‘cuerdos’ y voz de la verdad absoluta e irreprimible: de donde deriva su transcendencia sobrecogedora. Consciente de ello, recoge Erasmo el horaciano miscere stultitiam consiliis, y no otra cosa hará Cervantes: integrar la locura en los consejos. El Don Quijote de Cervantes, caballero loco, es portador de esta su capacidad de apuntar a otros mundos, puede incorporar tal dimensión profética (de la que le priva Fernández de Avellaneda) y aleccionar con palabras, pero sobre todo con su ejemplo, él, caballero aventurero o errante, tan contrario a los caballeros cortesanos (II, 1, passim):

¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? (II, 32, 889).

 

Ese caballero loco que es Don Quijote proclama un propósito perfectamente loable de hacer bien al prójimo, con los «agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer» (I, 2). Con eso, invoca la necesidad de volver a la función original de la aristocracia, ahora sumida en el lujo y en una pasividad inútil. El modelo de Don Quijote del caballero solitario es arcaico, inaplicable. Pero, su núcleo esencial era algo quintaesencialmente ‘cuerdo’ y admirable. Si el camino hacia la resurrección de la ética guerrera pasa por la locura, esta última, de modo paradójico, adquiere cierta aureola de legitimidad. Y, desde luego, admiración por Don Quijote y sus «concertados disparates», como los llama el canónigo en I, 50 (Iffland, 148s). Y, así, junto a la épica del disparate alocado, recuperamos para la obra la dimensión satírica de la figura de Don Quijote, que le negaban los románticos.

Pero hay otro modo de cifrar este objetivo. Este penoso vagar por el mundo que el loco caballero se impone tiene como norte la conquista o, por lo menos, la aprobación de su dama, y, más tarde, como obstáculo eliminable, su desencanto, es decir, su acción en libertad. Se trata de una dama que, artificial y obligada autoexigencia del papel imitativo de escritos caballerescos asumido por el hidalgo, aparecerá finalmente bajo la forma de perseguida y amenazada liebre (II, 73), cifra o símbolo de los planes soñados por el derrotado caballero,[22] que, en gesto de desesperanza, la entrega a quienes como cazadores se les supone aviesas (por realistas) intenciones. En todo caso, a Don Quijote ya no le sirve. Por aquí algo de símbolo y alegoría se reconcilia con la rezumante panoplia  romántica.

 

3. La loca alegría y rica alegoría del carnaval.

Sátira o sermón, alegoría y símbolo, profetismo, en un palabra, conlleva el sostenido plano carnavalesco del Quijote, que con todo detalle recogen Redondo (1997) e Iffland (1999). Es, en efecto, el Quijote una obra carnavalesca. El personaje de Sancho, además de representante de lo villano y rústico, tiene raíces folclóricas, como inseparable –y por ello separado-- de su rocín («allá va Sancho con su rocino»); hablador («Al buen callar llaman Sancho»). Pero es también el gordo carnal carnavalesco (fiestas de San Tragantón o Santo Panza, días de hartura y, al revés, de ayuno), con disfraces y entre cuadrillas y comparsas (entrada a Barataria –II, 44), bromas y manteos de peleles (Quijote I, 17), rey botarga de Carnaval y alcalde bobo (alcaldadas) de mojiganga por un día, aunque con cosecha de «dos fanegas de risa», en Barataria, ‘tierra de trueques’: mundo al revés.[23]

 Don Quijote es el flaco, y es un ingenioso --también ‘alocado’—caballero cuaresmal en marco carnavalesco. Lo demuestra el mismo uso del traje de caballero, ya que, puesto que lo es por burla, todo en él es encarnación paródica o disfraz de caballero. Pero también se disfraza accidentalmente, como cuando se toca con una bacía de barbero,  transmutada en yelmo de famoso caballero, pero que vale también por corona de rey de carnaval; como también es rey Don Quijote, sentado sobre el dornajo vuelto del revés para cenar con los cabreros (I, 11), y de rey se califica a sí mismo, al pretender a la emperatriz Dulcinea (I, 50). Los disfraces menudean en la obra: en los caballeros que encarna Sansón Carrasco, en cura y barbero, en Dorotea, convertida en la infanta Micomicona, y, no menos que en la Primera, en la Segunda Parte (Iffland, “Tercera Parte”, p. 379ss).

No le gusta a Fernández de Avellaneda la comicidad del Quijote cervantino, porque es el vehículo de una carga ideológica que inquieta, ya que «emite resonancias desestabilizadoras» (Iffland, 34. 215), tan huidizas, tan inasibles. Es el «pulso de la lectura popular que late con tanta fuerza en la obra, específicamente el del Carnaval», «impulso utópico» de las festejos de las Saturnalia (ibid., 35), en los que se celebra con añoranza la Edad de Oro, los tiempos de Saturno, el pacífico dios de los sembrados o promotor del saber, frente a los de hierro de Marte. Carnaval significa degustación anticipada –anámnesis-- de la Edad de Oro: corren tiempos de inestabilidad para la jerarquía social por abolición de las distinciones (mandan los criados, etc.). Por eso, en el Quijote se da la invariable tendencia a elevar la calidad de la gente con la que Don Quijote se encuentra. Tiempos en crisis (hambre, pestes…), como la que azota a la sociedad del presente, que en buscado contraste denuncia aquella abundancia material que pregona la abolición de la propiedad privada, su impedimento de la Edad Dorada: «...ignoraban estas dos palabras de ‘tuyo’ y ‘mío’» (I, 11). Tiempo de golpes, caídas, apedreamientos, palizas a peleles (el mozo de los mercaderes de I, 4, etc.), manteos, como el de Sancho, y disparates (zapatetas y volteretas), como los que practica el caballero en Sierra Morena…

Este mundo utópico es el “mundo al revés” de carnaval, no fruto de la intervención de Fortuna asesada, sino tajo de la espada del caballero justo (Iffland, 211ss): «Porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor se dice: que todas las cosas iguala» (I, 11). La gran verdad, el mensaje del caballero errante, está contenida en una saga de libros para él sagrados: los libros de caballerías, que contienen una serie de reglas o leyes que él siente la obligación de seguir al pie de la letra. Es más, viaja por el mundo predicando su validez a la gente: que realmente existieron los caballeros andantes, que el mundo sería mejor si se resucitara la andante caballería, etc.  Por eso Sancho ve en Don Quijote a un “predicador”… de valores éticos o religiosos que considera misión suya implantar. De ahí deriva el enfrentamiento entre el profeta y los representantes de la fe organizada: cura y barbero inquietos y preocupados; la Santa Hermandad al acecho: Don Quijote, ya con una oreja rebanada, como vulgar delincuente, tras la liberación de los galeotes sólo se salva de las cadenas de los oficiales porque va devuelto, como lo que es, en el carro-jaula, al encerramiento de su lugar, bajo palabra del cura. Don Quijote se ha convertido en foco de autoridad independiente, tanto más peligroso cuanto realmente es agente de contagio, como lo prueba el caso de Sancho Panza, que se va transformando poco a poco en contacto con el iluminado (II, 29, último párrafo): el profeta se convierte en una amenaza en acto, frecuente en el primer Quijote; además, Don Quijote no se amolda a las exigencias rituales de la iglesia en ningún momento durante sus andanzas, nunca escucha un sermón, nunca va a misa, no se confiesa, no comulga y, a la hora de repasar cuentas de un rosario, apesta a.... herejía (en I, 26). Y tiene esa mala costumbre de encomendarse a su dama en momentos de peligro, o bien antes que a Dios o simultáneamente, o sin acordarse de Él, costumbre cuya heterodoxia se comenta abiertamente en la obra (I, 13) y que fue uno de los motivos que llevaron a los ideólogos de la Contrarreforma a atacar con dureza a los libros de caballerías (Iffland, 205-07). Así, de forma comprensible y plástica, especialmente para los destinatarios inmediatos, se perfila esa andanada («Kampf») contra lo real desde los supuestos ideales de los caballeros andantes revividos en la mente calenturienta de un hidalgo en su rincón, aburrido y melancólico.

 

4. «Pasa, raro inventor, pasa adelante / con tu sotil disinio..(Mercurio a Cervantes, Viaje del Parnaso, I, v. 223s).

Son y no son, por tanto, peligrosos los libros de caballerías. Pero, poniendo al descubierto sus contradicciones en una parodia (fusión de ironía y burla), se les puede sacar amplio partido (I, 32. 50). Su molde permite un morrocotudo choque del protagonista con la realidad y sobre sus convenciones se labra el relato largo (epopeya en prosa), que a fines del siglo XVI se andaba buscando, una estructura literaria que abarcara la nueva conciencia del existir humano. A la zaga de Lazarillo, Mateo Alemán, con gran éxito de lectores e imitadores, parecía haber dado con la fórmula idónea, encerrando en el esquema de vida de un delincuente arrepentido la realidad social llena de obstáculos y peligros. Cervantes es el primero que reconoce allí la presencia de un nuevo género de relato largo que nosotros llamamos picaresca: «...mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren» (I, 22). Pero, pese a su cercanía ideológica y de estilo a Alemán, Cervantes no acepta varios presupuestos de su propuesta: no le satisface el género autobiográfico, tan útil para crear la ilusión de vida, para presentar directamente la realidad, pero que se expresa como «tratando verdades» y esconde en su seno la ficción o «mentira» temática, con demérito de la verosimilitud. Tampoco le parece estéticamente adecuado su cierre, pues toda vida narrada por el propio protagonista ha de quedar artísticamente incompleta y débil en su estructura.[24] Ni le parece decoroso que un delincuente o proscrito (Guzmán o Ginés de Pasamonte) se dirijan a los lectores --a aquellos lectores destinatarios naturales de las obras-- desde su marginalidad y quién sabe si desde su no probada y dudosamente definitiva reorientación de la conducta. Por lo demás, la fórmula se presenta como sátira sobrecargada de reflexiones morales, aunque se aderece con logrados relatos insertados y se enriquezca con materiales folclóricos o burlas y con la gala del estilo. Cervantes se prohibirá la enseñanza directa en la acción principal y en los episodios. Para él basta ofrecer al lector las acciones y reacciones de los personajes. Busca, pues Cervantes, variaciones en la fórmula: un rico juego de narradores; un relato entretenido, placentero y risueño, sin concesiones al ascetismo moral;[25] busca un protagonista situado en el centro y quicio de una sociedad en grave crisis embarcado en fantasías. Y la estructura amplia del relato episódico de la novelas de caballerías que permita una «escritura desatada», el alto vuelo de la fantasía y el idealismo que inspiran la mayor parte de los episodios, sin exclusión de la verosimilitud. Pero, a su vez,  de la picaresca tomará el arraigo en la realidad histórica del momento. De la novela idealista, el objetivo de mostrar en la superación de pruebas las cualidades del protagonista; de la picaresca, evitar la glorificación de las contrahechas aventuras de un caballero viejo, loco y anacrónico, a quien cupo en suerte un narrador fiel a la realidad de los hechos (Martín Morán). La superación de la picaresca, por integración, era un hecho en la unidad de esta nueva propuesta narrativa de Cervantes.

Pero, con todo y con esto, Cervantes se percata de que algo le falta: el ahondamiento en la problemática contemporánea, más allá de las pullas a la nobleza (por no hacer mudanza en su ojeriza), que es difícil abordar desde las posibilidades que ofrecen las andanzas de la pareja protagonista. En su obra, la más metaliteraria de su tiempo, se sincera al lector, tachando una historia así concebida --aun cuando se le añadiera la parodia de los libros de caballerías-- de muy «seca y limitada» (II, 44). Y muy poco variada, para el gusto de la época (Martín Morán). Deberá, pues, «...osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos», yendo más allá de «escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas» y, huyendo de tales inconvenientes, introducir «algunas novelas... [con] la gala y artificio que en sí contienen» (ibid., y ya en I, 28).

De este modo la historia del ingenioso hidalgo adquiere seriedad y profundidad moral. Es lo que Cervantes podía y debía hacer, pues, según la norma de la separación de estilos que regía en la época, sólo lo particular y lo cotidiano, lo bajo y lo visceral podía tratarse con comicidad, mientras que lo serio, lo trágico y lo fundamental estaba reservado al estilo elevado. Sólo al entrelazar los serios, a veces incluso trágicos, episodios con una acción principal en que prevalece la comicidad, llega a tener el texto un sentido verdaderamente ejemplar y universal (Neuschäfer). La gravedad se expresa mediante los casos de locura (Cardenio, Anselmo, Roque Guinart...); en las consecuencias de la falta de dominio de una pasión: Grisóstomo ha obrado “fuera de razón” y con “desatino”, exactamente como le ocurrirá inmediatamente después a Rocinante con las yeguas de los arrieros y a Don Quijote con Mari-tornes, a la que quiere reducir por fuerza (I, 15-16), entre muchos otros “casos”. Los dos niveles del relato se complementan y enriquecen; cada uno da relieve al otro. Al ensanchamiento que a la acción principal añaden los episodios, corresponde aquella acción con credibilidad y calor humano: se establece, así, un diálogo entre episodios y acción principal (episodios que, a su vez, entre sí se complementan y refuerzan) y se consigue ese hibridismo característico de la novela moderna, cuya fórmula matriz aquí se expone, bastante más rica que la ‘imaginada’ por los románticos, que, aun con su visión limitada, lo reconocerán. Así Flaubert, que saludaba en Cervantes al artista colosal que logra sin esfuerzo lo que otros con menor talento logran, si acaso, con sudor, y reconocía que las bases de su propio arte estaban en Quijote. Y, efectivamente, es de justicia este reconocimiento, especialmente ahora que, a partir del estudio del funcionamiento del texto (doble nivel y el correspondiente doble estilo de la obra: acción principal cómica, escrita generalmente en estilo llano; episodios en estilo elevado, para asuntos serios y, en ocasiones, trágicos --Neuschäfer) y de su contexto (las funciones de entretenimiento y de sátira de la figura del loco), tenemos más razones para concederlo.

Es posible que se piense que la nueva estructura enriquecida (siempre la obra barroca la muestra compleja) reduzca la estatura del hidalgo enloquecido, al que se ha despojado de su título de héroe. Pero podemos restituírselo enriquecido: ética por épica. El gran valor que se nos propone en el Quijote, de acuerdo con Neuschäfer, no es la realización de la justicia –o “intromisión liberadora”-- en el mundo. Ya vimos que Don Quijote fracasa con ese heroísmo ilusorio. Triunfa, por distinto camino a como lo había soñado en su soberbia de caballero (más preocupado por la libertad que por la justicia, que arrogantemente se arroga), por su comportamiento ético: la amistad y solidaridad entre las personas de Don Quijote y Sancho. Llegado el momento, Don Quijote se dice dispuesto a renunciar a su máximo sueño, desencantar a Dulcinea, si ha de lograrse al precio de los azotes de Sancho: «No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida…; espere Dulcinea mejor coyuntura…» (II, 71). Don Quijote como héroe es una figura ridícula, mientras que como amigo y vecino, como compañero de desgracias de Sancho y algunos más, posee gran talla (Neuschäfer).  Lo corrobora Harold Bloom:

La novela de Cervantes (que es el nacimiento del género) es memorable por dos fantásticos seres humanos, Don Quijote y Sancho Panza, y por la relación afectuosa e irascible entre ellos [al contrario que Shakespeare en Hamlet, etc.].  Shakespeare nos enseña a hablar con nosotros mismos, pero Cervantes nos enseña a hablar entre unos y otros… Hamlet es, en definitiva, un individuo indiferente hacia sí mismo y hacia los demás, mientras que el hidalgo español es un hombre que se preocupa por sí mismo, por Sancho y por quienes necesitan ayuda” (The New York Times / EP, 27-2-2005, 16/ Opinión).

 

Es también el sentir de Claudio Magris:

El gran acierto de Cervantes es hacer que Don Quijote y Sancho sean inseparables. Don Quijote a solas habría sido un alucinado; Sancho, el más vulgar de los hombres. Juntos son gloriosos. Se corrigen los excesos, se compenetran y, sobre todo, se escuchan (ABC – Blanco y Negro Cultural, 13-06-2004).

 

Y, así, desde el acercamiento al texto, se da la vuelta al héroe mitificado de los románticos, que es ahora una persona solidaria y compasiva que salta la insalvable sima estamental entre nobles y plebeyos. Pero, gracias a los románticos, a su denodada empresa de plantearse una y otra vez con profundidad una gran obra, se rescató a un validísimo artista de la palabra, que asienta sobre nuevas bases el género novelesco. A aquellos románticos decididos a abrir nuevos caminos a la creación y disfrute de la belleza y a contagiar su entusiasmo por lo heroico, quizá debido incluso a la misma desmesura de sus ensoñaciones, se han sumado los esfuerzos y hallazgos de personas de todo tiempo y lugar, que nos van llevando a calibrar el mérito de esta obra de Cervantes y su talla humana y de artista, lo que no consiguió ni en vida ni durante mucho tiempo. Y así vemos que todas las recepciones, todas las interpretaciones, aun las desviadas, en cuanto respuestas personales a la solicitación de una obra artística lograda, enriquecen su significado inagotable, colaborando a que, según dijo el poeta J. Keats, como cosa bella, sea « a joy for ever».

 

            Nota.

Vuelta: 1. f. Movimiento de una cosa alrededor de un punto, o girando sobre sí misma, hasta invertir su posición primera, o hasta recobrarla de nuevo. 4. f. Regreso al punto de partida. 5. f. ... carrera en etapas en torno a un país, una región, una comarca, etc. 7. f. Retorno o recompensa. 8. f. Repetición de algo. 9. f. Paso o repaso que se da a una materia leyéndola. 13. f. Zurra o tunda de azotes o golpes. 20. f. Dinero que, al cobrar, y para ajustar una cuenta, se reintegra a quien hace un pago con moneda, billete de banco o efecto bancario cuyo valor excede del importe debido. 21. f. Labor que se da a la tierra o heredad.

(Diccionario de la Real Academia Española: http://www.rae.es/ (avance de la 23ª edición).

 

 

Estudios guía.  / Guías del estudio.

Bertrand, J. J. A., “Renacimiento del cervantismo romántico alemán”: AnCer, IX, 1961-62,  143-167

Ardila, J. A. G., “La influencia de la narrativa del Siglo de Oro en la novela británica del XVIII”: Revista de Literatura, LXIII, 126, 2001, 401-423. No se pudieron consultar los recientes estudios sobre este tema de P. J. Pardo García.

Canavaggio, Jean, Cervantes, Madrid, Espasa Calpe, 2003.

Close, Anthony, The Romantic Approach to ‘Don Quixote’, Cambridge University Press, 1977-78, de quien esta exposición es deudora y hasta abreviación en mucho más puntos que los señalados.

Close, Anthony, “La crítica del Quijote desde 1925 hasta ahora”: en A. Close et al., Cervantes, Madrid, CEC, 1995, 311-333; del mismo: “Interpretaciones del Quijote”, en Don Quijote de la Mancha, Instituto Cervantes, dirigida por F. Rico, Barcelona, Crítica, 1998, CXLII-CLXV.

Eisenberg, Daniel, A Study of “Don Quixote”, 1987. En trad. esp.: La interpretación cervantina del Quijote,  Compañía Literaria, S. A., 1995, en:

http://users.ipfw.edu/jehle/deisenbe/interpret/ICQindic.htm

Iffland, James, De fiestas y aguafiestas: Risa, locura e ideología en Cervantes y Avellaneda, Madrid, Universidad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 1999.

Martín Morán, J. M., “Variedad en la unidad: estrategias de cohesión textual en el Quijote”: Criticón, 87-88-89, 2003, 469-478.

Montero Reguera, José, El "Quijote" y la crítica contemporánea, Alcalá, CEC, 1997.

Murillo, L. A. “Cervantic Irony in Don Quijote: The Problem for Literary Criticism”: Homenaje a Rodríguez-Moñino, Madrid, Castalia, 1966,  vol.  II, 21-31.

Navarro González, Alberto, “Dos estudios. I. El ingenioso Don Quijote en la España del siglo XVI”: AnCer, VI, 1957, 1-48.

Neuschäfer, Hans-Jörg, “La ética del Quijote y la función de los episodios intercalados”, en C. Strosetzki, ed., Actas del V Congreso de la AISO, Münster, 1999. Madrid-Francfort, Iberoamericana-Vervuert, 2001, 32-41; del mismo: La ética del Quijote, Madrid, Gredos, 1999.

Redondo, Augustin, Otra manera de leer el "Quijote", Madrid, Castalia, NBEC, 1997.

Urbina, Eduardo, “Ironía medieval, parodia renacentista e interpretación el Quijote”, en  Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, 1983. Legible en publicación electrónica del Centro Virtual Cervantes:

                                                 http://cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/08/aih_08_2_079.pdf

 



* Antes  impreso en  V. Cabanes Fitor y J. L. Santonja, coord., Al voltant del ‘Quijote’. Alcoy, Ajuntament d’Alcoi. Xarxa de Biblioteques Municipals,  2005, pp. 93-128.

[1] Para nada comparable con el éxito de Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, que entre 1599 y 1604 tuvo 26 ediciones. Ni siquiera a lo largo de todo el siglo XVII llegó el Quijote a esa cifra. Nueve ediciones tuvo de 1605 a 1614. Pero no es algo tan extraordinario, cuando se mira que los normalmente desconocidos y contemporáneos Diálogos de apacible entretenimiento de G. de Lucas Hidalgo mereció ocho entre 1605 y 1618 y Las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita (1595; 1619) más de cuarenta.

[2] Mientras se hallaban en la entonces capital en tratos para firmar la paz, asistieron a la celebración por todo lo alto del bautizo del heredero de Felipe III, que coincidía con los tratos para firmar la paz (Canavaggio, 308).

[3] Fletcher, 1611, en The Coscomb / El mequetrefe; Philip Massinger o Thomas Middleton, Maiden’s Tragedy, 1611; Nathaniel Field, en Perdón para damas, 1613; Fletcher en colaboración con Shakespeare en “La historia de Cardenio,”  1613, que todavía se representaba en 1653 (texto ahora perdido); John Fletcher ahora con Massinger en 1620, The Double Marriage –inspirado en un episodio del gobierno de Sancho en Barataria, además de Behn Aphra, 1671, Sotherne, 1684...

[4] Calderón, en “Cardenio”, de texto perdido, y Matos Fragoso en El yerro del entendido (El Curioso impertinente, entre otras fuentes).

[5] Fuente de la mayor parte de estos datos, donde se analizan con más detalle y no siempre coincidente valoración, es Alberto Navarro González, Anales Cervantinos, 1957.

[6] Primero se tomó como obra burlesca. Así Saint-Aimant, en La Chambre du Débauché, evoca las «aventuras más grotescas» de Don Quijote y lo muestra «en muy lamentable estado», en una gran fosa, lleno de lodo, / tan molido como el grano». Charles Sorel, que se estrena como dramaturgo en 1627-28, explota la misma veta. Después, como obra cómica: el dramaturgo Guérin de Bouscal (1613-75) tiene una trilogía cómica inspirada en Cervantes, e interpretó más de 30 veces el personaje de Sancho Panza, influyendo de tal modo a Molière que éste dejó la tragedia para dedicarse a la comedia.

[7] Es de esperar que Jean Canavaggio, en su flamante Don Quichotte, du livre au mythe, París, Fayard, 2005, desarrolle ampliamente y con su acreditada competencia estos aspectos

[8] «Inglaterra se siente orgullosa de haber sido la primera nación extranjera que más ha hecho en el mundo por la gloria de Cervantes» (Walter Starkie, “Cervantes y la novela inglesa”, en F. Sánchez-Castañer, ed., Homenaje a Cervantes, Valencia, Mediterráneo, 1950, II, 353. “Ninguna otra literatura nacional asimiló la idea de Don Quijote más profundamente que la inglesa” (D. Eisenberg, o. c.).

[9] La colección de T. Percy  sirvió al primer editor erudito de Don Quijote y heredero de su proyecto, John Bowle.

[10] D. Eisenberg: "El Bernardo de Cervantes fue su libro de caballerías": AnCer, XXI, 1983, 103-117.

[11] Las consideraciones francesas de Lesage sobre el Q de Avellaneda y sus personajes se traducen / recogen en la ed. española de 1732.

[12] August Wilhelm Schlegel sobre la Segunda Parte del Quijote en una reseña de la traducción de Tieck (1799). Legible en D. Eisenberg, o. c.

[13] C. M. Wieland, temprano lector de la obra, había seguido muy de cerca el Quijote ya en su primera novela Der Sieg der Natur über die Schwärmerei oder die Abenteuer des Don Sylvio von Rosalva [‘...Las aventuras de Don Silvio de Rosalva...’], 1764. Véase Lioba Simon Schumacher, “El humor cervantino en la Ilustración europea. El ejemplo de Christoph Martin Wieland”: Diálogos Hispánicos de Amsterdam, nº 10, 1992,  77-94.

[14] Carme Riera, El Quijote desde el nacionalismo catalán, en torno al Tercer Centenario. Barcelona, Destino, 2005.

[15] Isaías Lerner confesaba en entrevista a EL PAIS, 24-04-2004, que en su aproximación al Quijote nada le interesaban las interpretaciones ideológicas, éticas o políticas, ni su consideración como “Biblia española” por Unamuno o la transposición del modo de ser nacional.

[16] En su Guía del lector del ‘Quijote’, ensayo psicológico. Madrid, Espasa Calpe, 1926, 63ss.

[17] Para una corrección de estas afirmaciones, veáse J. Alonso Asenjo, “Quijote y romances. Uso y funciones”, en R. Beltrán, ed., Historia, reescritura y pervivencia del Romancero. Estudios en memoria de Amelia García-Valdecasas, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2000, 25-65. Ahora también en Tirant, 5 (2002):  http://parnaseo.uv.es/Tirant/tirant5.htm

[18] «El juego bufonesco llevaba en su centro el trueque de papeles, o sea la burla del burlador y la infamia del exaltado a manos del infame, conducente a una inversión de polos entre príncipe y bufón» (F. Márquez Villanueva, “La buenaventura de Preciosa”: NRFH, 34, 1985-1986, 741-768, en p. 764)

[19] C. Castilla del Pino,  Cordura y locura en Cervantes, Barcelona, Península, 2005.

[20] A quienes, dada la repetida condena de las obras no gramaticales de Erasmo en España, ven difícil que viniera a conocimiento de Cervantes, quizá pueda convencerlos de lo contrario la posibilidad de que lo leyera en Italia o, aún con mayor facilidad, en publicaciones como la Censura de la locura humana y excellencias della de Jerónimo de Mondragón, publicada en Lérida, 1598, justo cuando Cervantes está ideando el Quijote.

[21] Así J. Iffland, 160, recogiendo sesudos estudios, como la Historia de la locura... de M. Foucault. Muestra vivida por Cervantes y vívida para nosotros, el Don Quijote de A. Fernández de Avellaneda, que acaba encerrado en la Casa del Nuncio,  instituto psiquiátrico toledano.

[22] Es interesante y, a la vista del cierre del Quijote con palabras de la pluma de Benengeli (‘el hijo de la cierva’, es decir, Cervantes), seguramente acertada la propuesta de Carme Riera sobre el paralelismo de la derrota del caballero iluso junto al mar de Barcelona y el fracaso del autor de su historia en aquel puerto en sus pretensiones de reconocimiento y triunfo en la corte virreinal de Nápoles.

[23] Véase J. Huerta Calvo, "Aproximación al teatro carnavalesco": en Cuadernos del Teatro Clásico. Teatro y Carnaval, nº. 12, 1999, 15-47; C. Buezo, La mojiganga dramática. De la fiesta al teatro, Kassel, Reichenberger, 1993, I, esp. p. 180ss y las citadas obras de Redondo e Iffland.

[24]  Tomo estas reflexiones de C. Guillén, “Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y los inventores del género picaresco”: Homenaje a Rodríguez-Moñino, Madrid, Castalia, 1966, I, 221-231.

[25] Cervantes no sacrifica la narración placentera al ascetismo de la moral, al contrario que Mateo Alemán. Véase Michel Cavillac, “El Guzmán de Alfarache: ¿una ‘novela picaresca’?”: Bull. Hisp, nº 1, juin, 2004, 161-184; Anthony J. Close, “Lo cómico y la censura en el Siglo de Oro”, en M. L. Lobato – F. Domínguez Matito, eds., Memoria de la palabra. Actas del VI Congreso de la AISO. Madrid-Francfort, Iberoamericana-Vervuert, 2004, I, 36,