Ludovico Ariosto, Orlando furioso. Traducción, introducción, edición y notas de José María Micó. Madrid, Espasa-Calpe (Bibloteca de Literatura Universal), 2005. 2076 págs.
Una de las mayores aportaciones al
IV centenario del Quijote, y que
debería convertirse en referente inexcusable de futuras lecturas cervantinas,
es la excelente traducción del Orlando
furioso (1516-32) realizada por José María Micó y acompañada del texto
italiano (fijado a partir de la edición de Cesare Segre). De sobra es sabido
que el romanzo de Ariosto es tanto la
forja de la poetología y práctica novelesca del Quijote (en cuanto a la ironía, la voz y el lenguaje narrativos, o
en cuanto a la dimensión metaficcional) como el modelo de su composición, p.
ej. en lo que respecta al tratamiento lúdico de los argumentos caballerescos, a
las novelas intercaladas, etc. El referente ariostesco determina no sólo la
estructura del universo ficcional y del armazón metaficcional del Quijote, sino que suministra también en
detalle – y más allá de momentos de consabida imitación, uso de técnicas
paródicas o analogías estructurales – puntos de lectura determinantes para
Cervantes: Cuando en Sierra Morena el hidalgo duda si imitar a Orlando o a
Amadís, el narrador reactualiza las cavilaciones de Angelica cuando no sabe si
escoger a Sacripante o a Orlando como guía que le acompañe hasta su reino de
Catay (XI, 25-28. 4); no menos ariostesca resulta asimismo la renuncia del
Hidalgo a probar la resistencia del morrión (tras arreglarlo en el primer
capítulo) a la luz de la alusión cómica al hecho de que Orlando compre quién
sabe dónde una nueva celada (“senza mirar s’ha debil tempra o dura” (XII, 63.
3); e igualmente la celebrada suspensión del juicio por parte de Cide Hamete a
propósito del episodio de la cueva de Montesinos (a comienzos del capítulo II,
24) es análoga a la puesta en entredicho de la veracidad y verosimilitud de un
episodio en el canto XLII (20-22) donde socarronamente el narrador alude a las
reservas del almirante genovés Federico Fulgoso. La deuda cervantina para con
Ariosto no es tanto erudita, y ni aún menos teórica, sino que es la contraída
por un lector de un mundo caballeresco reflejado ya en el espejo irónico de una
narración o historia; pero es a la
vez también la deuda de un escritor capaz de recrear los mundos posibles de la
ficción y la metaficción recurriendo al lenguaje contemporáneo y encuadrándolos
en la realidad histórica del momento siguiendo estrategias paralelas a las del Furioso.
La traducción al español del
poeta y profesor J. M. Micó es, en sí misma, una auténtica sensación, pues
recupera a un clásico al que hasta ahora había que leer en italiano (dados los
límites de la versión de Jerónimo de Urrea, 1549, bien a pesar de sus recientes
ediciones en Planeta, 1988, y –singularmente meritoria– la de Cátedra a cargo
de Nieves Muñiz, 2002). Su logro más inmediato es devolver al texto el placer
de su lectura en alta voz de acuerdo con el marco lúdico de sus condiciones de
recepción en la corte ferrarese. El lector bilingüe podrá disfrutar del ritmo
vertiginoso del laberíntico tapiz de relatos y podrá paladear los múltiples
registros de su lenguaje, sea heroico o cómico, sea apasionado o
distanciadamente irónico, aquí dependiente de la retórica, figuración y usos
lingüísticos petrarquistas, allí ajustado a la crónica de lances caballerescos.
Cotejando los dos textos, el avezado lector podrá celebrar socorridas
soluciones como “comidillas” por “ragionamenti” (V, 56. 8), “ni criadas con
rústicos gazpachos” (a propósito de dos doncellas de Alcina) por “né da pastor
nutrite con disagi” (VI, 68. 7) o “nadie con dos dedos de frente” por “a qui
del senso suo fosse signore” (I, 56. 2). No será difícil descubrir a veces
(gracias a la nueva referencialización léxica) una adecuación del texto ariostesco
a la tradición poética española, y así p. ej. el verso “corrò la fresca e
matutina rosa” (I, 58. 2) se transforma en “fresca y lozana cogeré la rosa”,
que actualiza sutilmente el hemistiquio inicial del endecasílabo de Espronceda
“fresca, lozana, pura y olorosa” (solución mucho más elegante que “yo cogeré la
tierna y fresca rosa” de Urrea). Semejante recurso se observa también en el uso
de construcciones paralelísticas de abolengo gongorino, sea forzando
ingeniosamente el orginal (cfr. XII, 12) sea readaptando una construcción
quiástica como es en el caso de “no con más gozo, no con tanto asombro” por
“non mai con tanto gaudio o stupor tanto”, I, 53. 1). J. M. Micó se toma las
libertades justas recontextualizando el estilo con excelente criterio; en
alguna feliz ocasión aclara incluso datos acerca de la topografía parisina con
precisión filológica, como cuando traduce “i colli Martire e Lerì” por los
“cerros de Montlhéry y Montmartre” (XVIII, 185. 7-8). Y aquí sea permitido
apostillar que, de la misma manera, hubiera sido posible traducir el nombre de
la ciudad “Maganza” por “Maguncia” (cfr. II, 58. 4) y el del caballo de Orlando
“Brigliadoro” literalmente por “Bridadoro” en vez de la translatio fónica “Brilladoro” (cfr. III, 84. 7), si bien en esta cuestión
de gustibus non est disputandum...
El placer de la lectura en
castellano resulta de las dotes creadoras del traductor cuyo lenguaje (a veces
libérrimamente actualizado pero siempre adaptado a los respectivos contextos y
congruente con la tradición literaria del episodio en cuestión) imprime una
modulación acentual pletórica de expresividad a los endecasílabos sueltos (sólo
pareados al cierre de las octavas). Así la lectura resulta gratificante pues el
lenguaje mantiene las claves humorísticas del original italiano, conjuga sus
dispares elementos (graves o festivos), rescata el vértigo de episodios
alucinantes sin número (sean fabulosos, heroicos o eróticos) y abunda al mismo tiempo en la solidaria
humanidad de la obra.
Sea felizmente celebrado
este reencuentro con Ariosto y el imprevisible narrador del Furioso y con los desmesurados Ferragut
y Rodomonte, los encantos del sabio Atalante y su hipogrifo, con el Duque
Astolfo rescatado, guiado hasta el paraíso de los hiperbóreos y viajando hasta
la luna con el Evangelista San Juan, con la maga Alcina convertida hasta la
modernidad en paradigma de seducción, con las parejas de infelices enamorados
Brandimarte y Flordelís, Isabel y Zerbino, y sobre todo con la monstruosa
locura de Orlando, transformado en protagonista de un accidentado slapstick y despechado por la caprichosa
Angélica, a su vez deslumbrada por el hermoso Medoro... Son estas figuras y
algunos excepcionales episodios que protagonizan los que se quedan grabados en
la fantasía del lector en detrimento del conjunto de una trama demasiado
asilvestrada y por entero desfrenada (como en el romanzo cavalleresco precedente, el Orlando innamorato de Boiardo donde ya convergían esquemas
argumentales carolingios y bretones, así como constelaciones motívicas y de
personajes procedentes de la tradición épica grecolatina). El elemento
argumental que daría coherencia al relato (la consumación del destino heroico
del joven pagano Rugero, su conversión y desposorios con la franca Bradamante)
se diluirían en apasionados fuegos de artificio, si no sobresaliera la figura
inmensa de Orlando quien, curiosamente, no hace acto de presencia hasta el
final del canto octavo y que luego se oculta entre el inextricable puzzle de
personajes y situaciones. Bastan unas pocas e intermitentes apariciones para
bosquejar los abismos de su desmesurada inquiesta
de Angélica y su libidinal pazzia,
que superan en sumo grado las dimensiones de la quête caballeresca o la folie
de Lanzarote, y que erigen a Orlando en héroe y antihéroe a un tiempo, en un
titánico paradigma espoleado por un exceso de identidad heroica (“nel gran
disio, di che a fin mai non venne”, XII, 62. 8), pero abatido en la conciencia de
desposesión. De este modo, la inventiva de Ariosto conduce a Orlando de París a
las regiones más septentrionales de Irlanda (hasta la isla de Ebuda para salvar
a Olimpia) o de Holanda y Escocia para litigar con el rey de Frisia, y luego
–ya en su locura– lo hace llegar hasta los Pirineos y las costas catalanas y
aún más allá hasta la ciudad libia de Biserta donde recupera el juicio antes de
regresar a París. En esos itinerarios, que manifiestan la ambivalencia de una
figura heroica y antiheroica a un tiempo (aún más que otros personajes
literarios precedentes como Ulises, Edipo o Eneas), se revela su condición de
mito europeo a la altura de otros que le seguirán en la Modernidad: los
Quijotes, Faustos y Don Juanes forjadores del imaginario cultural europeo y
todos ellos, tras la estela de Orlando, portadores de un hipertrófico deseo, en
buena lógica no pocas veces frustrado.
Pero no sólo en la
concepción del héroe se inscriben las señas de modernidad del Furioso, sino que muy especialmente
justo en aquellos aspectos de su epistemología poética que supo desarrollar el Quijote. Así, trascendiendo cuestiones
meramente narratológicas, la carnavalización de la figura del narrador (tan
bien estudiada por K.-W. Hempfer) revela una plurificación de las opciones de
representación y, con ello, evidencian la dificultad del conocimiento; además,
y en esa misma línea, la copresencia de elementos graves y festivos –con la
consiguiente alternancia de registros estilíticos– y la ironía que permite
dejar en suspenso juicios unívocos ponen de manifiesto la estructura
radicalmente ambivalente de la realidad de modo que su cabal percepción sólo
resulte posible desde el perspectivismo y a partir del principio de
dialogicidad; por otra parte, mientras que el tratamiento lúdico de lo mágico y
su desubstancialización (en cuanto que mero dispositivo de tracción narrativa) abre
una brecha en la que asoman ya los abismos de la contingencia, el
asilvestramiento de la composición de la trama narrativa (según el término de
K. Stierle) reproyecta en la ficción el estatuto laberíntico de la realidad y
sus posibilidades de conocimiento. Resta consignar, en este mismo sentido, que
también el asentamiento del orden social en el principio de litigio exige una
renovación de los ideales caballerescos, y de ahí que los paladines ariostescos
rechacen a veces la sociedad “contemporánea” (con sus nuevas tecnologías, como el arma de fuego de Cimosco) y que a veces
también se enfrenten a normas preteridas para reestablecer el orden (como en el
caso de la impía ley de Escocia que condena a muerte a Ginebra por aparente adulterio) sin menoscabo de que
alguna vez el narrador también anhele irónicamente los pasados tiempos (“Oh
gran bontà de’ cavallieri antiqui!”, I,
22. 1).
El universo narrativo de
Ariosto desbroza esta senda más compleja de la realidad y su difícil
conocimiento y, a la postre, ésta resulta ser la lectura (ya en una línea
cervantina) que se nos impone en la actualidad. Quizá por ello sean superfluas
las alegorías añadidas a cada uno de los cantos desde mediados del XVI y cuyo
valor hoy en día es meramente arqueológico. Para releer el mundo con el Furioso desde nuestros días esas
alegorías resultan prescindibles, y por eso no se las echa de menos y parece
lógica su exclusión de esta maravillosa edición del Orlando furioso.
Universidad de Kiel