de las “fabulosas historias sabrosas” de los libros de caballerías al “menos perjudicial entretenimiento” de la primera parte del “quijote”

Emilio J. Sales Dasí

 

  Mientras el aspirante a hidalgo don Isidoro de Montemayor recibe el encargo del impresor Federico de Robles de averiguar quién es ese Alonso Fernández de Avellaneda que ha escrito una continuación de la Primera parte del Quijote, acceden a las páginas de la última novela de Alfonso Mateo-Sagasta, Ladrones de tinta, las figuras más representativas del panorama histórico y literario de principios del XVII. No sólo nos encontraremos cara a cara con Cervantes, sino con simpatizantes de la obra del de Alcalá de Henares y encendidos detractores. De esto último, de la dudosa habilidad de Cervantes para componer la Primera parte del Quijote, trata, precisamente, la discusión que mantienen en una academia literaria madrileña varios personajes. Uno de ellos, el poeta Baltasar Elicio de Medinilla es el que lleva la voz cantante. Según él, el texto cervantino es tan reprobable que le lleva a decir: “¡Por Dios! Menuda chapuza, no conozco historia peor trabada”. No entiende muy bien Montemayor los motivos que impulsan a Medinilla a expresarse de este modo, y su pregunta da pie a la reiteración de unas ideas ya difundidas por la crítica literaria[1]:

 

-¿A qué te refieres?

-Hombre, pero si parece escrito a saltos. Lo que escribía un martes, el miércoles lo había olvidado. Por ejemplo, en una ocasión don Quijote niega saber latín, y poco después traduce un párrafo con soltura. ¿Es o no absurdo? En otra unos cabreros le arrancan de una pedrada cinco mueles de arriba y dos de abajo y luego se pone a cenar como si nada. ¿Se puede escribir mayor insensatez?

-Otra vez hace que los personajes cenen dos veces seguidas –dijo uno de sus acompañantes.

-O lo del estudiante –dijo otro-, que se va con la pierna quebrada después de pelear con don Quijote y en la página siguiente interviene en la conversación como si no se hubiera movido del sitio.

-¿Y lo del burro? –apuntó el tercero.

-¡Eso! –exclamó Medinilla-. ¿Qué me dices de lo del robo del burro?[2]

 

    Como quien no quiere la cosa, a pesar del carácter ficticio del episodio mencionado, resulta sumamente curioso el hecho de que al Quijote se le atribuyan los mismos defectos que Cervantes o, mejor dicho, sus propios entes de ficción condenaban en aquellas obras que, supuestamente, se constituían en el blanco idóneo para erigir un edificio paródico destinado a “deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías”. Si hacemos caso a las opiniones vertidas por algunos personajes del Quijote, por ejemplo, la del canónigo toledano, los textos caballerescos del XVI comparten una terrible arbitrariedad estructural:

 

No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada (1ª, xlvii, 477).

 

   ¿Pensarían lo mismo de la fisonomía compositiva del Quijote los lectores de su época? Tal hipótesis es, desde luego, más que arriesgada. Sin embargo, nos pone sobre la pista de una comunidad evidente entre Cervantes y su protagonista y ese género literario cuya naturaleza ha sido tan denostada por la crítica como gozó de un éxito deslumbrante en su tiempo. Los olvidos y descuidos de Cervantes a la hora de desarrollar la historia del famoso hidalgo manchego pueden ser la excusa perfecta para establecer un renovado diálogo con los mismos textos que provocaron, afortunadamente para la literatura española, una incontrolada locura. Y es que este mismo calificativo, el de “incontrolada”, se ajusta perfectamente a la especial idiosincrasia de algunos pasajes de muchos libros de caballerías, al carácter de unos relatos que presentan una fantasía desbordada y cuyos autores caen, a veces, en diversos errores y lagunas de distinto tipo.

   Sirvan como muestra ilustrativa de nuestra argumentación algunos fragmentos procedentes de los libros que integran el ciclo literario del Amadís de Gaula, títulos que pasan a formar dentro del corpus caballeresco un pequeño microcosmos en el que se descubren las principales tensiones ideológicas, estéticas y narrativas del género en su conjunto. En las Sergas de Esplandián, libro quinto de la saga donde Rodríguez de Montalvo culmina de forma más personal su tarea de refundición de la versión o versiones anteriores del Amadís medieval, pueden hallarse determinadas contradicciones argumentales o errores anecdóticos que van más allá de la mera inadecuación léxica o estilística del discurso. Algunas de ellas son a primera vista imperceptibles y derivan de una confusión de los roles narrativos. Recuérdese que en este libro, al igual que en otros muchos del género, el autor se erige en mero traductor o corrector de unos materiales previos, de una crónica redactada siglos atrás por un testigo directo de los sucesos. Así las cosas, el primer ente narrador en las Sergas es el maestro Helisabad y Montalvo actúa como segundo narrador que selecciona aquello más interesante de su traducción. Teóricamente, Helisabad tiene un grado de conocimiento de la historia superior a Montalvo, quien sólo alcanza a conocer lo que contiene su fuente inmediata. Eso es lo que el regidor de Medina del Campo ya nos decía en el Prólogo general del Amadís de Gaula al comentar el alcance de su trabajo autorial: “corrigiendo estos tres libros de Amadís, que por falta de los malos escriptores, o componedores, muy corruptos y viciosos se leían, y trasladando y enmendando el libro cuarto con las Sergas de Esplandián su hijo, que hasta aquí no es en memoria de ninguno ser visto, que debaxo de la tierra en una hermita, cerca de Constantinopla fue hallada, y traído por un úngaro mercadero a estas partes de España, en letra y pargamino tan antiguo, que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían” (224)[3]. Prescindiendo por ahora de otras implicaciones de esta cita, conviene preguntarse si, a tenor de lo dicho, Montalvo formaba parte del grupo de personas que “la lengua sabían” del manuscrito encontrado. De no ser así, quedaría anulada la posibilidad de que él mismo fuese el traductor de esa historia de las Sergas, escrita por Helisabad por encargo del rey Lisuarte y en la que todos los lectores deben depositar más confianza, “porque este maestro solamente lo que vio y supo de personas de fe quiso dexar en escrito” (Sergas, xviii, 220)[4]. Tendremos que esperar a resolver este enigma al capítulo xic del quinto libro, en el cual Montalvo protagoniza un encuentro visionario con la maga Urganda y, después de responder a diversas preguntas de tal personaje, recibe una singular recompensa. Buena para él, aunque a los lectores les creará dos nuevos interrogantes. La gran sabidora le conduce hasta los palacios de la Ínsula Firme donde están encantados los principales personajes de la obra y entre ellos su cronista con el mismo manuscrito entre las manos. Si en el Prólogo inicial del Amadís se consideraba que Montalvo podía tener acceso a todos los hechos relatados en las Sergas, ¿por qué subraya ahora Urganda, refiriéndose a su interlocutor, “que aún tú no has visto ni podido alcançar el fin dello [grandes fechos del emperador Esplandián]”?[5] (548). ¿Cabrá pensar en la hipótesis de un fraccionamiento de la historia en dos partes? El relato no ofrece respuesta alguna, sino que más bien sigue insistiendo en otros dilemas. Para facilitarle a Montalvo su tarea difusora de la historia, “que veas por este libro aquello que adelante sucede y de aquí lo lleves en memoria” (549), Urganda no sólo le ayuda a transmitirle unos argumentos, sino que recurre a otro personaje para asegurar la correcta comprensión de los mismos: “Y porque esto está en la letra griega, para ti es escusado leerla, pues que no la entenderías; leértelo ha en la tuya esta mi sobrina Julianda, que aquí viene”(549). De lo dicho se desprende que Montalvo no puede convertirse en traductor, al desconocer el griego. Por tanto, ¿quién le ha ayudado a traducir los capítulos anteriores de las Sergas?

   La utilización del tópico del manuscrito encontrado y del original en una lengua extranjera evidencian notables incongruencias, una escasa fiabilidad, opuesta a la preocupación del propio Montalvo por destacar el carácter historicista de ese relato escrito por un testigo directo de los hechos, que terminará alcanzando un grado más relevante si cabe en los últimos capítulos de la obra. En el penúltimo se nos cuenta cómo la sabia Urganda reúne a sus amigos en la Ínsula Firme y realiza esos encantamientos que mantendrán a los protagonistas, y también a Helisabad, en un limbo atemporal. De ello se deduce que, estando fuera de la realidad más inmediata, el cronista no puede conocer qué otras ocurren con posterioridad a su hechizo. Pero, sin embargo, en el capítulo postrero, el “auctor”, es decir, Montalvo, adelanta una serie de gestas realizadas por los descendientes de Esplandián, Amadís o Galaor. Incluso alude a la existencia de otro libro, compuesto por un sabio de las tierras orientales, que se le hace llegar a Esplandián cuando está ya recluido feéricamente en la Ínsula Firme. ¿Cómo tiene, entonces, acceso Montalvo a estas nuevas fuentes? ¿Habría que pensar en otro inesperado hallazgo?

   Lo bien cierto es que el manejo de determinadas fórmulas y motivos que conforme se desarrolle el género devendrán convencionales deja al descubierto diversas insuficiencias, algunas de las cuales podrían llegar a invalidar la coherencia de gran parte del discurso. Piénsese, por ejemplo, en el recurso de Montalvo a los poderes de magos y encantadores. A lo largo de los cinco libros del Amadís personajes como Urganda experimentan una evolución que tiende a humanizarles[6]. Es decir, los magos disfrutan de un poder superior para escrutar el futuro y acertar con sus pronósticos cuáles serán los hechos más destacados de cualquier personaje. Sin embargo, en un texto como las Sergas en el que predomina el enfoque providencialista, la capacidad de los magos debe quedar limitada o supeditada a los designios divinos para no incurrir en un conflicto de poderes. La propia Urganda adivina ciertos peligros para su persona, pero no consigue descubrir de qué se trata realmente. No ocurre así, sin embargo, con otras magas con aptitudes proféticas. La infanta Melía, mujer de linaje real, se ha retirado a una existencia salvaje en las fragosidades de una montaña, sobre todo, porque sus vaticinios le avisaron muchos años atrás de la futura llegada de un caballero que acabaría derrotando sus poderes. Según se lo explica a Esplandián: “Cavallero, por más de ochenta años antes que naciesses supe yo tu venida a esta tierra, y por tu causa hago yo esta tan cruel vida, que la tengo por mejor que ser captiva tuya” (ci, 559). A pesar de su intento de escapar al destino, éste se muestra inexorable con Melía, pues capítulos después es capturada por el héroe y Urganda la conducirá prisionera a Constantinopla. A raíz de este percance, el lector puede inferir si las artes adivinatorias le han servido para algo a esta infanta pagana. Claro que sus dotes mágicas le permitirán huir de la corte imperial junto a su sobrino, el rey Armato de Persia, en un hecho que desencadenará el posterior asedio de Constantinopla por los ejércitos paganos que lidera el monarca persa. Los incidentes discurren a partir de aquí de una forma normal, hasta que la gran guerra entre religiones se decanta del lado cristiano. Esplandián, cuyo papel en las batallas ha sido decisivo, recibe en ese momento de éxito militar la recompensa a sus fatigas caballerescas y sentimentales. El Emperador de Constantinopla le otorga la mano de su hermosa hija Leonorina, aunque antes esta infanta tendrá que superar una prueba: corroborar que las extrañas letras que figuran en el lado izquierdo pecho de su amado caballero la identifican a ella como su esposa predestinada. Para resolver este enigma, Leonorina recurre a un libro escrito por la Donzella Encantadora. La razón, ésta:

 

   Señor, estando la infanta Melía en la cámara de mi señora la emperatriz, me apartó y dixo: “Infanta, por la honra que tu padre me hizo quiero que de mí sepas una cosa que mucho te cumple, que ante muy honrada compaña te será preguntada”. Entonces mandó traer allí un libro de aquellos que Urganda allí traxo, que a ella en la cueva le avían tomado [...] y mostrome en una hoja dél estas siete letras assí coloradas como aquí se muestran (clxxvii, 797).

 

   Si Melía es capaz de conocer unos hechos puntuales que, además, se refieren a la positiva culminación biográfica del protagonista junto a Leonorina, ¿no puede llegar a imaginar que el principal adversario del paganismo derrotará a las tropas de su sobrino el rey Armato? ¿No podría haber evitado la gran masacre de sus correligionarios en Constantinopla? O, por el contrario, ¿deberemos pensar que los magos tienen intencionados lapsus proféticos? Es evidente que de cumplirse nuestra lógica lectora, tal vez no hubiera tenido lugar el principal acontecimiento bélico al que se dirigen todos los hilos de la historia. Al culminarse, el autor no consigue esconder las fisuras abiertas en la lógica de su relato. Pero no era Montalvo el único que no conseguía atar todos los cabos sueltos. Lo mismo le ocurriría años después a su principal continuador Feliciano de Silva. Detengámonos brevemente en los primeros folios de su Amadís de Grecia. Inmediatamente saltan a la vista algunas incongruencias argumentales.

   El protagonista de este relato es atacado sin mediar ninguna explicación por un caballero en el que luego reconoceremos al rey Alpartacio de Cicilia. Amadís está a punto de terminar con su vida, aunque lo impide una doncella que intercede por su señor y le cuenta cómo la reina Miraminia y su hija Lucela han sido raptadas por Fradalón Cíclopes y su hijo. El de la Ardiente Espada se compromete a ayudar a Alpartacio y, cuando se dirigen a la isla de Silanchia, una tormenta los conduce hasta la Gran Bretaña. Tras una breve estancia en dicho territorio, sin llegar a saber dónde han estado, los dos caballeros vuelven a embarcarse: “El rey Alpartacio y el Cavallero de la Ardiente Espada, como en su nao fueron, siendo curados de sus llagas, sin saber en qué tierra avían salido, como ya os diximos, hizieron su camino a la ínsula de Silanchia” (1ª, xxiv, 82)[7]. ¿Cómo pueden los marineros trazar una ruta idónea de navegación si nadie sabe cuál es su punto de partida? En otras ocasiones el motivo imaginario de una embarcación guiada desde la distancia por cualquier mago, le confiere una lógica arbitraria, pero al fin y al cabo, más o menos consistente, al errante viajar del caballero. Pero aquí, la contradicción no admite ningún reparo.

   Y lo mismo deberá decirse de otro episodio posterior que cuenta con algunos de los personajes referidos. Amadís de Grecia, después de liberar a la reina Miraminia y a su hija, llega con ellas y con el monarca siciliano a la Ínsula de Árgenes donde la maga Zirfea ha construido un portentoso Castillo de las Siete Torres. Habiéndose deshecho de sus temibles guardianes, el héroe penetra en el recinto y, durante la noche, sube hasta una planta del alcázar donde se topa con una doncella hechizada que custodia la entrada a una cámara. Se trata de la infanta Gradafilea, la cual marchó tiempo atrás en busca de Lisuarte de Grecia, secuestrado al final del séptimo libro del ciclo amadisiano sin dejar rastro. Será tras la sucesión de unos hechos singulares que concluyen con el desencantamiento de Gradafilea, Lisuarte de Grecia y otros personajes secuestrados por Zirfea, cuando el narrador le otorgue la palabra a Gradafilea para decir lo siguiente:

  

  Y cómo señor, ¿no sois vós Lisuarte de Grecia, fijo del gra[n]de y famoso emperador Esplandián y de su amada muger, la emperatriz Leonoria, y aquel a quien yo libré de la prisión de la infanta Melía, que por librar a vós me puse yo en el peligro de la muerte, qué me preguntáis si vos conozco? Que yo soy la infanta Gradafilea, hija del Rey de la Gigantea, que por vuestra causa ha treze años que estoy aquí encantada, passando la más amarga vida que nunca muger passó fasta la hora en que me veo la más alegre que nunca fue (1ª, xxix, 105).

 

   La apariencia casi idéntica de Amadís de Grecia y su padre, Lisuarte de Grecia, explican la confusión de la doncella, pero hay algo más que resulta inexplicable. Si ella ha estado hechizada, ¿cómo puede ser capaz de discernir cuánto tiempo ha transcurrido desde su encantamiento? Interrogantes como éste serán paralelos a otros que podríamos seguir formulándonos. En las anteriormente citadas Sergas de Esplandián, dice el narrador que el héroe tiene en su pecho las siete letras del nombre de su amada; sin embargo, el de Leonorina se compone de nueve grafías. Durante su estancia en el Castillo de las Siete Torres, Amadís de Grecia y sus cuatro acompañantes han tenido a su disposición tres camas. Pensemos en la forma de ubicarse cada uno sobre tan pocos lechos. Se trata, pues, de pequeños goznes que saltan en una lectura detenida de estos libros y que ponen en evidencia la improvisación con la que están redactados, planteando incluso la posibilidad de que sus autores no procedan a una revisión final de lo escrito. Y si estos descuidos se sitúan en el nivel del desarrollo argumental, ¿qué deberá señalarse de aquellos errores debidos al solapamiento de las voces del relato o a incorrecciones gramaticales y estilísticas que convierten estos libros en un verdadero galimatías que sólo podían descifrar intrépidos lectores como Alonso de Quijano, a riesgo de que se les secara el juicio?

   En las Sergas toma la palabra Urganda la Desconocida para dirigirse a los principales monarcas y reinas del relato, e ilustrarles sobre las consecuencias del paso del tiempo. El narrador reproduce sus palabras en estilo directo, pero durante el parlamento de la maga se produce una colisión entre los papeles del personaje y el propio narrador:

 

   Assí como por el muy alto Señor todas las cosas d’Él establecidas fueron, assí permitido que las presentes, passando de la vida a la escura muerte, según las calidades de cada una, quedasen otras de nuevo en el lugar [...] Desto tenemos tantos y tan grandes exemplos, y tan notorios, que con muy gran causa la prolixidad desta escritura escusar pueden (clxxxiii, 817).

 

   ¿Es tanta la omnipotencia que se le atribuye a esta mujer que puede usurpar las funciones del narrador para decirle a los lectores qué cosas deben ser eliminadas del discurso mediante la técnica de la abreviatio? De seguro, que nos hallamos aquí ante un desliz autorial que puede verse repetido en otras obras del ciclo con ligeras variantes. Nos encontramos en el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz. Una doncella acaba de llegar a la corte del rey Amadís para transmitir la intención de un desconocido caballero de probarse con aquellos paladines que quieran confirmar su valor. No sabríamos cuál es la naturaleza de ese demandante que se hace llamar el Centauro de Macedonia, si Coroneo, príncipe de la misma nación, no nos ofreciera un espantoso retrato suyo y una relación de sus diabólicos orígenes:

 

   -Pues contádnosla, -dixo el rey [Amadís]-, que, según su esquiva demanda, persona deve ser muy estraña.

   -Esso muy bien lo podéis jurar, señor, -dixo Coroneo-, que ha muchos años que tal aventura no ha venido a vuestra corte.

   Entonces dixo cómo en el monte Atos de Macedonia solía bivir un gigante muy grande e famoso en una cueva, y era casado con una giganta de poca hedad, del cual ovo un hijo muy apuesto y esforçado de cuanto el padre era feo y medroso.

 

   El diálogo entre los personajes da paso a una breve historia contada que corre de la mano de Coroneo, pero que el narrador reproduce en estilo indirecto. Nada anormal, sino fuera porque, cuando se está llegando al final de la descripción del Centauro, el narrador olvida que está ofreciendo una información de un tercero y deja que se exprese a través del estilo directo:

 

 E quitando su follonía, aparte es de las más espantosas cosas del mundo. Y esto es, -dixo Coroneo-, lo que d’este Centauro sé (xciv, cx)[8].

 

   En otras situaciones no daremos tanto con descuidos del autor tan ocasionales como se quiera, sino con episodios en los que la ambigüedad procede de una insuficiencia del narrador para ir administrando la información. En el Florisando de Páez de Ribera es el caballero homónimo quien capitanea una flota que descubre en alta mar una nao pagana. El protagonista y sus compañeros cristianos pronto capturan la nave y toman prisioneros a sus tripulantes. A través de ellos se entera de que uno de sus principales adversarios paganos está en una ciudad próxima: “supo de los presos que ...”. La flota cristiana pone rumbo al puerto de Saxia y antes de llegar allí: “Informose más de aquella cibdad, e de la fortaleza de ella e de la gente que dentro estava”. Tras saber de la disposición del enemigo, necesaria para acometerlo en un territorio hostil y desconocido, el héroe urde una estrategia de ataque: “Sabido esto por Florisando, procuró de los provar a tomar por algún engaño”. Hasta aquí sólo sabemos que los informantes del caballero han sido los presos de la nao capturada. Sin embargo, de pronto se alude a un enigmático individuo del que no conseguimos conocer ni tan siquiera su nombre:

 

E aquel hombre que le havía dicho aquello mandolo atar por los braços e diolo en guarda a unos peones, e díxole que le guiasse para la cibdad e que lo posiessen en parte que podiesse estar cerca d’ella e cubierto con aquella gente; e andovieron cuanto media legua, e díxole aquel hombre cómo de aquel valle a la cibdad havía muy poco espacio e adelante no havía donde pudiessen poner celada.

   -Pues assí es, -dixo Florisando-, yo quiero quedar aquí con estos cavalleros.

   E dixo a Obrando con otros cuatro cavalleros e trezientos peones que se fuessen más adelante e aquel hombre los posiesse en una parte por donde havían de venir a la cibdad aquellos que Opicio havía embiado a llamar de la tierra (xcii, civ)[9].

 

   ¿Quién es “aquel hombre” al que se refiere el narrador en tres ocasiones sucesivas cuando antes no había hablado de él? Seguramente es uno de esos anónimos prisioneros paganos, pero su identidad poco importa. Lo que más le interesa al autor es que los hechos se desarrollen hasta llegar a consumar los objetivos planteados. La realidad más inmediata se ignora en tanto que no influye en el desarrollo de la acción, aunque, también podemos pensar en una insuficiencia del narrador para captar en todos sus matices la realidad novelada.

   En cualquier caso, los imperativos característicos de estas ficciones son los que mandan: relato de acciones trepidantes, ya sea su naturaleza bélica, amorosa o maravillosa, que pueda atraer la atención de lectores u oyentes. Esa es una de las fuerzas directrices de la tensión narrativa en los libros de caballerías y que se resuelve de forma a veces poco correcta en determinados textos. Póngase como ejemplo de esto último lo que ocurre en el Lisuarte de Grecia de Feliciano de Silva. Esta primera crónica caballeresca de un autor al que tan aficionado era el hidalgo Alonso de Quijano se singulariza por su apego a la tradición impuesta por Rodríguez de Montalvo[10]. Silva emula distintos episodios de los primeros cinco libros amadisianos en un estilo mucho más “normal” que en sus continuaciones posteriores. A pesar de la escasa complejidad de los registros lingüísticos utilizados el discurso se resiente en más de una ocasión del desmedido afán del narrador por contar cosas. Por instantes, sus materiales se le escapan de la mano y el resultado son determinados pasajes como el siguiente:

 

 Este Argamonte tenía una hija llamada Dardadia que al tiempo que Ardán Canileo el Dudado, aquel que por mano de aquel famoso cavallero Amadís de Gaula fue muerto en la villa de Fenusa, como en el libro segundo avéis oído, […]. Tornando al propósito. En el tiempo que Ardán Canileo anduvo provando su persona por todo el mundo, llegando a esta ínsula, entró en campo con un gigante, tío d’esta donzella hija de Argamonte, el cual venció Ardán Canileo. E después que supo su nombre, conosció ser su pariente e fueron grandes amigos. E tornándose ambos al alcaçar de la Hoja Blanca cada uno dando la honra de la batalla al otro, el gigante padre d’esta donzella, sabiendo que aquel era Ardán, le hizo mucha honra y lo rescibió muy bien (iv, 13-14)[11].

 

   El descontrolado instinto fabulador de Silva, su ansia por contar, desemboca en constantes idas y venidas que se resuelven con la ayuda del socorrido “Tornando al propósito”. Si esto es lo que ocurre en su texto menos alambicado, ¿qué se dirá de aquellos relatos que a partir del Amadís de Grecia se caracterizan por su conceptismo y artificiosidad? La respuesta es muy sencilla. Se tratará de obras difíciles de leer y mucho más de editar. Eso es lo que se nos dice en la reciente edición del noveno de la saga, en cuya introducción se hace referencia a distintas oscuridades expresivas: “vocabulario poco abundante y repetitivo con toda suerte de palabras acabadas en –miento [...] afectación expresiva, dilogías, relaciones incongruentes” (p.l). Unas prácticas que le merecieron a Silva el juicio negativo de algunos contemporáneos, pero que llegaron a ser más recurrentes en libros posteriores. En la Primera y segunda parte del Florisel de Niquea, por ejemplo, el empaque retórico llega a ser de tal calibre que la desmesura estilística resulta enormemente afectada. Ahora los diálogos amorosos, ahora las descripciones del narrador, todo conduce a una conceptuosidad fuera de límites. Es por ello que en una de las tópicas materializaciones del amanecer mitológico los períodos sintácticos parecen no tener límite en su extensión:

 

Con la fuerça que el resplandeciente Febo de sus radiantes rayos sobre las altas cumbres del monte de Cáucaso con nueva fuerça reberverada, y ya que los instrumentos del dios Eolo por las cóncavas y espantables cavernas de las ensalçadas rocas su armonía con los templados aires templavan la fuerça de sus discordes consolancias, y ya que los poderosos mares tanta enemistad no mostravan con las faldas de las bravas montañas que cubriendo la presunción de sus ensalçadas hondas por los furiosos vientos del passado invierno con forçosa fuerça movidos, y ya que el tiempo con nuevo tiempo los campos de nuevas y verdes libreas vestía, y ya los árboles los suyos aparejava, y ya que las aves celestes con dulces y alegres cantilenas el nuevo tiempo regozijavan con la melodía de sus picos, y ya que los animales brutos de sus encerradas cuevas a sus naturales caças salían, y ya que estas aves de rapiña por los campos de la áspera del aire con la fuerça de sus alas discurrían, y ya que los aires perdida la furia con templados movimientos los campos y florestas regozijavan, y ya que ... (2ª, ix, cxlixr)[12].

 

   Los ejemplos que se han ido aportando hasta aquí, extraídos de los textos pertenecientes al ciclo amadisiano, podrían confirmar la tradicional consideración negativa del género caballeresco, apoyada muchísimas ocasiones en las opiniones destiladas en las páginas del Quijote. No obstante, estos defectos citados, ya sean involuntarios o inconscientes, o ya sean la consecuencia de una voluntaria intencionalidad autorial mal resuelta, no eran tan graves si se comparaban con los grandes atractivos que lectores u oyentes encontraban en tales obras. Al lado de la cuestionable destreza narrativa de los autores, de sus limitaciones literarias o de la descompensación estructural de estos relatos, los libros de caballerías, y entre ellos fundamentalmente los de Montalvo y Silva, dieron con una fórmula literaria que les facilitó su éxito. En términos modernos, podría hablarse incluso de que terminaron siendo libros comerciales. Y claro está, cuando se plantea el tema de la difusión masiva de un libro, dicho aspecto siempre lleva aparejado el de su valor literario. En cierto modo y con las lógicas reservas que exige la gran distancia cultural y cronológica que nos separa de aquella época, a los libros de caballerías les ocurrió algo similar a lo que actualmente ocurre con aquellos millonarios best-sellers, pensemos en los libros de J.K. Rowling o Dan Brown, cuyos logros editoriales van acompañados de sonoras críticas sobre diversos aspectos de tales obras. Como si conseguir el éxito fuera de las pautas oficiales, por el camino de la fantasía o del cuestionamiento de verdaderas tenidas por inamovibles, fuera un gran inconveniente.

   Efectivamente, los libros de caballerías no se plantearon en principio en los márgenes de la cultura dominante, sino que, más bien, sirvieron para encarnar e, incluso, hacer propaganda de los valores éticos, políticos e incluso religiosos de la vida peninsular de principios del XVI[13]. Pero, muy pronto, cuando el género consolidaba sus distintas vías de evolución[14], reputados literatos mostraban su opinión desfavorable hacia tales ficciones. A los pocos años de empezar a fraguarse algunos ciclos caballerescos, como Amadises, Palmerines y Clarianes, o haberse publicado otros relatos que no van a gozar después del privilegio de nuevas continuaciones, hacia 1524 ya Luis Vives expresa su desaprobación hacia los peligros que comporta la lectura de tales obras. Las críticas de los moralistas serán más habituales en la década de los cuarenta, pero aún así se seguirán editando nuevos títulos, algunos de ellos de suma importancia para entender la evolución del género posterior, piénsese en el Espejo de príncipes y caballeros o el Belianís de Grecia. Ni los libros más pretendidamente fantásticos ni las obras con una vocación más realista, o cuanto menos más creíbles, logran escapar a las diatribas de autores molestos con sus desmesuras. En ocasiones, estas críticas se gestan desde el mismo seno de la ficción caballeresca y asistimos entonces a intentos como el de Páez de Ribera que en su Florisando anatemiza contra la magia y la confianza que los personajes depositan en ella, que prohíbe la práctica de la andantesca caballería o la costumbre del libre viajar de las doncellas por una geografía sin límites. No obstante empresas literarias como ésta, otros escritores ubicados en la órbita del erasmismo y que, por tanto, debieran huir del género caballeresco, se atreven a coger la pluma para mostrar, a través de las aventuras de caballeros e intrépidas amazonas, su nuevo concepto del matrimonio cristiano, caso de Pedro de Luján en el Silves de la Selva.

   El desarrollo del género caballeresco castellano describe una curiosa sucesión de anecdóticas circunstancias que, en última instancia, remiten a una significativa lucha por la supervivencia. De acuerdo que los datos sobre la edición de nuevos títulos durante la segunda mitad del siglo XVI apuntan a un cierto declive del género. Pero tal evidencia puede resultar también una ilusión. Algunos condicionantes históricos, y no sólo las críticas hacia el carácter mentiroso de estos libros[15], pueden explicar esa presunta curva de declive de la literatura caballeresca: el influjo de la atmósfera contrarreformista o las circunstancias específicas de una nación que empieza a sentir las consecuencias de sonadas derrotas militares o de una incipiente problemática económica[16]. Sin embargo, hay que pensar también en términos más prácticos. Como muy bien ha demostrado José Manuel Lucía Megías, el de los libros de caballerías es un género editorial que evoluciona gracias a la imprenta y que está estrechamente ligado a los avatares de una industria editorial que nada tiene que ver con los actuales monopolios de la comunicación. El éxito y las penurias de la imprenta peninsular va a condicionar las estrategias de composición, difusión y, asimismo, de supervivencia de estas ficciones. Razones mentales y culturales, pero también motivos más concretos de mercado editorial contribuirán, pues, a definir los nuevos rumbos que toma el género caballeresco durante el reinado de Felipe II[17]. De un lado, serán los propios libros de caballerías los que surtirán la imaginación de aquellos hombres de fe que utilicen los moldes genéricos para componer unos alegóricos libros de caballerías a lo divino; serán las ficciones caballerescas las que, en contacto con la épica culta, den cauce a los poemas caballerescos[18]. Por otro lado, cuando la situación económica de la imprenta no permita demasiadas aventuras editoriales, habrá que contar también con la existencia de unos textos que, si bien no consiguen ser bautizados por las prensas, se difunden de forma manuscrita, equiparándose formalmente todo lo posible a las obras impresas.

   El panorama que nos ofrecen los libros de caballerías es tan complejo que apenas puede ser abarcado en unas pocas líneas. En todo caso, su longevidad, más de cien años, apunta a la consolidación de un producto literario que tiene al autor como punto de partida y a los lectores u oyentes como destinatarios últimos. Una recepción que, por otra parte, digámoslo ya, debería ser más amplia y heterogénea de lo que se ha podido creer. Eso sí, ¿qué secretos ofrecían los autores de libros de caballerías a su público que podían ser de su agrado? O dicho de otro modo, ¿los tesoros que albergaban estas obras podían compensar esos errores o defectos mencionados más arriba? Fundamentalmente, el género de las caballerías proponía no sólo uno sino varios modelos de heroísmo: tanto los caballeros andantes, como los cruzados, sin olvidarnos de las doncellas bizarras, surtían a su público masculino, pero también femenino, de unas historias en las que nada era imposible, donde el esfuerzo individual o colectivo era recompensado por la fama o por otros premios más espirituales como la salvación eterna. Aunque no siempre ocurría así, los trabajos y sacrificios de estos héroes, en los que ni las heridas ni el paso del tiempo hacían mella, podían trascender a la esfera social, tal y como se recogía en la epopeya clásica, de forma y manera que los resultados de su intervención redundaban en la estabilidad de un orden perfecto, contra el cual ni los ejércitos más incuantificables ni los monstruos más horrendos podían suponer una amenaza real. El trayecto siempre discurría en una dirección inequívoca: hacia el triunfo de aquellos que venían a representar el paradigma de la virtud y el orden.

   Aparte de los lances bélicos donde el peligro se respiraba a cada paso, los protagonistas de tales relatos perseguían igualmente unos trofeos más tangibles y corpóreos, pretendían la satisfacción de sus impulsos pasionales e, incluso, carnales. El amor fue un móvil que arrastraba a la acción a jóvenes y hermosos príncipes, del mismo modo que hasta las doncellas más recatadas se dejaban seducir por sus dardos envenenados. Amores que fueron descritos de manera ideal, pero tras los cuales siempre existía un impulso poderoso que impelía a la pareja protagonista a la unión de los cuerpos. Hasta llegar aquí, el galanteo, el servicio caballeresco eran rituales a seguir, pero, en ocasiones, las relaciones amorosas adquirieron un cariz muy próximo al enredo teatral.

   Por si fuera poco, por si las aventuras de armas o las escenas sentimentales no habían atraído suficientemente la atención del público, las consecuencias de la participación en tales relatos de sabios y magas encantadoras proporcionaba a los discursos un talante a todas luces excitante. Al igual que los golpes de espada o las estratagemas del amante para acceder hasta su amada, los hechizos, los misteriosos y fabulosos edificios, o las desorbitantes ordalías preparadas por los magos, eran elementos que contribuían a la constitución de un universo cargado de atractivo. Un universo irreconciliable en su variedad, donde no faltaban las conversaciones galanas, los episodios humorísticos, las burlas o los efectos más prodigiosos. Y si no faltaban, era porque a los escritores, como a sus destinatarios, les unía una voluntad efectista, una especie de fuego de artificios materializado de acuerdo con estrategias hiperbólicas y procedimientos destinados a despertar la fruición sensorial. Es por eso que las damas van ataviadas con ricas indumentarias y los caballeros se exhiben públicamente con armaduras coloristas y, aunque no se diga, sumamente caras. Es por eso que lo visual de cualquier imagen de estos relatos se da la mano con las melodiosas composiciones poéticas y musicales que fueron enriqueciendo el género como aporte intertextual.

   Literatura, por tanto, que recreaba un mundo de ensueño, que cada vez se fue despegando más y más de la realidad inmediata por la vía de la fantasía y la exageración. Eran los peligros de unos libros dirigidos fundamentalmente hacia el entretenimiento y la fruición lúdica. Claro que el descontrol argumental se convertía en una amenazaba para la propia lógica discursiva, pero mientras se consiguiera llegar a “todos” y se pudiera conjugar el docere con el delectare, la cuestión estaba más o menos resuelta. Esto es lo que venía a decir Feliciano de Silva en el prólogo de su Lisuarte de Grecia: 

 

muchos famosíssimos libros de excelentes dotrinas veo escriptos, los cuales si a los dotos sus exemplos no están muy inotos, a todos los otros qu’el sabor de su secreta excelencia no alcançan, e aunque en parte puedan alcançar, leyendo los tales libros, por no estar en estilo común escriptos, acompañados de fabulosas historias sabrosas, los dexan de leer. Assí que todas las cosas donde buenos exemplos se puedan tomar no se deven dexar de oír, puesto que fabulosas sean. Porque las crónicas que por verdaderas tenemos, aprovadas en la realidad de la verdad, passaron no tan ciertas como leemos escriptas muchas cosas d’ellas, e otras cosas d’ellas que admirables parecen e por razón duras de creer son verdaderas (4).

 

   Puesto que no todo lo que se tiene por verdadero ocurrió en realidad, siempre que estas obras transmitan buenos ejemplos, “enxemplos y doctrinas” incorpora Montalvo en su refundición del Amadís de Gaula, convertidas en espejos de príncipes y caballeros, y endulcen sus argumentos con “fabulosas historias sabrosas”, se habrá llegado a un estadio, el de las “historias fingidas”, que difícilmente podrá ser rechazado por sus destinatarios. Llegados a este punto, lógico que quepa formular quiénes integraban este público lector, nos planteemos, utilizando las palabras de Daniel Eisenberg: “Who Read the Romances of Chivalry?”. En primera instancia, dado el elevado coste de estos voluminosos ejemplares y el alto porcentaje de analfabetismo de la época, parece muy adecuada la respuesta que nos ofrece el mentado profesor Eisenberg: “the romances were read by the upper or noble class, and perhaps by a few particulary well-to-do members of the bourgeoisie”[19]. Posiblemente, sería así en las primeras décadas del XVI cuando los ideales caballerescos destilados en estos libros se avenían con las aspiraciones de una nobleza que no renunciaba a sus antiguas marcas de identificación. No obstante, la popularidad de la que gozó el género durante tanto tiempo permite especular con la hipótesis de que estas obras eran conocidas y saboreadas desde el emperador Carlos I hasta esos otros menos “doctos” a los que se refiere Feliciano de Silva en su prólogo. La de estos libros igualmente podía ser una lectura masculina como femenina[20]. Al mismo tiempo podían reposar estos ejemplares en las estanterías de una biblioteca aristocrática como llegar a viajar en maletas como aquella en la que los personajes del Quijote descubren el famoso manuscrito de El curioso impertinente. Pero, lo que sin duda es más interesante, es que esta literatura podía llegar también al gran público a través de una lectura en voz alta y colectiva. Determinadas marcas propias de la oralidad con que los narradores se dirigen a sus destinatarios, del tipo: “agora oiréis”, la autosuficiencia de esas aventuras cuya extensión suele coincidir con uno o pocos capítulos y que permite una lectura fragmentaria, son posibilidades a las que no se debe renunciar para imaginar cómo el gran público de la época, aquello a lo que algunos denominan el “vulgo”, pudo tener contacto directo con estas invenciones literarias. Téngase muy en cuenta que, aunque ésta no es razón suficiente para justificar aquellos descuidos que señalábamos al principio, las incoherencias gramaticales o los lapsus argumentales pasarían más desapercibidos en una lectura en voz alta, en un ejercicio en que los oyentes están más interesados por el qué se cuenta que por el cómo se cuenta.

   Al lado de este público aficionado pero ocasional, también existe otro grupo de lectores que nos sitúan indefectiblemente en la órbita cervantina. Muchos de los escritores que se ejercitan en la creación de libros de caballerías, previamente han gozado de la condición de lectores atentos, lo que les permite incorporar en sus libros referencias a personajes o episodios de obras cronológicamente bastante anteriores. Junto a ellos, no deberá echarse en saco roto el fenómeno de la “lectura coetánea”, analizado magistralmente por José Manuel Lucía Megías[21], de esos lectores sagaces que a manera de glosa incorporan en los márgenes de sus libros las impresiones que les provocan su lectura. Algunos de estos anónimos individuos son capaces de detectar las incongruencias cometidas por los autores, algunas de las cuales tampoco han sabido ser corregidas por los impresores. Sus aptitudes lectores les permiten enjuiciar distintos aspectos de las obras caballerescas, criticando en diversas ocasiones varios de los motivos que serán luego tema de discusión y rechazo por parte de personajes cervantinos: los increíbles encantamientos, las batallas desmesuradas e hiperbólicas y tantos otros asuntos del género son rechazados por esos personajes cultivados que, quizás en una época muy próxima a Cervantes, dejan al descubierto la falta de verosimilitud de tales ficciones. Ahora bien, la suya no es siempre una opinión negativa, se sienten involucrados en la trama que han leído minuciosamente, tomando partido por algún personaje, o simplemente, aprobando la existencia de un universo fabulado ideal gobernado por los gestos corteses y donde campea a sus anchas el valor o la fama de las acciones heroicas, donde se consolida una mítica edad dorada que encandilaría a muchos. Así las cosas, estos agudos lectores delimitaron dos grandes aspectos de la recepción de los libros de caballerías: por una parte, sus notables lagunas en cuanto a su forma y su estilo, y por otra parte, la nobleza de unos contenidos y un espíritu vital que no admitían discusión.

   Los libros de caballerías comportaban el sueño del heroísmo, fomentaban unas quimeras que llevaron a muchos hidalgos empobrecidos a buscar en el Nuevo Mundo la fortuna de la que carecían. A diferencia de ellos, otro hidalgo surgido de la inspiración de Cervantes iba vendiendo sus propiedades para costearse la compra de esos libros caballerías que poblaban su biblioteca y sobre los cuales no podía ejercer una crítica distanciada como esos lectores-glosadores históricos de los que hemos hablado. Tal vez, el influjo pernicioso de tales libros era necesario para que Cervantes mostrara los peligros que acarreaba la fantasía desbordada de los malos textos caballerescos, aquellos en que se pretendía entretener a toda costa, esas disparatadas fábulas milesias, para que tuviese una excusa para levantar su edificio paródico. Esto no excluye, sin embargo, la posibilidad de que el de Alcalá rechazara de plano un género con el que él estaba sobradamente familiarizado. Sobre ese vínculo señala, muy acertadamente, Juan Manuel Cacho Blecua que: “el Quijote representa la superación de una tradición previa, sin la que no hubiera podido existir”[22].

   Coincidiendo con la anterior afirmación, considero que el Quijote, y sobre todo su Primera parte, supera en muchos aspectos la tradición literaria caballeresca. No obstante, me parece que Cervantes nos cuenta una verdad a medias, al decirnos en el prólogo y más adelante, a través de otros, que su intención primera es la condena del género caballeresco. En primer lugar, resultaría sorprendente que un escritor que conoce sobradamente aquella literatura en tanto que lector, no importa cuando leyera esos libros, quisiera hacer tabla rasa de los mismos. Eso sí, son tantas las reflexiones metaliterarias con que está salpicado el Quijote que tendemos a identificar cada crítica de cualquiera de sus personajes como una confesión del propio autor. Sin embargo, ¿puede creerse a pie juntillas que alguien que, teóricamente tiene la intención de parodiar unos libros, ha dedicado tanto tiempo destripándolos? Las continuas referencias a personajes o anécdotas de estas obras evidencian una familiaridad tan estrecha como lógicas pueden resultar sus confusiones. Traigamos a colación, por ejemplo, cuando, durante el encuentro de don Quijote con Cardenio, éste apunta a una relación sexual del cronista ficticio de las Sergas con la reina Madasima: “No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé entender otra cosa (y sería un majadero el que lo contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba amancebado con la reina Madésima” (, xxiv, 237). Tal presunción despierta las iras del hidalgo manchego, pero en el fondo en los cinco libros del Amadís de Gaula no aparece nunca tal situación. Seguramente, como les ocurría a otros autores del género, con tantos personajes como habían capturado su atención, siempre cabía la posibilidad de que la memoria le jugara a uno malas pasadas[23].

   Y si eso le ocurrió a Cervantes, hubo por el contrario otros motivos por los que el alcalaíno demostró su filiación con aquellos literatos del XVI. Recordemos que, en páginas precedentes, mencionábamos las palabras de Montalvo en el Prólogo de su Amadís en el que se refería a los hipotéticos responsables de la versión o versiones anteriores como responsables de unos manuscritos que “por falta de los malos escriptores, o componedores, muy corruptos y viciosos se leían”. Montalvo reivindica su actividad literaria sobre unos indeterminados antecesores cuya actividad cuestiona. La misma forma de proceder la hallamos en el Florisando, donde Páez de Ribera se ceba con lo que él considera la herética inclinación de Montalvo hacia las artes de encantamientos. Juan Díaz, autor del Lisuarte de Grecia, subraya que sólo él se encuentra en poder de la verdadera historia del clan amadisiano y rebate unos episodios del Florisando. Poco después, será Feliciano de Silva quien arremeta en sus libros contra Ribera, Díaz y Pedro de Luján y su Silves de la Selva, acusándolos a todos ellos de intrusos en una historia que han distorsionado con sus mentiras y su estilo. Dentro de la literatura cíclica parece ser normal el hecho de que la competencia artística genere críticas cuya intención es reafirmar lo propio y genuino. ¿Será esta misma la razón por la cual nos dice Cervantes de modo sumamente irónico que entre las preferencias lectoras de Alonso de Quijano “ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva”?. La devoción de su personaje por estas historias terminaría comportándole graves consecuencias: “la claridad de su prosa [la de Silva] y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura. Y también cuando leía: […] los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello” (1ª, i, 31-32). ¿Podría considerar Cervantes a Silva como un rival literario y por ello lo eligió para oponerse a él con el respaldo de una autoridad como Aristóteles?

   Aunque Cervantes no necesite recurrir a estratagemas como el descrédito de otros autores como Silva que ya habían sido ridiculizados mucho antes, tampoco es menos cierto que diversas convenciones técnicas y estructurales ponen el acento en unos referentes precisos. Ni que decir tiene de dónde se sirve el de Alcalá para trazar la historia del hidalgo manchego: unas fuentes presuntamente historiográficas, los Anales de la Mancha y unos manuscritos de un tal Cide Hamete Benengeli, escritos en árabe como también lo fueron el sabio Xartón del Lepolemo o la maga Califa del Félix Magno. Pero si estas similitudes estaban preparadas para desmontar la artificiosidad de unos usos nada verosímiles, otros aspectos de la Primera parte del Quijote insistían en las prácticas heredadas. Los libros de caballerías siempre terminaban con un final abierto, de forma que, además de dejar por sentada una ilusión de historicidad: la historia se proyectaba más allá de la materialidad del texto, siempre era posible emprender nuevas continuaciones. Del mismo modo Cervantes dejaba abiertas las puertas a una nueva tercera salida de su protagonista en el capítulo lii de la Primera parte:

 

Finalmente, ellas [el ama y la sobrina de Alonso de Quijano] quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.

   Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba (510-11).

 

   ¿Será casual que los poemas con que termina esta Primera parte procedan de esos pergaminos “escritos con letras góticas” que alguien halló en una caja de plomo en una antigua ermita? ¿O por el contrario, Cervantes pensaba en ese descubrimiento casi milagroso de las Sergas de Esplandián del que se habla en el Prólogo del Amadís, halladas “en una hermita, cerca de Constantinopla fue hallada, y traído por un úngaro mercadero a estas partes de España, en letra y pargamino tan antiguo”?

  Desde el principio hasta el final de la Primera parte del Quijote, en la que, además, la itinerancia de los protagonistas sigue siendo el hilo conductor del relato, las resonancias de la literatura caballeresca son más que palpables y declaran un aprovechamiento intencionado de tácticas literarias empleadas en dicho género renacentista. Afirmación que puede extenderse al carácter misceláneo o antológico del texto cervantino. Antes que allí en los libros integrantes del corpus caballeresco se fue imponiendo paulatinamente la tendencia de introducir materiales de acarreo de géneros afines, de forma que lo caballeresco se fue contaminando de lo pastoril, lo bizantino o lo celestinesco. En un afán evidente por concretar relatos que atrajesen por su variedad, junto a la historia o historias centrales fueron cobrando más importancia una serie de pequeños microrelatos o historias contadas que no siempre coincidían temáticamente con el argumento del que dependían. ¿No podrá ser, entonces, la incorporación de las historias intercaladas en el Quijote una culminación de un proceso iniciado décadas atrás? ¿Y el humor? ¿Podría haber tomado Cervantes como punto de partida algunas situaciones heredadas del género caballeresco? Señálese muy brevemente que en dichos relatos podemos hallar a mujeres muy feas cuyas aspiraciones y altivez resultan ridículas: la duquesa Remondina en el Florambel de Lucea[24], la reina Canionza en la Cuarta parte del Florisel de Niquea[25]. Caballeros, escuderos o enanos[26] que suscitan la risa cuando se pone de evidencia la gran disparidad que existe entre sus deseos y sus aspiraciones. Personajes como el Fraudador de los Ardides de la Tercera parte del Florisel de Niquea que ponen en solfa la presunción de las doncellas o los quebraderos de cabeza que tienen que soportar los caballeros en su continuo deambular[27].  Sin olvidar, por últimos, aquellos individuos a los que la imposibilidad de consumar sus intereses amatorios hacen locuras risibles.

   A pesar de que con estos ejemplos no pretendemos establecer una filiación directa y necesaria con la invención creadora del alcalaíno, tales casos formaban parte de un sustrato literario que sí que pudo suministrarle ciertas ideas a Cervantes. En una “novela”, concepto inaplicable a los libros de caballerías, tan plurisignificativa como el Quijote caben muchas opciones interpretativas. La nuestra apunta al hecho de que, tal como sugiere Félix Martínez-Bonati, “en vez de definir al Quijote como una parodia de los libros de caballerías, es más exacto comprenderlo como una sátira de todas las formas literarias, o bien, como la de aquellos lectores que no saben tomar adecuadamente los mundos imaginarios del arte, humorísticamente emblematizados en un lector loco, que atribuye a las fantasías el valor de verdades históricas”[28].

   La célebre creación cervantina podría ser un libro de caballerías burlesco[29] o una nueva propuesta narrativa de libro de caballerías que, de la mano de la verosimilitud, y que permita superar las desmesuras en que había caído el género por medio de una invectiva: “¿Como hacer esta invectiva? No desde la seriedad del prólogo ni de la doctrina, sino desde el humor (<<el melancólico se mueve a risa, el risueño la acreciente>>), el estilo y la estructura (<<el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención>>), con la finalidad de la enseñanza (<<el grave no la desprecie ni el prudente deje de alabarla>>). Aquí tenemos el <<sujeto, forma y finalidad>> que tanto apreciará el canónigo de Toledo”[30]. ¿No es esa, precisamente también, la interpretación que realiza el bachiller Sansón Carrasco de la Primera parte del Quijote? Aparte del orgullo con que Cervantes expresa su satisfacción por la difusión de su libro, hay que constatar cómo, a través del bachiller, enfatiza los rasgos de la fórmula literaria empleada:

 

   Es tan clara que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: “Allí va Rocinante”. Y los que más se han dado a su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquellos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico (2ª, iii, 560).

 

   Al igual que Feliciano de Silva, Cervantes ha pretendido llegar a los “doctos” y a los menos doctos, pero las “fabulosas historias sabrosas” de aquél, han quedado convertidas en “menos perjudicial entretenimiento”, para que ningún severo moralista venga a censurar su trabajo, haciendo uso de la verosimilitud, el decoro y el humor. Respetando estas pautas, Cervantes conseguirá ofrecer un producto que sepan reconocer sus lectores, pero además novedoso en múltiples sentidos. Reconocible para aquellos que habían leído libros de caballerías, como los Duques que no sólo conocen la Primera parte del Quijote sino que también son aficionados a las obras en las que se inspiró su protagonista. Por eso los ociosos aristócratas acogen tan animosamente al hidalgo y a su escudero:

 

por haber leído la primera parte desta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados (2ª, xxx, 767).

 

   Humor disparatado el de don Quijote como el que se derivaría de una lectura más racional y menos interesada por el efectismo de aquellos textos caballerescos escritos sin orden ni concierto, sino autorizados por su extraordinaria espectacularidad. De ahí, la propuesta de un universo más real y verosímil que en los fabulosos libros de puro entretenimiento, muchos de ellos manuscritos; de ahí, lo difícil que ahora resulta encontrar empresas y aventuras excitantes en una geografía real, la española, más prosaica de lo que Cervantes ha leído en sus libros; por eso, la gran diferencia del Quijote por la humanidad de que están dotados sus personajes y gracias a la cual cada individuo recibe una identidad para dejar de ser simplemente “aquel hombre” del que se hablaba en el Florisando.

  Los elementos formales, la contextualización espacio-temporal del discurso, la caracterización de sus entes ficcionales, ubican al Quijote en un plano distinto al de los libros de caballerías, aunque, como en aquellos, esos defectos de composición de la Primera parte aludidos al principio renueven su parentesco: otra vez las prisas y a la improvisación con que Cervantes escribe, del mismo modo que los continuadores del Amadís de Gaula, impelido en su caso por la necesidad de facilitar pronto a las prensas su relato y aprovechar el tirón editorial que está teniendo un relato picaresco, el Guzmán de Alfarache, con el que quiere rivalizar.

   Las circunstancias literarias, personales y editoriales en que se mueve Cervantes determinan su percepción de la literatura precedente. Y eso es lo que se dirá, asimismo, de su actitud ante ese trasfondo ideológico que late en los textos caballerescos. Para el buscador de fama que fue el de Alcalá, ya fuese a través de la pluma o de su participación en Lepanto, las metas y los ideales vertidos en las ficciones renacentistas formaban un poso envidiable. Pensemos que si los personajes de su historia o cualquiera de nosotros como lectores nos reímos de las locuras de don Quijote, nadie se burla de ese fondo ético que late tras las nobles aspiraciones del hidalgo. Un código ancestral que Cervantes, después de haber sufrido tantos avatares y penalidades a lo largo de su existencia, no puede concebir de la misma forma doctrinal que los escritores caballerescos. De ellos le separan muchas cosas, entre ellas, un relativismo surgido de su contacto con la realidad española en el tránsito hacia el Barroco y de su propia experiencia biográfica[31]. En un contexto distinto Cervantes no se vale de la intromisión directa en su relato para inculcar determinadas pautas de conducta o dirigir las conciencias ajenas. Son sus personajes quienes, a partir de sus diálogos, afrontan la realidad de una manera perspectivista y a la vez humana, tan a la medida del hombre cotidiano que, al decir de Américo Castro, el anhelo de la fama y la gloria está supeditado a un control autorial, “siempre pront[o] a reprimir lo que pudiere haber de exceso en tales aspiraciones, que fácilmente llevan a desarmonías y desmesuras, olvidan lo real por lo quimérico y, sobre todo, pueden confundir los valores humanos”[32]. Son los personajes quienes con sus acciones y reacciones, despojadas de los gestos encorsetados del arquetipo, y, también, con sus omisiones dejan al descubierto la crítica implícita de determinados comportamientos que podemos leer como transgresión del ideal (pensemos en la conducta anticaballeresca y éticamente aristocrática de los Duques de la Segunda parte).

   Los libros de caballerías no sólo están en la imaginación del hidalgo cuyas lecturas le han perturbado el juicio. En tanto que obras dotadas de una profunda carga ilusoria, de una serie de valores imperecederos como la justicia, la libertad o el sueño del heroísmo, trascienden a la figura del enjuto aspirante a caballero que fue don Quijote de la Mancha y terminan por contagiar a su escudero Sancho Panza, y quizás a muchos lectores. En un constante ir y venir de sensaciones opuestas, como un espejo reflectante donde las burlas se tornan veras, don Quijote recupera la razón en su lecho de muerte y se desmarca de sus calenturientas pretensiones. Incluso en ese momento cabe adivinar algún guiño irónico. El protagonista muere y el libro concluye sin que no haya posibilidad a la intervención de otros enigmáticos Avellanedas. Pero también murió un gran caballero, Tirante el Blanco, cuyas aventuras fueron salvadas del fuego en el célebre escrutinio. A lo mejor se han entrevisto demasiadas coincidencias. Pero puestos a imaginar, preguntémonos si la muerte de don Quijote no era la traslación metafórica de la melancolía de un escritor que trascendió en su obra sus sueños y sus penurias vitales y literarias. Cervantes alcanzó definitivamente la gloria literaria levantándose sobre una literatura cuyos vástagos no siempre guardaban los mínimos estéticos y formales exigibles, pero a través de su reformulación novelesca, entre bromas y veras, incitó a sus lectores a la risa y también, como dice don Quijote, a soñar con los más nobles ideales: 

 

 [La caballería] es una ciencia que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se enseñan” (2ª, xviii, 669).

 

 



[1] Señalan Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas que la redacción de la primera entrega quijotesca está realizada “sin un plan previo detenido ni pormenorizado, cambiando el trazado sobre la marcha misma de su novela, variando su discurrir al hilo de la propia escritura […] Lo había encontrado, sí, pero después de muchas inseguridades, de muchas vacilaciones compositivas, idas y venidas estructurales, errores y omisiones” (“Introducción”, a su ed. Don Quijote de la Mancha, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994, p.xxxiii). En lo sucesivo, todas nuestras citas de esta obra proceden de esta edición. Asimismo, para todas las citas correspondientes a textos caballerescos se indicará entre paréntesis en el orden siguiente: parte, capítulo y folio o página.

[2] Ladrones de tinta, Barcelona, Byblos, 2005, p.127.

[3] Cito por la edición de Juan Manuel Cacho Blecua, Madrid, Cátedra, 1987-88.

[4] Cito por la edición de Carlos Sáinz de la Maza, Madrid, Castalia, 2003.

[5] Paradójicamente, esta afirmación de Urganda viene a contradecir lo dicho por Montalvo en el capítulo anterior. Allí Montalvo lamenta el cansancio que parece invitarle en primera instancia a abandonar su tarea literaria. Sin embargo, de forma imprevista recupera el ánimo perdido y traza los hilos fundamentales de lo que va a ser el argumento posterior: “[un tan grande esfuerço al coraçón] me presentó en la memoria el yerro grande que haría si por ningún impedimiento dexasse de contar aquella extraña venida que en la compañía de Esplandián y sus compañeros la gran sabidora Urganda la Desconocida hizo a la corte de aquel grande emperador, y las muchas cosas que della sucedieron, e asímesmo aquella espantable y gran batalla en que casi de la una y otra parte ayuntados todos los del mundo fueron, assí por la tierra como por la mar, que fue causa de poner fin en las grandes angustias de estos leales amadores” (xcviii, 525-26).

[6] Sobre el tratamiento de la magia en el Amadís de Gaula y la evolución literaria experimentada por Urganda la Desconocida, son de gran ayuda los trabajos de Rafael M. Mérida Jiménez, “Funcionalidad ética y estética del hada medieval en el Amadís de Gaula y en las Sergas de Esplandián”, Congresso Inter­na­cional Bartolomeu Dias e a sua época, Porto, Universidade, IV, 1989, pp.475-88; “Elogio y vituperio de la mujer medieval: hada, hechicera y puta”, Actas del IX Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y comparada (La mujer: Elogio y vituperio), Zaragoza, Universidad, 1994, I, pp.269-76; “Urganda la Desconocida o tradición y originalidad”, Actas del III Congreso de la AHLM (Salamanca, 3-6 octubre 1989), ed. Mª Isabel Toro Pascua, Biblioteca Española del siglo XV, Salamanca, Universidad, 1994, II, pp.623-28; y “Fuera de la orden de natura”: magias, milagros y maravillas en el “Amadís de Gaula”, Kassel, Reichenberger, 2001.

[7] Cito por la edición de Ana Carmen Bueno Serrano y Carmen Laspuertas Sarvisé, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 2004.

[8] Cito por la edición de Sevilla, Jacobo y Juan Cromberger, 1526.

[9] Cito por la edición de Salamanca, Juan de Porras, 1510.

[10] He analizado la dependencia temática de esta obra con los cinco primeros libros del ciclo en “Feliciano de Silva y la tradición amadisiana en el Lisuarte de Grecia”, Incipit, xvii (1997), pp.175-217.

[11] Cito por la edición de Emilio J. Sales Dasí, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 2002.

[12] Cito por la edición de Valladolid, Nicolás Tierri, 1532.

[13] Los libros del corpus caballeresco que se publican en las dos primeras décadas del XVI transmiten diversas ideas que sirven de apoyo y trampolín de la política nacional e internacional del rey Fernando el Católico, como acertadamente ha expuesto Mª Carmen Marín Pina, Ideología del poder y espíritu de cruzada en los libros de caballerías del reinado fernandino”, Fernando II de Aragón, el Rey Católico, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1996, pp.87-105.

[14] Según ha propuesto José Manuel Lucía Megías, en el género caballeresco pueden distinguirse una serie de líneas básicas: 1. la propuesta idealista representada por el Amadís de Gaula, que va a tener dos derivaciones; 1.1. una tendencia más realista, con títulos como Florisando, Floriseo, primeras partes del Clarián de Landanís, 1.2. otra tendencia experimentadora, cuyo máximo exponente sería Feliciano de Silva. 2. Un segundo paradigma caballeresco es el de los libros de entretenimiento, con títulos como el Espejo de príncipes y caballeros o el Belianís de Grecia. 3. Por último, cabría plantear una tercera vía, que se correspondería con la propuesta cervantina del Quijote. Esta clasificación ha sido recogida inicialmente en el artículo “Libros de caballerías: textos y contextos”, Edad de Oro, xxi (2002), pp.9-60.

[15] Si interpretamos los datos que nos ofrece la imprenta sobre la publicación de nuevas ediciones y reimpresiones de viejos títulos, nos encontramos con que a partir de la segunda mitad de la centuria los nuevos libros que aparecen se dirigen al entretenimiento. Diego Ortúñez de Calahorra inicia el ciclo del Espejo de príncipes que contará con siete ediciones y con una existosa descendencia en manos de Pedro de la Sierra Infanzón y Marcos Martínez. Entre los títulos aparecidos en la primera mitad del siglo que ahora se reimprimen, se sigue constatando el éxito del Amadís de Gaula, de los libros de Feliciano de Silva, o del Palmerín de Olivia y el Primaleón. Los textos más realistas, los que teóricamente podían salvarse con más facilidad de las críticas de los moralistas, tienen muy poca difusión y quedan relegados a unas pocas o mínimas reimpresiones en las primeras décadas del XVI. Por si fuera poco, los textos manuscritos que se escriben en el último tercio de la centuria destacan motivos como la exacerbada fantasía o las escenas sexuales que, según los detractores del género, eran tan dañinos para el público lector. Sobre las características de estos últimos libros, remito a lo dicho por José Manuel Lucía Megías en “Libros de caballerías manuscritos”, Voz y Letra, vii/ii (1996), pp.61-125.

[16] Condicionantes que han sido expuestos por Carlos Alvar y José Manuel Lucía Megías, “Los libros de caballerías en la época de Felipe II”, Silva. Studia philologica in honorem Isaías Lerner, coord. por Isabel Lozano-Renieblas y Juan Carlos Mercado, Madrid, Castalia, 2000, pp.25-35.

[17] Todos estos aspectos y muchos más pueden verse desarrollados en el excelente trabajo de José Manuel Lucía Megías, Imprenta y libros de caballerías castellanos, Madrid, Ollero & Ramos, 2000.

[18] Sobre este particular, véase lo dicho por Juan Carlos Pantoja Rivero en su Antología de poemas caballerescos castellanos, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 2004, pp.54-55.

[19] “Who Read the Romances of Chivalry?”, en Romances of Chivalry in the Spanish Golden Age, Newark, Delawa­re, Juan de la Cuesta, 1982, pp.89-118 [p.103]. Maxime Chevalier sugiere que “las novelas de caballerías, primitivamente reservadas a un público en el cual predominaran los caballeros, hubieran venido paulatinamente a ser lectura de unas categorías sociales más humildes: la pequeña burguesía de los artesanos en especial” (Lectura y lectores en la España del siglo XVI y XVII, Madrid, Ediciones Turner, 1976, pp. 93-94).

[20] Sobre la lectura femenina del género caballeresco, remitimos a Mª Carmen Marín Pina, “La mujer y los libros de caballerías. Notas para el estudio de la recepción del género caballeresco entre el público femenino”, Revista de Literatura Medieval, 3 (1991), pp.129-48.

[21] Lucía Megías ha comentado este fenómeno en varios de sus trabajos. Citemos, por ejemplo: “Lector, crítico y anotador (hacia una <<lectura contemporánea>> de los libros de caballerías”, Ínsula, 584-85 (1995), pp.18-21; y “Una nueva página en la recepción de los libros de caballerías: las anotaciones marginales”, en Libros de caballerías (de “Amadís” al “Quijote”). Poética, lectura, representación e identidad, ed. de Eva León Carro Carbajal, Laura Puerto Moro y María Sánchez Pérez, Salamanca, Semyr, 2002, pp.251-84.

[22] “De Amadís de Gaula a Don Quijote de la Mancha: un siglo de caballerías”, Del “Tirant” al ”Quijote”. La imagen del caballero. Catálogo, València, Universitat, 2005, pp.71-19 [p.75].

[23] Confusiones como la citada pueden obedecer también al hecho de que una lectura múltiple de tales libros le haya permitido a Cervantes reconocer perfectamente los tópicos establecidos, de forma que cuando se refiere a un personaje concreto, equivoca su situación por contagio con los patrones establecidos. Así, por ejemplo, suele ser habitual en los relatos caballerescos que la fidelidad y los servicios prestados por el escudero sean recompensados por su señor con la donación de algún territorio o bien de una ínsula. Por eso, declara don Quijote que su intención con respecto a Sancho es: “yo me guío por el ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme” (1ª, l, 496), acontecimiento que no tiene una correspondencia directa con lo dicho por Montalvo. Cuando el caballero Amadís abandona la corte para retirarse a la Peña Pobre, habiendo sido despedido por su amada Oriana, hace una especie de testamento verbal en el que le hace donación a Gandalín de la Ínsula Firme como recompensa por su lealtad, pues al héroe ya no le harán falta ninguna sus pertenencias, decidido como está a dejarse morir. En ningún momento, sin embargo, se hace alusión al nombramiento de Gandalín como conde.

[24] Sobre la vinculación de esta figura femenina con el personaje del hidalgo manchego, véanse José Manuel Lucía Megías, “Tercera parte de Florambel de Lucea: un texto recuperado, una historia por descubrir”, Thesaurus, 54/1 (1999), pp.33-75, y Libros de caballerías castellanos: una antología, ed. de Carlos Alvar y José Manuel Lucía Megías, Barcelona, DeBolsillo, 2004, pp.504-15.

[25] La aparición de esta mujer descrita con rasgos híbridos forma parte del proyecto humorístico trazado en sus crónicas caballerescas por Feliciano de Silva. A este respecto, me remito a lo dicho en “El humor en la narrativa de Feliciano de Silva: en el camino hacia Cervantes” [en prensa].

[26] Sobre la comicidad de la figura del enano, véase José Manuel Lucía Megías y Emilio J. Sales Dasí, “La otra realidad social en los libros de caballerías castellanos. I. Los enanos”, Rivista di Filología e Letterature Ispaniche, 5 (2002), pp. 9-23.

[27] He intentado analizar la función literaria y estética de este personaje en Feliciano de Silva como precursor cervantino: el “sermón” de Fraudador”, Voz y Letra, xiv/ii (2003), pp. 99-114.

[28] El “Quijote” y la poética de la novela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, p.192.

[29] Daniel Eisenberg, La interpretación cervantina del “Quijote”, Madrid, Compañía Literaria, 1995, p.102.

[30] José Manuel Lucía Megías, De los libros de caballerías manuscritos al “Quijote”, Madrid, Sial Ediciones, 2003, p.242.

[31] En opinión de Carlos Fuentes, la visión cervantina de la humanidad es el resultado de una síntesis superadora de los viejos y nuevos valores: “Tal es la actitud mediante la cual Cervantes intenta colmar el abismo entre el viejo y el nuevo mundo. Si su crítica de la lectura es una negación de los aspectos rígidos y opresivos de la Edad Media, también es una afirmación de antiguos valores conquistados por los hombres y que no deben perderse en la transición hacia el mundo moderno. Pero si Don Quijote es una afirmación de los valores modernos del punto de vista plural, Cervantes tampoco se rinde ante la modernidad” (Cervantes o la crítica de la lectura, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994, p.95).

[32] El pensamiento de Cervantes, Barcelona, Noguer, 1980, p.364.