1. El Libro del caballero y del escudero en la producción literaria de don Juan Manuel.

 

El Libro del caballero y del escudero, compuesto hacia 1327, es, cronológicamente, la tercera de las obras conservadas de don Juan Manuel y pertenece al segundo grupo de sus obras, el que gira en torno al didacticismo, siendo el primer grupo el de las obras relacionadas con la herencia cultural de su tío, el rey Alfonso X el Sabio (la Crónica abreviada y el Libro de la caza). El tercer grupo, en cambio, sin abandonar totalmente la idea de didacticismo, se centra más en lo que podríamos llamar el «manuelismo», es decir, son obras que giran en torno a los Manuel y a la herencia que quiere dejar tras de sí don Juan Manuel (lo vemos con obras como el Libro infinido, dirigido a su hijo Fernando, y el Libro de las tres razones (o Libro de las armas) que quiere dejar constancia de algunas particularidades del linaje Manuel).

Si nos centramos en el grupo de obras al que pertenece el Libro del caballero y del escudero debemos observar ante todo que a él pertenecen las que son sin duda las más importantes de don Juan Manuel. Tras el Libro del caballero y del escudero don Juan Manuel compuso, en efecto, el Libro de los estados (1330) y luego el El conde Lucanor (1335). Estas tres obras están también relacionadas entre sí por ser aquellas en las que don Juan Manuel se va a servir de la ficción literaria (algo que no hará en el resto de sus obras conservadas). Y ello de manera creciente: en el Libro del caballero y del escudero, la ficción es tan solo un relato marco, un mero esquema narrativo, que sirve para dotar de anclaje circunstancial al diálogo didáctico que existe entre el que enseña (un caballero anciano) y el que aprende (un joven escudero que luego será armado caballero). En el Libro de los estados el relato es no solo mucho mayor y complejo, sino que determina la trama argumental: la historia del príncipe Johás va a ser el detonador de la situación dialógica que va a seguir. El relato es aquí más que un marco, sirve para crear el nudo de la acción, con lo cual tiene mucha más densidad. Con El conde Lucanor, don Juan Manuel invierte el esquema para dar mayor cabida a la narración propiamente dicha. En este libro es la situación dialógica y didáctica la que va a constituir un marco dentro del cual se va a poder yuxtaponer toda una serie de relatos a través de los cincuenta y un ejemplos que le cuenta Patronio a su señor, el conde Lucanor. Eso permite exacerbar a la vez el modelo didáctico y la práctica narrativa.

El didacticismo del Libro del caballero y del escudero es a priori más específico que el de las demás obras del grupo. Estas ofrecen al público un horizonte de expectativas abierto, con un alcance en cierta manera universal, como el de las historias que cuenta Ramón Llull en una obra como Félix o les meravelles del món, que sin duda conocía don Juan Manuel. En el Libro del caballero y del escudero, por el contrario, se trata de consignar por escrito lo que debe saber aquel que se dirija al oficio de las armas. Se trata pues, en cierta medida, de una especie de tratado sobre la caballería, como el que dice haber escrito don Juan Manuel, pero hecho diálogo: el diálogo entre un joven escudero que quiere participar en un torneo para ser caballero y un anciano caballero que ha abandonado el mundo para hacerse ermitaño y dedicar su vida a Dios. Se trata por lo tanto de una obra de aprendizaje caballeresco. Ahora bien, es un «libro de caballería» bastante particular: don Juan Manuel va a incluir contenidos doctrinales que no son forzosamente los que corresponden al oficio de las armas. Ello vendría a significar que el «caballero ideal» manuelino no es en absoluto tan solo un guerrero, un especialista del arte militar, sino que debe tener conocimientos que abarquen la mayor parte de los campos de la «enciclopedia» medieval. Lo curioso, entonces, de este libro es que las enseñanzas doctrinales están más orientadas hacia otros campos como la filosofía moral y natural, la metafísica y la teología. El caballero de don Juan Manuel –cosa que reivindicarán en la centuria siguiente algunos caballeros como el marqués de Santillana o Gómez Manrique – es pues una especie de filósofo que ha de cultivar el saber y las ciencias, tanto o más que las armas. Este libro viene a demostrar las celebérrimas palabras de don Íñigo López de Mendoza: «la ciencia no embota el hierro de la lanza, ni hace floxa el espada en la mano del caballero».

 

2. Contenido del Libro del caballero y del escudero.

 

El Libro del caballero y del escudero se ha conservado de manera fragmentaria (Biblioteca Nacional de España, ms. 6376, ff. 1r-24v). En varios lugares faltan partes del texto que no se han podido subsanar con el cotejo de los diferentes manuscritos conservados. Ello hace que el argumento pueda parece un tanto descabalado y que, en el fondo, debamos hablar de esta obra con cierta prudencia puesto que no sabemos a ciencia cierta qué decía don Juan Manuel en los capítulos que faltan.

2.1. Prólogo.

La obra se inicia con un Prólogo, algo frecuente en don Juan Manuel, pues es en el prólogo donde se puede expresar como autor y hablar de sí mismo. En este caso concreto se trata de un prólogo-dedicatoria dirigido a don Juan, infante de Aragón, arzobispo de Toledo y canciller de Castilla. Se trata del cuñado de don Juan Manuel, de ahí que lo llame «hermano» en el prólogo. Es todo un acto político que, en el contexto histórico de composición del Libro del caballero y del escudero, la obra esté dirigida a este personaje: el arzobispo había sido expulsado de su sede por el joven rey Alfonso XI y, de alguna manera, a su nivel, don Juan Manuel –quien tenía también problemas con el fogoso rey de Castilla– está defendiendo los intereses de su cuñado, indicando todos los títulos «castellanos» del «primado de las Españas». El prólogo sirve para situar el contexto de creación de la obra: Juan Manuel dice haberla compuesto para no pensar en todos los problemas que tiene y que no le dejan dormir. Es posible que se trate de una alusión autobiográfica a las malas relaciones del escritor con el rey Alfonso XI. Añade don Juan Manuel que como sabe que el arzobispo es también mal dormidor, le envía el libro para que con él pueda pasar mejor las noches de insomnio. El juego de simetrías entre los dos hombres se prosigue cum grano salis, cuando don Juan Manuel recuerda que el arzobispo le había enviado una obra suya en latín para que la tradujera al castellano y sugiere que tal vez este podría traducirla a su vez del castellano al latín. Detrás del evidente juego entre dos literatos unidos por la amistad y los vínculos familiares, se ha de destacar que solo a una persona con el rango social y político de don Juan Manuel se le podía ocurrir semejante proposición: considerar que una obra suya escrita en «román paladino» pudiera ser digna de ser traducida al latín, la «prudente lengua de los theóricos», como dirá más tarde el bachiller Fernando de la Torre, la lengua, por tanto, de las excelsas especulaciones de los letrados. Eso que podría hasta ser considerado como un «pecado de soberbia» contrasta con otros elementos del prólogo en los que aparece el tópico de modestia: don Juan Manuel dice que su texto no es sino una fabliella, término que se ha de comprender en el marco de la estrategia de captatio benevolentiae típica de un prólogo. En la lengua de los siglos XIII y XIV, la fabliella es sinónimo de «cuento», «historieta», generalmente inventada, con fines de diversión. En la General Estoria la fabliella se opone a la «historia» y a las «razones» pues se asemeja al discurso ficticio, a lo poético, a la fantasía. Es decir que la fabliella da cabida a elementos sobrenaturales, increíbles o inverosímiles aunque puedan contener una forma indirecta de verdad. Lógicamente, don Juan Manuel no piensa en ningún momento que su Libro del caballero y del escudero sea una fabliella pero hace como si lo fuera. Y añade que le podrán leer al arzobispo el texto como si fuera una fabliella, un cuento de diversión para que deje de pensar en sus problemas antes de dormir. No menos tópicas resultan las afirmaciones siguientes en las que, siguiendo la retórica del exordio, don Juan Manuel insiste en sus pocas luces y menor ciencia y se considera la persona menos adecuada para escribir una obra dirigida precisamente a alguien tan sabio y leído como su cuñado. En la captatio benevolentiae el autor hace ver que se rebaja para ensalzar aún más al receptor de su discurso bajo la responsabilidad del cual se va a hallar el texto que sigue. El destinatario del prólogo hace pues las veces de una especie de «evaluador» del texto al que ha de dar su visto bueno. Con cierta coquetería intelectual don Juan Manuel se permite incluso indicar que le envía el libro en una copia de baja calidad y que si le gusta entonces hará un ejemplar más lujoso. Todo eso es pura convención literaria, pero era indispensable al empezar una obra de estas características: con una captatio así, don Juan Manuel se ponía a salvo de las críticas puesto que, en efecto, «hacer libros» no era considerado algo propio de su oficio. Sobre todo un libro de estas características: es bien cierto que el Libro del caballero y del escudero no se parece en absoluto a una fabliella, contrariamente a lo afirmado por algunos críticos, sino que se trata de un libro con un contenido filosófico y científico más digno de un autor escolástico que de un bellator, toda vez que el punto de partida sugiera la fabliella puesto que se trata de una historia o cuento inventados.

2.2. Introducción.

Antes de que empiece el cuento del escudero, don Juan Manuel hace una pequeña introducción en la que vuelve a dejar claro que es el autor del libro pero también que este se basa en la lectura de «un libro» cuyo título no explicita. Teniendo en cuenta que en este período don Juan Manuel está muy marcado por sus vínculos con la Corona de Aragón y, más particularmente, con Cataluña, el misterioso libro podría ser el Llibre de l’ordre de cavalleria de Ramón Llull. El punto de partida del Libro del caballero y del escudero parece, en efecto, remedo del de Ramón Llull en el que se cuenta la historia de un caballero anciano que tras haber dejado las armas se había hecho ermitaño y que un día se encontró en un bosque, cerca de una clara fuente, con un escudero a caballo que se dirigía a una ciudad donde un buen rey había convocado cortes y torneos y donde pensaba ser armado caballero. La «fabliella» del Libro del caballero y del escudero es pues muy parecida aunque se insiste mucho más que en el libro de Ramón Llull en las virtudes del rey a cuya corte se dirige el escudero. Se trata de un retrato tan pormenorizado de lo que ha de ser un buen rey, cabeza de un buen reino, que algunos críticos han querido ver en el texto de don Juan Manuel con el que se abre el Libro del caballero y del escudero un anti-retrato de Alfonso XI puesto que las virtudes que destaca al autor son precisamente aquellas que él consideraba le faltaban a su joven y autoritario rey.

2.3. Primera parte. Capítulos iniciales: el buen rey (caps. III-XVI).

En el capítulo III empieza el «relato» propiamente dicho. Se cuenta de aquel buen rey que había convocado cortes y de un escudero que se había encaminado hacia aquel reino. Llegado este punto, tenemos una laguna de cuatro folios en el manuscrito base de las demás versiones conservadas, con lo cual nos faltan trece capítulos que debían de corresponder al encuentro entre el escudero y el caballero anciano (del cual, recordemos no se ha dicho nada hasta este momento en el libro). Pero, si nos atenemos a la rúbrica del capítulo III, podemos pensar que el argumento de este encuentro seguiría de cerca el del Llibre de l'ordre de cavalleria de Llull puesto que el escudero de don Juan Manuel –del que se dice que no era muy rico– también se duerme, como su modelo luliano, encima de su palafrén. Hemos de suponer que en estos folios que faltan debía de haber una especie de tabla de capítulos que tal vez tenía la forma de una lista de preguntas del escudero al caballero anciano. Es algo frecuente en este tipo de literatura que la materialidad del libro se confunda con su contenido, es decir que las preguntas efectivas del escudero podían así hacer las veces de tabla para el libro. El caso es que, en los capítulos siguientes, no tendremos nunca en estilo directo las preguntas del escudero, como si estas se hicieran todas de golpe al principio y que el caballero decidiera ir contestando a ellas una tras otra. En otras palabras, es como si el libro fuera las respuestas del caballero anciano a una lista de preguntas que el escudero le habría dejado por escrito desde el principio. Así se explica también que en esta obra, que para muchos es claramente dialógica, el diálogo propiamente dicho esté más bien ausente. Prácticamente solo habla el caballero anciano (hay tan solo dos o tres parlamentos del joven) y refiere las palabras del escudero siempre en estilo indirecto libre.

El discurso implícito sobre la buena monarquía se prolonga después de la laguna, ya en el capítulo XVI, donde don Juan Manuel retoma definiciones de la monarquía que encuentra en las Partidas de su tío, el rey Alfonso X. Allí se dice que «los reyes son en la tierra en logar de Dios» y que un reino sea bueno o malo depende esencialmente de la actitud del rey, posible nueva alusión a la eventual responsabilidad de Alfonso XI de Castilla en el mal estado del reino en el momento en que escribe el «cuitado» don Juan Manuel. Estas frases sobre el buen rey son la respuesta del caballero anciano a la que se supone es la segunda pregunta, según el orden de preguntas del que se vuelve a hablar en el capítulo XXXI y que nos permite suplir la laguna en cuanto al orden de las preguntas (la primera pregunta es sobre Dios): la de saber cómo ha de ser un buen rey. La respuesta final es de lo más alfonsí : el buen rey debe mantener la ley y los fueros; debe hacer conquistas con derecho y debe poblar la tierra.

2.4. Primera parte. Capítulos de los estados (caps. XVII-XVIII).

Dos capítulos conforman un micro «libro de los estados» donde aparece la vieja división tripartita de la sociedad imaginada por Adalberón, obispo de Laon: oradores, defensores, labradores, es decir el clero, la nobleza y todos los demás. Añade que de todos los estados el mejor (entiéndase para la salvación del alma) es del «clérigo missa cantano» puesto que tiene en sus manos el poder de la eucaristía junto a otros también de índole espiritual. En el capítulo XVIII se centra en los estados de los legos para insistir en la idea de que el mejor estado es el de la caballería que es descrito como una especie de sacramento, de ahí que analice también en qué consisten los demás sacramentos (matrimonio, bautismo, etc.).

2.5. Primera parte. La caballería (cap. XIX).

Para contestar a la pregunta «¿qué es la caballería?» el caballero anciano desarrolla un concepto de la caballería inspirado a la vez en los textos de san Bernardo y en los de Ramón Llull. Se trata de una visión espiritualista de la caballería, un estado que por su gran peligrosidad está totalmente supeditado a la gracia de Dios. Sin embargo, las virtudes propiamente humanas son necesarias para el caballero, concretamente dos, de las que proceden todas las demás: el buen seso y la vergüenza. El buen seso es como una virtud de virtudes puesto que es la facultad que ha de dictar el comportamiento del caballero. De ahí que sea el buen seso el que deba indicar al caballero el comportamiento que debe tener en cada ocasión. Es pues la facultad moral por excelencia –lo cual en cierta manera anuncia a Descartes– y la base de la acción moral, por ejemplo con la largueza o la avaricia. De ahí que pase luego el autor a tratar de las diferencias que hay en la manera de «dar», con franqueza, con escasez, etc., o de «pedir» y muchas otras cosas que atañen a la vida aristocrática y militar y que deben ser todas ellas dictadas por el buen seso. En cuanto a la vergüenza, se trata de una de las nociones fundamentales para entender la visión aristocrática de la caballería que tiene don Juan Manuel. Es la cosa que más necesita el caballero, «más que otra ninguna». La vergüenza es pues lo que impone una serie de normas de conducta al caballero. Si el buen seso se asemeja más a una virtud práctica como la prudentia o el ingenium, la vergüenza es lo que fuerza al caballero a actuar de manera recta. La vergüenza es pues fundamentalmente moral, en un sentido casi kantiano; es lo que determina el imperativo categórico, lo que debe y lo que no debe hacer el caballero: «la vergüenza es la cosa por que omne dexa de fazer todas las cosas que non deve fazer, y le faze fazer todo lo que deue» (cap. XIX). No en vano, volverá don Juan Manuel sobre el tema de la vergüenza en El conde Lucanor en el exemplum que ocupa una posición central en la colección, el número XXV, sobre Saladín: Saladín obtendrá el amor de una dama si encuentra que es lo más importante para un hombre en esta vida. Recorre países, villas y aldeas; cruza mares y desiertos. Por fin, al cabo de varios años, halla, en un lugar remoto, un sabio anciano que le da la respuesta deseada. Lo que más necesita el hombre es: vergüenza. Entonces entiende cuán errado estaba al pretender el amor de una dama casada con uno de sus mejores oficiales y desiste en su intento. En don Juan Manuel la vergüenza tiene pues especial relevancia, sin duda por su mentalidad nobiliaria en la que la vergüenza es la base de la acción del noble para no ofender la memoria de sus antepasados. De igual modo se servía ya de esta noción Alfonso X, en el título XXI de la Segunda Partida, a partir de Vegecio: es uno de lo argumentos de mayor peso para afirmar que los caballeros han de ser forzosamente «fijosdalgo», es decir nobles. Porque solo los nobles, al tener una memoria linajística que honrar, tienen vergüenza.

2.6. Primera parte. Pesares y placeres (caps. XX-XXI).

En los capítulos siguientes el caballero define el pesar y el placer. Empieza con una respuesta relativista, muy al uso manuelino: los pesares dependen de cada persona así que no resulta fácil decir cuál es el mayor. Sin embargo, desde su perspectiva espiritualista sí acierta en afirmar que el más grave es hacer alguien algo que le haga perder la gracia de Dios. No olvidemos que al principio se define la caballería como un estado peligroso que está totalmente supeditado a la gracia de Dios: la pérdida de dicha gracia equivale pues, simbólicamente, a la pérdida de la caballería. De manera análoga, son relativos los placeres, pero el mayor es saberse sin pecado y poseedor de la gracia de Dios: solo así se podrá ejercer debidamente la caballería.

2.7. Primera parte. Interludio (caps. XXII-XXXI).

Hasta aquí una primera serie de respuestas que el caballero da por concluida. Invita al escudero a que prosiga su camino y vaya a cobrar la dignidad de caballería. El narrador nos cuenta pues el viaje del escudero al reino del buen rey y los éxitos que allí tiene. Recibe honra, riquezas y es armado caballero por el mismo rey. Al regresar a su tierra decide volver a pasar por la ermita del caballero anciano para contarle lo que le ha sucedido y, a la vez, obtener las respuestas a una serie de preguntas a las que el caballero anciano no había querido contestar. Sin embargo este se hace de rogar y a causa de la «grant flaqueza» que sentía en aquel momento el anciano, no puede haber de nuevo un intercambio didáctico. Con lo cual, el nuevo caballero vuelve a su tierra sin las respuestas deseadas. Esta dilación en la respuesta se puede explicar de varias maneras. Desde el punto de vista narrativo crea, desde luego, una situación de suspense que funciona como incentivo del interés del lector. Ahora bien, desde el punto de vista doctrinal, es posible que debamos entender que la nueva caballería estaba aún demasiado fresca en el joven caballero y que para recibir las enseñanzas siguientes era necesaria mayor madurez intelectual. En Ramón Llull, de nuevo, es posible que halle don Juan Manuel una obsesión por el método gradual, el famoso «de ascensu intellectus», que hace que el saber haya de adquirirse por etapas, como cuando se sube por una escalera. Responder a esas preguntas sobre cosas sutiles demasiado pronto hubiera sido como saltarse algún peldaño. La estructura de un libro como El conde Lucanor, con el paso del exemplum a las sentencias y de las sentencias a la doctrina reproduce a su manera esta idea de un didacticismo por etapas que va de lo más sencillo y claro a lo más complicado y oscuro (véanse sobre este particular los «Razonamientos» de don Juan Manuel y de Patronio con los que se abre la segunda parte de El conde Lucanor). Además, don Juan Manuel comparte con algunos de sus coetáneos la idea de que el saber ha de venir con la experiencia y por lo tanto con el tiempo, con la edad: no se puede saber todo de golpe, demasiado rápido. El aprendizaje es tiempo. De ahí que el antes escudero y ahora caballero novel deba esperar antes de poder obtener las respuestas que desea. Así pues, el narrador nos cuenta que, al cabo de un tiempo, el joven caballero deja de nuevo su tierra para viajar hasta donde se hallaba el ermitaño, deseoso de obtener las respuestas que faltaban (cuyas preguntas suponemos conocía el lector por haber leído la tabla al principio) y temeroso de que ya hubiera muerto su mentor.

2.8. Segunda parte. Cuestiones metafísicas (caps. XXXII-XXXV).

Cuando por fin se decide el anciano caballero a reanudar su exposición ante su joven discípulo, se inicia una segunda parte implícita del libro que va a tocar las materias dejadas en suspenso. Estas se organizan de manera temática. Los primeros capítulos reúnen las preguntas del joven sobre aspectos metafísicos o sobre seres o lugares no directamente terrenos. Se trata respectivamente de los temas siguientes: los ángeles, el paraíso, el infierno y los cielos. Se trata por lo tanto de «ciencias» alejadas del oficio de la caballería, de ahí ciertas reticencias del anciano caballero en el capítulo anterior así como de nuevo una muy tópica captatio benevolentiae. Y es que en estos capítulos don Juan Manuel se va a ir hacia los terrenos de la escolástica, algo, por otro lado, bastante poco frecuente en la pluma de un gran aristócrata castellano del siglo XIV. Para estos temas, las lecturas de don Juan Manuel son las que le podían aconsejar sus amigos los frailes dominicos (no olvidemos el gran apego de este autor por la orden de los frailes predicadores como lo demuestra el hecho de que él mismo fundara el convento dominico de Peñafiel donde aún hoy se hallan sus restos mortales), en particular, las obras de Santo Tomás, autor de varios tratados de angelología. Si embargo, don Juan Manuel es consciente de su poca legitimidad discursiva en un tema como este de los ángeles y se contenta, tras muchos reparos, con dar una definición bastante general. El capítulo sobre el paraíso tiene bastantes lagunas que dificultan su comprensión pero la definición que aparece al final es también somera y no entra en detalles. Lo mismo ocurre con la definición del infierno (cap. XXXIV) que es esencialmente conceptual: el lugar espiritual de la ira de Dios en el que se hallan los pecadores para siempre. No hay pues ninguna descripción concreta, contrariamente a otros textos de la misma época que siguen, de alguna manera, la brecha abierta por Dante. La visión del infierno de don Juan Manuel es radicalmente intelectualista. Nótese también que no hace mención del «tercer lugar» del más allá, el purgatorio. Resulta un tanto sorprendente puesto que en la primera mitad del siglo XIV, si nos atenemos a la cronología de Jacques Le Goff, la idea del purgatorio estaba ya muy extendida. El capítulo siguiente, sobre los cielos, vuelve a provocar la reticencia del anciano caballero quien se muestra de lo más renuente a hablar de temas que considera no son de su oficio y, como para no perder de vista dicho oficio, desarrolla primero una digresión (algo corriente en la literatura del siglo XIV) sobre qué es la valentía y qué el miedo en el caballero. Acaba por entrar después en la materia requerida, es decir los conocimientos más por experiencia que por libros que dice tener el anciano caballero en lo tocante a la astronomía, para ensalzar la grandeza de Dios bien visible en la belleza del cielo y las estrellas.

2.9. Segunda parte. El saber enciclopédico (caps. XXXVI-XLVIII).

A partir del capítulo XXXVI se abre la sección más extensa del tratado en la que el anciano caballero va a ofrecer a su interlocutor un saber sobre lo que nos rodea: el mundo y lo que en él hay. De ahí que le demos el título sintético de «saber enciclopédico». Remite dicho título al concepto medieval de enciclopedia, es decir a todas esas obras, escritas las más de ellas entre los siglos XII y XIII, que tenían como objetivo profundizar el saber sobre las cosas del mundo, continuando indirectamente la labor iniciada años atrás por autores como Casiodoro e Isidoro. Esta «arte de las naturas», como la llama don Juan Manuel, la hallamos en obras como el De la naturaleza de las cosas de Alejandro Neckam (de finales del siglo XII y principios del XIII), el tratado homónimo de Tomás de Cantimpré (siglo XIII), el Libro de las propiedades de las cosas de Bartolomeo Ánglico (siglo XIII), Los libros del tesoro de Brunetto Latini (siglo XIII) o el Speculum majus de Vicente de Beauvais (siglo XIII). Podemos suponer que don Juan Manuel tenía especial predilección por estas lecturas enciclopédicas ya que son la fuente de algunos de los ejemplos de El conde Lucanor. El orden temático de esta sección del Libro del caballero y del escudero sigue bastante la lógica expositiva de estos tratados de propietatibus rerum. Así, se empieza con un capítulo sobre los elementos que retoma el esquema de los anteriores: una gran circunlocución preliminar a modo de captatio benevolentiae que ocupa la mayor parte del capítulo para acabar con una presentación muy somera del tema. Se dice aquí que los elementos son cuatro, fuego, aire, tierra y agua, siguiendo una tradición muy antigua que arranca con Empédocles. Y poco añade, salvo que son obra de Dios y que dejarán de ser cuando Él quiera. A pesar de su probable conocimiento de los textos lulianos, nada se dice sobre las propiedades de cada elemento y cómo una de ellas es común a dos elementos creando una interacción entre ellos, etc. El capítulo XXXVII versa sobre astrología (los planetas y las estrellas). Lo que dice al respecto es de nuevo superficial y descriptivo. Lo más interesante del capítulo resulta la digresión inicial que es uno de los más hermosos textos de don Juan Manuel sobre la educación y la pedagogía y en el que sin duda trasluce su experiencia como ayo del rey Alfonso XI. No tiene desperdicio dicho texto sobre cómo se ha de enseñar y sobre lo que deben hacer los príncipes para ser enseñados. Baste una de las afirmaciones primeras, que retoma el concepto luliano de la enseñanza, tal como lo desarrolla en el Llibre de contemplació en Déu, es decir una pedagogía adaptada a la especificidad del que aprende : «el que alguna cosa quiere mostrar, que lo á dezir en manera que plega con ella a los que la an de aprender; otrosí que la diga en tiempo que la puedan entender y cuidar en ello y non en ál, y otrosí que lo diga a tales que entiendan lo que les dize aquel que los quiere mostrar» (cap. XXXVII). Iba a recordar durante mucho tiempo don Juan Manuel semejantes ideas que encontramos en varios lugares de El conde Lucanor y en su Libro infinido. El capítulo siguiente (cap. XXXVIII) es uno de los más importantes de esta sección puesto que está dedicado al hombre: qué es el hombre y cómo se puede conocer. Las observaciones preliminares del anciano caballero vuelven a demostrar la visión tan marcadamente estamental que tiene don Juan Manuel de la sociedad. Los hombres deben conocer ante todo exactamente cuál es su estado y no moverse de dicho estado. En esta sociedad cerrada, de grupos estancos, es totalmente improcedente, por ejemplo, que el caballero quiera ser labrador o menestral y viceversa. Después, entra en la materia propiamente enciclopédica, en estas páginas encontramos una de las formulaciones más claras del hombre como microcosmos («el hombre es todas las cosas», cap. XXXVIII). Para desarrollar esta idea, don Juan Manuel recurre a una conocida metáfora, bien traída y llevada por los enciclopedistas antiguos y medievales, la del árbol invertido, «arbol trastornado», dice don Juan Manuel: la cabeza es la raíz, el cuerpo el tronco y los miembros las ramas. Su visión del hombre es esencialmente racionalista y teológica: la razón es la especificidad del hombre, es lo que lo aleja de los animales y lo acerca a Dios (de ahí que se insista en este capítulo en la dimensión religiosa y aun cristiana del hombre). Tales desarrollos vuelven a tener cierto resabio luliano, aunque se trata de ideas que encontramos esparcidas en muchos autores medievales. Los capítulos siguientes siguen con el «arte de las naturas» y están dedicados primero a los animales, luego a los pájaros (de los que se habla bastante por su relación con la caza, «deporte», por excelencia, del caballero, y por haber compuesto el autor un Libro de la caza), a los peces (donde aparece una digresión importante sobre la cordura), a las hierbas, a los árboles (que el caballero debe conocer a causa de la caza y de las campañas militares), a las piedras (tema que da pie a una digresión sobre el vivir bien y mal: el vivir bien es con razón y según naturaleza y lo contrario cuando no se sigue la naturaleza, por ejemplo intentando adivinar el porvenir; la digresión sirve así de justificación de una severa crítica de todas las prácticas adivinatorias, algunas de ellas basadas precisamente en las presuntas propiedades de las piedras), a los ocho metales (oro, plata, argén, latón, cobre, hierro, plomo, estaño) que son como el sol y sus siete planetas (con una digresión sobre la buena y larga vida –de nuevo, la que sigue la naturaleza– y sobre los distintos tipos de muerte). El capítulo siguiente tiene como tema anunciado el mar. Pero en realidad es ocasión para desarrollar una interesante alegoría política en la que el mar se asocia a un reino y el viento al señor que lo rige. Cuando el viento sopla demasiado, la mar está brava y hace que se pierdan los navíos: de igual modo, los grandes señores iracundos hacen que se pierdan su vasallos en un reino excesivamente bravo. ¿Cómo no ver en esta alegoría una nueva alusión a la política de Alfonso XI, verdadero huracán para grandes nobles como don Juan Manuel? El último capítulo «de las naturas» es sobre la tierra y de nuevo lo más interesante resulta la digresión, dedicada esta vez a la justicia de los reyes.

2.10. Segunda parte. Capítulos finales (caps. XLIX-L).

Los últimos capítulos, XLIX y L, sirven para cerrar el juego de preguntas y respuestas. El anciano caballero le ruega a su joven discípulo que no le haga más preguntas porque, además de estar cansado de contestar, debe volver a su vida de ermitaño. Le hace sin embargo una pregunta al joven caballero. Quiere saber cómo se las ha ingeniado para cosechar tantos éxitos siendo tan mancebo. La respuesta del joven caballero le demuestra al anciano que posee toda la cordura –el buen seso– necesario para ser un buen caballero. Consciente de que le queda poco tiempo de vida, le pide al joven caballero que se quede con él hasta su muerte. Así lo hace el joven caballero quien regresa después a su tierra donde consigue vivir amado de todos y con gran prosperidad, poniendo en práctica todos los consejos de su maestro.

 

3. Comentario.

 

A primera vista, el Libro del caballero y del escudero resulta un libro algo extraño puesto que la caballería parece tratada de manera un tanto superficial. Son pocos en efecto los capítulos directamente dedicados a lo que ha de ser la caballería. Rápidamente pasamos a otros temas que parecen alejarse del objetivo inicial: enseñar al futuro caballero todo lo que ha de saber para mantener prósperamente su estado y oficio. Sin embargo, se trata de una especie de argucia de don Juan Manuel para hablar con mayor libertad de aspectos más complejos y difíciles relacionados con la caballería. Lo esencial de este discurso indirecto sobre el ejercicio de la caballería se halla en las digresiones que salpican los capítulos de la segunda parte, correspondiente al segundo encuentro entre los personajes. Es ahí donde don Juan Manuel desarrolla temas didácticos, políticos, religiosos, cinegéticos, morales; todos ellos estrechamente relacionados con su experiencia personal y su visión del mundo caballeresco. En este sentido, el parecido de esta obra con el Libro de los estados y El conde Lucanor es grande. Aquí, como en las restantes, don Juan Manuel quiere enseñarnos a leer; a leer entre las líneas, buscando siempre, como aconsejaba Berceo, el «meollo» y no la «corteza». El meollo al que debemos saber llegar leyendo el libro es que si don Juan Manuel se dirige particularmente a los caballeros, para que conozcan mejor su estado, su estética de la recepción va mucho más allá de este tipo de público. Si el hombre es todas las cosas, como decía don Juan Manuel, de alguna manera el caballero es, a su vez, todos los hombres. La consecuencia de semejante afirmación es que dirigiéndose a los caballeros también se dirige a todos los hombres. La mejor manera de ensalzar la caballería es entonces un libro como este en el que se comprende que el caballero es el ser ideal, el hombre perfecto, al que debiera tener que parecerse toda persona bienandante.

Alfonso X, General estoria, dir. Pedro Sánchez-Prieto Borja, Madrid, Biblioteca Castro, 2009, 10 vols.
Exemplum (pl. exempla), 'ejemplo'. En un sentido amplio, designa una forma narrativa breve de la que se extrae una enseñanza didáctica. Las colecciones de exempla también se denominan ejemplarios
Jacques Le Goff, El nacimiento del Purgatorio, Madrid, Taurus, 1989 ; versión original, La naissance du pugatoire, Paris, Gallimard, 1981.