Pérez-Reverte, Arturo

La tabla de Flandes

Madrid, Alfaguara, 1990

Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena en el año 1951. Licenciado en Periodismo, fue reportero en el diario Pueblo y especialista en conflictos armados en los servicios informativos de Televisión Española. Fue presentador de La ley de la calle y Código Uno. Desde 1991 colabora en el XLSemanal y su obra periodística ha sido recopilada en varios volúmenes. Desde 1998 es Caballero de la Orden de las Artes y Letras de Francia y desde el 2003 ocupa el sillón T de la Real Academia Española. En el año 2004 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Cartagena. La mayoría de sus novelas ha sido llevada a la gran pantalla con un éxito desigual.

El húsar (1986) El maestro de esgrima (1988) La tabla de Flandes (1990) El club Dumas (1993) Premio Palle Rosenkranz en 1994 La sombra del águila (1993) Territorio comanche (1994) Un asunto de honor (1995) La piel del tambor (1995) Premio Jean Monnet en 1997 El capitán Alatriste (1996) Limpieza de sangre (1997) El sol de Breda (1998) El oro del rey (2000) La carta esférica (2000) Premio Mediterráneo extranjero en 2001 La reina del Sur (2002) El caballero del jubón amarillo (2003) Cabo Trafalgar (2004) Gran Cruz al Mérito Naval en 2005 El pintor de batallas (2006) Corsarios de Levante (2006) Un día de cólera (2007) Ojos azules (2009) El asedio (2010)

Novela de indagación histórica

CRUZ MENDIZÁBAL, Juan «El arte del siglo XV, al servicio de la literatura de suspense del siglo XX: La tabla de Flandes, de Arturo Pérez-Reverte, Murgetana, 92 (1996), pp. 77-87. KUNZ, Marco, «La función narrativa del ajedrez en La tabla de Flandes», en Territorio Reverte, coords. José Manuel López de Abiada y Augusta López Bernasocchi, 2000, pp. 162-176. MARIANI, Marina, «Arturo Pérez-Reverte: La tabla de Flandes», en La dulce mentira de la ficción: ensayos sobre la literatura española actual, coords. Agustín Valcárcel y Hans Felten, vol. II, 1998, 249-258. MARTÍNEZ-SAMOS, Agustín, «La tabla de Flandes y La piel de tambor, de Arturo Pérez-Reverte: Hacia una nueva poética de la novela criminal», Espéculo, 36 (julio-octubre 2007), http://www.ucm.es/info/especulo/numero36/aperever.html MUÑOZ, Jorge, Y al séptimo día descansó, Murcia, Nausicaa, 2009. PÉREZ MELGOSA, Adrián, «Las grietas de la historia: intertextualidad entre Europa y España en La tabla de Flandes, de Arturo Pérez-Reverte», Monteagudo, 8 (2003), pp. 193-199. RÓDRIGUEZ LÓPEZ-VÁZQUEZ, Alfredo, «De El maestro de esgrima a La tabla de Flandes: el universo narrativo de Pérez-Reverte», en Territorio Reverte, coords. José Manuel López de Abiada y Augusta López Bernasocchi, 2000, pp. 397-412. SPAINE LONG, Sheri, «Marketing Madrid in Pérez-Reverte´s La tabla de Flandes», Letras peninsulares, 21.1 (2008), pp. 19-32.

Un sobre cerrado es un enigma que tiene otros enigmas en su interior. Aquel era grande, abultado, de papel manila, con el sello del laboratorio impreso en el ángulo inferior izquierdo. Y antes de abrir la solapa, mientras lo sopesaba en la mano buscando al mismo tiempo una plegadera entre los pinceles y frascos de pintura y barniz, Julia estaba muy lejos de imaginar hasta qué punto ese gesto iba a cambiar su vida. En realidad, conocía ya el contenido del sobre. O, como descubrió más tarde, creía conocerlo. Quizá por eso no sintió nada especial hasta que extrajo las copias fotográficas y las extendió sobre la mesa para mirarlas vagamente aturdida, reteniendo el aliento. Fue entonces cuando comprendió que La partida de ajedrez iba a ser algo más que una simple rutina profesional. En su oficio menudeaban los hallazgos insospechados en cuadros, muebles o encuadernaciones de libros antiguos. Seis años restaurando obras de arte incluían una larga experiencia en trazos y correcciones originales, retoques y repintes; incluso falsificaciones. Pero nunca, hasta aquel día, una inscripción oculta bajo la pintura de un cuadro: tras palabras desveladas por la fotografía con rayos X. Cogió el arrugado paquete de cigarrillos sin filtro y encendió uno, incapaz de apartar los ojos de las copias fotográficas. No cabía duda alguna, puesto que todo estaba allí, en los positivos de las placas radiológicas de 30 x 40. El diseño original de la pintura, una tabla flamenca del siglo XV, se apreciaba nítidamente en su detallado dibujo con verdaccio, igual que las vetas de la madera y las junturas encoladas de los tres paneles de roble que formaban la tabla, soporte de los sucesivos trazos, pinceladas y veladuras que el artista había ido aplicando hasta crear su obra. Y en la parte inferior, aquella frase escondida que la radiografía sacaba a la luz cinco siglos después, con los caracteres góticos destacando nítidamente en el blanco y negro de la placa: QUIS NECAVIT EQUITEM. Julia sabía latín suficiente para traducirlo sin diccionario: Quis, pronombre interrogativo, quién. Necavit procedía de neco, matar. Y equitem era el acusativo singular de eques, caballero. Quién mató al caballero. Con interrogación, que el uso del quis hacía evidente, dándole un cierto aire de misterio a la frase: ¿Quién mató al caballero? Como mínimo, era desconcertante. Dio una larga chupada al cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos de la mano derecha, mientras con la izquierda reordenaba las radiografías sobre la mesa. Alguien, quizás el mismo pintor, había planteado en el cuadro una especie de acertijo, que después cubrió con una capa de pintura. O tal vez lo hizo otra persona, más tarde. Quedaba aproximadamente un margen de quinientos años para establecer la fecha, y esa idea hizo que Julia sonriese para sus adentros. Podía resolver la incógnita sin demasiada dificultad. Después de todo, aquel era su trabajo (9-10). Puso la carpeta en el suelo y se incorporó sentada en el sofá, rodeando las rodillas con los brazos. El silencio era absoluto. Estuvo así, inmóvil, durante un rato, y luego se levantó, acercándose al cuadro. Quis Necavit Equitem. Pasó n dedo, sin tocar la superficie del óleo, por el lugar donde estaba la inscripción oculta, cubierta por las sucesivas capas de pigmento verde con que Van Huys había representado el paño que cubría la mesa. Quién mató al caballero. Con los datos suministrados por Álvaro, la frase cobraba una dimensión que allí, en el cuadro apenas iluminado por la pequeña lámpara, parecía siniestra. Inclinando el rostro hasta acercarse lo más posible a RUTGIER AR. PREUX, Roger de Arras o no, Julia tuvo la certeza de que la inscripción se refería a él. Era, sin duda, una especie de acertijo; pero la desconcertaba el papel que el ajedrez jugaba en todo aquello. Jugaba. Tal vez se tratara sólo de eso, un juego (43). Fue hasta una de las estanterías llenas de libros sin apartar la vista del cuadro, mirándolo por encima del hombro como si, al volver la cabeza, alguien fuera a moverse en él. Maldito Pieter van Huys, dijo casi en voz alta, planteando acertijos que le quitaban el sueño quinientos años después. Cogió el tomo de la Historia del Arte de Amparo Ibáñez dedicado a la pintura flamenca y fue a sentarse en el sofá, con él sobre las rodillas. Van Huys, Pieter. Brujas 1415-Gante 1481... Encendió el enésimo cigarrillo (44). Bostezó, frotándose la cara con las palmas de las manos. Sentía una mezcla de fatiga y euforia, una curiosa sensación de triunfo incompleto, pero excitante; como el presentimiento, adquirido en mitad de una larga carrera, de que es posible alcanzar la meta. Había logrado levantar la punta del velo, y aún quedaban muchas cosas por averiguar; pero una era clara como la luz: en aquel cuadro no había capricho ni azar, sino cuidadosa ejecución de un plan preconcebido, de un objetivo que se resumía en la pregunta oculta ¿quién mató al caballero?, que alguien, por conveniencia o miedo, había tapado o mandado tapar. Y fuera lo que fuese, Julia iba a averiguarlo. En aquel momento, fumando en la oscuridad, aturdida de vigilia y cansancio, con la mente poblada de imágenes medievales, de trazos pictóricos bajo los que silbaban flechas de ballesta disparadas por la espalda y al anochecer, la joven no pensaba ya en restaurar el cuadro, sino en reconstruir su secreto. Tendría cierta gracia, se dijo a punto de ser vencida por el sueño, que cuando todos los protagonistas de aquella historia no eran sino esqueletos reducidos a polvo en sus tumbas, ella consiguiera dar respuesta a la pregunta que un pintor flamenco llamado Pieter van Huys lanzaba, como un desafiante enigma, a través del silencio de cinco siglos (47-48). -Pues que llegas tú con toda naturalidad, hablando de resolver un asesinato real, y yo acabo de comprender... –se detuvo un momento con la boca abierta, como asomándose al borde de un abismo-. ¿Te das cuenta? Alguien asesinó o hizo asesinar a Roger de Arras el día de Reyes de mil cuatrocientos sesenta y nueve. Y la identidad del asesino está en el cuadro –se incorporó en la silla, empujada por su propia excitación-. Podríamos aclarar un enigma de cinco siglos... Tal vez la razón por la que una pequeña parte de la historia de Europa discurrió de una forma y no de otra... ¡Imagínate la cotización que La partida de ajedrez puede alcanzar en la subasta, si conseguimos probar todo eso! (54). -De eso no cabe duda –respondió Julia-. Los símbolos y las claves ocultas aparecen con frecuencia en el arte. Incluso en el arte moderno... El problema es que no siempre disponemos de las claves para descifrar esos mensajes; sobre todo los antiguos –ahora fue ella quien miró pensativa el hueco de la pared-. Pero con La partida de ajedrez tenemos algunos puntos de partida. Podemos intentarlo (67). -Verás... –Miró también a Menchu y suspiró levemente-. Veréis. Existe en la inscripción oculta un detalle en el que no habíamos caído hasta ahora, al menos yo. quis necavit equitem se traduce, efectivamente, por la pregunta: ¿quién mató al caballero? Lo que, según los datos de que disponemos, puede interpretarse como un acertijo sobre la muerte, o el asesinato, de Roger de Arras... Sin embargo –César hizo un gesto de prestidigitador que extrae una sorpresa de su chistera-, esa frase puede traducirse también con un matiz diferente. Que yo sepa, la pieza de ajedrez que nosotros conocemos por caballo se llamaba caballero en la Edad Media... Incluso hoy en muchos países europeos sigue siendo así. En inglés, por ejemplo, la pieza es literalmente knight: caballero –miró pensativo el cuadro, juzgando la solvencia de su razonamiento-. Quizá la pregunta, entonces, no sea quién mató al caballero, sino quién mató al caballo... O, formulada en términos ajedrecísticos: ¿Quién se comió el caballo? Quedaron en silencio, meditando. Por fin habló Menchu. -Una lástima, nuestro cuento de la lechera –su mueca traslucía la decepción-. Hemos montado toda esta película de una simple bobada... Julia, que miraba fijamente al anticuario, movió la cabeza. -Nada de eso; el misterio sigue existiendo. ¿No es cierto, César?... Roger de arras fue asesinado antes de que se pintara el cuadro –se incorporó indicando un ángulo de la tabla-. ¿Veis? La fecha de ejecución de la pintura está aquí: Pietrus Van Huys fecit me, anno MCDLXXI... Eso quiere decir que, dos años después del asesinato de Roger de Arras, Van Huys pintó, haciendo un ingenioso juego de palabras, un cuadro en el que figuraban la víctima y el verdugo –vaciló un momento, pues se le acababa de ocurrir una nueva idea-. Y, posiblemente, el móvil del crimen: Beatriz de borgoña (74-75). Julia miró al jugador con nuevo respeto. -Es increíble. De novela policíaca. Cesar frunció los labios. -Me temo, querida, que es exactamente de lo que se trata –levantó los ojos hacia Muñoz-. Continúe, Holmes –añadió con una sonrisa amable-. He de confesar que nos tiene con el alma en vilo (141). -Et te, Bruta?... –se volvió a Sergio-. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? –después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo-. No sé qué tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos... En el fondo –añadió, tras meditarlo un instante- todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador... Ni tú tampoco, Menchu, mona... Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo condottiero feroce, seas aquí el único que realmente crea algo... –hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual-. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter van Huys... Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, es Kasparov y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López... Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro... Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?... Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta –soltó una breve carcajada sin humor y nos miró uno a uno-... En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas –levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular-. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver qué hay detrás del azogue... ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús? (165-166) VI. Muere Álvaro y no yo (de momento) aunque ambos estamos investigando el tema. Incluso parecen querer facilitarme el trabajo, o bien orientarlo hacia algo que desconozco. ¿Interesa el cuadro por su valor económico? ¿Interesa mi trabajo de restauración? ¿Interesa la inscripción? ¿Interesa el problema de la partida? ¿Interesa que se conozcan o que se ignoren determinados datos históricos? ¿Qué puede relacionar a alguien del siglo XX con un drama ocurrido en el siglo XV? VII. Pregunta fundamental (por ahora): ¿Se vería un posible asesino beneficiado por un aumento de la cotización del cuadro en la subasta? ¿Hay algo más en esa pintura que no he descubierto? VIII. Posibilidad de que la cuestión no resida en el valor del cuadro sino en el misterio de la partida pitada. Trabajo de Muñoz. Problema de ajedrez. ¿Cómo puede eso causar una muerte cinco siglos después? No sólo es ridículo, es estúpido. (Creo). (174-175). -Alguien –y con aquel alguien la joven sintió un escalofrío, como si acabaran de abrir una puerta cercana e invisible- parece interesado en la partida de ajedrez que se juega en ese cuadro... –entornó los ojos e hizo un gesto de asentimiento, como si por alguna oscura razón pudiera intuir los móviles del misterioso aficionado-. Sea quien sea, conoce el desarrollo de la partida y sabe, o imagina, que hemos resuelto su secreto hacia atrás. Porque propone seguir moviendo hacia adelante; continuar el juego a partir de la posición que las piezas ocupan en el cuadro (197). Se quedaron los tres en silencio, inmóviles, estudiando la nueva disposición de las piezas. Julia comentaría más tarde que en aquel momento, mucho antes de comprender el significado del jeroglífico, presintió que el tablero había dejado de ser una simple sucesión de cuadros blancos y negros para convertirse en un terreno real que representaba el curso de su propia vida. Y como si el tablero se hubiera tornado espejo, descubrió algo familiar en la pequeña pieza de madera que representaba a la reina blanca, en su casilla E1, patéticamente vulnerable en la proximidad amenazadora de las piezas negras (200-201). -Alto ahí, princesa. Nos estamos liando. Ningún asesino sobrevive cinco siglos. Y un simple cuadro es incapaz de matar. -Según se mire. -Te prohíbo decir barbaridades. Y deja de mezclar cosas distintas. Por un lado hay un cuadro y un crimen cometido hace quinientos años... Por otra parte tenemos a Álvaro muerto... (203). Igual que en un sueño, Julia escuchó el sonido de un sello de lacre al romperse, y por primera vez tomó conciencia exacta de la situación: un vasto tablero que comprendía el pasado y el presente, el Van Huys y ella misma, incluso Álvaro, César, Montegrifo, los Belmonte, Menchu y el propio Muñoz. Y sintió de pronto un miedo tan intenso que sólo con un esfuerzo físico, casi visible, logró no dar un grito para expresarlo en voz alta. Debió de reflejarse en su rostro, pues César y Muñoz la miraron preocupados (224). -Eso es lo que imaginaba –confirmó la joven-. Niveles Uno y cinco, ¿no es eso? -Que suman seis. El Sexto nivel, que contiene todos los otros –el ajedrecista señaló el papel-. Le guste o no, usted ya está ahí dentro. -Eso quiere decir... –Julia miraba a Muñoz con los ojos muy abiertos, como si ante sus pies se hubiese abierto un pozo sin fondo-. Significa que la persona que quizá asesinó a Álvaro, la misma que nos ha enviado esa tarjeta, está jugando una insensata partida de ajedrez... Una partida en la que no sólo yo, sino nosotros, todos nosotros, somos piezas... ¿Es cierto? El jugador de ajedrez sostuvo su mirada sin responder, pero no había en su gesto pesadumbre alguna, sino más bien una especie de curiosidad expectante, como si de aquello pudieran extraerse apasionantes conclusiones que no le desagradaría observar. -Celebro –y la difusa sonrisa volvió a instalarse en sus labios- que por fin se hayan dado ustedes cuenta (225-226). Ella se encogió otra vez de hombros. «Nec sum adeo informis... No soy tan feo... Me he visto últimamente en la orilla, cuando el mar estaba sereno...». Había sido muy propio de César citar a Virgilio cuando ella se volvía por última vez, ya en el umbral, para abarcar con una mirada el salón en la penumbra, los tonos oscuros de los viejos cuadros en las paredes, el tenue reflejo tamizado por la pantalla de pergamino sobre la superficie de los muebles, el marfil amarillento, el dorado en los lomos de los libros. Y César en contraluz, de pie en el centro del salón, sin poderse distinguir ya sus facciones; silueta delgada y nítida como el perfil de una medalla o un camafeo antiguo, y su sombra proyectada sobre los arabescos rojos y ocres de la alfombra, casi rozando los pues de Julia. Y el carillón que sonó en el mismo instante en que ella cerraba la puerta como si fuese la losa de una tumba, igual que si todo estuviera previsto de antemano y cada uno hubiese interpretado a conciencia el papel asignado en la obra, que concluía sobre el tablero a la hora exacta, cinco siglos después del primer acto, con la precisión matemática del último movimiento de la dama negra (408-409).

Antonio Huertas Morales
Marta Haro Cortés
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