La Beltraneja. El pecado oculto de Isabel la Católica
Madrid, La esfera de los libros, 2001
Almudena de Arteaga nació en Madrid en el año 1967. Se licenció en Derecho por la universidad complutense de Madrid y se diplomó en Genealogía, heráldica y nobiliaria por el instituto Salazar y Castro. Ejerció la abogacía durante seis años, especializándose en Derecho civil y Laboral. Actualmente continúa escribiendo, conferenciando en foros literarios e históricos y colaborando como articulista en periódicos y revistas de ámbito nacional.
La princesa de Éboli (1998) La vida privada del emperador Carlos V (1999) Eugenia de Montijo (2000) La Beltraneja, el pecado oculto de Isabel la Católica (2001) Estúpida como la luna (2001) Catalina de Aragón. Reina de Inglaterra (2002) María de Molina. Tres coronas medievales (2004) Premio Alfonso X de Novela Histórica La esclava de marfil (2005) El desafío de las Damas, La verdad sobre la muerte del Conde Duque de Olivares (2006) Finalista del Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza y Mención honorífica en el premio Espartaco
Al ser cuestionada por la Beltraneja sobre su verdadera ascendencia, Mencía de Lemos rememora su llegada a Castilla junto con Juana de Portugal, llamada a convertirse en reina. Sin embargo, la alegría de las nupcias se vio pronto truncada por la incapacidad del rey Enrique para yacer con una mujer, hecho que Mencía y Juana ocultaron. Esa falsedad, no obstante, no era la única que campaba por Castilla. Comandados por el marqués de Villena, un grupo de nobles conspirarán contra el rey, en favor de su hermano Alfonso, primero, y luego a favor de Isabel. La legitimidad de Juana estaba en entredicho, así como la capacidad de Enrique para gobernar, y la extremada benevolencia del rey y los escarceos sexuales de la reina acabaron cambiando el destino de los reinos peninsulares. Este testimonio de Mencía, junto a una carta de Juana en la que expresa su conciencia de ser hija de Enrique IV, quedarán sellados hasta que alguien, con el paso del tiempo, quiera reivindicar su memoria.
Biografía novelada. Pseudodiálogo (Crónica de Mencía de Lemos. Carta final de la Beltraneja
Intrigas palaciegas Vida de Juana la Beltraneja Reinado de Enrique IV Universo femenino
La autora trabajó como documentalista en los libros de La insigne orden del Toisón de Oro y La orden Real de España, ensayo histórico. Además, ha publicado ensayos como Herencias y legados adquiridos por Don Iñigo López de Mendoza. Marqués de Santillana (1398-1458). Tomo «El Hombre», Leonor: ha nacido una reina (junto a Nieves Herrero) y Beatriz Galindo «La Latina» Maestra de Reinas. Sobre María de Molina publicó «Historia azul: María de Molina: La mujer que reinó tres veces», Clío: Revista de historia, 33 (2004), pp. 64-67. Dramatis personae (con descripción) Árbol genealógico de Juana de Castilla, la Beltraneja Imagen inicial correspondiente al «único retrato auténtico de la Beltraneja, de Simon Bening, en la British Library» Capítulos iniciados por textos del Romancero de don Rodrigo, Mingo Revulgo, Marqués de Santillana, Jorge Manrique, etc.
El rey de Castilla y León, débil y apocado en la intimidad, es incapaz de mantener relaciones con las mujeres, aunque se rodee sin motivo claro de diversas amantes. Enrique se muestra ante sus súbditos como un padre benévolo y magnánimo incapaz de inflingirles castigo. Su falta de rigor, su impotencia y su costumbre de rodearse de judíos y musulmanes acabarán debilitando su trono.
La que pudo ser reina de Castilla vio en el retiro monástico una oportunidad de huir del dolor que marcó su vida. Juana se sintió títere en manos de los distintos intereses y facciones del reino, pero no dudará nunca de la orgullosa sensación de sentirse hija legítima de su padre. Rechazará la propuesta de matrimonio de Fernando tras la muerte de Isabel, y en su retiro continuará firmando como la reina.
Una de las doce dueñas que acompaña a Juana de Portugal desde Lisboa a Castilla. Mencía siempre se mostrará una fiel con la reina, ayudando para que los cortesanos crean que realmente el rey la ha desflorado. Mencía será también la protectora de la Beltraneja, y montará en cólera ante las continuas traiciones del rey y la continua e inmerecida bondad del rey ante ellos. Tendrá dos hijos con Pedro González.
La reina es presentada como una mujer ambiciosa e impulsiva que verá trucada su esperanza de que los rumores sobre Enrique IV fuesen sólo rumores. La reina, aburrida y molesta con la actitud laxa de su marido, tendrá que verse humillada en los sucesivos tratamientos de fertilidad llevados a cabo por un maestro judío, y al dejar vía libre a su sensualidad y frivolidad acabará perjudicando los intereses de su hija.
Otra de las doce dueñas que acompañará a Juana de Portugal desde Lisboa hasta Castilla. Guiomar, ducha en amoríos y en lances de alcoba, es una dama intrigante que, para desesperación de Juana de Portugal, se convertirá en presunta amante de Enrique IV, cuya relación mostrará sin ningún recato ni pudor. Cuando el rey la abandone por Catalina de Guzmán, la De Castro desaparecerá de la corte.
El aún obispo de Calahorra es presentado por Mencía de Castro como un hombre de gran cultura y locuacidad que pronto se convertirá en su amante y con el que tendrá dos hijos. Pedro González parece capaz de penetrar en los resquicios de las mentes ajenas, y a pesar de su inicial fidelidad al rey Enrique IV verá en el apoyo a Isabel la Católica una oportunidad para medrar en sus pretensiones
A pesar de su bajo origen, el Marqués de Villena es presentado como un pozo desmesurado de ambición y deslealtad incapaz de permanecer en un segundo plano en la corte. Tan hipócrita y desleal, como hábil en las armas, Juan Pacheco, cuya ascendencia hebrea se comenta en los mentideros, no dudará en infamar al rey y en encabezar cuantas rebeliones sea menester en su contra.
El que fue en un principio paje de lanza se convertirá pronto en el favorito del rey, con el que comparte afición y habilidad en la caza. Los privilegios que le otorga el monarca suscitan la envidia del marqués de Villena, que no dudará en vituperarlo y atribuirle la falsa paternidad de Juana. Beltrán será fiel al monarca y le librará de una muerte traicionera que finalizará con el perdón de los conjurados.
Isabel es, en la memoria de Mencía de Lemos, una muchacha testaruda que supo dar oídos a las propuestas lisonjeras de los enemigos del rey Enrique IV. Se rumorea que su dueña Beatriz de Bobadilla participó en algunos asesinatos que facilitaron su tardo matrimonio y su ascenso al trono. Isabel no dudará en traicionar lo pactado en Guisando con su hermano para convertirse en reina de Castilla.
El jefe de la poderosa familia de los Mendoza se mostrará fiel al rey Enrique IV y a los intereses dinásticos de Juana la Beltraneja, pero la exacerbada magnanimidad del monarca y las dudas de aquellos que le apoyan llegarán a minar la férrea fidelidad del marqués. Ante los continuos desmanes y rebeliones, la pequeña Juana quedará custodiada por los Menzoda.
Ella era un ser libre, alegre y profundamente religioso. Pero sobre todo era una supersticiosa. ¿Qué pensaría de todo aquello? Un animal indefenso atacado por un semejante que había aparecido como un espectro. ¿Sangre? ¿Muerte? ¿Traición? Y para finalizar, vítores roncos e inesperados. Demasiado estentóreos para ser sinceros. Sin olvidar la gaviota que se había arrojado sobre su toca antes de salir de Lisboa (43). -¡Oh, Mencía! ¿Cómo vamos a eludir esa absurda costumbre de mostrar la sábana manchada? Es lo primero que querrán ver. Se sentó sobre el catre llorando desconsoladamente y balbuceando. -¿Os dais cuenta? Nunca podré tener hijos. A mis dieciséis años me veo virgen hasta la muerte. Sonaron golpes de nuevo. La reina se puso tan nerviosa que parecía haber perdido la razón. No pude evitarlo. La sacudí tan fuerte que se quedó inmóvil. Decidida, cogí una copa que estaba cerca del lecho, la rompí contra el suelo y con un trozo de cristal me rajé la pierna a la altura del muslo. Restregué la sangre que manaba por la sábana y luego la arranqué de la cama. Vuestra madre me miraba perpleja. Fui hasta la puerta. La abrí, y mostré la sábana a las personas que allí se agolpaban. Después de la arrojé a la cara. Desaforados y entre empujones, la hicieron jirones antes de verificar el falso testimonio del que era portadora. Regresé junto a vuestra madre. En sus labios se dibujaba una sonrisa fingida que escondía su amargura. A pesar de todo, lo más importante era que quedaba salvada la virilidad del rey, así como el reino. Las dos sabíamos que la salida era provisional, pero al menos nos concedía un respiro. Primero con tristeza y más tarde casi con desesperación, poco después ambas descubriríamos que ése era un engaño menor al lado de los que revoloteaban a nuestro alrededor (46-47). El sobresalto me hizo brincar, cuando vi lo que vuestra inquieta madre pretendía. Subida sobre el catre, saltaba espada en mano como si fuera un niño que juega a la guerra. Entre mandoble y mandoble se cortó un largo mechón de cabello, que cayó en el suelo. Al verlo, se detuvo jadeando. Repentinamente, el ímpetu que la había impulsado a saltar desapareció al igual que la extraña fuerza que sujetaba el arma. Se tambaleaba a punto de caer y corrí a ayudarla. -Nunca creí que las armas pesaran tanto. De todos modos, eso no nos amilanará. Decidles a todas que se vistan de caballeros, porque a mediodía partiremos hacia los campos de batalla. Dejad las espadas a un lado y armaos con ballestas, pues son más ligeras y femeninas. Así pareceremos guerreras griegas. ¡Atenea se quedará perpleja ante nuestras hazañas! Como niñas recreando juegos, nos preparamos para la ocasión. Y así disfrazadas de lo que sin duda no éramos, la seguimos. Sobre nuestros ricos sayos nos colocamos parte de las armaduras. Las justas y precisas para alterar la imagen sin perturbar nuestros movimientos. Cabalgamos hacia el campo de batalla ufanas de romper la monotonía. Espoleamos con anhelo a las yeguas. Imaginábamos las sorprendidas caras de nuestros caballeros al vernos aparecer y galopamos aún más deprisa sin reparar en los viñedos, molinos y huertos quemados y destruidos que dejábamos atrás. Pero al culminar la última cima nuestros corazones se hicieron tan diminutos que nos sentimos morir y pensamos estar recibiendo justo castigo. La temperatura de nuestros corazones se tornó de hielo (52-53). Pero, volviendo a aquella cena, debo deciros que, a pesar de la actitud de vuestro padre, esa noche doña Guiomar desapareció para siempre de nuestras vidas. Durante un tiempo vivió a tan sólo dos leguas de la corte con el tratamiento de señora, amén de una buena renta. Pronto don Enrique se cansó de ella. Su sustituta fue doña Catalina de Guzmán. ¿Qué hacía con aquellas mujeres? ¿Simular ante los otros su virilidad? ¿Utilizarlas como señuelo? ¿Provocar celos a vuestra madre? Sinceramente, no lo sé. El hecho es que el desencanto y el desamor hacían mella en la mirada de la reina. Las lenguas, ante tanta infidelidad manifiesta, comenzaron a afilarse y hubo quien incluso se aventuró a contar entre los amantes de vuestro padre a alguno de sus jóvenes y apuestos servidores. Incluso se llegó a decir que usaba a los miembros de su guardia mora para calentar su lecho durante las noches de invierno. Ciertos o no los hábitos inquietantes atribuidos a vuestro padre, estos imberbes caballeros le rondaban constantemente, mostrándole en todo momento su trato afable e incondicional. Eran como juglares bellos, arrogantes y posesivos. Ante tanta competencia, no fue raro que creciesen los infundios de perversión. Los mordaces sin escrúpulos no dudaron en hacer partícipe de bacanales y sodomías a don Beltrán. Aquella farsa era peligrosa. En los países del norte empalaban a los acusados de semejante delito; nosotros, en cambio, sólo los castrábamos y les confiscábamos sus bienes. Bien especificado está en el fuero juzgo. La verdad sea dicha, a vuestro padre siempre le gustó rodearse de infieles. Se vestía según sus costumbres y, en ocasiones, comía y se sentaba en el suelo como ellos. Buena prueba de eso quedó en la sala del homenaje del alcázar de Segovia, porque su imagen quiso que figurase vestido de sarraceno lo que contrasta con la de los demás reyes. Por otra parte, no ignoráis que es usanza de los moros mancillar a doncellas y mancebos por igual. Quizá penséis que me propaso, pero me pedisteis sinceridad y a ello me ciño (93-94). El sobrino de Fonseca, que yo sepa, fue el único amante de vuestra madre. Mas aun así, bastó con él para dar a los leones la carnaza suficiente para sostener sus calumnias. De momento toda nuestra esperanza estaba puesta en los Mendoza. Pêro ¿cuánto tardarían en actuar? (163). Pero hay otra razón por la cual no voy a aceptar. Yo no necesito casarme con nadie para ser quien soy. Del mismo modo que nunca me ha hecho falta que se me asegurara que era auténtica hija de mi padre, el rey don Enrique el cuarto de Castilla, para sentir que lo era. Ya que ningún testimonio, ni siquiera de la persona más fiel del mundo, podría cambiar lo que dicta el corazón de una hija respecto de su verdadero y auténtico padre. Si he solicitado y escuchado, silenciosa y atenta, el testimonio de quien estuvo cercana a ciertos hechos, que por no haber todavía nacido, o ser de poca edad, o no estar yo presente, desconocía o no podía recordar, ha sido por motivos distintos a la supuesta inseguridad acerca de mis legítimos orígenes. Soy consciente de que la historia la escriben los vencedores, los cuales logran dominar tan bien la mente de los demás a través del temor que infunden con su poder, o con sus lisonjas, que, para que no se olvide la verdad, es necesario mentarla a menudo y contar con el máximo de testimonios fieles de quienes han sido testigos de los hechos, que los que vencieron contarán a su favor. Sé que así ha sido con mis tíos, Isabel y Fernando, y puede que así sea con quienes les sigan en el trono, y que mucho tiempo habrá de pasar para que alguien intente hacerme justicia sin temor a represalia. Pero algún día, alguien enderezará los tergiversados caminos de la injusticia y hará valer mis derechos, así hayan pasado cinco siglos de mi muerte. Porque la verdad, más allá de la voluntad de algunos, siempre sale a la luz. Tan convencida estoy de todo ello, que para que quede registro de lo ocurrido ordeno y mando que se guarde copia del testimonio de doña Mencía de Lemos junto con esta mi declaración. Dada en Lisboa, el 26 de diciembre del año del señor de 1506. Yo, la reina (204-05).