Gutíerrez, Ángel y David Zurdo

Síndonem. El enigma de la Sábana Santa

Barcelona, Robinbook, 2000

David Zurdo nació en Madrid, en el año 1971. Es ingeniero técnico por la UPM y estudió ciencias físicas en la UNED. Es autor de decenas de artículos (principalmente en la revista Más Allá de la Ciencia). Ha sido subdirector de la serie documental El Arca Secreta de Antena 3, asesor/guionista del programa de televisión El otro lado de la realidad en Telemadrid, colaborador de La sal de la vida en Onda Madrid, de Tele 5 y el diario El Mundo. Es miembro de la junta directiva del Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO), miembro de su Comisión de Comunicación y tesorero de la Asociación de Autores Científico-Técnicos y Académicos (ACTA). Actualmente se encarga de la sección de experimentos en el programa Cuarto Milenio. Ángel Gutiérrez nació en Madrid en el año 1972. Es ingeniero técnico por la UPM y estudió ciencias físicas en la UNED. Es autor de decenas de artículos, traductor, colaborador del diario El Mundo, miembro de la comisión de licencias del Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) y miembro de la junta directiva de la Asociación de Autores Científico-Técnicos y Académicos (ACTA).

Síndonem (2000) Hada de noche (2003) Sólo de David Zurdo El diario secreto de Da Vinci (2004) 616, todo es infierno (2007) La señal (2008) 97 segundos (2009) El sótano (2009)

En 1502, Leonardo da Vinci debe enfrentarse a su mayor reto: realizar una copia de la Sábana Santa para los Borgia, que la han sustraído a los Saboya mediante oscuros engaños. La Síndone, llevada a Edesa por Labeo, fue conservada por los edesenos hasta que en el año 944 pasó a Bizancio, tras el asedio ordenado por Romano Lecapeno. En 1204, durante el saqueo de Constantinopla, Godofredo de Charny puso la reliquia bajo la custodia de la Orden del Temple, y su familia, tras la disolución de los templarios, la guardó hasta que, por hábiles extorsiones, pasó a los Saboya. César pretende quedarse con la verdadera Síndone y entregar a los Saboya la copia realizada por Leonardo, pero tampoco él la podrá retener. Pronto será derrotado por el Gran Capitán, que enviará la reliquia al monasterio de Poblet, donde será custodiada por los continuadores templarios que sobrevivieron a la persecución de Felipe IV. Siglos más tarde, en 1888, un extraño medallón encontrado en el Sena llega a las manos de Gilles Bossuet, que tras estudiarlo se embarca en la búsqueda de la Sábana Santa. El profesor francés seguirá la pista de la reliquia hasta Poblet, y ya nunca regresará a Francia. En 1997, Enrique Castro halla en la Biblioteca Nacional de Madrid una carta dirigida a Bossuet y sigue sus pasos hasta el monasterio de Poblet, donde logrará descifrar las pistas dejadas por Bossuet, que ocultó la Síndone para protegerla durante la Guerra Civil. Aconsejado por Arranz, Castro retornará la Sábana a su legítimo dueño: el Vaticano.

Novela de indagación histórica, con cruces temporales (tiempos en relación: siglo I, Edad Media, Primera década del siglo XVI, 1888, 1997).

Orden del Temple (Temple secreto) Sábana Santa Tiempos bíblicos Leonardo da Vinci Monasterio de Poblet Esoterismo Santo Oficio Esoterismo Objeto (medallón de las familias Charny-Vergy)

Conclusión del estudio de la Síndone Informe Gilles Tejido de la Síndone Características físicas del hombre del Lienzo Tortura del hombre del Lienzo Análisis del Lienzo Análisis de la impronta del Lienzo Análisis genético del hombre del Lienzo Características físicas Versión de los Evangelios (pp. 337-351)

Leonardo da Vinci

De naturaleza cordial y afable, Leonardo cuenta con la confianza de los Borgia por las obras defensivas proyectadas en la Romaña. Amante de los saberes prohibidos e iniciáticos, sentirá un profunda veneración por el Santo Sudario, a pesar de su agnosticismo. Aunque tenga dudas sobre si una mano humana podrá copiar tal prodigio, volcará su genio en conseguirlo, aunque lamentará tener que entregarla a los Borgia.

César Borgia

Enérgico y autoritario, la personalidad de César Borgia queda lastrada por la multitud de crímenes cometidos. En su infinito anhelo de poder, cree que la Sábana Santa será la llave de sus futuros triunfos, aunque su decadencia está cerca. Para perpetrar sus planes, no sólo engañará a los Saboya, sino que hará decapitar a la joven de la que se servirá para sus planes, habiéndola gozado carnalmente.

Gilles Bossuet

Profesor de matemáticas en la Universidad de la Sórbona y amigo de Jacques, párroco de Sanit Germain. Siguiendo los pasos del extraño medallón que le ha sido confiado, Gilles llegará a Poblet, donde, tras la contemplación del Sudario, y a pesar de ser ateto, se ordenará sacerdote. Llegará a ser el abad del monasterio, y será asesinado por los milicianos durante la Guerra Civil, pero logrará proteger el Sudario.

Gonzalo Fernández de Córdoba

El Gran Capitán es presentado como miembro y partícipe de los saberes ocultos del Temple secreto que sobrevivió a la extinción de la Orden. Adorado por el pueblo y los soldados, no podrá evitar los celos del rey Fernando. Tras acabar con César Borgia, ocultará a las autoridades el descubrimiento de la Síndone y la hará llegar a Poblet, por lo que tendrá que enfrentarse al cardenal Cisneros.

Labeo

Embajador de Edesa enviado para invitar a Jesús a abandonar Judea y a predicar en su reino. Tras conocer a Jesucristo, Labeo quedará maravillado y convencido de la santidad, aunque no podrá cumplir su misión, y se quedará en Judea hasta la muerte de Cristo. Será bautizado por Judas como Tadeo, y los discípulos de Jesús, atendiendo sus peticiones y confiando en sus piadosas intenciones, le entregarán el Sudario.

Enrique Castro

Licenciado en Filosofía y Letras por la UNAM, Enrique se doctoró en la Universidad Complutense de Madrid con una tesis sobre el «Auge y caída de los caballeros templarios», tema al que luego consagró sus estudios. Mientras ocupa la plaza de profesor en la cátedra de Filosofía y Letras de la UNAM, viajará a Madrid y de allí a Poblet, donde logrará descifrar las pistas dejadas por Bossuet para llegar hasta el Sudario.

Guillermo de Charny

Caballero de la suprema Orden de Saboya emparentado con los duques de Borgoña y capitán de los templarios enviados por el maestre Felipe de Plaissiez al asedio de Constantinopla. Hombre valeroso que había dado prueba de sus capacidades en Tierra Santa, será el único conocedor de que la verdadera intención de los templarios durante el asalto a Constantinopla es hacerse con la Sábana Santa.

Germán Arranz

Antiguo profesor de Historia Medieval en la Universidad Complutense de Madrid y miembro de los Sacerdotes del Corazón de Jesús. Arranz, que conoció a Castro en un congreso dedicado al Temple en, fue defenestrado por sus opiniones poco ortodoxas, a pesar de ser una autoridad en los estudios sobre la Orden. Animará a Castro a seguir con sus investigaciones y entre los dos decidirán enviar la Síndone al Vaticano.

Pedro de Charny

A Pedro de Charny, entregado a una vida ociosa y mundana, se le aparecerá en sueños su hermano Godofredo, víctima de la persecución de la Orden, para revelarle que debe recuperar en París la arqueta donde se encuentra la Sábana Santa. Unos estigmas en las manos le confirmarán la relevancia de su misión, pero Godofredo no llegará a ver el contenido de la misma, pues morirá el día de la boda de su hijo.

Obertura (p. 7): A finales del siglo XIX, bajo el Pont au Change de París, en el lecho del Sena, fue hallado un misterioso medallón de plomo. En él estaban grabados los escudos de las casas de Charny y de Vergy, y, entre ellos, la imagen del Santo Sudario de Cristo. El medallón fue estudiado por un profesor de la Universidad de la Sorbona. Allí, oculto en su interior, encapsulado en el metal, descubrió un enigmático mensaje templario. En la actualidad se muestra una copia del medallón a los visitantes del Museo de Cluny (7). La excitación de los dos cabezas de la poderosa familia se debía a un hecho acaecido en los días precedentes, instigado por ellos mismos tiempo atrás, pero que obtuvo su fruto de un modo repentino e inesperado. César había conocido, en libros y legajos que se atesoraban en la biblioteca Vaticana, leyendas que relataban los poderes de la mítica Sábana con la impronta de Jesús, la Sábana en la que el humilde galileo fue amortajado tras morir en la cruz, y en la que estuvo envuelto, según las Escrituras, dos noches y un día antes de su resurrección. Desde mediados del siglo XV, dicho sudario se encontraba en posesión de una de las dinastías italianas más poderosas, los Saboya, que lo habían recibido como legado de sus anteriores custodios, los franceses Charny, no sin antes producirse un buen número de disutas. César quería tener la Sábana para sí, el emblema protector que conservaría y aumentaría su poder y quizá borraría la huella de sus atrocidades. Pero los Saboya eran sus enemigos, unos enemigos poderosos que no se dejarían arrebatar tan preciada reliquia. Sólo la refinada astucia del joven Borgia podría idear un plan para conseguirla. Y este plan resultó, en el fondo, más sencillo de lo que imaginó en un principio, ya que apelaba a uno de los aspectos más íntimos y acervos de la naturaleza humana, al más bajo instinto del hombre: la lascivia. Los Borgia enviarían a una mujer joven, hermosa y carente de escrúpulos encargada de seducir a Carlos, el joven hijo de Filiberto, duque de Saboya; éste, engañado por la irresistible hembra y a petición suya, le mostraría la Sábana celosamente guardada, satisfaciendo en ella un deseo que debería obtener para él la ansiada recompensa de la carne. La mujer le pondría la miel en los labios, obligándole cada vez a mayores concesiones, hasta el momento en que podría sustraer la reliquia y huir de Chambéry levándola consigo. El plan había funcionado. Incluso antes de lo que César tenía previsto. Carlos de Saboya, todavía sólo un muchacho, sucumbió a os encantos de la pérfida agente de los Borgia. Se dejó enredar, en su ingenuidad, por las falsas palabras de amor, y permitió que el preciado Sudario fuera robado. Esto desencadenó una reacción de la familia que César tenía calculada. En primer lugar, lo mantendrán en secreto, tanto para preservar el buen nombre del chico como para evitar la hostilidad del pueblo que veneraba la reliquia, aunque le fuera mostrada en contadísimas ocasiones. Pero, además, tratarían de averiguar quién estaba detrás del robo, ya que era improbable que una sola persona urdiera la trama, consiguiera los salvoconductos falsos para penetrar en el territorio saboyano y tuviera la información necesaria y precisa para llevarla a cabo. Y era esto justamente lo que provocaba la excitación de los Borgia: necesitaban hacer deprisa una copia de la Sábana, tan exacta que nadie pudiera distinguirla: así podrían devolverla a los Saboya, aduciendo que la ladrona había sido apresada en sus territorios. Mantendrían para sí la reliquia auténtica a la para que obtendrían una ventaja diplomática (13-15). El recuerdo de lo que había ocurrido lo golpeó de repente. La impresión fue tal que, por un momento, no pudo siquiera respirar. Como había hecho en el río, abrió la boca tratando de robar un poco de aire. De nuevo sintió náuseas, e incluso saboreó otra vez el agua putrefacta. Con un gesto brusco soltó el medallón. Al golpear contra el suelo, se desprendió una parte de la coraza verdosa, dejando al descubierto algo de aspecto metálico. Estaba terriblemente asustado. Permaneció inmóvil en lasilla observando con horror el objeto. No se atrevía a moverse, pero tampoco quería que aquello permaneciera en su casa ni un instante más. Reuniendo todo el poco valor que le quedaba, se atrevió a levantarse y a ponerse de nuevo sus ropas. Todavía olían a fango y estaban húmedas. Mientras se vestía, no dejó de mirar el objeto que yacía en el suelo, en el mismo lugar en que lo había arrojado (31). También se incluía en el texto una breve reseña histórica, en la que se hablaba de algunas de las figuras más representativas de esa familia: Los orígenes de los Charny se pierden en los albores de la primera cruzada, que comenzó, bajo los auspicios del papa Urbano II, el día 27 de noviembre del 1095. A las órdenes de Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, y con sólo diecisiete años, Cristián de Charny combatió en las sucesivas campañas que los cruzados llevaron a cabo en Tierra Santa: tras la conquista de Nicea y la derrota, en Dorilea, del grueso del ejército turco de Anatolia, participó en el sitio y asalto de Jerusalén, cuyos defensores egipcios fueron masacrados. Después de la guerra, Bouillon fue nombrado gobernador de Jerusalén, lugar en el que permaneció junto con un reducido grupo de hombres, entre ellos, Cristián de Charny. Tras la muerte del duque en el 1100, Cristián vuelve a Francia, a sus posesiones en el norte, donde se ve obligado a luchar de nuevo. Esta vez junto a Roberto II, duque de Normadía que, al año siguiente, invadió Inglaterra para arrebatársela a su hermano Enrique. Después de cinco años de falsas treguas, intrigas y batallas, Roberto es derrotado y Normandía pasa a manos de Enrique I, rey de Inglaterra. Hastiado por las luchas entre nobles cristianos, se une a las huestes de Hugo de la Champagne, que se dirigían a Palestina con el fin de proteger el reino latino de Jerusalén. Durante el largo viaje entabló amistad con uno de los capitanes del noble francés, Hugo de Payns. En 1118, éste y Cristián, junto con siete caballeros más, ofrecieron sus servicios y protección a Balduino II, entonces rey de Jerusalén, a quien Payns había conocido en el transcurso de la primera cruzada. Los caballeros fueron alojados en el templo de Salomón, por lo que recibieron el nombre de Caballeros del Temple o Templarios. Gilles se detuvo unos instantes. Le parecía haber oído un ruido a su espalda. Se irguió y escrutó a su alrededor para ver de qué se trataba. Sin embargo, como pudo comprobar, no había nadie en la sala excepto él. Tan sólo lo acompañaba el solemne retrato de Armand Jean du Plessis Richelieu, situado en uno de los extremos. El poderoso cardenal parecía estar más atento al académico que a los planos de La Sorbona, que sostenía en sus manos, aunque Bossuet no pensaba que fuera capaz de moverse. Probablemente no se tratara más que del crujido de las viejas maderas. -¿Me permitís continuar, monseñor? –interrogó al religioso antes de proseguir. Esta orden de monjes-guerreros se instituyó oficialmente nueve años más tarde, en el Concilio de Troyes de 1127, con el respaldo del papa Honorio II. Cristián de Charny siguió perteneciendo a ella hasta su muerte, acaecida en el 1141. La estirpe de los Charny estuvo a partir de entonces ligada inexorablemente a los templarios. Se cree que participaron en el saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 aunque, después de esa fecha, no existe ningún dato sobre la familia hasta cien años más tarde, época en la que vivió Godofredo de Charny, maestre de la orden templaria de Normandía, que fue condenado a morir en la hoguera por orden de Felipe IV de Francia, junto al gran maestre, Jacobo de Molay, durante el proceso que destruyó la Orden del Temple. El académico se sorprendió al leer lo que le había ocurrido a Godofredo de Charny. Se preguntaba qué razones habían llevado al rey francés a acabar, de un modo tan terrible, con los caballeros templarios y con la vida de sus más altos representantes. Los años posteriores fueron muy duros para la familia Charny. Muchos de sus miembros, también caballeros templarios, se vieron despojados de sus bienes y obligados a jurar, frente a varios testigos y y el obispo de Rávena, que no habían cometido herejía alguna. Comenzó entonces un nuevo período de tiempo en blanco, que termina con otro Godofredo de Charny, caballero que murió defendiendo a su rey, Juan II, en la batalla de Poitiers frente a los ingleses. Años antes, había sido hecho prisionero por éstos y conseguido escapar de un modo milagroso de la fortaleza donde lo tenían recluido. Convencido de la intervención divina en su fuga, ordenó la construcción de una iglesia en la pequeña localidad de Lirey. En ella, mandó edificar una capilla donde se custodiaría el Santo Sudario de Cristo que, de algún modo no del todo esclarecido, había llegado a manos de la familia Charny. -¡Ésa es la relación! –exclamó el académico en voz alta-. Los Charny tenían la Sábana Santa (69-71). Los Saboya, como esperaba, agradecieron su mensaje, y le rogaron, sumamente cordiales, como la situación requería frente a un enemigo declarado, que les fuese restablecida, acompañando su petición con un valioso presente. César, que dominaba la situación a placer, no se inmutó al ordenar que decapitasen a la mujer que había robado el Sudario para él, con la que había mantenido relaciones íntimas durante los anteriores días, y enviaran su cabeza en un cesto junto con el arca de plata que contenía la reliquia. Así logró el joven Borgia cumplir sus deseos: poseer el verdadero Santo Sudario de Cristo y que la poderosa Casa de Saboya estuviera en deuda con su familia, pero el año siguiente, 1503, el papa Alejandro VI murió, quizás envenenado por su propia hija, Lucrecia, harta de los abusos de su padre; abusos para con ella, a la que utilizaba como una marioneta por designios de César, y de la que gozaba carnalmente cuando lo deseaba. Este hecho afectó a los Borgia muy negativamente ya que, a pesar de que era César quien regía la familia y tomaba todas las decisiones importantes, el papa sustentaba su poder desde el Trono de Pedro (76). Fernández de Córdoba pertenecía, ya desde antes de la conquista de Granada, a la Orden de Santiago, creada en 1161 por doce caballeros leoneses, con Pedro de Arias a su cabeza como primer maestre y fundador. El objetivo inicial de esta milicia cristiana fue proteger a los peregrinos del Camino de Santiago, si bien en pocos años sus actividades se extendieron a la lucha contra los invasores sarracenos en toda la península Ibérica. Al igual que los templarios, los caballeros de santiago comenzaron pronto a formar círculos secretos dentro de la Orden. En ellos, los miembros más avanzados y sabios se entregaban, ocultos, al estudio de materias prohibidas, como la magia o la alquimia. Cuando los Reyes Católicos incorporaron el maestrazgo a la corona, dichos círculos herméticos continuaron existiendo, pero sus miembros tuvieron que ser aún más cautos que antaño, reuniéndose únicamente en algunos monasterios del Císter, orden monástica de la que habían heredado su organización y carácter, y que conservaba desde tiempo de san Bernardo la esencia espiritual de las milicias de Cristo. Precisamente el Gran Capitán fue uno de los más importantes caballeros de Santiago, partícipe de los saberes acumulados en los cenáculos secretos y gran defensor de la encomienda. En sus batallas, se hacía seguir por una guardia personal de doce caballeros de la orden, en conmemoración del número de sus fundadores, vestidos con la capa blanca del Císter y la roja cruz de Santiago sobre ella, cuyo brazo inferior se convertía en la hoja de una espada. Fernández de Córdoba sentía en sus entrañas el deseo de borrar de la escena de poder en Italia al joven Borgia, a quien consideraba una criatura innoble y un monstrruoso criminal. Experimentó, de hecho, una gran placer cuando su señor le dio permiso para detenerlo tras largas dubitaciones: el poderoso rey Católico era un diplomático sagaz al mismo tiempo que un genio militar, y jamás tomaba una decisión política a la ligera, tratando de obtener en cada maniobra el mayor beneficio, siempre al servicio de la razón de Estado. Cuando el Gran Capitán apresó a César Borgia en Nápoles, también le arrebató el Santo Sudario de Cristo. El arca de plata que contenía la reliquia había sido escondida por aquél en los sótanos del palacete en que estaba instalado, en previsión de que lo detuvieran, como e hecho sucedió. El Gran Capitán ordenó entonces a dos se sus hombres de confianza, ambos pertenecientes a su guardia personal de caballeros de Santiago, que custodiaran la Sábana Santa hasta España y la condujeran al monasterio de Poblet, entierras catalanas. Allí, el maestre español de los templarios, oculto bajo la clámide del Cister, decidiría lo que debía hacerse con ella. Tras la destrucción de la Orden del Temple, llevada a cabo en el siglo XIV por el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, hombre vil y traicionero que ansiaba poseer los inmensos tesoros de la Orden, los pocos caballeros que lograron huir o ser absueltos de los falsos delitos que se les imputaban se instalaron en monasterios del Cister y del Hospital. También algunos miembros de de la orden se Santiago pertenecían a los círculos templarios secretos. Fue así como el Temple siguió existiendo en su vertiente esotérica, aunque borrado de la Historia oficialmente (86-87). El edificio era ya todo él pasto de las llamas cuando la veleta del capitel central se desplomó, precipitándose humeante muy cerca del jefe de los soldados, cuya montura se desbocó y lo tiró al suelo. En ese momento se escuchó un gran trueno, a pesar de que el cielo estaba completamente despejado. Muchos soldados se alejaron del convento presas del pánico, comprendiendo quizá por fin el crimen que habían cometido. El comandante yacía en el frío empedrado de la calle con el cuello partido, agonizando ante las llamas abrasadoras que consumían el edificio. Exhaló su último aliento mientras observaba la matanza que había provocado, con lágrimas en los ojos, presintiendo la cercanía del juicio que con toda seguridad habría de condenarlo. Aún antes de morir, profirió un grito desgarrado pidiendo confesión, pero no hubo tiempo de administrarle los últimos sacramentos. En Poblet, la noticia llegó algunos días más tarde. La consternación más profunda se adueñó de los monjes que permanecían al Temple, aunque tuvieron que seguir su vida normal para no levantar sospechas entre los hermanos no iniciados. París había caído, y Cataluña e convertía en el principal reducto de la sociedad secreta. Ya no cabía duda alguna: la Sábana Santa se guardaría en Poblet durante los siglos venideros (90). Embargado por la emoción y una veneración que ni él mismo alcanzaba a comprender, como un color nuevo y nunca visto, sintió que estaba al borde del desvanecimiento. Se tambaleó estremecido, golpeado por un torrente de ideas tan tenues como la imagen del Lienzo. Y movido por una fuerza tan clara y evidente como su propia vida, pero inexplicable y misteriosa, se arrodilló con los ojos llenos de lágrimas. En vano trató de recordar los rezos que aprendiera de niño. Nunca había sido un hombre religioso. Y, sin embargo, oró. Oró sin palabras, con el corazón, elevando una plegaria inefable y verdadera, llena de sinceridad (228). Jaime I, hijo de Pedro II y María de Montpellier, fue el tercer rey de la Corona de Aragón. El interés principal de Enrique en esta figura se debía precisamente a este hecho. El reino de Aragón fue uno de los principales centros de poder del Temple, el lugar al que huyeron muchos caballeros franceses cuando los máximos dirigentes de la orden murieron quemados en París, a principios del siglo XIV. Desde la fundación del Temple, los reinos cristianos de España embarcados en una cruzada nacional, la Reconquista, habían atraído a muchos templarios, que terminaron por afincarse en el nuevo país que estaba formándose, ante la generosidad que demostraron con la militia Christi grandes señores como los reyes de Aragón y los condes de Barcelona y Urgel, concediéndoles multitud de castillos y privilegios. Otro aspecto que le interesaba de la vida de ese monarca fue su intento de creación en Palestina de un reino cristiano que, aunque no llegó a consumarse, sí estrechó aún más sus lazos con los templarios, guardianes de los reinos latinos de Tierra Santa. Enrique fue devorando con auténtico fervor las hazañas del poderoso rey y sus vínculos con los Pobres Caballeros de Cristo. Hacia el final del primer tercio del libro, había un inesperado salto de página en el texto, de modo que la última frase de una hoja no continuaba en la siguiente. Aquello no resultaba muy extraño, en realidad. En ocasiones, los libros tenían hojas arrancadas y, sobre todo en los manuscritos, era posible que una gota de cera o la propia tinta de las letras no se hubieran secado correctamente, lo que hacía que quedaran pegadas las páginas al cerrar el libro. Enrique levantó la hoja y observó el borde de cerca. Como pensaba, las dos páginas estaban unidas; podía ver una fina línea en la zona de contacto. Su primera idea fue avisar al funcionario, ya que sabía por experiencia que era preciso separar las hojas con un extremo cuidado. De lo contrario, existía el peligro de romperlas. Sin embargo, observando la sala, comprobó que el hombre no había regresado aún. Unos minutos antes lo había visto dirigirse hacia la estancia contigua. Se incorporó en la silla para mirar a través de la entrada e intentar localizarlo, pero tampoco lo encontró allí, y la mesa de la bibliotecaria se hallaba también vacía. Estuvo esperando durante unos minutos más antes de decidirse a separar él mismo las hojas. Así evitaría que retiraran el libro de la sala, aunque no se habría atrevido a ello si no lo hubiera hecho ya otras veces, sobre todo en la biblioteca de su Universidad (241-243). La Sábana Santa fue llevada a Edesa por Tadeo. Allí, el rey Abgar, entristecido por la muerte de Jesús, ordenó construir, junto al río Daisan, un pequeño santuario consagrado a la reliquia. En él, una llama encendida permanentemente en memoria del rabí daría mudo testimonio de su veneración. Pero la llama, con el paso de los siglos, terminó extinguiéndose. Durante más de trescientos años, el Santo Sudario, trasladado a la parte más alta de las murallas de la ciudad para protegerlo de una gran inundación, quedó olvidado. La Impronta de Cristo aún no había aparecido sobre la tela. Sólo durante una guerra, estando la ciudad asediada, se redescubrió entre los muros, con la milagrosa y extraña imagen, a la que se atribuyó la resistencia y la victoria de Edesa contra los enemigos. En toda la Cristiandad hubo noticia del Lienza: la Impronta Edesena, el Sudario con que se amortajó a Jesús en el sepulcro, perdido durante centurias. Edesa conservó la Sábana durante casi mil años, rodeada de leyendas e inspiradora de narraciones fantásticas. Pero, en el 943, olvidada ya la fiebre iconoclasta de los Isaurios, Romano Lecapeno, emperador de Bizancio, demandó que el Sudario le fuese entregado. Los edesenos se negaron resueltamente a ello: el emperador no tenía derecho alguno a exigirles la reliquia, que pertenecía a Edesa desde tiempos inmemoriales. Romano Lecapeno, a las noticias de sus embajadores, contestó enviando un ejército que puso sitio a la osada ciudad que se atrevía a desafiar su poder. El bloqueo duró casi un año. Durante ese período de tiempo los edesenos intentaron confundir al emperador en varias ocasiones, con copias pintadas de la Sábana. Pero éste, aun cuando jamás había visto la Impronta de Cristo, no se dejó engañas con las burdas imitaciones. El asedio se prolongó hasta el 944, cuando, exhausta y víctima de toda clase de penurias, Edesa se rindió y no tuvo otra opción que ceder la reliquia a Bizancio (245-246). En Constantinopla, el Santo fue conservado hasta 1204. Un año antes, la ciudad había sido saqueada por los cruzados con la alianza de Venecia, hartos de sus abusos con los peregrinos en las rutas a Tierra Santa y de su piratería en el mar. El ataque se hizo aprovechando la debilidad del Imperio Bizantino, provocada por las luchas internas entre las dinastías reales. Pero el saqueo de 1203 sólo fue un anuncio de la invasión que se produciría al año siguiente. Los cruzados, en su mayoría franceses, tomaron Constantinopla y fundaron un reino latino. De su parte, además del apoyo naval veneciano, luchó un buen número de caballeros de la Orden del Temple. Guillermo de Charny mandaba la tropa templaria, enviada para reforzar el ejército de sus hermanos francos por el gran maestre Felipe de Plaissiez. Guillermo de Charny, caballero de la Suprema Orden de Saboya, tenía en su linaje el parentesco con los duques de Borgoña. Hombre valeroso y capaz, se había destacado en Tierra Santa como un gran guerrero. Él era el único entre los templarios que conocía el verdadero motivo de que la militia Christi se mezclara con los cruzados, y sus oscuras intenciones, en la conquista de la capital del Imperio de Oriente: la Sábana Santa (247). La situación del Imperio Bizantino era cada vez más grave y precaria. Su territorio había ido disminuyendo en los últimos ciento cincuenta años, y con él su poder, debilitado más aún por las luchas intestinas. Este hecho no pasaba inadvertido a las naciones occidentales ni a los turcos. Tarde o temprano, una potencia extranjera se adueñaría de la ciudad de Constantino, a la que su fundador llamó Nueva Roma augurando su futuro esplendor. Si esto ocurría, y parecía inevitable, era preciso impedir que cayera en manos infieles. Y, sobre todo, proteger el Santo Sudario de Cristo. El rey Amaury confiaba en los templarios, monjes-guerreros íntegros y honestos. Si eran ellos quienes hallaban el Lienzo en el Bucoleon, estaba seguro de que procederían de la manera más adecuada. Si lo encontrasen otros... Sólo Dios sabía lo que podrían hacer con la sagrada reliquia. Y la Sábana debía pertenecer a toda la Cristiandad, y no a unos pocos poderosos. En efecto las sospechas de Amaury sobre Bizancio eran fundadas, y se demostraron un par de años después de sus conversaciones con el gran maestre del Temple. Después del primer saqueo de la capital, y ante la inminente toma definitiva de la misma, Felipe de Plaissiez llamó a capítulo a sus hombres más allegados. Entre ellos se encontraba Guillermo de Charny, el más joven de todos, pero distinguido con tal honor por sus méritos, su sensatez y su prudencia, demostradas estas últimas, en las situaciones más difíciles. El gran maestre reveló a sus hermanos la ubicación de la Sábana Santa, y encargó a Charny capitanear un grupo de caballeros que habrían de unirse, llegado el momento, a las fuerzas invasoras. Una vez dentro de las murallas, algunos de ellos se disfrazarían de simples ciudadanos y, adelantándose a las huestes, se dirigirían al palacio imperial, donde se apoderarían de la reliquia. Nadie, salvo ellos, debía advertir la estratagema. Si alguien los viera, nunca sabrá que, en realidad, eran caballeros del Temple (249). Los primeros rumores acerca de la vinculación de los templarios con prácticas esotéricas eran muy antiguos. En algunos trabajos se narraba con gran lujo de detalles la relación que los Pobres Caballeros de Cristo mantuvieron con alquimistas, gnósticos y otros muchos grupos casi desconocidos que, como ellos, mantenían en el más absoluto secreto sus misteriosas prácticas; además de con los compañeros constructores, firmemente ligados al Temple. La francmasonería se había considerado tradicionalmente como la heredera de los pensamientos y ritos de los templarios, después de la abolición de la orden en Francia. Las primeras logias clandestinas de masones surgieron en Inglaterra en el siglo XIV, lo que convirtió a ese país en el nuevo baluarte de los templarios en Europa, de acuerdo con la versión histórica comúnmente aceptada hasta ese momento. Sin embargo, en su ponencia, el padre Arranz rechazó esta teoría. No negaba que los ideales masones estuvieran inspirados en una cierta interpretación de los principios del Temple, pero sostenía que los templarios habían subsistido a la catástrofe que sobrevino a la orden con la ejecución de sus dirigentes en París. No como una versión de los caballeros templarios, tal y como pretendían sus colegas historiadores, sino como ellos mismo, con muchos símbolos tomados de los constructores de las catedrales, pero manteniendo sus mismas prácticas y ritos... «y su mismo poder» (257). -En el papel, eso lo recuerdo perfectamente, Sábana esta escrito con mayúscula; concretamente Llençol en el original. Pero lo que ahora me interesa es la referencia a su hijo César. Como sabrás, César Borgia, a la muerte de Rodrigo, huyó a Nápoles. Allí fue capturado por Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Se ha conjeturado con que este personaje, perteneciente a la Orden de Santiago, fue en realidad templario, de una orden heredera del Temple que sobrevivió al siglo XIV, y que podría tener su centro en Poblet. -No consigo entenderlo. ¿Qué relación hay entre todo ello? -Es evidente, querido Enrique. Si recapacitas sobre el contenido del documento, verás que menciona la Síndone. Después, aparentemente, César Borgia pudo tenerla en sus manos. Si así fue realmente, y pensamos que el Gran Capitán se la arrebató, ¿dónde crees tú que pudo llevarla? -A Poblet, sí, quizá; aunque son demasiadas conjeturas... (276). El Santo Sudario estuvo oculto en Francia durante más de un siglo. Después, hacia 1350, sin que se supiera cómo había llegado a sus manos, Godofredo de Charny –hijo de Pedro, hermano éste del último maestre del Temple de Normandía, llamado también Godofredo- y su esposa, Juana de Vergy, mandaron edificar una capilla en Lirey, dentro de sus territorios, donde se expuso el Lienzo a todos aquellos peregrinos que desearan venerarlo. La Casa de Charny había estado ligada al Temple desde 1118, fecha de su fundación en Tierra Santa. En sus orígenes, la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo estaba compuesta por tan sólo nueve cruzados franceses, entre los que se encontraba Cristián de Charny. Su creación partió de una exigencia que se había hecho ineludible para la Cristiandad: la protección de los peregrinos de Occidente que cada año visitaban los Santos Lugares; miles de viajeros indefensos ante los bandidos y asesinos que acechaban en las peligrosas rutas que habían de atravesar. Para ello, el reducido grupo de caballeros, encabezados por el champañés Hugo de Payns y el flamenco Godofredo de Saint Omer, solicitaron al rey de Jerusalén, Balduino I, su aprobación y su ayuda en la fundación e la orden, una militia Christi de monjes-guerreros; hombres que a los votos de pobreza, castidad y obediencia unirían el combate contra el infiel a fuego y espada (279). Pero pronto comenzaron a tener también fama de estar en posesión de conocimientos herméticos y ocultos a la mayoría de los hombres, de realizar oscuras prácticas alquímicas y mágicas, de adorar a demonios y criaturas del mal. Los peregrinos y soldados, a su regreso de Tierra Santa, contaban historias que hablaban de extraños ritos, del secreto de la inmortalidad, de la Gran Obra... El misterio envolvía a los caballeros del Temple, siempre cerrados sobre sí mismos, enigmáticos y distantes. A pesar de que estas prácticas, de haberse demostrado, habrían constituido delitos muy graves, la Iglesia no quiso escucharlas mientras la orden seguía siendo fuerte en los estados latinos de Oriente. Pero cuando éstos se perdieron definitivamente, a principio del siglo XIV, la situación cambió. En esa época, el Temple se había hecho odioso para los grandes monarcas de Occidente, por la acumulación de riquezas y el inmenso poder adquirido (281). Durante siete largos años, de 1307 a 1314, Jacobo de Molay y Godofredo de Charny lucharon por preservar el honor de la orden y su buen nombre. Sufrieron largos períodos de prisión y tormento. Las fuerzas los abandonaron poco a poco. Por fin, prefiriendo la muerte a seguir padeciendo, sabedores de que ya nada podían hacer, se resignaron a lo inevitable y confesaron los delitos que el rey Felipe había inventado. Era cierto que sus rituales eran esotéricos y que practicaban la alquimia, pero sólo porque no se cerraban a las numerosas vías de conocimiento. Era cierto que renegaban de la imagen de Cristo en la Cruz, pero únicamente como demostración de que habían alcanzado un nivel de comprensión más elevado, que no precisaba iconos. Era cierto, incluso, que sus construcciones exhibían símbolos herméticos, pero eso no los convertía en adoradores del Demonio. De nigromancia, aquelarres, aberraciones y satanismo, no había nada. Si no mantenían, en sus círculos más avanzados, la ortodoxia cristiana, si se habían desviado de la Iglesia oficial, era sólo por su afán de aumentar los talentos que a cada hombre le son concedidos al nacer, y siempre con el propósito de glorificar a Dios (283). Le anunció a Margarita que su hija no era doncella. Había sido desflorada antes de la boda y, en esas condiciones, no podía aceptar el matrimonio, al tiempo que debía denunciarla a la Santa Inquisición. La situación que se planteaba era de una gravedad extrema. Margarita, sin comprender lo que había sucedido y las circunstancia en que su hija había cometido tal desliz, trató de sobornar al oficial para que mantuviera su silencio. Pero él, después de dejarse rogar, se reveló por fin, y solicitó como pago por su discreción la entrega de la Síndone a la Casa de Saboya. Margarita de Charny lo comprendió todo finalmente. Pero no tenía otro remedio que aceptar el chantaje. Sin embargo, puso una condición. El oficial debería pasar al menos un año junto a Catalina, como un amante esposo. Después, con la excusa de una batalla, él se iría lejos, le escribiría un par de cartas y luego fingiría su muerte. Catalina sufriría mucho, pero habría conocido la felicidad durante algún tiempo. Además de esto, que fue aceptado sin titubeos, Margarita eligió el lugar del encuentro. No quería pisar territorio saboyano. Sería en Suiza, en la ciudad de Ginebra. El 22 de marzo de 1452, en el palacio de Varambon, el Santo Sudario de Cristo, durante tantos años en su poder y por una vil extorsión, dejó de pertenecer a la noble Casa de Charny. A partir de entonces, su hija estaría ligada a los duques de Saboya hasta 1502, cuando César Borgia se lo arrebató. Pero ellos nunca llegaron a saberlo, y veneraron la reliquia en Chambérry, y luego en Turín, durante las siguientes centurias (315-316). Había llegado el momento de comprobar hasta qué pinto estaba en lo cierto. Lo que pensaba parecía descabellado, y Enrique sabía que rara vez las cosas descabelladas tenían sentido. Sin embargo, las piezas que su cerebro había ido juntando coincidían de un modo tan perfecto que excluía la casualidad. Creía que en esa Navidad de 1938 no fue un monje lo que enterraron bajo una cruz e madera, sino la más valiosa reliquia del monasterio, aquella que Fernández de córdoba le arrebató a César Borgia: la Sábana Santa auténtica, que éste robó de alguna forma a los Saboya y que ordenó copia a Leonardo da Vinci para engañarlos; el Sudario de Cristo que se mantuvo oculto en Poblet durante siglos, en las secretas cámaras de sus sótanos, bajo el atento cuidado de hombres como Gilles. La idea de enterrarlo en una tumba debió ocurrírsele al anciano y valeroso abad. Puede que incluso ya la hubiera pensado mucho antes en previsión de esos tiempos oscuros. Enrique no lo sabía. Pero sí estaba seguro de que Gilles, como todos los hombres sabios, pensó que su plan no era infalible, y previó la solución a lo único que podía hacerlo fallar: su muerte y la de todos cuantos supieran dónde se había ocultado el Sudario. Si eso llegaba a ocurrir, éste quedaría sepultado para siempre bajo tierra. Así es que ordenó que enterraran el Lienzo en un lugar concreto del cementerio, junto al poste que se correspondía con la estrella de Cástor de la constelación de Géminis, pues él conocía la peculiar forma de aquél. Y luego marcó la estrella en la cámara subterránea, con la esperanza de que, si todos los frailes se morían, alguien fuera capaz de encontrar la Sábana Santa interpretando las pistas que había dejado. Ahora, casi sesenta años después, él, un apasionado estudioso de los templarios, las había seguido una por una y lo habían llevado hasta allí, hasta un humilde ataúd de pino inhumado bajo la tierra de un cielo extraño (328). Hacía ya seis meses que el profesor Enrique Castro había enviado la Sábana Santa al Vaticano. Desde entonces, nada más había sabido de la misma, aunque sus pensamientos continuamente regresaban al Lienzo en busca de paz y sosiego para su alma. Las grandes preguntas de la humanidad tenían siempre respuestas extrañas y complejas. No es sencillo fiarlo todo a la razón ni tampoco a la fe. Quizás el ser humano esté condenado a no poder entenderse a sí mismo, cegado irremisiblemente por el velo de su propia esencia. O puede que sea como el pez de acuario, inmerso en su pequeño mundo sin ver que, más allá, hay un universo insondable. En cualquier caso, pensaba Enrique, cada hombre debe, con auténtica honestidad y en la medida de sus posibilidades, alzar su mirada hacia el cielo para tratar de vislumbrar lo que hay sobre su cabeza (331).

Antonio Huertas Morales
Marta Haro Cortés
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