Pozo Felguera, Gabriel

Sulayr. La tumba de Muley Hacén

Peligros, Comares, 1998

Gabriel Pozo Felguera nació en Villamanrique en el año 1959. Es Licenciado en Periodismo y diplomado del Instituto Oficial de Radio Televisión Española. Ha producido programas culturales de RTVE y Radio Centro, en Madrid, y Radio 80, en Granada. Ha colaborado en los diarios Pueblo y Ya, y fue redactor Jefe del diario Ideal de Granada. Es autor de Poemas de juventud (1977), La Gran Vía de Granada. Un siglo (1997), Albaycín, solar de reyes (1999) y Lorca, el último paseo (2009).

Sulayr. La tumba de Muley Hacén (1998) El paraíso perdido (2005)

Se trascribe el diario en el que Manuel relata el hallazgo de la tumba del rey Muley Hacén cuando organizó una expedición con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América y de la toma del Reino de Granada. Con el mayor secreto, el arcón del sultán fue desenterrado y entregado al deán de la catedral, cuya muerte truncó la publicación del hallazgo. Además, algunos de los versos de la profecía inscrita en el arcón funerario, que vaticinaba el regreso del Islam a la península, habían sido borrados, y desapareció uno de los diamantes negros que, traídos por Tarik a la Península, fueron guardados por Al Hamar, pues eran garantes de la permanencia musulmana en Al-Ándalus. A la muerte del deán le siguió la de todos aquellos que participaron en la expedición, mientras que la mente de Manuel permaneció cinco años en tinieblas. Recuperado, vivió la crisis y las calamidades que acabaron con la expansión azucarera andaluza, la Guerra Mundial y la Guerra civil, pero nunca olvidó el hallazgo realizado años atrás, pues conoció la logia Cora Alpujarreña y a su líder, Abd Al Latif, descendiente de Muley Hacén, que consiguió reunir de nuevo los tres diamantes negros, inaugurando así una época de mestizaje en la antigua Al-Ándalus.

Novela de indagación histórica

Convivencia de culturas Reino nazarí de Granada Conquista de Granada Decadencia de al-Andalus Expulsión de los moriscos Veneno Manuscrito transcrito-diario-1ª persona Asociaciones (Cora Alpujarreña) Masonería

Prólogo (realidad de lo narrado), p. 9. Apéndice documental (pp. 245-248): Muley Hacén-Enlace geodésico entre Europa y África-El azúcar-Construcción de la Gran Vía

Manuel

Autor del diario. Cuando fue alférez en el ejército descubrió la tumba de Muley Hacén. Posteriormente fue diputado liberal y presidente del Ingenio del Genil. De sangre morisca que el dinero limpió, fue hombre honesto y tolerante, elegido según la profecía para hallar la tumba del sultán, aunque en su vida familiar hubo determinadas acciones que provocaron que su propio hijo consiguiera su encarcelamiento.

Menda

Nacido en el seno de una familia catalana, se hizo maestro alcoholero en Cuba, y de allí pasó a Francia, donde fue contratado como maestro cocedor, traductor y capataz cuando la Fives Lille organizó el Ingenio del Genil. Toda su vida mantuvo en condiciones los mecanismos de la fábrica, por si fuera menester. Estupendo contador de cuentos, animó a Manuel en la expedición, y fue el depositario de su diario.

Maurice Gorgognac

Ingeniero del Ingenio del Genil. Conocido como Mauro y casado con la hermana de Manuel, el francés, que rechaza las supercherías, se asombró de las características de la España rural. Morirá por efecto del veneno almacenado en el sepulcro de Muley Hacén, pero a decir de la hermana de Manuel, su espíritu se le aparece en sueños para sodomizarla.

Gonzalo Hernández de la Bobadilla

Director del Noticiero Granadino. Gonzalo, fabuloso narrador de leyendas Participó en la expedición y se encargó de la crónica de la misma. Tras las primeras muertes, quiso organizar la devolución del sarcófago de Muley Hacén al lugar donde fue hallado, pero las inclemencias climatológicas no lo impidieron. Falleció treinta y seis días después de Maurice.

M.ª Angustias Querejazu

Marquesa de Casalarga. Participó en la expedición, de la que fue cofinanciadora, junto a su marido y sus sirvientes, y posteriormente trabajó para la publicación de los materiales hallados, que iban a ser presentados en su palacete. A pesar de ser unan dama delicada, era capaz de batirse con la espada contra cualquier varón. Falleció tras la muerte de su marido, acaecida en condiciones vergonzantes.

Eloy Gonzalo

Nacido en Cuba aunque con raíces españolas, Eloy ayudó, con una paciencia infinita, a que Manuel recobrara la conciencia tras cinco años. Esperó durante años a su hermano y se casó con Margarita, hermana de Manuel, hasta que, cansado de la espera, y con el capital repatriado, formó la central Eléctrica de Cortes. Más tarde regresó, y hasta poder cumplir sus propósitos de ser banquero, montó una tabaquera.

Aixa María

Esposa de Manuel. Llegó virgen al matrimonio, y aunque ambos se quisieron, nunca llegaron a gozar de los placeres carnales. Tras descubrir los escarceos de su marido con una criada, y el embarazo de ésta, se recluyó a intervalos en la casa familiar, quedó preñada de Mama Rosa y vendió sus acciones del Ingenio del Genil a espaldad de Manuel, de quien llegó a ser rival en los negocios y el amor por Mama Rosa.

Santana

Jefe de Policía que llevó el caso de las muertes del deán y los expedicionarios. Ya jubilado, y con el caso prescrito, se sincera con Manuel, confesándole que creyó que fue él quien, para quedarse con un tesoro, asesinó al resto de los miembros de la expedición. De ese supuesto tesoro vendría su importante patrimonio, y los cinco años que Manuel pasó convaleciente serían la consecuencia de un frustrado intento de suicidio.

Mama Rosa

Cuñada de Eloy. Nacida hermafrodita, fue presentada al mundo como varón, pero más tarde quiso ser mujer y tuvo que huir del domicilio familiar y trabajar en un circo ambulante, hasta que el hermano de Eloy la retiró y la desposó. Despertará en Manuel una pasión adolescente, pero también compartirá el lecho con Aixa María. Morirá sola y olvidada, después de que unos sueños premonitorios le cuesten salud y cordura.

Abd Al Latif:

Reconocido heredero de Muley Hacén al trono musulmán en Al-Ándalus. Bajo la identidad de Baldomero, fue guía de la expedición y jefe de los arrieros. Más tarde se presentará a Manuel como gran maestre de la Cora Alpujarreña. Velará por reunir de nuevo los tres diamantes negros y que se cumpla la profecía. Ayudó a descender al malogrado Manuel del Mulhacén, por lo que ambos salvaron la vida del veneno.

José Valladar

Catedrático y vicerrector de la Universidad de Granada, apodado El Piedras por sus alumnos, debido a su afición por la arqueología. Aunque preparaba todo para dar a conocer los hallazgos a la comunidad científica, la muerte del deán lo sumió en una profunda depresión, por lo que sus investigaciones se vieron ralentizadas. Sin estar enfermo, sufrirá una asfixia que le producirá una parada cardiorrespiratoria.

Prólogo Amigo lector. Cuando yo era niño, jugaba a los conquistadores entre los cañaverales de la Vega de Granada y sus acequias. Allí estaba la más antigua fábrica de azúcar de España, el Ingenio del Genil, donde vivía un hombre de pelo y barbas blancas; era el anciano más viejo del mundo. Se llamaba Menda. Me contaba historias de princesas, moros, cristianos y aparecidos. Cada día, al terminar de cultivar su huerto y de engrasar la máquina del azúcar, se sentaba junto a un árbol del jardín y me narraba cuentos, las historias más hermosas jamás escuchadas. Me hice mayor y seguí visitándolo. Hasta que un día, a punto de morir el hombre más sabio del mundo, me entregó este diario escrito en 1937-38 por quien fue su mejor amigo. Querido lector, el diario que tienes en tus manos es una historia verdadera en la que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia (9). Era yo alférez del Ejército cuando descubrí la tumba del Rey Muley Hacén en el pico más alto de España. Aquella imagen de 21 de septiembre de 1879 se quedó grabada en mi memoria para siempre. Ahora no acierto a recordar si fue una visión que me sorprendió despierto embobado con una aurora boreal o en realidad se trató de un sueño. Nadie más que yo dijo haberla visto (11). Muchos de los arrieros habían regresado a sus puntos de origen con el encargo de volver a recogernos dentro de diez días, una vez terminado el programa de experimentos e investigaciones con el que pretendíamos contribuir tardíamente a los actos conmemorativos del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América y de la toma del Reino de Granada. Cinco arrieros se encargarían de trasladar hasta la redacción del Noticiero Granadino, uno cada dos días, las crónicas de la expedición que iría enviando Gonzalo Hernández de la Bobadilla. Con menos presencia de sirvientes, el vicerrector y catedrático José Valladar, el Piedras como le apodaban cariñosamente sus alumnos por su desmesurada afición a la arqueología, comenzó a efectuar las catas en el lugar que yo le señalé como segurísimo. A medida que los obreros avanzaban en la excavación de la chimenea del infierno, el profesor Valladar tomaba mediciones de temperatura y humedad, como si del más serio experimento científico se tratara (24). Gonzalo Hernández de la Bobadilla había comenzado a escribir parsimoniosamente para sus lectores la crónica de aquel día. Contaba la historia del nacimiento y caída del Reino de Granada a causa del maleficio de los tres diamantes negros. «Vivía en tierras del walí de Jaén, en el año 626 de la hégira, un labrador al que la fortuna le sonreía con buenas cosechas, ganados fecundos y sirvientes fieles. Era joven y bello todavía. Tenía sólo una esposa a la que amaba hasta adorarla. Ella le correspondía. Era escrupuloso en el cumplimiento de los mandatos del Corán. Era el más justo de los creyentes. Sus bienes estaban prestos para socorrer a los necesitados de Arjona, que era la alquería de su morada. Paseaba a caballo por sus tierras fronterizas a las de cristianos pensando en que su país se desmoronaba por la presión de las tropas de Castilla. ¡Oh, Dios de los justos –dijo- enséñame el camino que debo seguir para salvar a mi pueblo! En esos momentos, su brioso corcel se encabritó nervioso al tiempo que relinchaba desbocadamente. Al Hamar, que así se llamaba el labrador, no podía dominar la furia del pura sangre. El animal, ya sin gobierno, comenzó a correr por las campiñas del waliato; un sudor blanco manaba a chorros por los correajes, más a medida que las patas del corcel no pisaban ni el suelo en su galopada. Caballería y jinete atravesaron una niebla a cuyo final se abría una fortaleza de tipo bizantino con puerta barbacana, almenas, saeteras y alminares que eran de oro y diamantes y sobre la arcada principal se leía la inscripción: No hay más vencedor que Dios. Al Hamar fue conducido hasta una profunda mazmorra que terminaba en una galería iluminada por los rayos del sol, en cuyas paredes había inscritos con sangre los nombres de los que gobernaron con injusticia y con oro los prohombres del pasado; más adelante, figuraba una larga lista con las grandes hazañas y los peores vicios cometidos durante la dominación árabe de Al Andalus. La historia lo contemplaba. Un guerrero negro que dijo ser el espíritu de Tarik le entregó tres diamantes negros. Antes de que desapareciera le espetó: «Cumple tu promesa para con dios y con tu pueblo y tus descendientes gobernarán Al-Andalus mientras sean honestos y mantengan juntos estos tres diamantes negros de singular poder y belleza». Pocos días después Al Hamar era proclamado sultán del Reino de Granada y daba origen a una larga estirpe de grandes reyes que se extendería hasta finales del siglo XV. Muley Hacén fue el penúltimo rey de la dinastía nazarita, el último muerto y enterrado en occidente. Fue también el último sultán que tuvo juntos los tres diamantes negros y murió sin poder entregarle el secreto a su descendiente en el trono de la Alhambra. Muley Hacén, viejo y sólo querido por su segunda esposa, la cristiana Isabel de Solís, convertida al Islam con el nombre de Soraya, vivió desterrado en su castillo de Mondújar, adonde había ido a refugiarse de las intrigas palaciegas de su primogénito Boabdil y de su propio hermano Al Zagal. Cuando sintió que le había llegado el momento de rendir cuentas al altísimo, mandó llamar a su segundo hijo Yusuf, que también vivía retirado en la alquería de Loaysa. -«Toma los tres diamantes negros de Al Hamar y guárdalos siempre juntos para que nuestro reino recobre todo su esplendor y grandeza»-, dijo Muley Hacén a su hijo Yusuf antes de expirar. En su regreso a Loaysa sufrió Yusuf una emboscada en la que cayó muerta toda su guardia y él no pudo rebasar el valle de Lecrín, la tierra de la alegría. Malherido, Yusuf regresó a Mondújar llevando solamente dos de los tres diamantes negros de su antepasado Al Hamar; el otro le había sido arrebatado en la lucha. Se cumplieron los deseos de Muley Hacén de que lo sepultaran en un lugar solitario y en lo más alto de Sulayr –nombre andalusí de Sierra del Sol o Sierra Nevada-, en el que las intrigas de los hombres no pudieran alterar su paz. Al poco tiempo de la pérdida de los diamantes, el Reino de Granada comenzó a desmoronarse y las tropas cristianas entraban victoriosas en la capital, entregada bajo unas capitulaciones demasiado generosas que no pensaban cumplir quienes las otorgaron. Desaparecía el reinado dos siglos y medio después de la profecía recibida por Al Hamar». Esta fue la última crónica enviada desde las excavaciones del Mulhacén que los suscriptores del Noticiero Granadino pudieron leer. Nada más partir el caballista de posta, los obreros dieron el aviso de que una gran losa cubría una oquedad. En esos momentos di gracias a Menda porque fue él, con su teoría de la chimenea del infierno, quien me animó hasta hacer realidad mi ensoñación de varios años. Se dio el día libre a los operarios con el fin de apartarlos del trabajo que a partir de aquel momento se decía totalmente científico, a excepción del guía de la expedición y jefe de los arrieros, un alpujarreño de nariz aguileña, alto como un álamo y pelo negro-azulado, que llevaba por nombre Baldomero (24-27). La decepción fue grande entre quienes esperábamos encontrar un fabuloso tesoro enterrado en una faraónica cripta, propia de un emperador. El arcón de plomo que contenía los restos del rey Muley Hacén era lo único de valor intrínseco que albergaba el secreto mausoleo funerario. Dentro, junto al cadáver real momificado, envuelto en vendas y orientado hacia el sol naciente, sólo apareció una inscripción sobre una piel y un pequeño cofrecillo no más grande que una manzana. Del contenido del arcón tuve conocimiento por lo que me contaron después. Una desafortunada caída cuando bajaba hasta el fondo de la excavación me produjo la tronzadura de la pierna izquierda, cuya gravedad se confirmaría con el diagnóstico medio de fractura de tibia y peroné. Mientras Baldomero me entablillaba la pierna y casi medio cuerpo con la ayuda de varios sirvientes, Maurice de Gorgognac, José Valladar, Mariano Alfonso y Gonzalo Hernández de la Bobadilla procedieron al empaquetado del arcón de Muley Hacén en una caja de madera, convenientemente lacrado y protegido. Supe en el Hospital de San Juan de Dios que mi doloroso traslado había terminado casi al mismo tiempo que el regreso de toda la expedición, a pesar de que los arrieros que me transportaron hasta la ciudad y yo habíamos partido casi con un día de ventaja. Sirvientes y arrieros, a excepción de Baldomero, supieron que la expedición había vuelto con infinidad de muestras vegetales y minerales. Nada más. Y si alguno sospechó algo, lo más que pudo saber fue que habíamos topado en nuestras mediciones con algún hueso antiguo. La verdad es que el conocimiento y el interés del vulgo por la historia y la cultura con nulos. Esta buena gente desprecia lo que ignora. Supongo que nos veían como señoritos locos que no tienen otra cosa en que perder su tiempo y su dinero. Todas las muestras recogidas durante los días que permanecimos en las cumbres de Sierra Nevada, incluido el arcón, quedaron a buen recaudo en la biblioteca particular de Juan Alfonso, deán de la Catedral, en espera de iniciar posteriores análisis y estudios, sobre todo de las inscripciones en el plomo de la caja mortuoria y en la piel. Estábamos todos ansiosos por conocer el resultado de las transcripciones y del contenido del pequeño cofrecillo. Paralelamente, José Valladar comenzaba a efectuar los preparativos para dar a conocer el magnífico descubrimiento a la comunidad científica internacional (27-28). El enojoso asunto de la muerte del deán de la catedral había influido notablemente en la decisión del Cardenal de apartar por completo a la Iglesia de cualquier tema que tuviera relación con las investigaciones del hallazgo de la tumba del rey Muley Hacén. Máxime cuando tuvo conocimiento, a través de un informe confidencial de Juan Alfonso, del pobre valor material de las excavaciones. El vicerrector Valladar, muy afectado por la muerte de Juan Alfonso, ralentizó todas sus investigaciones acerca de los hallazgos y se sumió al principio en una profunda depresión. Secretamente fue trasladado el arcón del rey Muley Hacén a su cámara de investigador, así como todos los restos de menor importancia aparecidos junto a él y el resultado de las primeras investigaciones avanzadas por el deán en aquellos meses de estudios, algunas de ellas compartidas en sesiones con el resto de expedicionarios del grupo, principalmente por Valladar. Tras largos meses de lentas traducciones, Valladar nos informó que las paredes del arcón, tras su limpieza, eran un completísimo libro en el que estaba escrita la vida del rey Muley Hacén, la de sus antepasados desde el primer kalifa elegido en la gran mezquita de Damasco, Abú Bakar, y buena parte de las hazañas del reino nazarita. Ya no había duda, la momia pertenecía a Abul Hassan, ibn Saad (Muley Hacén, hijo de Saad), que a su vez era hijo del sultán Yusuf, hijo de Muhammad el Gani-bil-Lah, hijo del sultán Abul-Hachach Yusuf, hijo de Ismail, hijo de Fachach... hasta llegar a Muhammed ben Al Hamar, fundador de la dinastía Nazarí. Contenía loas al conquistador de Zahara, de tierras de Murcia, de Jaén y Puente Genil, constructor de castillos, fortificador del reino, justo entre los justos. El rey Abul Hassan quiso en los últimos días de su vida que reposaran junto a él para siempre los nombres de quienes fueron leales y fieles consejeros, servidores en su vida terrena. Nombres de varios almotacenes, alamines, cadíes figuran escritos junto con sus principales atributos. Muley Hacén era el único príncipe de los creyentes en Occidente, responsabilidad heredada desde que Abderramán se salvó de la matanza por los abassidas de Damasco y fundó el califato de Córdoba. Los caballos, con abundantes menciones a sus nombres y su nobleza de espíritu, y la cetrería debieron ser sus dos grandes pasiones, así como el agua y los jardines. el paño de cabecera del arcón funerario narra la peregrinación de Mahoma a La Meca donde besa siete veces la Kaaba que tiene impresa la huella de Abraham; la entrada de los mongoles en Arabia, al mando de Halagu-Kan, justo un siglo antes, y la peregrinación del propio Muley Hacén a La Meca, que duró casi dos años como uno más de los peregrinos del Magreb. La larga caravana por los desiertos de Cairuam inspiraron nostálgicos recuerdos a Muley Hacén de los jardines colgantes que jalonaban las laderas de Sulayr en su tierra, con sus abundantes arroyos de límpida agua cristalina. Muley Hacén debió sentirse en sus últimos años muy solo y abandonado, tanto por los de su propia sangre como por la umma (universalidad) musulmana. Y traicionado. El arcón narra, en la parte donde reposan los pies, la poca esperanza en el hermano turco y el progresivo decaimiento de la fe musulmana en occidente. Finaliza con un extraño poema, especie de profecía, que mezcla versos y citas del Corán: «Regresará el día en que vuelvan a encontrar el paraíso quienes combaten bajo el estandarte de Dios. Volverán del África y Arabia a habitar el Jardín de las Delicias de la Tierra. La señal será enviada por un rayo de fuego desde lo más alto de Sulayr, cuando el vikingo y el extranjero llegado de más allá de las brumas del océano se erijan en capitanes del estandarte de la estrella. Entonces llegará el Elegido, para perdonar nuestros pecados [e impartir justicia. Será el tiempo de la paz y la tolerancia; la cultura volverá a [florecer entre los de nuestra sangre. No hay más vencedor que Dios». José Valladar se encontraba bastante satisfecho con el trabajo de traducción del malogrado Juan Alfonso, que él estaba a punto de concluir, aunque con mayores dificultades desde que el deán había dejado de existir. -Tengo que comunicaros un pequeño contratiempo que ha surgido-, nos dijo Valladar al término de una de las sesiones en que nos leía las traducciones realizada en la última semana. -Ha desaparecido uno de los dos diamantes negros que contenía el cofrecillo. Lo eché en falta ayer mismo. No creo que se perdiera en el trajín del traslado a mi cámara; desapareció con anterioridad. Lo he buscado por todos sitios y en mi casa no está (41-44). La intranquilidad volvió a nuestras cabezas cuando pocos días después José Valladar nos hizo partícipes de otro misterio aparecido en sus investigaciones. Lo que parecía un adorno floral de la profecía en el arcón de Muley Hacén, no era tal. Según sus investigaciones, al menos dos versos y una fecha fueron borrados deliberadamente con un ácido y no hacía cuatro siglos, cuando fue enterrado Muley Hacén en él, sino muy recientemente. Desde el verso «...nuestra sangre» hasta «No hay más vencedor que Dios» faltaban un par de frases y los números, aunque un solitario 1 se podía adivinar al comienzo de la secuencia (47). -Baldomero López Martín e industrial de la seda. Vecino del pueblo alpujarreño de Ugíjar, para servirle-, se presentó estrechándome la mano como si fuera la primera vez que nos veíamos las caras en nuestras vidas. -Pero para ti, hermano masón, mi verdadera identidad es Abd Al Latif el Tagarí. Soy el maestre de la Cora Alpujarreña, servidor del Justo, Poderoso, Indulgente y Verdadero. Mi misión es velar por el emir mi señor y tenerlo todo preparado para cuando llegue el momento de cumplir la profecía (112). Baldomero, o el Siervo del Amable, que es lo que significa su nombre en árabe, prosiguió su relato cuando le pregunté quién era el emir al que profesaba tan ciega obediencia. «Boabdil el Chico, hijo del emir Muley Hacén –dijo-, fue traicionado por su visir Abén Comixa, un moro renegado que llegó a adoptar el hábito franciscano y se ocupó de preparar su exilio al norte de África en connivencia con Hernando de Zafra. Había muerto su amada Moraima en Laujar de Andarax y poco le unía ya a éste que antes fue su reino. Boabdil fue acogido por jerifes de Marruecos a cuyo lado luchó en varias batallas; murió en una escaramuza a las orillas del Guad al Abid, ya septuagenario, en compañía de su pariente el rey Abul Abás. Los hijos de Boabdil y sus descendientes desaparecieron en Fez y los derechos de sucesión pasaron a manos de Saad, su hermanastro, fruto del segundo matrimonio de Muley Hacén con Isabel de Solís, de nombre Soraya cuando abrazó el Islam. Mi señor el emir es el descendiente directo de Saad, el más justo entre los justos». Hice además por saber algo más de esta confusa historia que me resultaba poco creíble casi tres siglos después de que fueran expulsados los moriscos de los reinos de España. Me interrumpió. -Por eso ahora necesito reunir los tres naifes negros y hacer que la profecía de Muley Hacén se cumpla. El Siervo del Amable se aprestó a dejar claro que la Cora Alpujarreña no había tenido ninguna responsabilidad en la muerte de los cinco miembros de la expedición a la tumba del emir Muley Hacén. Solamente entraron en contacto con el Deán de la catedral para pedirle que entregara los dos diamantes negros hallados en el corfrecillo del arcón funerario de Muley Hacén. Seguí la narración entre asombrado e incrédulo. No conseguí asimilar tantas revelaciones de fábula en tan corto tiempo. Baldomero me instruyó en el conocimiento de la Cora Alpujarreña con pocas palabras: «Antes de disponerse a entregar su alma a Alá, el rey Boabdil introdujo su mano en un bolsillo cosido bajo su cota, extrajo una pequeña bolsa de cuero que contenía un diamante negro y encomendó a su más fiel sirviente que buscara a su hermanastro Saad y se lo entregara. Tuvo aún unos momentos de vida el Desventuradillo para pedir que Alá lo perdonase por haber conspirado contra su padre y ser el culpable de la separación de los tres diamantes negros y posterior desmoronamiento del Reino de Al Ándalus. Pidió también perdón Alá por la muerte de su hermano Yusuf cuando regresaba a Loaysa con los tres diamantes de la dinastía. expiró con la invocación de La galib ily Allah (Sólo Dios es vencedor)». -La Cora Alpujarreña ha sido en los cuatro últimos siglos los ojos y los oídos de los trece emires que han gobernado la comunidad morisca de España-, prosiguió en un relato que por momentos avivaba en mí la curiosidad. -Los ojos y los oídos de la Cora están entre los oidores de la Real Chancillería, en la mayoría de los gremios de artesanos, entre los habitantes del Albaicín, entre los más ilustres mercaderes, entre la mayoría de médicos del Reino y también en la jerarquía de la Iglesia Católica. Estuvieron nuestros ojos durante la unión geodésica de Europa-África y después en vuestra expedición al Mulhacén... Sólo Abén Humeya, que fue el tercer maestre de la Cora, traicionó la confianza de su emir y abocó a nuestro pueblo a una guerra que empeoró su situación. Le interrumpí para acusar directamente a la Cora Alpujarreña de la muerte de mis cinco compañeros de expedición con el único fin de hacerse con los diamantes negros. -Insisto en que no tuvimos nada que ver con las muertes de tus cinco amigos. Recuerdo que llovía a cántaros la segunda vez que fui a ver al Deán de la Catedral para pedirle que entregara los dos diamantes a sus verdaderos propietarios. En la primera visita le revelé el secreto que acabo de contarte a ti. No se mostró muy sorprendido por la historia e incluso me pareció que estaba al corriente de algunos extremos. Sintió no poder darme los dos diamantes en aquel momento; adujo que los tenía prestados el Arzobispo y que debería volver otro día a buscarlos. Así lo hice unos días después. En la segunda ocasión Juan Alfonso parecía un tanto contrariado. Me mostró su disgusto porque no pudo conseguir que el cabildo catedralicio le devolviera los dos diamantes negros; decidieron guardar uno en el tesoro de la Capilla Real, pensando incluso en encastrarlo en el copón de campaña de la Reina Católica. Juan Alfonso estaba sudoroso y con bastantes nervios, hasta el punto de desabrocharse el alzacuellos. Relató que le ordenaron desfigurar con un ácido la parte final de la profecía que figuraba en el arcón funerario y la fecha, para que nadie pudiera conocerlas. Eran, según las conclusiones a que llego, el nombre del Elegido y el año en que el Islam resurgiría en Al Andalus (113-115). El Siervo del Amable aseguró con rotundidad que los reyes de España han estado siempre informados perfectamente de los derechos de sucesión del Reino de Granada y de la persona en que recaía el emirato en cada momento. La Corona española pasó a ser permisiva con la presencia de los reducidos grupos de moriscos que han permanecido bajo sus dominios, una vez alejado el temor a una rebelión masiva apoyada por ejércitos extranjeros. «Tan interesados estuvieron los reyes por saber del heredero del trono nazarí que Felipe IV recibió en secreto a nuestro emir cuando visitó Granada en 1624; ambos conversaron durante más de tres horas en una entrevista secreta en los jardines del Generalife». Pregunté a Abd Al Latif si realmente la historia de moriscos en una dimensión paralela tenía muchos afectos o era producto de la nostalgia de un puñado de descendientes de familias nobles musulmanas que se habían resistido en cuatro siglos a abandonar sus raíces. -Somos más de los que piensas y menos de los que nos gustaría a nosotros. Los miembros de la Cora Alpujarreña nos encargamos de mantener viva la llama de la esperanza porque pensamos que un día no muy lejano la profecía de Muley Hacén se cumplirá y nuestra cultura y religión volverán a florecer en libertad, la misma que hubo durante la época dorada del periodo nazarí, en la que la avanzada civilización hizo de este Reino uno de los más importantes del Occidente. -Crees que están los tiempos, bien entrado el siglo XX, como para volver a reinstaurar un reino musulmán en Al-Andalus-, cuestioné ingenuamente a Abd Al Latif. -Las cosas han cambiado, aunque las esencias permanecen. Durante casi dos siglos, hasta casi el XVIII, pensábamos que era posible organizar una invasión por la fuerza de las armas en la que todo el orbe musulmán volvería a unirse para reconquistar Al-Andalus. Fueron dos siglos de cruce de embajadores y de continuas planificaciones. El pueblo turco prometió una y otra vez su ayuda, pero nunca se hizo realidad. Hoy eso es impensable. Nuestros sabios y ancianos hacen una interpretación muy distinta de la profecía de Muley Hacén, lejos de todo ardor guerrero, pero siempre con la idea fija de que nuestra civilización reconquistará Al-Andalus. No quiso darme mayores explicaciones sobre cómo se cumplirá la profecía de Muley Hacén, cuándo, ni de la mano de quién. Dijo no estar autorizado para ello. Derivó la conversación hacia lo que él llamó «grave incumplimiento de las Capitulaciones de 1491 entre los Reinos de Castilla y Granada». El Siervo del Amable demostró ser un magnífico conocedor de la intrahistoria de lo que llamaba «reinos superpuestos». -Desde el día 3 de enero de 1492 nuestros antepasados vieron claro que habían sido abandonados a su suerte por Boabdil y sus visires. Una vez más nuestro pueblo se dividió entre quienes se procuraron su futuro con las prebendas de se conversión y el pueblo llano. Abdel Malik y Aben Comixa pactaron con representantes de Isabel y Fernando unas capitulaciones ciertamente muy generosas y respetuosas para con nuestro pueblo. Esa generosidad fue precisamente la que levantó la primera sospecha por entender que todo era una artimaña para acelerar la toma de la ciudad y dar cumplida satisfacción al Papa de que la unidad religiosa se había satisfecho en toda la Península; la Iglesia Católica puso su dinero en aquella guerra y quiso sacarle pronto provecho a la cruzada. Se trató de un acuerdo internacional entre dos estados libres y soberanos; uno de ellos lo incumplió y causó la humillación del otro. -No fue para tanto-, intervine para frenarle un monólogo que le estaba poniendo tenso. -Pudo no haberlo sido –arguyó-. En pocos meses comenzaron los abusos sobre personas y haciendas moriscas; el gobierno de la ciudad marginó primero y expulsó después a las comunidades sarracena y mudéjar. Los notables nazaritas y los gacis se percataron pronto y abandonaron el Reino en dirección al norte africano; el pueblo llano cada vez se veía más humillado. Se le prohibía usar su lengua, practicar su religión, organizar sus zambras, seguir sus costumbres, teñirse con alheña y se cometía con ellos infinidad de atrocidades. Si el Reino de Granada hubiese sido conquistado por los grandes de la nobleza castellana, como ocurrió con Sevilla y Andalucía, habrían sido mas respetuosos con las gentes y la cultura musulmana; pero no, en Granada se aposentó –la mayor parte usurpando propiedades- la nobleza de menos abolengo, una nobleza nada culta y hambrienta de botín; también se licenció aquí a toda la soldadesca de fortuna al no haber ya empleo para ellos. Todos estos acontecimientos fueron propiciando el abuso desmedido del vencedor sobre el vencido. Si a ello sumamos la loca carrera que se desató por la rápida cristianización, nos encontramos con un pueblo oprimido que no tuvo más solución que levantarse en armas una y otra vez para pedir que se cumpliera lo pactado en las capitulaciones. Las rebeliones fueron utilizadas por el inquisidor para obligar a los musulmanes a su conversión y la historia volvía a repetirse. Estuvo claro que prevaleció el derecho de la Iglesia sobre el derecho internacional y los reyes de España nada quisieron saber cada vez que se lo planteamos. Se dio la violación flagrante de un acuerdo entre dos naciones y así lo reconocería un tribunal de justicia internacional, en caso de que existiera alguna vez. Baldomero volvió a ser él otra vez cuando me invitó a salir a los alrededores de su finca a visitar las cosechas de naranjos, limoneros y vides que estaban preñadas y a punto de comenzar la recolección. Quiso quitar un poco de gravedad al monólogo que mantuvo minutos antes a la puerta de la almunia y se dispuso a cumplir con su azalá. Sonrió al levantarse y bromeó. -O sea, que si cumplieran ahora las Capitulaciones de 1491, mi señor sería rey y yo incluso podría ser jefe del gobierno (143-137). Regresé a la capital del Reino completamente convencido de que la Cora Alpujarreña nada tuvo que ver con la muerte de los cinco miembros de la expedición al Mulhacén. El honor y la verdad es el bien más preciado que guarda todo miembro de la Cora cuando ha alcanzado tal grado, una vez visitada la Meca. Por eso me creí sus explicaciones. Desde hacía varios años el arcón funerario con los restos del emir Muley Hacén reposaban nuevamente en la montaña más alta de Al-Ándalus. Primero estuvieron ocultos en el cementerio de Mondújar, durante casi cinco años, cerca de donde están enterrados todos los emires nazaritas que Boabdil se llevó de al Alhambra antes de entregarla. La Cora decidió cumplir el deseo de Muley Hacén de reposar en el lugar imperturbable de Sulayr y volvió a enterrarlo en el pico más alto. El camino de retorno de la momia de Muley Hacén comenzó a los pocos días de haber precintado el palacete de los Marqueses de Casalarga; el maestre de la Cora ordenó sustraerla sigilosamente y así se cumplió su deseo. Interpreté que el maleficio de Muley Hacén se había roto. Los cinco años que permanecí en coma vegetativo coincidían con el tiempo que su momia estuvo pendiente de enterramiento en Mondújar. Ya nadie moriría porque su alma encontró finalmente el descanso que interrumpimos con nuestra expedición. Mis rezos para que alguien devolviera los restos a la tumba encontraron eco. La paz volvió a mi espíritu (138-139). Mejor que responder por carta, Baldomero López se presentó en mi casa a los pocos días de requerirle mediante correo que me diera información sobre el paradero de los documentos, estudios y transcripciones que fueron robados junto al arcón de Muley Hacén. También de la composición musical, cuyo conocimiento reclamaba mi atención tras la conversación mantenida con el comisario Santana. -No preguntaste por los documentos y por eso no te expliqué su paradero. Todos los papeles que contienen las traducciones efectuadas por Juan Alfonso y José Valladar están custodiados por el consejo de la Cora-, me explicó el Siervo del Amable. Me informó que las traducciones estaban muy bien hechas y venían a confirmar lo conocido por su gente a través de la transmisión oral de trece generaciones. -¿Cuál es la importancia de la composición musical por la que muestra tanto interés el cabildo catedralicio?-, pregunté. -La historia es larga y aún está por saber su final... A través de un alto dignatario eclesiástico descendiente de familia morisca supimos que la construcción de la Catedral obedece a una compleja estructura de secuencias musicales; lo mismo ocurre con los grandes monumentos levantados por maestros masones en la antigüedad. Si se produce un acoplamiento de secuencias entre la propia del edificio y otra interpretada por un órgano, su estructura puede saltar hecha pedazos como lo hace una copa con el tono agudo de una soprano. -¿A eso te referías cuando hiciste la pregunta en la logia Beni Garnata? -Por aquellas fechas yo conocía este hecho, aunque investigué durante años para confirmarlo por completo. Abd Al Latif el Tagarí prosiguió su relato: «Cuando supimos en la Cora que el cabildo catedralicio buscaba la composición, me entrevisté con el deán. Me aseguró que la estrofa musical no tenía mayor relevancia para ellos, pero albergaba un gran interés emotivo porque estaban preparando las composiciones de Juan Alfonso para su publicación. Les faltaba esta estrofa y querían conseguirla. Vi en sus ojos que no decía la verdad. Ofrecí cambiársela por el diamante negro guardado en el tesoro de la Capilla Real y aseguró en la Catedral no sabían nada de la piedra. Nos despedimos al ver que la conversación era un diálogo de sordos. No pasaron muchos días sin que volviéramos a entrevistarnos, esta vez en la Posada del Toro, por ser un lugar casi equidistante entre la Catedral y mi casi albaicinera. El deán Gonzalo del Castillo volvió a pedirme la composición a cambio de dinero. Le repetí mis condiciones y le expliqué lo importante que era para él conocer esta música. Contestó que para nada y a nadie valdría la secuencia musical puesto que el órgano tiene el tubo de una nota eliminado desde hace más de dos siglos, lo cual hace imposible interpretar la composición que derrumbaría la Catedral. Así quedaron las cosa: ellos no conocen la secuencia que Juan Alfonso pretendió comerse, por un motivo que nunca se sabrá, y yo no he conseguido saber dónde está el tercer diamante». -¿Crees que el deán te dijo la verdad? -Dudo al respecto. No quiero pensar que hayan hecho desaparecer la gema que no falta para evitar que se cumpla la profecía del emir Muley Hacén. Volví en aquel tiempo a tomar interés por nuestra aventura arqueológica. Casi veinte años me costó superar el miedo a la muerte. Tomé conciencia de mi edad y sobre todo asumí que el destino final es morirse. Ya no me importaba tanto la muerte, tenía cumplidas las mayores aspiraciones de mi vida y, por si fuera poco, no superé el dolor por la marcha de Fátima. Sólo el indefenso Alejandrito justificaba mi existencia. A nadie más le era innecesario. Por eso empecé a desperezar los recuerdos que dormían en mi memoria de manera forzada. Lejos estaba ya el día en que, siendo de los primeros soldados del recién estrenado servicio militar, subí al monte Mulhacén como ayudante de la unión geodésica entre Europa y África. Construimos unas sólidas casas de piedra y madera en aquella montaña a la espera de vislumbrar la luz que el ejército francés nos enviaba cada noche desde lo alto de los montes argelinos. Fue allí donde observé que la nieve se derretía antes en un semicírculo del suelo que en la restante superficie. Me intrigó aquel enigma durante varios años. Hasta que un día, con la narración del tesoro encontrado por Menda junto al Guadalén, relacioné los hechos y concluí en que debajo estaba la tumba del emir Muley Hacén. En cuatro siglos nadie fue capaz de descubrir el lugar donde lo enterraron, lejos del mundanal bullicio y alejado de las intrigas de los hombres, como pidió en su lecho de muerte a su joven esposa Isabel de Solís (156-158). Los tres diamantes negros estaban juntos dentro del cofrecillo. El reencuentro de las tres gemas había tardado en cumplirse algo más de cuatrocientos años. Abd Al Latif aparecía eufórico por ser bajo su mandato cuando la Cora hizo realidad uno de los sueños de los moriscos andalusíes; ahora, según ellos, el camino estaba más despejado para alcanzar su destino final: el regreso del Islam y de su cultura a las tierras que fueron suyas durante ocho siglos. Abd al Latif me buscó para darme las gracias. Me dijo que está escrito que un descendiente de morisco tendría un sueño; a él, entre brumas el arcángel Jibrail revelaría el lugar donde estaba enterrada la momia del último emir muerto en al Andalus. Y con ella, los dos diamantes necesarios para que se cumpla una parte de la profecía. -Pues ha fallado algo, porque yo no soy morisco ni descendiente de morisco. Soy cristiano español con varias generaciones de cristianos viejos en mi árbol genealógico –le aclaré-. -Eso no tiene mucha importancia. Es un detalle insignificante. No hace falta ser descendiente de morisco por vía sanguínea. Basta con ser una persona de talante justo, respetuoso y permisivo con la Humanidad. Quizás por eso Dios –llámalo como quieras, Cristo o Alá- te eligiera para la revelación de su señal. Tú eres un hombre justo con los obreros de tus empresas, tú eres un hombre respetuoso con los que no piensan como tú, eres una persona que ha hecho mucho bien por el progreso de las gentes de tu tierra. Por eso el Mensajero te eligió. Abd Al Latif quiso convencerme con su verborrea de musulmán alpujarreño de que yo era poco menos que el brazo derecho de Alá. No compartí ninguno de sus halagos, pero me gustó que me regalara el oído antes de que lo cortara en seco cuando casi empezaba a levitar un par de palmos del suelos: «Yo descubrí la tumba del Rey Muley Hacén por pura casualidad», le dije secamente. El cofrecillo que guardaba los tres diamantes desde tiempos de Al Hamar –que fue el primer rey de la dinastía nazarita y la que le fueron confiados por Dios la custodia de los tres diamantes, símbolo de la unidad de su reino- estaba ricamente tallado con miniaturas esculpidas sobre la madera al estilo de los orfebres de Damasco. Según la tradición transmitida de boca en boca de un emir a otro, los tres diamantes negros habían sido tallados a partir de tres esquirlas de la Kaaba venerada en La Meca. Eran símbolo de la extensión de las conquistas del Islam, de manera que la suerte de los nuevos territorios conquistados para su fe estaría estrechamente ligada a que las tres piedras permanecieran juntas, como signo de unión entre las distintas etnias a que dieron lugar los descendientes del Profeta. Los diamantes fueron traídos por Tarik a la tierra de los godos cuando el Conde Don Julián le pidió ayuda en sus luchas contra el rey de Toledo. Siempre estuvieron juntos en manos de los califas de Córdoba, quienes los veneraron y cuidaron en la mejor hornacina de sus palacios. Sólo cuando los diamantes fueron separados durante las disputas califales, dieron origen al desmembramiento del califato. «Los tres diamantes estuvieron perdidos dos siglos, el tiempo que duraron los reinos taifas; incluso hubo algún reyezuelo, como el de Zaragoza, que intentó partir una de las piedras en tres trozos porque creía que así extendería de nuevos sus dominios hasta Poatiers; pero está escrito que los diamantes y la fe de Dios no se pueden reducir a polvo. Lo único que consiguió fue debilitar más su reino y acelerar su caída». -Un mensajero de Alá tuvo que intervenir –prosiguió Abd Al Latif- para poner orden entre tanto caos en que se sumió el orbe musulmán de occidente. El enviado divino reunió de nuevo los diamantes en la caja de madera de sicomoro y se los entregó a Al Hamar, el primer elegido para restaurar el orden musulmán en Al Ándalus en el 635 de la hégira. Fue el propio Tarik quien regresó en persona para entregárselos con el mandato de que él y el pueblo muslín fueran honestos y mantuvieran juntos los tres diamantes; si así lo hacían, disfrutarían del Jardín de las Delicias en Al Ándalus eternamente. El cofre de madera incorruptible de sicomoro en que Abd Al Latif tenía recuperados los tres diamantes era el mismo en que Tarik ordenó tallar nada más pisar tierra de godos en el 711 de la era cristiana. Aquel árbol fue traído desde Galilea al finisterre europeo por los siete varones apostólicos y plantado en el lugar en que después se erigiría una de las primeras iglesias por los primitivos cristianos; eso ocurrió en Elvira. Allí vive todavía el viejo sicomoro de San Cecilio, junto a las ruinas de lo que fue una iglesia mozárabe destruida en 1088 por el rey almorávide, bajo cuyas raíces encontró un tesoro no ha muchos años un joven pastor que peregrinó a ver las pirámides de Egipto. Abd Al Latif agradeció mi importante colaboración en el cumplimiento de la profecía de Muley Hacén. Pero yo perdí a cinco amigos tras una expedición que se pensó como la más interesante aventura arqueológica y terminó en la mayor tragedia (173-175). Sonrió de nuevo y volvió a sentarse en el sillón de mi biblioteca. Lo sometí a un bombardeo de preguntas para saber cuándo, dónde, cómo, de qué manera había recuperado el tercer diamante negro que parecía haberse perdido para siempre en los vericuetos catedralicios. La historia volvía a resultar increíble en el fondo, aunque en la forma sucedió de manera muy sencilla, según me la contó Abd Al Latif. No hacía muchos días que el vicario general de la diócesis lo convocó porque tenía algo importante que ofrecerle. «Asistí cortésmente a su invitación -prosiguió Abd Al Latif-, como es norma en todo musulmán. Fue directo al grano al decirme que mis historia era muy bonita, muy legendaria y muy épica. Eso le daba igual, pero me pedía por favor que, si era tan caballero como él pensaba, no tendría ningún inconveniente en trocar la composición musical por el tercer diamante sin ninguna otra contraprestación por ambas partes. Sólo me exigía que le garantizase que no existía ninguna copia escrita ni memorizada de la secuencia musical en cuestión. A cambio de mi palabra de honor, le mostré mi sorpresa por tan repentina alteración de opinión». El vicario general no fue muy explícito con Abd Al Latif, pero llegamos a saber que estuvo a punto de ocurrir una terrible catástrofe en la catedral como consecuencia de la composición musical. El organista trató de dar por su cuenta con la estrofa que faltaba a la composición del deán Juan Alfonso. La tuvo prácticamente encajada hasta el momento en que los muros y pilastras comenzaron a tiritar como ni siquiera en los tiempos del tembleque lo habían hecho. Así ocurría cada vez que el órgano entonaba ese pasaje musical. Se temió que ocurriera lo peor si el organista seguía experimentando para dar con la composición musical completa. Entonces se decidió entregarle el diamante a Abd Al Latif a cambio de la partitura. Quedaba claro que el órgano tenía instalado el tubo necesario para entonar la secuencia con que el arquitecto constructor calculó la fábrica de la capilla mayor del Reino. Y también que de haber seguido intentando dar con la estrofa, el edificio habría terminado en el suelo. La preocupación del cabildo catedralicio aumentó el día que comenzaron a caer cascotes del techo y se detectaron grietas en dos arcos fajones. Varios meses después se comprobó que también la torre se hundió unas milésimas sobre su cimentación. -Intercambiamos la composición por el diamante y la historia acabó allí -apostilló Abd Al Latif (177-178). De ser cierta esta interpretación de los sabios de Alejandría, quedaba clara la intención del médico embalsamador Kait Bai: evitar a los profanadores y no permitir el desenterramiento de Muley Hacén a nadie que no conociera el secreto (236). -Es bien fácil: En un futuro no muy lejano me gustaría que Granada fuera una ciudad mestiza de paisajes, culturas y saberes. La urbe en la que confluyeran caminos que, partiendo de Europa, Asia y África, traigan lo mejor de sus culturas. Una ciudad de gentes acogedoras, respetuosas con su entorno urbano y vegetal. Esa ciudad será refugio de perseguidos por razones de ideas y albergue de artistas. A ella vendrán, por su belleza y su temperancia, quienes busquen la paz de sus espíritus. ¿Entiendes? La ciudad que será es la que fue (239). Ahora lo único que deseo es cerrar los ojos y dormir para siempre. Que mi alma y mi cuerpo descansen en lo más alto de Sulayr, lejos de las intrigas de los hombres, donde pueda reposar en paz toda la eternidad, lo más cerca posible de las estrellas. Así lo quiso Muley Hacén. Así lo dispongo yo (240).

Antonio Huertas Morales
Marta Haro Cortés
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