Genciano «el Casto»
Barcelona, Gal Art, 1998
El rey Aghor (1958) El Efebo y la Ninfa (1996) El Semor de «Els Manxons» (1997) Genciano «el Casto» (1998) La doncella de La Sala (1999)
Se editan las memorias y el expediente judicial de Genciano el Casto, nacido en Can Balaguer en el año 947, y cuyos amores con Blancaflor se vieron truncados el mismo día de su boda, cuando una incursión normanda propició la intervención de las tropas castellanas y musulmanas. Genciano, hecho prisionero y llevado a Ragusa, consiguió escapar, y tras cinco años en Tesalónica y en el monte Athos, regresó a Barcelona para trabajar como preceptor, justo cuando moría el conde Miró. Su integridad y su castidad le granjearon clientes poderosos, interesados en confiarle a sus hijas. El Casto, fiel a su desaparecida Blancaflor, supo distanciarse de sus pupilas, pero su amor titubeó después de conocer e instruir a Rosaura, hasta que descubrió que la muchacha cobijaba el alma de su desaparecida Blancaflor. La dicha de los amantes, sin embargo, fue breve, pues Rosaura murió al culminar el amor, y Genciano fue acusado de su asesinato. Su intachable trayectoria no sirvió para evitarle una infamante muerte en el año 977, pero un mileno después, el autor, conocedor de la verdad y de su inocencia, logrará liberar su alma.
Novela de reconstrucción histórica
Manuscrito encontrado (actas del proceso y memorias de Genciano) Inclusión del autor en la narración Sobrenatural Bogomilos-Dualismo Narraciones y poemas folklóricos
Nota aclaratoria: Para facilitar la localización de los lugares, a falta de antecedentes, se ha recurrido a nominaciones modernas (p. 8). Inclusión de poemas (formas folklóricas) Prólogo de J. Llop. S. (pp. 13-14). Introducción contextualizadora (pp. 15-18). Comentario preliminar (aparición de espectro, manuscrito encontrado), pp. 19-25. Inclusión de fotografías, ilustraciones y cuadros del autor: Fotografía Lluis Coll Vall en Coaner, 1997 (p. 11) Mapa de los lugares en los que tiene lugar la acción Croquis, cedido por Luís Sala i Sala (p. 12). Ilustración Iglesia románica (p. 25). Ilustración sin título (p. 26). Ilustración sin título (p. 28). Ilustración sin título (p. 42). Ilustración Álamo blanco. Anverso y reverso de la hoja (p. 65). Ilustración Sierva de Coaner (p. 66). Cuadro La Casa Alta desde Can Balaguer Cuadro Can Balaguer Cuadro Paisaje de Callús Cuadro Masía abandonada del Garraf Cuadro Can Balaguer Cuadro Muro donde apareció el espectro Cuadro Cal Saubeta, de Palá de Torruella Cuadro Pantano de Foix Ilustración sin título (p. 122). Ilustración Verge de Coaner (p. 124). Cuadro Paisaje Cuadro Castillo de Coaner Cuadro Paisaje del Garraf Cuadro Masía de Callús Cuadro La Casa Alta Cuadro Restos del torreón del Castillo de Torruella Cuadro Castillo de Callús Cuadro Iglesia románica de Sant Miquel, de Sant Mateo de Bages Ilustración Can Torres (Suria) Ilustración sin título (p. 152). Cuadro Mas Pineda, en el Garraf Cuadro Castillo de Solsona Cuadro Río Cardener Cuadro Río Foix Cuadro «Els Manxons» Cuadro Tinas de «Els Manxons» Cuadro Torrelletes Cuadro Castillo de La Sala Ilustración sin título (p. 199). Ilustración Can Obach (Palá de Torruella) (p. 200). Ilustración Rosaura (p. 216). Ilustración sin título (p. 240).
Heredero de Can Balaguer. Tras escapar de su prisión, Genciano fue educado en el dualismo por Stéfano y posteriormente en el dogma heleno en el monte Athos, aunque no llegó a profesar como pope. A pesar de su belleza y de su posición económica, prefirió mantenerse fiel a la promesa de amor hecha a Blancaflor. Su integridad, sin embargo, sólo le granjeó enemigos y rivales, y fue condenado a muerte injustamente.
Dos años mayor que Genciano, Blancafor nació en la Casa Alta, vecina de Can Balaguer. Ambos pasarán los años de la niñez juntos, descubriendo un sentimiento mutuo en el que la mayor edad de la muchacha fue guiando la impericia de Genciano, hasta que la incursión normanda truncó su futuro en común. Hecha prisionera por los muslimes, Blancaflor prefirió suicidarse antes que permitir que su cuerpo fuera mancillado.
Antiguo cortesano y consejero del zar Pedro a quien las luchas intestinas llevaron refugiarse en los montes. Dualista de disciplina monárquica, ayudará e instruirá a Genciano, facilitándole los medios para regresar a su tierra. Años más tarde, aún perseguido, viajará hasta Cataluña para buscar al que fue su pupilo, y restaurará Can Balaguer, si bien el amor de Genciano por Rosaura lo sumirán en la depresión
Llamada «la Goda» por descender de Witiza, será la primera clienta de Genciano, más interesada en exhibirlo y gozarlo que en aprovechar sus conocimientos. Cuando Genciano la rechace, ella lo denunciará, pero el preceptor será absuelto y su fama crecerá, si bien se ganará a una poderosa enemiga. Se casará con Peric, pero no por ello cejará en su intento de conquistar a Genciano, e incluso de hacerse con su propiedad.
Obligada por sus padres a abandonar el convento para casarse con el vicario don Maturo, a quien nunca había visto, Elemira es una joven triste a la que Genciano intentará infundir esperanza, hasta que, hastiado de las peticiones de don Maturo, decida poner fin a su educación. Cuando se reencuentren, Edelmira se habrá convertido en una dama fuerte, capaz de domeñar a su marido, con quien adquirirá las posesiones de Venerio.
Pupila de Genciano, que fue contratado por su padre para que le ayudase a desenvolverse en sociedad. Su fantasía exacerbada la llevará a enamorarse de su preceptor, que la rechazará, pero de quien afirmará estar embarazada. Sus padres querrán casarla con él, atendiendo a su holgada posición económica, pero Genciano descubrirá que la preñez de la joven era producto de la lascivia de El Lombardo.
Hermano de Blancaflor. Hecho prisionero por los musulmanes, fue redimido por Saloberga, con quien se casará y en cuya compañía regresará a la Casa Alta para restaurarla. Dominado por su esposa, cuyos vicios ignora, llegará a enfrentarse con Genciano, al que cree interesado en ella. Acabará sus días recluido en un centro de salud mental, solo y creyendo todavía en las virtudes de Saloberga.
Sobrina y heredera de Laurencio, señor de Sant Mateu de Bages. Tímida y huraña, rechaza todo contacto con hombres, hasta que Genciano se convierta en su compañero de juegos y aventuras. Nacerá entre ambos un sentimiento al que Genciano tendrá que rechazar, hasta que descubra que Rosaura es la reencarnación de su antigua amada. Tras gozar del amor, Rosaura morirá y Genciano será acusado de su muerte.
Tía de Rosaura. Leonora, que verá en la boda de su sobrina con Genciano una forma de sanear la economía familiar, intentará propiciar el enlace, e incluso acabar con la castidad del preceptor llevada por su lascivia. Su marido la repudiará por haber gozado con El Lombardo, y ella decidirá asesinarlo. Descubierto el crimen, será condenada a morir por asfixia, pero la pena le será conmutada por la reclusión perpetua en un convento.
Despiadado trovador que aprovechará la rigidez moral de Genciano para conquistar a sus pupilas, a las que pronto abandonará. Intentará trabar relaciones con Edelmira, dejará encinta a Genoveva y, bajo la identidad fingida de marqués de Santico, gozará de Leonora delante de su propio marido. Aunque no participó en la muerte de éste, será condenado por su conducta, y será vendido como esclavo en Al-Ándalus.
Padre de Rosaura. Tras la muerte de su hermano, Vernerio, militar, regresará para hacerse cargo de la heredad, y querrá desposar a su hija con Genciano. Leonora querrá seducirlo para no perder protagonismo, pero él la rechazará. Su hermano se le aparecerá para indicarle el lugar donde se halla escondido su cuerpo, y Vernerio logrará que se haga justicia. Enterado de la muerte de Rosaura, acusará a Genciano de asesinato.
Cuanto más absorto estaba en gozar esta prolijidad que nos depara todo paraje natural, hubo un repentino cambio de tiempo. El cielo se puso nublado, empujando las nubes el viento del noreste, y me apresuré a buscar un refugio por si llovía. Ya me atizaban gotas de agua que venían en ráfagas suspendidas por el viento. Entre zarzas y matorrales surqué con precaución los espacios que habían sido años atrás corredores o callejuelas entre los edificios, y como me era imposible salvar escombros y maleza, decidí acurrucarme en el hueco de un jambaje que había sido puerta. Dentro, el techo estaba caído con vigas abatidas y tejas rotas. A pesar del viento, el ambiente continuaba siendo de calor que parecía emerger de la superficie. Aguardé el desarrollo de la inminente tormenta que pronto cubrió el cielo de negrura con resplandor de relámpagos y retumbos de truenos, que a medida que pasaba el tiempo eran más secos y ruidosos. En pocos momentos descargó una gran cantidad de agua que sumió el día en oscura penumbra. Ya tenía encima el fulgor de los rayos y el estrépito de los truenos. Ruido pesado de agua oíase caer a barrales con chasquidos de salpiques. Todo el ambiente rezumaba agua y humedad que se volvía de color plateado cuando caían las chispas con guiños o parpadeos de luz y oscuridad sin teñidos intermedios. Entre la negrura y centellas, y la onomatopeya tempestiva, vi algo sorprendente que me sobrecogió, dándome un sobresalto de muerte. ¡Un hombre decapitado andaba sobre la muralla! Duró el instante del fulgor de un relámpago. Después todo volvió a la oscuridad pero no a la negrura. La aparición era una sombra muy negra, aún visible, que al borde del muro se desplazó hasta quedar unos instantes inmóvil dándose cuenta de mi presencia. La forma descabezaba llevaba a la altura de su cintura, entre las manos, el bulto de una cabeza. Me quedé despavorido y horrorizado. Aunque avezado y no ser de naturaleza asustona, quedó mi ánimo encogido y mis piernas temblando. ¿Fue una ilusión óptica o una premonición? ¿Existen estas alucinaciones? ¿Era esta silueta un resquicio de niebla densa y negra que presentaba una forma humanoide? Todos sabemos que si miramos las nubes del cielo adoptan figuras mutantes que se parecen a personas, rostros, animales, castillos. Durante meses me acosó con insistencia esta ilusión o mentira y también la duda de si la visión era real. Al término de la tormenta, el día esclareció y la luz solar, escapada entre nubes huidizas, volvió a la normalidad el paisaje. Sólo quedaba el agua escurridiza que hacía surcos y remojaba las piedras, así como las plantas que habían rejuvenecido con verdes brillantes. Recogí mi equipo compungido y preocupado enderecé mi camino de regreso entre charcos y rizaduras de barro. Pasaron días y sin querer pensar en ello, siempre se desprendía de mi consciente esta enigmática figura, que como una obsesión insana me atraía, como al moscardón la luz de la vela. Dejé de lado los reparos y, como un condenado que busca su alma perdida, visité varias veces el caserío, me fijé detenidamente en el muro donde se había posado la aparición y no observé señales indiciarias del hecho ni nada anormal. Pero el supuesto fantasma me flagelaba la tensión y curiosidad. Se había quedado clavado en mi imaginación y ya era como un compañero de viaje, mejor una sensación que me acompañaba, y a veces sin querer volvía la vista atrás para ver si me seguía y también observaba el suelo por si al lado de mi sombra aparecía otra. Con el paso de los meses me acostumbré a esta percepción y ya no sentía miedo ni incomodidad, a más, ya lo asimilaba como amigo. Por esta constancia sostenida en el tiempo me entró la curiosidad por saber más (21-22). -En el castillo de Torrecella sólo quedan unas piedras, y era donde antiguamente estaba guardado el expediente y un texto escrito por el citado personaje. Al decaer este «castro» su archivo pasó a la iglesia parroquial que se edificó después. Pero la revolución del 36 destruyó estos papeles, los santos, muebles y el confesionario. -Ya estuve allí en el 37 cuando tenía nueve años. Recorrí sus dependencias dentro de un silencio sepulcral que me dio miedo. Había muchos papeles viejos tirados y otros hechos cenizas, y ningún mueble. El cabrero repensó un poco y, con seriedad que me alertó, me dijo: -Te diré quién recogió el legajo. Lo sé porque en mi profesión de pastor somos muy mirones, lo vemos todo, pero nos callamos. ¡Ay, madre mía, si pudiera hablar cuantas casas presumen de hidalguía y de saberlo tendrían un revolcón! Se acercó y aproximando la boca a mi oído, con el mayor secreto me dio un nombre. Me quedé perplejo. Lo conocía. Me recomendó que guardara el secreto y le prometí que así se haría su voluntad y lo cumplí- El nombre de la persona no aparece en el libro por no importunar a nadie, y a preciar que en un largo relato un nombre más o menos no varía la esencia del mismo. ¡Manos a la obra! Década del 90. Me fue fácil encontrarlo, pero había muerto. No obstante vivía en la masía su hijo. Le expresé sinceramente el motivo de mi visita y vi que no sabía nada de lo que le hablaba. Dijo que había heredado la finca de su padre y que tenía todos los papeles en regla pasados por el Notario y liquidados por Hacienda. Nada más parecía importante y se repetía en ello. -¿No dejó tu padre papeles viejos? -Un saco. Todo son escritos de mal leer, antiguos muchos, que no les doy importancia por tener en regla los que valen. -¿Podría mirarlos? –le pedí con mirada de súplica. Receló un poco, pero acabó aceptando. -Sí, baja conmigo al sótano y tú mismo los verás. Bajamos unas escaleras húmedas, que era bodega y trastero, y de un rincón apartó un saco que vació en el suelo. Como sabía lo que buscaba, removiendo un poco saltó un atado guardado dentro de un cohobo polvoriento. Allí estaba el texto de Genciano, raído y agrisado por el tiempo. Permitió el buen hombre que sacara copia fotográfica sin moverse el legajo de la casa. En dos visitas lo tuve todo reproducido. El texto volvió a su sibil. Ya en casa, me di cuenta que necesitaría la ayuda de un experto en lenguas muertas para traducirme el romance. Había algunas lagunas y deterioros, pero arreglando la redacción entre transcripciones donde se leía y comentándolo donde se hacía difícil, pude sacar la historia insólita que paso a narrar a continuación (24-25). Genciano y los otros ya estaba en el fondo húmedo de la embarcación, atados. Fuera, se oían los gritos de Blancaflor desesperada que entre la lucha la iban acercado a la barca por los lapachares. Pero sucedió otra eventualidad que da la curiosa paradoja de la inseguridad que se vivía en aquellos tiempos en «la tierra de nadie», donde se asentaban colonos y se construían torres o castillos para fijar nuevas fronteras y resistir el embate de las incursiones de sus enemigos. Esta eventualidad quiso que una notoria partida de sarracenos, rompiendo la tregua alegando «casus belli», batiera la comarca y en Cubelles se encontraron las tres fuerzas insolidarias y enemigas entre sí de cristianos, normandos y árabes. La tropa del castillo, al aparecer los nuevos contendientes, se retiraron apresuradamente del escenario volviéndose a encerrar dentro de sus muros, quedando las dos facciones restantes en lucha, que pronto se decidió en favor de los moros. Pero la embarcación, con los escudos pendidos al exterior y la vela izada, dejando a varios de sus hombres heridos o muertos, ya remontaba el estero del río adentrándose en el mar. Quedaban presos en la embarcación Genciano, su hermano y el de Blancaflor (44). Aquí, en este punto, se deja la narración objetiva y se transcriben las propias palabras de Genciano sacadas de su texto. Se lee: (45). -¿Qué es un trovador? –preguntó éste con ojos saltones. -No lo sabéis porque es una especie de galante de nueva factura, que no existía antes en este país. Pero los avatares de la guerra y los sufrimientos y esperas de las damas a sus maridos ausentes, hace que ellos busquen cosecharlas en su provecho. Son jóvenes licenciosos, de cierta cultura, rechazados por la sociedad que no entiende que su arma sea el laúd cuando debiera ser la espada. Aprovechan las debilidades de las mujeres para hacerlas caer con sus suplicantes y corteses peticiones de amor, para después gozarlas en sus alcobas o nidos, sustituyendo al marido ausente o distraído, y escapando después. Su origen poético está en el «nasib», dedicado exclusivamente a las mujeres, y después integrado a la casida por los arábigos beduinos de la época preislámica (94). Don Vernerio estaba alojado en la planta baja del castillo, en la misma estancia que posara el falso marqués. Ya era tiempo de frescor y en la meseta de Sant Mateu el aire corría frío y en las habitaciones se encendían los hogueriles que chirriaban toda la noche, dando a las estancias una oscuridad que la ascuas chispeantes sombreaban y alumbraban parpadeando sus negros y oscuros rincones. Así se acondicionaban las cámaras abiertas del castillo. En una de ellas dormía esta noche el hermano del señor desaparecido. Había transcurrido la medianoche cuando a don Vernerio le entró una nerviosidad que le removió del lecho varias veces, dando tumbos. Aunque dormía en estado de soñolencia sus ojos notaban los cambios de luz que producían las chispas del fuego. En uno de estos giros le pareció que una sombra permanecía junto al pie de su cama y no se disipaba. Abrió un ojo, inquieto, y quedó amordazado de terror, con la boca abierta, sin poder emitir sonido alguno; sólo le era posible respirar. ¡El espectro de su hermano estaba ahí! Aunque no distinguía su fisonomía, reconoció su silueta y pose. Con una mano casi diluida en las sombras, éste le hizo una seña para que se levantara y lo siguiera. Probó de enderezarse y no podía, estaba trabado como un clavo en la madera; sus nervios no obedecían la orden del cerebro. Poco a poco fue probando hasta que se enderezó y pudo seguirlo. Le entró un sudor copioso, notando que la sombra dejaba atrás un hálito gélido, como de aire condensado por el frío. Persona y parecido siguieron entre la oscuridad y pudo comprobar cuando había un claroscuro que aquella silueta negra era transparente y la débil luz del candil filtraba a través de ella con otros de negrestinos. Bajaron los escalones de la bodega, el hombre abrió la portezuela, la visión no tenía suficiente densidad para engendrar fuerza física y se diluía gradualmente desde las caderas hasta los pies. Siguió mirando a la mano espectral que le iba indicando el espacio a pisar. Llegaron al fondo donde estaban apostados los toneles, y con señas le indicó que apartara los de primera fila que estaban vacíos. Cuando tuvo a la vista la segunda línea, le señaló un continente separado aparte que tenía una cruz marcada con carbón en parte muy visible. Lo apartó y cuando lo abría se volvió, pero la sombra ya había desaparecido (194-195). Los desgraciados acontecimientos explicados antes ocurrieron en el año 976, la misma fecha en que murió el califa Al-Hakan II. Sucedió a éste su hijo Hixen II, niño enfermizo e indolente, quien poco después nombraría a Abuania Mohamed como visir del Reino. La Hispania se removió con este acontecimiento por el carácter belicista de este ministro, que se tradujo en cruentas guerras, sufriendo muchas calamidades los condados catalanes gobernados por Borrell II (201). -Sí, Rosaura, para nosotros se terminaron las aciagas combaduras y a partir de ahora todo apuntará recto a nuestra unión indisoluble. -No me llames Rosaura, soy Blancaflor –me habló con voz más profunda, como una pitia sumida en el ilapso del oráculo. Un sobresalto enorme me sacudió. Desvariaba. No le había contado nunca el motivo de mi castidad. ¿Cómo podía saber el nombre de la juramentada? -No te extrañes, Genciano, no estoy enajenada. Viví los años de mi vida con el cuerpo de Rosaura, sin saberlo. La debilidad de estos días, mi vagar entre los bosques y el camino interminable que desvaneció mis fuerzas, ha desvelado mi identidad, o ya había llegado mi hora. Los sueños eran premoniciones de un pasado lejano, muy confuso, y tú eres el ángel de amor que se aparecía en sueños, aunque las caras horripilantes no sé qué relación llevan (219-220). -Genciano, no te apenes, se ha cumplido el tiempo y estamos despiertos al Amor para consumarnos. Sea así y nuestra promesa quedará conclusa y desvincularemos al viejo roble de esta carga, que ya mucho ha hecho en soportarla durante tantos años sin más beneficio que nuestras caricias de antaño (220). -Amado Genciano, he terminado mi singladura. He cumplido mi misión y ya soy libre en el espacio inmenso, donde debo volver y esperar tu venida, para seguir cumpliéndose nuestro destino que será unirnos en la eternidad cuando hayas obtenido tu manumisión. No temas, allí cuidaré de ti (227). Ocurrió como comenté antes. Era evidente que mi paso por las haciendas de los nobles no sembró amistades duraderas, olvidándome. Como éste era un asunto escabroso no quisieron arriesgarse en atribuirme unas virtudes que, de ser condenado, los comprometiera moralmente. Antaño, fue para ellos un honor haber sido educados por Genciano «El Casto», hoy preferían rehuir mi nombre por temor a que les salpicara el escándalo al ponerse en tela de juicio mi integridad moral, cuando sus hembras habían sido confiadas a mí. La socarronería ajena les avergonzaría. Por estos temores, y alguno por envidia, nadie alzó un dedo a mi favor. El padre de Rosaura, que se llenó de odio a la vez que en secreto justificó su conciencia por haber robado a un «criminal», tuvo campo libre para demolerme. Tampoco don Mturo dijo nada, a pesar de haber fundamentado una buena amistad, en especial con su señora, pero ésta que era íntegra debió creer la historia infame y se sumó al silencio. Mi paso por la vida llegaba al final sin haber dejado un sólo cogollo de reconocimiento, pero sí de repudio. Se llegó al veredicto y el fallo fue implacable. «MUERTE POR EL HACHA DEL VERDUGO» (235) Aquí termina el texto de Genciano, fechado en el año 977 (236). Sus propiedades fueron confiscadas o usurpadas, pero nunca se encontró el tesoro de Genciano si es que lo había. Lo buscaron los secuaces de Salaberga, pero infructuosamente. ¿Sigue enterrado ahí? El texto de Genciano fue sumado al expediente, del cual se hizo un legajo que en vez de hacerle un favor justificativo lo hundió más por sus narraciones sobrenaturales, que sirvieron a sus jueces para atañerle los vicios de herejía y falsedad (238). Todos los personajes habían roto la sensación de dependencia conmigo, menos Genciano. Ya estaba trabajando en otro relato, pero me molestaba que retrajera mi atención una persona del pasado literario. Era imposible liberarme de su influencia. Genciano seguía en mí cual dídimo. Había pasado medio año y siempre caía en la obsesión de que el mal de Genciano fue que en su mundo nadie creyó su verdad y, después de muchos rodeos, me convencí concienzudamente que debía cumplir con el deber de decírselo. ¿Cómo? Pues acudiendo donde quedó atrapado y se sepultó su cuerpo, y decírselo a la cara. Me aferré a esta quimérica decisión. No escogí un día de rayos y truenos como la primera vez, sino que fue un día en que el viento había barrido las nubes y limpiado el aire de toda impureza y el cielo aparecía con un azul intenso que remarcaba, sobre los grises y verdes del terreno, su vacío infinito. Por la mañana ya estaba en Can Balaguer. Me situé frente al muro donde lo vi aquel día de agosto. Me concentré después de un total relajamiento y vaciar mi pensamiento de otras cavilaciones, hasta quedar en calma absoluta. Me puse en pie y con el texto en alto mostrándolo al universo grité con todas mis fuerzas. ¡¡ GENCIANO, TE CREO!! ¡¡AQUÍ ESTÁ LA VERDAD!! ¡¡GENCIANO, TÚ ERES LA RAZÓN!! ¡¡LIBÉRATE DEL ERROR!! Esperé un momento con toda la emoción contenida en el cuerpo y, seguidamente, vi lo inexplicable, sólo visible para personas calenturientas o idas. Sobre el muro, recortado en el azul intenso del cielo, se deslizó una mancha blanca como una nube que reconocí como la silueta del doncel, llevado de la mano por otra nubecita parecida a una mujer. Ambas se detuvieron un instante, como mirándome, y la silueta varonil alzó una neblina como una mano que saludaba y desaparecieron en el instante. El varón tenía la cabeza en su sitio. La nubecilla humanoide era blanquísima comprendí que el aire diáfano había diluido por completo el cordón que lo ataba a la tierra, borrando sus errores o confusiones. Había alcanzado su emancipación. Me quedé sorprendido de ver esta aparición, pero me compensó con un bienestar que embargó todo mi contenido como si alguien que había estado muy cerca me agradeciera un favor importante. Es de suponer que Genciano había quedado liberado y vino a buscarle su amada Blancaflor. Habían transcurrido mil años durante los cuales su espíritu anduvo perdido buscando la RAZÓN de la SIN RAZÓN de la condena que le sumió en el desconcierto (244).