El manuscrito de nieve
Madrid, Alfaguara, 2010
Luis García Jambrina nació en Zamora en el año 1960. Es doctor en Filología Hispánica y Experto en Guión de Ficción para Televisión y Cine, y trabaja como profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Salamanca. También es crítico de poesía en el suplemente ABC de las Artes y las Letras y Director de los Encuentros de Escritores y Críticos de las Letras Españolas en Verines. Sus dos novelas han sido elegidas por el Fundación Germán Sánchez Ruipérez para un proyecto de investigación sobre el uso del libro digital.
Oposiciones a la Morgue y otros ajustes de cuentas (1995) Relatos
Muertos S. A. (2005) Relatos
El manuscrito de piedra (2008) V Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza 2009 y Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León.
El manuscrito de nieve (2010)
En tierra de lobos (2013)
La sombra de otro (2014)
El manuscrito de fuego (2018)
El 3 de febrero de 1498, Lázaro de Tormes halla el cadáver de mutilado de Diego de Madrigal, un estudiante perteneciente a uno de los linajes más conocidos de la ciudad. Para evitar que el buen nombre del Estudio sea puesto en entredicho, el maestrescuela Pedro Suárez encarga la investigación del asesinato a Fernando de Rojas. El bachiller seguirá la pista de Madrigal por los ambientes más degradados de la ciudad, pero sus pesquisas pronto se verán interrumpidas por la aparición de dos nuevos cadáveres. Como el anterior, ambos corresponden a presuntos estudiantes de la Universidad y han sido mutilados. A pesar de la colaboración de sus amigos, Rojas de halla atrapado en un callejón sin salida hasta que la aparición del cadáver del hijo del arzobispo Fonseca y las revelaciones de fray Jerónimo arrojen luz a sus indagaciones. Todas las muertes se revelan fruto de una venganza iniciada veinte años antes con la muerte de fray Juan de Sahagún, la primera víctima de Pedro Súarez, que pretende castigar la muerte de su padre, Alfonso de Solís, y la humillación a la que se sometió al bando de Santo Tomé en los acuerdos de 1473 y 1493, resucitando la guerra entre los bandos salmantinos. Afortunadamente, la tenacidad de Rojas lo impedirá.
Novela histórica Novela policíaca
Fernando de Rojas
Medicina-Venenos
Metaliteratura
Lazarillo de Tormes
Guerras de bandos salmantinos (San Benito vs Santo Tomé) J
uan del Enzina-Juan de Sahagún
Mujer en la Edad Media-Mujer en ropas de varón(María la Brava, Beatriz Gallardo La latina)
Salamanca (mundo universitario, leyendas, etc.)
Álvarez Méndez, Natalia, «La ciudad en la narrativa de Luis García Jambrina: espacio literario y ámbito simbólico», en Carmen Morán Rodríguez (ed.), Los nuevos mapas. Espacios y lugares en la última narrativa de Castilla y León, Valladolid-New York, Cátedra Miguel Delibes, 2012, pp. 28-41.
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Tras obtener el grado de bachiller en Leyes, Rojas duda entre salir a la calle a ejercer un oficio o continuar en el Estudio hasta licenciarse. Dispuesto a convertirse en todo un caballero, aprende el arte de la esgrima, y mostrará sus reticencias a aceptar el caso que le propone el maestrescuela, aunque no puede evitar sentirse tentado por la acción y la búsqueda de la verdad. Suárez tenía planeada su muerte.
El herbolario continúa siendo mal visto por los miembros de su comunidad, que dificultaran su comunicación con Rojas. El prior se la tiene jurada por haber participado en la investigación de la muerte de fray Tomás, y, harto de la vida conventual, pretende embarcarse en el próximo viaje de Colón. Colaborará con Rojas y será secuestrado, pero su intervención será providencial para salvar la vida del bachiller.
Sobrenombre de Juan Sánchez, segunda de las víctimas e hijo del criado de confianza de Alfonso de Solís. Mingo, que afirmaba estudiar Leyes, se ganaba la vida haciendo predicciones, y llevaba meses en el Mesón del Arco, donde recibía alojamiento gracias a los muchos clientes que atraía. A pesar de haber renegado de su padre, acabará pagando la traición de éste a los Solís, y le serán amputados los ojos.
Interesada por las macabras muertes, y a pesar haber jurado tras la muerte de su hijo que no volvería a Salamanca, acabará regresando de tapadillo para entrevistarse con el maestrescuela y con Rojas. Informada de todo lo que ocurre en sus dominios, la reina, que pretende rodearse de hombres fieles y capaces, le ofrecerá Rojas el cargo de pesquisidor real para delitos de sangre dentro de los términos de Castilla.
La amada de Rojas continúa trabajando en la Casa de la Mancebía, pues se niega a abandonar su oficio hasta que el bachiller consiga un medio de subsistencia fuera de San Bartolomé. Sabela está orgullosa de Fernando, pero inquieta por los riesgos que corre. Asumirá que su nueva investigación debe mantenerlos alejados, pero cuando todo acabe le dará un ultimátum que no llegará a cumplir, y abandonará su profesión para acompañarlo a la corte.
El franciscano retirado colaborará de nuevo con su viejo discípulo, advirtiéndolo del peligro que corre. Fray Germán hizo el inventario del archivo de los Linajes, y permitirá que rojas acceda a los documentos que atestiguan la presunta paz firmada entre los bandos. Tras un incendio en la biblioteca, Germán logrará salvar los documentos, pero será asesinado por Pedro Suárez.
Nieta de María la Brava. Perteneciente al bando de Santo Tomé, Alndonza vive recluida en sus propiedades por el miedo de sus parientes a que le ocurra algo. Aldonza recuerda los tristes acontecimientos provocados por el enfrentamiento entre los bandos salmantinos, pero su amor por el conocimiento la llevará a disfrazarse en ocasiones para burlas la protección familiar y acudir a la Universidad.
Tercera víctima. Ana, discreta y fiel doncella de Aldonza Rodríguez, fue instruida por su señora y en ocasiones acudía por ella, vestida como estudiante, a las lecciones del Estudio, labor que desarrollaba con gusto. Asesinada por error, su cadáver será hallado en una de las aulas de la Universidad con las orejas amputadas. Por no tener parientes ni nadie que la reclame, Aldonza ocultará su relación con el crimen.
Quinta víctima. Jerónimo es un antiguo agustino expulsado de la Orden por sus exaltadas prédicas sobre el fin del mundo, que invitan a pensar que ha perdido el juicio. Pidió asilo en el convento de San Francisco, donde vive como un eremita, y sabe bien los turbios asuntos que subyacen en los crímenes de la ciudad. Le será arrancada la lengua, pero antes podrá dibujar un sol en la nieve que iluminará las pesquisas de Rojas.
Mozo del mesón de la Solana. En una de sus correrías, hallará el cadáver de Diego de Madrigal, y será puesto a disposición de la justicia. Rojas, que lo liberará, admirará su picardía, y se sentirá identificado por él, por lo que facilitará sus estudios. Acabará licenciándose en Leyes, y durante el ejercicio de la abogacía en Toledo, donde defenderá a un pregonero de vinos, redactará el Lazarillo de Tormes.
Hermano de Alfonso de Solís. Tras asesinar a fray Juan de Sahagún, abandonó Salamanca y estudió en París y Bolonia, de donde regresaría convertido en doctor en Cánones y Leyes. Cambió el nombre de su familia y aprovechó su investidura como maestrescuela del Estudio General para perpetrar su venganza, que también incluía la muerte de Rojas, obstáculo para sus planes. Su muerte no será investigada.
Primera de las víctimas. Diego estudiaba en Salamanca en contra de la voluntad de su padre, aunque había abandonado las lecciones en la Universidad para dedicarse por completo al juego, su única pasión. A pesar de su fama de fullero, nadie demostró nunca que hiciese trampas. Le serán amputadas las manos tanto por ser tahúr como porque su padre firmó el acuerdo de paz que traicionó a los de Santo Tomé.
Desde pequeña demostró un gran interés por el aprendizaje de las letras, y cuando se convierta en una joven tan hermosa como desenvuelta y persuasiva acudirá a la Universidad disfrazada de hombre para continuar con su formación. Luisa le confesará a Rojas interés por los estudios de Leyes, y el bachiller intercederá ante la reina para que la dama pueda marchar a la corte y convertirse en discípula de Beatriz Galindo.
Pero el muchacho [Lázaro] tenía razón; dentro de la tinaja, había un cadáver en cuclillas y con las dos manos amputadas (16).
Habían pasado ya varios meses desde que Fernando de Rojas concluyera sus aventuras en el interior de la Cueva de Salamanca, tiempo que había aprovechado para obtener, por fin, el grado de bachiller en Leyes. Ahora dudaba entre salir a ver mundo o continuar sus estudios hasta poder alcanzar el de licenciado. «Ser bachiller y ser nada, todo es nada», le decían una y otra vez sus maestros y conocidos, pero él no acababa de verlo claro. Mientras se decidía, ocupaba su tiempo de ocio en aprender a manejar a espada, aleccionado por un estudiante de origen siciliano, buen conocedor del arte de la esgrima, en el patio del Colegio Mayor de San Bartolomé. Allí fue donde lo encontró, a primera hora de la mañana, el maestrescuela de la Universidad. Éste, además de ser el responsable de otorgar los grados universitarios, era le juez supremo del Estudio por la autoridad pontificia y real, y, por lo tanto, el encargado de hacer cumplir el fuero universitario y de defender su jurisdicción. Hacía pocos meses que lo habían nombrado, y ya se había distinguido por su celo en hacer cumplir las leyes y las normas que regían el Estudio y por perseguir a aquellos que las hubieran violado, incluso fuera de la Universidad. Para ello, tenía a su disposición dos jueces para las causas criminales, un tribunal llamado audiencia Escolástica, varios alguaciles, sus subordinados y una cárcel (17).
Rojas le pidió entonces al maestrescuela que lo acompañara hasta su celda, donde estarían más tranquilos y, sobre todo, más a resguardo del frío que hacía fuera. Una vez dentro, el maestrescuela se quedó impresionado de la gran cantidad de libros, papeles, aparatos y utensilios que la ocupaban. -Ya veo que no sólo os interesan las armas y las letras –comentó el maestrescuela con admiración-; cualquiera diría que ninguna ciencia os es ajena. -Ya sabéis lo que se dice por ahí: «Aprendiz de todo, maestro de nada». -Pues a eso es a lo que aspiran últimamente las mentes más preclaras de Florencia. Supongo que habréis oído hablar de un tal Leonardo da Vinci... -Ese tema me interesa mucho –lo interrumpió Rojas-, pero no es de eso de lo que me ibais a hablar. -Tenéis razón –se disculpó-. Veréis. Esta noche –comenzó a explicar, con el semblante más serio- han matado a un estudiante de una manera bastante cruel. Lo han hallado dentro de una vieja tinaja abandonada en una calle, con las manos cortadas (19).
A pesar de que ya estaba sobre aviso, lo sobrecogió comprobar que no tenía manos. La ausencia de sangre en los cortes indicaba, eso sí, que se las habían amputado después de muerto, pues, como bien sabía por sus clases de anatomía, las heridas post mortem no sangraban. Esto le hizo pensar que no se trataba de un castigo, sino de un aviso o una advertencia dirigida a terceros. Tras despojarlos de todas sus ropas, examinó el resto del cadáver, sin encontrar ninguna otra herida ni indicio, salvo algún pequeño golpe o leve rasguño. Por último, le abrió la boca con cuidado y comprobó, con asombro, que tenía la lengua hinchada y teñida de negro, probablemente por efecto de algún veneno, pues sabía de varios que producían esa clase de síntomas. Para asegurarse, tendría que hablar de ello con fray Antonio de Zamora, su maestro en todo lo referido a ese tipo de sustancias. Antes de irse, registró a conciencia las prendas de la víctima, pero no encontró nada, lo que, en principio, hacía suponer que se trataba de un robo. Y si era así, ¿por qué le habían cortado las manos? ¿Sería para indicar que el robado era, a su vez, un ladrón? ¿No era así como castigaban el hurto en algunos lugares? Entonces, ¿por qué lo habían matado? Claro que también podían haberle quitado lo que llevara encima los propios alguaciles. No sería, ni mucho menos, la primera vez (24).
-Por lo que hemos oído –comenzó a decir, inopinadamente, el que hasta entonces había permanecido callado-, el estudiante murió mientras jugaba, en acto de servicio, como quien dice, sin que ninguno de los allí presentes le hiciera nada. Acababa de recoger los naipes que le habían tocado en suerte, y, cuando los estaba mirando, se desplomó sobre la mesa. El coimero, al ver que no rebullía, lo examinó por encima, moviéndolo con un palo, y después mandó que lo sacaran a la calle, para evitar problemas con la justicia, como es costumbre en estas situaciones; de modo que lo que pasara después ya no es cosa suya (61).
Rojas se puso de espaldas a los dos hombre y se agachó, con disimulo, para examinar el cadáver. Dejando aparte las cuencas de los ojos, el cuerpo no presentaba ninguna otra herida. Después, le abrió la boca y comprobó con asombro que tenía la lengua negra e hinchada. De pronto, empezaron a oírse grandes voces en el patio; eran los alguaciles del Concejo (74).
-Así es. También he comprobado –continuó- que los ojos le fueron arrancados después de muerto, al igual que ocurrió con las manos de la anterior víctima. -¡Al menos les ahorraron ese sufrimiento! –exclamó el maestrescuela. -Según creo, podría tratarse de una advertencia dirigida a terceras personas. -Entonces, ¿estáis seguro de que ambas muertes están relacionadas? -Las dos siguen un mismo patrón –explicó Rojas-, aunque con algunas variantes. Por eso, estoy convencido de que no se trata de dos crímenes aislados; y podrían no ser los únicos –añadió con gesto de preocupación (78).
Sin perder un instante, Rojas lo puso al corriente de sus hallazgos sobre la muerte de don Diego y la aparición del nuevo cadáver, lo que entristeció mucho a fray Antonio. Él también pensaba que los dos crímenes podían estar relacionados, pues parecía evidente que su autor seguía una pauta; la forma de matar, desde luego, era la misma y, en ambos casos, iba seguida de una profanación del cuerpo. Luego, también estaba el hecho de que el cadáver estuviera escondido, pero al mismo tiempo a la vista, como si se tratara de un juego o una especie de ritual. -En el caso del tahúr –continuó Rojas-, parece evidente que, de una manera u otra, lo han matado por algo que tiene que ver con los naipes. Pero ¿por qué han podido matara Pero Mingo o comoquiera que se llamara? -Los echadores de pronósticos –explicó fray Antonio- son muy populares, pero también despiertan recelos y el rechazo de mucha gente, que ve en ellos un engaño o, peor aún, la sombra del Diablo (94).
En efecto, allí le contaron que alguien había matado a su principal testigo. A la luz de una antorcha, Rojas comprobó que la víctima había sido acuchillada. Por otra parte, el carcelero le aseguró que el muchacho estaba solo en su celda cuando lo mataron, y que nadie había entrado o salido de las dependencias después de la hora de comer. Sea como fuere, para Rojas estaba claro que esa muerte no entraba en la serie, pues tan sólo tenía una finalidad práctica. Quedaba por saber, eso sí, cómo el criminal había podido entrar en la cárcel, matar a su víctima dentro de su calabozo y luego huir sin ser visto por nadie (96).
-Lo que quiero decir –explicó- es que parece que dierais por sentado que no podré atrapar al culpable antes de que lleve a cabo todo su plan. -De ningún modo he pretendido daros a entender eso –protestó fray Antonio-. Tan sólo insinúo que nos enfrentamos a un hombre frío y sin entrañas, tal vez a un fanático o a un loco. -¿Y qué me decís de la nueva víctima? -¿Os referís al hecho de que fuera una muchacha? -Así es –confirmó-. ¿Creéis vos que eso ha tenido algo que ver con su muerte? -Es difícil de conjeturar, a falta de datos. Por otra parte, resulta evidente –razonó- que esa muchacha engañaba a los demás, puesto que fingía ser lo que no era; y eso es algo que, a mi entender, tiene en común con las otras dos víctimas. -¿En qué estáis pensando exactamente? -En que los tres hacían trampas, de una manera y otra. Y tal vez alguien haya querido castigarlos por ello (107).
-Cuando comenzó la guerra dinástica entre los partidarios de doña Isabel y los de Juana la Beltraneja y el rey de Portugal, el bando de San Benito apoyó de forma decisiva a la primera, mientras que el de Santo Tomé se decantó por la parte contraria. Una vez ganada la ciudad de Salamanca para la causa de doña Isabel, algunos caballeros tomesinos fueron castigados con la muerte o el destierro y la mayoría fueron desposeídos de sus bienes y cargos. Los de San Benito, sin embargo, se vieron recompensados y favorecidos. No obstante, pasado un tiempo, los reyes se dieron cuenta del grave peligro que entrañaba esta situación para la ciudad y pusieron todo su empeño en conseguir la reconciliación entre los bandos, procurando perdonar a unos sin provocar el descontento de los otros, cosa harto difícil, como imaginaréis. Con este fin, impulsaron la firma de una concordia ya en 1476, pero ésta no sirvió de mucho, la verdad; de hecho, los conflictos continuaron hasta que, en 1493, se firmó el definitivo acuerdo de paz. Naturalmente, esto no quiere decir que las diferencias entre los bandos hayan desaparecido. Basta con darse una vuelta por algunas reuniones del Concejo para comprobar que hay un odio larvado esperando el momento de salir a la luz. Por eso, yo que vos me andaría con cuidado cuando pasara junto al Corrillo de la Yerba (134-135).
Después de hablar con fray Antonio, la idea de que detrás de esas muertes pudiera esconderse una venganza fue tomando cada vez más fuerza. Sólo un motivo tan poderoso como ése explicaría algunos rasgos de esos crímenes, como la vesanía, la premeditación y la crueldad con las que habían sido ejecutados y, por supuesto, su carácter casi ritual. Ahora ya no se trataba sólo de atrapar al criminal, sino de evitar a toda costa que llegara a cumplir sus propósitos, por las terribles e imprevisibles consecuencias que de ellos se pudieran derivar. «Pero ¿por donde empezar la búsqueda?», se preguntaba Rojas una y otra vez. Y es que el hecho de que esos crímenes pudieran tener algo que ver con el viejo conflicto de los bandos no facilitaba precisamente las cosas (137).
-Si es verdad que la última víctima es hijo de Alfonso de Fonseca –le informó-, vais a veros envuelto en un serio conflicto. -¿Qué sabéis vos del arzobispo de Santiago? -Que es tan ambicioso y corrupto como Rodrigo Borgia, nuestro actual Papa –contestó en voz baja-, sólo que él no ha llegado tan lejos, pero no será por falta de ganas ni de facultades. ¿Habéis oído alguna vez eso de «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla»? Pues es a él a quien se le atribuye. Y se lo dijo nada menos que a su tío, también llamado Alonso de Fonseca y, a la sazón, arzobispo de Sevilla. Según parece, éste había accedido a intercambiar con él sus respectivas sedes arzobispales, mientras el sobrino cumplía una sentencia de destierro que lo obligaba a abandonar Santiago por un escándalo en el que se había visto comprometido. Arreglado el asunto, cinco años después, el primero quiso volver a su arzobispado, pero el sobrino se negó. Éste le había cogido tanto gusto a la sede de Sevilla que, para recuperarla, su tío tuvo que recurrir a la fuerza y a la intervención del poder real. Si esto hizo con alguien de su sangre al que tanto debía, imaginaos lo que sería capaz de hacer con sus rivales y enemigos (162).
Cuando regresaron a la biblioteca, volvieron a colocar las cosas como estaban y se pusieron a examinar los papeles que se habían llevado del arca. Después de ordenarlos un poco, fray Germán le pasó a Rojas varios documentos. El primero se componía de cuatro folios. Según constaba en el margen de uno de ellos, se trataba del Ajustamiento de paz entre los caballeros de los bandos de San Benito y Santo Tomé. Estaba fechado el 30 de septiembre de 1476 y comenzaba así: Lo que está asentado, otorgado y prometido entre los caballeros, escuderos y otras personas de los bandos de San Benito y Santo Tomé de la ciudad de Salamanca, que aquí firmamos con nuestros nombres para guardar el servicio a Dios y a los Reyes, Nuestros Señores, es lo siguiente... (185).
-Han sucedido tantas cosas desde entonces –suspiró-, que no sé si me voy a acordar con exactitud. Sabed que, una vez ganada esta ciudad para nuestra causa, nuestro primer objetivo fue intentar pacificar a los bandos que la tenían dividida y desgarrada y que, a la larga, podían constituir un serio obstáculo para nuestro proyecto de unidad. Con este fin, mandamos hacer algunas pesquisas, que enseguida nos mostraron que nos enfrentábamos a una situación muy complicada. Por una parte, queríamos premiar y mantener contentos a los que nos habían apoyado en nuestra guerra contra los partidarios de doña Juana y el rey de Portugal, que, como bien sabéis, fueron los caballeros de San Benito, cuya ayuda fue fundamental en la batalla de Toro. Por otra, necesitábamos someter, de una vez por todas, a los caballeros del bando de Santo Tomé y obligarlos a firmar la paz con los de San Benito, pero sin destruirlos ni acabar con algunos de sus privilegios, pues sabíamos que, a la larga, eso podría acarrearnos problemas; de ahí que enseguida levantáramos el destierro que pesaba sobre varias mujeres de importantes linajes que habían apoyado la causa contraria. Pero pronto nos dimos cuenta de que ambos deseos eran incompatibles, ya que los de San Benito lo querían todo para ellos y no se privaban de mostrar su rencor contra los de Santo Tomé a la menor ocasión. Así que tratamos, por todos los medios, de buscar alguna solución de compromiso. »Para ello, nos servimos de la persona que más se había distinguido por intentar conciliar a los dos bandos y que más prestigio tenía dentro de la ciudad, que no era otra que fray Juan de Sahagún. Fue él el encargado de tranquilizar los ánimos y de intentar convencer a las dos parcialidades de que lo más sensato para ellos era reunirse y firmar el acuerdo de paz. Pero la desconfianza de unos y la testarudez de otros dieron al traste con el plan. Y, al final, fueron muy pocos los que lo firmaron, y la mayoría, del bando de San Benito. No obstante, logramos presentarlo como un milagro de fray Juan de Sahagún que venía a avalar nuestra política de pacificación. Y lo cierto es que muchos terminaron por creérselo. »Pero el espejismo duró poco, pues enseguida surgieron los problemas. De hecho, a los pocos meses, a comienzos de 1477, mataron a don Alfonso de Solís, que, de forma deliberada y contra nuestra voluntad, había sido excluido del pacto. Al parecer, había muerto a manos de don Gonzalo de Maldonado, perteneciente al bando de San Benito, si bien su nombre no figuraba entre los firmantes del acuerdo. Pero esto no se pudo demostrar, entre otras cosas porque el crimen no fue denunciado por la familia hasta dos años y medio después de haberse cometido. Según el denunciante, que, si no recuerdo mal, era sobrino de la víctima, este retraso se debía a que ningún pariente o allegado de don Alfonso de Solís podía presentarse en Salamanca sin que su vida corriera grave peligro, y a que no confiaban en una justicia que, en su opinión, estaba en manos de sus enemigos. Así que habían decidido esperar a que nosotros visitáramos la ciudad para hacer efectiva la acusación. Con esto, los Solís no sólo pretendían que se les hiciera justicia por la muerte de don Alfonso, sino también que se les reconocieran sus derechos y se les permitiera volver a Salamanca con las debidas garantías. »El caso es que, una vez enterados de todas las circunstancias referidas al asunto, resolvimos desestimar la demanda, pues teníamos constancia de la denuncia presentada un año antes por un pariente del supuesto autor del crimen, don Alfonso Maldonado, en la que éste sostenía que había sido atacado por dos caballeros del bando de Santo Tomé, donde Fernando de las Varillas y don Diego de Valdés, amigos declarados de los Solís, lo que sin duda había que interpretar como un intento de venganza por la muerte de don Alfonso; de modo que, a nuestro entender, ya no cabía la posibilidad de reclamar justicia. Por otro lado, no estaba clara la participación de don Gonzalo Maldonado en el crimen; de hecho, algunos testigos hablaban, incluso, de una tercera persona. No obstante, les aseguramos que haríamos todo lo que estaba en nuestra mano para que, con el tiempo, pudieran recuperar algunas de sus tierras y volver a la ciudad, como así ha ocurrido. -¿Qué sabe vuestra alteza de la muerte de fray Juan de Sahagún? –preguntó Rojas de repente. -¿No pensaréis que tuvo algo que ver con todo esto? -Hay quien cree que pudo ser envenenado, y que más tarde le cortaron la lengua (200-202).
-Sabed que yo era casi un niño cuando lo maté –comenzó a decir, con voz muy pausada-, y lo hice porque mi familia lo consideraba un traidor y, de alguna manera, el principal causante de la muerte de mi padre. Por entonces, estaba ya tan acostumbrado a ver que la sangre de un crimen tan sólo se lavaba con la del culpable o la de alguno de sus allegados que apenas lo dudé. En casa, además, yo era el segundón –añadió-, y quería que los demás me miraran y me respetaran por algo. Y ahí encontré una buena oportunidad. -¿Y no pensasteis ni por un momento que a fray Juan también pudieron engañarlo e, incluso, traicionarlo los del bando de San Benito? –inquirió Rojas-. Según aquellos que lo conocieron, su único anhelo era traer la paz a Salamanca; y ése era el principal asunto de sus predicaciones. -Ya lo creo que sí –replicó el maestrescuela, con ironía-, aunque fuera a costa de terminar con uno de los bandos. Para unos, la paz de la alegría y la prosperidad; para otros, la paz de la muerte o el expolio. Para unos, los palacios; para otros, los cementerios. De modo que no deberíais fiaros de las apariencias; ya veis lo que ha ocurrido conmigo, sin ir más lejos. Ni menos aún de las palabras, pues éstas fueron inventadas para mentir, incluso cuando dicen la verdad. -Entonces, ¿por qué he de creeros a vos? -Porque, después de lo que he hecho, yo ya no tengo nada que ganar ni que perder. -¿Y qué me decís del acuerdo de paz? –preguntó Rojas. -Que vale menos que el papel en el que está escrito. De todas formas, no se trata de cuestionar lo que en él se dice o lo que no se dice, sino de saber cuáles eran las verdaderas intenciones de los firmantes. -¿Qué queréis decir? –se interesó Rojas. -Muy sencillo –contestó. Que, cuando los caballeros del bando de San Benito se reunieron en la casa de don Álvaro de Paz, no tenían pensado firmar ningún ajuste de pacificación, sino acabar, de una vez por todas, con los del bando de Santo Tomé. Por suerte, éstos fueron avisados a tiempo y casi ninguno acudió a ese maldito cónclave. De ahí que, al final, los convocantes tuvieran que improvisar un acuerdo; de tal modo que lo que tenía que haber acabado en un baño de sangre terminó sólo, por el momento, en papel mojado. -¿Estáis insinuando que se trataba de una trampa? -No lo insinúo; lo afirmo: una auténtica ratonera –confirmó-. De hecho, tenían previsto matar a todos los caballeros de Santo Tomé dentro de la casa. En la convocatoria, se les había pedido que acudieran sin armas, para evitar altercados antes de la firma. Ellos, sin embargo, iban armados hasta los dientes. -¿Y creéis vos que fray Juan de Sahagún estaba enterado de todo eso? -Fuera consciente o no de lo que iba a suceder, él fue el que más los animó a que asistieran a la reunión (246-247).
-Desde luego, el haber matado a uno de ellos no le devolvió la vida a mi padre ni a nosotros la posición que perdimos o los bienes que nos robaron, pero al menos nos proporcionó cierta satisfacción. Y no olvidéis que yo he tenido que pagar un alto precio por ello. Pero volvería a hacerlo, si fuera necesario. Nunca me he sentido mejor que cuando deposité el veneno en el cáliz de fray Juan de Sahagún, vestido de monaguillo, por si alguien me descubría. Debí de cogerle entonces gusto a la sangre; de ahí que haya vuelto a las andadas a la menor oportunidad. -¿Por qué le arrancasteis la lengua? -Eso fue una ocurrencia de última hora –reconoció el maestrescuela con cierta satisfacción-. Y no lo hice para ocultar las huellas del veneno, pues quería dejar bien claro que era un acto de venganza, sino para que todo el mundo supiera que había muerto por mentiroso y por traidor, y que, por lo tanto, se trataba de un castigo ejemplar (251-252).
-A mí, desde luego, me lo parece –prosiguió el maestrescuela-. El caso es que, en los últimos meses, he ido encontrando, entre los matriculados en el Estudio, a algunos parientes de aquellos que, de una forma u otra, arruinaron mi vida, destrozaron a mi familia o traicionaron a mi linaje. Así que me puse manos a la obra. Para empezar, elegí a aquellos cuyo comportamiento como estudiantes dejaba mucho que desear. De este modo, sus muertes podrían interpretarse de nuevo como un castigo ejemplar. Por otra parte, no quería que se vieran como crímenes aislador; así que decidí matarlos de la misma manera. Fue entonces cuando se me ocurrió darle un poco más de interés al asunto y establecer una pauta. Esto me permitiría, además, vincular estos crímenes con el primero de la serie, aquel con el que, sin pretenderlo ni darme cuenta de ello, yo me había iniciado en el camino de la sangre. El hecho de haberle cortado en su día la lengua a fray Juan de Sahagún me sirvió, sin duda, de inspiración. Por eso, decidí que a cada uno de arrancaría una parte del cuerpo que tuviera algo que ver no sólo con las culpas de sus padres o hermanos, sino también con sus propias debilidades, y que, a su vez, se correspondiera con alguno de los cinco sentidos corporales, principal origen de todas nuestras flaquezas y pecados (253-254).
-Está bien, dejemos eso ahora –aceptó Rojas, con resignación-. Vayamos a preguntas más concretas. ¿Por qué matasteis a Diego de Madrigal? -Porque su padre traicionó al bando de Santo Tomé y, especialmente, a mi linaje. -¿Y por qué le cortasteis las manos? -Primero, porque su padre firmó un acuerdo de paz que no sólo dejaba fuera a mi padre, sino que lo sentenciaba a muerte, como enseguida se vio; y, segundo, porque él mismo era un tahúr. -¿Y al que se hacía llamar Pero Mingo? -Porque su padre, Juan Sánchez el Morugo –le informó, con un gesto agrio-, fue cómplice necesario de la muerte del mío; quiero decir que fue él quien, con engaños y artimañas, lo entregó a su enemigo, y luego ayudó a matarlo. -¿Estáis seguro de ello? –preguntó Rojas. -Tengo cartas que lo demuestran –confirmó el maestrescuela-. Sabed que él era criado de confianza de mi padre desde hacía mucho tiempo, y, a la menor oportunidad, lo traicionó por unas cuantas monedas y la promesa, nunca cumplida, de verse nombrado escudero. Pero, por desgracia, mi familia tardó muchos años en averiguarlo. Mientras tanto, él siguió a nuestro servicio, como si tal cosa, convertido, además, en testigo de nuestro infortunio. Al hijo le saqué los ojos por todo eso y por pretender ver el futuro usando artes adivinatorias. -Pero, por lo que yo sé –explicó Rojas, irritado-, el hijo se avergonzaba de la conducta de su padre; de hecho, hacía tiempo que no quería saber nada de él. Por eso cambió de nombre. -El padre, sin embargo, sí que lo apreciaba –replicó el maestrescuela-; así que me imagino que habrá sufrido mucho con la muerte de su hijo, y eso es lo único que a mí me importaba. Recordad que esto es como una guerra en la que todo vale. -Supongo que, al menos, la muerte de la criada de los Monroy sería una equivocación. -Naturalmente, la víctima tenía que haber sido doña Aldonza, hermana de don Gonzalo Rodríguez de Monroy, que, no conforme con robarnos una parte de nuestra hacienda, las tierras que poseíamos en la villa de Encinas, traicionó al linaje de los Solís, con el que el suyo estaba firmemente emparentado, para casarse con alguien de la familia que mató a mi padre. El caso es que, como iba disfrazada –se justificó-, hasta que no la mutilé, no me di cuenta del error cometido. -Podría haber sido cualquiera. -Cualquiera no –rechazó el maestrescuela-, pues uno de mis hombres la siguió desde la casa de los Monroy hasta las Escuelas. -¿Y ni siquiera después de eso os planteasteis echaros atrás? -¿Por qué iba a hacerlo? Al fin y al cabo, ella misma era culpable de acudir a oír las lecciones del Estudio disfrazada de varón, aunque lo hiciera para complacer a su señora. Sólo por eso ya merecería que le cortaran las orejas. Y a ello había que añadir, claro está, el hecho de que su señor se hubiera convertido ahora en un espía al servicio del bando de San Benito. ¿O es que tampoco os parece justo que las culpas de los amos recaigan sobre sus sirvientes? -¡Estáis loco! –exclamó Rojas, indignado-. Esa idea es propia de bárbaros. ¿En qué libro la habéis leído, también en el Nuevo Testamento? -Yo más bien diría que procede del Viejo; vos deberíais saberlo mejor que yo. -Pasaré por alto esta nueva insidia, que es peccata minuta al lado de vuestros crímenes, -¿Y no queréis saber por qué maté a un hijo del arzobispo de Santiago? –preguntó el maestrescuela, con tono jactancioso. -Supongo que también tendréis motivos más que sobrados –respondió Rojas con ironía. -No lo sabéis bien. En primer lugar, debo deciros que a éste es al que con más gusto he matado. De hecho, tuve que contenerme para no acuchillarlo, pues el veneno me parecía una muerte demasiado dulce para él. Pero logré reprimirme y seguir la pauta que me había marcado. A ese hideputa lo ajusticié por haber violado a mi hermana María dentro del convento de Santa Úrsula, hace algunos años. Ella misma me lo contó, cuando fui a visitarla poco tiempo después de mi regreso. Y no es la única doncella que ha sufrido los abusos de ese maldito bastardo. Así que no me pidáis que os diga por qué le corté las narices. Preguntadme, más bien, por qué no le corté otra cosa, mientras aún estaba vivo. Y eso sin contar con que su reverendísimo padre era el que había usurpado la mayor parte de nuestras tierras, aprovechándose de la debilidad de mi familia, con lo que mi hermana se quedó sin dote y se vio obligada a profesar. ¿No os parece una cruel ironía? De modo que aquí tenéis, de forma resumida, los motivos de mis principales crímenes –y, mientras los enumeraba, iba señalando con el pulgar de una mano cada uno de los dedos de la otra-: éste preparó el acuerdo, éste lo firmó, éste mató a mi padre, éste a mi familia traicionó y este maldito canalla se benefició. A Rojas le recordaba una de esas retahílas que solía decirle su madre, cuando era pequeño y quería que se riera, sólo que en este caso no tenía ninguna gracia. -Supongo que ahora podréis entender por qué estos últimos meses –continuó don Pedro-, desde que me nombraron maestrescuela, no he hecho otra cosa que urdir y llevar a cabo mi venganza. A diferencia del primero, en estos crímenes he querido cuidar hasta los últimos detalles, incluidos los lugares en los que tendrían que aparecer los cadáveres: dentro de una tinaja, en un serón, sobre una cátedra, en el interior de un torno. Todos ellos cargados, al menos para mí, de sentido e ironía. Pero había un obstáculo para llevar a cabo mi proyecto sin correr ningún riesgo (255-258).
(Lo que pasó después) Con la ayuda de fray Antonio de Zamora y Lázaro de Tormes, Fernando de Rojas logró probar que don Pedro Suárez, el maestrescuela de la Universidad, era el único autor de las muertes de los cuatro estudiantes, el antiguo mozo de garito, fray Jerónimo y fray Germán de Benavente. A petición de la Reina y del obispo de Salamanca, el caso de fray Juan de Sahagún quedó fuera del proceso, pues ya había transcurrido mucho tiempo y no añadía nada al esclarecimiento de los otros crímenes. Por otra parte, podía poner en cuestión uno de los principales milagros que se le atribuían al agustino, el de la concordia de los bandos, arrojando así alguna sombra sobre su buen nombre, lo que sin duda podría constituir un obstáculo para su beatificación y canonización. Tampoco se hizo ningún esfuerzo por averiguar quién había ordenado matar al maestrescuela. «Hay cosas que es mejor no remover», sentenció a este respecto el juez del caso. Como recompensa por su labor, doña Isabel la Católica le ofreció a Rojas el cargo de pesquisidor real para delitos de sangre dentro de los términos de Castilla. [...]. Don Alonso de Fonseca y Acevedo, también conocido como Alonso II de Fonseca, decidió abandonar el arzobispado de Santiago y retirarse a vivir en Salamanca en 1507, no sin antes promover a la silla a su propio vástago, don Alonso de Fonseca y Ulloa. Como existía la prohibición explícita de que un hijo sucediera a su padre en el cargo llegó a un arreglo con el papa Borgia, Alejandro VI, para que un sobrino de éste, Pedro Lis de Borja, ocupara la sede durante un breve período y así poder burlar la ley. En recompensa por sus turbios manejos, Alonso II de Fonseca recibió el título honorífico de Patriarca de Alejandría. A partir de entonces, aumentaron considerablemente sus intromisiones en el gobierno de la diócesis salmantina y en otros asuntos de la ciudad. A su muerte, que tuvo lugar en 1512, fue enterrado en la iglesia del convento de Santa Úrsula o de la Anunciación. En 1529, Alonso III de Fonseca le encargó al escultor Diego de Siloé a labra de un sepulcro de gran magnificencia a los pies de la capilla mayor, para honrar y perpetuar la memoria de su padre. En 1502, se produjeron en Salamanca varios alborotos provocados por un grupo de estudiantes descontentos. A laño siguiente, volverán los conflictos entre linajes, que arreciarán tras la muerte de Isabel la Católica, sembrando, una vez más, el miedo y la intranquilidad en la ciudad. A partir de 1507, podrá hablarse de nuevo de guerra desatada. Pero ya no se trata de un enfrentamiento entre los de San Benito y Santo Tomé, sino de la lucha entre dos de las facciones pertenecientes al primero de los bandos, agrupados, por un lado, en torno al doctor Maldonado de Talavera y, por otro, al arzobispo Alonso de Fonseca, que contaba con el apoyo, además, de la familia Anaya-Acevedo. [....] Como es sabido, Rojas tuvo tiempo también de completar la Comedia de Calisto y Melibea. De hecho, la terminó justo el lunes de Aguas, que era cuando acababa el período de abstinencia y las prostitutas volvían a Salamanca, para bailar y comer el hornazo con los estudiantes en las riberas del Tormes. Ese año volvieron todas menos Sabela, que perdió por el camino. Gracias a las gestiones de Fernando de Rojas, Lázaro de Tormes consiguió matricularse el curso siguiente en las Escuelas Menores, donde enseguida dio muestras de gran aplicación e inteligencia. Esto le permitió ingresar luego en el Colegio Mayor de San Bartolomé y estudiar Leyes, hasta obtener el grado de licenciado en 1508. La ceremonia tuvo lugar, como era costumbre, en la capilla de Santa Bárbara de la catedral. A su salida, por la puerta grande del templo, fue recibido por una multitud, que lo aclamó y lo vitoreó como a un héroe. Ese día, en el mesón de la Solana, tuvo lugar un gran festejo, para celebrar la gran hazaña de que un muchacho de su origen y condición se hubiera redimido gracias al estudio. Después de algunos años aquí y allá, Lázaro González, que era como entonces se llamaba, se fue a ejercer como abogado a Toledo, donde llegó a alcanzar gran renombre e, incluso, el favor de algunos poderosos, pues en ese tiempo estaba en su prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna. Por supuesto, siguió manteniendo su relación de amistad con Fernando de Rojas, que a la sazón residía en Talavera de la Reina, a unas quince leguas de Toledo. De hecho, se veían de cuando en cuando y se escribían con relativa frecuencia. En sus cartas, Lázaro le relataba aquellos casos interesantes de los que tenía noticia o a los que tenía que enfrentarse como abogado y, a veces, le pedía consejo. En cierta ocasión, le contó el de un pregonero de vinos nacido en Salamanca y de más o menos si misma edad que acababa de casarse con una criada del arcipreste de San Salvador, y al que las malas lenguas no dejaban vivir, debido a los rumores que sin cesar propalaban sobre la honestidad de su mujer, lo que ponía en grave peligros no sólo su buena fama o la felicidad de su matrimonio, sino también su libertad, pues, como bien sabía, el hecho de ser un marido consentidor estaba penado con diez años de galeras. Intrigado por el asunto, Rojas le rogó a su amigo que le relatara el caso por extenso. Con este fin, Lázaro se fue a visitar al pregonero, ofreciéndose su ayuda como abogado, siempre y cuando le diera cuenta de todo lo sucedido. El pregonero le dijo que, en ese caso, lo mejor sería empezar el relato por el principio, pues así tendría entera noticia de su persona antes de establecerse en Toledo. Durante varias horas, Lázaro lo escuchó sin apenas pestañear y se conmovió tanto con lo que el buen hombre le contó que, por un momento, llegó a pensar que ésa podría haber sido su propia vida, si no hubiera tenido la gran suerte de que Fernando de Rojas se cruzara en su camino. Así que, al día siguiente, decidió escribir una carta mensajera para su amigo en la que, con mucha ironía y buen humor, mezclaría algunos de los sucesos y anécdotas que le había relatado el pregonero con otros de su propia cosecha o que hubiera oído por ahí. Para ello, se sirvió también de algunas fuentes y modelos literarios, y, especialmente, de la Calisto y Melibea, pues no en vano la vida de Lázaro de Tormes recordaba mucho la de Pármeno, el criado de Calisto, cuando era muchacho. Del personaje de la vieja Celestina tomó, además, algunas palabras, expresiones y motivos, como su gran amor por el vino. Cuando, en diciembre de 1549, Rojas pudo leer al fin la carta de Lázaro en su retiro de Talavera, quedó tan impresionado y regocijado que, en cuanto le puso término, mandó ensillar el caballo para ir a felicitarlo personalmente, a pesar de su avanzada edad. Tenía, por lo demás, muchas razones para sentirse orgulloso de la obra, como nieta suya que era. En Toledo, lo celebraron con varias azumbres de vino que Rojas había llevado de su propia bodega para la ocasión. A la fiesta, invitaron también al pregonero, que, de alguna manera, había sido el causante de todo aquello, por lo que allí mismo lo nombraron padrino de la criatura, y a un amigo de ambos, don Diego Hurtado de Mendoza, al que proclamaron padre putativo de tan singular obra, dadas las alabanzas de hacía de ella tras haberla leído. Pocos días después de su regreso a Talavera, alguien hurtó el original de la carta, aprovechándose de la confianza de su destinatario, lo que ocasionó un gran disgusto a Fernando de Rojas, que moriría algunos meses después, en abril de 1541. Tras circular durante mucho tiempo en copias manuscritas como una auténtica carta mensajera, la obra se publicó anónimamente en la ciudad francesa de Lyon en 1553, con el título de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. A partir de ahí, las ediciones se sucedieron con gran rapidez dentro y fuera de España, dando enseguida origen, además, a varias secuelas y continuaciones, escritas, por lo general, por oportunistas sin escrúpulos, que nunca faltan y que siempre están dispuestos a medrar aprovechándose del éxito ajeno, lo que hace que sus imitaciones no sean más que torres con pies de barro. Por último, en 1559, la Inquisición la incluyó en Índice de libros prohibidos, pero era tal su fama y popularidad que, en 1573, se publicó una edición expurgada de la misma, bajo el título de Lazarillo de Tormes castigado, preparada por el cosmógrafo y secretario de Felipe II, Juan López de Velasco, con consejo del ya citado Diego Hurtado de Mendoza, en cuyo poder obraba, por cierto, el manuscrito original, aquel que había sido hurtado a Fernando de Rojas. Por desgracia, de todo esto Lázaro González no llegó a enterarse, pues había muerto acuchillado en una calle de Toledo en el mes de enero de 1541, dejando viuda y dos hijos por criar. Pero ésa es una historia en la que, de momento, no podemos entrar (273-280).