Cavanillas de Blas, Antonio

El cirujano de Al-Andalus

Madrid, La Esfera de los Libros, 2009

Antonio Cavanillas de Blas nació en Madrid en el año 1938. Es doctor en Medicina y en Cirugía.

El médico de Flandes (2001)
El león de ojos árabes (2003)
El prisionero de Argel (2005)
El último cruzado (2009)
El cirujano de Al-Andalus (2009)
Harald el Vikingo (2011)

En el año 1013, tras cincuenta y cinco años ejerciendo su arte y sintiendo próxima la muerte, Abul Qasim rememora su infancia en gineceo califal, donde sus capacidades motivaron que fuera enviado a estudiar a la medersa principal de Córdoba, primero, y a la Escuela de Medicina de la aljama, después, desde donde fue enviado a Fez para aprender las técnicas de Ibn Safi. Antes de terminar sus estudios, Abulcasis ya había empezado a granjearse fama de sabio entre sus pacientes, y pronto fue requerido por el gran visir y el califa Abderrahmán III, que lo nombró jefe de su equipo médico. Con una curiosidad insaciable hacia la anatomía, que lo llevó a sortear las prohibiciones religiosas, participó en la curación de Sancho el Craso. Menos fortuna que el monarca leonés tuvo el Abderrahmán III, al que sustituyó su hijo al-Hakán II en el trono. En la mayor época de esplendor cultural del califato, y con sólo treinta años, Abul Qasim fue nombrado hakim, y su fama llegaba a los lugares más recónditos. No obstante, la carrera por el poder emprendida por Almanzor estaba en marcha, y el veneno puso término a la vida del califa. Enlodado en sus vicios, Hixem se mantuvo apartado del gobierno, y la gloriosa época militar instaurada por el caudillo fue acompañada de un retroceso cultural. Muerto Almanzor, de cuya degeneración Abulcasis fue testigo, irrumpió la peste y, ante el dolor sufrido por la muerte de su madre y una de sus esposas, el cirujano decidió marchar a Bagdad para conocer a Avicena. Sería su último viaje, pues su salud, que le obligó a dejar la cirujía, se apagaba como la preeminencia de al-Ándalus, a punto de disgregarse.

Novela histórica de personaje

Medicina Cirugía Autoritas Memorias-1ª persona Peste Apelaciones al lector Explendor y decadencia del califato Omeya Convivencia religiosa

Contraportadas: Mapa de El viaje de Abul Qasim desde Córdoba a Bagdad Prólogo contextualizador (pp. 9-12).

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/04/21/cultura/1240330629.html http://ecodiario.eleconomista.es/cultura/noticias/1208582/04/09/La-novela-El-cirujano-de-AlAndalus-de-Antonio-Cavanillas-rescata-la-figura-del-medico-personal-de-Abderrahman-III.html http://www.webislam.com/articulos/36038-al_cirujano_espanol_abul_qasim_le_debemos_la_primera_traqueotomia_de_la_historia.html http://www.bienmesabe.org/noticia/2009/Junio/antonio-cavanillas-presento-el-cirujano-de-al-andalus http://www.europapress.es/cultura/libros-00132/noticia-antonio-cavanillas-novela-vida-cirujano-espanol-mas-notable-todos-tiempos-20090420182419.html http://noticias.terra.es/genteycultura/2009/0430/actualidad/la-novela-el-cirujano-de-al-andalus-de-antonio-cavanillas-rescata-la-figura-del-medico-personal-de-abderrahman-iii.aspx http://www.laprovincia.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2009042000_15_224614__Cultura-cirujano-Abul-Qasim-debemos-primera-traqueotomia-Historia http://www.youtube.com/watch?v=_7-4jPDKE4o&feature=related http://noticias.lainformacion.com/arte-cultura-y-espectaculos/el-escritor-antonio-cabanillas-presenta-hoy-en-tenerife-su-ultima-obra-el-cirujano-de-al-andalus_tTG4nFJCNaBtILlA7CtSS2/ http://www.diariomedico.com/2011/02/07/entrevistas/entrevistas-de-ultima/fuera-de-consulta/todo-medico-lleva-dentro-un-escritor http://www.laopinion.es/cultura/2009/06/03/cultura-comunicacion-paseo-cordoba-magica/223461.html http://hemeroteca.abcdesevilla.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/sevilla/abc.sevilla/2009/05/02/076.html

Abul Qasim

Aunque su plácida infancia transcurrió en el gineceo del califa, Zulema nunca le quiso revelar quién fue su verdadero padre. Desde joven sintió una profunda curiosidad por la anatomía humana, y lamentó las trabas que la religión supuso para el progreso de la medicina. Tolerante y poco amigo del cualquier fanatismo, prefirió el estudio y los placeres humildes a los fastos de la corte y el halago de los poderosos.

Zulema

Madre de Abul Qasim. Aunque enamorada de Muley, hermano del califa, fue concubina de Abderrahmán, si bien por su lecho pasaron otros hombres. Cuando abandonó el harén, el califa le buscó un ventajoso matrimonio con un acaudalado mercader, y tras enviudar disfrutó de una holgada posición económica. Prefirió no volver a desposarse para ser libre, y conoció de nuevo el amor con Realdo Conti. Fue víctima de la peste.

Abdelaziz

Taxidermista amigo de Abul Qasim. Abdelaziz, que ejerce su actividad en una de las zonas más miserables del arrabal cordobés, se convertirá en la solución a los problemas del cirujano, al que le encontrará animales a los que estudiar. Maestro en su oficio, que le viene de familia, medrará con el tiempo, y estrechará los vínculos con Abul Qasim cuando su sobrino Suleimán despose Sancha, esclava del cirujano.

Susana

Primera esposa de Abul Qasim. Hija de un prestamista y comerciante judío, Susana tenía sólo trece años cuando conoció a Abulcasis, y ambos empezaron a verse a escondidas hasta que fueron descubiertos por el padre de la muchacha, que dejó de comer hasta que sus padres la escucharon. De mente abierta, aceptará la poligamia de Abulcasis y le dará ocho hijos a lo largo de un matrimonio en el que nunca faltará el amor.

Ibn Safi

Gracias las gestiones de Al-Qurtubí, Abulcasis viajará hasta Fez para estudiar las operaciones oculares que Ibn Safi ha retomado, tras su estancia en la madraza de El Azhar en El Cairo. Ibn Safi hospedará al prometedor estudiante en su propia casa, y Abulcasis admirará el material quirúrgico diseñado por su maestro, que también considera el rigor religioso como un freno para el progreso de su disciplina.

Avicena

A pesar de su juventud, la fama del persa había trascendido las fronteras y llegado hasta al-Ándalus, suscitando la curiosidad de Abulcasis. Encargado de la dirección del maristán de Bagdad con sólo 25 años, Ibn Sina quedará anonadado al conocer al cirujano, pues venera sus conocimientos y admira el Altasrif. Tras las conversaciones con el cirujano, decidirá poner fin al celibato que había mantenido.

Abderrahmán III

Aquejado de un grueso divieso perineal, el califa, cuya figura no corresponde a su majestad, requerirá los servicios de Abulcasis, y se sentirá orgulloso de sus conocimientos, a la vez que lamentará que sus hijos no sean como él. Aunque no solía fiarse de los médicos y era un mal paciente, quedará asombrado de la honestidad y sabiduría del cirujano, que le tratará las dolencias hepáticas provocadas por su afición al vino.

Sancho el Craso

Tamaña fue la obesidad del monarca que, cuando llegó a Córdoba, se hallaba próximo a la muerte. Se rumoreaba que era incapaz de pasar por las puertas de palacio y que aplastó a una barragana con la que fornicaba. Abderrahmán, considerando la relación de protección y los vínculos familiares que lo unen al Craso, querrá que Abulcasis tome parte en su cura, y once meses más tarde el monarca será capaz de valerse por sí mismo.

Al-Hakán II

Siguiendo la estela de su padre, su califato superará en esplendor cultural al de Abderrahmán. Aficionado a la caza, el vino y las mujeres, Al-Hakán mantuvo a Abulcasis, al que siempre llamó hermano, como cirujano de cámara. Aunque su muerte se atribuyó a la herida provocada por una flecha, Abulcasis supo que fue el acónito el que acabó con la vida del califa, pero eligió el silencio para salvaguardar su vida.

Hixem

Indiferente al poder y a las intrigas políticas que se traman a su alrededor, el califa aceptará su reclusión en Medina Zahara, rodeado de efebos y de licores. Degenerado hasta el extremo de que se rumorea que llegó a copular con su propia madre, por el lecho de Hixem pasarán amantes de todo tipo, por lo que Abulcasis tendrá que usar de sus conocimientos para reparar los desperfectos de su desordenada pasión.

Almanzor

Protegido por Sobh, con quien mantendrá sórdidas relaciones, el apuesto y ambicioso Almanzor protagonizará una vertiginosa carrera hacia el poder. Quizá su incapacidad para progresar y acabar los estudios motivó su odio hacia la cultura y la ciencia. Líder prodigioso en la batalla y caudillo de extraordinario valor, acostumbra a ofrecer tratos vejatorios y humillantes a las mujeres. La sífilis pondrá fin a sus desmanes.

Me llano Abul qasim ibn al-Abbas al-Zahravi, pero mi impronunciable nombre se resume en Abulcasis para los cristianos y Abul Qasim para los de mi raza. Nací en Córdoba el 12 de muarán del año 314 de la Hégira del profeta Muhamad, 936 del nacimiento de Cristo. Vine al mundo en Medina Zahara, el barrio real de mi ciudad, capital del imperio de Al-Andalus, un conjunto de edificios que incluía el alcázar, palacios, baños, monumentos, mausoleos, villas, el riad palaciego y jardines botánicos ordenados levantar por Abderramán III a raíz de su coronación como califa, siete años antes. La villa, de recreo, pensada para el placer del todopoderoso Omeya, se alzaba a legua y media de Córdoba, al oeste, hacia le serranía (22). -Si conociéramos a ciencia cierta la disposición del cuerpo humano sería mucho más fácil corregir sus anomalías con el escalpelo –sostuve-. Por ejemplo, el cólico miserere. Nadie sabe qué lo origina ni de dónde parte. Al-Razi opina que surge por la putrefacción de alguna parte del tubo digestivo; Pedro de Egina afirma que son las propias heces las que lo taponan y fermentan, originando la descomposición pútrida. Lo único que sabemos con certeza es que el que lo padece siempre muere. Si conociésemos mejor las vísceras digestivas estaríamos en disposición de actuar con efectividad (79). El califato que yo viví fue el momento supremo de Al-Andalus y dudo que vuelva a repetirse. Ahora, al final de mi vida, asisto a su lenta descomposición. ¿Qué es lo que nos espera? Posiblemente la disgregación en reinos más pequeños, vulnerables, y al final la rendición y el exilio. La unidad hace la fuerza. Mientras los cristianos van a más, aglomerándose, nosotros nos disolvemos, nos separamos. Yo, al menos, he conocido al menos los comentos más dulces del califato, cuando éramos el estado más potente. Tras la toma de Tánger y Melilla, en 927, Abderrahmán controlaba el triángulo formado por Argelia, Marrakech y el océano Atlántico hasta casi Oporto. Ninguna fuerza beréber cruzó más el estrecho sin su consentimiento. El poder del califa se extendía hasta el norte: Otón el Grande, emperador del Sacro Romano Imperio, intercambiaba embajadores con Córdoba. Hugo de Arlés solicitaba salvoconductos para que sus navíos mercantes pudieran navegar por el Mediterráneo, mediatizado por nosotros lo mismo que el estrecho de Djebel-Al-Tarik, el Gibraltar de los cristianos. En cuanto a economía, el califato era una potencia de primer orden fundada en el comercio, una industria artesana muy desarrollada y técnicas agrícolas mucho más avanzadas que en cualquier otra parte de Europa. Éramos grandes productores de aceite de oliva y cítricos; las uvas andalusíes eran afamadas en todos los mercados, lo mismo que las pasas de Almuñécar; nuestras sedas granadinas y valencianas competían con las mejores del orbe, igual que el azafrán, ajos y dátiles. Siempre me sorprendió la pobreza y desolación de los campos cristianos en contraste con los nuestros, más poblados, con molinos de viento, canales de riego e ingenios harineros o azucareros. El dinar de oro cordobés era la moneda más cotizada del momento, la de más rica ley, imitada por el Imperio carolingio. Nada semejante se había visto en Occidente desde la caída del Imperio romano. En ninguna parte había ciudades tan pobladas con Córdoba, más de quinientos mil habitantes censados a mediados de siglo. Tampoco eran desdeñables ciudades como Toledo, con treinta y siete mil, Almería, con veintisiete mil, Zaragoza, con veinte mil, Valencia, quince mil o Barcelona, con cuarenta mil pobladores en su censo. Ya hablé de los aspectos culturales de Al-Andalus y de avances médicos, sólo me queda nombrar la famosa biblioteca de Abderramán III que, en tiempos de Al-Hakán II, alcanzó los cuatrocientos mil volúmenes y reunió todas las ramas del saber humano. Los dos primeros califas estaban convencidos de que crear medersas, construir maristanes y levantar aljamas era apostar por la cultura y hacerlo por el caballo ganador (192-193). Recapitulemos: un hombre apuesto y ambicioso se enriquece merced al favor de una mujer. El heredero del trono, un joven fuerte y sano, muere de repente, y su administrador, el hombre ambicioso, es nombrado gran visir del nuevo califa. ¿Verdad que huele a crimen? Conocí bien a los hijos legítimos de Al-Hakán II, pues, como médico de palacio, me llamaron varias veces para atenderlos. Abderrahmán, Harifa, Hixem, Fátima, Abdulah, Ahmed, Xania..., todos los que lograron cumplir diez años eran fuertes como robles y sanos como jabalíes montaraces, de ahí la extrañeza que causó la repentina desaparición del primogénito (241). Aquellos años transcurrieron despacio, como siempre en épocas de opresión, tiranía o vileza de los que gobiernan. Instalado en mi propia aséptica burbuja, los vi pasar con aprensión, sin respirar apenas, inerme, como el que sufre la descarga de una negra nube de tormenta en medio de la estepa o cruza por un muladar con la nariz tapada. Aislado de las cosas de Medina Zahara, ausente de fiestas y recepciones palaciegas salvo contados ineludibles casos, me dediqué a lo que hago medianamente bien: trabajar. Perfeccioné mis técnicas quirúrgicas, modifiqué para mejor instrumentos y aparatos e inicie relaciones epistolares con distintos sabios: Conti, el napolitano, Andreas Pavanopoulos, un cirujano bizantino de Atenas, y Segei Titov, un físico de Kiev, en la lejana Ucrania. Invité a Realdo Conti a la aljama de Córdoba, de la que ya era director tras la muerte de Al-Qurtubí, en 980- Se trataba de organizar con él varias sesiones quirúrgicas ante mis estudiantes, demostrativas de su técnica reparadora en hernias inguinales. En medio de mi alegría, recibí su respuesta afirmativa. conseguí de un abúlico Hixem una amplia sala en Medina Zahara donde celebrar la reunión, un verdadero congreso de cirugía, amplié mi invitación a Samuel Pérez, un cirujano valenciano que había ideado una técnica para reducir fracturas, y a Benito Itoiz, otro quirurgo, navarro, que conocí en Pamplona y que dominaba cierta técnica de amputación del muslo (267-268). Creí su historia y prometí mantenerla en secreto. Desde luego acerté. Nunca me arrepentí de mi prudencia ni de evitar hacer de juez omnímodo. Nadie es perfecto, y la mujer es débil. La conducta de Jazmina a mi lado siempre fue ejemplar. Me dio tres hijos en sus ocho embarazos y lloré su muerte amargamente. Ya llegaremos a ella: repasemos primero otras historias. La que me obsesionaba por entonces era la redacción de mi tratado médico, Altasrif, un compendio en tres grandes volúmenes que trata de todos los aspectos conocidos de la ciencia médica, el primero sobre farmacología: principios activos que contienen las plantas, descripción del instrumental quirúrgico, empleo de anestésicos y utilización del cauterio. El segundo versa sobre fracturas y su tratamiento, y el tercero sobre cirugía general, oftalmología, obstétrica y del oído. Añadí un anexo donde explico el método curativo de la obesidad mórbida y técnicas para la extracción de cálculos en la vejiga de la orina, partos, amputaciones y extracción de fetos muertos. Carmen y Jazmina, que se entendían a las mil maravillas, me ayudaban en la redacción de los textos, sobre todo mi última mujer, que poseía una letra muy legible y bella. Seis años me llevó la magna obra. Una vez culminada, en 991, conseguí de Almanzor que varios amanuenses de la biblioteca hiciesen copias que fueron encuadernadas por el mejor librero de Córdoba. En total se editaron ochenta tratados de tres tomos, que fueron repartidos por todo el califato. Mandé ejemplares a Lisboa, Nápoles, Constantinopla y Bagdad. Hubo demanda de los reinos cristianos y de ciertos países islamitas que obligaron a una reedición. Antes del final de siglo, mi obra, escrita en romance castellano, había sido traducida al árabe, catalán, franco y toscano (291-292). Nada hay más placentero para el hombre que el trabajo bien hecho. Mi vida entera ha sido la búsqueda de la verdad, de la razón científica en pos de la sabiduría, el galardón supremo. Lo que más nos acerca al Creador es el saber, y lo que más nos aproxima a las bestias es la ignorancia, el fanatismo y la superstición. Tuve la suerte de nacer en el rincón más civilizado de mi época, dedicado al arte, la ciencia y la cultura, y confío continúe siéndolo a pesar de no ser optimista. Están ya aquí los signos de la descomposición: un gobierno despótico, fanatismo religioso, guerra, intolerancia, quema de libros... No me consuela que en los reinos y condados cristianos europeos anden pero que nosotros. Con Platón, creo en el ser humano y, si de mí dependiera, fundaría una república de hombres y mujeres libres, sin distinción de razas y colores, con plena libertad religiosa y de toda índole (309). Con el nuevo milenio cristiano, Al-Mansur retornó a las andadas. Lo suyo era la guerra, y yo imploraba por su reanudación, pues una aceifa era para mí sinónimo de paz, al tener al déspota muy lejos. En 1002, enfermo y achacoso, inició, Alá y su profeta sean loados, la que sería su última batalla. Subió a Toledo, donde recibió la babosa sumisión del emir, y siguió a Guadalajara y Sigüenza. Supo en La Almunia que el conde castellano, el rey Alfonso V de León y Sancho de Navarra, su suegro, lo esperaban bien pertrechados en las cercanías de Soria. Entiendo el caso del rey Sancho: yo habría estrangulado con mis manos a quien tratase a mi hija como aquel rufián. Dicen que el facineroso castigaba a Blanca, su esposa, de palabra y de obra. Que la obligaba, de rodillas, a presenciar cómo fornicaba con cualquier barragana. A mediados de julio se encontraron los dos ejércitos en Calatañazor, una pequeña aldea no muy lejana a Osma. Los cristianos habían congregado a cuatro mil guerreros por una cifra pareja de los nuestros. La contienda quedó sin decidirse, con medianas pérdidas por ambas partes y una herida de espada, tangencial, que afectó a un hombro de Almanzor. Me contó el cirujano que lo intervino que se trataba de un corte intrascendente, pues la cota de malla impidió que el acero penetrase profundo. Tan es así, que lo arregló con varios puntos de sutura y el guerrero prosiguió camino de Canales, en La Rioja, donde hizo de las suyas: ordenó empalar al cura párroco tras dejar que lo violaran sus alféreces. Lo de que Almanzor se dejó morir de hambre tas la derrota de Calatañazor es una patraña de las muchas que cristianos y moros cuentan de las batallas fronterizas. Para empezar, allí no hubo victoria ni derrota. Y, en segundo lugar, la inapetencia del temible guerrero era debida al mal que lo minaba: la peste blanca. A las tres semanas de aquella refriega sintió un súbito desfallecimiento y, viendo que llegaba la muerte, pidió ser trasladado lo más rápido posible a Córdoba, pues reclamaba mis servicios. Tuvo tiempo al menos de pasar la frontera y entrar en tierra mora. En la ciudad de Medinaceli, a los sesenta y cuatro años de su edad, entregó el alma. Conozco el final de Al-Mansur de primera mano por el testimonio de Eleazar Ibn Abdulah, el cirujano que le asigné y que había sido mi ayudante de mano muchos años. Cerca de San Millán, lo afectaron la fiebre y los escalofríos. Eleazar, desbordado, pues no encontró abscesos ni apostemas que explicasen la fiebre, recabó el auxilio de un físico hebreo famoso en la zona, en la cercana Logroño. Éste descubrió los chancros venéreos –los tenía hasta en la boca- y diagnosticó mal de mujer en avanzado estado. El cuadro febril y estuporoso lo achacó con buen criterio a la afección que Galeno denominaba lúes. En la fase final de la enfermedad, el médico romano describió la presencia de tumores cefálicos y viscerales que ocasionaban la desorientación, la locura y los fuertes dolores que acompañaron al feroz luchador en su vejez anticipada. Ello no es eximente, pero la demencia que le llevaba a cometer los actos más crueles y terribles tendría quizá etiología luética. Al final pagó por sus pecados con una muerte infame. Su agonía fue espantosa: dolores terroríficos lo hacían blasfemar de Alá y de su profeta, me llamaba a gritos para que lo calmase con mi esponja y lo rodeaba un hedor insufrible. De repente se le abrieron al tiempo diez o doce bubones, manantiales de pus que convirtieron su cuerpo en un pudridero de cadáveres. Para acabar cuanto antes, trató de suicidarse con la daga, pero se la quitaron de las manos. Reconozco una vez más que era valiente. En medio de incesantes alaridos, tardó tres días con sus noches en bajar a la tumba. Más de uno de los ajusticiados o torturados en su larga vida se conmovería de placer en la suya (313-315). Tras la muerte de Almanzor, lentamente, el edificio califal se vino abajo. Lo que parecía fábrica edificada sobre roca era sólo adobe deleznable levantado en arena. Al-Mansur fue un déspota genial, un dictador tan sólo atento a su poder, incapaz de concebir una alta política previsora y un gobierno duradero y estable, de hombres íntegros. El individuo que, como él, es absorbente, extirpador de colectividades y de individuos valiosos, deja tras sí al desaparecer la nada, una negra sima de ineptitud, de mala educación e indiferencia pública. A poco de enterrado, se entabló una lucha de dos bandos: el de las tropas berberiscas traídas de África y el de los eslavos o gentes de origen europeo, creaciones ambas del tirano. Hixem II contemplaba la lucha desde la poltrona, exhausto, sin atreverse a intervenir (368-369). Cuando escribo estas líneas, en el invierno de 1013, el cadáver infecto de Hixem II, descendiente del profeta, reposa ya en la tierra. Afortunadamente falleció de repente, sin dar trabajo ni pesar a nadie, pues todos agradecimos su desaparición. Certifiqué su muerte, que fue natural y originada por sus propias pestes. Jamás olvidaré la fetidez que expelía el cadáver. Era un tufo nauseabundo que llenaba Medina Zahara y que no conseguían amenguar las decenas de pebeteros de sándalo y jazmín estratégicamente situados. Ordené que sus restos fuesen colocados en féretro de plomo, que se selló con triple soldadura, también para evitar que huyesen los gusanos (370). Mi tiempo se termina y me parece justo, pero mentiría si dijese que lo acepto de buen grado. Nadie hay tan enfermo ni tan viejo que no espere alentar una hora más. Incrédulo hasta el fin, creo que el paraíso se encuentra en esta vida y que todos, si se lo proponen, lo tienen a su alcance. Con salud, trabajo y una buena mujer, son muchos los buenos ratos que alcanza un hombre honrado y sabio. A pesar de ello, siempre queda un resquicio para la duda y la esperanza. ¿Existirá el más allá? Si existe Dios, espero que se apiade de su humilde siervo. Esto se acaba. He pasado una noche infame entre el dolor urente y un tenso duermevela. Tengo dispuesto ya mi testamento. No quiero ceremonias hueras ni ostentosas: una tumba discreta a la sombra de un ciprés donde fundirme de nuevo con la tierra. Mis bienes serán de mis esposas y mis libros para la humanidad. Me pesan los párpados lo mismo que si fuesen de mármol y apenas siento al muecín proclamar la segunda oración. Muero de la mejor forma posible, dulcemente, rodeado de los seres que me aman, mis esposas, mis hijos, mis esclavas... (380-381).

Antonio Huertas Morales
Marta Haro Cortés
Proyecto Parnaseo (1996-2024)
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