El anticuario
Barcelona, Roca, 2009
Ediciones nuevas
Julián Sánchez nació en Barcelona en el año 1966. Fue árbitro de la liga ACB durante cinco años, y actualmente sigue vinculado al mundo del deporte como responsable técnico y formador.
<p><p>&lt;p&gt;El anticuario (2009) La voz de los muertos (2011)&lt;/p&gt;</p></p>
Por Sant Jordi, Artur Aiguader se halla enfrascado en el estudio de la biblioteca procedente de una masía señorial propiedad de los Bergués, una vieja familia catalana. Las revelaciones de un manuscrito de finales del siglo XIV despertarán temores en el anticuario, que ocultará el libro e informará de su paradero a su ahijado Enrique, quien, navegando por el Cantábrico, tardará en enterarse de que su padrino ha sido asesinado. Gracias a la información de una carta, el escritor recuperará el manuscrito, pero decidirá ocultárselo a la policía, porque tras la muerte de Artur, varios de sus colegas han mostrado su interés adquirir el negocio, y Enrique sospecha que entre ellos se encuentra el asesino. Ayudado por Carlos, el escritor decidirá ponerles un cebo, y tentarlos mostrarles el manuscrito, que, con la ayuda de Bety está descifrando. Sin embargo, la policía ha encontrado a un presunto culpable, Phillipe Brésard, con quien Artur tuvo negocios y discrepancias, y Enrique conocerá ignotos rincones del pasado que relegarán el manuscrito a un segundo plano; desinterés que agudizará cuando el escritor conozca a Mariola, con la que iniciará una relación. Serán Bety y Manuel Álvarez quines perseverarán en la traducción del Manuscrito Casadevalls: un dietario del maestro de obras de la catedral de Barcelona que pronto pasó a ser diario de sus cuitas, y en el que dejó constancia de la iniciación que siguió para convertirse en el ocultador de la Piedra de Dios, que los judíos catalanes, sintiendo próxima su caída en desgracia, quisieron proteger. Álvarez logrará descifrar las indicaciones del maestro de obras y averiguar dónde ocultó la Piedra, pero será asesinado, y cuando Bety, Carlos y Enrique hallen la Piedra en la catedral de Barcelona, se encontrarán con Mariola, la asesina de Artur y Álvarez, que los espera para robársela. Durante la pugna por conseguirla Mariola morirá y Enrique, que convertirá sus vivencias en una novela, hará desaparecer la Piedra en la inmensidad del océano, pues su poder no debe estar nunca en manos humanas.
Novela de indagación histórica
Libro EM-Manuscrito Casadevalls (finales XIV inicios XV) Cábala-Sefirots-Shem ha Meforash Piedra de Dios-Tesoro de Salomón Antisemitismo-Pogromos contra los judíos-Expulsión de 1492 Peste Negra Catedral de Barcelona Santa Inquisicón
http://www2.noticiasdegipuzkoa.com/ediciones/2009/03/17/deportes/baloncesto/d17bal52.1439920.php http://www.esliteratura.com/docs/saludos-de-julian-sanchez-autor-de-el-anticuario-4573.html http://www.diariovasco.com/20090328/cultura/falta-gran-novela-sebastian-20090328.html
Librero y anticuario de Barcelona. Artur, vicepresidente del Gremio de Anticuarios de Barcelona, es un hombre respetado y estimado por sus colegas que supo abrirse camino durante la posguerra y amasar una considerable fortuna, aunque no siempre con negocios legales. Estudió Historia y Filología Clásica y fue se enamoró de la madre de Enrique, que posiblemente no es sólo su ahijado, sino su hijo.
Traficante de arte internacional buscado por la Interpol y el mayor proveedor del mercado ilegal de arte español. Conocido como el Francés, Brésard ha trabajado para Artur durante más de veinte años, aunque es un hombre impulsivo que a veces pierde la paciencia. Una llamada de Mariola informando de su paradero, y será detenido como presunto asesino de Artur, pero dirá ni una palabra al ser interrogado.
Comisario del Raval a punto de jubilarse. Amigo de Artur desde la infancia, Fornells pedirá llevar el caso de la muerte del anticuario, y acabará contándole a Enrique aspectos insospechados de la vida de su padrino. Profesional afectivo y con olfato, Fornells irá siguiendo las distintas pistas con escaso éxito, y se enfadará con Enrique al enterarse de que el escritor le ha ocultado la información sobre el manuscrito.
Anticuario barcelonés de origen judío. Samuel, que se asoció con Mariola en un momento de crisis en su negocio, era el mejor amigo de Artur, y aunque la policía lo investigue como sospechoso a raíz de una discusión tenida con él, su inocencia está fuera de toda duda para el escritor. Seguramente, una conversación con Mariola tras una consulta Artur, puso a su socia tras los pasos de la Piedra de Dios.
Escritor de prestigio e hijo adoptivo de Artur. Enrique, a punto de acabar su sexta novela, cuenta con un éxito profesional en nada comparable a su desastrosa vida sentimental. Irreflexivo e iracundo, Enrique encuentra en la navegación su remanso de paz. La atracción que sienta por la Piedra e diluirá al conocer a Mariola, con la que intentará curar las heridas de su relación truncada con Beatrice.
Catedrática de Filología Clásica en la UPV y exmujer de Enrique. Bety informará a Enrique de la muerte de Artur, y se desplazará a Barcelona para ayudarlo en el doloroso trance. Quedará subyugada por la búsqueda de la Piedra y se encargará de la traducción del Manuscrito Casadevalls y de contactar con Álvarez. Los sentimientos hacia Enrique volverán a aflorar, pero la sombra de Mariola se impondrá entre ambos.
Hija del presidente del Gremio de Anticuarios de Barcelona. Estudió Bellas Artes en la Escuela de Artes de París. Con un atractivo fuera de lo común Mariola ayudará a Enrique en la tasación y subasta de los bienes de Artur. Posiblemente atrapada por la magia de la Piedra de Dios, Mariola asesinó a Artur y a Álvarez, y acabara muriendo en la catedral de Barcelona, tras intentar hacerse con la Piedra.
Investigador privado de prestigio. Amigo de Enrique desde la adolescencia, Carlos comparte con el escritor la afición por el mar, y se prestará a ayudarle en la investigación de la muerte de Artur, si bien no está de acuerdo en ocultarle información a la policía. Carlos, siempre realista y crudo, le hará comprender a Enrique la magnitud del peligro que corre. Mariola le disparará, pero salvará la vida.
Judío converso de Barcelona, anteriormente llamado Mossed Cayim. Ángel, una vez seguro de que el maestro de obras no los traicionará, le proporcionará a Casadevalls un medicamento desconocido que logrará sanar a su hija Eulàlia. Receloso de los cristianos viejos, Martín sabe que la expulsión de su pueblo está cerca, por lo que necesitan un escondrijo para la Piedra de Dios, y Pere, en deuda con ellos, será el elegido para ocultarla.
Doctor en Filología Románica y Filología Clásica, amén de licenciado en Biblioteconomía y Documentación y buen conocedor de una decena de lenguas. Bety se pondrá en contacto con él para descifrar el Manuscrito Casadevalls, y se sorprenderá al saber que Manuel, a lo largo de una investigación sobre procesos inquisitoriales, ya había topado con él. Logrará averiguar el paradero de la Piedra, pero será asesinado.
Maestro de obras de la catedral de Barcelona. Pere pasó más de treinta años vinculado a la catedral catalana, algo poco usual en la época, y siempre se mantuvo en un discreto segundo plano. Durante una estancia en Narbona perdió a su mujer y a sus hijos (menos Eulàlia), víctimas de la peste negra. Será iniciado por su maestro S. para ocultar la Piedra, pero quizá poseído por ella, dejó cifrada su ubicación en su diario.
El bueno de todos estos
En el epílogo. Se anima a comprobar la veracidad-fantasía de lo narrado. La Barcelona de 1390 Existe numerosa documentación sobre el particular. Especialmente recomendada es la visita al Arxiu Històric de la Ciutat, sito en Ca l´Ardiaca (Carrer Ciutat, 1), al que agradezco su colaboración. La visita, por sí misma, merece la pena, pues se trata de un edificio hermoso; es una feliz coincidencia que en su interior albergue la mayor documentación posible sobre la historia de Barcelona. Puestos a elegir, visítenlo en la festividad del Corpus y podrán disfrutar de su patio engalanado con cientos de flores y del famoso «Ou com balla», una cáscara de huevo vaciada que baila enloquecida sobre el chorro de su fuente. En el Archivo de la Corona de Aragón (sito en el Carrer Comtes, 2; palacio de Lloctinent), dependiente del Ministerio de Cultura, se pude acceder a numerosísima documentación sobre la época que nos ocupa, máxime desde que en el año 2006 se derogó la obligatoriedad de la posesión de la tarjeta de investigador para acceder a sus fondos. Pero, por sí mismo, es otro de esos lugares hermosos que también deben conocerse, justo al lado de la catedral. Además, bajo sus mismos cimientos se halla la increíble Barcino romana, que puede ser visitada desde la planta baja del Museu d´Història de la ciutat de Barcelona. El libro História de la ciutat de Barcelona, de la editorial Aedos, publicado en Barcelona en el año 1975, me ayudó en gran manera a situar la sociedad del momento. Otras fuentes de documentación son fáciles de encontrar en Internet, pero acéptenme un consejo personal: no se fíen demasiado. Según la fuente, las fechas de los datos buscados pueden llegar a oscilar entre cinco y quince años. Cotejes los datos de Internet con fuentes históricas documentadas. Si existe alguna leve discrepancia entre las fechas históricas, los personajes y los sucesos reales mencionados en la presente obra deben considerarse pequeñas licencias narrativas por las que pido disculpas anticipadas. La catedral de Barcelona Sobre la construcción de la catedral existen diversos estudios disponibles para el profano. En la propia catedral pueden adquirirse algunos de ellos, naturalmente adecuados al entendimiento de cualquier persona no versada en cuestiones propiamente arquitectónicas. Sin embargo, si se desea una documentación profunda sobre su proceso de construcción, la visita al Archivo del Col·legi d´ Arquitectes de Catalunya (Delegación de Barcelona, sito en el Carrer Arcs, 1-3, 4.ª planta) es obligada. El acceso está, en principio, restringido a arquitectos e investigadores. Aunque la mayoría de sus fondos se centran en los siglos XIX y XX, existe documentación precisa sobre la catedral, en especial sobre las labores de restauración realizadas en los años setenta, que sirvieron para devolver el esplendor cromático a un edificio oscurecido por el paso de los siglos. Por último, un consejo: el tejado de la catedral, que cuando redacté esta novela no permanecía abierto al público, ahora puede ser visitado... ¡Qué inmenso placer poder acercarse junto a la cruz de término y sabes que fue allí, junto a nuestros pies, donde estuvo escondido largos siglos el «objeto»! Si se fijan bien, quizás puedan observar que en cierta piedra de la base la argamasa es más bien reciente... La tradición cabalística Es uno de los grandes misterios que nos ocupa. No puedo extenderme en exceso ya que me he comprometido a ello, y tal como dijera largos años atrás el propio Casadevall al converso Ángel Martín: «soy un hombre de palabra». Diré, únicamente, que la tradición cabalística ha existido, existe y existirá. Hay mucho engañabobos que no merece el mayor crédito. Quien realmente desee acercarse a ella deberá dedicar años de estudio y de entrega personal para poder siquiera acariciar los misterios que nos ofrece. Eso, o ganar la confianza de quien sí sabe. Ningún conocimiento se obtiene o se otorga sin esfuerzo, doy fe de ello. En cuanto a los sefirá, son el mismo aliento de Dios. Sobre ellos podrán encontrar documentación diversa; la mayor parte es falsa o tergiversada; otra, muy escasa, verídica. Que el «Árbol de la vida, la estructura cabalística que conforma las relaciones entre los sefirots, y la arquitectura de las claves del tejado de la catedral de Barcelona sean tan extraordinariamente similares constituye una de esas raras casualidade que cualquier escritor con dos dedos de frente no puede dejar escapar, asombrado por su propia capacidad de asociar ideas... Quizá no haya tal. Tal vez, como escribió el investigador Carlos Hidalgo en la pantalla de su ordenador: «Las casualidades no existen». De cualquier posible estudio que deseen realizar sobre la presente novela, éste será el más complejo de todos, pues la sensación de que las ramas impedirán seguir el camino será en todo momento cierta, acusada y profunda: nada hay más extraño que intuir una verdad y saber que ésta jamás podrá ser aprehendida. Pero en el intento está el verdadero fin: llegar carece de importancia cuando caminar se convierte en auténtica pasión (471-473). CAMPO EN BLANCO: Epílogo (La Barcelona de 1390, La catedral de Barcelona, La tradición cabalística), pp. 471-473. Contiene las fuentes del relato. Notas léxicas (traducción euskera y latín) y enciclopédicas. Se incluye ilustración del Árbol de la vida (434) Algunos de los acontecimientos narrados en esta novela son reales. Dejo a la imaginación o a la capacidad de investigación del lector descubrir qué de lo contado a continuación sucedió en realidad. Lógicamente, todos los nombres de los personajes han sido modificados. Durante todo el sábado estuvo trabajando en el extraño manuscrito de los Casadevall. El libro no era propiamente un diario, sino más bien un dietario, aunque recogía también las impresiones de su autor, a quien identificó como el adjunto a un maestro de obras, allá por los principios de siglo XV. Identificó al posible redactor del texto original como al maestro de obras Casadevall, que ostentó dicho cargo entre los años 1398 y 1424. Le resultó imposible identificar al autor de las notas al margen, aunque no dudó en una cosa: el conjunto de la traducción resultaba el más complejo al que se había enfrentado en años, y podía dar fe de haberse encontrado con muchos manuscritos y vieja correspondencia que se le había resistido en menor medida que aquel enigmático texto. A medida que transcurrían las horas, la lectura detallada del manuscrito y de sus anotaciones comenzó a revelarle hechos inauditos. Transcribió en hojas de borrador diversas anotaciones que resultaban confusas y que debía comprobar cuanto antes, pero el texto resultaba tan misterioso y críptico a medida que progresaba en él que prefirió continuar desvelando los secretos ocultos durante siglos que correr a confirmar en otras bibliotecas o archivos la veracidad de lo hallado. Cuando Artur miró de nuevo el reloj, ya eran las dos y me dia de la madrugada. La primera traducción del libro le había costado trece horas de trabajo ininterrumpido; incluso para un experto como él en lenguas clásicas la apretada letra del arquitecto había complicado mucho la cosa. Con la vista cansada y unas terribles ganas de orinar, acordó consigo mismo finalizar la sesión. Le dolía la espalda; por la puerta aún abierta entraba el fresco aire de la noche. Había refrescado y la tienda estaba helada. Hizo sus necesidades, cogió la chaqueta y se dispuso a dirigirse a casa. Miró detenidamente el manuscrito Casadevall. Por primera vez en muchos años, sintió una punzada de verdadero miedo. No era la angustia que sintiera tras hablar con el Francés; aquello que antes sintiera como miedo era apenas un esbozo de la sensación que ahora nacía en su interior y que tenía su raíz en una increíble historia. Era un miedo profundo, cerval, incontrolable, que iba creciendo lentamente, pero sin pausa, pese a su edad, pese a su experiencia, pese a su seguridad. Lo combatió, y lo venció no sin esfuerzo. Decidió llevárselo a casa, pero cediendo a un instinto desconocido lo tomó entre sus manos y, con esa pericia que da el conocimiento y la experiencia, desbrozó los hilos que unían las viejas hojas al lomo. Repitió la maniobra con uno de los viejos ejemplares de su biblioteca de trabajo, de similar tamaño y escaso valor, el volumen primero del Exercicio de Perfección, e intercambió los contenidos no sin unirlos con cola de secado rápido. Depositó el libro de los Casadevall en la estantería, arropado entre otros cien o doscientos ejemplares de valor relativo, únicamente para especialistas. Tomó el lomo sobrante y abandonó la tienda con éste y las páginas originales del libro utilizado como sustituto; lo arrojó todo a una papelera cualquiera. El contenido del manuscrito había despertado uno de esos miedos atávicos a lo desconocido que Artur creía haber superado con el paso de los años y la llegada de la edad adulta (38-39). P.D.: Escribo estas líneas unos días después de acabar la carta, justo antes de enviarla. He realizado hace apenas unos días la adquisición de un lote que incluye todo el contenido de una vieja masía señorial propiedad de una vieja familia catalana, los Bergués. En su biblioteca he descubierto algo increíble, capaz de colmar las expectativas de un anticuario. No me atrevo a revelarte nada hasta haber comprobado que no se trata de las imaginaciones de un viejo y que su fundamento se revela cierto. Por algún motivo que no alcanzo a comprender estoy intranquilo; esto es algo que, por primera vez en muchos años, me supera por completo. Si me pasara algo, no sé cualquier arrechucho de esos que nos dan a los viejos, un ataque al corazón o algo así, tre recomiendo que leas el Exercicio de Perfeción, volumen primero. Allí se encuentra la información precisa para continuar mi trabajo. Lo encontrarás en os estantes de mi biblioteca, en la tienda. No sé no or qué añado esto; ¡como si tuviera que pasarme algo! ¡Valiente tontería! Un fuerte y sincero abrazo (55-56). Encontró el Exercicio de Perfección en uno de los estantes del estudio. Estaba formado por tres viejos volúmenes con las tapas de una piel oscura corroída por el tiempo. El título, borroso, era un hilo dorado que apenas se distinguía entre la suciedad acumulada durante tres siglos de ser manoseado. Extrajo el primer volumen con una curiosidad no exenta de reverencia. Tenía en sus manos el gran descubrimiento de Artur, y según su reciente corazonada, la causa de su muerte. Palpó la arrugada piel de la portada con suavidad y se abandonó a sus sensaciones internar. En su interior nacía una convicción. Sí, ahora estaba seguro. Con una fuerza desconocida, la intuición le decía que el asesino de Artur estaba buscando el libro que descansaba en su mano. No se trataba de ningún chorizo de barrio bajo ni de una venganza mafiosa; alguien que conocía el descubrimiento de Artur lo había eliminado para apropiarse de él, sin poder imaginar que, merced a un sexto sentido, Artur había camuflado el libro bajo la apariencia de un código de perfeccionamiento religioso donde se había convertido en un anodino ejemplar más entre cientos de ellos, literatura disimulada entre literatura. En el estudio de Artur, repleto de anaqueles rebosantes de viejos libros, disfrazado en una piel ajena, nadie hubiera podido encontrarlo, y ahora estaba en su poder. La corazonada se había transformado en un certeza de fuerza y transparencia prodigiosa (84-85). Ni el cansancio acumulado ni su muy herrumbroso latín impidieron que Enrique obtuviera ciertos progresos en la traducción del manuscrito Casadevall. Con mayores dificultades al principio y mayor soltura a medida que refrescaba los conocimientos de las lenguas clásicas que Artur se empecinara en enseñarle años atrás, Enrique intentó sumergirse en una historia sorprendente que había sucedido hacía muchos siglos. El texto carecía de presentación y de autoría, pero resultaba sencillo conocer al autor del manuscrito debido a las numerosas referencias a su entorno. Pertenecía a la familia Casadevall y ostentaba algún cargo relacionado con la arquitectura de su época de cierta importancia. Acabó por identificarlo como adjunto al maestro de obras gracias a la mención directa del texto, y no tardó en situarlo históricamente: uno de los viejos libros de la biblioteca de Artur, titulado Hiftoria de la edificafió de la Chatedral de Barcelona, «publicado en la noble ciudad de Tortosa en el Año del Señor de mil seiscientos sesenta», le sirvió para ello. El arquitecto Pere Casadevall había sido uno de los responsables de las obras realizadas durante la construcción de la catedral de Barcelona durante treinta y seis años, desde 1368 hasta 1414. La relación de sus obras no incluía nada especial, aparte del notable impulso que sufrió la edificación de la catedral, hasta ese momento poco desarrollada, gracias a la labor del obispo Planelles, y su extraño final, pues fue encontrado muerto en circunstancias peculiares y nunca aclaradas. Su trabajo consistía en auxiliar las labores de los maestros de obras de la catedral; supervisaba el entramado económico y administrativo que rodeaba la edificación del más importante edificio de Barcelona. Era el equivalente de los arquitectos actuales, maestro de obras, pero apenas había trabajado por su cuenta. Su actividad se redujo a dirigir las obras de determinadas partes de la catedral y de algunos edificios civiles de una ciudad en pleno desarrollo. Después de confirmar su existencia histórica, Enrique retornó a la traducción del manuscrito. Las primeras treinta páginas no revelaban nada en especial: consistían en una recopilación de las principales actividades realizadas en función de su cargo. Sin embargo, a medida que avanzaban los meses, el arquitecto comenzó a plasmar en las páginas de su libro más las impresiones generales ocasionadas en el ejercicio de sus funciones que una mera enumeración de éstas. Dicho de otro modo, el dietario se transformó en diario. Y el diario acabó por transformarse en algo más, un espacio para la confesión, para el recogimiento, para la duda. En realidad, las anotaciones no eran diarias. Únicamente escribía sus impresiones ante sucesos aparentemente comunes o que tuvieran especial trascendencia: la enfermedad de una hija, problemas de construcción... También podían encontrarse audiencias con el arzobispo, la recepción de emisarios papales, pruebas de resistencia y calidad de diversas piedras de cantera y similares. Pero, según el texto avanzaba, dejaba de lado toda referencia profesional para centrarse en los avatares de su familia y la epidemia de peste negra que cayó sobre Barcelona en 1393. Y en la página sesenta, por primera vez, coincidiendo con la aparición de un misterioso personaje identificado como S., Enrique se topó con las anotaciones laterales. A partir de ese momento, su trabajo se tornó más complejo, pero no debido al mayor número de texto que traducir, sino a lo críptico de buena parte de éste. Las anotaciones laterales, escritas en catalán antiguo, le llevaron de cabeza en más de una ocasión, por lo extraño de sus breves contenidos. Poco o nada sacó en claro de ellas, por lo que prefirió centrar todos sus esfuerzos en el texto latino, y eso que incluso éste le resultaba confuso y fragmentario en su deficiente traducción. El cualquier caso, resultaba evidente que estaban íntimamente relacionadas con la presencia de S., pues constaban en todas aquellas páginas en las que éste aparecía. Por fin, saltando entre páginas, en la noventa y cuatro, se topó con la primera referencia a «el objeto». El arquitecto había escrito que la reunión –había empleado el término «gahal», la palabra hebrea, de la que derivaba el término «call» -se celebraría en la cada de Ángel Martín, en el viejo call, y que, por primera vez, se lo iban a mostrar. Enrique, preso de una gran excitación, estaba seguro de haber encontrado la primera referencia al misterioso descubrimiento de Artur. A continuación, por motivos que el texto no aclaraba, se produjo una gran desilusión: algo había fallado, pues en la reunión no le había sido mostrado nada en absoluto. Según una anotación de Casadevall, pudiera deberse a una cuestión de seguridad, una celada destinada a comprobar la fiabilidad personal del maestro de obras. Las siguientes impresiones del arquitecto describían el extraordinario efecto que la existencia de «eso» le había causado, pero sin mencionar de qué demonios se trataba. Las notas al margen continuaban en la misma línea, repletas de abreviaturas y contracciones, pero eran pródigas en signos de interrogación y admiración que anteriormente no aparecían en el manuscrito. El texto no aclaraba nada, excepto la extraña vinculación que el arquitecto Casadevall tuviera con el misterioso S. y los judíos del call de Barcelona, fenómeno en sí intrigante pues la notable relevancia social de un maestro de obras le impedía mantener relaciones que no pertenecieran al ámbito de sus obligaciones eclesiásticas, y, aún menos, con miembros de otras confesiones. No faltaba mucho para el decreto de expulsión de los judíos promulgado por los Reyes Católicos en 1492, pero su presencia en unos reinos predominantemente cristianos era apenas tolerada y, desde luego, mal vista por una nobleza y un clero que habían contraído enormes deudas con los prestamistas judíos. Por otra parte, los judíos serían expulsados de manera oficial del call en 1424, y demás, no podía perderse de vista el recuerdo de la matanza indiscriminada acaecida por toda la península en 1391, donde Barcelona fue una de las ciudades que con más saña los persiguió. La situación social del colectivo judío era, por tanto, la de una minoría aislada, apenas tolerada, e incluso oficiosamente perseguida. Así pues, ¿cómo podía entenderse que ni más ni menos que un personaje significado de la época tuviera relaciones con los judíos de call, aunque éstos pudieran pasar por conversos? Incluso estos últimos estaban socialmente marginados; se los llamaba »marranos», y públicamente se les consideraba traidores a su fe y de escaso fiar (87-90). Meditando sobre la reacción que tendría el asesino al regresar a la tienda sonrió al comprobar que el viejo tópico de las novelas de misterio iba a cumplirse: el asesino siempre regresa al lugar del crimen. Estaba seguro de que no experimentaría ningún tipo de emoción, pero ¿qué podría pensar? ¿Qué pensamientos se esconderían detrás de la máscara de pesar que mostraría su rostro? La hipocresía de quien fuera que fuese el culpable le indignó, pero se esforzó en dejar de lado semejantes ideas: tenía un papel que desempeñar y debía hacerlo a la perfección (156-157). »Como puedes ver, puede nombrarse de estas diversas maneras, y hay muchas más, que han sido desbrozadas a lo largo de los siglos. La cábala se ocupó de ello. Nació como el conjunto de la tradición recibida del Antiguo Testamento, pero acabó convirtiéndose en puro conocimiento esotérico. Surgió como tal en los albores de vuestro siglo II para alcanzar su plenitud al comienzo del siglo XIII. Sus cultivadores se transformaron en un grupo de reducidas dimensiones, conocedor y transmisor de determinados misterios; creían que los textos sagrados podían transferir un conocimiento deliberadamente oculto. A través de la numerología asignaban a cada letra del alfabeto hebreo un número determinado, cuya combinación permitía acceder a ese saber y liberar así los enormes poderes creativos encerrados en sus páginas. »Uno de los cabalistas más importantes, Isaac, el Ciego, encontró gracias a la numerología una nueva designación de Dios. Lo llamó En Sof, en Sí Mismo, referido a la imposibilidad de aprehender su verdadera dimensión fuera de Él. Posteriormente, Moisés de León profundizó en este concepto para demostrar que Dios realizó la creación desde dentro de sí por mediación de los sefirots, que nos atributos o manifestaciones de Él». »Llegados a este punto –dijo Manolo- debí de mostrarme tan desorientado que Shackermann sonrió condescendiente y me guiñó con no disimulada picardía un ojo: «No temas, no escuchas las divagaciones de un viejo chocho. Si te explico todo esto es porque necesitas comprender la importancia del entorno antes de profundizar en el centro del enigma. Y el enigma ya está aquí: la Piedra de Dios, cuya existencia es conocida por muy pocos, es una piedra especial, posiblemente una esmeralda, pero su verdadera importancia radica en que guarda un misterio clave, fundamental. Tiene escrita en una de sus caras el verdadero nombre de Él, y, por tanto, está animada por la presencia de un sefirá, una emanación directa de Él» (228-229). »Tuve que admitir que era una hipótesis plausible –dijo Manolo, ante la atenta mirada de Bety-. Suponiendo que la historia sea verídica, ¿cómo se podía explicar su probable presencia en España? ¿Qué relación tenía con el maestro Casadevall? Shakermann me miró: «Puedo contestar la primera pregunta; no así lo segunda. David ocultó la Piedra, cuyo secreto heredó su hijo, Salomón, y un grupo muy restringido de sacerdotes. Cuando la construcción del Templo de Salomón finalizó, la Piedra reposó en el sanctasanctórum, junto a la mismísima Arca de la Alianza y las Tablas de los Mandamientos. Y nada perturbó su sueño hasta la invasión babilónica que destruyó el templo cuatrocientos años después. A partir de ahí, su pista se pierde... hasta hoy. Tiendo en cuenta que sus existencia la conocía un grupo de privilegiados, y que la mayoría resultó masacrada por los babilonios, el conocimiento de la existencia de la Piedra se hizo aún más, si cabe, restringido. En cuento a la segunda pregunta, ¿qué puedo decir? Probablemente uno de los sacerdotes lograra huir con ella. A partir de la caída de Jerusalén comenzó la primera diáspora, el exilio para miles de nuestros antepasados, obligados a dispersarse por le mundo, y con alguno de aquellos rabinos debió viajar la Piedra. Respecto a su relación con Casadevall, nada sé excepto aquello que dice tu informe. De hecho, nadie sabía nada acerca de la Piedra de Dios desde la primera destrucción del Templo, hace ¡dos mil quinientos años! ¿Comprendes ahora? ¡Dos mil quinientos años! Por eso te insistí al principio de la conversación de hoy sobre lo extraño que supone recibir información de tus manos sobre un tema tan peculiar como éste. Por eso creo que el destino asignado por el Señor me ha hecho un último regalo antes de la llegada de mi hora. Es una señal, una señal del Cielo, tan clara como la tormenta que estalla sobre nosotros: mi tiempo se acaba, llevo años escapando de la muerte, y sé que mi hora está cerca (232). Había llegado el momento. La traducción de Bety reposaba sobre sus rodillas. Estaba tumbado en la cama, cubierto por la sábana y un colcha, quizá la lectura le ayudaría a conciliar el sueño. Pero esa idea inicial, con la que intentaba demostrarse una vez más la aparente falta de interés que sentía por el enigma, se descubrió errónea: realmente, las notas de Casadevall constituían una suerte de novela fascinante. Las primeras páginas, es cierto, no eran más que el relato de la sucesión de labores, deberes, recordatorios propios del trabajo del maestro; sin embargo, pasadas quince páginas, comenzaba el diario, de la manera más abrupta; en el manuscrito original, en mitad de una frase, la pluma marcaba un trazo hacia arriba y una mancha de tinta emborronaba el papel, allá donde sin duda, se había quebrado. Tras la mancha, un largo espacio en blanco. Después comenzaba el manuscrito Casadevall (275). Después, S. murmuró una extraña letanía en lengua hebrea, y pese a mis esfuerzos por entenderla debo confesar que me resultó imposible. Puede que hablara en algún dialecto poco frecuente, o quizá se tratara de alguna fórmula mágica perteneciente a eras remotas. A continuación apartó el candelabro y presionó un punto de la moldura que rodeaba el altar. El lugar donde se hallaba el sello descendió; la moldura controlaba un mecanismo que permitía mover la piedra. Introdujo sus manos en el hueco y lo extrajo. Lo que ocurrió a continuación resulta demasiado increíble para ser relatado o inscrito en estas páginas. Todo lo relatado por S. resultó ser cierto. Baste con decir que Su Nombre estaba allí, y S. se atrevió a pronunciarlo. Tenían razón. Es mi deber como cristiano, y como ser humano, ocultarlo para siempre. Debo encontrar la manera de esconderlo y de olvidar que lo he visto, que lo he tenido en mis manos. Lo ocultaré, sí, tal y como es su deseo, aunque considero que allá abajo se encuentra tan bien oculto que mi intervención no es necesaria; no es ése el parecer de Martín, pues según él, cuando llegue la inevitable expulsión, todo aquello que fue de los judíos será revuelto, y no podrá garantizarse la seguridad del objeto. Que el Dos de todos me perdone, porque mi pecado ha sido el mayor de los pecados. Que me perdone, porque si pequé fue para evitar que otros pudieran hacerlo y que daños mayores descendieran sobre la humanidad. Así quizá me condeno, consciente de ello; que el Señor tenga piedad de mi alma. He hecho lo que he podido. Al final, asistido y escoltado por el amor y el buen juicio, he encontrado en el Reino de Dios el único lugar lógico que el buen Señor ha tenido a bien señalar. Tal y como hiciera días atrás, Enrique releyó el texto clave del manuscrito Casadevall. Si bien la traducción completa de Bety resolvía enigmas importantes, el principal seguía abierto, bailando burlón ante sus ojos: ¿dónde diantre estaría escondido? ¿Habría llegado hasta nuestros días? Y lo más importante, ¿serían capaces de encontrarlo? ¿Quién era el misterioso S., cuyo nombre siempre estuvo oculto? Y, cómo pudo Casadevall ceder, hasta tal punto, al aparente embrujo de su visitante? Tantas preguntas merecían una respuesta, cualquier hombre con una mínima inquietud no hubiera podido evitar el deseo de responderlas. ¡Y qué decir de un escritor! En buenas manos, como las suyas, con semejante material podía armarse el esqueleto de una poderosa novela, de un verdadero éxito. En realidad todo el trabajo estaba hecho, no era necesario sino darle una estructura más extensa e interrelacionar el argumento principal con un par de ramificaciones secundarias para aumentar la complejidad, para evitar la monocorde y aburrida seguridad de lo lineal... Sí, cuando las cosas importantes se hubieran resuelto, se lo plantearía. Cuando Mariola y él... Cuando todo estuviera cerrado. Hasta entonces, el manuscrito pasaría a un segundo plano (313-314). Pasó el largo trayecto en taxi, absorta, perdida en la enigmática y enmarañada red creada por el manuscrito, admirada por el poder que su misterio encerraba. Quinientos años, el pasado había convocado a un pequeño grupo de personas con el objeto de descifrarlo. Parecía que el documento tuviera una especie de fuerza vital propia. Había ido a parar a las manos de los pocos expertos que estaban preparados para descifrar su contenido: primero, un anciano anticuario amante del pasado; después, un joven y ya conocido escritor; por último, filólogos especializados en lenguas clásicas. Y el interés de sus sucesivos poseedores en resolver el misterio no había hecho aumentar. No, no podía ser, era ridículo, un manuscrito con capacidad semejante, casi con vida propia... (319). -¿Por qué la siempre prudente y distante Bety se ha involucrado de semejante manera en un asunto que ni le va ni le viene? –preguntó mordaz. -Porque es una historia maravillosa –contestó de inmediato, sin duda ni vacilación-. Es una historia maravillosa, única, una aventura imposible de vivir, salvo por casualidad. Y la casualidad nos ha llevado a ella sin que lo quisiéramos, nos ha otorgado un premio que no debemos ignorar. Por eso me extraña que precisamente tú, por mucho que te haya dolido conocer la verdad acerca de Artur, dejes de lado la oportunidad de proseguir el juego en el que estamos inmersos. Precisamente tú, el creador de mundo de fantasía, el amante de las aventuras, el mejor fabulador que he tenido el gusto de leer y escuchar, te evades de la fabulosa historia que el destino te ofrece (355). -Antes no teníais esta información. La búsqueda se circunscribe a la catedral, no a veintitantos edificios. Y Casadevall trabajó en esa catedral. ¿No parece lógico que la escondiera en algún lugar donde él dirigió los trabajos? -Enrique conoce a la perfección esos lugares. –Bety no ocultó su excitación-. Recuerdo que me lo explicaste cuando llegué de San Sebastián. -Los conozco. E incluso imagino dónde pudo esconderlo. Si Manolo lo buscó en el triforio, que, por cierto, es la galería elevada que recorre la parte superior de las naves laterales de la catedral, o en el techo, descartó por completo su contribución a las obras del claustro y del coro primitivo. De esa manera, creo que sólo pudo esconderlo en la cuarta clave de la nave mayor, que restaurara en 1413 (406). -Pro ¿por qué buscabas un símbolo sobre la clave? –Carlos hacía verdaderos esfuerzos por no perder el hilo de una historia cuyos detalles desconocía. -como os estaba contando, el Árbol de la Vida representa la disposición de los sefirots. Bien, uno de ellos, el correspondiente a la parte inferior del diagrama, es el llamado Reino. El manuscrito hablaba del Reino de Dios, y decía después que «el buen Señor ha tenido a bien señalar». Busco el símbolo del Reino según la palabra hebrea porque allí donde lo encontremos será donde Casadevall escondió la Piedra. -Y creías poder encontrarlo sobre la cuarta clave –comprendió Carlos-. sin embargo, ¡aquí no está! Y si no está aquí, ¿dónde demonios está? -Pues... no lo sé –reconoció con pesar Enrique-. Verás, conocer la relación entre los hechos no implica resolver el enigma. Esperaba encontrarlo ahí, en la cuarta clave, de acuerdo con los movimientos de Manolo. Parecía el lugar lógico. -Esperad –interrumpió Bety-. El manuscrito hacía referencia a que «el buen Señor ha tenido a bien señalar». Tú crees que Casadevall se refería al símbolo correspondiente a la palabra hebrea Reino. Pero ¿no es más razonable que la señal se refiera a un lugar determinado? De la frase se deduce un lugar, el Reino de Dios, donde escondió la Piedra. Y creo que la parte final de la frase, «ha tenido a bien señalar», contiene una pista, indica el lugar exacto donde la escondió. -Es factible –reconoció Enrique. La mirada de Bety tenía un brillo especial; la tarde caía y el verdor de su mirada refulgía con fuerza. -Mirad allá. –Bety señaló el extremo de la catedral situado a sus espaldas. En todo el desnudo tejado no existía señal alguna tan clara y evidente como la cruz que indicaba el cierre de las bóvedas. Sus miradas se cruzaron expectantes; a Enrique se le erizó la piel de todo el cuerpo con un súbito estremecimiento. Unas pequeñas nubes oscurecieron la bóveda de la catedral y un viento fresco se levantó de repente. -El Reino de Dios. El Árbol de la Vida. Confrontad el alzado con el diagrama. Cada bóveda de la catedral coincide con cada uno de los sefirots. El sefirot del Reino. Es allí –señaló Bety (436-437). Enrique asintió e introdujo la mano dentro del saco con idéntica prudencia a la que emplearía un encantador de serpientes al extraer sus animales del cesto donde los había guardado. La Piedra era ovalada, del tamaño de un puño, do contornos suavemente redondeados; estaba fría al tacto. La agarró con fuerza y la extrajo a la luz. Puso la mano boca arriba y la abrió sin ser consciente de la lentitud con que lo hacía. Allí, en su palma, expuesta ante sus ojos, estaba, ¡por fin!, la Piedra de Dios, el místico y mítico objeto cuyo último eslabón de su historia había acabado en la muerte de dos personas. Era verde, de un verde suave, agradable al ojo, entre opaco y traslúcido. El tono, indeciso, parecía fluctuar según el ángulo desde donde se observase. Ninguno de los tres hubiera jurado que pudiera emplearse como piedra para una hona; parecía frágil, más un bello objeto de adorno que el mensajero de muerte en que se convirtió. La cara a la vista carecía de toda inscripción; Enrique le dio la vuelta y pudieron ver unas finas letras grabada en su superficie (440-441). -Tu editorial me ha enviado esto- extrajo un grueso libro de su bolso y se lo tendió. -El secreto del anticuario. Vaya, al final Juan se decidió por este título –reflexionó Enrique-. Bueno, no se lo reprocho; realmente suena mejor que los otros que barajamos. Enrique percibió también qué la había llevado hasta allí, pero se resistió a los deseos no manifestados de Bety. Si lo que quería era hablar, la iniciativa era suya. -Es un gran libro, de los mejores que has escrito. Atrapa al lector desde el principio. -Haberlo escrito carece de mérito –confesó él-. Todo estaba en mi cabeza; no tardé ni cuatro meses en concluirlo. Las pruebas de imprenta tardaron otro mes. Lo demás fue pura rutina editorial. -Va por la cuarta edición en dos semanas. Es el libro de la temporada, no –corrigió sobre la marcha-, el libro del año. Será un bombazo. -Absurda manera de convertirme en uno de los «grande». Si los lectores no supieran que se trata de una historia basada parcialmente en hechos reales se hubiera vendido mucho menos. Sólo lo comprarían mis lectores habituales (453). -Yo creo que lo hizo... por la Piedra. –Observó la reacción de Bety; si estaba sorprendida no se le notó-. Es una cuestión muy compleja a la que he dado muchas vueltas, de manera poco satisfactoria. No quiero explicarme mal, perocuando me lo planteo, las ideas parecen bailar en mi cabeza sin darme tiempo a fijarlas correctamente. Verás, no creo que hubiera ambición, ni ansia de poder ni avaricia. Una vez que conoció el verdadero significado de la Piedra por medio de Samuel, se propuso conseguirla para sí costara lo que costara. -¿Por qué? -Porque no le quedaba otra elección. -Tenías razón, no te comprendo. Enrique exhibió una nueva sonrisa, poco natural. -La Piedra estaba investida de una magia poderosa. Esa magia fue la que impulsó a Mariola a actuar como lo hizo. Manolo supo, a través de Shackermann, que la Piedra debía ser ocultada para «evitar que cayera en manos de simples mortales». Recuerda que el suyo era un objetivo mortífero. Estaba tan cargada de sentimientos que incluso los judíos liderados por el misterioso S. la tuvieron oculta, protegida por un ritual secreto; quien lo infringiera conocería la muerte inmediata a manos de un poderoso demonio. La Piedra, por decirlo de alguna manera comprensible, estaba viva. No viva como nosotros, pero sí animada por la presencia de un sefirá. La piedra tenía conciencia de sí misma y deseaba ver la luz. Mariola fue el medio que escogió para conseguirlo. Bety se lo quedó mirando absolutamente alelada. No sabía si reírse ante la increíble explicación de Enrique o intentar rebatir aquel extravagante puñado de tonterías justificativas. Él decidió por ella. -No me crees, ¿verdad? Lo leo en tu rostro. Crees que me he vuelto loco, que el dolor me ha afectado, que los libros en cuya lectura me he sumido cuando finalizaba el trabajo diario en el ordenador han atontado mis neuronas. Pues te equivocas. Voy a intentar convencerte, aunque no me siento obligado a hacerlo ni por ti ni por nadie. »Piensa en ella desde el principio. La Piedra estuvo oculta junto al Arca para que ningún desgraciado no avisado pudiera caer bajo su influjo. Sólo los sumos sacerdotes tuvieron acceso a ella, pues estaban preparados para resistir su influjo. con la caída de Jerusalén, viajó amago exilio junto a uno de esos sacerdotes, un hombre responsable; responsable porque sabía que abandonar la Piedra allí suponía investir a quien la encontrara de un poder que no debe permanecer en manos humanas; y también responsable porque la tentación de utilizarla para fines particulares debió de ser muy grande. Con el paso de los años, quizá de los siglos, el poseedor de la Piedra, heredero del primer exiliado, se estableció en Barcelona, junto con muchos de los suyos, y con los años prosperaron. Sólo la envidia de los resentidos, numerosos siempre, incapaces por sí solos de progresar en la sociedad, provocó la caída en desgracia de los judíos. El clima se hizo tan insoportable que se produjeron robos y matanzas. S., sin duda un rabino versado en la ciencia de la cábala, supo que sus horas de estancia en Barcelona estaban contadas; antes o después serían expulsados y desposeídos. La Piedra estaba, por tanto, en peligro. Si la llevaba consigo sería confiscada; si la dejaban atrás, acabaría por ser descubierta. Casadevall fue la solución. S. encontró en él al hombre adecuado para confiarle el secreto. Casadevall le creyó, y se convirtió en el siguiente depositario de la Piedra. Pero tampoco él pudo resistirse al poderoso influjo que la magia de la Piedra ejerció sobre él. ¿Por qué crees que, si su misión era ocultarla para siempre, escribió el maldito manuscrito que bautizamos en su nombre y que causó en parte la muerte de mi padre? ¿Qué razón tenía para hacerlo? Te lo diré, alto y claro: ¡ninguna! La piedra le forzó a hacerlo. Concluyo la frase, jadeante. Las ideas que durante meses habían rondado por su mente parecían, repentinamente, haber cobrado forma, y no estaba dispuesto a desaprovechar aquella ocasión de exponerlas a otra persona. Bety no daba crédito a lo que escuchaba: parecía verosímil. ¡Pero no, pensar en eso era una estupidez! Enrique no le concedió más tiempo; recuperado el aliento se lanzó de nuevo a su fantástica historia. -El poder, la magia, llámalo como quiera, de la Piedra, es incuestionable. Diego de Siurana fue el siguiente en caer bajo su embrujo, y bien caro que lo pagó. Estuvo a punto de descubrirla, pero la Inquisición, por pura casualidad, le impidió lograr su objetivo. Sin embargo, soportó estoicamente la tortura más prolongada de la que se tenga constancia en los archivos inquisitoriales. ¿Cómo te explicas eso? Nadie sería capaz de resistir las barbaridades que cometieron con él. ¿Cómo me explicas que no hablase? Una sola palabra hubiera detenido su sufrimiento. Lo hubieran matado, pero con limpieza, sin nuevas torturas. Pero no lo hizo. ¿Sabes por qué no lo hizo? Porque la Piedra se encargó de silenciar sus labios. La Piedra fue consciente de cuál sería su destino si caía en manos de la Inquisición: la destruirían. Y recuerda lo que te dije al principio: no está viva, pero sí sabe lo que le conviene. Por eso los judíos de S. la tenían en un lugar oculto e inaccesible, y su conocimiento estaba restringido a unos pocos iniciados. »Cuando Artur tuvo conocimiento de su existencia, aunque fuera de manera indirecta, la Piedra despertó del letargo en que estaba sumida por siglos de aislamiento. Artur, en primera instancia, no sabía qué era el objeto misterioso. Intuía que debía de ser importante, pues la descripción del ritual empleado por S. para protegerla incluso constaba en uno de sus viejos libros sobre ocultismo. Hasta ese momento ni él, ni yo, ni nadie hubiera dado crédito a los conjuros y remedios de los polvorientos libros y manuscritos medio olvidados en su biblioteca. Él mismo los conservaba por su valor histórico; sugerir otra posibilidad era un absurdo. Por los había leído y recordaba vagamente aquella fórmula. La misma mañana del sábado consultó por teléfono con Samuel acerca del objeto. Su amigo no le proporcionó ninguna solución; la magia del pasado remoto se pierde y se adultera con el paso de los años, y se conserva en el recuerdo de viejos estudiosos. Apuntó que podía tratarse de la Piedra, pero no estaba seguro; su conocimiento del particular era limitado, y era para él poco más que una vieja leyenda. »Eso selló su suerte. Samuel, por pura casualidad, o quizá tal casualidad no existió, habló con Mariola aquella misma tarde, en la tienda. Al día siguiente, Artur murió (457-460). -¿Lo ves? Te dije que sería inútil. Para ti era una psicópata; para mí será siempre una pobre desgraciada que cayó presa de un irresistible embrujo, herencia de un pasado remoto, cuando el mundo y las personas eran diferentes a las que ahora lo habitan. ¡Escucha! ¡Lo que le pasó a ella pudo haberte ocurrido a ti, o quizás a mí, si la Piedra hubiera aparecido dos días antes en nuestras vidas! Y, de hecho, ¿no te has parado a pensar en ti misma? Al principio, la Piedra no significaba nada para ti, era yo quien tenía un comportamiento extraño y quien ocultaba información a la policía. Pero luego fuiste tú quien cayó bajo su embrujo, presa del deseo de tenerla. Es así. ¡La Piedra nos influyó a todos! ¡Lo sabes! Pero qué más da. –Su resignación era evidente-. Nunca podrás creer porque no deseas dudar de los valores del mundo que la sociedad actual ha construido. Hacerlo supondría erigir una serie de interrogantes demasiado molestos, dudas que, sin duda, es mejor olvidar en algún apartado y recóndito rincón de tu rubia cabeza (460-461). -He pensado en ello sin encontrar una respuesta válida a tu pregunta. Confieso que no lo sé. Cuando decidí hacerlo esperaba algún impedimento; pereza, o simplemente cambiar de opinión, o..., no lo sé, una intervención divina. Pero me hice a la mar y navegué y navegué hasta el lugar adecuado sin que nada ni nadie me molestase, una navegación franca y hermosa, llena de armonía, en paz conmigo mismo. Luego, sentí que tenía que ser en un lugar muy precios y que estaba allí. Me puse al pairo, y extraje la Piedra de mi bolsillo y la miré. Recuerdo que pensé que era hermosa, pero que había llegado la hora de que desapareciera para siempre. Junto a la popa deslicé la mano sobre la superficie del océano; el agua me acarició la piel y deseé hacerlo con toda mi alma. Había navegado con esa intención, y el deseo de desprenderme de ella se había acrecentado de tal manera que no cabía otra solución posible. Y en ese momento ocurrió lo extraño, Bety, justo ahí ocurrió, debes creerme. Mi mano estaba justo allí, sobre las aguas, y estuvo mucho tiempo con la Piedra en el hueco de la palma, y no la pude abrir, Bety, ¡no era capaz de abrirla! Pasaron quizás horas y seguía allí quieto, con toda la mar encalmada, tanto tiempo que me parecía estar en suspenso, fuera del mundo, contemplándolo desde otro lugar. »Me sentí como si tuviera en mis manos el poder de realizar cualquier sueño, de lograr cualquier objetivo, si tan sólo hiciera una única cosa, un simple movimiento, meter la mano en el tambucho y la Piedra en mi bolsillo; sólo tenía que dejar que ella estuviera junto a mí y, llegado el momento, pronunciar el nombre escrito. ¡Sí, te juro que lo sentí, Bety, te lo juro! No quería creer que quería sentirlo..., u por eso lo sentí. Desde fuera algo de mí, algo parecía decirme que no lo hiciera, algo exterior atenazaba mi voluntad y por eso mi mano no se abría cuando yo quería abrirla. ¡Quería abrirla y no era capaz de hacerlo! Nunca en mi vida había sentido una sensación semejante, y afortunadamente creo que nunca volveré a sentirla. Conseguí introducir un único pensamiento en aquel vicioso círculo cerrado que me impedía reaccionar: recordé a Mariola cayendo en el vacío, chocando contra el suelo, yaciendo envuelta en sangre sobre la fría piedra de la catedral... Entonces, sólo entonces, mientras la imagen de Mariola se iba fijando, ensangrentada, ¡y tan hermosa!, en mi mente, fue capaz de abrir la mano, de sentir cómo la Piedra se deslizaba sobre mi palma y caía a las aguas. »No hice nada más. No sentí nada más, ni alegría ni pena, ni dolor ni euforia. No miré cómo descendía hacia el abismo. Maniobré el timón, icé la génova y gracias a un repentino viendo de poniente emprendí rumbo a casa. Así es cómo me desprendí de la Piedra para siempre. Gracias a Mariola. Sin ella no hubiera podido hacerlos (467-468).