Lasala, Magdalena

Doña Jimena

Madrid, Temas de Hoy, 2006

Magdalena Lasala nació en Zaragoza en 1958. Pronto abandonó sus estudios de Derecho para cursar Ciencias de la Información, Psicología humanística y Filosofía, al tiempo que culminaba su formación en Arte Dramático, Canto y Declamación. Ha participado también en varios proyectos como dramaturga y en el 2006 recibió el Premio Sabina de Plata por su trayectoria literaria.

Frágil sangrante frambuesa (1990) Seré leve y parecerá que no te amo (1992) Sinfonía de una transmutación (1995) La Estación de la sombra (1996) Cantos de un dios seducido (1998) Moras y cristianas (1998, en coautoría) La Estirpe de la mariposa (1999) Todas las copas me conducen a tu boca (2000) Abderramán III, el gran califa de al-Andalus (2001) El Círculo de los muchachos de blanco (2001) Almanzor (2002) Walläda La Omeya, la última princesa del esplendor andalusí (2003) Los nombres de los cipreses que custodiaron mi ruta (2004). Boabdil. Tragedia del último rey de Granada (2004) Maquiavelo: el complot (2005) Doña Jimena. La gran desconocida en la historia del Cid (2006) La cortesana de taifas (2007) Y ahora tú pasas la mano osadamente (2007) Zaida, la pasión del rey (2007) Conspiración Piscis (2009)

En 1063, cuando aún no había cumplido los 8 años, Jimena Díaz se encontraría, durante el funeral de su madre, con la reina Sancha, en un encuentro que marcaría la vida de ambas y que se volvería a producir casi un año después, durante la asamblea convocada en León por el emperador Fernando para el traslado de las reliquias de san Isidoro y la lectura de su testamento. Tras pasar a formar parte del servicio de la reina Sancha, Jimena asistirá a las tensiones derivadas por el reparto territorial de Fernando I, todo un polvorín que estallará tras la muerte de la reina. Al poderío de Sancho, la abulia de García, el fanatismo de Elvira y la astucia de Alfonso de impondrá la ambición y la inteligencia de Urraca, dispuesta a renunciar a su relación amorosa con Alfonso y a urdir la muerte de Sancho para convertirlo en rey. Con Urraca a su lado, Alfonso se convertirá en señor de los tres reinos, mientras Jimena descubre que su destino está ligado al de Rodrigo Díaz, a quien pedirá por marido al monarca. En un tablero en el que juegan la reforma cluniacense y la política pacificadora y expansionista de Alfonso VI, dispuesto a poner toda la península bajo sus pies, la figura del Cid va a erigirse como pieza fundamental de la partida. La vida plácida de Jimena y su marido se verá truncada cuando, a instancias del monarca, el Campeador se enfrente a García Ordóñez en tierras andalusíes, ganando las parias de Sevilla y de Granada para el rey, pero también la enemistad de los nobles leoneses. La fidelidad de Rodrigo, dispuesto a adeudarle favores al rey, llegará hasta el extremo acatar su voluntad y correr las tierras de Toledo, sabiendo que Alfonso tendrá que castigarlo oficialmente. Así tendrá lugar el primer destierro del Cid, obligado a abandonar sus propiedades para que Alfonso logre imponerse a Al-Qadir. Y gracias a la intervención de su marido, en el año 1112, cuando Jimena vuelva los ojos atrás en el tiempo para complacer a su nieta y para devolver momentáneamente la vida a los que marcharon, podrá recordar la conquista de Toledo por Alfonso, el segundo destierro de su marido, también a instancias del monarca, y las fatales muertes del Cid, de su hijo Diego y de su hija María. Con Urraca ocupando el trono que le corresponde por pertenecer a una estirpe de mujeres capaces de imponerse a los dictámenes del destino, Jimena también podrá rememorar cómo, vistiendo las ropas militares de su marido, logró poner en fuga a los almorávides y ganar su propia batalla para mantener Valencia bajo dominio cristiano.

Novela histórica.Tres partes: La edad de la doncella, El tiempo de la luna llena, La mujer sabia (la tercera, memorias de doña Jimena).

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Acontecimientos en los de Península Ibérica desde el final del reinado de Fernando el Magno hasta el inicio del reinado de su nieta Urraca) Leyenda de Santa Casilda Mujer en la Edad Media Mundo sobrenatural (adivinación, visiones, joya de Jimena) Astrología Exotismo andalusí Rodrigo Díaz de Vivar Cultos paganos peninsulares Introducción de la reforma cluniacense

http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp?pkid=274841 http://libros2.ciberanika.com/desktopdefault.aspx?pagina=~/paginas/entrevistas/entre142.ascx http://www.literaturas.com/v010/sec0705/entrevistas/entrevistas-04.html http://elviajero.elpais.com/articulo/portada/tiron/turistico/Camino/Cid/elpeputec/20071110elpviapor_1/Tes

Rodrigo Díaz

Dolido por la muerte de Sancho, el Cid se reunirá con Urraca para pedirle explicaciones. Achacado toda la vida por una enfermedad renal, en los primeros años del reino de Alfonso lo servirá a Alfonso con sus conocimientos en leyes, disfrutando de la existencia junto a Jimena, pero sin descuidar la formación formando de sus tropas. Se moverá por la corte con una seguridad implacable, porque decidió jugar al ajedrez de Alfonso y sabe que el monarca le debe demasiado.

Jimena

La hija del conde de Oviedo será el bálsamo de la madurez de la reina Sancha, y en la corte se convertirá en aprendiz de doña Urraca, con quien compartirá secretos, confidencias y amistad. Jimena se atrevió a ver que su camino estaba ligado al del Cid, y por él y por su nombre sabrá asumir las ausencias y ser fuerte como cualquier varón, aunque su vejez esté lastrada por la desaparición de quienes formaron su mundo.

Urraca

Cercana a doña Sancha como ningún otro hijo, por ser fruto de la pasión entre ella y Fernando, Urraca se sabe fuerte para gobernar y se sentirá decepcionada porque su madre no ha luchado por cederle su trono. Decidida a oponerse a su destino de mujer, Urraca renunciará a todo por el poder que anhela. Conocedora de los saberes orientales y adivinatorios, llegará incluso a apartarse de Alfonso para que encuentre su propio destino.

Álvar Fáñez

El primo del Cid decidirá exiliarse con su admirado familiar, y se convertirá en su embajador y el de Jimena. Su conquista de Guadalajara y sus proezas militares le ganarán gran fama como caballero, próxima a la del Cid, y su fidelidad al rey Alfonso VI nunca entrará en conflicto con el respeto incondicional que le profesa a Rodrigo Díaz.

Zaida

La incursión almorávide por las tierras de Córdoba provocará que Zaida, una de las esposas del gobernador, se ofrezca al rey Alfonso VI para salvar a su familia. Tan bella como sabia, ha visto en sueños que está destinada a tener cuatro hijos, y que uno de ellos será la esperanza de un rey. Su sensualismo provocará el escándalo y el deseo de la corte, y cuando el rey envejezca se sentirá vulnerable entre las hostilidades.

Alfonso VI

Preferido de Urraca desde la infancia, el rey Alfonso desoirá las habladurías y los consejos de los cortesanos y tratará a su hermana como reina consorte, con la ambición de poner toda la península bajo sus dominios. Quedará unido a su hermana por un rito ancestral, y cuando ella se aleje paulatinamente, la buscará en otros cuerpos y otras mujeres, obsesionado por tener un heredero que perpetúe sus conquistas.

García Ordóñez

Conocido como Bocatorcida desde que las llamas abrasaran su rostro en el campamento de Zamora, Ordóñez querrá ocupar con Alfonso VI el lugar preeminente que no pudo tener en la corte de Sancho II, y hará de las intrigas su campo de batalla para vengarse de todas las humillaciones que le infringió el Cid. Utilizará a la reina Constanza para su ansiada venganza, sin éxito. Morirá en la batalla de Uclés.

Sancha

La reina reconocerá en doña Jimena la presencia de su hermana, con la que siempre tuvo una deuda pendiente, y la querrá tener a su lado. La reina Sancha ve en Urraca la vena díscola que siempre corrió entre las mujeres de su familia, y sabe que junto a Alfonso se impondrá a los demás. Siempre supo que entre ambos hermanos hubo una relación especial, y querrá estar en la corte para velar por la concordia

Elvira

Lacrada por no ser varón ni tener la personalidad de su hermana Urraca, Elvira se mueve entre sus hermanos como una sombra sin sitio, y encontrará el motivo de su existencia en las prácticas piadosas. Será una valedora incondicional de la nueva religiosidad, velando por erradicar las prácticas paganas que tanto reprocha a Urraca y Alfonso. A pesar de su rencor, necesita a Urraca, y procurará no perderla de vista.

Sancho II

Decidido a emular las gestas de su abuelo, Sancho el Mayor, y convencido de que le corresponden todos los reinos por su primogenitura, Sancho acatará la decisión de su padre, pero decidido a no respetarla. Desde niño, siempre supo que su hermana Urraca era su verdadera rival, pero en la cumbre de su poder relajó sus costumbres y cedió al halago fácil, hecho que aprovechó Bellido Dolfos para engañarlo.

María Rodríguez

Aunque por sus venas corra el ímpetu de las damas de su familia, su vida será un vuelo tan corto como intenso. María paladeará los placeres de los amores de juventud, perdida entre los abrazos de sus amantes, pero cuando conozca el matrimonio que su padre ha previsto para ella, lo acatará como digna heredera. Morirá de sobreparto, dejando a su marido enamorado y sin poder superar su ausencia.

Cristina Rodríguez

Dotada con una belleza poco común, desde jovencita Cristina demostrará una sabiduría y una curiosidad que saciará siendo con el estudio de conocimientos médicos ancestrales y encargándose de la organización familiar. Junto con su hermana y su madre, Cristina compartirá el destierro del Cid, llegando a vivir en los campamentos de batalla, y asumirá su matrimonio para honrar las gestas paternas.

Diego Rodríguez

Aunque en la infancia mostró curiosidad tanto por los libros como por la espada, en la adolescencia asumirá orgulloso el liderazgo de las tropas cidianas. Jimena sufrirá por verlo crecer en la distancia, pero Diego mostrará su amor filial con constantes regalos y atenciones. Su porte y belleza lo convertirán en un muchacho adorado por las mujeres, e incluso Almâ, hija de Inés de Aquitania, será su amante.

Constanza

La reina introducirá las usanzas borgoñonas en la corte, y querrá imponer su presencia a las habladurías sobre Urraca y Alfonso. Intentará hasta los límites de su salud darle al rey un hijo varón, y apartará de la corte las mujeres bellas que puedan despertar su deseo. Jimena y Casilda la cuidarán, y el final de sus días estará marcado por el celo religioso y el anhelo de papel político, poniendo en peligro a la familia del Cid.

Urraca Alfónsez

Hija que Alfonso VI y la infanta Urraca hubieran deseado tener. Su asombrosa semejanza con su tía será el motivo por el que la reina Constanza querrá verla lejos de la corte, y será criada por Jimena en Vivar, primero, y por Pedro Ansúrez, más tarde. Destinada a reinar y a tomar sola las riendas de su destino, será protegida y educada por Urraca en la distancia y en Galicia aprenderá a disfrutar de los placeres del mundo.

Casilda

Cuando Toledo pasó a ser tributario del emperador Fernando, Casilda conoció a Urraca, con la que entabló amistad, y a Fernando, de quien se enamoró sin ser correspondida. En sueños vio que debía marchar a territorio de los francos para sanar su constante flujo menstrual, y acabó viviendo con otras mujeres en el bosque, cuidándolas y transmitiéndoles su sabiduría, y pronto se granjeó fama de santa entre los lugareños.

Bellido Dolfos

Caballero de estirpe portuguesa, es uno de los primeros en declararse leales a Alfonso tras su exilio. Urraca, de quien será amante, intuyó por un sueño que él habría de ser el encargado de devolverle la corona a Alfonso, y le prometerá el condado de Coimbra. Bellido demostrará su fidelidad asesinando al rey Sancho y callando la participación de la infanta y de Pedro Ansúrez. Será desmembrado por su traición.

Prólogo justificativo (realidad-ficción): Verdades e invenciones en Doña Jimena (pp. 589-593): En general, las cronologías utilizadas para los acontecimientos históricos reseñados son las reconocidas como ciertas por las fuentes oficiales. Con respecto a las fechas de los nacimientos y cronologías de los personajes principales son tomadas de las deducciones hechas por otros profesores o en algunos casos por deducción de mi investigación particular. En la mayoría de los casos nos encontramos con que en las épocas de nuestra Alta Edad Media no se recogían datos del año de nacimiento de las gentes. Se deducen las cronologías particulares (necesarias para imaginar al personaje en una determinada edad y con un determinado aspecto y patología, en su caso) de otros datos o comentarios consignados sobre ellos en relación con las fechas que se conocen de la grandes batallas, los traspasos de poder y otros circunstancias sí reseñadas en los documentos históricos de la época. Para la reconstrucción de la genealogía y linaje de doña Jimena Díaz tomo la versión ya oficializada que la reconoce hija del conde de Oviedo y de una nieta del rey leonés Alfonso V, llamada doña Cristina, según recoge también el profesor Gonzalo Martínez Díaz en su obra El Cid histórico, base de muchos de los estudios posteriores de este personaje. Pero tomo de la historiadora María Emma Escobar Uribe la aportación que realiza sobre la ascendencia familiar de doña Jimena, indicando a este respecto: «La familia de Jimena es un misterio. Pudo también ser un misterio en la misma época en que vivió ella. En esta familia hay algo raro, porque los datos que conocemos no encajan entre sí, como si ya en su vida se hubiese querido tapar algo raro (...)». Según el árbol genealógico que admite Gonzalo Martínez, de las dos hijas de Alfonso V, una es la reina doña Sancha (que tomará el trono por ausencia de descendencia de su hermano el rey Bermudo III de León), y la otra es la abuela de doña Jimena, llamada doña Jimena de León, que tendrá dos hijas con Fernando Gundemáriz; una, la condesa Urraca (de la que sólo se intuye que ingresó en un cenobio) y la otra, doña Cristina, la madre de Jimena Díaz. Según María Emma Escobar, «no consta en ningún sitio que Fernando Gundemáriz –un crápula rico que dio sólo disgustos a su familia- estuviese casado con Jimena de León (hija del rey de León)». En esta observación me baso para reconstruir los posibles amores prohibidos de los que procedería la estirpe de doña Jimena. Lo que sí está recogido en las diferentes fuentes consultadas es que Alfonso VI llamaba «suprina» a doña Jimena. Su parentesco sería, pues, el de hija de una prima carnal, o sobrina segunda, según nuestras formas de relaciones familiares actuales. El parentesco de doña Jimena con la familia real me sirve de base para construir la hipótesis de que la joven Jimena seguiría la costumbre habitual de muchas hijas de la nobleza real y de linaje, que servían de damas en la corte, como forma de reconstrucción de una primera etapa en la vida de doña Jimena de la que no se sabe nada, aunque la historia convencional la imagina residiendo en la hacienda del conde de Oviedo. La hipótesis sobre su permanencia junto a doña Sancha y luego como alumna y dama personal de la infanta doña Urraca me sirve, sobre todo, para desvelar la existencia de esta última y acercarme a una de las personalidades más misteriosas en esa época, como es doña Urraca, la hermana mayor de Alfonso VI. Todas las fuentes consultadas coinciden en destacar la relación especial que existía entre Urraca y Alfonso. Algunas de ellas incluso reconocen abiertamente la existencia de relaciones incestuosas entre ellos –citando que se trataban como marido y mujer-, base de la aureola de escándalo que envolvió la primera parte del reinado alfonsino. El otro gran descontento que provocó Alfonso entre el cristianismo ortodoxo que venía de Europa, la Orden de Cluny y el papado de Roma, fue causado por la proclividad que Alfonso VI demostró poseer hacia la estética y los usos musulmanes andalusíes, pues vestía, al parecer, a la usanza árabe (igual que el Cid), jugaba al ajedrez y mantenía estrecha amistad con el rey de Toledo, al-Mamûm. En cuanto al papel de Urraca, Gonzalo Martínez Díez (en su obra Alfosno VI), señala: «Sobre todo es notable el relieve político de Urraca (...), su nombre figura al lado de su hermano lo mismo como otorgante que como corroborante en negocios que nada tenían que ver con el infantazgo (...). Su posición en la diplomática del año 1072 era la de una correina con su hermano Alfonso (...). Vemos el papel decisivo que en todos estos sucesos desempeña Urraca, siempre apasionada a favor de su favorito Alfonso. Una predilección tan excesiva, muy patente para todo el reino, que hizo que, según nos informa algún historiador árabe del siglo XII, tanto entre cristianos como entre musulmanes circularan rumores y maledicencias que calificaban de incestuosa esta inclinación». En la Crónica del obispo de Tuy también se consigna que «Alfonso otorgó el título de reina a Urraca». De la historia de Aurovita, hermana de doña Jimena, sólo está comprobado que casó con don Muño Gustioz, compañero de armas de Rodrigo Díaz el Campeador. El resto es una ficción que apoya la teoría de la transmisión de la herencia femenina a través de mujeres de la misma familia que alumbran siempre dos hijas, representando cada una de ellas un contacto con la vida distinto y complementario, que ilustra pensamientos y modos de vida de aquella época. Los nombres y la existencia de las cuñadas de Jimena Díaz son ciertos, así como los nombres y la descendencia de su hermano Fernando Díaz de Oviedo. Sobre este personaje, se consigna en diversos documentos consultados que su presencia en Asturias fue constante, restringiendo sus apariciones en la corte, salvo en grande acontecimientos. Las últimas noticias documentales acerca de él se datan en 1104 y 1106. Se considera que falleció en la batalla de Uclés y sobre esta consideración edifico el personaje. La personalidad de Enderquina y las relaciones con él son invención, aunque no su existencia, pues, en efecto, ésta fue la última esposa de Fernando Díaz y de la que tuvo los hijos indicados en la novela. El personaje de Casilda es una reconstrucción libre de la vida de santa Casilda, realizada sobre algunos de los datos de su leyenda. Hija del rey de Toledo y coetánea de doña Jimena, convertida al cristianismo y enferma de diversas dolencias femeninas, la princesa Casilda es un puente que permite un acercamiento a aspectos con relación a las formas de sanación entre mujeres que se daban en la época medieval, y ciertas estrechas relaciones entre paganismo y cristianismo habituales en la época. Las esposas de Alfonso VI, el conde Pedro Ansúrez, el caballero Alvar Fáñez y el yerno del Rey Raimundo de Borgoña, son reales y reconstruidos según el papel que desempeñaron en la corte de Alfonso, sobre las líneas básicas que convierten a la novelación del entono. Sobre la personalidad del conde García Ordóñez, he tomado también la consideración más aceptada históricamente sobre la rivalidad que existía entre él y el Cid Rodrigo Díaz, como tesis común para explicar ciertas actuaciones entre los caballeros, y para ilustrar parte del ambiente interno que rodeó la última etapa del reino de Alfonso. Los hijos que aquí se refieren de doña Jimena y Rodrigo Díaz son reales. (Se rechaza para la reconstrucción de su existencia lo referido sobre la familia del Cid en el famoso Poema de Mío Cid, de autor anónimo). Algunas de las circunstancias referidas para novelar sus personalidades son ficticias. Hay muy poca (casi nula) información sobre las hijas de doña Jimena y el Cid y sólo quedan referidos sus matrimonios y la descendencia de los mismos. El relato de la existencia de Diego, el hijo primogénito del matrimonio, su formación, su personalidad y su muerte, se apoya en la tesis de que el Cid abrigaba la esperanza de que el reino de Valencia fuese heredado por su hijo como rey de una nueva taifa, pero cristiana. La reconstrucción del gobierno y defensa de Valencia por doña Jimena, ya viuda del Cid, se basa en el estudio de Richard Fletcher sobre la época y el Cid, donde consigna la existencia de correspondencia entre Alfonso VI y doña Jimena acerca del gobierno de la capital y donde se habla de detalles relativos a los ejércitos cidianos. La relación posterior de doña Jimena con el rey Alfonso y su estancia en la corte cristiana la deduzco de detalles entresacados por diversos conductos, a veces frases y textos muy concretos que permiten interpretar que doña Jimena todavía tuvo presencia política en el entorno de Alfonso. Asímismo, la relación de doña Jimena con la princesa Urraca, primogénita de Alfonso y reina de Castilla y León a la muerte de éste, la desprendo de la interpretación de las relaciones cortesanas y familiares en el entorno de Alfonso y de comentarios encontrados muy reveladores y de aspectos desconocidos de doña Jimena, como el hecho de que en 1111 doña Urraca, ya reina, visitase a doña Jimena, instalada en Cardeña, seguramente para recabar de ella su consejo según su experiencia de gobierno. Personajes como la infanta doña Elvira, el abad Hugo de Cluny, Yusuf y otros caballeros de ejércitos cidianos son reales, interpretados según la conveniencia de la novelación, aunque con datos ciertos. Los nombres de ayas, nodrizas, servidoras y otros circunstanciales son ficticios, aunque los personajes están basados en oficios ciertos de la época. La última noticia que se tiene de doña Jimena figura en un diploma firmado por ella el 29 de agosto de 1113. Mantuvo su relación con el monasterio de Cardeña, donde fue sepultada junto a Rodrigo Díaz, sin que haya quedado memoria de la fecha exacta de su muerte (589-593). Muerto el rey leonés Bermudo, su hermana doña Sancha se había convertido en única heredera; y así su esposo el castellano don Fernando reclamó el reino de León por derecho consorte, logrando proclamarse rey de Castilla y León en 1038. El conde don Diego y varios otros aristócratas renovaron su lealtad a Fernando I, que había demostrado ser un magnífico caudillo y traía además irremediables aires de futuro. También iba a ser un político sagaz y un monarca equilibrado. A los nobles que no le juraron lealtad logró someterlos con las armas y los destituyó, poniendo en su lugar a merinos y tenentes dóciles a su mando regio; acabó con la sucesión hereditaria de los condados y territorios de los magnates díscolos y no designó ningún nuevo conde, evitando así el riesgo de que algún otro imitara lo que él mismo había hecho. A los leales que le sirvieran bien y con sus ejércitos sabría contentarlos con prebendas sin por ello menoscabar su autoridad real; al propio don Diego le daría como esposa en segundas nupcias a doña Cristina, la mismísima sobrina carnal de su esposa la reina doña Sancha (15). Con voz firme se dispuso a leer el documento: -A Sancho, el mayor de mis hijos varones, le queda asignado un reino en Castilla estableciendo su frontera en la cuenca del río Pisuerga, incluyendo la sumisión de Pamplona y Nájera y el derecho sobre las parias de la taifa de Zaragoza; a Alfonso, nacido después, le otorgo el reino de León, que incluye Asturias, la capital León, la Tierra de Campos y las plazas fronterizas de Toro y Zamora, además del derecho sobre las parias de la taifa de Toledo; y a García, el tercero de mis herederos, le corresponde el territorio de Galicia, que aquí instituyo como reino, y que abarca la tierra hasta los límites de los ríos Eo y Mondego y el monte Cebrero, más las parias de los reyes taifas de Badajoz y Sevilla. Es mi mandato que este reparto se formalice el día después de mi muerte (28). -Madre, yo nací la primera. -Sí, y naciste mujer. -Soy la primogénita, madre mía –insistió con fuerza la infanta-, y tú tenías que haber testado tu heredad en mi favor; tenías que haber hecho prevalecer tu derecho propio de reina de León, para que yo, tu primogénita, te heredase a ti. ¡Ese era tu sueño y el mío! Doña Sancha suspiró. Había una rama insólita de mujeres en su familia que se empeñaban en tomar la vida con sus manos. Urraca exhibía esa potencia de luna llena de la hembra plena de fuerza y de razón, en toda la expresión de su mando. -Eso hubiera significado cambiar las leyes –contestó la reina madre con pesadumbre-, y sabes que eso... -¡Eso lo puede hacer un rey! –respondió su hija, veloz como una gato montés saltando sobre una presa escondida en la nieve-. Mi padre ha creado un reino nuevo, esa tierra de Galicia, para que el hermano pequeño sea igual de rey que los otros. De la misma forma estaba en su mano hacer también una reina. -¿O dos reinas? –preguntó con ironía doña Sancha, aludiendo a su otra hija, Elvira. -No, madre, una: yo –respondió imparable Urraca-. Elvira no tiene el menor interés en el poder, igual que García, no te engañes; sabes muy bien que a García no le interesan los avatares del gobierno de un reino y padre lo obliga a ello, mientras que a mí, que sí me interesan, me relega a la caridad de mis hermanos, al capricho de que quieran concederme tierras para vivir lejos de sus castillos o rentas que me costeen el retiro en un convento para morir cómodamente (31-32). Había llamado a una ermitaña que habitaba en una cueva natural abierta en la cuenca del Torío, el otro río que baña León; el lugar estaba situado en un paraje de gran belleza, con aguas cristalinas rodeadas de rocas, hayas y robles cerrados, y hasta él había acudido en secreto doña Sancha en diversas ocasiones, cabalgando por su cuenta y escasamente acompañada por algunos guardias escogidos, para que la vieja agorera de edad desconocida le revelase lo que sólo ella podía descifrar en el idioma de los cielos y los posos de las lluvias. La ermitaña había venido a León, pero únicamente había consentido en habitar un cuchitril que había visto a su gusto en los corredores subterráneos de la catedral leonesa, donde se hallaban los cimientos del templo que allí había existido, anterior aún a la presencia de los romanos. La anciana, de edad incalculable, manejaba las piedras de forma prodigiosa, entendiendo los mensajes guardados en ellas para desvelarlos y hacerlos audibles con su voz de caña rota, y supo escoger, entre todo aquel entorno húmedo y suntuoso de los bajos de la catedral, las que habían custodiado el futuro del linaje de doña Sancha. Los ecos de las aguas subterráneas corriendo por los canales interiores que todavía permanecían allí le susurraban palabras, mandatos y plegarias; la oscuridad del entorno, cruzada por destellos imposibles para cualquier ojo humano, le regalaban imágenes que venían del destino; los secretos del presente preñado de futuro le eran revelados con docilidad. El obispo rabiaba indignado, pero doña Sancha no escuchó sus quejas y lo obligó a aguantarse bajo amenaza de suspender la contribución real al mantenimiento de su monasterio, su hospital y su posada; así pues, tenía que soportar con repugnancia la presencia inquietante de la vieja hechicera, sintiéndola deambular como una rata enorme y siniestra por el interior subterráneo de su iglesia, como si hubiera sido por el mismo interior de sus vísceras. El obispo había enviado a monjes innumerables a la cámara de la reina madre, que ya no se levantaba del lecho desde que comenzó aquel mes de octubre de 1067, para intentar convencerla de que desistiera de sus consultas y conjuros con la vieja, pero doña Sancha los despachaba sin contemplaciones. Y comoquiera que había hecho un intento de elevar una queja al rey y ello había llegado a los oídos de doña Sancha, la reina lo había llamado, irritada definitivamente. -Obispo –le recriminó-, ya me cansan vuestras agonías, pues tengo bastante con las mías. Escuchadme de una vez: por más que nuestro Dios cristiano se empeñe en nombrar como «Santiago» el lugar sagrado que ya conocían los moradores más antiguos de la costa del fin del mundo, sabéis que los fieles y peregrinos siguen el camino marcado por las estrellas, intentando atisbar secretos más paganos que cristianos, como esa llave de la que hablan los alquimistas que abriría la puerta del templo del sol que existía en aquella costa... Pues bien, mi agorera conoce esos secretos y los encuentra en el camino marcado por los gusanos del fondo de la tierra, criaturas tan loables como otras, ¡y a mí bien que me han servido hasta ahora, ellos y ella! ¡Y ahora dejadme morir a mi gusto de una vez por todas, y por ese Dios que empuñáis con tanta torpeza! (66-67). -¿Qué piensas hacer a partir de ahora? Jimena dudó un poco. -No lo sé, señora..., tendré que regresar a casa de mi familia. -¿Te esperan allí por algún motivo? -No, señora. -yo necesito damas jóvenes para mi séquito –dijo por fin Urraca-. Colaboro con mi hermano el rey en su gobierno y me gusta acompañarlo en sus inspecciones por el reino. Sé que tú te criaste en la naturaleza abierta y que ya sabes cabalgar, ¿es así, sobrina? -Así es, doña Urraca... –la muchacha miraba a su tía, intentando no entusiasmarse con lo que intuía que Urraca le estaba insinuando. Pero, en efecto, la infanta la quería a su lado. -Yo no soy como mi madre, y necesitaré otra clase de ayuda, pues no está en mí conformarme con la vida que por ser hembra me ha tocado, y si tú estás dispuesta a seguirme, ya hoy mismo te incorporarías a mi séquito personal de damas de compañía (72). -Dime a qué habladurías te refieres, Pedro. -Se dice que Alfonso pasa demasiado tiempo contigo, que está hechizado por ti, que tú ambicionas su trono. -¿Es eso lo que crees tú también? -Nadie como yo conoce la veneración que mereces, señora... y nadie más que yo sabe cómo amas a Alfonso. -Dime tú cómo le amo. -León es Alfonso para ti, seora. Alfonso y León son lo mismo en ti... Urraca no dijo nada; podían haber sido sus mismas palabras. Lo miró, intentando descubrir de dónde procedía su saber. -Alfonso y tú sois lo mismo en mí, Urraca –confesó el joven-; por eso no puedo dejar de amaros por igual, y por eso es mi obligación intentar callar las murmuraciones que podrían perjudicarnos a ambos por igual (76). La infanta Urraca creía en los augurios y en los presentimientos, y si bien estaba convencida de que algo habría en el destino de su sobrina que la relacionaría con Burgos para siempre, también presentía claramente que las cosas no iban bien para el reino de León. Alfonso no había esperado a consultar la predicción de la fecha elegida por Sancho para la batalla. Seguramente Sancho sí, y había propuesto aquella que le habrían indicado sus agoreros como la más propicia para su victoria, ese miércoles acordado. Un escalofrío recorrió la espalda de Urraca; recordó nítidamente cómo un la lectura de los astros que marcaban el nacimiento de Alfonso, tal como lo había descifrado el astrólogo musulmán tiempo atrás, se indicaba el advenimiento de un período de oscuridad para él, al cumplir uno más de su veinte años, justo en las misma calendad de agosto en que se libraría el combate (82). El día previsto había de ser el 8 de marzo, con la luna en creciente y los astros dispuestos en la tríada más conveniente, con Júpiter destacado alineado con MErcurio en sextil de Venus, aunque poco más pudo conocer esta vez la muchacha Jimena, que proveyó a su tía de dos túnicas blancas que los contrayentes habían de vestir sin más ropa ni aderezo. No hubo testigos de la ceremonia, que la propia Urraca dirigió recitando jaculatorias en un idioma desconocido. Margarita, la otra dama de su tía, sabía que provenían de los escritos de un astrólogo caldeo, de la misma edad que Cristo. Los contrayentes no salieron de la alcoba hasta que no quedó completo el ciclo de oscuridad, amanecida, lugar más alto y nuevo declinar del sol de aquel día; no tomaron alimento alguno, no tuvieron contacto con el mundo, no pidieron nada, no ordenaron abrir las puertas, como si el mundo de hubiese parado, como si hubieran muerto, como si nunca hubieran existido. Don Pedro Ansúrez veló con sus armas el secreto de su rey, apostado al otro lado de la puerta de la estancia regia, vestido como para el combate con loriga completa y casco enfundado y lanza en ristre, alerta todo el tiempo, sin permitirse un minuto de reposo ni un instante de distracción. Las damas doña Margarita y doña Jimena permanecieron también despiertas durante todo el tiempo, sin salir de la recámara antesala de la alcoba donde Urraca y Alfonso consumaban sus esponsales eternos. Después de que el sol se ocultase totalmente otra vez, Jimena escuchó abrirse los goznes del portón de la alcoba íntima de doña Urraca. Las dos jóvenes sabían qué significaba eso y acudieron rápidamente para entrar al dormitorio envuelto en penumbra total, de cuyo interior se desprendían los destellos de las vestiduras blancas de don Alfonso y su hermana. Hacía un frío helador, ya que la chimenea había estado apagada casi dos días. Margarita debía encender el fuego con los troncos para caldear la estancia, y luego tenía que dar luz a tres velones dispuestos al otro lado, junto a una de las paredes; Jimena tenía que ayudar a sus señores a despedirse de las túnicas que habían de vestir ahora, esta vez de lino tintado carmesí. Urraca y Alfonso quedaron al descubierto en todo su esplendor de novios, mirándose de frente, desnudos y esclarecidos, calmados y sin ansiedades después del ayuno total de sus cuerpos. Caminaron hacia un barreño dispuesto con agua en el que se introdujeron ambos; el líquido llegaba sólo hasta poco más arriba de sus tobillos. Con los paños que Jimena había humedecido previamente en el agua, cada uno lavó el cuerpo del otro. El agua estaba helada. Al cabo de un momento, Jimena sentía sus huesos casi entumecidos, al contacto con el ambiente increíblemente frío que reinaba en la alcoba, pero los reyes parecían no sentirlo; sus cuerpos se mostraban elevados a los ojos de Jimena, luminosos y hermosísimos, mientras cada uno realizaba el ritual de limpieza con el otro. La muchacha creyó sentir el abrazo extraño en el que las almas de Urraca y Alfonso parecían fundidas, quienes, a pesar de la cercanía de sus cuerpos, no estaban en contacto, y sin embargo, su unión se percibía más allá de su propia piel. Los ojos de Jimena ya se habían amoldado a los oscuro y por eso pudo distinguir con mayor certeza el halo de luz de oro que envolvió a los dos esposos por un instante, en el que ellos quedaban inmersos y fundidos como una sola sombra: duró sólo un momento fugaz, un instante tan breve que Jimena dudó que en verdad lo hubiera visto; quizá sólo hubiera sido un engaño de su propia alma, cautivada por las emociones que allí se respiraban. Por fin Margarita logró prender llama en la chimenea, y su luz otorgó visibilidad en la estancia. Jimena pudo ver el rostro de Alfonso, más hermoso que nunca, mirando a Urraca con los ojos más entregados que pudieran existir, sonriendo levemente, con un semblante confortado, tranquilo, en paz; observó que en su labio inferior había sangre, pero no pudo precisar si era sangre de una herida propia, de su boca o de sus labios, o eran restos de otra sangre que no fuera la suya. Como si el pensamiento de Jimena hubiera desvelado su existencia, Urraca condujo su paño hacia la boca de Alfonso para lavar su sangre y él sonrió manifiestamente, acercándose a la boca de ella. Jimena se había contagiado de las sensaciones que irradiaba el ceremonial, su respiración se había hecho pausada y podía llegar a olvidar que existía otro mundo allí fuera, pero Margarita al pasar por su lado rozó su falda, sacándola del ensimismamiento. Tenía que acercarse a los reyes y tenderles las túnicas, y así lo hizo. Urraca y Alfonso, descalzos sobre la piedra del suelo e inmunes a su contacto helado, se pusieron uno a otros los nuevos hábitos y aceptaron después el cuenco con agua que Jimena portaba para ellos. Urraca lo tomó con sus manos y se lo ofreció a Alfonso, y él bebió un pequeño sorbo. Luego él tenía que ofrecérselo a ella, pero Urraca casi no podía beber, acostumbrado ya su organismo a la ausencia de elementos tangibles, y Alfonso introdujo su mano en el agua y acercó después sus dedos mojados a la boca de ella para verter unas gotas sobre sus labios, que Urraca recibió. Los tres velones encendidos alumbraban un libro sobre un atril, al que se dirigieron los hermanos; Jimena y Margarita realizaron el resto de sus instrucciones: trajeron una fuente dispuesta con piezas de fruta y la depositaron sobre la mesa, junto a una jarra con vino y el cuenco de agua, y salieron, cerrando otra vez la puerta. Los contrayentes durmieron hasta el amanecer del día siguiente, en que el propio rey abrió la puerta y pidió que viniese Pedro Ansúrez; éste entró a la antesala con las ropas militares de su señor y le ayudó a vestirse, sin mediar palabra alguna. El rostro, algo más afilado, de Alfonso descansaba ladeado, dejándose hacer por su colaborador mientras éste acoplaba su talle a las correas del atuendo, y cimbreándose suavemente como las ramas de la orilla de un río con cada arremetida del ajuste del cinturón. De pronto, puso su mano en el hombro de Pedro Ansúrez, obligándolo a parar y a mirarlo a los ojos, y así obedeció el caballero; Alfonso lo esperaba con una sonrisa amplia y con una mirada limpia y plena, y se lanzó hacia él con un abrazo. -Mi señor don Alfonso –le dijo Pedro-, el destino te ha señalado con un poder grande y excepcional... -Sí, amigo mío –le contestó Alfonso-: Con el cetro de una reina (84-87). Una semana antes de que el ejército de Alfonso partiera hacia Llantada, llegó un mensajero con un comunicado urgente del rey Guillermo, anunciando que su hija la princesa Ágata de Normandía había muerto repentinamente cuando se ultimaban los preparativos para su viaje hacia León; el reino inglés guardaba profundo luto y pedía disculpas al leonés por no poder consumar el pacto matrimonial que tan gustosamente habían firmado ambas partes. Sentidas condolencias viajaron desde la corte de León dirigidas a los reyes de Inglaterra, junto con un arcón que contenía un rico vestido de novia y otros presentes destinados a la malograda joven que hubieran compuesto el ajuar con el que el futuro esposo esperaba agasajarla, y que ahora le servía de mortaja. Los leoneses del pueblo llano, sumidos en su mundo de creencias sobrenaturales, que les permitía ver más allá de lo cercano, no tardaron en decir que la pobre Ágata había sufrido un hechizo que confirmaba que Alfonso no deseaba casarse en realidad, porque se hallaba bajo el influjo de una bruja que lo quería sólo para sí. Profetas y maledicentes no tardaron en augurar alguna maldición sobre Alfonso, y muchos aseguraron que la princesa muerta le enviaría algún castigo desde su tumba (87). -Tu destino viene a buscarte, y yo no podré hacer nada esta vez –le dijo, pálida y fría como las imágenes de piedra de un panteón-. Llantada sólo fue un juego, y antes de que acabe este año estallará la guerra verdadera, debes prepararte... -¿Moriré, Urraca? –pero ella no había dicho nada más. Un sueño profundo la había atrapado, y Alfonso sabía que debía esperar a que saliese por sí misma de su trance, por lo que esperó pacientemente hasta que Urraca abrió los ojos y pudo contar lo que su sueño le había revelado: -Había una torre que se desmoronaba, y en lo alto estabas tú, Alfonso mío, cayendo. Vi nueve lunar y a ti sumergido en la tierra, muerto a los ojos de los otros, pero tu rostro era el de un niño, y había un perro rabioso mordiendo tus pies..., ¡no debes correr, danza, debes danzar!..., y el perro se convertirá en hoguera y tus pies sortearán las llamas... –Urraca tomó aliento; parecía muy cansada. Alfonso tocó su frente, ardía. -Un toro... –siguió halando con la respiración agitada-: Un toro bravo hunde sus patas en la brasa, está sangrando... El toro sangrando enarbolaba tu cuerpo con sus astas y te daba a beber su sangre... –de nuevo una pausa, mientras Urraca recordaba la última imagen-: Había también una mujer desnuda que mezclaba las aguas de dos vasijas, contemplándolo todo..., una mujer esperando, mezclando el agua..., hablaba con un oso... Alfonso aguardó un momento; cubrió los hombros de Urraca con una frazada de piel curtida. -¿Qué significa tu sueño, hermana? –preguntó suavemente. -Alfonso, deberás resistir, escúchame, debe cumplirse el destino, y ahora no aceptará más aplazamientos. Será una batalla terrible, debes prepararte para la guerra, el perro rabioso viene ya hacia aquí. Caerás en la tierra, igual que la semilla ha de hundirse para brotar, y tendrás que esperar y tener paciencia, pero vencerás gracias a un sacrificio. No será tu sangre la que se derrame..., pero tendrás que confiar. -¿Y tú? -Yo soy esa mujer que mezclaba las aguas..., la que vela por ti, aunque también deba confiar en ese perro que es tu destino, en el oso, que tiene el poder, y en ese toro que debe salvarte. Urraca guardó para sí que el precio de su salvación era su despedida. Actuó rápidamente y no perdió tiempo; envió nota a su hermana Elvira proponiéndole una cita, que la infanta aceptó. La recibió en la sobria estancia donde ella solía confesarse con el abad del monasterio; lo se sorprendió la visita de su hermana, pero sí que trajera a Jimena. -¿Necesitas un testigo, hermana? –le preguntó a Urraca, refiriéndose a la presencia de su sobrina. -Necesitaré tener presente esta conversación contigo, Elvira, en el resto de los días d mi vida, y Jimena me lo recordará –contestó Urraca. -¿Qué quieres? -Tienes que ayudarme a salvar a Alfonso. -¿Salvarlo de qué? -He visto su derrota –respondió Urraca controlando esa angustia que sentía-, he visto el final de su reino si no puedo conseguir cambiar... -¿Tu sueño? –atajó con desdén Elvira-. Eres como nuestra madre; también ella creía que los sueños encierran mensajes, ¿y qué importan esos mensajes si te dicen cuándo vas a ver tu final? -Hay una posibilidad de triunfo para Alfonso, pero necesito de tu ayuda, Elvira; mírame, estoy donde querías verme, rogándote tu ayuda a cambio de lo que pidas. Elvira respiró hondo. Era cierto lo que decía Urraca, pero Elvira no sabía disfrutar de ese momento. -No sé cómo podría ayudaros a ti y a Alfonso... –dijo por fin. -Sancho te pedirá tu colaboración en contra de Alfonso y te pedirá la ayuda de tus prelados afines al nuevo papa Gregorio de Roma, pero debes negársela, en favor de León. -¿De León o de ti? -De León y de un reinado que debe ser para Alfonso, Elvira, y tú lo sabes. -Sólo sé que soy una sombra a vuestro lado- contestó la infanta-, y que aun así, tengo que estar pidiéndole perdón a mi Dios por toda mi rabia... -¿Qué pides a cambio de tu ayuda, hermana? -Que dejes a Alfonso. -¿Qué ofreces por eso? –preguntó Urraca entonces. Elvira miró a su hermana con ojos de fuego, pero a pesar de ello le contestó. -El papa Gregorio quiere el vasallaje de Alfonso, porque reclama el territorio hispano como propiedad del gran apóstol san Pedro, y él es su legatario en este mundo. Está dispuesto a perseguir a tu Alfonso acusándolo de vicios inconfesables, de amistad con los musulmanes, y de hereje, si es preciso..., y además, contemplaría con buenos ojos que sea Sancho el sucesor de nuestro padre al frente de los tres reinos, y no él. Eso puedo cambiarlo yo... -Bien, Elvira –resolvió Urraca sin inmutarse-: Tú ayudarás a Alfonso y yo le dejaré. -¿Por qué, Urraca? –preguntó entonces Elvira-, ¿por qué estás dispuesta a renunciar a Alfonso? -Porque no puedo renunciar a León (129-131). Por fin recuperada en su salud, Urraca se preparaba con una nueva cita con el joven señor Dolfos, futuro conde de Coimbra según le había prometido, y su dama doña Jimena le ayudaba con su atuendo enfundando su talle en un corpiño lograba anudar pues había adelgazado en demasía. Jimena sintió que la envolvía una inmensa ternura hacia su tía, sin poder soportar más la melancolía que parecía brotar de su semblante. -¿Qué te sucede, tía? –le preguntó. -Jimena, había un toro en mi sueño... –principió a contarle Urraca-; era toro es el que devolverá a nuestro señor el rey su poder. La joven recordó que el emblema de Bellido Dolfos era un toro bravo repujado y rematado con tachuelas de metal sobre su escudo de madera, y notó que un escalofrío recorría su espalda. Jimena comprendía que Urraca sufría por dentro una expiación ignota que le estaba comiendo el ánimo, y empezaba a temer por ella (150). Jimena conocía perfectamente las ocasiones en que la infanta se había preparado bebedizos para devolverle las sangres menstruales a su cuerpo evitando oportunamente los embarazos. Desde antiguo los médicos no podían tocar a las hembras, por lo que entre ellas habían desarrollado una ciencia casi infalible para sus dolencias y deseos femeninos, pero que tampoco desvelaban a los hombres, y que les daban el control secreto sobre sus decisiones. Las parteras asistían a las mujeres en el momento del alumbramiento de los hijos y las curanderas les atendían antes o después de ello, ayudándolas a quedarse encintas más rápidamente o a librarse de la preñez imprevista, casi siempre un mal asunto para la mujer. La reina doña Sancha había ayudado a varias de esas mujeres curadoras de mujeres procurándoles manutención y casa, desde que a ellas misma le salvara la vida una partera que había sabido asistirla en el nacimiento de Urraca, que había venido al mundo de nalgas, pues de no haber sido por su buen hacer se habría desangrado sin remedio. Siendo Urraca todavía una adolescente, su madre había mandado construir un hospital para mujeres sin cobijo, desahuciadas por sus familiar o deshonradas, entre cuyos muros vivían sanadoras, herbolarias y otras hembras que se traspasaban unas a otras sus conocimientos y que perfeccionaban los que ya poseían ampliando su aprendizaje con las hierbas y remedios en beneficio de la salud femenina. La muchacha Urraca había aprendido ella misma de todo lo concerniente a ese cuerpo de la mujer que asustaba tanto a los médicos como a los hombres, y al que unos y otros habían preferido olvidar sin más, ignorándolo salvo para el trabajo. Algunas de esas artes ya las conocía también Jimena, adiestrada como dama de su tía para poder socorrerla en cualquier contingencia femenina si llegara el caso (168-169). En la última noche que compartían de su mundo de mujeres, Casilda quiso agradecer a Jimena sus cuidados y esa fortaleza en la que tantas veces se había apoyado para seguir adelante. Le tendió una gema de una belleza muy particular; era un ópalo llamado de fuego, engastado en oro y coronado por una perla, que colgaba de un cordón: -Tu signo es el de virgo, la tierra que ve pasar las estaciones, acostumbrada a decir adiós –le dijo Casilda con su dulzura habitual-; este ópalo en contacto con la piel de tu cuello te dará lucidez para proteger mejor a tus seres queridos... y también te preservará del celibato al que sois propensas las mujeres nacidas bajo la influencia de mercurio. Las damitas y las servidoras que pululaban por la estancia acudieron a su lado, alertadas por las palabras que habían oído a medias. Jimena había recogido asombrada su obsequio y lo miraba extasiada. -¡Es una joya hermosísima! -Esta piedra guarda un secreto, amiga mía..., un secreto muy valioso, pero deberás aceptar el precio que exige a cambio de conocerlo. -¿Qué secreto? –dijo enseguida Sanchita, entre las otras niñas. -Si se lo pides, te dirá cuál es su destino como mujer, a cambio de aceptar sus consecuencias. -¿Cómo puede ser eso? -Te desvelará en un sueño el rostro del hombre que es para ti. Un revuelo entre las muchachas que habían escuchado a Casilda se elevó sobre sí mimas, como el zureo de cien palomas a un tiempo, empujándose unas a otras para ver de cerca la piedra prodigiosa y sus irisaciones cristalinas. -El precio por verlo –continuó diciendo Casilda –es el mismo precio de la verdad: que no puedes evitar saber que la conoces, ya para siempre... Yo quise preguntarle, y deseé ver en mi sueño el rostro de Alfonso, pero él no era para mí y no hallé rostro alguno, sólo el manantial y la gruta que sé que me esperan en algún sitio. -¿Le preguntarás tú, tía Jimena? –se apresuró a interrogarle Sanchita. -No lo sé... –contestó dubitativa. Miró otra vez a Casilda-: Tú has aceptado tu destino sin rostro de hombre, pero ¿qué ocurre si muestra el rostro de un hombre al que no deseas? -siempre puedes no preguntar... –contestó Casilda (191-192). Ya había llegado a León para bendecir la unión del rey Alfonso con su esposa Inés de Aquitania, descendiente de aquel duque Guillermo de Aquitania que ciento cincuenta años antes había donado un solar en borgoña para que se edificar el primer monasterio de la Orden de Cluny, con el privilegio de independencia o exención de débito –que tan importante había resultado para la organización de sus monasterios-. El abad Hugo había mantenido varias reuniones con Urraca, pactando emolumentos diversos para la manutención de los monasterios sobre los que ella tenía derechos de rentas como infanta de León. El poder del gran abad era incuestionable, pues en sus relaciones directas con el papa de Roma podía conseguir o evitar cualquier cosa, y Urraca se había aplicado con ahínco para que la imagen de Alfonso quedase limpia ante la cristiandad (193). En una de aquellas noches la joven Jimena había formulado su pregunta al ópalo de fuego que llevaba colgado al cuello y la piedra le había mostrado en su sueño el rostro del hombre que estaba en su destino: era Rodrigo Díaz. Al despertar había guardado la piedra, asustada. Desde entonces, la imagen de Rodrigo había empezado a arderle por dentro con tal insistencia que Jimena pensó que podía llegar a enfermar de deseo (194). -Cuéntame otra vez tu visión, Jimena –le pidió entonces doña Urraca. La joven empezó a relatar para su tía, igual que ya lo hiciera días atrás, los detalles de la ilusión que el ópalo le había regalado como si soñara: -Caminé hacia un arroyo de aguas estancadas y de él surgió una voz que cantaba mi nombre. «Aquí estoy», le dije, y unas manos emergieron hasta las mías y las tomaron como para una danza. Entré al agua, pero mis pies no se hundieron y giré sobre mi cuerpo para mirar detrás de mí; vi un árbol que nacía con dos ramas en flor y una tercera muy pequeña, con un pajarillo muerto sobre sus hojas. Escuché otra vez mi nombre y al levantar los ojos me encontré con el rostro de Rodrigo Díaz, y su voz me decía: «Te estoy esperando». -Hemos llegado hasta aquí, déjame ahora; no debemos poner en peligro este reino. -Quiéreme y seremos invencibles. -No, Alfonso –Urraca arrojó lejos de sí ese beso que le tendía, sujetando la rabia y las lágrimas. -¡Juramos con sangre que nos amaríamos por siempre! -Y así será, Alfonso. Nadie te amará como yo. Pero no permitiré que... -¿Qué no permitirás? –gritó entonces, desafiante, yendo hacia ella otra vez. -¡Juré ante el Cristo que me tendía el abad Hugo que nunca más cohabitaría contigo como mujer! –declaró Urraca por fin, como un epitafio, ante el estupor de Alfonso, que quedó inmóvil y mudo frente a ella. Como si cada palabra le pesase en el alma, Urraca siguió hablando, lentamente: -Algunos frailes habían elevado hasta él su escándalo por nuestra relación de esposos, pidiendo tu excomunión de la Iglesia cristiana y que no te reconociese como rey sucesor de nuestro padre... Alfonso, pacté el perdón de Dios a cambio de reconocerme culpable de un pecado que no siento, y acepté que me llamaran pecadora por ser mujer, incitadora a la maldad, como Eva... ¡Alfonso, no permitiré que mi sacrificio haya sido inútil! -¿Me has sacrificado a mí por este reino? –acertó a reprocharle, dolorido y furioso. -No, amor mío. Me consagré yo, hace mucho tiempo ya, a tu destino (210-211). Doña Elvira iba a acompañar a su hermana Urraca en el viaje que emprendían con su séquito hacia los montes de Briviesca, en la zona limítrofe con las tierras de La Rioja en el reino navarro, para buscar a la princesa Casilda. Unos pastores juraban que la Santa Virgen vivía junto a uno de los manantiales de una zona de cuevas y bosques por la que pastoreaban con su rebaños, y que ellos la habían visto, que hablaba distintos idiomas y vestía con ropajes brillantes, aunque empobrecidos, que era muy hermosa y tenía un larguísimo cabello negro como la noche. Decían que la habían escuchado cantar con una voz muy hermosa, y que en su cercanía ni ellos ni sus animales habían tenido tropiezos ni caídas ni enfermedad alguna, y que las alimañas, siempre al acecho en aquellos bosques, habían desaparecido milagrosamente. Comoquiera que los pastores habían propagado la noticia de la santa presencia, hombres y mujeres de aldeas y señoríos de los alrededores habían ido también a verla, y algunas hembras con dolencias de mujer habían vuelto sanadas. Urraca intuía que se trataba de Casilda, que había podido volcar su pasión arrebatada y su enorme sabiduría en libertad, pero tenía que confirmarlo, y verla de nuevo y que ella misma le contara qué le había ocurrido. Pertrechada con soldados y armas, con capitanes a su servicio y carros con víveres y utensilios diversos, había determinado abordar la expedición por cuenta propia, pero, sobre todo, ensayar una breve ausencia en el día a día de Alfonso, hasta que tomara la decisión final de marcharse a Zamora como reina y señora de esa ciudad, amando a Alfonso en la sombra y en la distancia, pero dejándolo a él libre con su destino (217). Las horas transcurrieron sin prisa por acostarse, atropellándose unas a otras en contar sus noticias, y ya era madrigada. Pero, antes de dormir, Jimena quiso saber sobre la princesa Casilda. -¡Santa Casilda, Jimena, «santa» Casilda! –exclamó doña Elvira, santiguándose con fruición, mientras las monjas de su séquito asentían al testimonio con un murmullo de voces y de gestos como un zumbido de avispas. Jimena miró con asombro y con un gesto interrogante a Urraca, que encogió sus hombros suspirando como si indicase resignación. -Así la llaman en esos parajes... –explicó Urraca. -Vive como ermitaña y Dios le habla –insistió Elvira. -Nuestra querida Casilda encontró el lugar que le había vaticinado su sueño –principió a contar Urraca-, en las cercanías de un lago que se forma entre varios montes y que llaman de San Vicente. Es una zona donde se abren cuevas por doquier y viven varios ermitaños en distintos puntos de sus oquedades, alejados del mundo y entregados a sus meditaciones. Cuando llegó Casilda su resistencia estaba muy debilitada, ya que sus hemorragias eran todavía más abundantes que antes, temió por su vida y deseó ser bautizada con urgencia en nuestra religión para entrar así también en nuestra muerte y nuestro purgatorio... –Urraca ignoró abiertamente la desazón que se dibujaba en el rostro de Elvira y siguió hablando-. Bandidos de los que hay en todos los caminos la asaltaron varias veces, robándoselo todo. Algunos servidores de su séquito se habían marchado, huyendo, y otros fueron por los salteadores o los animales salvajes de esos bosques, por lo que de su compañía sólo le sobrevivió una muchacha sorda y muda, que no tenía más vida que ella y que no podía hacerse entender si no era con ella, pero que le sirvió de gran ayuda a Casilda, pues la cuidaba con esmero y la obligaba a beber la leche de cabra que por caridad podían conseguir entre las pobres gentes de las aldeas que se encontraban. Para llevar a cabo su bautismo, Casilda se sumergió en las aguas del lago, en presencia de su doncella y de varios pastores y eremitas, y sus hemorragias cesaron. Por eso se instaló en una de las cuevas, junto a un manantial que fluye entre las rocas y que viene del lago, para bañarse a menudo en su corriente. La noticia cundió entre otros pastores y andadores de caminos, y entre eso y que Casilda cantaba cada día por estar tan contenta y por notar su salud recompuesta, las gentes de los alrededores empezaron a acudir para lo que llamaban un prodigo, contemplar a la Santa Virgen desnuda bañándose en las aguas. -Pero ella dijo que no era la santa madre de Dios –anotó rápidamente la abadesa, callada hasta ese momento-, y, como dijo cuál era su nombre, entendieron que era, pues, santa Casilda... -Ha curado a otras mujeres del mismo mal que ella padecía –apostilló Elvira, justificando su fascinación. -Las bestias de ese bosque han desaparecido –habló con su vocecilla chillona la abadesa otra vez, después de hacerse la señal de la cruz en la frente-, y los animales se vuelven mansos en su presencia, y muchos la han escuchado hablar con Dios en lenguas extrañas. -¡Pero es que Casilda conoce distintos idiomas, y habla con su doncella sorda y muda en el que se le apetece porque a la otra le da igual, que la entiende por sus gestos y por toda la vida que lleva con ella! –exclamó Urraca. Esta vez el moscardeo de las monjas era de escándalo y de disgusto por la insolencia de Urraca. -¿Hablaste con ella? –le preguntó Jimena. -Sí –respondió Urraca-, y se puso muy contenta de vernos, y nos lo contó todo, que su cuerpo y su alma estaban curados. -Quiere que le llevemos a Inesita a la gruta, a su lado –añadió doña Elvira-, que está enferma de su mismo mal de sangres, y dice que se curará como ella en el lago. -Ante nuestra insistencia, vino unos días a la aldea que está el pie de esos montes, con nostras, y las gentes se echaban a sus pies y le pedían milagros de toda índole, y muchos juraban que sólo con haberla mirado ya se sentían mejor de sus dolencias... Por fin, Casilda prefirió volver a su cueva, porque la añoraba, que allí está más tranquila y se ha olvidado del mundo y de las angustias de la vida –terminó de narrar Urraca. Por un momento Elvira protestó, reprochándole otra vez el tono que empleaba. -¿Y a ti qué te parece, tía? –le preguntó Jimena a Urraca ante la polémica que parecía existir. -Que Casilda está feliz, Jimena, y yo no tengo nada más que objetar (227229). El día 28 de junio de aquel 1075 murió envenenado el rey al-Mamûn de Toledo, y la noticia corrió hasta Alfonso con estruendo, pues de todos era sabido lo importante que era para éste su amistad. La correlación de fuerzas cambiaría ineludiblemente; el rey toledano era muy bravo y el resto de los señores musulmanes lo respetaban mucho, pero no así sus herederos. El júbilo de al-Mamûn por la conquista de Córdoba sólo había durado cuatro meses, y al parecer se había organizado un complot para acabar con su vida, pues muchos de los magnates musulmanes lo veían como garante de la peligrosa y creciente autoridad del rey cristiano Alfonso sobre las taifas. La conjura de al-Mamûm era en realidad una forma de contener a Alfonso; si su aliado era eliminado, sin duda mermaría el control que de hecho Alfonso ya venía ejerciendo sobre los reinos andalusíes con su política de alianzas y parias (245). El papa Gregorio de Roma consintió en el divorcio de Alfonso por las promesas que le había hecho el abad Hugo, que esperaba conseguir dos cosas: el perpetuo favor del rey leonés para la orden cluniacense en todo su territorio y casar a su sobrina doña Constanza con él, uno de los monarcas más ricos de la cristiandad en ese momento gracias a las parias que puntualmente le tributaban los opulentos reinos musulmanes. El pago al papa era la aceptación firmada por Alfonso para introducir poco a poco en sus territorios la gran reforma litúrgica ambicionada por el pontífice, igualando los rituales mozárabes que todavía se practicaban en la iglesia hispánica con los nuevos modos romanos asumidos en Europa desde tiempo atrás (265). -«El papa Gregorio reclama a todos los reyes y príncipes de Hispania, sean cristianos o musulmanes sin excepción, que este territorio es desde la antigüedad propiedad de san Pedro, en virtud de una donación que hizo el emperador romano Constantino al papado y al derecho de san Pedro». Alfonso había recibido una notificación desde Roma reclamando el censo debido por ese dominio de la Santa Sede, y se lo explicaba, indignado, a Urraca: -¡Dice que aunque la mayor parte del territorio de Hispania esté ocupado por paganos, tal derecho no ha prescrito, pues la propiedad del santo apóstol no puede prescribir y que sólo a él le pertenece toda Hispania! -El papa se basa en una falsa Constitución del emperador Constantino –le recordó Urraca, sosegándolo-, para conseguir sus propios tributos de vasallaje. No piensa en ejercer el gobierno directo de ningún territorio, pero pretende que le entregues homenaje de fidelidad a la Santa Sede con el pago de un canon anual, ahora que tú tienes además el control sobre gran parte del territorio hispánico y cobras sustanciosos impuestos de los musulmanes (270). -En este tablero me interesa que venza Sevilla, Rodrigo, y eso sólo lo saber tú. Escúchame y entiende que no puedo confiar a nadie más este trabajo, pues el reyezuelo de Sevilla tiene que convencerse de que le conviene ser vasallo mío, y lo hará en el fervor de una victoria sobre Granada, aunque esa capital no sea para él, pues en mi táctica está que Granada, aunque sea derrotada, no perderá su independencia, porqué saldré en defensa de su emir y negociaré con el rey sevillano, y así el granadino tendrá todavía mucho más que reconocerme... Obtendré por igual el agradecimiento de los sevillanos vencedores, y el agradecimiento de los granadinos liberados..., pero, sobre todo, la renovación de sus parias, y además aumentadas (283). -Escúchame, Rodrigo, pues es necesario que todos crean que el rey no sabe nada de esto. Si la incursión llega a ocurrir, tú cogerás a tus hombres y saldrás sin demora a infligir una cabalgada de represalia por las tierras de Toledo, tomando cuanto botín puedas y preparando la acción siguiente de Alfonso. -¿Qué acción? -Tiene que parecer que actúas por cuenta propia, Rodrigo –reveló Urraca. -... Igual que pareceré que actúan por cuenta propia los musulmanes que vayan a Gormaz... –aventuró Jimena. -Sí, así es –confirmó la infanta. -A esos guerreros disidentes de al-Qadir les están llamando bandidos, tía –se quejó Jimena-, y los están comparando a saqueadores de caminos. También Rodrigo podría ser comparado a un bandido si tiene que reconocer que no recibió la orden del rey... -Y Alfonso lo sabe; por eso mismo Rodrigo no puede ir engañado. Hay que cortar de raíz todo intento de al-Qadir de atentar contra el poder de Alfonso de cualquier forma que se le ocurra, y, de paso, crear todavía más malestar contre él entre sus gentes, lo que le obligará a someterse mas a Alfonso. Él no puede sospechar que nosotros sabemos de sus planes y por eso tiene que parecer que Rodrigo se revuelve por venganza contra los sarracenos. Al-Qadir es un traidorzuelo y tiene que ser derrotado con sus mismas armas; comprenderá que no puede conspirar contra Alfonso. -Sabes que al-Qadir, a pesar de estar detrás de toda la conjura, se quejará a Alfonso –calibró Jimena-, y aún sabiendo que no tiene razón, Alfonso tendrá que cumplir con su pacto de protección, y quizá tenga que demostrárselo castigando a Rodrigo... -Sí, Jimena, piensas bien, porque todo esto es una farsa en la que Alfonso sólo puede intervenir para ganar. -Pero los enemigos de Rodrigo en la corte se aprovecharán para criticarlo, tía –insistió todavía Jimena-; si creen ellos también que Rodrigo se pone en campaña por su cuenta o animado por su impulso guerrero únicamente, les faltará tiempo para volcarle más maledicencias y más calumnias. Urraca asintió con su silencio, y Jimena miró con ansiedad a su esposo. -Jimena, acepto el trabajo –decidió éste. -¿Estás seguro de que va a compensarte? –se rebeló ella. -Me compensa saber que Alfonso acumula débitos conmigo, y que él lo sabe. En cuento sea lo oportuno, saldré con mis hombres, conseguiré un buen botín como adelanto de mi pago, y esperaré a que Alfonso me llame. Yo también guardaré silencio, señora Urraca, con todo ese asunto, sea lo que sea que diga de mí la crónica que los secretarios de Alfonso escriban luego refiriendo la conquista de Toledo. Pero, llegado el momento, Alfonso tendrá que pagarme hasta la última maledicencia que se diga de mí (32-323). -En las noches de luna oscura –contaba una de las hilanderas- se oye en los montes de Briviesca el canto de una mujer prometiendo amores y embarazos..., y si una doncella se baña en las aguas de cualquier arroyo que encuentre mientras la escucha tendrá una hija sin dolores de parto. Pero dicen que es tan gozosa la vida junto a la santa que habita aquel lago, que los hombres no dejan ya que sus mujeres acudan a esos parajes, porque ya no quieren regresar. Jimena sonrió quedamente: la estela de Casilda se había extendido hasta crear su propio camino de peregrinación; pero éste no era del gusto de los poderosos... (339). Han pasado veinticinco años de aquello... Soy ya una vieja, esa tierra de otoño que acostumbraba a decir adiós no puede evitar, sin embargo, las lágrimas de una nueva despedida... Mi alma se ensombrece con los demasiados recuerdos. Pero yo también fui una niña de siete años que ansiaba conocer la historia de los suyos. Ahora recuerdo a la niña doña Sancha, forzada por mis requerimientos a recordar para mí. Ahora soy yo quien tiene que callar los suspiros del pecho para recordar mejor, porque mi nieta de siete años, mi nieta llamada Jimena, como yo, ansía saber. Jimena quiere saber de su madre, mi hija María, a la que no conoció. No le negaré su derecho, a pesar de mi cansancio, pues la vida es una cadena entrelazada de memorias que ceden sus recuerdos para entretejer los hilvanes del futuro. Mi nieta Jimena será algún día también una abuela que contará a su nieta lo que guardaba su alma; así lo deseo... Así las hembras vamos tejiendo las imágenes de la vida en esos ojos nuevos que ansían conocerlas. Solos las hembras las tejedoras de la memoria; la memoria como urdimbre de la propia vida, tendida desde las más viejas a las más niñas. Quiero recordar para ella, para mi preciosa nieta Jimena, de frente ancha y ojos ansiosos como los de mi hermana Aurovita –aún la lloro pero nunca se fue de mí, nunca, como nunca se irá mi hija María...-, y recuerdo para y para las hijas que un día tendrá mi nieta y para las hijas de sus hijas, aunque me duela recordar, aunque me duela todavía lo no olvidado (396). -¿Qué será de mi niña Urraquita, tía? –dije entonces-. ¿Cómo entenderá que debe ahora cumplir unos compromisos que no puede comprender todavía? -No has de preocuparte por ella, hija mía –contestó doña Urraca-. Ya ha asumido su destino, lo veo en sus ojos, te lo aseguro. -¿Qué destino es eso? -Ella es la futura reina de Castilla y León. -Pero doña Constanza..., su nuevo embarazo, sus próximos embarazos..., no cejará hasta que no le dé al rey un hijo... -Escucha lo que te digo, hija mía, lo he visto en los mapas de estrellas y en las cartas que los sabios y adivinos elaboran interpretando las señales de los cielos: Urraquita será reina, y no importa cuántos caminos tenga que atravesar su reino. -¿Lo han dicho los adivinos de Alfonso? –insistí todavía. -Ellos no se atreven a decir lo que ven –manifestó mi tía-, y se dedican a complacer los oídos de Alfonso para seguir asegurándose sus favores. Ellos lo saben muy bien, y hablan de los hijos varones que todavía tendrá Alfonso, pero callan todo lo demás. -Será cierto entonces lo que se dice, que el conde Raimundo de Borgoña ambiciona en realidad el trono, y que pretende ser el rey a través de Urraquita. -No es de mi simpatía el conde –reconoció mi tía-, y sé que yo, especialmente, he de estar prevenida contra él..., pero hay otra cosa que dicen las cartas y los astros, y que no tiene que ver con ese advenedizo: que Urraca es mujer sola, Jimena, que su destino es cabalgar como amazona y sola... como yo, como tú, y como muchas de las mujeres de esta familia (402-403). Yo podía adivinar que mi tío el rey preparaba otra vez una misión para Rodrigo. Movía de nuevo esa pieza del jinete que prepararía los siguientes pasos del tablero..., aunque algunas cosas habían cambiado, y su influencia empezaba a dejarse notar. Sé que Alfonso mantenía su confianza sobre mi esposo... También Rodrigo tuvo fe ciega en él, y también le perdonó a su señor los silencios con que en algunos momentos de su vida lo castigó, pero sólo Rodrigo podía mirarlo a los ojos, por todo lo que sabía y por todo lo que callaba, y eso era incómodo para muchos. Alfonso ya no tenía la luz de Urraca velando por él, y Alfonso la añoraba terriblemente, y la buscaba erráticamente en brazos de concubinas secretas y en bocas de consejeros aprovechados. Lo rodeaban cortesanos que le entregaban como consejos observaciones y juicios que sólo tenían como objetivo servir a sus propios intereses y satisfacer sus propia rabias o ambiciones; pero Alfonso ya había empezado a refugiar en compañías indeseables esa soledad que le atosigaba por dentro y esa necesidad de la inspiración que le había abandonado, y les hacía caso a todos ellos, sobre todo a García Ordóñez. Pero nunca se pueden conocer los motivos íntimos de la historia, y tampoco supe a ciencia cierta cómo pudo influir la desesperación de Alfonso en sus decisiones, por lo que no intentaré desvelar lo que se llevó para siempre aquélla. Ya tengo bastante con descerrajar mi corazón con este puñal que se llama memoria, y que no perdona (411). Ahora Diego recibía sus lecciones tres días a la semana en Burgos, con varios muchachos de su edad hijos de otros capitanes e infanzones burgaleses. Mis hijas Cristina y María quedaban conmigo ya enfrascadas en tareas femeninas, dando por concluida su formación de libros, porque no era bien visto que las muchachas de mezclasen con muchachos tantas horas y menos para recibir una instrucción que a la hembra no le había de ser precisa para cumplir con su obligación. Pero ahora pasaban más tiempo conmigo por tanto, y ellas seguían necesitando saber, y yo sabía que a una mujer le quedaban todavía muchas cosas que aprender aun cuando nadie considere que es lícito que las sepa (426). Habilité un ala del edificio familiar para que mi hermano Fernando y su familia se instalaran en tiempo preciso hasta la completa recuperación de Enderquina. Fueron días muy bellos... Yo cumplí por entonces treinta y cuatro años, y regresó por fin Casilda, para seguir viaje con su hija Almâ, embellecida por el amor y fortalecida por su adiós, ya que después de los primeros ardores con mi Diego, habían dejado de buscarse y hasta se rechazaban, avergonzados. Pudo contarme Casilda que a la reina Constanza le practicaban sangrías cada nueve días como forma de curarle la languidez que sentía, pero en contra de su opinión como curandera. Ella la había aliviado con reposo y cocimientos en agua del deshielo que mandaba traer de donde ella sabía, y que preparaba con hierbas que limpian las sangres de la una mujer por dentro y con otros remedios macerados al fuego, pero era mucha la rivalidad que habían despertado sus prácticas entre las monjas sanadoras que se decían expertas en enfermedades, y mientras ella decía que debía bañarse a la reina, las otras se lo prohibían, y así todo lo demás, hasta que le había pedido permiso a Constanza para marcharse y ésta se lo había dado. Regresaba a sus montes de Briviesca con su hija Almâ, a la que había añorado tanto, habiendo hecho milagros que siempre se recordarían entre las gentes sencillas de León, pero no con la reina. Todo en un puñado de días, sin apenas tiempos para detenerse en alguno de los detalles... Mi hijo Diego dijo que quería regresar a la educación de las armas con su padre; mi hija Cristina tuvo sus primeras sangres lunares y recobró su alegría por saberse hembra; y Fernando se marchó finalmente con Enderquina y sus hijos a Oviedo, al tiempo que entraba octubre y las hojas se desprendían más rápidamente que nunca de las ramas de los árboles y quedaba nuestra casa sumida en los balidos y cencerros de las bestias y los sones de las trompetas de los pastores que bajaban los rebaños de los montes vecinos (432-433). Escuchaba a Alvar Fáñez con mucha atención, pero una parte de mi corazón no podía desprenderse de una sola sensación: cada día pasado me sentía más lejos de aquella vida mía que yo creí para siempre en Vivar. La señal que habíamos creído entender que enviaba Alfonso no había sido tal y aparecía, imprevisto para mí, ese viejo odio de García Ordóñez reclamando una venganza que había puesto n peligro a toda mi familia; había ya muchos elementos confusos en este tablero, y Alfonso también estaba confundido, viendo cómo sus planes de gloria, tan claros y tan posibles al principio, habían dado un giro con el abandono de Urraca tiempo atrás y se truncaban definitivamente con estos almorávides devastadores que le impedirían ya para siempre consumar su proyecto, hacerse el único señor de todos los territorios hispánicos, igual cristianos que musulmanes. Aunque los enemigos mayores de Alfonso estaban entre sus más cercanos, y, al parecer, él los había elegido para hacer con ellos su camino (461). Decidimos que yo permanecería en el destacamento de Alcudia colaborando en la administración de los arsenales que allí se guardaban. Rodrigo tenía que prepararse para la posibilidad de cualquier ataque, y marchó a Zaragoza, para firmar un nuevo tratado de paz con Mostáis que logró incluir también al rey aragonés Sancho Ramírez y a su hijo Pedro. También Alfonso había logrado pactos con Italia para ir con barcos contra Valencia, e intentar arrebatársela a Rodrigo desde el mar. En plena amenaza almorávide, una guerra más cruenta se cernía sobre los territorios cristianos, pero Alfonso estaba decidido enfrentarse a Rodrigo por la posesión de Levante. García Ordóñez había logrado el propósito ansiado desde años antes, el propósito que le había llevado tiempo y espías urdir, que Alfonso y Rodrigo llegasen a enfrentarse en una guerra. -Alfonso de ha dirigido a los reyes de Albarracín y Alpuente exigiéndoles que las parias han de ser para él, y no para mí –me explicó Rodrigo, según se habían interceptado los mensajes a las taifas-. Se ha puesto en marcha para asediar la capital. -Rodrigo, no debes enfrentarte a Alfonso –recapacité entonces-; ni tú ni Alfonso ganaréis nada..., piensa un poco, ¿quién es el más beneficiado en que seáis enemigos? -García Ordóñez... –contestó Rodrigo, reflexionando también. -Aunque por las armas puedas vencer al ejército de Alfonso –le recalqué-, tú también perderías mucho... Esto sigue siendo una partida de ajedrez, Rodrigo; planea la jugada, derriba esa pieza en la que ahora se apoya el rey, así lo pondrás en jaque..., sólo tendrás que ir a por García Ordóñez. Él había sido la causa de los últimos problemas que habían obligado a Rodrigo a todos los requiebros de nuestro destino; él, la causa de que mis hijas todavía viviesen entre tiendas a lomos de un caballo, él, la causa de que mi vida estuviese vuelta del revés: -Acude a la raíz del problema, Rodrigo. Yo sabré resistir en tu nombre aquí, no te preocupes por la capital, adelántate a Alfonso, no los esperes para combatir, mueve la pieza que él menos espera (465-466). Escribo mi memoria porque mi nieta Jimena me la solicita. Mi preciosa nieta de pómulos altos, que aprendió las canciones que sabe de su madre, mi hija María. Es lo único que tiene de ella, y por eso me ha pedido mis recuerdos, para saber quién fue su madre María, mi hija añorada muerta el año 1105, de mal parto. La reina doña Urraca, nuestra Urraquita, viene a verme con su hija Sancha, nacida en el mismo invierno que mi nieta Jimena. Los designios de la vida son insoslayables, pero necesitamos ponerles voz y rostro para poder explicarlos en nuestro corazón, para intentar no sentirnos tan diminutos ante su majestad, la única verdadera. Urraca la puso a su hija el nombre de la abuela doña Sancha, esa mujer impresionante de la que yo le hablaba en su infancia, la gran mujer con la que compartí mi adolescencia y empecé a vivir la vida que me esperaba; mi hija María, que amó a Urraquita como hermana, llamó a su hija Jimena, como yo. Ahora, las dos niñas, Sancha y Jimena, se encontraban para pesar un período de sus vidas. ¿Éramos de nuevo doña Sancha y yo perpetuadas en nuestra descendencia? Las dos pequeñas se descubrieron reconociéndose entre los muros solícitos y amorosos de Cardeña; vi como el vaho que exhalaban sus primeras palabras entre sí se fundía con el infinito, y vi sus ojos entremezclando sus miradas, cómplices de algún secreto... Yo guardaba silencio respetuosamente, como si ya pudiese contemplar la vida desde el pasado (468). ¿Cómo sería ahora si él estuviese aquí, todavía? Mi hija Cristina, esta mujer hermosa y fuerte que es hoy con sus treinta y cinco años, me ha visto llorar otra vez y ha venido solícita a preguntarme. «Sólo es memoria, hija mía, sólo los recuerdos..., no es más», le he dicho, y ella me ha besado otra vez en la frente y me ha dicho otra vez que deje la escritura, que el pliego puede esperar a mañana. Pero duele demasiado, no quiero esperar. Nunca supe esperar (475). Mi nieta Jimena ha llamado a su tía Cristina; cree que me fatiga recordar. Mi hija Cristina acude solícita, me atusa el chal y me mira; sabe que estoy bien. Ahora mi Jimenica me dice que no quiere saber, que no quiere ver lágrimas por mis ojos mientras escribo y le cuento la historia de todo lo que ella no vio..., pero lo dice sin sentirlo de verdad, yo lo sé. Porque ella es generosa como mi hija Cristina, capaz de grandes renuncias; pero la tranquilizo: -Jimenica, la historia de las cosas vistas desde los ojos de una hembra también debe escribirse. Las mujeres se cuentan unas a otras sus recuerdos y lo que conocen, y lo que aprenden, pero si hubieran sabido escribir, se lo habrían contado todo al papel, como yo estoy haciendo, porque tuve la fortuna de haber aprendido a tiempo la escritura. Como tú debes hacerlo, Jimena, porque las cosas dichas se olvidan, aunque las digamos con la voz y aunque las contemos durante mucho tiempo..., pero un papel no olvida, preciosa mía, y por eso tengo que seguir recordando, para ti, y para que conozcas lo que pasó antes de que tú nacieran; y por mí, para saber que puedo marcharme tranquila porque quedará escrito lo que yo he vivido por mí misma. He callado, pero hay otro motivo más: lo hago también por la memoria de mi Rodrigo y de mis hijos muertos antes de tiempo... (502). Ironías del destino... Ahora, en este 1112, la reina de Castilla y León es Urraca, la hija de Alfonso, ella sola, en guerra con ese nuevo esposo que sólo la vio como instrumento de su ambición para alcanzar un trono que no se ha ganado. ¡Qué ironía!..., tan sólo en poco más de diez años, cómo cambiaron las cosas..., cómo dictó la vida sus leyes, demostrando que la única señora es ella. Era cierto, mi Urraquita era la que debía reinar..., ¿por qué lo sabía doña Urraca? (517). Puede que estuviera todo perdido, pero no dejaría que nadie dijese que se había perdido porque era una mujer la que se había acobardado. Era completamente cierto que estaba dispuesta a encabezar mis tropas de haber sido necesario. No tenía que perder más que una vida, que de otra forma habría de entregar a la espera callada en el interior de un convento, tal como era lo habitual entre las mujeres de alcurnia. Encargué a espías bien pagados que se dispersaran por los territorios almorávides con una falsa información que inquietaría sin duda a nuestros enemigos: que el Cidi Rodrigo Díaz no había muerto, que sólo estaba enfermo, que muy pronto volvería a ensillar su caballo. La comunicación con las viejas taifas, que había sido lo habitual entre musulmanes y cristianos hispánicos en los años anteriores, estaba ahora completamente rota. El imperio almorávide había declarado la guerra a los cristianos y no había posibilidad de diálogos ni de informaciones compartidas. Eso me favorecía para mi estrategia: musulmanes de Valencia cubiertos como almorávides, simulando ser caminantes, propagarían que el Cidi quizá no estaba muerto. Sabiendo el terror que les producía la sola mención de su nombre, sin duda podría ganar tiempo mientras decidían creer o no el rumor (537). Las tropas de Mazdali llevaban ya seis meses de asedio y habían avanzado hasta distar sólo dos leguas de nuestras murallas, pero además estaban dispuestas a continuar. Escuadrones desoldados suicidas habían empezado a embestir a los nuestros para intentar destrozar la línea de protección que tenía organizada al otro lado del río; todos los días sufríamos ataques que los capitanes de Rodrigo repelían como un jabalí repele a dentelladas a los primeros perros salvajes. Yo sabía que estaban intentando mermar nuestras fuerzas y romper definitivamente nuestra defensa, y que acabarían lanzándose por fin, cuando comprobaran que el jabalí ya estaba herido y que no tenía fuerzas para seguir resistiendo; tenía que parar ese avance. Estaba próxima la primavera; hablé con mis capitanes en una asamblea de urgencia y les expuse mi plan. Toda la noche estuvimos deliberando, ellos se negaban, no podían aceptar el riesgo inmenso que les proponía, fueron horas de gritos y de explicaciones; al fin consintieron, porque, realmente, no teníamos más alternativa. Simularíamos que el Cidi estaba vivo. Me vestiría con sus ropas y su loriga y sus espuelas, sobre su mismo caballo y con su armadura, y encabezaría un ataque siguiendo la estructura de embestida que Rodrigo solía ejecutar, a la carrera, para caer como una tormenta sobre el escuadrón enemigo (545). No rehuiríamos el combate, pues oíamos cómo se acercaba al galope una tropa; quizá para intentar poder llamarle victoria a lo que había sido nuestra renuncia y, de acuerdo con mis capitanes, enfundada en la loriga y la armadura de Rodrigo, con el yelmo sobre mis hombros, empuñando su escudo rojo y su lanza, monté su mismo caballo y me coloqué en la primera línea del ejército detrás de los portadores de los estandartes y con el resto de oficiales, seguidos después por los jinetes y los soldados de a pie. A muy poca distancia de nosotros, la tropa almorávide parecía que venía con intención de descargar una última arremetida y llegué a creer que ésa sería mi última visión de este mundo, pues sentía que mi corazón no tenía más ganas de tiempo ni de vida; me dolía terriblemente la cabeza y me costaba un esfuerzo enorme mantenerme erguida con todo ese peso indecible sobre mí. Pero los portaestandartes profirieron el grito acostumbrado con el que Rodrigo encabezaba siempre sus ataques y nuestros enemigos pararon en seco, sin atreverse a seguir avanzando. Uno de los capitanes me hizo una seña y yo la entendí, y aticé mi montura con la espuela para avanzar al galope hacia delante, sobrepasando la línea de los pendones, simulando que era Rodrigo quien cabalgaba. La duda sembrada surtió su efecto de nuevo; los soldados que observaban desde la distancia nuestros movimientos no se atrevieron a más. En la distancia, los ojos que miran no son los del rostro sino los del miedo, los de la duda, los de la creencia, y a nuestros enemigos les pudo más el temor de que pudiese ser cierto que el Cidi seguía todavía vivo. Fuera de peligro, todos los hombres gritaron al unísono, no sé si con alegría o sólo para sacarse del pecho la rabia. Yo estaba extenuada. En la primera acampada que pudimos hacer en un territorio neutral de la taifa de Albarracín, abandoné la simulación y me refugié en mis ropas habituales, recluyéndome en una de las carretas, donde haría el resto del camino hasta Toledo (551). -Un día empezó a mirar hacia el bosque –narró don Pedro-, y las monjas se pasaban horas buscándola porque se marchaba, descalza, hacia la espesura, como si obedeciera a una llamada. Una noche desapareció, y anduvimos rastreándola todo el día y la noche siguiente, hasta que la encontraron unos campesinos al alba, muerta sobre una roca plana en el centro de un claro del bosque. Dijeron que estaba como dormida y que su cuerpo en realidad no tocaba la piedra y que estaba suspendido en el aire dos palmos por encima de ella... Los que iban en el grupo se arrodillaron y empezaron a rezar, y entonces una de las mujeres, que tenía pústulas por todo el cuerpo, sanó de repente, y otra que era sorda, porque fue maldecida por una bruja en su primera sangre lunar, empezó a oír, y entonces los otros corrieron hasta la aldea para contarlo, gritando que la anciana Casilda había obrado milagros aun después de muerta... Hice la señal de la cruz sobre mi pecho, y luego llevé mis manos hasta mi boca. -Casilda... –murmuré-, Casilda..., ¡qué secretos habrá guardado tu corazón todo este tiempo!... -Su cuerpo sigue incorrupto, doña Jimena... –dijo de Pronto don Pedro. -¿Cómo? -No ha hecho falta embalsamarlo –siguió con cierto azoramiento el abad-; no nos era posible, no había médico alguno que pudiera hacerlo, además no teníamos recursos..., pero las gentes de los alrededores querían orar ante su cadáver, y entonces ordené que trajeran la losa del bosque donde la hallaron y que colocaran su cuerpo allí, en medio de la iglesia..., y no se ha descompuesto todavía, señora, y no despide olor sino a salvia y a mejorana, y vienen grandes gentes de lugares remotos para verla y orar ante su cuerpo... Ya todos dicen que es una santa. Organicé con el abad que le fuese otorgado un sepulcro digno; le otorgué fondos bastantes para que fuese levantado un pequeño santuario en su honor, en algún lugar a la orilla de un río y con buen acceso para que las mujeres devotas de su entorno siguieran acudiendo a rezarle, y que si alguna ermitaña se ofrecía a guardar su tumba, que no se le negase, pues seguro que Casilda la guiaba desde el más allá (577-578).

Antonio Huertas Morales
Marta Haro Cortés
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