ars theatrica

reseñas teatro siglos de oro

Pràctiques escèniques de l'edat mitjana als segles d'or

Luis Quirantes, Evangelina Rodríguez Cuadros y Josep Lluís Sirera.

Col·lecció Educació. Materials, València, Universitat de València, 1999, 311 pp.

 

 

 

Sin entrar en prolijas disquisiones teóricas sobre las características definidoras del hecho teatral, resulta evidente que el género dramático posee una dimensión apelativa a partir de la cual se establece una comunicación directa entre el actor que representa y el público receptor. En tanto que fenómeno comunicativo el texto literario es un mensaje potencial que los actores materializan a través de una representación que es única e irrepetible. Cada puesta en escena, cada "perfomance", puede dar lugar, en su condición de acto temporalmente efímero, a una renovada elaboración semántica del mensaje literario, tan variada y heterogénea como distinto es el público receptor. De este modo, el carácter plurisignificativo de la pieza dramática deviene el resultado de una multiplicidad de factores que concurren circunstancialmente en cada puesta en escena. Desde este punto de vista, resulta lógico que, en el marco teatral, el elemento específico no es el simple texto escrito, sino la realización del mismo con el concurso de una estructura de signos o códigos que se integrarán en un todo que es el espectáculo escénico. Más o menos esta viene a ser la perspectiva utilizada en el libro Pràctiques escèniques de l'edat mitjana als segles d'or, un estudio al que sus autores le atribuyen un carácter didáctico desde un principio, pero del cual puede decirse que va más allá del puro manual universitario. Los objetivos planteados en la introducción del texto: "facilitar a l'estudiant una aproximació a la realitat teatral hispànica des de l'època medieval fins a la fi del barroc i, a partir d'un concepte que va més enllà del de literatura dramàtica, situar-nos en el terreny de la representació […] Allò que ens interessa és, doncs, l'heterogeni (aparentment) conjunt de signes procedents de les més distintes disciplines que, combinats, conformen el fet teatral" (p.13), tales presupuestos decimos, no dejan de ser ambiciosos, máxime pensando en la extensión del manual y en la línea de trabajo esgrimida. Tradicionalmente, la historiografía y la crítica literaria se ha acercado al teatro como producto eminentemente literario, postura que si bien no es reprochable, deja al menos de lado, como decíamos más arriba, numerosos aspectos de interés para entender mejor el hecho teatral y puede ofrecer, en ocasiones, una lectura parcial de las manifestaciones dramáticas de una época donde no se encuentran obras literarias que puedan servir de referencia. Frente a estos condicionantes, la propuesta enunciada en el libro, con una visión superadora de las doctrinas semióticas, intentará una definición de la práctica escénica "com el conjunt de dades, fets, teories i tècniques al voltant de la representació, els seus condicionants i les seues concrecions espectaculars" (p. 17). A su vez, el empeño de llegar a una "nueva" historia de la literatura dramática y de infrastructura teatral, se verá enriquecido por la reivindicación del documento teatral como fuente de conocimiento de la evolución de las prácticas escénicas que se dieron cita en el amplio período histórico comprendido entre los remotos inicios de la Alta Edad Media y el siglo XVII. Si durante la década de los ochenta fue precisamente el teatro barroco el que se vio favorecido por las aportaciones de muchos investigadores que dirigieron su esfuerzo hacia el estudio de campos poco trillados como la arquitectura teatral o la escenografía, los autores del presente libro incorporan a su trabajo estas nuevas perspectivas, revitalizando la herencia que ellos mismos elaboraron en sus estudios sobre el teatro del XVI en la Universitat de València, y la ensamblan en una obra de conjunto que sugiere unos valiosos comentarios.

El rechazo de la tradición aristotélica que privilegia la vertiente literaria del teatro, por ejemplo, contribuye a replantear la visión de la dramaturgia medieval. Frente a la eterna pregunta de si existió o no teatro en la Edad Media, cuestión formulada a raíz de la escasez de documentos y textos anteriores al XV en Castilla, los tres primeros capítulos del libro ocupan una extensión similar, en cuanto a número de páginas, a la dedicada al teatro áureo, hecho éste que no esconde la enorme distancia que separa a las manifestaciones escénicas del medievo de aquellas del XVII, pero que, sin embargo, sirve para dejar constancia de varios aspectos: en primer lugar, de la importancia del teatro religioso en Cataluña y Valencia; en segundo lugar, pondrá de relieve una circunstancia de capital interés para comprender una dialéctica que será constante a lo largo de diversas centurias, la enorme dificultad de la práctica teatral para llegar a ser reconocida moralmente. Paradojas de la vida, la misma ideología eclesiástica que desde los albores del cristianismo condenó el teatro como símbolo de la depravación humana o mostró inicialmente su disconformidad ante esas manifestaciones que contravenían las ideas platónicas de la mímesis, va a ser la que poco a poco acabará apropiándose de los elementos constitutivos del hecho teatral como instrumento eficaz para lograr la persuasión didáctico-religiosa. Con esta finalidad catequizadora ya en el siglo X hallamos los primeros dramas litúrgicos, cuyo origen se reconoce en el tropo del Quem quaeritis. Dentro del templo, lugar convertido en un escenario simbólico donde los que representan breves textos cantados y el público espectador forman parte de una misma comunidad que reafirma o celebra las verdades de la liturgia cristiana, se desarrollan las distintas variantes de la visitatio sepulchri o los officium pastorum. En todo caso se trata de representaciones bastante pobres en tanto que su escenografía se halla influida por el mismo valor simbólico de la liturgia y los pequeños escenarios o mansiones que se distribuyen a lo largo de la iglesia (escenografía simultánea) remiten a una concepción espacial que sitúa al elemento sagrado en un lugar central, junto al altar del templo.

Desde el siglo XIII, en un ambiente menos hostil hacia el teatro, el drama religioso empieza a salir a la calle y deja de ser patrimonio de la Iglesia sin que ello sea un obstáculo para la vida de Jesús sea el tema protagonista de estas representaciones. No obstante, como además de enseñar, ahora también se quiere conmover, el argumento dramático empieza a cobrar una mayor importancia. Tales piezas pueden representarse en cualquier lugar al aire libre, siempre que se respeten las coordenadas espaciales simbólicas que regían el movimiento de los oficiantes dentro del templo. Mientras tanto, dentro de la iglesia se percibe una mayor preocupación por el aparato escenográfico, como muy bien refleja el Misteri d'Elx. En un marco lleno de convencionalismos, los personajes se mueven en una dimensión vertical que pone en contacto el cielo y la tierra. A pesar de estos avances del aparato escénico los actores apenas gesticulan: lo ideológico sigue sobreponiénose a la representación artística.

Pero no todo es drama religioso en la Baja Edad Media, si bien la concepción cristiana se impone con toda su fuerza mediática. La figura del juglar establece un nexo de unión entre el mimo clásico y el actor del XVII. Las entradas reales o las procesiones del Corpus hablan del papel cada vez más notorio de la ciudad en la vida teatral. Además, situándonos en un eje diacrónico, el hilo del discurso de las Pràctiques escèniques deja entrever como determinadas manifestaciones dramáticas del medievo irán más allá de sus límites temporales. La ostentación con que se conmemoran las entradas reales, las prácticas aristocráticas con que la nobleza del XV se autoexhibe desembocarán en las celebraciones cortesanas del XVI, de la misma forma que las procesiones del Corpus se convertirán en las raíces del auto sacramental del XVII. Sea como fuere, los siguientes capítulos del libro, dedicados al siglo XVI, no sólo continúan con el tono descriptivo adecuado en el caso de un manual didáctico como éste, sino que plantean diversos caminos dignos de ser estudiados o revisan planteamientos teóricos pretéritos en aras de una mejor consideración del teatro del XVI (pp.143-144), de la dramática de una época que se constituye en una búsqueda de nuevas posibilidades escénicas, siempre en franca oposición con unos condicionantes externos ajenos al propio hecho teatral y artístico.

Este segundo bloque expositivo se inicia con la consideración de los distintos lugares de la representación del teatro castellano del seiscientos. Mientras el templo sigue siendo utilizado como espacio escénico, también se describen otros recintos que acogen alguna representación ocasional como las salas palaciegas, las universidades y colegios, se incide en la importancia de espacios abiertos como la calle o se alude a los primeros edificios teatrales estables. Tales escenarios van a ser el marco donde se desarrollará un variado espectro de prácticas escénicas, algunas de ellas influidas por la herencia medieval, y otras que van a introducir algunas novedades frente a los usos del pasado. Se trata de un momento de imprecisión y búsqueda de unos horizontes todavía inseguros. Buena prueba de ello es cómo la influencia humanista contribuye a impulsar las reflexiones teóricas sobre el hecho teatral, pero tales teorizaciones permanecen ancladas en esa tradición aristotélica que concede una importancia destacada a lo literario frente a la escenografía y a los elementos que hacen posible la representación material (p.128). Ante esta situación los autores proceden a una descripción de las tres prácticas escénicas: la cortesana, erudita y populista, que se materializan según unas pautas más o menos diferentes a lo largo de la centuria. Si en la vertiente narrativa de la época triunfan aquellos relatos cuyo idealismo cautiva la admiración de lectores u oyentes, pensemos en los libros de caballerías, la nobleza crea una realidad teatral ficticia, donde el juego, el lujo de los decorados o vestuarios es portador de una publicidad ideológica al servicio de la clase dominante. En este mundo altamente ficcional que promete la práctica cortesana se percibe ya un claro distanciamiento entre el emisor de la representación y el público espectador, el cual deja de integrarse en el espacio unitario de la simbología medieval, para asistir a torneos, entradas reales o escenas alegóricas, y reacciona frente al espectáculo que visualiza en función de su propia condición social.

Con menor efectismo se presenta el teatro erudito, una modalidad en la que los autores del presente estudio lamentan no poder extenderse por falta de espacio, pero que, sin embargo, queda perfectamente caracterizada. En esta ocasión, los intelectuales, sobre todo humanistas, aprovechan las virtualidades de la dramaturgia como instrumento docente para que estudiantes y jóvenes aristócratas se familiaricen con la cultura clásica y el latín o reciban unas lecciones donde el contenido moral es, la mayoría de las veces, el elemento más destacado. En este contexto, las universidades o los colegios, fundamentalmente los regentados por los jesuitas, se convierten en nuevos espacios improvisados para la representación de unas obras que frecuentemente intentan vincularse con el teatro clásico a través del modelo terenciano. Asimismo, dentro de este teatro humanista existe una variante que se distingue por estar destinada a la lectura dramatizada del texto por una sola voz ante el público de los salones nobiliarios. Es esta última tendencia la que acogería, por ejemplo, la tradición que dio pie a obras de la talla de La Celestina.

Más fecunda en todo caso, por su repercusión posterior, será la práctica populista. En su aparición concurren circunstancias de distinta índole que contempla nuestro manual, proponiendo también nuevas vías de investigación (pp.147-148). Junto al influjo del teatro italiano del XVI, la especialización de las compañías de autores-actores va a significar el inicio de un fenómeno de gran trascendencia. El actor debe encararse a un público cada vez más heterogéneo al que tiene que complacer para poder obtener unos ingresos que le permitan subsistir. Planteada en términos comerciales, la representación teatral exige de un recinto acotado que determinará el nacimiento de los primitivos edificios teatrales. Poco a poco asistimos al surgimiento de un teatro moderno y las consecuencias de este hecho son decisivas. Mientras las trabas de los siempre severos, cuando no interesados, moralistas influyen en la misma arquitectura de los recintos teatrales, donde la distribución del público reedita las diferencias estamentales de la época, los actores se ven obligados a profesionalizar su oficio: perfeccionar sus facultades expresivas, recurrir a un repertorio de obras cada vez más amplio o adoptarse a los gustos y exigencias de ese público que paga por ver el espectáculo. En el último cuarto del XVI se desarrollará todo un proceso determinante para la propia esencia del hecho teatral: la creación de un lugar estable para el teatro implica la necesidad de dotarlo de unos instrumentos y recursos materiales escenográficos que no existen, a no ser que se recurra a la herencia escenotécnica del teatro religioso y cortesano. Cuando estos materiales estén completamente asimilados y alguien se encargue de sintetizar las distintas tradiciones al uso, podremos dar el paso definitivo al espectáculo barroco. No obstante, antes de llegar a este momento, los autores del libro, abiertamente comprometidos con la perspectiva cultural catalano-valenciana, no sólo por la lengua utilizada en su estudio, nos invitan a un breve recorrido por el teatro en catalán del seiscientos.

El mismo título del capítulo sexto ya deja a las claras el rasgo definidor de este teatro: su debilidad. Este hecho puede resultar, en principio, paradójico si consideramos con R. Froldi la importancia decisiva que tuvo la ciudad de Valencia a finales del XVI en la formación de la comedia nacional con autores como Tárrega, Rey de Artieda o Virués. Sin embargo, tal circunstancia viene a evidenciar uno de los fenómenos que incidieron en la imposibilidad de que el teatro en lengua vernácula pudiera evolucionar. Junto a unos factores históricos consabidos, el influjo del teatro castellano determina que las prácticas autóctonas se debatan entre "el manteniment de la tradició i l'adopció de noves formes escenotècniques que comportaven també l'assumpció d'una tradició teatral forana i, amb ella, d'una altra llengua: la castellana" (p.155). En esta tesitura, el teatro religioso sigue las pautas medievales, aunque también tiene que luchar contra la oposición de aquéllos que estiman que el templo no es el lugar más apropiado para la representación dramática. Por otra parte, la calle sigue siendo un espacio fundamental para la escenificación, si bien se percibe una tendencia a buscar también unos edificios fijos que acojan permanente la representación, tendencia que va a concretarse en la construcción de la Casa de comèdies de l'Olivera, modelo principal del escenario mediterráneo. De cualquier forma, la nota general y relevante es el progresivo acomodamiento a los usos y prácticas del teatro castellano que igual pudo influir en las representaciones procesionales, con la implantación de los autos sacramentales, o en las celebraciones de tipo cortesano. En síntesis, tal y como concluyen los autores, el principal obstáculo que no pudo salvar el teatro en catalán fue su incapacidad para "desenvolupar formes de teatre públic, és a dir: professionalitzat" (p. 171).

La tercera parte del estudio se remite al estudio de hecho teatral del setecientos. La gran cantidad de trabajos que han aparecido durante las dos últimas décadas sobre este período dramático no le restan originalidad a los capítulos siguientes, los cuales muestran de manera condensada una diversidad de aspectos consustanciales al teatro barroco. El capítulo séptimo contextualiza el arte escénico en el contexto ideológico de una época donde ya no se intenta enseñar o convencer, sino despertar la admiración a través de la novedad, el artificio o el concurso de lo sensorial. En un tiempo en el que el mundo es un gran teatro y la sociedad vive persuadida por la importancia de las apariencias, la representación se convierte en vehículo transmisor de la cultura y la ideología dominante. Sin deternernos más en aquel pensamiento barroco que tan bien definió el profesor Maravall, vemos que el capítulo octavo ofrece una información de gran ayuda para comprender el funcionamiento de los corrales, escenarios en los que se consolidará la fórmula dramática con que Lope de Vega fue capaz de sintetizar la tradición dramática nacional anterior y las aportaciones del teatro italianizante. Ahora se detallan los órganos y personas encargadas de la organización económico-administrativa de los corrales: el papel de las cofradías, del arrendador o de la intervención del ayuntamiento para controlar política y moralmente el espectáculo teatral. Del elemento administrativo pasaremos a la descripción física del corral de comedias castellano, de un modelo basado en la estructura de patio que ubica a los espectadores según una distribución netamente jerárquica, y que se distingue en muchos sentidos del modelo de escenario mediterráneo representado por el Coliseo de la Olivera de Valencia, edificio cubierto y de forma octogonal en el que el público se sitúa de una forma menos estratificada.

Una vez delimitado el edificio teatral, los autores proceden a un desarrollo explicativo de las posibilidades escénicas que se derivan de los distintos componentes del espacio físico del corral. Así se considerará desde el uso de la fachada del teatro, pasando por las posibilidades escenotécnicas del tablado, hasta llegar al uso de la tramoya, la luz artificial u otros efectos más espectaculares. En síntesis, nos encontramos con unos modos más o menos esquemáticos, en los que la palabra o la interpretación del actor sustituye muchas veces a los decorados, y donde el recurso a la gran maquinaria está supeditado a las limitaciones económicas del teatro de corral. Algo muy distinto a lo que ocurrirá con el teatro palaciego que, a mediados del XVII, contribuye a implantar Calderón de la Barca con el concurso decisivo de escenógrafos italianos, educados a su vez en una rica tradición escénica procedente del teatro italiano. Precisamente, esta tradición teatral foránea es el objeto de estudio del décimo capítulo del libro. En él se recogen las principales reflexiones teóricas elaboradas desde el Renacimiento acerca de la perspectiva. A través de este artificio que intenta presentar la realidad y el espacio "no pas com una simple superfície material pictòrica, sinó en relleu" (p.211), humanistas de la talla de Vitruvio o Serlio especulan sobre un concepto íntimamente ligado a la pintura y a la arquitectura que incidirá sobremanera en los avances escenográficos, en la puesta en escena y en la propia dimensión simbólico-ideológica del teatro cortesano del barroco, un teatro que, de acuerdo con la orientación visual de la época, jugará con las mutaciones escénicas y con la profundidad perspectivista para deslumbrar con sus aparatosos efectos de tramoya, los cuales tienden a reflejar, en última instancia, el poder del príncipe que costea el espectáculo y al que éste viene a ensalzar a partir de la representación. Con la apropiación del teatro por parte de la monarquía, los reyes recaban la colaboración de escenógrafos italianos, Fontana, Lotti o del Bianco para instaurar una nueva fórmula teatral paralela a la de los corrales. Primero en teatros portátiles y más tarde con la construcción del Coliseo del Buen Retiro, se suceden las innovaciones escenotécnicas: se introduce el telón de boca, se trabaja con la iluminación artificial o se construyen costosas máquinas voladoras que a la postre favorecerán el efectismo y la ostentación de unas prácticas escénicas donde convergen distintas manifestaciones artísticas: arquitectura, música, emblemática, pintura, …, o lo que viene a ser lo mismo, se consolida una especie de espectáculo total que reivindica una virtud como el ingenio, tan de moda por aquel entonces.

Si las fábulas escénicas o las comedias mitológicas de tramoya triunfan en la corte, sintetizando diversos códigos artísticos en un rico lenguaje teatral, el pensamiento contrarreformista fomenta otras prácticas públicas de carácter colectivo como los autos sacramentales. Piezas religiosas de carácter alegórico que tienen sus orígenes en las procesiones de carros o rocas medievales y otras manifestaciones populares más profanas, caso de la tarasca, se caracterizan por su empeño en visualizar unas ideas abstractas y unos conceptos teológicos que sólo serán comprensibles a través de una escenografía convencional y maniquea, también determinada en los recursos y aparato utilizado por el simbolismo del tema de la representación.

El último capítulo del libro vuelve a poner de manifiesto la problemática central que afectó al teatro desde los mismos orígenes del Cristianismo: la figura del actor en los Siglos de Oro se consolida gracias a su capacidad para contrarrestar unos prejuicios sociales y morales que inciden en el supuesto carácter pecaminoso del oficio. Es así que para poder sobrevivir el actor tiene que unirse en gremios o cofradías buscando una coartada religiosa que le sirva de escudo. Coincidiendo con esta consolidación del actor, cuya actuación es, al fin y al cabo, "el principal motor dels valors visuals de la dramaturgia barroca" (p.254), se evidencia una mayor preocupación por la cualificación profesional y técnica de los cómicos. Lógicamente, en una época en que las prácticas escénicas gozarán de un notable predicamento entre la sociedad, se exigirá del actor una técnica cada vez más depurada y una mayor profesionalidad.

A lo largo de este recorrido por varios siglos, el texto de las Pràctiques escèniques de l'edat mitjana als segles d'or se revela un manual sumamente novedoso. Volviendo al principio de este trabajo, no sólo deberá resaltarse el enfoque adoptado, la voluntad didáctica del estudio se consigue gracias a una exposición minuciosa que se apoya en una bibliografía puesta al día, y especialmente en una serie de documentos escritos y visuales que no sólo sirven de testimonio ejemplificador, sino que forman parte de la misma argumentación. Con la ayuda de tales instrumentos, esta obra repasa tres grandes períodos artísticos, Edad Media, Renacimiento y Barroco, con una vocación totalizadora que permitirá al lector asistir a la consolidación del fenómeno teatral, a pesar de los serios obstáculos que tuvo que superar, al surgimiento del teatro moderno o a la propia evolución de la dramaturgia en catalán. Si para el teatro medieval contabamos, por ejemplo, con las grandes aportaciones de Shergold, y para el teatro barroco se presumía necesario el recurso a los trabajos de Varey, puede decirse que ahora poseemos una visión de conjunto ilustrativa de las venturas y desventuras del hecho teatral. De cualquier manera, el presente estudio no queda encerrado en la materialidad de sus páginas: las propuestas y vías de trabajo esbozadas en él invitan a transitar por el camino iniciado.

 

Emilio José Sales Dasí