Sin entrar en prolijas disquisiones
teóricas sobre las características
definidoras del hecho teatral, resulta evidente que el
género dramático posee una dimensión
apelativa a partir de la cual se establece una
comunicación directa entre el actor que representa
y el público receptor. En tanto que
fenómeno comunicativo el texto literario es un
mensaje potencial que los actores materializan a
través de una representación que es
única e irrepetible. Cada puesta en escena, cada
"perfomance", puede dar lugar, en su condición de
acto temporalmente efímero, a una renovada
elaboración semántica del mensaje
literario, tan variada y heterogénea como distinto
es el público receptor. De este modo, el
carácter plurisignificativo de la pieza
dramática deviene el resultado de una
multiplicidad de factores que concurren
circunstancialmente en cada puesta en escena. Desde este
punto de vista, resulta lógico que, en el marco
teatral, el elemento específico no es el simple
texto escrito, sino la realización del mismo con
el concurso de una estructura de signos o códigos
que se integrarán en un todo que es el
espectáculo escénico. Más o menos
esta viene a ser la perspectiva utilizada en el libro
Pràctiques escèniques de l'edat mitjana als
segles d'or, un estudio al que sus autores le atribuyen
un carácter didáctico desde un principio,
pero del cual puede decirse que va más allá
del puro manual universitario. Los objetivos planteados
en la introducción del texto: "facilitar a
l'estudiant una aproximació a la realitat teatral
hispànica des de l'època medieval fins a la
fi del barroc i, a partir d'un concepte que va més
enllà del de literatura dramàtica,
situar-nos en el terreny de la representació
[
] Allò que ens interessa és,
doncs, l'heterogeni (aparentment) conjunt de signes
procedents de les més distintes disciplines que,
combinats, conformen el fet teatral" (p.13), tales
presupuestos decimos, no dejan de ser ambiciosos,
máxime pensando en la extensión del manual
y en la línea de trabajo esgrimida.
Tradicionalmente, la historiografía y la
crítica literaria se ha acercado al teatro como
producto eminentemente literario, postura que si bien no
es reprochable, deja al menos de lado, como
decíamos más arriba, numerosos aspectos de
interés para entender mejor el hecho teatral y
puede ofrecer, en ocasiones, una lectura parcial de las
manifestaciones dramáticas de una época
donde no se encuentran obras literarias que puedan servir
de referencia. Frente a estos condicionantes, la
propuesta enunciada en el libro, con una visión
superadora de las doctrinas semióticas,
intentará una definición de la
práctica escénica "com el conjunt de dades,
fets, teories i tècniques al voltant de la
representació, els seus condicionants i les seues
concrecions espectaculars" (p. 17). A su vez, el
empeño de llegar a una "nueva" historia de la
literatura dramática y de infrastructura teatral,
se verá enriquecido por la reivindicación
del documento teatral como fuente de conocimiento de la
evolución de las prácticas escénicas
que se dieron cita en el amplio período
histórico comprendido entre los remotos inicios de
la Alta Edad Media y el siglo XVII. Si durante la
década de los ochenta fue precisamente el teatro
barroco el que se vio favorecido por las aportaciones de
muchos investigadores que dirigieron su esfuerzo hacia el
estudio de campos poco trillados como la arquitectura
teatral o la escenografía, los autores del
presente libro incorporan a su trabajo estas nuevas
perspectivas, revitalizando la herencia que ellos mismos
elaboraron en sus estudios sobre el teatro del XVI en la
Universitat de València, y la ensamblan en una
obra de conjunto que sugiere unos valiosos
comentarios.
El rechazo de la tradición
aristotélica que privilegia la vertiente literaria
del teatro, por ejemplo, contribuye a replantear la
visión de la dramaturgia medieval. Frente a la
eterna pregunta de si existió o no teatro en la
Edad Media, cuestión formulada a raíz de la
escasez de documentos y textos anteriores al XV en
Castilla, los tres primeros capítulos del libro
ocupan una extensión similar, en cuanto a
número de páginas, a la dedicada al teatro
áureo, hecho éste que no esconde la enorme
distancia que separa a las manifestaciones
escénicas del medievo de aquellas del XVII, pero
que, sin embargo, sirve para dejar constancia de varios
aspectos: en primer lugar, de la importancia del teatro
religioso en Cataluña y Valencia; en segundo
lugar, pondrá de relieve una circunstancia de
capital interés para comprender una
dialéctica que será constante a lo largo de
diversas centurias, la enorme dificultad de la
práctica teatral para llegar a ser reconocida
moralmente. Paradojas de la vida, la misma
ideología eclesiástica que desde los
albores del cristianismo condenó el teatro como
símbolo de la depravación humana o
mostró inicialmente su disconformidad ante esas
manifestaciones que contravenían las ideas
platónicas de la mímesis, va a ser la que
poco a poco acabará apropiándose de los
elementos constitutivos del hecho teatral como
instrumento eficaz para lograr la persuasión
didáctico-religiosa. Con esta finalidad
catequizadora ya en el siglo X hallamos los primeros
dramas litúrgicos, cuyo origen se reconoce en el
tropo del Quem quaeritis. Dentro del templo, lugar
convertido en un escenario simbólico donde los que
representan breves textos cantados y el público
espectador forman parte de una misma comunidad que
reafirma o celebra las verdades de la liturgia cristiana,
se desarrollan las distintas variantes de la visitatio
sepulchri o los officium pastorum. En todo
caso se trata de representaciones bastante pobres en
tanto que su escenografía se halla influida por el
mismo valor simbólico de la liturgia y los
pequeños escenarios o mansiones que se distribuyen
a lo largo de la iglesia (escenografía
simultánea) remiten a una concepción
espacial que sitúa al elemento sagrado en un lugar
central, junto al altar del templo.
Desde el siglo XIII, en un ambiente
menos hostil hacia el teatro, el drama religioso empieza
a salir a la calle y deja de ser patrimonio de la Iglesia
sin que ello sea un obstáculo para la vida de
Jesús sea el tema protagonista de estas
representaciones. No obstante, como además de
enseñar, ahora también se quiere conmover,
el argumento dramático empieza a cobrar una mayor
importancia. Tales piezas pueden representarse en
cualquier lugar al aire libre, siempre que se respeten
las coordenadas espaciales simbólicas que
regían el movimiento de los oficiantes dentro del
templo. Mientras tanto, dentro de la iglesia se percibe
una mayor preocupación por el aparato
escenográfico, como muy bien refleja el Misteri
d'Elx. En un marco lleno de convencionalismos, los
personajes se mueven en una dimensión vertical que
pone en contacto el cielo y la tierra. A pesar de estos
avances del aparato escénico los actores apenas
gesticulan: lo ideológico sigue
sobreponiénose a la representación
artística.
Pero no todo es drama religioso en la
Baja Edad Media, si bien la concepción cristiana
se impone con toda su fuerza mediática. La figura
del juglar establece un nexo de unión entre el
mimo clásico y el actor del XVII. Las entradas
reales o las procesiones del Corpus hablan del papel cada
vez más notorio de la ciudad en la vida teatral.
Además, situándonos en un eje
diacrónico, el hilo del discurso de las
Pràctiques escèniques deja entrever
como determinadas manifestaciones dramáticas del
medievo irán más allá de sus
límites temporales. La ostentación con que
se conmemoran las entradas reales, las prácticas
aristocráticas con que la nobleza del XV se
autoexhibe desembocarán en las celebraciones
cortesanas del XVI, de la misma forma que las procesiones
del Corpus se convertirán en las raíces del
auto sacramental del XVII. Sea como fuere, los siguientes
capítulos del libro, dedicados al siglo XVI, no
sólo continúan con el tono descriptivo
adecuado en el caso de un manual didáctico como
éste, sino que plantean diversos caminos dignos de
ser estudiados o revisan planteamientos teóricos
pretéritos en aras de una mejor
consideración del teatro del XVI (pp.143-144), de
la dramática de una época que se constituye
en una búsqueda de nuevas posibilidades
escénicas, siempre en franca oposición con
unos condicionantes externos ajenos al propio hecho
teatral y artístico.
Este segundo bloque expositivo se
inicia con la consideración de los distintos
lugares de la representación del teatro castellano
del seiscientos. Mientras el templo sigue siendo
utilizado como espacio escénico, también se
describen otros recintos que acogen alguna
representación ocasional como las salas
palaciegas, las universidades y colegios, se incide en la
importancia de espacios abiertos como la calle o se alude
a los primeros edificios teatrales estables. Tales
escenarios van a ser el marco donde se
desarrollará un variado espectro de
prácticas escénicas, algunas de ellas
influidas por la herencia medieval, y otras que van a
introducir algunas novedades frente a los usos del
pasado. Se trata de un momento de imprecisión y
búsqueda de unos horizontes todavía
inseguros. Buena prueba de ello es cómo la
influencia humanista contribuye a impulsar las
reflexiones teóricas sobre el hecho teatral, pero
tales teorizaciones permanecen ancladas en esa
tradición aristotélica que concede una
importancia destacada a lo literario frente a la
escenografía y a los elementos que hacen posible
la representación material (p.128). Ante esta
situación los autores proceden a una
descripción de las tres prácticas
escénicas: la cortesana, erudita y populista, que
se materializan según unas pautas más o
menos diferentes a lo largo de la centuria. Si en la
vertiente narrativa de la época triunfan aquellos
relatos cuyo idealismo cautiva la admiración de
lectores u oyentes, pensemos en los libros de
caballerías, la nobleza crea una realidad teatral
ficticia, donde el juego, el lujo de los decorados o
vestuarios es portador de una publicidad
ideológica al servicio de la clase dominante. En
este mundo altamente ficcional que promete la
práctica cortesana se percibe ya un claro
distanciamiento entre el emisor de la
representación y el público espectador, el
cual deja de integrarse en el espacio unitario de la
simbología medieval, para asistir a torneos,
entradas reales o escenas alegóricas, y reacciona
frente al espectáculo que visualiza en
función de su propia condición
social.
Con menor efectismo se presenta el
teatro erudito, una modalidad en la que los autores del
presente estudio lamentan no poder extenderse por falta
de espacio, pero que, sin embargo, queda perfectamente
caracterizada. En esta ocasión, los intelectuales,
sobre todo humanistas, aprovechan las virtualidades de la
dramaturgia como instrumento docente para que estudiantes
y jóvenes aristócratas se familiaricen con
la cultura clásica y el latín o reciban
unas lecciones donde el contenido moral es, la
mayoría de las veces, el elemento más
destacado. En este contexto, las universidades o los
colegios, fundamentalmente los regentados por los
jesuitas, se convierten en nuevos espacios improvisados
para la representación de unas obras que
frecuentemente intentan vincularse con el teatro
clásico a través del modelo terenciano.
Asimismo, dentro de este teatro humanista existe una
variante que se distingue por estar destinada a la
lectura dramatizada del texto por una sola voz ante el
público de los salones nobiliarios. Es esta
última tendencia la que acogería, por
ejemplo, la tradición que dio pie a obras de la
talla de La Celestina.
Más fecunda en todo caso, por
su repercusión posterior, será la
práctica populista. En su aparición
concurren circunstancias de distinta índole que
contempla nuestro manual, proponiendo también
nuevas vías de investigación (pp.147-148).
Junto al influjo del teatro italiano del XVI, la
especialización de las compañías de
autores-actores va a significar el inicio de un
fenómeno de gran trascendencia. El actor debe
encararse a un público cada vez más
heterogéneo al que tiene que complacer para poder
obtener unos ingresos que le permitan subsistir.
Planteada en términos comerciales, la
representación teatral exige de un recinto acotado
que determinará el nacimiento de los primitivos
edificios teatrales. Poco a poco asistimos al surgimiento
de un teatro moderno y las consecuencias de este hecho
son decisivas. Mientras las trabas de los siempre
severos, cuando no interesados, moralistas influyen en la
misma arquitectura de los recintos teatrales, donde la
distribución del público reedita las
diferencias estamentales de la época, los actores
se ven obligados a profesionalizar su oficio:
perfeccionar sus facultades expresivas, recurrir a un
repertorio de obras cada vez más amplio o
adoptarse a los gustos y exigencias de ese público
que paga por ver el espectáculo. En el
último cuarto del XVI se desarrollará todo
un proceso determinante para la propia esencia del hecho
teatral: la creación de un lugar estable para el
teatro implica la necesidad de dotarlo de unos
instrumentos y recursos materiales escenográficos
que no existen, a no ser que se recurra a la herencia
escenotécnica del teatro religioso y cortesano.
Cuando estos materiales estén completamente
asimilados y alguien se encargue de sintetizar las
distintas tradiciones al uso, podremos dar el paso
definitivo al espectáculo barroco. No obstante,
antes de llegar a este momento, los autores del libro,
abiertamente comprometidos con la perspectiva cultural
catalano-valenciana, no sólo por la lengua
utilizada en su estudio, nos invitan a un breve recorrido
por el teatro en catalán del
seiscientos.
El mismo título del
capítulo sexto ya deja a las claras el rasgo
definidor de este teatro: su debilidad. Este hecho puede
resultar, en principio, paradójico si consideramos
con R. Froldi la importancia decisiva que tuvo la ciudad
de Valencia a finales del XVI en la formación de
la comedia nacional con autores como Tárrega, Rey
de Artieda o Virués. Sin embargo, tal
circunstancia viene a evidenciar uno de los
fenómenos que incidieron en la imposibilidad de
que el teatro en lengua vernácula pudiera
evolucionar. Junto a unos factores históricos
consabidos, el influjo del teatro castellano determina
que las prácticas autóctonas se debatan
entre "el manteniment de la tradició i
l'adopció de noves formes escenotècniques
que comportaven també l'assumpció d'una
tradició teatral forana i, amb ella, d'una altra
llengua: la castellana" (p.155). En esta tesitura, el
teatro religioso sigue las pautas medievales, aunque
también tiene que luchar contra la
oposición de aquéllos que estiman que el
templo no es el lugar más apropiado para la
representación dramática. Por otra parte,
la calle sigue siendo un espacio fundamental para la
escenificación, si bien se percibe una tendencia a
buscar también unos edificios fijos que acojan
permanente la representación, tendencia que va a
concretarse en la construcción de la Casa de
comèdies de l'Olivera, modelo principal del
escenario mediterráneo. De cualquier forma, la
nota general y relevante es el progresivo acomodamiento a
los usos y prácticas del teatro castellano que
igual pudo influir en las representaciones procesionales,
con la implantación de los autos sacramentales, o
en las celebraciones de tipo cortesano. En
síntesis, tal y como concluyen los autores, el
principal obstáculo que no pudo salvar el teatro
en catalán fue su incapacidad para "desenvolupar
formes de teatre públic, és a dir:
professionalitzat" (p. 171).
La tercera parte del estudio se remite
al estudio de hecho teatral del setecientos. La gran
cantidad de trabajos que han aparecido durante las dos
últimas décadas sobre este período
dramático no le restan originalidad a los
capítulos siguientes, los cuales muestran de
manera condensada una diversidad de aspectos
consustanciales al teatro barroco. El capítulo
séptimo contextualiza el arte escénico en
el contexto ideológico de una época donde
ya no se intenta enseñar o convencer, sino
despertar la admiración a través de la
novedad, el artificio o el concurso de lo sensorial. En
un tiempo en el que el mundo es un gran teatro y la
sociedad vive persuadida por la importancia de las
apariencias, la representación se convierte en
vehículo transmisor de la cultura y la
ideología dominante. Sin deternernos más en
aquel pensamiento barroco que tan bien definió el
profesor Maravall, vemos que el capítulo octavo
ofrece una información de gran ayuda para
comprender el funcionamiento de los corrales, escenarios
en los que se consolidará la fórmula
dramática con que Lope de Vega fue capaz de
sintetizar la tradición dramática nacional
anterior y las aportaciones del teatro italianizante.
Ahora se detallan los órganos y personas
encargadas de la organización
económico-administrativa de los corrales: el papel
de las cofradías, del arrendador o de la
intervención del ayuntamiento para controlar
política y moralmente el espectáculo
teatral. Del elemento administrativo pasaremos a la
descripción física del corral de comedias
castellano, de un modelo basado en la estructura de patio
que ubica a los espectadores según una
distribución netamente jerárquica, y que se
distingue en muchos sentidos del modelo de escenario
mediterráneo representado por el Coliseo de la
Olivera de Valencia, edificio cubierto y de forma
octogonal en el que el público se sitúa de
una forma menos estratificada.
Una vez delimitado el edificio
teatral, los autores proceden a un desarrollo explicativo
de las posibilidades escénicas que se derivan de
los distintos componentes del espacio físico del
corral. Así se considerará desde el uso de
la fachada del teatro, pasando por las posibilidades
escenotécnicas del tablado, hasta llegar al uso de
la tramoya, la luz artificial u otros efectos más
espectaculares. En síntesis, nos encontramos con
unos modos más o menos esquemáticos, en los
que la palabra o la interpretación del actor
sustituye muchas veces a los decorados, y donde el
recurso a la gran maquinaria está supeditado a las
limitaciones económicas del teatro de corral. Algo
muy distinto a lo que ocurrirá con el teatro
palaciego que, a mediados del XVII, contribuye a
implantar Calderón de la Barca con el concurso
decisivo de escenógrafos italianos, educados a su
vez en una rica tradición escénica
procedente del teatro italiano. Precisamente, esta
tradición teatral foránea es el objeto de
estudio del décimo capítulo del libro. En
él se recogen las principales reflexiones
teóricas elaboradas desde el Renacimiento acerca
de la perspectiva. A través de este artificio que
intenta presentar la realidad y el espacio "no pas com
una simple superfície material pictòrica,
sinó en relleu" (p.211), humanistas de la talla de
Vitruvio o Serlio especulan sobre un concepto
íntimamente ligado a la pintura y a la
arquitectura que incidirá sobremanera en los
avances escenográficos, en la puesta en escena y
en la propia dimensión
simbólico-ideológica del teatro cortesano
del barroco, un teatro que, de acuerdo con la
orientación visual de la época,
jugará con las mutaciones escénicas y con
la profundidad perspectivista para deslumbrar con sus
aparatosos efectos de tramoya, los cuales tienden a
reflejar, en última instancia, el poder del
príncipe que costea el espectáculo y al que
éste viene a ensalzar a partir de la
representación. Con la apropiación del
teatro por parte de la monarquía, los reyes
recaban la colaboración de escenógrafos
italianos, Fontana, Lotti o del Bianco para instaurar una
nueva fórmula teatral paralela a la de los
corrales. Primero en teatros portátiles y
más tarde con la construcción del Coliseo
del Buen Retiro, se suceden las innovaciones
escenotécnicas: se introduce el telón de
boca, se trabaja con la iluminación artificial o
se construyen costosas máquinas voladoras que a la
postre favorecerán el efectismo y la
ostentación de unas prácticas
escénicas donde convergen distintas
manifestaciones artísticas: arquitectura,
música, emblemática, pintura,
, o lo
que viene a ser lo mismo, se consolida una especie de
espectáculo total que reivindica una virtud como
el ingenio, tan de moda por aquel entonces.
Si las fábulas escénicas
o las comedias mitológicas de tramoya triunfan en
la corte, sintetizando diversos códigos
artísticos en un rico lenguaje teatral, el
pensamiento contrarreformista fomenta otras
prácticas públicas de carácter
colectivo como los autos sacramentales. Piezas religiosas
de carácter alegórico que tienen sus
orígenes en las procesiones de carros o rocas
medievales y otras manifestaciones populares más
profanas, caso de la tarasca, se caracterizan por su
empeño en visualizar unas ideas abstractas y unos
conceptos teológicos que sólo serán
comprensibles a través de una escenografía
convencional y maniquea, también determinada en
los recursos y aparato utilizado por el simbolismo del
tema de la representación.
El último capítulo del
libro vuelve a poner de manifiesto la problemática
central que afectó al teatro desde los mismos
orígenes del Cristianismo: la figura del actor en
los Siglos de Oro se consolida gracias a su capacidad
para contrarrestar unos prejuicios sociales y morales que
inciden en el supuesto carácter pecaminoso del
oficio. Es así que para poder sobrevivir el actor
tiene que unirse en gremios o cofradías buscando
una coartada religiosa que le sirva de escudo.
Coincidiendo con esta consolidación del actor,
cuya actuación es, al fin y al cabo, "el principal
motor dels valors visuals de la dramaturgia barroca"
(p.254), se evidencia una mayor preocupación por
la cualificación profesional y técnica de
los cómicos. Lógicamente, en una
época en que las prácticas escénicas
gozarán de un notable predicamento entre la
sociedad, se exigirá del actor una técnica
cada vez más depurada y una mayor
profesionalidad.
A lo largo de este recorrido por
varios siglos, el texto de las Pràctiques
escèniques de l'edat mitjana als segles d'or
se revela un manual sumamente novedoso. Volviendo al
principio de este trabajo, no sólo deberá
resaltarse el enfoque adoptado, la voluntad
didáctica del estudio se consigue gracias a una
exposición minuciosa que se apoya en una
bibliografía puesta al día, y especialmente
en una serie de documentos escritos y visuales que no
sólo sirven de testimonio ejemplificador, sino que
forman parte de la misma argumentación. Con la
ayuda de tales instrumentos, esta obra repasa tres
grandes períodos artísticos, Edad Media,
Renacimiento y Barroco, con una vocación
totalizadora que permitirá al lector asistir a la
consolidación del fenómeno teatral, a pesar
de los serios obstáculos que tuvo que superar, al
surgimiento del teatro moderno o a la propia
evolución de la dramaturgia en catalán. Si
para el teatro medieval contabamos, por ejemplo, con las
grandes aportaciones de Shergold, y para el teatro
barroco se presumía necesario el recurso a los
trabajos de Varey, puede decirse que ahora poseemos una
visión de conjunto ilustrativa de las venturas y
desventuras del hecho teatral. De cualquier manera, el
presente estudio no queda encerrado en la materialidad de
sus páginas: las propuestas y vías de
trabajo esbozadas en él invitan a transitar por el
camino iniciado.
Emilio José Sales
Dasí
