ENRIQUE GASPAR

 

LA HUELGA DE HIJOS

Comedia en tres actos y en prosa

 

 

Estrenada en el Teatro de la Comedia,

la noche del 7 de noviembre de 1893

MADRID

Imprenta de José Rodríguez

Atocha 100, Principal

1893

volver índice

PERSONAJES ACTORES

Henny Srta. María Guerrero

María Sra. Sofía Alverá

Carmen Srta. María Cancio

Julia Sra. María Díez

Lolita Srta. Josefina Blanco

Juan Don Miguel Cepillo

Rafael Don Emilio Thuillier

Salvador Don Francisco García Ortega

Timoteo Don Alfredo Cirera

Luisito Sra. Concepción Ruiz

 

AL EXCMO. SEÑOR

DON JOSE ECHEGARAY

Se honra dedicándole esta comedia

Su buen amigo y admirador

ENRIQUE GASPAR

 

ACTO PRIMERO

 

Gabinete con balcones rasantes en la derecha y puertas en la izquierda y en el foro.

 

ESCENA PRIMERA

 

JULIA hablando por señas desde el balcón con alguien que está en la calle. LOLITA, vigilando junto a la puerta de la izquierda.

 

JULIA.- No entiende. La verdad es que no sé cómo decirle por señas que esta noche vamos al teatro. ¡Ah! Espera.

 

Se sienta en el piano y ejecuta los primeros compases de Los Hugonotes.

 

LOLITA.- ¿Qué? ¿Puedo dejar ya la guardia?

JULIA.- Aún no. Le estoy explicando que le espero en el Real.

 

Vuelve al balcón.

 

LOLITA.- Enséñale una butaca.

JULIA.- Por fin… (Creyendo haber sido comprendida.) ¿Eh? Pues lo traduce bien. Le digo que vaya a ver Los Hugonotes y cree que le cito a misa de tropa. ¡No es eso, torpe!

LOLITA.- Atención: oigo ruido.

JULIA.- ¿Vienen?

LOLITA.- No. (Aparte.) Pero me alegraría, porque esto se va haciendo ya largo.

JULIA.- Sí… La ópera. ¡Anda! ¿Qué le da? ¡Pues no se pone poco incomodado!… ¡Ah! El capitán que pasa todas las tardes. La miradita de costumbre. Hoy se ha sonreído. ¿Serán por él los monos? (Preguntándoselo) ¿Ese? ¿No? Pues, hijo, no te entiendo. Bueno, te escribiré. Lola, hoy vendrá Luisito.

LOLITA.- ¿Sí? ¡Qué gusto!

JULIA.- Y le dirás que tengo que darle una carta para Jorge.

LOLITA.- Corriente, pero me vestirás una muñeca.

JULIA.- Dos, si quieres. (Continúa haciendo señas.) Nada, sigue serio.

 

ESCENA II

 

DICHAS, CARMEN y TIMOTEO, entrando sigilosamente por el foro.

 

TIMOTEO.- (Aparte a CARMEN, por JULIA.) Ahí la tienes representando la pantomima sin música.

CARMEN.- Pues, Timoteo, toma la determinación que te plazca, porque yo no puedo con ella.

TIMOTEO.- (Agachándose para mirar sin ser visto por entre los hierros del balcón.) ¡Y el zangolotino acurrucado en el portal de enfrente, como San Alejo debajo de la escalera! Con esa cara de luna y los ojos en el cogote… Parece un queso de Gruyere. ¡Anda ahí, qué jaleo! (Por las señas que hace JULIA, levantando la voz y asustando a su hija, que cierra las vidrieras.) ¿Quieres unas castañuelas?

JULIA.- ¡Ay!

LOLITA.- (Aparte.) Nos pillaron.

CARMEN.- Te tengo dicho que, al menos mientras tu padre esté en casa, no te acerques al balcón, y tú, erre que erre, asomada ahí siempre como una mona.

JULIA.- ¡Mamá!

TIMOTEO.- Según eso, ¿tú la proteges?

CARMEN.- Hombre, yo no protejo; pero… ¡Jesús! Aquí no sabe una cómo dar gusto a todos! (Aparte a TIMOTEO) ¿Tú no te acuerdas de cuando eras joven?

TIMOTEO.- Porque me acuerdo mucho, trato de impedir que los demás hagan las barbaridades que he hecho yo. (A LOLITA.) ¿Y tú también metida en el ajo?

LOLITA.- Yo no quería, papaíto; pero Julia se ha empeñado en ponerme de centinela…

JULIA.- ¡Como no tengan tus muñecas más vestidos que los que yo les haga…!

TIMOTEO.- ¡Buen ejemplo para la pobre niña! (A LOLITA.) Anda, anda a jugar, y no te dejes corromper con dádivas. Si tu hermana te promete algo, me lo vienes a contar en seguida, y yo te daré…

LOLITA.- ¿Lo que ella me haya ofrecido?

TIMOTEO.- No, una zurra si me desobedeces.

LOLITA.- (Aparte.) Pues ya voy yo hablando.

 

Vase.

 

ESCENA III
 

JULIA, CARMEN y TIMOTEO

 

TIMOTEO.- ¿Le parece a usted regular? ¡Abrirle así los ojos a la inocencia!

JULIA.- ¡No tengo yo la culpa! Autoriza nuestras relaciones y…

TIMOTEO.- Eso es. Dame lo que se me antoje y ya no pido más.

JULIA.- ¡Ni que cometiese un crimen!

TIMOTEO.- No es un crimen, pero sí una obcecación.

CARMEN.- (Aparte a TIMOTEO.) ¿Por parte de quién? Si se quieren…

TIMOTEO.- Babas.

JULIA.- Eres injusto. Estudia ya segundo de Leyes.

TIMOTEO.- Abogado por añadidura.

CARMEN.- Plantel de ministros, según tú.

TIMOTEO.- Jorge es un mequetrefe.

JULIA.- Jorge es un hombre, cumplirá diecinueve en julio.

TIMOTEO.- Y estamos en octubre.

JULIA.- También tú te casaste joven.

TIMOTEO.- Y así salió ello.

CARMEN.- (Aparte a TIMOTEO.) ¿Qué?

TIMOTEO.- Es decir: bien, por casualidad. Además, eso no es amor, es testarudez, ganas de darme en la cabeza.

JULIA.- Si lo dijera yo…

TIMOTEO.- ¿Cómo?

JULIA.- Que me llevas la contra por sistema; porque lo desaprobaste en un principio y ahora no quieres dar tu brazo a torcer.

 

Gimoteando.

 

CARMEN.- (Consolándola.) ¡Julia!… Tiene razón. Si a los dieciocho años no le es lícito amar a una muchacha…

TIMOTEO.- Eso es; apóyala tú.

CARMEN.- Yo no veo más, sino que mi hija se me está quedando en la piel y el hueso.

TIMOTEO.- Y con menos, hay para que nos pongamos todos como la espina de Santa Lucía. En paseo, siempre seguidos por el sargento de Los Magyares. Las comidas las hacemos mascando en la mesa y engullendo en el balcón. Y dormir, que si quieres: ella por gusto y nosotros por deber, nos pasamos la noche recorriendo la casa sin zapatos.

JULIA.- (Llorando.) ¡Para vivir así, más valía morirse!

CARMEN.- ¡Jesús, qué atrocidad! Hija, no digas esas cosas.

JULIA.- ¡Soy muy desgraciada, mamá!

TIMOTEO.- ¡Mucho! Se empeñan en no dejar que te ahorques.

 

ESCENA IV

 

DICHOS; SALVADOR, vestido de capitán de húsares.

 

SALVADOR.- ¿Llego en mala ocasión?

CARMEN.- (Aparte a JULIA.) Repórtate. (Alto.) ¡Nada de eso!

SALVADOR.- (Saludando a CARMEN.) Señora…

TIMOTEO.- (Dándole la mano.) Esta ocasión es aquí permanente y garantida, como el color de los percales.

CARMEN.- (Aparte.) Bonito percal el nuestro.

SALVADOR.- A Julia no le pregunto; cuando una muchacha llora, anda de por medio el amor.

TIMOTEO.- El que ha sido cocinero antes que fraile…

SALVADOR.- Por supuesto que, si usted me lo permitiese, le diría con mi ruda franqueza de soldado, que esas lágrimas merecen mejor empleo.

CARMEN.- Ya lo oyes.

JULIA.- ¿Y de dónde lo saca, Salvador?

SALVADOR.- ¡Pues así que no se ponen ustedes en evidencia! Como esto es entresuelo, se enteran todos los que pasan por la calle. Los vecinos saben la hora que es por las señas que se hacen ustedes.

TIMOTEO.- ¡Vamos! Por eso nuestra cocinera, antes de poner la sopa, se asoma al balcón todos los días.

CARMEN.- A mí lo que me disgusta es que su padrastro sea inglés. Un protestante.

SALVADOR.- Y creo que mister Forbes le piensa dejar su fortuna; pero por más que frote con billetes de banco no le sacará la corteza. Es una ostra el joven ese.

TIMOTEO.- (Señalando a la calle.) Que no sale nunca de su concha.

JULIA.- (Picada.) Pues mire usted, también hay otros mariscos… de caballería, que aspiran a dar la hora en el barrio.

TIMOTEO.- ¡Hola!

CARMEN.- ¿Qué?

JULIA.- Un capitán de húsares que me pasea la calle al volver del pienso, porque deja un olor a paja…

CARMEN.- Niña…

SALVADOR.- Efectivamente: mi amigo y compañero Ugarte. Un oficial distinguidísimo que la quiere a usted mucho, y cuya menor cualidad es tener seis mil duros de renta.

CARMEN.- ¡Digo!

TIMOTEO.- ¡Anda!… ¡Mueran los ingleses!

SALVADOR.- Hombre serio si los hay, y por lo mismo, se le lleva el demonio de ver que está usted malgastando el tiempo con ese mameluco.

JULIA.- ¡Mameluco!

SALVADOR.- ¡Una niña tan mona! ¡Qué parejita haría usted con él! Vaya. ¿Le digo que sí?

JULIA.- ¿Se ha metido usted a casamentero? Yo cuando doy mi cariño, lo hago por convicción.

CARMEN.- Sí, pero también debes mirar tu conveniencia.

TIMOTEO.- Y luego que, como he leído no sé en dónde, lisonjea mucho a las muchachas el apoyarse en un brazo que lleva un sable en la cintura.

 

Todos ríen.

 

JULIA.- ¿Vosotros también? Esto es una cruzada. Me voy.

SALVADOR.- ¿A pensarlo?

JULIA.- A dejar que se les pase a ustedes la manía.

TIMOTEO.- ¡Un húsar!

CARMEN.- ¡Rico!

SALVADOR.- Y, sobre todo, formal.

TIMOTEO.- Eso es: nada de peleles.

JULIA.- Predicar en desierto, sermón perdido. (Aparte.) ¿Conque me amaba el capitán? Y es un buen mozo… Sí, pero mi pasión es tan verdadera…

Sale.

 

ESCENA V

 

CARMEN, TIMOTEO y SALVADOR.

 

CARMEN.- ¡Qué lástima que la juventud no reflexione!

SALVADOR.- Para mí es muy sensible porque el pobre Ugarte bebe los vientos por ella. Además, mi cariño hacia ustedes, mi simpatía hacia Julia…

CARMEN.- ¡Qué bueno es usted!

TIMOTEO.- ¡Esto es un ángel con morrión!

SALVADOR.- ¿Y el General no ha vuelto aún de su paseo?

TIMOTEO.- No.

CARMEN.- Y ya empiezan a tardar. ¿Usted tiene confianza en los caballos que montan?

SALVADOR.- No se alarme usted.

TIMOTEO.- Juan es un centauro.

CARMEN.- Sí, pero Henny…

SALVADOR.- Una amazona. En La Habana siempre nos dejaba atrás a su padre y a mí en las carreras de campanario.

CARMEN.- Con todo, siento que no les haya podido acompañar.

SALVADOR. - Estaba de servicio, pero mañana…

TIMOTEO.- Y pasado.

SALVADOR.- ¿Qué?

TIMOTEO.- No nos venga usted con fingimientos.

CARMEN.- El viernes llegaron a Madrid mi hermano y Henny y ya nos ha hecho usted, las llevo contadas, diecisiete visitas.

TIMOTEO.- Lo que sale a cuatro diarias con la caída de la misa del domingo.

SALVADOR.- He estado a las órdenes del General… Le quiero entrañablemente.

TIMOTEO.- ¡Tú, tú, tú!… Carmen y yo no somos generales.

SALVADOR.- ¿Y qué?

TIMOTEO.- Y desde hace un año que, al regresar de la Península, nos vino usted a ver en nombre suyo, en vez de preferir al elemento joven, se pasa usted las veladas con este par de vejestorios.

CARMEN.- Gracias por la lisonja.

TIMOTEO.- Hablo por mí, que asumo la representación. Tú no eres más que vieja consorte.

SALVADOR.- Eso no prueba sino que no se les puede tratar a ustedes sin quererlos.

CARMEN.- O que por la peana, adora al santo.

TIMOTEO.- ¡Vaya! Confiese usted que Carmen y yo vamos a ascender a tíos, y… se queda usted a comer con nosotros.

SALVADOR.- ¿A qué hora?

CARMEN.- Lo confiesa… Un abrazo.

TIMOTEO.- Y otro a mí. (A CARMEN.) Mira por dónde tú y yo vamos a ser húsares por afinidad.

SALVADOR.- Pero guárdenme ustedes el secreto.

CARMEN.- ¡Ah! ¿Cómo?

TIMOTEO.- ¿Juan no sabe…?

SALVADOR.- Debe [de] sospecharlo.

LOS DOS.- ¿Entonces?

SALVADOR.- Sí, pero ella… Ustedes perdieron de vista a Henny muy niña aún, y no conocen su carácter. Ama por convicción, no por pasatiempo; procede en este, como en todos los actos de su vida, por la satisfacción razonada del deber, con la inflexibilidad de la línea recta, y mira su afecto como una virtud que desmerece con la ostentación.

TIMOTEO.- ¡Es tan formal!

CARMEN.- Y no deja por ello de ser alegre.

SALVADOR.- Henny es más que todo eso. Es una criatura de quien las vicisitudes de su existencia, el medio ambiente de su hogar y hasta su educación, impuesta por las circunstancias, han hecho el tipo perfecto de la mujer moderna.

CARMEN.- Pues, para mí, su único defecto consiste en eso que ustedes llaman su superioridad. Me parece que sabe demasiado para mujer. Más pespuntes y más catecismo.

SALVADOR.- Dispénseme usted: cose muy bien, va a la iglesia a orar, no a ver al novio. Por lo tanto, ¿qué inconveniente hay en que también razone?

CARMEN.- ¿Y encuentra usted bien en una niña el razonar del modo que ella lo hace, hablando de todo como pudiera hacerlo yo, que tengo dos hijas? Es claro: en casa de su padre no ha tratado más que a hombres…

SALVADOR.- Muy comedidos y muy correctos; pero que no se han visto en la precisión de fomentar una hipocresía, de que Henny no había recibido noción alguna en el colegio.

CARMEN.- Donde, en cambio, le permitían copiar figuras desnudas.

TIMOTEO.- Porque no le han enseñado a precaverse del desnudo como de un peligro.

SALVADOR.- Henny es un árbol de bosque a quien nadie ha impedido que se desarrolle en toda su plenitud; y usted está acostumbrada a que las niñas sean arbustos de jardín, retorcidos en espaldera, para cubrir con hojarasca la desnudez del muro.

CARMEN.- No: es que falta en su educación la crianza, el halago materno, esas ternezas de que la han privado las locuras de sus padres; porque yo no quiero disculpar a ninguno de los dos. Sin la separación de Juan y su mujer, mi sobrina no se hubiera educado en un colegio de los Estados Unidos.

SALVADOR.- ¿Y qué ha perdido con ello?

CARMEN.- Todo. Hasta su nombre de Enriqueta, que le han substituido por una jerigonza. Han hecho de ella una sabia.

TIMOTEO.- ¿Y qué necesidad hay de que la mujer sea un adoquín?

SALVADOR.- ¿Pero es una marisabidilla? ¿Usted ve que haga ostentación de sus conocimientos? No. Sabe porque no ignora, y lleva su talento como el pájaro su plumaje: sin calcular su valor.

CARMEN.- Eso embota la sensibilidad.

SALVADOR.- Al contrario: la encauza.

TIMOTEO.- Impide que se desborde.

SALVADOR.- ¡Siente! ¿Pues no ha de sentir? Pero no tiene el sentimiento chillón.

TIMOTEO.- Como vosotras, que lo mismo lloráis a un difunto que huís de una rata.

 

Voces dentro.

 

SALVADOR.- Ya están ahí.

CARMEN.- ¿Venís enteros?

 

ESCENA VI

 

DICHOS, HENNY, de amazona, JUAN, en traje de montar, y JULIA.

 

HENNY.- ¡Qué ocurrencia! (Besa a su tía y da la mano a SALVADOR.) ¡Hola, Salvador!

JULIA.- ¡Qué amazona tan elegante!

HENNY.- (Con indiferencia.) Sobre todo, cómoda.

SALVADOR.- Mi general.

 

Saludándole.

 

JUAN.- (A CARMEN.) Tú vives con el alma en un hilo.

TIMOTEO.- ¡Os quiere tanto…!

JUAN.- Sí, pero es morirse a pausas por los demás.

HENNY.- ¿Qué dejas entonces para el verdadero peligro?

CARMEN.- Hija, todos no podemos ser indios bravos.

HENNY.- No digas eso, tiíta. Es un consejo que te doy, por tu bien y por el de Julia. Hay que fortalecerla; es preciso irla familiarizando con el sufrimiento para cuando sea madre.

CARMEN.- (Aparte.) ¡Uy! ¡Ya empieza. (Alto, a JULIA.) Mira… Anda adentro a ver si…

JULIA.- (Resistiéndose.) ¡Mamá…!

JUAN.- Tonta.

TIMOTEO.- Déjala.

SALVADOR.- (Aparte.) El choque.

HENNY.- ¿Pero es que he cometido alguna otra inconveniencia?

TIMOTEO.- Inconveniencia… No.

HENNY.- ¡Yo estoy aturdida! Ando sobre carbones encendidos; no sé dónde poner el pie!

CARMEN.- Las niñas en Europa tienen el oído muy delicado.

HENNY.- ¿Pero es que aquí la mujer no se casa?

SALVADOR.- Como en todas partes del mundo.

TIMOTEO.- En cuanto puede.

CARMEN.- Sí, señor. Y se la destina a ser madre, pero…

HENNY.- Pero, por lo visto, no se la educa para que lo sea.

CARMEN.- Como en Estados Unidos, no; porque yo no veo la precisión de que, para criar bien a sus hijos cuando sea casada, tenga que aprender una señorita a pintar hombres desnudos.

HENNY.- Y di: entonces, ¿por qué a las Hermanas de la Caridad, que son solteras y castas, se les permite vendar heridos y cuidar enfermos?

TIMOTEO.- Bien dicho.

SALVADOR.- Rebata usted esa lógica.

CARMEN.- Porque ellas no viven para el mundo; proceden así por amor a Dios.

HENNY.- Y nosotros, por amor de los nuestros. La mujer es la Hermana de la Caridad de la familia, y debe saber dirigir el desarrollo corporal de sus hijos.

JULIA.- ¡A mí se me cae la cara de vergüenza…!

CARMEN.- ¿De oír esto, verdad?

JULIA.- No. De compararme con mi prima y ver lo poco que sé.

CARMEN.- ¡Bachillera, tú te callas!

TIMOTEO.- Sigue, hija, sigue.

JULIA.- Y no es por falta de aptitud, sino porque no me la han dirigido. Yo bien siento que todo esto me cabe en la cabeza, pero no acierto a expresarlo.

CARMEN.- Pues me parece que has recibido una de las educaciones más esmeradas que se dan en Madrid. Habla francés.

TIMOTEO.- Un francés Carrière Saint Jerónyme. De frontera, de baños.

CARMEN.- Toca el piano de repente.

JUAN.- Como se mueren algunos.

CARMEN.- Conoce las labores de su sexo y pinta a la acuarela.

SALVADOR.- Por supuesto, pájaros y flores.

CARMEN.- Y frutas también.

JUAN.- Menos la manzana.

CARMEN.- ¿Qué?

JUAN.- Digo yo: como es la fruta prohibida…

JULIA.- En cambio, confundo las capitales de Europa y no estoy muy segura de poner todas las haches en su sitio.

TIMOTEO.- Haz como tu madre, que las espolvorea a caiga donde cayeren.

CARMEN.- ¡Qué gracioso!

JUAN.- No te apures, tonta: la hache es una letra muda, y no se ha de venir a quejar.

HENNY.- ¿Y nada más? ¿De modo que aquí la niña no se transforma poco a poco? Se tiene que mantener niña hasta la víspera, pero con la obligación de adivinar al día siguiente que es mujer. Eso es llevar a un soldado al combate sin darle armas para que se defienda.

CARMEN.- Pues así nos va muy bien.

JUAN.- Es claro. Si os contentáis con hacer de vuestras hijas un adorno para la velada, sin preocuparos de la luz del sol, que es la que acusa los defectos.; del día, que es lo que se vive en la existencia…

SALVADOR.- Ustedes han convertido a la mujer en un conjunto de efectos brillantes y luminosos, que seducen por un momento pero que pasan.

JUAN.- Como los fuegos artificiales.

TIMOTEO.- Sin dejar más que humo tras de sí.

JUAN.- Ni producir resultados más que sobre el fondo oscuro de la noche.

TIMOTEO.-Y algunas salen petardos.

CARMEN.- (A JULIA.) Nada, desde mañana a estudiar Leyes.

HENNY.- No creas que le faltarían aptitudes.

TODOS.- ¿Qué?

HENNY.- Ya conoce el artículo cuarenta y siete del Código Civil.

TIMOTEO.- ¿El que prohibe a las muchachas casarse sin el consentimiento paterno hasta tener veintitrés años cumplidos?

HENNY:- Sí, se lo ha enseñado Jorge para cuando la cumpla la edad. Pues lo mismo podría aprender los otros si quisiera.

CARMEN.- ¿Para qué? A la mujer la debe mantener el hombre.

HENNY.- Corriente. A condición de que se supriman las huérfanas y las viudas.

CARMEN.- ¿Cómo?

HENNY.- Privadas de apoyo de padres y de marido, dime qué van a hacer ellas en el mundo con su ignorancia y su debilidad.

CARMEN.- Tú enséñale a una niña a ser virtuosa…

HENNY.- Convenido, pero la ignorancia no es la virtud.

CARMEN.- Que quiera mucho a su marido, que eso la basta.

HENNY.- Error. El día que note él que le da amor con hache, se irá a buscar la ortografía de ese sentimiento en los brazos de una manceba.

CARMEN.- (A JULIA.) ¡Jesús! ¡Ahora sí que te vas volando!

SALVADOR.- ¡Señora!

JULIA.- ¡Mamá!

TIMOTEO.- ¡Excomunión mayor!

CARMEN.- (A JULIA.) ¡Anda!

JULIA.- Pero… si yo sé ya lo que es eso.

CARMEN.- ¡Deslenguada! ¿Y dónde lo has aprendido?

JULIA.- ¡Toma! En las novelas que me haces leerte en la velada.

TIMOTEO.- (A CARMEN.) Y bien que te gustan.

CARMEN.- Eso se lee pero no se repite.

TIMOTEO.- Como el burro del gitano, que leía, pero no pronunciaba.

JUAN.- He ahí la lógica de la mujer.

HENNY.- Yo no hablo más. Debo parecerte algo… así… monstruoso.

CARMEN.- Monstruoso, no; pero muy raro, fuera de lo natural.

HENNY.- Precisamente lo que yo opino de vosotras. Os encuentro creadas para otro mundo, donde la existencia se pasase tocando nocturnos y bordando zapatillas. Yo no ceso de preguntarme cómo se defendería esta pobre criatura (Por JULIA) contra una de esas desgracias tan probables como terribles. ¿Qué habrías hecho tú si, como yo, hubieras tenido que pasar por la amargura de ver destruido tu hogar, separados a tus padres…?

JULIA.- ¿Separados?

CARMEN.- No; se refiere a…

JULIA.- ¡Ay! Pues a mí me habían dicho que tu madre no estaba a tu lado porque no le probaba el clima de América.

HENNY.- ¿A qué insistir? Vengo de otro mundo y lo encuentro todo invertido. (A SALVADOR.) ¿Trajo usted las semillas?

SALVADOR.- Sí.

HENNY.- Pues a plantarlas. Empiece usted mientras yo me cambio de traje. (A CARMEN.) ¿Lo ves? También cultivo flores. Así que me trates más a fondo, te convencerás de las ventajas de una educación que, sin las gazmoñerías del colegio francés, ni los pudores de la institutriz inglesa, nos permite ser, por la fortaleza de nuestro espíritu y por el desarrollo de nuestra inteligencia, la compañera del hombre en las horas del trabajo y de la lucha; sin dejar por eso de abrir, en los momentos consagrados a su culto, esas misteriosas alas de ángel que le presta para siempre el amor a la mujer. (Mirándola.) Sí, tiíta, sí. Tu verás como se puede ser fuerte sin parecer un sargento de caballería. Vamos.

 

Vase con JULIA y SALVADOR.

 
ESCENA VII

 

CARMEN, JUAN y TIMOTEO.

 

CARMEN.- ¡Demonio de chiquilla! Y el caso es que se le lleva a una el corazón detrás.

JUAN.- Ya tendrás ocasión de apreciarla.

CARMEN.- ¡Es tan mona! Pero sabe mucho.

TIMOTEO.- Más que nosotros.

CARMEN.- ¿De modo que tú la has puesto al corriente de su situación?

JUAN.- ¡Oh, sí! Y se cartea con su madre; se mandan flores, fotografías… No le he ocultado nada; en primer lugar, porque el temple de su alma es muy viril; y después porque en mi sociedad, compuesta exclusivamente de hombres, era muy difícil conservarle la ignorancia sin lastimar su candor o hacerlo degenerar en hipocresía.

TIMOTEO.- Es verdad.

CARMEN.- Y dime, ¿se parece a su madre?

JUAN.- No: María vale mucho más.

CARMEN.- ¡Jesús, qué desgracia!

JUAN.- No lo sabes bien, Carmen; hay que pasar por ello. Principia por el sobresalto constante de que se puedan encontrar un día.

CARMEN.- ¿Se han visto alguna vez?

JUAN.- Afortunadamente, nunca. Entra luego con el doloroso torcedor de que, mientras entre sus compañeras, una le borda un pañuelo a su madre por ser su santo y otra le lleva unas flores al cementerio porque perdió a la suya, Henny ni la puede acariciar viva, ni llorarla muerta; pero tiene desequilibrado el corazón, porque fluctúa entre la fiebre del cariño y el hielo de la orfandad.

TIMOTEO.- ¡Es terrible!

CARMEN.- ¡Caramba! Pues se sacrifica uno por ella.

JUAN.- ¿Y cómo? Henny no ignora que su madre ni es digna de sus besos, ni merece mi perdón.

CARMEN.- ¡Bribona!

JUAN.- No; poco a poco: a cada cual, lo suyo. Si aquí hay un bribón, soy yo.

LOS DOS.- ¡Ah!

JUAN.- Sí; aquella mártir ha sido honrada y buena hasta que, humanamente, no ha podido seguir siéndolo. ¿Qué quieres? El defecto de nuestra raza.

CARMEN.- ¿Cómo?

JUAN.- En todos los países del mundo, el hombre, después que tiene concluida su carrera, consolidada su posición y, sobre todo, formado su juicio, para disfrutar de todos estos bienes y constituir una familia, abre las puertas al amor y se casa. Pero en el nuestro, un estudiante de latín se creería deshonrado si no se echase una novia. Cree que porque se le han hinchado las encías, ya tiene dientes, y en lugar de seguir mamando, se casa a deshora, se atraca de mujer y, es claro, se le indigesta.

CARMEN.- El Evangelio puro.

TIMOTEO.- Por eso me opongo yo a las relaciones de Julia.

JUAN.- Apenas salí de alférez, me destinaron a Burgos, y una tarde, como se me podía haber ocurrido el irme a rizar el pelo, me dije: "Ea, Juanito, al Espolón a buscar novia". Y, naturalmente, la encontré.

CARMEN.- ¿María?

JUAN.- Sí. Hicimos el ganso un par de meses a pico y pluma, y ya pensaba en retirarme porque las pagas se me iban en propinas a la cocinera, cuando supe que el padre se había enterado y nos hacía una oposición encarnizada.

TIMOTEO.- Te veo venir. Lo que no era amor, se convirtió en amor propio.

JUAN.- Eso es.

TIMOTEO.- Lo mismo que mi hija.

JUAN.- ¡Burlarse de un subteniente con una espada más larga que él y una cara llena de pelusa como un melocotón de Calatayud! Ya lo iba yo tolerando.

TIMOTEO.- ¿Forzaste la máquina?

JUAN.- En fin; cómo le aburriríamos que el pobre hombre, para librarse de mí, aceptó un cargo de Consejero en Filipinas y puso cuatro mil leguas entre los dos.

CARMEN.- ¡Infeliz!

JUAN.- Y aquí fue Troya. Se me metió en la cabeza que yo debía sentir una pasión por la muchacha. Pedí mi pase a Ultramar, y meses después, una noche de música, me presentaba yo delante de ellos en la Luneta de Manila, cantándole al buen señor con la mayor desvergüenza aquello de "Te llevaré a Puerto Rico / en un cascarón de nuez".

CARMEN.- ¡Botarate!

TIMOTEO.- ¡Lástima de azotes!

JUAN.- Para terminar: María perdió la salud, su padre la paciencia y yo los estribos. Nos casamos y sucedió lo que era inevitable que sucediera. A los cuatro años no quedaba más que una madre abandonada en un rincón de la Oceanía; un niño que se hacía hombre aprendiendo a afeitarse con una hija entre los brazos, y una inocente criatura a quien la lógica no le permite querernos y el respeto le impide maldecirnos.

CARMEN.- Es claro: no tenéis temor de Dios. Os reís de las penas eternas.

JUAN.- La conciencia es lo que a mí me asusta, Carmen, que lo que es en los infiernos se acabaron los diablos en punta; ya no quedan más que demonios embolados.

 

ESCENA VIII

 

DICHOS y LUISITO.
 
LUISITO.- ¿Dan ustedes su permiso?

CARMEN.- ¡Ah! El niño de González.

TIMOTEO.- Adelante, Luisito.

LUISITO.- (Dando la mano a CARMEN.) ¿Usted siempre tan polla?

CARMEN.- Siempre.

LUISITO.- (Golpeándole en la espalda.) ¿Y el amigo don Timoteo?

TIMOTEO.- Hecho también un pollo.

LUISITO.- (Saludando a JUAN.) Beso a usted la mano.

JUAN.- Beso a usted la suya.

LUISITO.- ¿Y las muchachas, buenas?

CARMEN.- Sí; por allá dentro andan.

TIMOTEO.- Siéntate, buen mozo.

LUISITO.- Un momento nada más, porque me esperan unos condiscípulos en el café.

TIMOTEO.- ¿En el café?

JUAN.- (Aparte, a CARMEN.) ¿Quién es este… caballero?

CARMEN.- El hijo de unos amigos de casa. Muy listo.

JUAN.- Así me lo parece.

TIMOTEO.- ¿Y a qué debemos el gusto de verte por aquí?

LUISITO.- Al cumpleaños de usted.

CARMEN.- ¡Qué amable!

LUISITO.- Papá y mamá se fueron ayer a la casa de campo de Valdemoro, y como no volverán hasta el jueves, me han encargado que viniera a saludar a ustedes en nombre suyo.

TIMOTEO.- Gracias.

CARMEN.- ¿Y cómo siguen?

LUISITO.- Tan barbianes. Aquí tiene usted la tarjeta en que se excusan.

 

Dándole una a TIMOTEO y dejando caer al sacarla una petaca.

 

TIMOTEO.- Se te ha caído una cosa.

CARMEN.- La cartera.

JUAN.- No, me parece que es una petaca.

LUISITO.- (Recogiéndola.) Sí.

TIMOTEO.- ¿Pero ya fumas?

LUISITO.- ¡Vaya!

CARMEN.- ¿Y papá lo sabe?

LUISITO.- ¡No faltaba otra cosa, y me lo aconseja! Soy ya un hombre.

TIMOTEO.- ¡Ah!

CARMEN.- Es muy resuelto. Anda, enciende uno, que te veamos.

LUISITO.- Ya que usted me lo permite… (Ofreciendo.) ¿Ustedes gustan?

TIMOTEO.- Yo no lo uso.

JUAN.- Que aproveche.

 

LUISITO enciende un pitillo.

 

CARMEN.- Vamos, a mí me hace mucha gracia.

JUAN.- A mí, tampoco.

CARMEN.- Mira, mira: si sabe echar el humo por las narices.

TIMOTEO.- ¿Quieres quedarte a comer?

LUISITO.- Bueno. Pensaba ir a Fornos.

TODOS.- ¿A Fornos?

LUISITO.- Ya había tomado el llavín.

CARMEN.- ¿Y tienes tú dinero para esos gaudeamus?

LUISITO.- Mi padre me da diez pesetas todas las semanas porque dice que a un hombre no le debe faltar nunca un duro en el bolsillo.

TIMOTEO.- (Aparte, a JUAN.) A un hombre… Hay para darle un soplamocos.

JUAN.- A él, no. A su papá.

LUISITO.- Tengo trece años cumplidos. Estoy en segundo de Latín.

TIMOTEO.- ¡Ah!

LUISITO.- Y ciertas cosas se caen de su peso.

TIMOTEO.- No lo sabía,

JUAN.- Es axiomático: "Fumarás en segundo de Latín / irás a Fornos y usarás llavín". Ahí tenéis lo que decíamos hace poco. Se teme que los hijos desmientan la tradición, y se los educa privando a la niñez de sus mayores encantos y a la inocencia de sus legítimos derechos, por el solo placer de exhibirlos como esos frutos precoces que asombran por el tamaño, pero que no satisfacen por el sabor. Tanta licencia tolerada en el hombre y tan poca libertad concedida a la mujer. [A LUISITO.] ¿Y hasta es posible que tenga usted novia?

CARMEN.- ¡Jesús!

TIMOTEO.- ¡Bah!

LUISITO.- ¡Oh! ¡No, señor!

JUAN.- Vamos.

LUISITO.- Pasatiempos nada más.

TODOS.- ¿Qué?

LUISITO.- ¡A mí no me pescan!

CARMEN.- ¡Qué criatura!

TIMOTEO.- Lo entiendo, lo entiendo.

JUAN.- ¿Y eso, también se lo enseña a usted su papá?

CARMEN.- Voy a hacer que venga Lola para que entretenga a Luisito. (A JUAN.) Permite un momento…

 

Vase.

 

JUAN.- ¿Pero van a traer aquí a la pequeña para…?

TIMOTEO.- Para que jueguen juntos, si no se aburren.

JUAN.- ¡Ah, bueno! ¡Qué serie de contradicciones! Por una parte, un rigor inquisitorial; por otra, una negligencia inconcebible. Nada, nada: que jueguen juntos; pero mira, de esa madera salen luego los brigadieres como yo.

TIMOTEO.- ¡Qué exageraciones! Un niño, y ella un ángel: no tiene más de diez años. Se ve que tú respiras por la herida.

 

ESCENA IX

 

DICHOS; LOLITA, con una muñeca y juguetes.

 

LOLITA.- Me ha dicho mamá que trajera los juguetes para entretener a Luisito.

LUISITO.- ¡Qué amabilidad!

LOLITA.- ¡Ah! ¿Estaba usted ahí? ¿Quiere que juguemos?

LUISITO.- ¿Por qué no?

 

Preparan los juguetes sobre una mesa.

 

TIMOTEO.- Ven, Juan; te enseñaré los regalos que me han hecho las chicas.

JUAN.- ¿Pero dejamos a los niños aquí solos?

TIMOTEO.- Claro está: que no nos fastidien.

JUAN.- Bueno, pues que jueguen. (Aparte.) Ya llorarán.

 

Vanse.

 

ESCENA X

 

LOLITA y LUISITO

 

LOLITA.- ¿Conque va a ser a las muñecas, al Arca de Noé o a la casa de campo?

LUISITO.- A mí me es igual; elija usted.

LOLITA.- A lo último es más divertido.

LUISITO.- Esta es la granja.

LOLITA.- No, señor: yo he estado en San Ildefonso y La Granja no es así. Esto se llama métairie en francés.

LUISITO.- Lo mismo da: casa de labor o granja son sinónimos.

LOLITA.- (Aparte.) ¡Sinónimos! ¡Cuánto sabe! (Alto.) El ternerito.

LUISITO.- ¡Qué mono! La vaca a su lado.

LOLITA.- El toro, paciendo.

LUISITO.- Y aquí, tomando el sol, el buey, para que esté toda la familia.

LOLITA.- Pues qué: ¿los animales tienen parientes?

LUISITO.- Sin duda; porque mi papá dice que la vaca es la madre del ternero; el toro, el padre…

LOLITA.- ¿Y el buey?

LUISITO.- El buey no es más que el tío.

LOLITA.- ¿Por qué?

LUISITO.- No sé, pero todos se ríen mucho cuando papá lo cuenta.

LOLITA.- (Aparte.) Mañana lo preguntaré yo en el colegio.

LUISITO.- (Pausa.) La otra tarde, la vi a usted a la salida.

LOLITA.- Y yo a usted. Iba usted con Pablito.

LUISITO.- Sí, y Pablito me dijo: "¡Cuidado que Lolita es guapa!"

LOLITA.- Sí, mucho.

LUISITO.- Y yo le dije a Pablito: "¡Vaya si es guapa Lolita…!"

LOLITA.- Favor que usted me hace.

LUISITO.- Favor… favor… ¿Quiere usted…?

LOLITA.- ¿Qué?

LUISITO.- ¿Quiere usted ser mi novia?

LOLITA.- ¡Cállese usted! ¡Si mis papás le oyesen…!

LUISITO.- ¿Y qué iban a hacerme sus papás de usted? ¡Yo fumo ya!

LOLITA.- Es verdad. Y le quieren a usted mucho. Dicen que es usted muy despejado.

LUISITO.- ¿Entonces…?

LOLITA.- Pero…

LUISITO.- Pero, ¿qué?

LOLITA.- Nada; pongamos aquí los arbolitos.

LUISITO.- Dejémonos de juguetes y respóndame usted.

LOLITA.- Me habla usted de unas cosas… Yo soy aún muy niña.

LUISITO.- A los diez años, una niña es ya una mujer.

LOLITA.- Eso es cierto.

LUISITO.- ¿Me dice usted que sí?

LOLITA.- No puedo.

LUISITO.- ¿No le gusto a usted?

LOLITA.- Sí, señor. Me parece usted muy guapo, pero…

LUISITO.- Acabemos.

LOLITA.- Pues bien: yo ya tengo novio.

LUISITO.- ¿Un rival? ¡Su nombre!

LOLITA.- No se lo diga usted a nadie: Pablito.

LUISITO.- ¿Ese mequetrefe?

LOLITA.- Va a cumplir doce años.

LUISITO.- ¡Pues! ¡Doce años: un niño!

LOLITA.- ¡Ah! Vienen. Disimulemos. Aquí el pastor con las ovejitas… be… be…

LUISITO.- Y detrás, el perro. ¡Guau, guau!…

 

 ESCENA XI

 

DICHOS; HENNY, CARMEN, JULIA, JUAN, TIMOTEO y SALVADOR.
 

CARMEN.- ¿Qué tal? ¿Os divertís mucho?

LOLITA y LUIS.- ¡Vaya!

TIMOTEO.- ¡Venturosa edad, toda candor!

 

JULIA se asoma al balcón.

 

JUAN.- Y llavín.

TIMOTEO.- ¡Hombre! Bueno es ser malicioso; pero no tan calvos que se nos vean los sesos.

HENNY.- (A JUAN.) Mira, ven. ¿No querías conocer tú al novio de Julia? Ahí lo tienes.

JUAN.- (Mirando a espaldas de JULIA.) Pero eso es un mamón.

JULIA.- (Retrocediendo, asustada.) ¡Ay!

JUAN.- Y más feo que un pecado mortal.

JULIA.- Así, ponedme en evidencia.

JUAN.- Pero criatura, parecerá que llevas a la escuela a tu marido.

JULIA.- Para el amor no hay edades.

SALVADOR.- Poco a poco: existe una proporción. ¿No la conoce usted? Se toma la edad del hombre; se le añade el tercio, y la mitad da la de la mujer.

TIMOTEO.- (Contando con los dedos.) ¿A ver, a ver, cómo es eso?

SALVADOR.- Yo tengo treinta años. ¿El tercio de treinta?

TIMOTEO.- Diez.

SALVADOR.- ¿Treinta y diez?

TIMOTEO.- Cuarenta.

SALVADOR.- ¿Mitad de cuarenta?

TIMOTEO.- Veinte.

SALVADOR.- ¡Cómo! Si Henny tiene veintitrés.

UNOS.- ¿Qué?

OTROS.- ¡Ah!

HENNY.- (A SALVADOR.) Me gusta el sigilo.

CARMEN.- Milagro que no hacías alguna de las tuyas.

TIMOTEO.- Se me escapó.

JUAN.- Es decir: que estos jóvenes…

SALVADOR.- Mi general…

HENNY.- Pues bien, sí. Ya lo sabes.

JUAN.- Es decir, lo sé de oficio, porque llevo cuatro años de estarme haciendo el tonto. ¡Hijos míos!

 

Abrazándolos.

 

JULIA.- ¡Todos son más felices que yo!

 

Se deja caer llorando, en una silla. Todos la rodean.

 

TIMOTEO.- Ahora, la otra.

CARMEN.- Es natural.

HENNY.- ¡Julia!

CARMEN.- ¡Pobrecita de mi corazón!

LOLITA.- (Aparte a LUISITO.) ¿Se casa Henny?

LUISITO.- Y nosotros también nos casaremos si usted me corresponde.

CARMEN.- (A JULIA) ¡Por Dios, no llores!

JULIA.- Dejadme que me muera de pena. ¿Quién hace caso de mí?

TIMOTEO.- Sí; ya se le pasará.

JULIA.- (Sollozando.) ¡Ay, mamá!

CARMEN.- ¡Caramba! Eso no. Es mi hija y no quiero que la felicidad de los otros le sirva a ella de veneno. Seré enérgica una vez. (Besándola.) Se acabó, alma mía. Dile a Jorge que le permitimos venir a verte.

TODOS.- ¿Qué?

JULIA.- (En el colmo de la alegría.) ¿De veras?

TIMOTEO.- Pero…

CARMEN.- Tú te callas.

JULIA.- ¡Qué buenos sois! ¡Cuánto más os quiero ahora! (Corriendo al balcón.) ¡Jorge… Jorge!… No está. Le escribiré.

 

Vase.

 

TIMOTEO.- ¡Madraza!

CARMEN.- No sabes el peso que se me ha quitado de encima.

LOLITA.- (Aparte a LUISITO.) ¿También se casa Julia?

LUISITO.- Y si no me dice usted que sí, me pego un tiro.

LOLITA.- Cállese usted.

LUISITO.- Vaya si me lo pego.

LOLITA.- Pues, ea… ¡Pero que no lo sepa Pablito! Seré novia de usted.

TIMOTEO.- (Que los ha estado escuchando.) ¡Qué barbaridad!

TODOS.- ¿Qué?

TIMOTEO.- Es una epidemia. Los niños, que se están dando palabra de casamiento.

SALVADOR y HENNY.- ¿Sí?

CARMEN.- ¡Jesús!

JUAN.- ¡Que jueguen! ¡Pobrecitos! ¡Que jueguen!

LOLITA.- Papá, yo no tengo la culpa.

TIMOTEO.- ¡A estudiar el catecismo, arrapiezo! (A LUISITO.) Y tú, ¡largo de aquí, si no te quieres ganar una puntera!

 

Vase LOLITA.

 

LUISITO.- Respeto a la ancianidad.

 

Vase.

 

SALVADOR.- ¡Habráse visto el títere!

CARMEN.- Lo que es gracia, la tiene.

JUAN.- ¿Sí? Pues mira, andad con cuidado, porque esto es el prólogo de lo de Jorge y Julia.

CARMEN y TIMOTEO.- ¿Qué?

JUAN.- Que salvo contadas excepciones, así es como principian los matrimonios en España.

 

FIN DEL ACTO PRIMERO

 

 

ACTO SEGUNDO

 

La misma decoración del Acto Primero.

 

ESCENA PRIMERA

 

HENNY, CARMEN, JUAN, SALVADOR y TIMOTEO.

 

Todos ocupan la misma situación que al finalizar el Acto Primero, del que el Segundo es prosecución inmediata.

 

TIMOTEO.- Desde mañana, el renacuajo de Lolita a pensión completa.

JUAN.- Muy bien hecho.

CARMEN.- Pero…

SALVADOR.- Y si no, a doblar guardias.

TIMOTEO.- ¿Qué?

SALVADOR.- Que tendrán ustedes un centinela en cada balcón.

HENNY.- ¡A los diez años! Si no se concibe…

JUAN.- ¡Y yo, necio de mí, que le he regalado una muñeca, como recuerdo de Cuba! Si llego a saber esto, le traigo un subteniente.

SALVADOR.- Puede que ya esté contando, como Julia, los años que le faltan para poderse casar con la autorización del juez.

HENNY.- Por el maldito artículo cuarenta y siete, como lo llama ella.

CARMEN.- Es que el Código les ha jugado una mala pasada a las chicas.

TIMOTEO.- Les ha sabido a pan, como si dijéramos.

SALVADOR.- ¿Y el mequetrefe? ¡Qué modo de tenérselas tiesas!

TIMOTEO.- (Remedando a LUISITO.) Respeto a la ancianidad.

CARMEN.- ¡Eso es lo que a ti te escuece, que te haya llamado viejo!

TIMOTEO.- Tal vez. Lo que a mí me escuece es que hayas autorizado los amoríos de Julia con el badulaque de Jorge.

JUAN.- Verdaderamente, ese títere no puede inspirar respeto a nadie. ¡Aquello no es un hombre!

CARMEN.- Basta con que lo parezca. Y si no, acuérdate del marido de la verdulera que nos contaba nuestra pobre madre.

JUAN.- Sí, pero eso es un cuento.

TIMOTEO.- ¿A ver, a ver?

CARMEN.- (A JUAN.) Refiérelo tú, que tienes más memoria.

JUAN.- Pues había en Pamplona una mujer, recia y bigotuda, que vendía hortalizas en la plaza. Su voz, sus ademanes, su corpulencia, todo en ella era hombruno. Por una de esas aberraciones que no se explican, se había casado con un hombre, tan chiquitín y tan poquita cosa que el día que la acompañaba a la ciudad, a la vuelta lo metía en el cuévano y se lo llevaba a casa sobre la cabeza para que no se cansase por el camino. Una de tantas veces, les salió al encuentro un mastín y se puso a ladrar a la verdulera. "¡Chucho, fuera de aquí!" le gritaba el marimacho con su tesitura de bajo profundo; pero el agresor, convencido de que se las había con una mujer, se envalentonaba más y más, y hasta se permitió morderle los zancajos. Por fin, el riesgo llegó a ser tan inminente que el marido, aunque no confiaba mucho en su autoridad, se encaramó por el canasto y, sacando la cabeza por un asa, "¡A ver si tengo que bajar yo!" dijo con su voz de falsete. Y el perro enseguida se acurrucó, metió el rabo entre las piernas y se fue refunfuñando, como quien dice: "¡Con este no me atrevo yo, que es hombre!"

 

HENNY.- Sí, pero como Julia no ha de llevar siempre a su marido en el cuévano…

TIMOTEO.- En cuanto lo vean los podencos, lo acometen.

 

ESCENA II

 

DICHOS y JULIA.

 

JULIA.- (Llorando.) ¡Ay, mamá mía!

TODOS.- ¿Eh?

CARMEN.- ¡Hija de mi corazón!, ¿qué tienes?

HENNY.- ¡Julia!

JULIA.- ¡Soy muy desgraciada!

CARMEN.- Pero, ¿qué es ello?

JULIA.- Jorge…

TIMOTEO.- ¿Se le ha caído el portal encima?

JULIA.- No.

SALVADOR.- ¿Le ha atropellado un coche?

JULIA.- Tampoco.

HENNY.- Lo que es llorando, no nos entendemos.

CARMEN.- ¡Serénate!

HENNY.- ¡Y habla!

TIMOTEO.- Vamos, ya va a romper.

JULIA.- Me fui al comedor a escribirle, pero al oír que me silbaba…

HENNY.- ¿Que te silbaba?

JUAN.- Sí, aquí se llama a la novia igual que al perro.

JULIA.- Salí al balcón.

TIMOTEO.- A refrescarse, como los botijos.

JULIA.- Le estaba comunicando la feliz noticia, cuando de pronto le da…

CARMEN.- ¿Algún accidente de júbilo?

JULIA.- No. Una bofetada.

TODOS.- ¿Quién?

JULIA.- Una chica morena, bien parecida, con unos ojos como el azabache y cargada con un pañuelo lleno de zapatos.

SALVADOR.- ¡Adiós… alguna ribeteadora!

TIMOTEO.- Desde mañana me calzo yo en su establecimiento.

JULIA.- "Oiga usted, pito de feria", le dijo con acento desgarrador y ademanes descompuestos…

TIMOTEO.- ¿Y le dio otra?

CARMEN.- ¡Hombre, calla!

JULIA.- "¿Dónde ha dejado usted el organillo? ¿Se le ha escapado a usted la mona?", añadió mirándome como si se me quisiera comer. ¡Qué vergüenza! Yo me retiré en seguida del balcón…

CARMEN.- ¡Naturalmente!

JULIA.- …Y a través de los visillos seguí mirando.

HENNY.- ¡Ah!

JULIA.- Él quería huir porque la gente se arremolinaba, pero ella, agarrándole por el cuello, repetía: "¡Bribón, casarte con otra!". Y, golpeándole con el paquete, exclamaba: "¿Qué voy a hacer yo ahora con esto?"

CARMEN.- ¿Por los zapatos?

JULIA.- ¡Buenos zapatos! ¡Pobrecita…!

UNOS.- ¡Ah!

OTROS.- ¡Ya!

TIMOTEO.- ¡Vamos! Alguna dulce esperanza de…

JULIA.- Eso. ¡Infeliz!

CARMEN.- ¡Ave María Purísima! ¡Pillo!

TIMOTEO.- Pues por poco eres su suegra.

JULIA.- Por fin, desaparecieron entre las oleadas y los silbidos, y… ¡Ay, mamá de mi alma!

CARMEN.- ¡No te aflijas…!

JULIA.- ¡Todo ha concluido para mí!

JUAN.- Pues te doy la enhorabuena.

SALVADOR.- Repito…

JULIA.- ¡Yo, que le quería tanto!

HENNY.- ¡Qué habías de quererle! Ya te reirás de ti misma más adelante.

JUAN.- ¡Adiós artículo cuarenta y siete!

SALVADOR.- Ahora, a otro.

JULIA.- ¡Nunca, nadie más!

TODOS.- ¡Bah!

JULIA.- ¡Viviré de su recuerdo si no me mata la pena!

HENNY.- Entretanto, ven a arreglar las flores con Salvador y conmigo.

SALVADOR.- Yo, me cambio de traje y soy con vosotros.

JULIA.- ¡Déjame! Para flores estoy yo.

TIMOTEO.- Cultiva los pensamientos obscuros.

CARMEN.- Eso te distraerá.

JULIA.- ¡No! ¡Yo me quiero morir!

 

Vase.

 

CARMEN.- ¡Qué barbaridad! ¡No la dejéis sola!

HENNY.- (Riendo.) No te apures.

 

Se va tras Julia.

 

SALVADOR.- Ya le substituirá. La semana que viene…

TIMOTEO.- Otro portero honorario en el portal de enfrente.

 

Vase SALVADOR.

 

CARMEN.- ¡Es una bendición de Dios el poderlo tomar todo a broma, como hacéis vosotros!

JUAN.- Lo que no merece tomarse en serio.

 

ESCENA III

 

CARMEN, JUAN, TIMOTEO y LOLITA; después, LUISITO.

 

CARMEN.- ¡Esto le va a costar a mi pobre Julia…!

LOLITA.- ¡Mamá, mamá!

CARMEN.- ¿Qué? ¿Le ha pasado algo?

TIMOTEO.- ¡Mujer!

LOLITA.- Los señores que vinieron esta mañana han vuelto; están ahí.

CARMEN.- ¡Ah, sí!

TIMOTEO.- (A JUAN.) Se nos olvidó prevenirte. Un matrimonio que desea comprar la quinta de Pau.

CARMEN.- Quedamos en consultar contigo.

JUAN.- Lo que vosotros hagáis, está bien hecho.

TIMOTEO.- Con todo, tú, como copropietario…

LUISITO.- (Encaramándose por los hierros del balcón, y aparte a LOLITA, que se encuentra cerca de él.) ¡Lolita!

LOLITA.- (Aparte.) ¡Luisito!… ¡Qué atrevido: trepando por los hierros!

CARMEN.- (A JUAN.) No está de más te hagas presente.

JUAN.- Bueno. Pero voy a adecentarme un poco.

 

Vase.

 

LUISITO.- (A LOLITA.) Todos los días, a la misma hora, por aquí.

LOLITA.- (A LUISITO.) ¡Chist, cállese usted!

TIMOTEO.- ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿A quién dices chist?

LOLITA.- (Retirándose del balcón.) Es que le hago fiestas al gatito de la portería.

CARMEN.- Déjate de gatos y di que no detengan a esos señores.

LOLITA.- (Aparte.) ¡Cómo se ha escondido debajo del balcón! ¡Qué listo es!

 

Vase.

 
ESCENA IV

 

CARMEN, TIMOTEO, MARÍA y RAFAEL.

 

TIMOTEO.- (Asomándose al balcón.) Pues no veo al minino. ¡Milagro será…!

CARMEN.- ¿También la niña? ¡Exageraciones!

TIMOTEO.- Por si acaso, desde mañana a comer alubias en la pensión.

RAFAEL.- Van ustedes a tacharnos de inoportunos…

CARMEN.- Nada de eso.

MARÍA.- Por lo menos, de impacientes.

TIMOTEO.- Es muy natural.

 

Se sientan.

 

RAFAEL.- Tenemos que regresar hoy mismo a Pau, y desearíamos dejar ultimado el asunto.

CARMEN.- ¿Habitan allí desde hace mucho tiempo?

MARÍA.- No. Nuestra residencia es París, pero aquel clima no me prueba.

RAFAEL.- Hemos hecho una excursión a Pau, y nos ha gustado tanto…

MARÍA.- Es precioso, ¿verdad?

CARMEN.- Nosotros no lo conocemos.

RAFAEL y MARÍA.- ¡Ah!

TIMOTEO.- Esa quinta es una herencia inesperada que han tenido recientemente mi mujer y su hermano.

RAFAEL.- ¿De modo qué…?

CARMEN.- Nos será muy grato poder complacerles a ustedes.

MARÍA.- Gracias.

TIMOTEO.- Tengo facultades de mi cuñado para negociar en su nombre.

CARMEN.- Sin perjuicio de consultar con él, porque ahora mismo tendrá el gusto de presentarse a ustedes.

RAFAEL.- Pero usted dirá sus condiciones. Las mías son: pago al contado en Madrid, en casa de mi corresponsal, mister Forbes.

CARMEN.- ¿El inglés?

RAFAEL.- ¿Le tratan ustedes?

TIMOTEO.- No, pero a Jorge, su hijastro, lo conocemos mucho.

CARMEN.- De vista. Suele entrar alguna que otra vez en el portal de ahí enfrente.

TIMOTEO.- Es muy listo. Es un mozo que sabe bien dónde le aprieta el zapato.

RAFAEL.- Pues cuando a usted le plazca…

TIMOTEO.- Si le parece a usted, podemos dar antes un vistazo a los planos y a los títulos.

RAFAEL.- No tengo inconveniente.

TIMOTEO.- (A las señoras.) ¿Gustan ustedes venir?

MARÍA.- Eso es cosa de Rafael. Prefiero quedarme… digo, si no molesto a esta señora.

CARMEN.- Al contrario: a mí, las cuentas me horripilan.

RAFAEL.- Tienen ustedes una casa preciosa.

CARMEN.- Muy aireada, mucha luz.

TIMOTEO.- Hoy está haciendo un día excepcional.

RAFAEL.- De primavera.

MARÍA.- Venimos de dar un paseo… ¡Pero qué bonito es Madrid!

CARMEN.- ¿Usted no lo conocía?

MARÍA.- Lo visito por primera vez.

RAFAEL.- Es tan animado, tan bullicioso… Aquí, el sol se ríe.

MARÍA.- Y esta casa está admirablemente situada.

CARMEN.- Vengan ustedes al balcón… Miren ustedes por todos lados.

 

Se asoman MARÍA y RAFAEL al balcón del primer término. Los otros se quedan detrás.

 

MARÍA.- ¡Qué bonito!

RAFAEL.- ¡La Cibeles!

TIMOTEO.- ¡El Prado!

CARMEN.- ¡La calle de Alcalá!

 

Aparece JUAN, de levita, y se para a mitad de la escena.

 
ESCENA V

 

DICHOS y JUAN.

 

JUAN.- (Por MARÍA.) ¡El dorso es bueno! Si la fachada corresponde…

 

Avanza hacia ellos.

 

CARMEN.- ¡Y si viera usted qué movimiento el día de toros!…

TIMOTEO.- Esto es un coche parado. ¡Ah! Aquí tienen ustedes al General.

CARMEN.- (Reparando en JUAN y presentándolo a RAFAEL.) Mi hermano.

TIMOTEO.- (Haciendo la presentación de RAFAEL.) El caballero de quien te he hablado antes.

CARMEN.- Su esposa.

 

Presentando a MARÍA. MARÍA y JUAN, al reconocerse, experimentan esa dolorosa impresión que los artistas cuidarán de traducir por ningún movimiento nervioso, sino sencillamente por una alteración profunda de la fisonomía. Los dos cambian una inclinación de cabeza, y ella vuelve a salir al balcón para reponerse, sin testigos, de aquella terrible lucha de breves segundos.

 

TIMOTEO.- ¡Es lástima que no habiten ustedes en Madrid!

RAFAEL.- Desgraciadamente, el clima es muy duro para María.

JUAN.- (Aparte a CARMEN.) Llevaos de aquí a ese hombre; dejadme solo con ella… y ni una palabra.

CARMEN.- ¿Pero, qué ocurre?

JUAN.- Nada. Que es mi mujer.

CARMEN.- ¿María? ¡Qué horrible!

 

Se va a hablar con TIMOTEO.

 

RAFAEL.- (A JUAN.) ¿Puedo esperar que acoja usted benévolamente mi pretensión?

TIMOTEO.- (Aparte, al enterarse.) ¡Qué atrocidad!

JUAN.- Mi cuñado tiene facultades para todo; yo no entiendo esas cosas.

 

Vuelve a hablar aparte con su hermana.

 

TIMOTEO.- (A RAFAEL.) ¿Le parece a usted que pasemos a mi despacho?

RAFAEL.- Vamos.

TIMOTEO.- Por aquí… ¡Ay, no! Es el balcón. Dispense usted, soy un aturdido. Por este otro lado. Adelante, adelante.

CARMEN.- (Aparte.) ¡Pobre Juan!

 

Vanse CARMEN, TIMOTEO y RAFAEL.

 
ESCENA VI
MARÍA y JUAN.

 

JUAN.- Puedes entrar: estamos solos.

MARÍA.- Yo ignoraba este viaje; te hacía aún en Cuba…

JUAN.- Un negocio urgente… Acabamos de llegar.

MARÍA.- ¿Ella está aquí también?

JUAN.- Sí.

MARÍA.- ¡Hija mía!

JUAN.- Que no te oiga.

MARÍA.- Pero… ¿Saben en esta casa quién soy?

JUAN.- No he podido evitar que mis hermanos se enteren.

MARÍA.- (Llorando.) ¡Qué vergüenza!

 

Pausa.

 

JUAN.- Tranquilízate. Estás justificada a sus ojos.

MARÍA.- ¿Qué?

JUAN.- Les he dicho que la culpa la tengo yo.

MARÍA.- Gracias. Es el primer beneficio tuyo que recibo.

JUAN.- Desgraciadamente no me has dejado ocasión de dispensarte otros.

MARÍA.- Juan, no nos ocupemos del pasado.

JUAN.- Dices bien; los muertos no vuelven. Hablemos de lo que importa. Este encuentro…

MARÍA.- Una fatal coincidencia.

JUAN.- No; si no me importa. Yo respeto la causa, pero quiero conjurar el peligro.

MARÍA.- ¿El peligro?

JUAN.- Es preciso evitar que se agrave la situación. Por consiguiente, entra ahí, pretexta lo primero que se te ocurra, y… vete en seguida de esta casa, donde no puedes permanecer ni un momento más.

MARÍA.- ¿Que me marche? ¿Pero tú no tienes entrañas?…

JUAN.- Lo mismo te podría yo preguntar; y, sin embargo, me limito a hacerte una observación, que debes acoger sin necesidad de que yo te la explique.

MARÍA.- No entiendo.

JUAN.- Pues es muy sencillo. Que la prudencia te aconseja no volverme a poner delante de ese hombre a quien, por desgracia, no puedo matar.

MARÍA.- ¡Ah!

JUAN.- Hazlo así y responde cuál de los dos es el que no tiene entrañas…

MARÍA.- Pero Enriqueta…

JUAN.- Figúrate que aún está en Cuba.

MARÍA.- Eso es muy fácil de decir.

JUAN.- Hay sacrificios que las circunstancias imponen.

MARÍA.- Sabiendo que está a mi lado…

JUAN.- Muy duro; pero qué quieres…

MARÍA.- Después de veinte años no poder decir a lo que saben sus besos… ¿Irme sin verla? ¡Eso es monstruoso!

JUAN.- Pero necesario.

MARÍA.- Mira, Juan. Yo comprendo que no hagas nada por mí, que debo serte más que indiferente, odiosa; pero por ella, que ninguna culpa tiene de nuestros extravíos… Soy su madre; lo más santo que uno tiene en el mundo, lo que se sobrepone a todas las miserias y pequeñeces de la vida. No seas fiera para tu hija, como lo has sido para mí.

JUAN.- ¿Ya me has llenado de dicterios? ¿Ya te has desahogado? ¿Ya estás persuadida de que toda la razón es tuya? Pues bien; vamos a hacer venir a Henny.

MARÍA.- ¡Oh! Gracias.

JUAN.- La llamaremos y le dirás: yo soy tu madre; eso de que está amasada el alma y cuyo fermento es el amor.

MARÍA.- Sí.

JUAN.- Yo soy ese ideal de pureza que brota en la cuna del niño, y solo se desvanece en la tumba del anciano.

MARÍA.- Es verdad.

JUAN.- Yo soy esta lluvia de besos que no proceden de ningún egoísmo, y han sido engendrados por todas las virtudes…

MARÍA.- Eso es.

JUAN.- Yo soy eso y más aún… Pero este hombre que me acompaña no es mi marido…

MARÍA.- ¡Oh!

JUAN.- ¡No es tu padre!

MARÍA.- ¡Calla!

JUAN.- ¿Quieres darte a conocer a ella de ese modo?

MARÍA.- ¡Nunca!

JUAN.- ¿Te resignas a que tu hija se avergüence de ti?

MARÍA.- ¡No!… ¡Qué horror!

JUAN.- Pues ya ves, María, que no soy un monstruo que te niega un derecho, sino un amigo desgraciado y generoso que te tiende una mano para que no te hundas…

MARÍA.- Yo me callaré. No le diré quién soy; pero al menos, que la vea, que la siga, que sepa cómo es ese pedazo de mis entrañas.

JUAN.- Te reconocerá al momento: no se separa de tu retrato.

MARÍA.- Le haremos creer que está en un error

JUAN.- Eso es una puerilidad.

MARÍA.- Yo seré muy fuerte.

JUAN.- Te harás traición.

MARÍA.- Te lo suplico por lo que más ames en el mundo.

JUAN.- Me estás atormentando.

MARÍA.- Verás como me domino.

JUAN.- Ilusiones.

MARÍA.- Un instante… En seguida me voy.

HENNY.- (Dentro.) No sé por dónde anda.

LOS DOS.- ¡Ah!

MARÍA.- ¿Ella?

JUAN.- Sí.

MARÍA.- (Escapándosele un grito.) ¡Hija mía!

JUAN.- (Tapándole la boca.) ¡Si es imposible!

MARÍA.- Ya… ya pasó… Me callaré… Me estaré muy quieta… Soy fuerte… Soy fuerte…

 

Los pies se le van tras de su hija, pero se contiene mal de su grado. Pugna por no llorar y gesticula, queriendo aparecer serena. En esta lucha acaba por perder el sentido y cae sobre una silla.

 

JUAN.- (Acudiéndola.) ¡Dios de Dios!

 

ESCENA VII

 

DICHOS y HENNY.

 

HENNY.- ¡Por fin…! ¡Ah! ¿No estás solo?

JUAN.- No.

HENNY.- ¿Qué tiene esta señora?

JUAN.- Nada; un vahído.

HENNY.- (Recibiendo al reconocerla una brusca sacudida, pero sin llorar y encarándose con su padre.) ¡Esta mujer es mi madre!

JUAN.- No…

HENNY.- ¡Bah!

JUAN.- Pues bien, sí; pero…

 

Conteniéndola al ver que se va a arrojar sobre ella.

 

HENNY.- Acaba.

JUAN.- No viene sola.

HENNY.- ¿Y qué?

JUAN.- Que la vas a matar de vergüenza si te descubres.

HENNY.- (Comprendiendo.) ¡Ah! (Dudando.) ¿Tú crees…?

JUAN.- Estoy seguro. Ya vuelve en sí.

HENNY.- ¡Qué estrecha es la vida tomada de este modo!

JUAN.- ¿Se encuentra usted mejor?

MARÍA.- (Extrañada del lenguaje.) ¿Qué? (Reparando en su hija y comprendiendo.) ¡Ah! (Tratando inútilmente de dominarse.) Sí. Suplico a ustedes que me dispensen. A pesar mío…

HENNY.- Tal vez un poco de aire… allá fuera.

 

Profundizándola y sobreponiéndose enérgicamente a su emoción.

 

MARÍA.- (Aparte.) ¡Su voz! (Alto, después de cruzar una mirada con JUAN.) No… Gracias. (Aparte.) ¡Qué hermosa! (Alto.) Ya pasó… (Aparte.) ¡Tenerla ahí y no poder arrojarme sobre ella!…

JUAN.- Sin duda la fatiga…

MARÍA.- Eso… Sí… La fatiga… Nada… No es nada.

 

Luchando por reprimir sus lágrimas y acabando por prorrumpir en sollozos.

 

HENNY.- (Aparte a JUAN, por encima de su madre, que está sentada.) Así es como se muere.

JUAN.- Pero…

HENNY.- (Decidiéndose a romper con todo.) ¡Eh!

JUAN.- ¿Qué?

HENNY.- Lo derecho es esto.

 

Se sienta sobre las rodillas de su madre, y echándole los brazos al cuello, la besa con frenesí. MARÍA, embargada por el gozo, da rienda suelta a su llanto con explosión, con abandono, pero sin poder proferir una palabra, ahogada su voz por las caricias de HENNY.

 

MARÍA.- ¡Alma mía!

JUAN.- (Aparte.) ¡Qué suplicio!

HENNY.- ¡Ea! Ahora se acabó. (Enjugándole las lágrimas.) Ya no se llora más

MARÍA.- ¿Tú, no me maldices?

HENNY.- ¿Qué?… ¡Vamos! Dime: ¿has hecho buen viaje? ¿Te estarás mucho tiempo entre nosotros?

MARÍA.- ¿Sí que me perdonas?

HENNY.- ¡Por Dios, madre mía! Si no por mí, por papá; le estás afligiendo.

MARÍA.- Tienes razón y no es justo, porque es el más digno de lástima.

LOS DOS.- ¿Qué?

MARÍA.- Yo, al menos, no te acaricio de ningún modo, y soy resueltamente desgraciada; pero él toca la dicha y no la saborea, porque ve que de cada beso que te pide, tú no… puedes darle más que la mitad.

JUAN.- ¡Oh!

MARÍA.- ¡Quiérelo más, infinitamente más que a mí, porque se ha ganado doble parte en tu afecto: la que como padre le corresponde por el apoyo que te presta, y la que le debes por haber llenado contigo la misión de ternura de que Dios ha privado a tu pobre madre!

JUAN.- María, te lo suplico, acabemos con esta situación.

LAS DOS.- ¿Qué?

JUAN.- Vete ya.

HENNY.- ¿Que se vaya?

MARÍA.- Un poco más. Deja que la aspire, que la toque, que me diga: es ella, todo esto es mío…

 

Acariciándola con locura.

 

HENNY.- ¡Pobrecita! Está hambrienta de mí. (Besándola.) ¡Sáciate, madre, sáciate!

JUAN.- Pero…

HENNY.- Ven aquí, no estés celoso; ya sabes que tengo cariño para los dos.

 

Le da un beso.

 

JUAN.- No es eso, sino que hay consideraciones que guardar…

HENNY.- ¿Al mundo? ¡Todo para él, nada para la familia!

LOS DOS.- ¿Cómo?

HENNY.- No nos entristezcamos ahora que nuestra situación va a cambiar favorablemente.

MARÍA.- ¿Sí?

HENNY.- ¿No sabes? ¡Me caso!

MARÍA.- ¡Ángel mío!

HENNY.- Y una vez libre, dueña de un hogar donde se viva de frente, sin rodeos, del que estén excluidas las preocupaciones, te veré a cada momento, compartiré contigo y con mi padre el cariño que os debo a los dos y, recobrando mis derechos de hija, dejaré de ser huérfana.

MARÍA.-Y yo, mártir. Cuéntamelo todo. ¿Cómo es él?

HENNY.- No lo sé; yo no le he visto más que el alma. Es un hombre parco en la alegría, como cosa fugaz; que llora en el infortunio, como yo, por dentro; y con quien me he encontrado en la vida, porque ambos la recorremos por el camino más corto: la línea recta. Le quiero… porque dos por dos son cuatro, y el sentimiento tiene también su aritmética, y espero ser feliz porque no me preocupo de si le sienta bien el uniforme, solo me fijo en que lo honra. (Voz de SALVADOR dentro.) Él viene. Tú me dirás si lo merezco.

 

Yendo a su encuentro.

 

MARÍA.- ¿Está aquí?

JUAN.- Sí.

MARÍA.- Entonces… Ya pronto…

HENNY.- Muy pronto.

MARÍA.- Dios me oye.

 

Aparece SALVADOR sin reparar en MARÍA.

 
ESCENA VIII
DICHOS y SALVADOR.

 

SALVADOR.- Me dejan ustedes solo.

HENNY.- ¿No sabe usted? La he encontrado.

SALVADOR.- ¿A quién?

HENNY.- A mi madre. Mírela usted. Empiece usted a quererla.

MARÍA.- (Aterrada al verle.) ¡Él!

SALVADOR.- (Confundido.) ¿Usted, señora?

HENNY.- ¿Cómo?

JUAN.- ¿Qué?

MARÍA.- La dicha no es para mí.

HENNY.- Pero… ¿qué es esto?

 

Se oyen voces dentro, y JUAN, sobresaltado, impone silencio a todos.

 

ESCENA IX

 

DICHOS, CARMEN, RAFAEL y TIMOTEO.

 

CARMEN.- (Dentro.) Yo les prevendré.

RAFAEL.- (Ídem.) Iremos todos.

JUAN.- ¡Ah! Ni una palabra, ni un gesto delante de ese hombre. Que no descubra…

MARÍA.- (Dominándose.) Sí.

SALVADOR.- Comprendo.

RAFAEL.- (Apareciendo con los demás.) Nos hemos hecho esperar… ¡Salvador!

 

Reconociéndolo y abriéndole los brazos.

 

SALVADOR.- ¿Usted aquí?

 

Abrazándole, confuso.

 

TIMOTEO.- ¿Cómo? ¿Usted conoce al prometido de mi sobrina?

RAFAEL.- ¿Si le conozco? Pues si es mi hijo.

 

Ni un grito, ni un gesto en los personajes. Es el rayo que mata dejando a sus víctimas en la actitud en que las sorprende.

 
FIN DEL ACTO SEGUNDO

 

 

ACTO TERCERO

 

La misma decoración del acto anterior.

 

ESCENA PRIMERA

 

HENNY, MARÍA, CARMEN, JUAN, RAFAEL, SALVADOR y TIMOTEO, formando el mismo cuadro que a la terminación del Acto Segundo.

 

RAFAEL.- (A SALVADOR.) No te encontré en tu casa, y me proponía volver…

SALVADOR.- Siento que no me haya usted prevenido.

JUAN.- (Aparte.) ¡Qué castigo tan grande…!

TIMOTEO.- ¿Conque… Salvador es hijo de usted?

CARMEN.- (Aparte a MARÍA.) ¡Calma!

MARÍA.- (Aparte a CARMEN.) ¡La tengo! ¡Que Dios no le dé a sufrir a nadie todo lo que puede resistir!

HENNY.- (Aparte.) ¡Ahora sí que necesito valor!

RAFAEL.- Vean ustedes lo que son las coincidencias. Se lee esto en un libro y no se cree.

TIMOTEO.- Es verdad.

RAFAEL.- Me trae a Madrid un negocio; llego a esta casa, muy ajeno a encontrar en ella a mi hijo, y resulta que voy a emparentar con estos amables señores, que me han dispensado una acogida tan benévola. (Aparte. Tras una pausa, notando el silencio que guardan todos.) ¡Qué frialdad!

CARMEN.- Sí.

TIMOTEO.- Es decir…

RAFAEL.- (Yendo a HENNY con los brazos tendidos.) ¿Me permitirá usted que empiece a considerarla como mi hija?

HENNY.- (Cogiendo a su padre y poniéndolo entre RAFAEL y ella.) ¡Oh! Por ahora… aún no tengo más padre que este.

RAFAEL.- (Aparte.) Algo pasa aquí. (Alto.) Con todo, deduzco de lo que acaba de decir este caballero, que es cosa resuelta entre ustedes, y deseo no diferir la dicha de mi hijo con la formalidad de mi ratificación. ¿Quiere usted, General, que firmemos el pacto?

 

Yendo a tenderle la mano. SALVADOR se interpone y lo abraza para evitar un desaire por parte de JUAN.

 

SALVADOR.- Mi buen padre… Ya hablaremos de eso después.

RAFAEL.- (Aparte, creyendo adivinar la causa de la tirantez.) ¡Ah, comprendo! Mi situación con respecto a María, que deben conocer por Salvador. (Alto.) En efecto; luego daré a ustedes explicaciones que destruyan cierta prevención…

TIMOTEO.- ¡Oh, no!

RAFAEL.- Muy justificada, hasta cierto punto.

TIMOTEO.- ¿Puede usted creer…?

RAFAEL.- Yo me encargo…

JUAN.- (Aparte.) ¡Qué martirio!

 

ESCENA II
DICHOS y LOLITA.

 

LOLITA.- ¡Mamá, mamá, qué susto tengo!

TODOS.- ¿Qué?

TIMOTEO.- (Aparte.) ¡Feliz interrupción!

CARMEN.- No te alarmes, criatura. ¿Qué ocurre? ¡Habla!

LOLITA.- Mi hermana… Que, por más que la llamo, no responde.

CARMEN.- ¡Jesús! Dispensen ustedes; contratiempos de los hijos.

TIMOTEO.- ¿Pero está en su cuarto?

LOLITA.- Sí, pero encerrada con llave.

CARMEN.- ¡Alguna desgracia!

TIMOTEO.- Por el balcón podremos…

 

Yendo al del segundo término.

 

CARMEN.- Tal vez tenga abiertas las vidrieras…

SALVADOR.- (Acudiendo.) Yo mismo…

TIMOTEO.- (Haciendo retroceder a todos, después de mirar con precaución.) ¡Chist!

TODOS.- ¿Eh?

TIMOTEO.- No, no apurarse. Está hablando.

CARMEN.- ¿Con Jorge?

TIMOTEO.- No, con el capitán de húsares, con el amigo de Salvador.

SALVADOR.- ¡Con Ugarte!

TIMOTEO.- Contrastes de la vida.

JUAN.-Y lección práctica.

HENNY.- (A su madre, buscando un pretexto para llevársela.) Venga usted y conocerá a Julia.

MARÍA.- No… Es ya tarde.

CARMEN.- Es verdad… (Aparte.) Hay que sacarla de aquí.

MARÍA.- Tenemos que irnos… El carruaje espera.

HENNY.- No… Aún no ha llegado.

CARMEN.- Ya avisarán.

LOLITA.- Yo me quedaré en el balcón para prevenir. (Aparte.) Así veré a Luisito.

 

Se asoma a él y entorna las vidrieras, quedando oculta al público.

 

MARÍA.- Pero…

 

Suplicando a RAFAEL con la mirada que insista.

 

RAFAEL.- Accede. Necesito hablar unos instantes con estos señores.

TIMOTEO.- (Aparte.) ¡Bueno va!

JUAN.- (Aparte.) ¡Qué infierno!

CARMEN.- Vamos.

RAFAEL.- Aguarda, Salvador.

MARÍA.- (Aparte a HENNY.) ¡Qué desgraciada te hago, hija mía!

HENNY.- (Aparte a MARÍA.) ¡Bah, ya veremos!

 

Vanse los tres.

 
ESCENA III
JUAN, RAFAEL, SALVADOR y TIMOTEO.
 

RAFAEL- La presencia de mi hijo aquí, me explica la reserva que ha sucedido a la expansión de hace poco.

SALVADOR.- Pero…

 

Tratando de aclarar la situación.

 

TIMOTEO.- Reserva, no.

JUAN.- (Aparte a SALVADOR, conteniéndolo.) Ni una palabra: todo es preferible a la revelación.

RAFAEL.- La confidencia es disculpable y hasta natural, dada su significación en esta familia.

SALVADOR.- Aseguro a usted…

RAFAEL.- Estamos entre hombres y no hay para qué disimular nuestros sentimientos. Mi situación irregular ha producido este cambio.

TIMOTEO.- Se exagera usted la…

RAFAEL.- Ustedes han sabido que María no es mi mujer, y están mortificados muy justamente; pero van ustedes a permitirme que vindique a esta señora.

TIMOTEO.- No hay para qué.

JUAN.- Es inútil.

RAFAEL.- Por ustedes y por mi hijo, a quien hablo de ello por la primera vez. No quiero que presuman ustedes que han recibido en su casa a una advenediza cualquiera.

TIMOTEO.- ¡Por Dios!

RAFAEL.- Lo suplico: María es uno de esos seres organizados para ser felices, y más aún para labrar la dicha de los suyos; pero le tocó en suerte un marido…

JUAN.- (Conteniendo a SALVADOR, que quiere hablar.) ¡Silencio!

RAFAEL.- (A JUAN.) Usted debe conocerlo: el general Torroja.

JUAN.- Sí… Le conozco.

RAFAEL.- Pues… Ya sabe usted, un perdido.

 

Mientras RAFAEL se baja a recoger un guante que se le ha caído, JUAN va arrojarse sobre él, pero los otros le contienen, y él, repuesto, les da la seguridad de permanecer tranquilo, rogándoles al mismo tiempo que se callen.

 

JUAN.- ¡Hombre… un perdido, no! Es un militar pundonoroso, bien reputado, amante de su hija…

RAFAEL.- Ahora, tal vez, porque ya está en la edad de la razón; y el diablo, harto de carne… Pero si usted lo ha tratado, tendrá que convenir que en su juventud…

JUAN.- Sí: su juventud ha dejado algo que desear. ¡Se casó tan joven…!

RAFAEL.- Eso le disculpa, pero no le absuelve. Tropezó con esa desventurada víctima, que le amaba entrañablemente. Hoy mismo, cuando se le recuerdan sus felonías, todos los cargos que le hace se reducen a decir: "¡Pobre. Era un niño y ahora debe [de] ser tan desgraciado…!

TIMOTEO.- ¿Sí?

JUAN.- (Aparte.) Y acierta.

RAFAEL.- Todo lo soportó esa mártir con una resignación angelical. Desvíos, insultos, privaciones por el juego, queridas que le metió en su propia casa…

LOS OTROS.- ¡Oh!

JUAN.- ([Aparte,] conteniendo a SALVADOR.) Déjelo usted… Lo merezco.

RAFAEL.- Y para coronar la obra, un día, pretextando llevársela a paseo, coge a la niña, se embarca con ella en el vapor y se viene a Europa, dejando en Filipinas a aquella mujer, sin más amparo que el de Dios y el de las buenas almas.

JUAN.- ¿Entre las que figuraba usted?

RAFAEL.- Yo, sí señor. Yo, que buscando en los viajes un lenitivo a mi reciente viudez, llegué por entonces a Manila. Y a pesar de sus méritos personales y del irresistible atractivo que tiene la desgracia, le aconsejé a María que, antes de librarse a una acción judicial, le escribiese a su marido, haciendo un llamamiento a sus deberes y brindándole con un olvido generoso.

TIMOTEO.- ¡Eso le honra a usted mucho!

RAFAEL.- ¿Pues saben ustedes cuál fue su contestación? Que se las compusiera como pudiese.

TODOS.- ¡Oh!

RAFAEL.- Ahora, díganme ustedes si puede extrañarse nadie de que tamaña monstruosidad fuese pagada con este grito de desesperación. "¡Dios te perdone! Principiaste por hacerme infeliz y has concluido volviéndome indigna de poder dar un beso a la hija de mis entrañas!"

TIMOTEO.- Francamente, es atroz.

JUAN.- Él es el primero en confesarlo.

RAFAEL.- Al menos, es justo.

JUAN.- Sí, pero nosotros debemos serlo también con él.

RAFAEL.- ¿Cómo?

JUAN.- Usted nos lo ha pintado con los negros tonos de su juventud; en esa edad en que, inexperto el hombre, cuando carece de ejemplos a que ajustarlas, vacía sus pasiones tiernas todavía en los moldes defectuosos de una independencia prematura.

TIMOTEO.- Es verdad.

JUAN.- Pero yo que le he seguido en los campos de batalla y [en] las batallas de la vida; yo, que le he visto reírse de los balazos porque solo dejan cicatrices, y temblar ante las lágrimas porque, como la pólvora sin ruido matan a traición, puedo asegurarles a ustedes que la Divina Providencia le ha hecho purgar sus extravíos con usura.

RAFAEL.- Él siquiera tiene a su hija.

JUAN.- Sí, ¿pero como la tiene? Sabiendo que por la mañana, para engañar a su padre, se pone como un borlazo de polvos, una capa de alegría que deja luego en la almohada por la noche, cuando se restriega los ojos para enjugar el llanto.

TODOS.- ¡Oh!

JUAN.- Viéndola separada de su madre, a cuyos brazos no la puede restituir, reconociendo que -manchada y todo- es la más digna de sus besos porque ella se los ha dado puros muchas veces y él no la ha besado nunca más que para borrar. Y cuando, depuesto sus errores, ha reemplazado la indiferencia por el respeto y ha sustituido el cinismo con la vergüenza, se ve solo, con una conciencia que el acusa, con una hija que sufre y una mujer sin perdón posible porque, por encima de todo hay un obstáculo insuperable: ¡otro hombre!

TIMOTEO.- ¿Eh?

SALVADOR.- ¡General!

JUAN.- Otro hombre, a quien no le es dado matar porque no le ha ofendido. Otro hombre que le escarnece y a quien no puede ahogar entre sus manos para imponerle silencio, ni siquiera cruzarle la cara para desahogarse porque, después de todo, él no ha hecho más que recoger lo que el otro ha despreciado y dignificar lo que él ha escarnecido. (Apercibiéndose de su exaltación.) Dispensen ustedes mi arrebato. Se trata de un ausente y encuentro justo, ya que ni puede tomar venganza, que no se le niegue al menos la rehabilitación.

RAFAEL.- (Aparte a SALVADOR, comprendiéndolo todo.) ¿Es él?

SALVADOR.- Sí.

RAFAEL.- ¡General Torroja!

JUAN.- (Aparte.) ¡Me he vendido!

RAFAEL.- Ha sido usted poco generoso conmigo callando.

JUAN.- Al perder la felicidad, he conservado la vergüenza.

RAFAEL.- ¿Y por evitarme el rubor, me pone usted a mí en ridículo?

JUAN.- No lo veo; pero, en fin, si le alcanza a alguien, justo es que sea al que lo merece.

RAFAEL.- ¿Cómo?

JUAN.- ¿Quién está aquí en situación equívoca?

RAFAEL.- ¿Y quién la ha provocado?

JUAN.- Esa es una cuenta que solo atañe a mi mujer y a mí.

RAFAEL.- Y la otra, a mi conciencia.

JUAN.- Y a la sociedad, a quien usted miente, y yo no.

RAFAEL.- Si es una cuestión personal lo que viene usted provocando…

JUAN.- Por desgracia, no cabe entre nosotros.

RAFAEL.- Se busca un pretexto.

JUAN.- Sería desleal.

RAFAEL.- Pero se acaba de una vez.

JUAN.- Eso sí. Y si usted lo desea…

RAFAEL.- No lo deseo, pero no lo rehuyo.

JUAN.- Yo tampoco.

 

Agresivos ambos y avanzando uno hacia otro. SALVADOR se interpone.

 

SALVADOR.- Eso es. como si mezclándola con la sangre cegaran ustedes la charca de cieno que han abierto entre Henny y yo.

TODOS.- ¿Qué?

SALVADOR.- ¿Por vengar sus odios van ustedes a dar una solución al conflicto?

RAFAEL.- ¿Te constituyes en nuestro juez?

SALVADOR.- Cuando los padres no saben conservar el derecho de serlo de sus hijos, estos nos tienen otro recurso que enseñarles respetuosamente sus heridas, para pedirles que no las ahonden más.

TODOS.- ¿Cómo?

TIMOTEO.- Dice bien: donde no hay ofensa, el rencor se calla.

SALVADOR.- Digan ustedes lo que nos toca hacer en este caso a Henny a mí.

RAFAEL.- Consulta tu propio pudor.

SALVADOR.- Es al de ustedes al que apelo.

RAFAEL.- Hay cosas que no se preguntan. La cruz que adorna tu pecho y el honroso uniforme que vistes, arguyen valor y delicadeza, y ni debe faltarte corazón para arrostrar con ánimo sereno la prueba a que te somete el infortunio, ni puedes prescindir de ese otro generoso sentimiento que impulsa al hombre bien nacido a devorar sus lágrimas sin sacar los colores de la vergüenza al rostro de su padre.

SALVADOR.- Pero es inicuo también que esas cualidades, que usted me reconoce y con las que yo pensaba honrar mi apellido, solo las haya cultivado el militar y el caballero para sacrificarlas ante la conveniencia de un padre que, no habiendo tenido el valor de ahogar sus pasiones, no tiene ahora abnegación bastante para asumir la responsabilidad de las lágrimas que, injustamente, hace derramar a su hijo.

TODOS.- ¿Qué?

RAFAEL.- ¡Salvador!

SALVADOR.- Yo peleo sin quejarme, pero cuando me asesinan, grito. Ya he protestado ante la razón, ahora me inclino ante el respeto. Haga usted de mí lo que le plazca.

 

Pausa prolongada durante la cual cada uno busca un argumento que aducir y que, al ir a enunciar, suprimen por inútil, acabando por abandonarse al desaliento.

 
ESCENA IV

 

DICHOS; HENNY, que se queda escuchando desde la puerta.

 

TIMOTEO.- Pero… La solución; porque, en fin, esto debe tener una…

RAFAEL.- Que pretexte que ya no la ama.

SALVADOR.- ¡Yo no miento!

JUAN.- Decirle la verdad: que no puede ser.

SALVADOR.- Yo no la mato. El que tenga valor, que ejerza de verdugo.

HENNY.- (Presentándose.) No es necesario.

TODOS.- ¡Ella!

JUAN.- Pues… Henny, ya lo sabes. Fortaleza no te falta; ten resignación, hija mía.

HENNY.- He demostrado tenerla para todo lo irremediable; pero exigirme que sancione con mi resignación la monstruosidad y el absurdo, eso nunca.

TODOS.- ¿Qué?

HENNY.- (A RAFAEL y TIMOTEO.) Hagan ustedes el favor de dejarnos solos.

TIMOTEO.- (Llevándose a RAFAEL.) ¿Qué se propone?

JUAN.- ¡Henny!…

HENNY.- (A JUAN.) Tú entra allí con mi madre y espera a que os llame yo.

JUAN.- Pero…

HENNY.- Es tu sitio mientras los dos estéis a mi lado.

 

Vase JUAN por distinta puerta que RAFAEL.

 
ESCENA V
HENNY y SALVADOR.

 

HENNY.- No nos disimulemos la situación.

SALVADOR.- ¡Es espantosa!

HENNY.- Tu padre, ocupando el lugar del mío en el afecto de mi madre. Nosotros, siendo las víctimas inocentes de los extravíos ajenos…

SALVADOR.- Me parece soñar…

HENNY.- Pues despierta, porque urge tomar una resolución.

SALVADOR.- ¿Cómo?

HENNY.- Se ha abierto un abismo a nuestros pies, y hay que retroceder o salvarlo. ¡Elige!

SALVADOR.- No entiendo…

HENNY.- No; es que temes. Yo te infundiré ánimos. Te devuelvo tu palabra.

SALVADOR.- ¡Henny!

HENNY.- Yo he cumplido ya con mi deber; cumple ahora tú con el tuyo, diciéndome si la recoges o la mantienes.

SALVADOR.- ¿Puedes dudar de mi cariño?

HENNY.- Yo no dudo de nada, ni creo en nada, mientras los hechos no vengan a probarme qué debo dudar o creer. Responde: estoy impaciente.

SALVADOR.- Bien sabes que te amo sobre todas las cosas de este mundo.

HENNY.- Yo, no lo sé. y por eso te pido que lo demuestres.

SALVADOR.- ¿Acaso mi pasión se ha desmentido alguna vez?

HENNY.- No, pero ha corrido siempre por un cauce limpio de obstáculos, y ahora que encuentra un escollo, necesito saber si su corriente tiene la fuerza necesaria para pasar por encima, o si va a dividirse en dos, disminuyendo su caudal.

SALVADOR.- Te comprendo y me partes el alma, porque yo no sé prescindir de tu amor y, sin embargo, de no hacerlo así, tengo que pisotear el respeto que me merece mi padre.

HENNY.- No hablemos más: eres libre.

SALVADOR.- ¡Oh! Henny… Yo no quiero que tú me rechaces.

HENNY.- No. Te auxilio.

SALVADOR.- No me he explicado bien: es que dudo.

HENNY.- Eso basta..

SALVADOR.- Pero la duda está a igual distancia de él que de ti. Inclíname del lado que quieras. Convénceme, aconséjame…

HENNY.- ¿Yo?

SALVADOR.- Tú, sí. ¿Nuestra situación no es la misma? Pues bien: colócate entre tu padre y yo, y escoge.

HENNY.- No me atrevo…

SALVADOR.- ¿Lo ves?

HENNY.- No. Es que temo hablar porque no sé si tendrás valor para escucharme.

SALVADOR.- Yo he visto la muerte cara a cara.

HENNY.- Sí; en esas luchas de un momento en que se arriesgan unas gotas de sangre. Pero el valor que yo pido está más hondo: viene del sufrimiento, nadie lo ve, nadie lo recompensa, y, sin embargo, lo tiene uno que estar manteniendo toda la vida.

SALVADOR.- Yo también me he criado en el infortunio… Habla, te lo ruego.

HENNY.- Sí… No sé… Bulle aquí en mi cabeza una amalgama inconcebible de pensamientos confusos. No acierto a explicarme si soy un monstruo al pensar así o es que la fuerza de la razón y de la justicia me lleva por un camino diferente al que siguen los demás.

SALVADOR.- Tú eres inflexible con el deber y no puedes equivocarte. Habla, va en ello nuestra felicidad.

HENNY.- Los padres… Sí… Los padres. No hay nada más santo en el mundo, pero… ¿Lo son todos los que llevan este nombre?

SALVADOR.- No. Es verdad.

HENNY.- Son padres los que mantienen el decoro del hogar, los que dan a sus hijos el ejemplo de sus virtudes, los que envejecen a su lado, recibiendo besos a cambio de bendiciones. Entonces el respeto emana del cariño, la sumisión está encarnada en la naturaleza de la familia, y si el tronco sufre, las ramas se resienten porque todo es árbol que vive de la misma savia. Pero los nuestros, Salvador, Dios me perdone si los acuso; los nuestros tienen hijos, pero no son padres.

SALVADOR.- Sí, es cierto… Yo no me atrevía decirlo.

HENNY.- El tuyo profana el recuerdo de su esposa con una desgraciada mujer, de quien soy hija, porque he nacido de ella, pero que, por no haber sabido ser madre, me pone en el caso de tener que avergonzarme de quererte. Los míos me desgajan del tronco y me arrojan a la ventura; a ser buena o mala, según mis instintos, sin apoyo en la niñez, sin guía en la juventud, sin fe en el porvenir. Y cuando, en mi abandono, en mi soledad, en mi destierro de la vida, he reunido todas las fuerzas de mi alma para quererte, y he concretado en ti todo el afecto que ellos me han robado, son estos padres los que vienen a decirme: este hombre no puede ser tuyo porque nosotros no hemos cumplido con nuestro deber. Ayer, te privamos de una familia y hoy te prohibimos que te formes otra. Niña, te inmolamos a nuestros desaciertos; y, mujer, tienes que sacrificarte a nuestra conveniencia y a nuestras preocupaciones. Y bien. ¿Esto es justo? ¿Hay ley divina ni humana que me obligue a acatarlo? No. Ni Dios lo puede permitir sin que se ofenda a la moral, ni el mundo consentirlo sin que protesten de ello todos los padres honrados.

SALVADOR.- ¡Henny!… ¡Qué valor me infundes!

HENNY.- ¿Soy una desalmada?.

SALVADOR.- No.

HENNY.- ¿Marcho de frente?

SALVADOR.- Como siempre.

HENNY.- ¿Me sigues?

SALVADOR.- A donde vayas. Trázame el camino.

HENNY.- Es áspero.

SALVADOR.- No importa.

HENNY.- ¿Tendrás valor?

SALVADOR.- Contigo, sí.

HENNY.- Consulta antes tu corazón.

SALVADOR.- Es todo tuyo.

HENNY.- Piensa si me amas.

SALVADOR.- Desde hoy.

HENNY.- Por lo que más quieras… No me engañes.

SALVADOR.- ¡Henny!

HENNY.- Mira que no tengo a nadie más que a ti en la tierra…

SALVADOR.- Yo haré las veces de todos.

HENNY.- Que me mataría un desengaño…

SALVADOR.- Vivirás.

HENNY.- ¡Que te quiero mucho!

SALVADOR.- ¡Alma mía!

 

Le da un beso en la frente.

 

HENNY.- (Lanzando un grito.) ¡Ay!

SALVADOR.- (Avergonzado.) ¿Te he ofendido?

HENNY.- No, sino que es la primera gota de rocío que cae en mi corazón sediento, y me he estremecido al absorberla.

SALVADOR.- Vienen.

HENNY.- Vete. Dios te lo pague.

 

Besándole la mano. Vase SALVADOR.

 

 ESCENA VI

 

HENNY, MARÍA y JUAN.

 

HENNY.- Ahora yo no estoy sola; ya cuento con un sostén; ya tengo algo mío. A defenderlo.

MARÍA.- Es necesario concluir.

JUAN.- La natural impaciencia de tu madre te explicará que sin tu aviso…

HENNY.- Iba a llamaros… Sentaos junto a mí. Más cerca. Que sienta yo vuestro contacto, que me comuniquéis vuestro calor, sin huecos por donde pase el frío, como si formásemos una familia entera.

 

Se sienta entre los dos y les coge las manos.

 

MARÍA.- (Emocionada.) Sé breve; te lo suplico.

HENNY.- Llevo más de veinte años de callar; déjame que sea un poco habladora. Vosotros sabéis que yo amo a Salvador.

LOS DOS.- Sí.

HENNY.- Yo me he encontrado en el mundo recibiendo un golpe… así, como un pájaro que se cae del nido y se ve rodeado de reptiles que silban, cuyo peligro no conoce, pero de que instintivamente se asusta, sin poder huir de ellos, porque aún no tiene alas. Abandonado allí en el suelo, ve pasar las noches sin luz, los días con nieves y tempestades; y, siempre solo, aprende a pensar antes de tiempo en cuándo podrá volar para salir de aquella tumba que le han dado por estreno en la vida. Por fin, una vez logra saltar y gana una piedra. Estimulado por la primera revelación de sus fuerzas, da otro salto y se cobija en una mata. Y así, de brinco en brinco, con conatos de vuelo, balanceándose en una rama, tomando reposo en la punta de un árbol carcomido, llega a la derruida fachada de una antigua iglesia y se guarece en una hornacina, donde hay la imagen de un santo: Salvador. Él. El que le dice: "Eso que silba allá abajo, son serpientes que destilan veneno y que matan, pero aquí arriba no llegan nunca porque te cobijo yo". Y al oír su primer trino de alegría, aquella mano que lo arrojó del nido, lo arranca de su refugio y se lo devuelve a las víboras, con mayor inclemencia que nunca, porque ahora es grande y la presa es más codiciada: le han hecho aprender y conoce el peligro, tiembla de espanto y no puede huir porque le han roto las alas en su caída.

MARÍA.- Tu madre, no, hija de mis entrañas.

HENNY.- Esto, ni es justo, ni humano, ni moral.

JUAN.- ¡Henny!

HENNY.- No, no vengo a recordaros vuestra desgracia para torturaros; vengo a defender lo que no tenéis el derecho de quitarme.

JUAN.- ¿Cómo?

HENNY.- ¿No me privasteis ya de una familia? Pues no me vengáis a impedir el que me forme otra por el solo placer de que me quede sin ninguna.

JUAN.- Nos juzgas mal. Nosotros no te hemos privado de una familia por el gusto de abandonarte, sino porque… hay circunstancias en que… se hace imposible el trato entre dos personas.

MARÍA.- No, Juan. Cuando se tienen hijos, los padres se aniquilan, desaparecen, no deben vivir más que para ellos.

HENNY.- Eso es.

JUAN.- ¿Qué hacer entonces cuando dos caracteres no concuerdan? ¿Cuando se rompe la armonía del matrimonio?

HENNY.- ¿Qué hacer? Pues… aguantarse. Se encierra cada cual en sus habitaciones. Y se acabó el trato íntimo, el afecto, la consideración, todo; pero… entre vosotros. Delante de los hijos, como si fuerais los seres más felices de la tierra. ¿Qué tenemos que ver nosotros en vuestro carácter? ¿Qué responsabilidad nos alcanza en vuestras disensiones? ¿Con qué derecho os separáis privándonos de vuestro apoyo en la existencia? Eso sería bueno si os exigiésemos que nos dieseis la vida. ¿Pero qué culpa tenemos de haber nacido? Ninguna. Vosotros no nos pedís nuestro consentimiento para ponernos en el mundo.

MARÍA.- Basta.

HENNY.- Espera: yo te he esperado más aún.

JUAN.- Siento tenerte que recordar que estás hablando con tus padres.

HENNY.- ¿Y qué?

JUAN.- Que los hijos nos debéis siempre sumisión.

HENNY.- Cuando pequeños, sí, porque sois más grandes y podéis más.

LOS DOS.- ¿Qué?

HENNY.- Pero cuando respetuosamente vienen a sacarlos de su error, los padres deben escuchar las quejas de los hijos, porque, si los han herido la primera vez, no pueden estar muy seguros de no matarlos la segunda.

LOS DOS.- ¡Ah!

HENNY.- Yo le amo; él me adora. ¿Por qué os oponéis a que seamos felices?

MARÍA.-A tu padre, a mí no: con mi sangre compraría yo tu dicha.

JUAN.- Henny, tú has recibido una educación muy independiente, y no alcanzas a comprender que el hombre tiene deberes para con la sociedad…

HENNY.- Pero entendámonos: si la sociedad es justa, os debe tener excluidos de su seno y, por consiguiente, ninguna cuenta tenéis que dar a quien no os la viene a pedir.

JUAN.- Pero nos tolera…

HENNY.- Pues en ese caso, sería injusta no tolerando también a los hijos, que son la parte inocente y sana de la familia…

JUAN.- Pero… nuestro decoro; nuestra propia decencia…

HENNY.- Dale su nombre: vuestro egoísmo.

LOS DOS.- ¿Cómo?

HENNY.- ¿Qué le importa al mundo de dónde se viene ni a dónde se va? Decid que os causa rubor nuestra dicha porque habéis vivido siempre en la desgracia. Que encontráis irregular nuestro cariño, porque turba la serenidad ficticia de vuestra situación que os habéis acostumbrado a creer normal. Que preferís considerarnos como grandes criminales a confesaros vosotros simples pecadores.

LOS DOS.- (Ruborizándose.) ¡Ah!

MARÍA.- ¡Hermoso privilegio el de la virtud: merecer del delito que se avergüencen en su presencia!

HENNY.- No, padres míos. Yo no quiero que humilléis la frente ante vuestra hija, sino que levantéis vuestro espíritu hasta su inocencia. Yo le amo…

MARÍA.- ¡Juan!

JUAN.- ¡Me asesináis! Mira, Henny: cualquiera podría decirnos todo eso, menos una hija que lleva nuestro nombre, a quien hemos dado nuestra sangre, a quien consagramos nuestro cariño y cuya misión es respetar, compadecer y compartir nuestro infortunio: porque los hijos deben seguir en todo la suerte de los padres.

HENNY.- ¿En todo?

JUAN.- Sí.

HENNY.- Pues oye bien. Yo no he mirado el amor como un aliciente de la vida, sino como un asilo contra la adversidad. No ha sido para mí una flor que se coge al paso, sino un albergue en que poder cobijarme al salir de un nido falto de calor. Yo me lo he ido construyendo piedra a piedra, sólido, como dirigido por la precaución de mi desgracia; vasto para que cupiese en él todo mi afecto, y embellecido por la esperanza para que sonriesen en él las ilusiones… si venían. Y lo he concluido, y estaba contenta de mi obra, y ya iba a entrar en él, casi feliz, sin tener la clemencia de cogerme entre sus escombros… ¡Padre! Esto no es justo… Esto no puede ser. Ten compasión de mí, que hasta ahora me había mantenido sin llorar… Y que no quiero maldecir nunca…

JUAN.- ¡No me tortures!

MARÍA.- (A JUAN.) Ten entrañas.

JUAN.- Pero, alma mía… ¡Si no puede ser!

HENNY.- Entonces, ¿qué hago yo con este amor que no me puede salir del pecho? ¿Encerrarme en un claustro? No tengo vocación. ¿Ser su querida? No quiero.

LOS DOS.- ¡Ah!

JUAN.- Eso, nunca.

HENNY.- ¿Nunca? Pues ya ves cómo tú mismo convienes en que los hijos no deben seguir en todo la suerte de sus padres.

MARÍA.- (Echándose en sus brazos.) ¡Conciencia mía!

JUAN.- No puedo más.

 

ESCENA ÚLTIMA

 

DICHOS; CARMEN, RAFAEL y TIMOTEO, por una puerta; JULIA y SALVADOR, por otra; LOLITA, volviendo del balcón que deja abierto y a cuyo lado se mantiene; y al final LUISITO encaramándose a la barandilla.
 

LOLITA.- ¡El carruaje…!

JUAN.- (Aparte.) ¡Por fin!

CARMEN.- Veníamos a avisar…

JULIA.- (Dando un ramito a MARÍA.) Estas flores, para el camino.

SALVADOR.- (A HENNY.) ¿Y bien?

HENNY.- (Aparte, a SALVADOR.) ¡No me abandones!

RAFAEL.- ¿Vamos? (A HENNY.) Permítame usted que le pida perdón por haber contribuido a destruir su dicha.

HENNY.- (Repuesta, casi humorística.) Al contrario: a mí me toca pedírselo a usted, y a todos, por el acto de rebelión que voy a ejecutar.

TODOS.- ¿Cómo?

HENNY.- Haciendo uso de mi derecho.

JUAN.- ¿De tu derecho?

HENNY.- ¿Pues qué? ¿La ley que autoriza a los padres, cuando están quejosos de sus hijos, a declararlos pródigos, a incapacitarlos, a desentenderse de ellos, invocando el apoyo del juez, no nos había de facultar a nosotros a tomar represalias cuando ellos no hacen lo que deben?

TODOS.- Pero…

JUAN.- Acabemos.

HENNY.- Sí, acabemos. Lo que no se desata, se corta. (a TIMOTEO.) Señor magistrado.

TIMOTEO.- ¿Eh? Ese tono…

HENNY.- Vengo de oficio. Cumpla usted con el artículo cuarenta y siete del Código Civil.

JULIA.- El mío.

TODOS.- ¿Qué?

TIMOTEO.- Que en mi calidad de Juez, y sin perjuicio de llenar las formalidades legales, vengo a suplir el disenso paterno, para que Henny, que desde este instante queda depositada aquí, se case judicialmente con Salvador.

TODOS.- ¡Ah!

JULIA.- ¿Es posible?

SALVADOR.- (Corriendo a HENNY.) ¡Mi alma!

CARMEN.- Y yo, madrina.

 

Lloriqueando y abrazándola.

 

MARÍA.- (Besándola.) ¡Hija de mi corazón!

RAFAEL.- (A SALVADOR.) Pero tú…

SALVADOR.- (Abrazándolo.) Todos hemos cumplido con nuestro deber. ¡Padre, me declaro en huelga!

LOLITA.- El cochero dice que es tarde.

RAFAEL.- Sí… Ni un minuto más.

MARÍA.- ¡Adiós!

HENNY.- No, hasta pronto.

 

Todos se dirigen al foro, donde hay gran expansión en la despedida entre HENNY y su madre, que se besan con delirio. JUAN se deja caer en una silla y TIMOTEO lo consuela.

 

JUAN.- ¡Dios la haga tan feliz como desgraciado es su padre!

LOLITA.- (Aparte a LUISITO, al lado del balcón.) Mañana, lo mismo. ¡Adiós!

LUISITO.- (Gateando por los hierros.) Y en cuanto salga usted de menor edad, como la prima… artículo cuarenta y siete.

 

FIN DE LA COMEDIA

volver índice