UNA VENTANA CON
VISTAS
Josep Lluís Sirera
Universitat de València
Un montaje como punto de partida.
En el momento de escribir el presente artículo,
Arturo Sánchez Velasco, el autor de esta Ventana que
analizo aquí ha subido por tercera vez a los escenarios. En
las dos ocasiones anteriores en Madrid, ahora en Valencia. No
habiendo podido ver el montaje de En-cadena, la
impresión que saqué del segundo (Martes, 3: 00 a.
m.: más al sur de Carolina del Sur) fue que resulta,
hoy por hoy, harto difícil desarrollar eficientes pautas
interpretativas que se adecuen a lo que determinadas escrituras
proponen. No es un problema nuevo, desde luego, y lo hemos podido
ver (y padecer) en diferente grado con montajes de otros
dramaturgos actuales. Pero esto, claro está, nos
llevaría a un terreno más que resbaladizo.
En esta tercera ocasión, sin embargo, las cosas han
seguido un rumbo diferente. Consciente, sin duda, el autor de que
su escritura exige un grado de implicación más que
notable por parte de sus intérpretes (director incluido),
ha ido modelando su obra de acuerdo con las sesiones de trabajo
que Ximo Flores, director del valenciano Teatro de los
Manantiales, ha desarrollado, con la participación claro
está de los dos actores intérpretes: Eda Atienza y
Xuso Hernández. La experiencia, además, ha implicado
a otro autor, Xavier Puchades, cuyos textos conviven (y bien) con
los de Arturo Sánchez Velasco. El resultado final,
Escoptofolia (al que deseo, de todo corazón, larga
vida) es tremendamente complejo, pues así fue su
gestación, pero al mismo tiempo apunta detalles muy
esperanzadores: frente a la teoría de que los textos de
autores como Sánchez Velasco o Puchades (y no hace falta
que diga que a ambos se les ha alineado -con mayor o menor
malicia- entre las filas de los bradomines, facción Sanchis
Sinisterra vía Lluïsa Cunillé y Paco Zarzoso)
son excesivamente parcos, pobres, o substraídos, Ximo
Flores demuestra que poseen una fuerte carga de plasticidad, de
visualidad, de teatralidad en suma.
Más allá de lo que acabo de decir, y que a lo
sumo permitiría calificar a Ximo Flores como un
hábil (y sensible) director de escena, Escoptofilia
nos ofrece otro rasgo bien interesante: el despliegue de
procedimientos y técnicas actorales que tratan de acercar a
los intérpretes a las pautas antedichas. Se dejan ambos la
piel en cada representación, desde luego, pero sin caer en
ningún momento en las trampas que les tienden
técnicas interpretativas más o menos herederas del
Método (se puede substituir este por el adjetivo que
más rabia dé, aunque todos sabemos a qué me
refiero). Hay, en definitiva, en este montaje, mucho de
laboratorio, pero los resultados son esperanzadores. Y esto es
importante en los tiempos que corren, pues resulta evidente que se
demuestra aquí la solvencia dramática y teatral de
los autores y de sus respectivas poéticas.
La mirada como nexo.
Pero no me interesa solo Escoptofilia como ejemplo
de puesta en escena interesante y sugerente. Porque a
través de lo que nos ofrece podemos apreciar también
la importancia que Sánchez Velasco concede a la mirada,
mejor dicho: a la acción de mirar. Ya sé, por
descontado, que es esta una característica que le une a
otros dramaturgos actuales (y baste con La mirada de
Yolanda Pallín como ejemplo), pero Sánchez Velasco
va un poco más allá del acto de mirar y de la
persona que mira, y extiende su reflexión hacia lo mirado.
Mejor dicho: podríamos decir que nosotros somos, en cierta
medida, aquello que miramos. Una mirada, por lo demás, que
se plantea no como una simple consecuencia de la voluntad sino que
se encuentra encorsetada, tecnificada, mediatizada en suma.
Dirigida. En Escoptofilia, por ejemplo, los personajes y
sus acciones se nos ofrecen como objetos de nuestras miradas en
tanto en cuanto se desdoblan constantemente en mirada
pública y mirada privada, y es la segunda -al sernos
ofrecida explícitamente como la más interesante- la
que nos convierte en mirones o, por decirlo más suave, en
asistentes a una ceremonia de exhibición de la privacidad.
De aquí que el proceso de comversión en payasos
de los actores sea más pertinente que el propio
número que ejecutan, o que lo interesante de los cambios de
vestuario sea el hecho mismo de cambiar, no la utilidad que pueden
llegar a tener los disfraces
al final, el espectador (y
nunca más apropiado este término) habrá visto
lo que el director habrá querido, y de la forma que este
habrá dispuesto (tras telones, mediante fotografías
o vídeos
). Frente a la vieja utopía más
o menos romántica del ojo del espectador que vaga libre
sobre la escena, Escoptofilia nos devuelve a la realidad de la
focalización sin tapujos, de la falta de libertad que como
espectadores tenemos, y que puede ser que no sea sino un trasunto
de la falta de capacidad real para decidir aquello que queremos
ver (¿acaso los telediarios de las diferentes cadenas no nos
presentan todos ellos de las mismas noticias y nos ofrecen las
mismas imágenes?). Que, además, veamos lo que en
realidad menos visible tendría que ser, abre otra
reflexión, de implicaciones sociológicas profundas,
y que no es ahora ni el momento ni el lugar para
desarrollarla.
Vale todo lo anterior, en buena medida, para Ventana.
Una obra de título altamente revelador: al fin y al cabo,
las ventanas que pueblan el escenario ("De todos los tipos:
cuadradas redondas arco de ojiva / con cristales sin cristales
mate vidrieras con motivos / religiosos profanos pecaminosos
marcos de madera aluminio / Profan papel al exterior interior al
cielo al más allá / y, por supuesto, con rejas", se
nos informa al principio de la obra) juegan un papel de nexo
bifronte entre la mirada y lo mirado. Por una parte se convierten
en lupa que refuerza la capacidad para ver, pero por otra parte
tienden un velo, alejan aquello que vemos, lo opacan. Situadas
"entre el cielo y la tierra" acercan lo mirado pero al tiempo lo
hacen inaccesible, lo desrealizan: si nubes y montañas se
confunden, podemos tener la esperanza de que, si somos capaces de
enfocar correctamente a través suyo podremos ver el mar
aunque se encuentre este a setenta kilómetros de distancia.
La falacia de este pensamiento, acomodaticio, lo ponen al
descubierto el Hombre y la Mujer (los únicos personajes
que, significativamente, no vienen denominados por su rol social)
en la última situación de la obra, que tiene lugar,
más significativamente aún, en la azotea. La obra
concluye, con todo esperanzadoramente: el "Nos sobran las
ventanas" final se abre hacia el deseo de mirar sin mediaciones,
directamente. Como la lluvia belbeliana de Després de la
pluja, que también transcurre en una azotea, espacio
mágico o no espacio si se prefiere, que ha sido explotado
con gran habilidad por dramaturgos actuales: desde la escena de la
Paracaidista de Nocturnos de Paco Zarzoso hasta la
más reciente Azotea de Xavier Puchades, por no citar
sino dos obras de dos autores con los que Arturo Sánchez
Velasco mantiene interesantes puntos de contacto. Pero ya
volveremos más adelante sobre este final.
La ventana, en la frontera.
La necesidad de ventanas, de espacios a través de
los cuales mirar el exterior (¿hará falta decir que
nos encontramos en un teatro de interiores?
Aunque se trate,
eso sí, de unos interiores tan desangelados, tan
impersonales, como bastantes de los espacios exteriores que
abundan en el teatro de los noventa) tiene su correlato en el
recurso a una gran cantidad de adminículos que permitan
hacerlo. Como en Escoptofilia, ya lo he dicho, se recurre
al vídeo, a la transparencia, a la cámara oculta,
los personajes de Ventana necesitan prismáticos, catalejo,
luz eléctrica obviamente
pero también "una
escalera lo suficientemente larga, una de ésas que apenas
ocupan espacio y que de pronto despliegan su extremo para que
suban doce o veinte personas a la vez, como bomberos, pero
más larga aún..." (porque de lo que se trata es de
poder ver la curvatura de la tierra). Así, la mirada se
proyecta más allá de los límites
físicos que marcan las rejas que convierten las ventanas de
caminos por donde proyectarse en barreras que hay que intentar
traspasar aunque sea con la vista. La Administradora del Hostal
(significativamente llamado Hostal Cadenas, para hacer
juego con la reja de la ventana) al mirar a través de esta
puede taladrar las fincas colindantes con su mirada. Cliente y
Vendedor ven a través del tragaluz/ventana más
allá de todo lo permisible.
¿Solo ven? Quiero decir: ¿qué más
hacen? La respuesta nos la podemos imaginar. El tiempo de la
mirada es, en cierta manera, el tiempo de una aparente no
acción. El Francotirador espera el paso de la comitiva
presidencial, el Vendedor (que en realidad es el mismo personaje)
espera vender su terreno a un Cliente más bien
reticente
No se trata, sin embargo, de una espera ausente de
tensión: las tres parejas que protagonizan la obra
desarrollan estrategias específicas y permanecen al acecho.
El lector (y el eventual espectador) se encuentra, en
consecuencia, atrapado por una estructura muy dramática y,
si así puede decirse, hasta clásica, ya que cada una
de las tres líneas argumentales que se alternan en el
desarrollo de la obra parecen exigir su específico
desenlace. Desenlace que, ni decir tiene, llegará
finalmente. Arturo Sánchez Velasco no obra así de
forma muy diferente a gran parte de los escritores de los noventa,
quienes, a despecho de lo que cierta crítica algo
despistada pueda afirmar, construyen sus obras de una forma muy
teatral, con conocimientos de carpintería incluso.
Antes de analizar someramente la construcción de estos
desenlaces quisiera indicar que uno de los grandes méritos
de esta obra (si no el mayor) es la sencillez de los
procedimientos de que se vale el autor para que esa necesaria
tensión se haga presente en escena. Sencillez, y eficacia.
Hay, en primer lugar, una acertada conjugación de los
valores simbólicos que desprenden las ventanas, tal y como
he indicado: no es casual, por ejemplo, que la Habitación A
(el espacio del Hombre y de la Mujer) esté poblada por
ventanas: "Los marcos de las ventanas cuelgan del techo. Hay una
por cada pared. Excepto en el lateral derecho (Este), donde se
abre una puerta". Unas ventanas que en las sucesivas escenas "van
bajando desde el techo". Como tampoco que el espacio donde Cliente
y Vendedor despliegan su particular pugna consista en una
"habitación rectangular prolongada hacia el lateral
derecho, donde se abre un tragaluz en el techo. Ventana al Sur
(público), que irá bajando hasta llegar a ras de
suelo. Ventana interior al fondo, siempre cerrada." En fin, el
tercero de los espacios con su carácter mucho más
aséptico ("Habitación rectangular alargada hacia el
foro. Ventanas orientadas al Norte [foro] y al Oeste
[lateral izquierdo]") nos sitúa en un espacio
impersonal, a caballo entre lo público y lo privado: una
habitación de hotel, en definitiva.
No se trata solo de simbolismos, sin embargo. Arturo
Sánchez Velasco sabe dialogar con soltura (lo había
demostrado ya en sus anteriores obras) y aquí lo pone de
manifiesto. Característico en esta obra es el contraste
entre los parlamentos que parecen sujetos a esta particular
poética de la sustracción, en la actualidad
tan controvertida (pero tan eficaz teatralmente: a las obras de
Lluïsa Cunillé me remito) y aquellos en los que los
personajes se valen generosamente de la palabra para seducir a su
interlocutor. Característica es también la
oscilación entre una palabra que se mueve en unas
coordenadas de mayor cotidianidad y la construcción
poética de algunos fragmentos. El primer parlamento puesto
en boca de la Mujer es un buen ejemplo de esto último:
"Porque el hombre aún recuerda el sabor de la carne cruda,
/ porque aún pueden distinguirse las huellas del
austrolopitecus en la arena, / porque Miró no era pintor
más que la noche antes de salir de caza / y Philip Glass
músico cuando encendían la hoguera; / porque la
Naturaleza censuró los desnudos de Adán y Eva, / nos
parece tan extraño descubrir que la Tierra es plana / y que
los océanos rebosan en cascada hacia el vacío." Por
contra, en esa misma escena encontramos una utilización
extremadamente concisa de la lengua teatral: "MUJER.- Pero veo
montañas por encima de las montañas. / HOMBRE.- No
te engañes. / MUJER.- Totalmente nevadas. / HOMBRE.- Son
nubes. / MUJER.- Tiene que ser el Himalaya. / HOMBRE.- Es el
efecto Froyle o... / MUJER.- ¡Qué! / HOMBRE.- O algo
así. / MUJER.- Te lo estás inventando."
La azotea como espacio de libertad.
Llegados a este punto, volvemos a encontrarnos con lo que
más arriba decíamos sobre el final de la obra: la
azotea como último espacio representado y la taxativa
afirmación del Hombre que cierra la obra ("Nos sobran las
ventanas"). Pero, ya lo he dicho, previamente tendrá que
cerrar el autor las otras dos tramas: la Administradora y el
Francotirador se encontrarán, en su última escena,
ante un hecho inesperado: la comitiva, tan esperada, no llega y
todo parece haberse detenido en la calle. La espera
resultará inútil. ¿O no? El diálogo gira
entonces sobre el color diferente que tienen los recuerdos y las
visiones. Es un fragmento, por cierto, de gran belleza, y de gran
eficacia teatral además, ya que permite que la mirada a
través de la ventana se proyecte hacia las estrellas. La
amnesia de la Administradora hacia lo que podríamos
denominar su historia personal, sus recuerdos, cierra la
situación. Como si la posibilidad de ver más
allá que tiene (más allá de la ventana, de
los muros de las casas vecinas) y que le permite ver el tono
rojizo de todo aquello de lo que se aleja, se revelara
inútil para ver más acá. Pura visión
socializada o, si así puede decirse, personificación
del carácter neutro, vacío (en tanto en cuanto
público) del espacio que administra. El Francotirador,
fracasada su misión, abandona la estancia y se aborta
así la incipiente complicidad que se había llegado a
establecer entre ambos.
No fructifica tampoco la relación Vendedor-Cliente.
Aprovechando el momento mágico en que la ciudad parece
haber suspendido toda su actividad, el Vendedor se manifiesta
dispuesto a ir más allá de las ventanas, a subir a
un avión que le lleve tras las montañas que divisaba
a través de ellas. Ruptura física de quien
(Francotirador / Vendedor) se revela capaz de salir fuera, de
tomar decisiones y de escapar. Ni que decir tiene que el Cliente,
como antes había sucedido con la Administradora, se
atrinchera en su habitación. Satisfecho de su estado, lo
exhibe orgulloso: "Yo ya tengo mi paraíso de islas. (Se
gira y abre los brazos mostrando su habitación.) Para
mí solo. Un vacío que llenar de sentido. Desde
aquí todos los paraísos parecen pequeños. La
apariencia de que no hay nada, de que el planeta te ha encogido
como a un Principito cualquiera y que el horizonte queda bajo tus
pies. Piensas: para qué caminar. Saltarás y el
planeta ya habrá completado media rotación.
Saltarás. Como una rana capaz de salpicar todo un
océano en su caída. (Salta sobre un charco.)
¿Quién quiere paraísos habitados?"
Se desarrolla a continuación una escena sin
diálogos, titulada reveladoramente Mudanzas, que refuerza
mediante una serie de acciones la lectura simbólica de las
escenas anteriores: la inmovilidad del Cliente, la apatía
de la Administradora y la actividad de los otros personajes: el ir
y venir del Francotirador / Vendedor y la actividad del Hombre y
de la Mujer, quienes proceden a vaciar de ventanas los espacios de
la representación, para preparar uno nuevo, el de la
azotea. Espacio de libertad, ya lo he indicado antes, y por eso
sin límites físicos, acotado solo por las luces.
Pero en el que también es posible ver anochecer por el
este, y en el que espacio y tiempo se dan la mano "MUJER.- Todas
las veces que no nos quedaba tiempo y sin embargo seguíamos
corriendo. / MUJER.- Sobra tiempo. / HOMBRE.- Tú lo has
dicho. Sobra el tiempo. / MUJER.- Sobra espacio. Podríamos
estar aquí, simplemente oteando en la punta de un
rascacielos. O encerrados en una jaula sin más barrotes que
las sombras. / HOMBRE.- Nos sobra el día, la noche para
nosotros. / MUJER.- Nos sobra luz. Miramos al fondo, las brumas,
los montes, los ríos, los árboles, las rocas, las
nubes, los campesinos arando mares o los tejados de las casas
planeando en el cielo, las manos acariciando el infinito, los ojos
recobrando el equilibrio, los oídos desacostumbrados al
silencio, los ladridos de la llanura, a media luz, a media
oscuridad, a medias. / HOMBRE.- Nos sobran los recuerdos, las
imágenes. / MUJER.- Es como si cada uno estuviese en un
polo y viésemos la aurora boreal en cada uno de nuestros
cielos. / HOMBRE.- Distinta. / MUJER.- Pero con el mismo
dibujo."
La obra se cierra, pues, recuperando en toda su plenitud el
hálito poético con que se inició, y que en
realidad no había sido abandonado casi nunca. Y lanza, como
decía al principio, un mensaje esperanzado: "HOMBRE.- Como
si ahora mirásemos más allá, en una muestra
evidente de que nos sobra vista, y encontrásemos el
Everest. / MUJER.- (Miran fijamente al Sudeste.) ¿Lo ves? /
HOMBRE.- (Pausa.) Nos sobran las ventanas."
Es evidente que lo aquí dicho no reflejo sino mi lectura
de un texto tan rico en sugerencias como esta Ventana de
Arturo Sánchez Velasco. Pero tengo por igual de evidente
que, leamos como leamos esta obra, siempre apreciaremos la
existencia de un trabajo de elaboración teatral muy
cuidada. Sería ahora el turno, y en consecuencia el riesgo,
de asumir su representación en condiciones. El autor, desde
luego, no deja aquí demasiadas opciones a lecturas
más o menos manifiestamente naturalistas. Su poética
exige (por lo menos desde Martes
) a su vez una
poética interpretativa específica, como sucede con
tantos otros autores actuales. Se trata de una exigencia tanto
más difícil cuanto Arturo Sánchez Velasco no
es un autor-director, ni creo que tenga intención de
convertirse en autor de los montajes de sus obras. Autor a lo
sumo, y basta. Pero no desesperemos: o mucho me equivoco o no le
llevará tanto tiempo en encontrar su director (o que este
le encuentre a él, que es lo que suele ocurrir con mayor
frecuencia). Y a tenor de lo dicho antes, sus actores, por
supuesto.
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