EL CID DEL CANTAR: EL HÉROE LITERARIO Y EL HÉROE ÉPICO
Rafael Beltrán
(Universitat de València)
La dedicación de Ramón Menéndez Pidal a la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar y al Cantar de Mio Cid, que había comenzado con la magna edición del Cantar de Mio Cid. Texto, gramática y vocabulario (3 vols.,1908-1911), y seguido con la publicación de La España del Cid (1929), supuso un inestimable aluvión y una incesante criba y revisión de datos, hasta el final de sus días. En la obra pidaliana, el riguroso uso de información documental subraya siempre la extraordinaria significación histórica y simbólica del Cid. Se le reprocha al filólogo e historiador una exagerada estima del valor histórico del Cantar, y la consiguiente minusvaloración de su condición primordial de obra literaria, de obra de ficción. Pero Menéndez Pidal interpretaba sus datos &emdash;tal vez erróneamente a veces&emdash;, partiendo del deslinde previo insoslayable entre verdad histórica y realidad literaria, deslinde que él contribuyó como nadie en su momento a fijar, y en el que los estudios del último cuarto de siglo han seguido incidiendo, tratando de enfatizar su fractura con una visión pidaliana todavía excesivamente historicista, pero advirtiendo, sobre todo, que, desde el mismo siglo XI en el que Rodrigo Díaz de Vivar vivió, la persona, el personaje literario (no sólo el del Cantar, sino los distintos Cides de una tradición plural y compleja) y el símbolo se han presentado profusa y en muchas ocasiones confusamente amalgamados. Esa advertencia se ha hecho denuncia en la crítica histórica y literaria de los últimos treinta años, con una llamada de atención &emdash;y parece la alerta continúa siendo necesaria&emdash; ante el hecho de que estos tres aspectos del Cid han de ser claramente disociados, si se quiere que sigan manteniendo una relación comunicante rica y abierta, como la que muchas veces los ha iluminado recíprocamente. Porque, lamentablemente, otras muchas veces la falta de clarificación ha permitido un aprovechamiento vil e indigno de la memoria histórica y literaria, con ejemplos muy patentes, no tan lejanos, durante el franquismo. Nadie querrá hoy ver cómo "el Cid, con camisa azul / por el cielo cabalgaba", guiando a los nuevos cruzados, como pretendía la historiografía y mitología nacionalista de los vencedores de la guerra civil de 1936-1939. Pero nadie querrá tampoco que el Cid se asocie a unas supuestas y rancias esencias hispánicas, por culpa de la desviada extrapolación de ideas que se explican perfectamente dentro del espíritu de la Generación del 98, o de afirmaciones del propio Menéndez Pidal, heredero orgulloso de ese espíritu, como continúan haciendo algunos &emdash;cierto que ya muy pocos&emdash;, cuando intentan metamorfosear lo que fue una literatura de exaltación de un héroe castellano, en un ambiente de guerra y frontera durante los siglos XII, XIII y XIV, en glorificación ucrónica de una visión feudal y grandiosa de Castilla, identificando lo castellano con una realidad plurilingüística y multicultural mucho más amplia que lo respeta, integra en su pasado y presente, y supera.
Si queremos contribuir a que se elimine definitivamente cualquier resabio de interesada confusión entre persona histórica y personaje literario y simbólico, no parece ejercicio vano tratar de rebajar hasta prácticamente cero, si no borrar del todo, el ruidoso volumen de hueca altisonancia en el uso de una palabra tan sobreutilizada como héroe &emdash;y más, cuando va unida al Cid&emdash;, valorando la figura heroica no como abstracción, sino como realidad dentro de un contexto histórico y literario muy concreto. A cambio, ver de entroncar, de manera lo más sencilla y cabal posible, la heroicidad cidiana dentro de ese contexto que la justificaba y exigía. Nuestro pensamiento, hoy, podrá entender (intelectual y distanciadamente) el valor de esa figura en el pasado, al tiempo que despreciará &emdash;y no hay por qué buscar excusas a ese desprecio&emdash; lo que significarían en la actualidad los valores de exaltación guerrera de la violencia arrogante y despiadada que representan héroes con base histórica, como el Cid Campeador.
El héroe no existe
El héroe es, dice Joseph Campbell, una de las mil caras de Dios. El héroe, por tanto, no existe... como ser humano. El poder divino se multiplica en mil ayudantes delegados que, como las propias divinidades, son fundamentadores arquetípicos de un orden. Héroes míticos o culturales, creadores de leyes y normas y, por tanto, de vida social. Héroes trágicos o épicos, que reafirman con sus acciones el orden general y los papeles y estatutos personales y de grupo en la sociedad. Héroes literarios, nacidos en fases posteriores, de circunstancias muy variadas, que pueden corresponder incluso a seres con biografía real. Héroes humanos (pero aquí ya estamos utilizando la metáfora): personas que admiramos o reverenciamos, porque alcanzan la excelencia en su campo de actuación personal o pública. El héroe, en fin, no existe como tal, empíricamente; sólo representa, o nos representa.
¿Existió alguna vez el Cid heroico? Nos interesará contestar a la pregunta, en la medida en que nos interese mínimamente &emdash;por razones literarias, pero también, ¿por qué no?, éticas&emdash; el asunto de la heroicidad, "la tarea del héroe", como la llama Fernando Savater. "Héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia". La virtud (del lat. vir, 'fuerza, valor'), entendida como un comportamiento socialmente admirable, en el que los hombres reconocen su ideal activo de dignidad. "Los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la posibilitan: cuando actuamos, siempre adeptamos en cierto modo el punto de vista del héroe y nada lograríamos si no fuera así. (...) Todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín en su fuero interno. No es incompatible este saludable delirio con la lúcida visión de nuestra condición menesterosa, sino que es en parte corregido por ella, pero en parte sirve para corregirla".
Se habla constantemente del Cid heroico, cuando no del Cid mítico, confundiendo términos como "mito", "epopeya", "cuento" "leyenda", "fábula", "ficción", que se entrecruzan conceptualmente a veces y que el lector medio no delimita con exactitud. ¿Fue el Cid un héroe? ¿Representó a un héroe? Una vez aceptada la premisa de que el héroe no es más que una representación simbólica, asumiremos la idea que la Edad Media tenía de héroe, es decir, la de un guerrero o santo tan excelente o sobresaliente que sus hechos resultaban dignos de recitación, canto y alabanza, susceptibles de gesta. Desde ese punto de vista, desde luego que el Cid fue héroe. Tenemos testimonios de que, todavía vivo, sus hazañas ya eran cantadas. El panegírico cidiano más antiguo que conservamos es el Carmen Campidoctoris ('Canto del Campeador', sería la traducción; compuesto probablemente entre 1093 y 1094), que comienza aludiendo a la necesidad de cantar las hazañas de nuevos héroes, más cercanos en tiempo y espacio, que reemplacen a los antiguos, puesto que las de éstos dejan insensibles a los oyentes. El carmen comienza diciendo (traducidos los versos del latín original): "Narrar podríamos algunos hechos / de los de Paris, de Pirro y de Eneas / que muchos poetas con alabanzas / nos han escrito. / Mas ¿a quién recrean lances paganos, / si por antiguos ya no nos gustan? / Cantemos, por esto, las nuevas guerras / de don Rodrigo". El poeta utilizaba, desde sus primeros versos, un tópico retórico culto, el desprecio de la materia antigua, el mismo que introduciría Jorge Manrique casi cuatro siglos más tarde para justificar la presentación de la figura heroica de su padre, Rodrigo Manrique: "Dexemos a los troyanos / que sus males no los vimos / ni sus glorias; / dexemos a los romanos, / aunque oímos y leímos / sus historias. / No curemos de saber / lo de aquel siglo passado / qué fue d'ello; / vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello". El Carmen Campidoctoris, primer panegírico cidiano conocido, habla, así, de la historia del Cid &emdash;como Jorge Manrique habla de la historia de su propio padre&emdash;, pero lo hace aferrado desde el primer momento a la literatura, como con miedo al despegue de lo histórico, esbozando con pinceladas de encendido color retórico &emdash;pura técnica, nada natural ni espontáneo&emdash; la primera pintura de la figura cidiana.
El Cid: héroe literario
La leyenda épica, el mito épico, forma parte de la segunda de las dos grandes esferas narrativas alrededor de las cuales &emdash;dice Northrop Frye&emdash; ha girado la literatura occidental desde siempre: la bíblica y la profana. El universo mítico bíblico relata la epopeya del creador: su héroe es Dios. El universo mítico profano cuenta la de la criatura humana, a través de vidas o fragmentos de vida del hombre que busca a alguien o busca algo. Podrá ser Ulises, podrá ser el Cid. El regreso a Ítaca, la recuperación de la honra. ¿Historia o ficción? Ficciones en la historia, puesto que cada época inserta en sus producciones artísticas consignas y preceptos políticos y religiosos, normas ideológicas, como piezas de un código con el que se ofrece integración al receptor en un mundo cohesionado y organizado.
No podemos comparar la vida del Cid con la heroica de Edipo, Teseo, Rómulo, Jasón, Heracles, Apolo, Zeus, Dionisos, Moisés, José, Sigfrido, Arturo, Robin Hood, etc., que son algunos de los héroes que para Lord Raglan cumplen la mayoría de las etapas &emdash;pues la historia del héroe mítico y folclórico, decía Raglan, no es la de los incidentes de una vida real, sino la de las etapas de una carrera ritual, y por tanto repetitiva&emdash; dentro de un esquema común: la madre del héroe es una virgen de la realeza, su padre es un rey, a menudo pariente de su madre, las circunstancias del nacimiento del héroe son extraordinarias, se dice que es hijo de un dios, nada más nacer su padre o su abuelo materno tratan de matarlo, pero logra escapar a la muerte, al hacerse mayor regresa o va al que será su reino, vence a un rey, gigante, dragón o bestia salvaje, muere misteriosamente, a veces en lo alto de una montaña, su cuerpo no es enterrado...
La carrera ritual va asociada al relato mítico, folklórico y, a veces &emdash;pero no precisamente en el caso del Cantar&emdash;épico, pues en la liturgia de la recitación importaba más la celebración que la información o el recuerdo, más la repetición que la valoración. Y la celebración es insistencia en el rito: renovación de la victoria con sentido cada vez diferente. Los relatos de héroes históricos, como el Cid, mantienen a veces muy fresca la huella de los incidentes de esa carrera ritual, transformando esas etapas en pasos iniciáticos de una mayor verosimilitud, que hacen compatibles vida heroica ideal con vida histórica real. Aunque el personaje del Cid y el mundo que nos presenta el Cantar sean llamativamente realistas, reflejando usos, costumbres y actitudes históricas, otros Cides de la literatura no escaparán a la atracción del esquema mítico. Así, el Cid joven de Mocedades de Rodrigo, poema épico del siglo XIV, mata a Diego Laínez, padre de doña Jimena, y se auto-impone cinco pruebas antes de casar con ella; o el Cid legendario de algunas crónicas particulares de los siglos XV y XVI gana batallas después de muerto; o el Cid del Romancero o de las Mocedades hace gala de una rebelde osadía contra el rey Alfonso que ni por asomo se muestra en el poema. El Cid del Cantar mantiene elementos épico-míticos de gran rentabilidad literaria &emdash;la tríada de posesiones honoríficas: barba, caballo y espada&emdash;, pero no sigue la carrera del héroe mítico.
El Cid: héroe épico
La imagen heroica del Rodrigo Díaz de Vivar que nos ha legado el Cantar de Mio Cid es, así, una de las muchas &emdash;aunque posiblemente la más sólida&emdash; que ha tenido el Cid a lo largo de la historia del arte y la literatura. En este caso, se trata de una imagen mediatizada por la pertenencia a un género que imponía un marco literario, es decir, una serie de posibilidades temáticas y técnicas (de disposición y estilo), al tiempo que una serie de restricciones. La epopeya ya era definida por Aristóteles, que partía del referente homérico, como relato de hechos nobles (primera restricción, que implica temáticamente heroísmo bélico o religioso). El anonimato, la composición en versos uniformes, sin partición estrófica, la transmisión oral, el uso abundante del discurso directo, la acumulación de fórmulas o clichés que se repiten a lo largo del recitado, y que permiten breves descansos mentales al recitador, etc., son algunas de las caraterísticas técnicas que permiten incluir dentro de la épica obras producidas a lo largo de nada menos que 4000 años, desde la epopeya del héroe asirio Gilgamesh, h. 2000 a. J., hasta los poemas épicos serbo-croatas que perduran hasta este siglo y que se han grabado en la antigua Yugoeslavia.
A la vista de este enorme mundo épico referencial, de cuya cadena la épica medieval es sólo un conjunto central de eslabones, lo destacable de la imagen cidiana en el Cantar es, además de su coherencia y solidez, su novedoso realismo. El personaje del Cid en el Cantar está mucho más cercano a la realidad histórica que la imagen que nos presenta de Roland la Chanson de Roland, o del rey Etzel el canto de Los Nibelungos, o de Fernán González el Poema de Fernán González, o del propio Cid las Mocedades de Rodrigo.
Pese a esa cercanía y aunque el Cantar de Mio Cid sea mucho más fiel a la realidad histórica que la gran mayoría de los poemas épicos, se debe relativizar esa fidelidad. Entre el acontecimiento histórico que narra un poema épico y la primera noticia de ese poema pueden pasar tres siglos, como ocurre entre la batalla de Roncesvalles (778) y la versión más antigua de la Chanson de Roland (h. 1125), o entre la vida de Fernán González (siglo X) y la composición del Poema de Fernán González (segunda mitad del siglo XIII). Durante ese lapso se producirán una serie de alteraciones de la historia inicial que justifican el apartamiento de los hechos históricos a veces irreconocibles. Hay que tener en cuenta que la audiencia de la épica, en su mayoría analfabeta, no sólo consentía la alteración de hechos históricos del pasado a la luz del presente, sino que la exigía. No sabemos con exactitud el lapso transcurrido entre la muerte del Cid (1099) y la composición del Cantar, puesto que el códice que conservamos sólo consta una fecha de escritura o copia, que corresponde a 1207, firmada por Per Abat, que pudo haber copiado otro texto (¿cuántos años anterior?). Pero incluso en el muy improbable caso de que el poeta hubiese coincidido en vida con el Cid, y aunque hubiese asistido a alguna de sus campañas, habría tenido una visión limitada y parcial de sus hazañas, de las geografías lejanas, de los personajes, y su relato se habría plegado, por exigencias del auditorio, a modificaciones sustanciales de la realidad &emdash;sin conciencia de estar mintiendo&emdash; desde el primer momento.
En el Cantar se encuentran elementos históricamente constrastados, pero no es un relato histórico, ni de la vida del Cid (cubre sólo una parte, la última, de su vida), ni de sus andanzas durante su postrer destierro y conquista de Valencia. Naturalmente que exilio y conquista son históricos, así como también las campañas aragonesas, o la fundación de la sede episcopal en Valencia. En la primera parte del Cantar hay, de hecho, un reflejo simplificado del destierro del Cid (aunque el Cid histórico fue desterrado dos veces), y hay errores explicables poéticamente (como que Murviedro aparezca conquistado antes que Valencia (históricamente fue al revés). Pese a que la ruta cidiana literaria no se corresponde con la ruta histórica, hay bastante exactitud geográfica. La mayoría de personajes mencionados tuvieron existencia real, aunque no siempre manteniendo la relación que se establece en el Cantar. Álvar Fáñez era sobrino del Cid, pero no lo acompañó en todo su destierro. Las hijas del Cid existieron (también un hijo, que no menciona el Cantar), pero no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, y no iban a ser reinas, como el poeta confunde. Hay personajes totalmente inventados, como los judíos Raquel y Vidas. Martín Antolínez y Félez Muñoz no tienen existencia histórica comprobada. Tamín, rey de Valencia, y sus generales, Fáriz y Galve, son personajes fabulosos. Más aún, en la segunda mitad todo el argumento gira en torno a episodios ficticios: el casamiento de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, la afrenta de Corpes, la corte de Toledo, los duelos... En fin, el Cantar es una obra histórica &emdash;historia verdadera para sus oyentes&emdash;, pero no un reflejo exacto ni objetivo de la realidad de Rodrigo Díaz de Vivar y su época. Dentro de este contexto, podemos entender mejor el comportamiento del Cid como personaje heroico del Cantar. Su caracterización entrará siempre dentro de la vertiente de lo factible, de lo posible. El único episodio que podría ser considerado fantástico, la aparición y palabras proféticas del arcángel Gabriel (vv. 404-10), se produce verosímilmente en sueños.
¿Qué más verista que un héroe "mesurado"? Como ya destacaba Menéndez Pidal en 1913, el componente fundamental del carácter del Cid poético es la mesura. La mesura, que es una virtud retórica, de habla ("Fabló Mio Cid bien e tan mesurado", es frase épica, o cliché en el Cantar), se extiende al terreno del comportamiento, que revela un carácter equilibrado, sensato. A veces la templanza, virtud cristiana relacionada con la mesura, implica resignación. Armado de ella, ni en los momentos de más honda preocupación, como a la salida de Vivar, pierde el Cid &emdash;y tenía "grandes cuidados" como echarla al traste&emdash; la compostura:
Sospiró Mio Cid, ca mucho avie grandes cuidados;
fablo Mio Cid bien e tan mesurado (vv. 6-7)
Como señala Alan Deyermond, esa mesura, aplicada a la acción, se convierte en prudencia y destreza mental:
Todo héroe de un poema épico es fuerte y valiente, pero no todos son prudentes. A veces la división entre fortitudo y sapientia es explícita, como en la Chanson de Roland: "Rollant est proz e Oliver est sage" (v. 1093). (...) Es notable que emplee tácticas muy parecidas en la toma de Alcocer (vv. 574-610) y en la corte (vv. 3145-3214): hace creer a sus adversarios que pueden aprovecharse de su debilidad, les corta el camino de escape y les vence. (...) En sus acciones demuestra la misma mesura que en sus primeras palabras ("bien e tan mesurado", v. 7).
En efecto, la fortitudo no será solamente fortaleza física, sino capacidad de actuación, ya en solitario, ya como caudillo. Y la sapientia, incluirá la sagacidad y la astucia. Aplicada a la esfera familiar, la sapientia implica una responsabilidad hacia la honra de su mujer y el bienestar de sus hijas, que se cifra en el logro de unos buenos matrimonios.
Pero el Cid es un infanzón feudal, un militar y, obviamente, un temible guerrero violento:
¡Quál lidia bien sobre exorado arzón
mio Çid Ruy Díaz el buen lidiador (vv. 733-34)
Su violencia sería inmisericorde, como se trasluce en el asalto a la pacífica villa de Castejón, contra cuyos laboriosos habitantes, moros inermes que acuden al trabajo, cae la espada cruel:
en mano trae desnuda el espada
quinze moros matava de los que alcançava (vv. 471-72)
Pero la misma mesura le conduce a no entender la ganancia como algo personal, sino colectivo. La alegría del Cid &emdash;entiéndase satisfacción&emdash; siempre es compartida, y recorre el Cantar a medida que se va cumpliendo el proceso de recuperación de su honra difamada:
Alegre era el Çid e todas sus compañas (v. 1157)
Alegre era mio Çid e todos sos vasallos (v. 1739)
Alegrava's el Çid e todos sus varones (v. 2315)
No por desprendida generosidad caballeresca, que no sería cualidad loable, sino porque como jefe supremo su obligación es velar por el bienestar de sus hombres y recompensarlos, no sólo con ganancias perecederas, sino con posiciones estables, como cuando llegan a Valencia.
¿Y el Cid majestuoso, el Cid grandioso, la pieza pétrea del texto románico? Rebajado y humanizado: modelo creíble e imitable (por alcanzable) para el varón guerrero, oyente del Cantar, que luchara en frontera &emdash;como había luchado el propio Cid&emdash; en el siglo XII. Lo cierto es que donde otros héroes épicos luchan aguerridamente contra el mal absoluto, representado por monstruos terribles (Ulises contra el Cíclope, Beowulf contra Grendel, Roland contra los sarracenos), en el Cantar, donde ese mal esta rebajado a términos mensurables de mezquindad humana (la de los Infantes de Carrión), el Cid se comporta, dentro de esa humanización, con virtuosa grandeza de héroe, imperturbable al no dejarse llevar por los duros ataques del mundo exterior. Ni actúa con rebeldía ante el rey, ni con saña contra los Infantes: en vez de tramar una venganza sangrienta, común en otros textos épicos castellanos y europeos, la restitución de su honra vendrá dada por la legal seriedad de un proceso jurídico en regla. La solidez poética del personaje hace que ese comportamiento resulte integrador de voluntades (desde el rey hasta los vasallos) y evita que la solemnidad se haga hierática, o plana, como en el chato bajorrelieve que perfilan otros héroes medievales. Hasta cierto punto, esa gravedad de la figura, que provoca orden y concierto en cuanto alcanza y rodea al Cid, podría tener que ver con un fondo religioso, y relacionaría al personaje del Cantar con las biografías de santos, es decir, con las hagiografías, como ya apuntó Leo Spitzer:
El carácter del Cid &emdash;nada dramático en el sentido moderno de que no hay en su alma conflictos&emdash; es el de un santo laico, que por su sola existencia, por la irradiación milagrosa de su personalidad, logra cambiar la vida exterior alrededor de sí, gracias a una Providencia cuyas intervenciones, si no frecuentes, son decisivas en el Poema.
En todo caso, esas posibles actitudes de "santo laico" no eliminan la prioridad del pragmatismo bélico del personaje, por encima de cualquier tipo de conmiseración u otra virtud cristiana. Baste otro ejemplo de comportamiento con los moros vencidos, donde el Cid rechaza fríamente la posibilidad de acabar con los pocos moros vivos tras el asalto a Alcocer, ante la poca rentabilidad de una nueva masacre, y prefiere mantenerlos como esclavos:
Oíd a mí, Álbar Fáñez e todos los cavalleros:
en este castiello grand aver avemos preso,
los moros yazen muertos, de bivos pocos veo;
los moros e las moras vender non los podremos,
que los descabecemos nada non ganaremos,
cojámoslos de dentro, ca el señorío tenemos,
posaremos en sus casas e d'ellos nos serviremos.&emdash; (vv. 616-622)
El Cid, como si de un héroe realista (casi barojiano) se tratase, combate la adversidad con todo un programa de acción, desplegando incesantemente fuerza y poder, con la mesura siempre como principio rector.
Alberto Montaner, en la mejor edición del Cantar publicada hasta la fecha, reconoce en el carácter heroico del Cid una variedad de registros muy considerable, y más teniendo en cuenta las convenciones del género. El poeta no hace infalible al personaje, porque quiere humanizarlo. Sin menoscabo de su talla heroica, lo presenta comportándose de manera afectuosoa con su mujer e hijas (llega a desfallecer, al separarse de ellas en Cardeña), no consiguiendo siempre la victoria completa, con raptos de cólera o desagrado (pese a la templanza dominante), irónico y hasta socarrón en los momentos más solemnes. Así, el Cid no es un héroe imposible para su auditorio medieval, sino verosímil, porque:
transmite un programa de acción concreto y posibilista. (...) El Cid se convierte así en un modelo paradigmático al que se podría intentar imitar o bajo cuyas órdenes se podía militar. Él ya no estaba, pero sus descendientes aún podían desempeñar su papel de caudillo, ya que "oy los reyes d'España sos parientes son" (v. 3724).
Con estas conclusiones coincide Francisco Rico, en el "Estudio preliminar" a la edición mencionada:
No hay que pasar de los primeros versos para advertir que los rasgos más notorios del Campeador, apenas sale a escena, no son el ímpetu o la extremosidad distintivamente épicos, sino actitudes y sentimientos que pertenecen al ancho marco de las experiencias posibles en todos los hombres. (...) Inútil, pues, insistir en que la semblanza del protagonista es la manifestación primaria de la voluntad de arrimar el mundo de la gesta al mundo del auditorio.
¿Qué auditorio? El de infanzones, como el propio Cid, el de caballeros villanos, el de hombres que luchan en frontera durante la lenta reconquista, en los siglos XII y XIII, al servicio de un señor o del rey, con oportunidades mil de hacer fortuna, como había hecho el Cid, su héroe.
En tal atmósfera, pues, el Cantar narraba una historia que no sólo se sentía sustancialmente verdadera como cosa del pasado, sino como modelo viable para el porvenir. La elevación del Cid y los suyos era un proceso que caballeros y aun peones de la extremadura de Soria y Segovia podían imaginar como propio, en tanto acorde con sus mejores esperanzas económicas y sociales.
Al bajar al Cid al terreno de los mortales, el autor del Cantar compuso tal vez un poema menos "épico" que otros europeos medievales, pero la expansión de Castilla en aquellos siglos de Reconquista, alrededor de la derrota de los almohades en la Navas de Tolosa (1212), necesitaba exhibir los modelos plausibles de héroes que encarnaran, como el Campeador, el éxito de aventureros emprendedores, reclamando con ese grave modelo, temerario como el joven Roldán pero cauteloso como el viejo Carlomagno, el apoyo de una clase necesitada de constantes estímulos de acción y signos de victoria.