El Arcipreste de Talavera y el problema de las mujeres (1)
Robert Archer
Cervantes Chair of Spanish, King's College LondonUna de las obras de Luis Cranach el Viejo que llevan el título ‘Adán y Eva', es propiedad del famoso Courtauld Gallery de Londres donde tengo la enorme suerte de poder verlo cuando quiera porque la Courtauld está justo al lado del departamento donde trabajo. Este maravilloso cuadro fue pintado alrededor de cien años después de que Martínez de Toledo compusiera el Arcipreste de Talavera, pero a pesar de la distancia temporal capta perfectamente el problema que querría comentar hoy en relación con aquel texto. Es una de las obras más bellas de las muchas que Cranach hizo en torno al tema de la caída del hombre, tema que pintó también Cranach hijo. (2) En ella introduce los elementos que comúnmente aparecen en este tipo de escena: la serpiente que se desliza entre las ramas del árbol, y las bestias que lo rodean, representadas en posturas de mansa obediencia ante los únicos habitantes del paraíso. En el centro del cuadro, Eva sostiene en su mano izquierda la rama que ha acercado hacia ella para alcanzar la manzana, la cual, con su mano derecha, ofrece a Adán. Éste también coge la manzana, ya mordida por Eva, con su mano derecha, de modo que los primeros padres se unen en el momento que precede la caída.
Hasta aquí la escena es perfectamente convencional; pero hay otro detalle en este cuadro que sólo aparece en un par de las versiones de los Cranach. Vemos que Adán, cuya mirada parece vacilar entre los ojos de Eva y la manzana, se rasca la cabeza con un gesto de duda y de perplejidad. En parte el gesto es una reacción ante la invitación de su esposa a romper el único mandato prohibitivo de Dios, el de no comer la fruta del árbol de la sabiduría. Pero también entendemos que el gesto corresponde al hecho de darse cuenta de que este otro ser que Dios ha creado, usando parte de su propio cuerpo para hacerlo, es capaz de tener pensamientos y propósitos que no coinciden con los suyos y que él ni siquiera es capaz de anticipar. Cranach nos muestra a Adán justamente en el momento de darse cuenta de que ahora tiene que compartir la creación de Dios con alguien cuya alteridad -cuya calidad de ser otra, diferente de Adán- impide que éste la conozca por lo que es. Lo que se ve representado aquí es el momento en que empieza para los hombres lo que podríamos llamar 'el problema de la mujer' -es decir, la búsqueda de respuestas a la pregunta que se plantea una y otra vez en los muchos textos medievales, tanto los hispánicos, como los de otras tradiciones: 'Quid est mulier?' '¿Qué es la mujer?'
De lo que intentaré persuadiros es de que este mismo problema está presente de una forma viva, insistente, perturbadora y nada resuelta, en el Arcipreste de Talavera, y de que podemos entender la obra mejor si dejamos de suponer, como es normal hacerlo, que se trata simplemente de una obra misógina o, aun más equivocadamente a mi ver, de un ejemplo de la tradición del llamado 'maldezir de mugeres'. Mi propósito es demostrar que calificar de 'misógina' sin más a la obra de Martínez es hacer caso omiso de una dimensión importante del sentido del libro, dimensión que no tiene nada que ver con el llamado 'maldezir de mugeres'.
Tenemos que empezar por perfilar la hipótesis en que se basa esta interpretación. Es la siguiente. El conocimiento del mundo en el período medieval cristiano dependía casi exclusivamente de la sabiduría que se atribuía a las 'autoridades' -bíblicas y patrísticas generalmente. Obviamente estamos muy lejos de la época de la investigación empírica de los fenómenos naturales. Esta dependencia de las autoridades se extendía también a la mujer, pero en el caso de este campo del conocimiento humano lo que decían las autoridades era especialmente inconsistente e incluso contradictoria, mucho más de lo que la mayoría de los escritos sobre la mujer nos dan a entender. Como ejemplo de esto, podemos considerar primero un pasaje de la traducción castellana de la obra italiana del XIV, Fiori di virtù, que describe el problema de manera sucinta.
En el capítulo 5 de Flor de virtudes esta obra desarrolla una teoría del amor humano, el cual es parte de una sección más amplia sobre las diferentes formas del amor ('amor e buena voluntad', 'amor de Dios', 'amor de parientes', 'amor de amistad', 'amor de namoramiento'). Este último, el amor humano, se comenta al final de todo. Se arguye que, al contrario de la creencia común de que los hombres quieren a las mujeres sólo por amor carnal, hay en ellos -al igual que en los pájaros y las bestias- una inclinación natural a amar a su semejante. Este es un amor que 'non es en poder del hombre' (692). El autor alude a la opinión de algunos hombres de que a las mujeres no se debería amarlas de cualquier manera que implique la participación del alma (a través de las operaciones de lo que el autor llama el 'deleite interlectual' sic); estos mismos hombres afirman que, por el contrario, ‘ninguno non devía amar a mugeres, synon tan solamante por dormir con ellas carnalmente' (p. 693). En este contexto se introduce un breve resumen de lo que las 'actoridades' -bíblicas, clásicas y cristianas, junto con Avicenna- han dicho en alabanza de las mujeres o para difamarlas. De hecho, se trata de una breve antología de sentencias y aforismos sobre las mujeres sacados de la Biblia y de la tradición sapiencial que incluye obras como el Libro de los buenos proverbios, Bocados de oro, Proverbios de Salamón, y el Llibre de paraules e dits de savis e filòsofs.
Es entonces cuando el autor ofrece una explicación de por qué algunas de estas autoridades habían hecho declaraciones misóginas en sus escritos. Al hacerlo señala el problema fundamental que surge de las declaraciones provenientes de las autoridades cuando se pronuncian sobre la naturaleza de la mujer:
La verdadera absoluçión de los dichos e abtoridades, las cuales son las unas contrarias de las otras: bien es verdat que Eva dañó, e la Virgen María salvó. Asymesmo dize San Agustín: ninguna cosa non fue peor ni mejor al mundo que la muger. (694)
Es decir, las abtoridades de manera colectiva se contradicen en lo que se refiere a la mujer, presentando una imagen de ella que es de una polaridad irreconciliable. Esta polaridad la representa Eva de un lado, y del otro, la Virgen María, madre del salvador. Es totalmente típico de la manera en que los textos medievales hispánicos abordan el problema que el autor de Flor de virtudes entonces decida optar por una de las dos soluciones principales a las que se recurría en el corpus de textos sobre la mujer: la misoginia por un lado, o la defensa por otro. En este caso, opta por escribir en su defensa.
La condenación del sexo femenino, o la defensa, son las manifestaciones más obvias del problema de la mujer, pero al mismo tiempo son por lo general las dos maneras por las que se evita enfrentarse con él. Aquellos escritores que abordaban el tema de la mujer escribían desde un orden simbólico determinado que les fallaba siempre en su intento de comprender el objeto de su discurso. Como mucho, todo lo que podían hacer era intentar resolver las contradicciones a través de los géneros literarios y las convenciones que les deparaba la tradición. Pero, en la práctica, ya que el problema no era soluble y no había lugar para las interrogativas no resueltas, el problema se inscribió en un género bicéfalo: la misoginia-defensa. Lo que propongo es que en muchos textos hispánicos desde finales del siglo XIV hasta las primeras décadas del XVI, el problema, real, auténtico, persistente, y siempre sin resolver, se hace sentir en una forma u otra, y que la presencia de este problema modifica o incluso socava la postura desde la cual se escribe un texto determinado.
Una consecuencia de la tendencia inevitable de los escritores de esta época (y después) de adoptar posturas que se basan en una u otra de las dos posiciones es que en el trabajo crítico del siglo pasado sobre estos textos, desde el fundamental de Barbara Matulka de 1931, encontramos una suposición muy arraigada de que había en el siglo XV en España un llamado 'debate' en torno al tema de la mujer, una especie de querelle des femmes como la que había tenido lugar a finales del XIV en Francia. Está implícita en esta suposición que, en aquellas obras sobre el tema de la mujer que se decantan hacia la postura negativa en este 'debate', el tema se aborda siempre desde una perspectiva ideológica consistente y única, de modo que se ha ido dando por sentado que no tiene nada de problemático el hablar del concepto de la misoginia con referencia a obras escritas en épocas y contextos tan diferentes como el Arcipreste de Talavera, el notorio maldezir de mugeres de Pere Torroella, la glosa de Juan de Tapia de 'Yerra con poco saber' del mismo Torroella, o la Repetiçión de amores de Luis de Lucena.
La obra de Martínez de Toledo es quizá una de las víctimas principales de esta suposición. De acuerdo con este modelo de lectura, el Arcipreste de Talavera llega a ser un maldezir de mugeres en prosa (un reciente y excelente artículo sobre Martínez de Catherine Brown une explícitamente los dos títulos), es decir un texto escrito dentro del mismo marco ideólogico que el notorio poema de Torroella. Lo que propongo es que la obra de Martínez, al igual que todos los textos sobre la mujer, merece que se lo lea en términos propios, por lo que es, es decir un libro que se acabó de escribir en 1438, mucho antes de los demás textos hispánicos del XV a los que se ha ido llamando 'misóginos' y que se supone que han contribuido al llamado 'debate'. Para hacer esto, para leer el Arcipreste de Talavera por lo que es, tenemos que leerlo a la luz de textos anteriores a él, y no desde la perspectiva de lo que se escribió después, y leerlo también en relación con el problema de la mujer que he esbozado.
Uno de aquellos textos anteriores es el Llibre de les dones de Francesc Eiximenis, una obra cuyo objetivo es mostrar cómo las mujeres pueden vivir como buenas cristianas. El método de Eiximenis es, primero, identificar aquellos defectos de las mujeres que se suponían ser inherentes a su sexo, y después ofrecer un programa de autoconciencia y de reforma moral para remediar estos defectos. Es una obra que Eiximenis conocía, de eso no hay duda, y está documentado que pagó para que se hiciera una copia del libro. No se pone el énfasis, aunque fuera fácil hacerlo, en el papel primordial de la mujer en el pecado. Y sin embargo, lo que se evidencia al comparar estos primeros capítulos de Eiximenis y el texto de Martínez es que, en términos generales, la base conceptual para la denunciación por Martínez de las maldades de las mujeres es la misma que la que usa Eiximenis para construir un programa de reforma moral. Esta base incluye los defectos de la avaricia, la vanidad, el uso de cosméticos, la inestablilidad emocional e intelectual, la falsedad y el engaño, la desobediencia y la contrariedad, el orgullo, la locuacidad, la malicia y una tendencia a montar una escena cuando están disgustadas con los hombres.
Es verdad que faltan en la descripción de la mujer que realiza Martínez algunos elementos importantes que en la obra de Eiximenis se presentan como factores mitigantes en lo que se refiere a su culpabilidad en el mal que es capaz de hacer: estos elementos incluyen su debilidad física y moral y su inteligencia inferior, factores que suponen que ella es menos responsable de sus propias acciones que el hombre; el que esté sometida más que el hombre a las pasiones le dificulta el uso de la razón; y el mayor grado de dolor físico natural al que se ve sujeta reduce sus poderes de resistencia ante el pecado. Martínez tampoco atribuye a la virtud de la vergüenza el valor que tiene para Eiximenis y, después, para otros escritores como Martín de Córdoba o Juan Luis Vives para quienes es una cualidad femenina especial que les ayuda en las pruebas morales de la vida a las que se ven expuestas. Es también verdad que hay otros elementos de la descripción de Eiximenis de la condición natural de la mujer que son menos mitigantes de su culpa moral de los que Martínez se vale poco o nada. Uno de ellos es la idea bíblica de que el sufrimiento físico de la mujer (en el parto y en la regla) son el modo por el que Dios le castiga por el pecado de Eva, y, más importante aun, la idea de que las mujeres son esencialmente veninosas de acuerdo con la naturaleza de la sierpre que la sedujo -una idea, como ha demostrado Michael Solomon, que se apoya en las creencias médicas de la época.
No obstante estas diferencias en la selección de características femeninas entre los dos textos, el Arcipreste de Talavera contiene un núcleo de nociones generales sobre la mujer idénticas a las que Eiximenis expone en los primeros capítulos del Llibre de les dones. Estas actitudes generales no ofrecen ninguna dificultad especial en lo que concierne su aplicación a la cuestión del amor desordenado de la que se ocupa Martínez. La diferencia principal entre los dos textos no está en el material que los dos contienen, sino más bien radican en el uso que de él hace cada uno.
Una diferencia fundamental es la manera en que los dos autores tratan el tema del 'maldezir', el hablar mal de las mujeres. Para Eiximenis, lo que él hacía en los primeros capítulos de su libro -la descripción de los defectos generales de las mujeres, apoyada en la referencia constante a las 'autoridades' bíblicas, patrísticas, y escolásticas, y enmarcada en el contexto de la caída del hombre y sus consecuencias teológicas- no tenía nada que ver con la denunciación genérica de la mujer, en forma hablada o escrita, práctica que Eiximenis considera una forma de la calumnia o difamación (malparlar) y que denuncia como algo ofensivo a Dios, ya que no tiene en cuenta las maneras en que el creador ha querido privilegiar a ciertas mujeres.
Emperò, ja per res que dit sia, negú no pens que meysprear ne malparlar de dones en general sia bona cosa ne plaent a Déu. Rahó és car, no contrastant lurs deffalliments damunt dita, nostre Senyor les ha volgudes en algunes coses axí exalçar que tot lo món deu haver temor de parlar mal d'elles.
En cambio, Martínez por su parte, reconoce abiertamente que su discurso es de maldezir, y habla explícitamente del tema varias veces, pero lo hace siempre insistiendo en la necesidad moral de denunciar la maldad. Pero es significativo que en ningún momento intente justificar su acto de maldezir sólo con referencia a las mujeres. Más bien invoca la regla general, aparentemente sin consideraciones genéricas, y una larga tradición de maldezir con fines moralizantes:
El mundo es hoy tan malo que bien decir es muerte, maldecir es gloria delectable. Esto sea quanto a mi escusaçión, por quanto sé bien que si dixe, que de mi ha de ser dicho; pero de otros muchos dixeron a los quales no sería yo digno de descalçar su çapato.
La práctica de maldecir en realidad es el único aspecto de su manera de tratar el tema de la mujer ante el cual Martínez siente la necesidad de ofrecer una justificación. A la luz de las coincidencias con una obra como la de Eiximenis, esto no es sorprendente ya que las ideas que Martínez desarrolla no son nada discutibles, basadas todas en la visión de las mujeres generalmente aceptada -es decir, unos seres humanos esencialmente falibles en varios aspectos de sus vidas, y, como consecuencia, aun más propensas a pecar. Pero, la práctica del 'maldecir' es harina de otro costal. Ya es un tema polémico en la obra de Eiximenis, y no sorprende que Martínez se sienta obligado a explicar la negatividad despiadada de sus argumentos, mediante pasajes como el que acabamos de leer, y otros, como el de II, xiv, donde pide que 'non digan que [este compendio] fue manera de mal decir e mal favlar dellas'. Asimismo, en toda la Tercera Parte intenta subsanar el aparente desequilibrio en la manera en que ha tratado en las Partes anteriores a los dos sexos; y no sólo eso, sino que también describe en algunas de las secciones de esta Parte las complexiones de los hombres desde la perspectiva de sus efectos en las vidas de las mujeres.
La respuesta de Martínez ante la condenación que realiza Eiximenis del malparlar como práctica para él injustificable, es afirmar que, al contrario, es un elemento esencial de su propio propósito moral de mostrar los males del amor mundano: 'maldezir' es la vía de la salvación (gloria delectable) tanto para aquellos que son las víctimas del amor de las mujeres, como para las mujeres mismas, a través de su reforma moral. De este modo, la definición que realiza Martínez de su obra como un acto de 'maldezir' sólo se puede entender a la luz de lo que había dicho Eiximenis sobre el malparlar, y, que no se puede relacionar, como la cronología ya nos debería indicar, con el concepto posterior del 'maldezir de mugeres' que surgió del poema de Torroella y de la literatura, mayormente de tipo cortés, a la que dio lugar en la segunda mitad del siglo. Aquel 'maldezir de mugeres' torroelliana ya era otra cosa: una especie de transferencia cultural desde la tradición lírica occitano-catalana del maldit particular y general al contexto muy diferente de la lírica castellana en la que no había tal tradición en los géneros poéticos. Aunque ambos tipos de 'maldezir' surjan, desde luego, de la tradición misógina medieval, el primero se origina en una polémica que ya existía en el discurso moral; el segundo entra en el mundo cortés, creando su propia polémica. No deberíamos confundirlos.
La necesidad en que se vio Martínez de justificar el 'maldezir' surge directamente de su decisión de basar la mayor parte de su libro en otro texto -como todos sabemos-, el libro 3 del De amore de Andrés el Capellán. Varias secciones de este libro le proporcionan a Martínez la estructura básica y gran parte del detalle de los capítulos 1-19 de la Primera Parte y de la Segunda Parte, y también utiliza la petición final que Andreas hace ante su lector Gualtero, para escribir su propia oración final, un detalle importante porque sugiere hasta qué punto las Partes Tercera y Cuarta, para las que Martínez no usa a Andreas, son componentes íntegros de una obra que gira en torno al mismo tema, es decir: '[el] amor de Dios e de reprobación del amor mundano de las mugeres'. Tampoco falta el uso irónico del texto de Andreas, porque hacia el final del libro Martínez afirma, con poca congruencia, que en su obra ha hablado de ‘los fundamentos de amar e los provechos e bienes que dél siguen', como si hubiera seguido el patrón de los dos primeros libros del De amore en los que Andreas habla de manera positiva del amor, y no sólo el palinódico tercer libro. Pero no por eso hemos de creer que Martínez viera en la palinodia de Andreas la ironía que algunas lecturas modernas le atribuyen; puede que sea una señal de la seriedad con que se tomaba la denuncia de las mujeres del tercer libro de Andreas que la única traducción medieval hispánica de la obra, la catalana, carezca de ese tercer libro. Martínez era plenamente consciente que usaba como base un texto que realizaba exactamente el malparlar que Eiximenis condenaba.
Sin embargo, en la práctica, el uso que Martínez hizo del texto de Andreas dista mucho de ser una simple transposición del texto latino al español. La diferencia más obvia es que Martínez, siguiendo la tradición homilética, echa mano de lo que llama la 'cierta esperiençia', -lo que ha visto con sus propios ojos- de la que nos da tantos ejemplos. Andreas, por su parte, depende solamente de los ejemplos bíblicos. Una comparación detallada de los dos textos muestra que Martínez se veía obligado en todo momento a juzgar hasta qué punto lo que quería decir en su libro se podía expresar en los términos de la misoginia más absoluta que caracteriza el texto de Andreas. Y al hacer esto, Martínez de hecho escribe un texto que se ve en constante diálogo con su fuente, un diálogo que marca las proximidades y las distancias, y que le obliga a Martínez a enfrentarse con la naturaleza escurridiza del tema que va tratando. Aquí podemos considerar sólo una pequeña parte de este proceso de diálogo, específicamente su análisis de la motivación femenina en el amor en la sección que va desde el capítulo XVIII del libro I hasta el comienzo del libro II.
Martínez ya ha abordado la cuestión de la motivación femenina en su larga descripción del adulterio de David y Betsabé en el capítulo que se sitúa immediatamente antes de la sección que vamos a ver. Contra lo que se dice explícitamente en la Biblia Vulgata y de acuerdo con lo que había dicho escritores como Marbod de Rennes, Martínez había presentado a Betsabé como una meretriz que, al bañarse en la fuente, había procurado que David se percatara de sus encantos para provocar el deseo en un rey obsesionado con el sexo. Martínez la describe explícitamente como una mujer sensual, y por lo tanto sujeta a las pasiones, pero también calculadora, característica que implica en cierta medida el auto-control. Se dirige a la cuestión de cómo es posible que estas dos características puedan coexistir en una mujer cuando utiliza el primero de los argumentos de Andreas para rechazar el amor de las mujeres. Andreas insiste que los hombres pierden el tiempo al ir detrás de las mujeres en la esperanza de obtener de ellas el placer sexual, porque la verdad es que les motiva sólo la avaricia, y no tienen interés en el sexo en sí mismo. La rúbrica del capítulo en el Arcipreste de Talavera indica claramente que Martínez empieza con la idea de decir algo parecido a Andreas: 'cómo es muy engañoso el amor de la muger', pero poco entrado en el capítulo, tira por otra vía al dividir su argumento en lo que llama dos partes de amor' -la avaricia, y el deseo sexual.
La primera de estas dos 'partes' tiene su punto de partida en Andreas: la avaritia es la que motiva las acciones de las mujeres, un rasgo que comúnmente se suponía ser inherente a la naturaleza femenina, y esta idea aparece incluso entre aquellos escritores cuyos propósitos son los de la reforma moral y la educación de las mujeres: no sólo Eiximenis, sino también Juan Luis Vives, y al otro extremo del siglo XVI, Juan de la Cerda en su monumental Vida política de todos los estado de las mugeres de 1599. Es a esta creencia comuna a la que alude Martínez cuando dice que 'el motivo del amor de la muger es alcançar e aver por quanto naturalmente les proviene, que todas las más de las mugeres son avariçiosas'. Sin embargo, no trata de manera consistente esta idea sobre la avaricia de las mujeres. Aunque al principio, siguiendo casi verbatim al De amore, rechaza de manera tajante el amor de todas las mujeres, más adelante, en el mismo capítulo, abandona a Andreas en tres ocasiones para calificar con adjetivos las referencias genéricas que están en el texto latino. Ya no 'todas las mujeres' como se entiende en Andreas, sino afirmaciones como las siguientes: '¡Quántas malas usan desta prática...!', 'E más te digo: que si tienes e con mano abierta a la mala muger vinieres...', 'E dígote verdad, que por esta mala e desordenada cobdiçia e immoderada avariçia, las mugeres malas todas son ladronas...'. Pero poco después el texto de Andreas vuelve a imponerse y encontramos otra generalización: 'E dígote que los dones, plata e joyas e oro e otras cosas preçiosas fazen a las más altas a lo baxo venir [...] Por ende te digo que de mill una fembra fallarás rica...'
Lo que se nota sobre todo es la naturaleza cambiante del referente, y esto es típico de todo el discurso de Martínez en su libro: un referente que vacila entre la universalidad y lo particular, y que se define caóticamente a través de calificativos: muger, mala muger, las virtuosas, todas, casi todas, las más, algunas...
Cuando Martínez emplea el argumento de Andreas de que la avaritia es la pasión dominate en todas las mujeres en I, xviii, minimiza el papel del deseo sexual en el comportamiento de las mujeres, esa 'segunda parte de amor' que ha anunciado antes. Para sus propios fines didácticos, decide hacer poco uso de la idea de la lujuria específicamente femenina; más bien insiste en la universalidad del deseo sexual, una pasión que en ambos sexos es más fuerte que la avaricia en las mujeres:
[en] amor carnal con complimento de voluntad [...] la muger al ombre, nin el ombre a la muger, non cura de sus dones salvo de su voluntad complir' (Martínez 104).
Es esta lujuria universal la que explica que algunas mujeres tomen de amantes a hombres de un rango social inferior (la idea aparece también en Andreas), ya que tales relaciones no levantan sospechas entre los familiares y así las mujeres pueden entregarse al amor con más libertad que sería el caso con un hombre de su propio nivel, el cual seguramente se jactaría de su éxito en la cama, exponiendo a los dos al peligro. Esto explica en parte la alegación tradicional de que las mujeres prefieren para el sexo a un hombre inferior, una idea que luego se conoció sobre todo a través de los versos de Torroella en que tachaba a las mujeres de 'lobas en el escoger', animales que se juntan con el peor ejemplo de su especie. Pero incluso en su manejo de esta idea Martínez consigue que la especifidad genérica de la acusación se diluya cuando dice que 'son en esto como loba fechos o fechas, así el ombre como la muger' (Martínez 104-105).
Ya hacia el final del mismo capítulo, Martínez se aparta de la larga sombra de Andreas que ha caído sobre la mayor parte de su libro cuando adapta para su propio discurso la visión de las mujeres que había presentado como un ser cuyas características se pueden definir y limitar a través de una notoria serie de epítetos peyorativos.
Esta es la lista de Andreas:
Además, la mujer no sólo es considerada avara por naturaleza, sino también envidiosa, maldiciente, ladrona, esclava de su vientre, inconstante, inconsecuente con sus palabras, desobediente, rebelde a lo prohibido, manchada con el vicio de la soberbia, ávida de vanagloria, mentirosa, borrachina, charlatana incapaz de guardar un secreto, lujuriosa en exceso, dispuesta a todos los vicios e incapaz de sentir amor por un hombre. (3)
Pero Martínez, al insistir en la necesidad de que las mujeres estén sujetas a la voluntad y juicio de los hombres, modifica la lista notoria de Andreas al introducir calificativos en sus referencias a las mujeres:
Dos cosas son de notar: ni nunca hembra harta de bienes se vido, ni beudo harto de vino, que cuanto más bebe, más ha sed. Por tanto, la mujer que mal usa e mala es, no solamente avariciosa es hallada, más aún envidiosa, maldiciente, ladrona, golosa, en sus dichos no constante, cuchillo de dos tajos, inobediente, contraria de lo que le mandan e viedan, superbiosa, vanagloriosa, mentirosa, amadora de vino la que lo una vez gusta, parlera, de secretos descobridera, lujuriosa, raíz de todo mal e a todos males hacer mucho aparejada, contra el varón firme amor no teniente. Esto es de la mala o malas; que es dicho que las buenas no han par ni que decir mal dellas; antes como espejo son puestas a los que miran. (Martínez 109).
Esta limitación del referente de las palabras muger y mugeres vuelve a aparecer en la Primera Parte unos veinte capítulos después, en el capítulo XXXVIII, tras las largas secciones sobre los diez mandamientos y los siete pecados capitales, ninguna de las cuales deriva de Andreas. Este capítulo nos recuerda que los epítetos peyorativos se deben entender con referencia sólo a las 'mugeres malas' y que la Segunda Parte, la cual es toda una amplificatio de la lista de Andreas, seguirá tratando sobre 'mugeres, esto se entienda de aquellas que viçios e mal usar de sí partir sería imposible'. Se vuelve a alabar a las mujeres virtuosas: 'las virtuosas, honestas e buenas como de oro de escoria apartando' (Martínez 144). Lo que llama la atención es que Martínez evita el decir, a diferencia de tantos otros que escriben sobre el tema, que la mujer virtuosa es excepcional. Al contrario, immediatamente modifica el referente de su loanza para excluir toda consideración de género, extendiendo a ambos sexos la excepcionalidad de la virtud: 'el buen varón o la buena muger honestos e discretos son entre los viçiosos e de mal vivir usados rubí preçioso' (Martínez 144).
Al retomar la argumentación de Andreas en la Segunda Parte, Martínez llena de calificativos la rúbrica del primer capítulo y sus primeras frases: 'las malas e viçiosas mugeres', 'las perversas mugeres', 'las mugeres que malas son' (Martínez 145). Pero a medida que se va desrrollando el tema de la avaricia femenina, se va haciendo cada vez más difícil sostener este tipo de limitación semántica ya que la avaricia de la que aquí se acusa a las mujeres formaba una parte íntegra del concepto común de la mujer, de modo que el atribuirla a sólo las mujeres malas equivalía a ir contra el sentido común. Su primer ejemplo (Martínez 146-147) ilustra la idea de que incluso las mujeres más ricas son avaras (y no es la primera vez que se hace este comentario en Andreas, seguido de Martínez (Martínez 108/ Andreas 392-393). El impacto genérico de este argumento se diluye al hacer la observación que incluso el Papa tiene su precio. Esto lo lleva a Martínez a condenar la corrupción general entre los hombres, pero immediatamente nos damos cuenta de que si ahora gira su mirada moral hacia los hombres es para recalcar la veracidad de lo que comúnmente se supone en cuanto a la avaricia de las mujeres: si los hombres son capaces de este vicio, cuánto más las mujeres, dispuestas naturalmente a ser avaras (Martínez 148).
Semejante vacilación en torno al referente de la palabra muger caracteriza todo el Arcipreste de Talavera, obra que, a mi juicio, es un ejemplo primordial de la dificultad de definir la naturaleza de la mujer ante las contradicciones que ofrecían las fuentes autoritativas de la sabiduría. Otros autores posteriores superarán esta dificultad por la vía fácil de asumir las posturas de la misoginia o de la defensa (tampoco sin conseguir que desaparezca del todo esa dificultad). Martínez, en cambio, consciente de los reparos que Eiximenis había hecho en la práctica del malparlar en lo que se refiere a las mujeres, tiene esa vía fácil cerrada, y en gran parte su libro, al advertir a sus lectores del peligro moral del amor de las mujeres, se ve obligado a enfrentarse directamente con el problema de la mujer que yace oculto tras las posturas más cómodas de misoginia y defensa que se evidencian en tantos otros textos.
Bibliografía
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