DE LA ESCRITURA, LA HISTORIA Y SUS PERSONAJES.

ANGELA MONLEÓN, PRIMER ACTO, noviembre, 1995

 RAÚL HERNÁNDEZ
Premio Calderón de la Barca, 1994.

 - Los malditos, que ahora publica Primer Acto, ha recibido el Premio Calderón de la Barca 1994... Pero, ¿cuándo y cómo te planteas la escritura teatral?

Aunque nací en Madrid, en el 64, cuado tenía un año toda mi familia se trasladó a vivir a Asturias. Vo lvi a Madrid, a los 18 años, para estudiar Físicas y, en los últimos años de carrera, me matriculé en el Instituto de Radio Televisión porque lo que me interesaba de verdad era el cine... En el Instituto comencé a manejar las primeras nociones de guión y dramaturgia. Eso me llevó enseguida al tema de la dirección de actores, y así terminé en la Escuela de Arte Dramático, en el Curso Experimental de Dirección Escénica. Ese mismo año, en el Instituto de la Juventud, me matriculé en el Taller de Dramaturgia que impartía Ernesto Caballero. Al año siguiente, fue con Paloma Pedrero. También he estudiado con Cabal, Marco Antonio de la Parra y Rodolfo Santana. Soy el hombre de los Cursillos. Ahora también estoy vinculado a la Escuela, más concretamente a las clases de José Luis Alonso de Santos. La dirección de actores se ha quedado en el camino, en lo que a teatro se refiere, porque, en cine, ya he dirigido dos cortos.

- ¿Es tu primera obra teatral «seria»?

Ha habido otras anteriores. Una de ellas fue Accésit al Premio Ciudad de Alcorcón. Lo que sucede es que Los malditos ha supuesto un proceso muy complicado, de dos años de trabajo. Hubo una primera versión que he tenido que modificar mucho. Ha sido un trabajo muy duro, que me ha hecho sufrir de verdad.

- Primer Acto ya ha publicado Más ceniza, de Juan Mayorga, Para quemar la memoria, de José Ramón Fernández, y ahora tu texto. Los tres formáis parte de un grupo al que habéis llamado Astillero...

Sí, el grupo surgió en el Taller de Marco Antonio de la Parra. Además de los que has nombrado, está también Luis Miguel González. El grupo se formó a partir de los que quedamos en el Taller después de un año y medio de trabajo, y nos pareció muy interesante continuar reuniéndonos para confrontar nuestras obras, someternos a la crítica de los demás, intercambipr ideas... Cuando alguno de nosotros escribe algo, se lo pasa a los demás y discutimos... y nos machacamos.

-¿Responde Astillero a un encuentro generacional?, ¿quiénes son vuestros compañeros de viaje?

Creo que sí que existe un nexo temático entre muchos de nosotros aunque, al mismo tiempo, también hay una gran disparidad en la forma. Existe una nueva generación, distinta de la inmediatamente anterior -que podría representar Ernesto Caballero-, más alejada del neorrealismo o del costumbrismo. Nosotros jugamos con temas más fantásticos, sin esa referencia tan inmediata a lo real y con una atención especial a la experimentación de la forma. Además está el tema del status. Y eso une mucho. Los autores que nos preceden ya tienen un status. Nosotros tenemos que conseguirlo todavía, lograr una aceptación dentro de lo que es el mundo teatral. Creo que esto también nos define. Es algo que tiene poco que ver con la edad de cada uno y más con el momento en que cada uno de nosotros hemos llegado al teatro. Más que una cuestión de edades es una cuestión de oleadas, del momento en que uno llega al teatro, independientemente de la edad que se tenga.

- Antes hablabas de la disparidad de formas y de nexos temáticos, ¿cuáles serían, en tu opinión, estos nexos?

Es difícil concretar demasiado. Pensando, por ejemplo, en el Taller de Marco Antonio de la Parra, fue curioso que muchos coincidiéramos en la recreación de la situación familiar, de la relación padre-hijo. Aparecía mucho la figura del padre inválido. Compartíamos el sentimiento de un bloqueo de la circulación de la palabra, que se expresaba en la duda sobre hasta qué punto la palabra del padre es efectiva o no, puede funcionar o no. Otro de los interrogantes era qué es lo que el padre puede ofrecer. Es decir, lo que las generaciones anteriores pueden ofrecer. La sensación de los más jóvenes es la de haber heredado un mundo que no tiene futuro, un mundo habitado por hombres a los que no les queda ni la desesperanza, ni la angustia, autómatas que, a veces, se rebelan contra esa condición.

- ¿Y Los malditos? Parecen a la vez náufragos y protagonistas de una Historia que les ha olvidado y abandonado a un destino trágico.

Eludiendo intencionadamente toda referencia histórica concreta, la obra parte un poco de la figura del Ché Guevara... Lo que me interesaba, sobre todo, era la idea de jugar con lo que el personaje tiene de figura legendaria y tratar de traducir esa imagen en un texto dramático y, más concretamente, reflejar la situación de un hombre que, un día, fue un héroe y que, ahora, deambula por una selva cuando su heroicidad y su grandeza ya no tienen ningún sentido. También me interesaba mucho qué le ocurriría a un niño que llegara a esa situación, cómo la aparición de este niño, con su punto de ilusión, rompería el equilibrio fantasmal entre el resto de los personajes, enfrentar la figura legendaria a la visión del niño que imagina al Comandante como una montaña que camina por la selva entre cabezas cortadas y que de pronto se va a encontrar a una persona.

Por otra parte, has hablado de destino trágico. Para mí el concepto de lo trágico, que algunos han considerado obsoleto, es fundamental y, hoy, además, doblemente vigente. Porque hoy sabemos que no existen dioses... Yo leo mucho a Sófocles y a Esquilo, y los siento absolutamente cercanos. Creo que en sus tragedias se encontrarían muchos puntos de apoyo -incluso en el aspecto formal- para aportar cosas nuevas a un teatro que quizá ya esté demasiado gastado, que quizá haya repetido demasiado las fórmulas del XIX, del teatro realista, de Ibsen...

-¿Hay en tu obra la intención de una denuncia?

Yo creo que no. Y si la hubiera, sería hipócrita. Ya no podemos sentirnos ajenos al que está al lado. Ante un psicópata que ha matado a 23 personas, uno tiene que sentirse muy mal y necesariamente cómplice; debemos preguntarnos por qué ese ser humano ha llegado a ese punto. Por eso, más que de denuncia, yo hablaría de complicidad, de comprensión. Si esto no se da, la catarsis es imposible y nos quedaríamos en el panfleto. A estas alturas, y tal como está el mundo, ya no se puede sostener que el malo es siempre el otro. En el caso de la guerra de la ex-Yugoslavia, por ejemplo, cuando vemos por la televisión imágenes de edificios destruidos, de seres humanos... hay que pensar que esas casas son como las nuestras y que esas personas son como cualquiera de nosotros, es más, son nosotros. Y también lo son los francotiradores. Todos somos personajes de la historia y si Los malditos desaparecieran a lo mejor también desaparecía con ellos la posibilidad de contar la historia y de la historia misma.

- Y esefinal que no esfinal, ¿responde a esta idea?

La obra me llevó a la necesidad de ese final triple. Escrito el primero de ellos, el más amplio, me di cuenta de que a los personajes les habían quedado cosas por decir. De ahí esos tres finales que se contradicen y completan al mismo tiempo y, de alguna manera, dan la impresión de que la historia no se termine. No hay un «érase una vez». He querido escribir una obra que cuestione la posibilidad del relato, la posibilidad de contar, tal como se venía haciendo hasta ahora y exprese la necesidad de buscar nuevas vías. No sé que sucedería con estos finales encima de un escenario.

-¿Por qué escribes teatro?

Todavía no me puedo considerar un autor de teatro representado. No he visto ninguna de mis obras en un escenario. Me imagino que en el caso de que estrenara, y más si lo hiciera de manera regular, mis puntos de vista cambiarían. Ahora me considero un escritor, y es desde la escritura desde donde puedo contestar a tu pregunta. En mi caso -como en el de muchos-, escribo porque tengo miedo. Todos tenemos miedo, terrores, dolores... Y no sólo internos, también están en la realidad que nos rodea. Así, escribir se convierte en una manera de exorcizarlos, comprenderlos, un ejercicio de reflexión. No creo que desde la escritura se pueda cambiar el mundo, pero sí empezar a reflexionar sobre cómo hacerlo.

Y aquí quiero romper una lanza a favor de la escritura teatral. Hay un cliché, que además se ha ido generalizando en los últimos años, de que el teatro no se puede leer. Me parece una infamia, en la que los novelistas, por una parte, y los directores de escena, por otra, quizá hayan tenido algo que ver. Es algo contra lo que los que estamos escribiendo tenemos que luchar. Hay que defender el teatro como género literario. El dramaturgo, en una primera instancia, es un literato, alguien que escribe, con tanto rigor como un novelista. Y el teatro se puede leer.

- Y eliminada la exigencia de estrenar..

Hay que tener en cuenta que muchos de los que ahora escribimos teatro, nos dedicamos a otras cosas. Tenemos nuestro propio trabajo, a veces ajeno al teatro, pero que es el que nos da de comer. Por un lado, es malo, porque no tenemos todo el tiempo que quisiéramos para escribir, pero, por otro lado, es muy bueno. Eliminada la exigencia de estrenar, somos mucho más libres a la hora de escribir, no tenemos que soportar la presión del autor que tiene que crear para el éxito, para que su obra guste.

- En esa búsqueda de otras maneras de contar, ¿qué estás escribiendo ahora?

Una obra mucho más desquiciada que Los malditos. Adelantaré que la idea surgió a partir de un teletipo de agencia sobre un caso de canibalismo en Rusia, que esta vez son tres personajes: una mujer, su marido y un amigo -que terminará convertido en hamburguesa-; y que estoy jugando mucho más con la estructura, el tiempo, los planos de la acción...


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