Rafael Beltrán
Universitat de València
De entre las varias posibilidades que ofrecía, en lo que refiere a su contenido y orientación, la perspectiva de integrar este trabajo sobre Tirante el Blanco en una Web de información, he optado por presentar la más cercana a una guía de lectura, en la que pretenderé que confluyan dos vertientes complementarias: la primera, una revisión lineal y descriptiva, muy somera, de algunos de los momentos principales de la obra (que resultará seguramente enojosa a los buenos conocedores de ella, pero tal vez de alguna utilidad --brújula en un mar de casi mil páginas-- para el resto); la segunda, una lectura personal, acompañada de comentario crítico, que incida en algunos de los aspectos en los que se ha trabajado recientemente con mayor dedicación o éxito, y también en otros sobre los que, llamativa o extrañamente, no se ha profundizado de manera suficiente o que --siempre desde mi punto de vista-- quedan hasta hoy más llamativamente pendientes de abordar. Con todo ello trataré de allanar, sin atajos absurdos, un camino que conduzca hacia la comprensión --que significa revisión permanente-- de un libro esencial en la historia de la literatura.
1.- La fortuna del texto.-
De la revalorización de Tirante el Blanco durante los
últimos años dan buena prueba sus traducciones:
contábamos, además de con la castellana de Valladolid,
1511, con una italiana, que tuvo tres impresiones en el siglo XVI y
ha sido reeditada recientemente, y con una francesa del siglo XVIII.
Como el buen vino añejo que se alegra en odres nuevos, en los
últimos veinticinco --pero sobre todo en los últimos
siete u ocho años-- hemos visto el texto del Tirante
rejuvenecido con dos traducciones al inglés; una
traducción al castellano moderno, aparecida en 1969;
además, las traducciones al rumano, al alemán, al
flamenco y al finés; están en marcha otras: al
francés, al italiano (ya existe la antigua, del XVI), al
chino, al japonés...1
Para algunos, tanta traducción puede obedecer a una moda
pasajera, o tal vez a una operación comercial inteligentemente
orquestada. Hay motivos para pensar que no es así. La conocida
alabanza cervantina --<<Dígoos verdad, señor
compadre, que por su estilo, es éste el mejor libro del
mundo>>--, puesta en boca del cura de Don Quijote (I, 6), ha
contribuido a acrecentar la fama del Tirante, como lo han hecho, sin
duda, los trabajos de Dámaso Alonso, o los de Mario Vargas
Llosa, pero tampoco es suficiente como para justificar la mencionada
revalorización.2
No han sido sólo, por otra parte, las traducciones. Los
estudios sobre la obra se han multiplicado. Desde hace años
elaboro, junto con Josep Izquierdo, una Bibliografía
descriptiva sobre Tirante el Blanco. Quisimos cerrarla con los
trabajos publicados hasta 1990, pero el aluvión de libros,
artículos, traducciones nos ha hecho retrasar el límite
hasta 1995. En estos momentos contamos con casi cuatrocientas
entradas, y buena proporción de ellas procede de los
últimos años.3 Hay grandes textos literarios que son
desconocidos o minusvalorados durante un tiempo. Los del Poema de Mio
Cid (que no fue impreso hasta el siglo XVIII) o La Regenta son casos
paradigmáticos, en uno y otro sentido, respectivamente, en la
literatura española. Pocas obras antiguas, sin embargo, son
sobrevaloradas circunstancialmente, para luego ir a caer a un limbo
más justo. De ahí que, al percibir el ritmo con el que
se incrementa el interés por Tirante el Blanco, haya que
pensar en un reconocimiento plenamente merecido y en un rescate de
inapreciable valor para la historia de la literatura y la
cultura.
2.- El "vivir novelesco" de Joanot Martorell.-
Nos introducimos en materia y empezamos hablando de la
autoría de la obra, un punto que hasta hace bien poco ha sido
fuente de controversia. En el colofón del original
catalán de la obra (eliminado en las traducciones) se lee lo
siguiente: "Aquí feneix lo llibre ..., lo qual fon
traduït d'anglès en llengua portuguesa, e après en
vulgar llengua valenciana, per lo magnífic e virtuós
cavaller Mossèn Joanot Martorell, lo qual, per mort sua, no en
pogué acabar de traduir sinó les tres parts. La quarta
part, que és la fi del llibre, és estada traduïda,
a pregàries de la noble senyora Dona Isabel de Lloris, per lo
magnífic cavaller Mossèn Martí Joan de Galba"
(Martorell, Tirant [1979: 1.189]).
Dejando aparte el tema de la traducción del inglés al
portugués y de éste al valenciano, que recoge el
conocido tópico del libro de caballerías (aunque con un
punto de veracidad aquí, como veremos enseguida), creaba un
problema de coautoría de difícil solución esa
nota que certifica la intervención de Martí Joan de
Galba, un catalán residente en Valencia, que dejaba a su
muerte, en 1490, una estimable colección de libros y en la
prensa de Spindeler el Tirant lo Blanc, veinticinco años
después de la muerte de Martorell. Tras más de un siglo
de discusiones parecía que se había llegado a un cierto
consenso, según el cual Galba habría efectivamente
asumido la tarea de finalizar la obra inconclusa escrita por Joanot
Martorell.4
El problema parecía haber sido --siquiera provisionalmente--
zanjado por Martí de Riquer, quien dedujo una
intervención progresiva del segundo autor a partir del cap.
349, y una responsabilidad prácticamente total a partir del
cap. 439, es decir en toda la parte que sigue a la muerte de Tirante
(la sucesión de Ypólito). La introducción de
unos episodios largos y no imprescindibles para la acción,
así como el uso de un estilo amanerado e inmoderado de la
llamada "valenciana prosa", caracterizarían esta
intervención. Riquer (1990: 285-97) ha rectificado, sin
embargo, su anterior opinión --que muchos habíamos
seguido hasta entonces como irrefutable--, y pasado a apostar con
contundencia por la autoría de un solo escritor: Joanot
Martorell. El argumento principal interno es que, contra la
declaración del colofón, que implica a Galba (pero que
pudo ser añadida por los impresores), tenemos la dedicatoria,
donde Martorell se proclama autor único de la novela: "Y para
que en la presente obra ningún otro pueda ser increpado si
algún error será encontrado, yo, Joanot Martorell,
caballero, sólo yo quiero llevar la carga, y no otro conmigo;
pues por mi sólo ha sido ventilada en servicio del muy ilustre
Príncipe y señor rey expectante Don Fernando de
Portugal la presente obra, y comenzada el dos de enero del año
mil cuatrocientos sesenta".5
?Sería Galba --argumenta Riquer-- tan ingenuo o
estúpido como para presumir de "coautor" del Tirante
permitiendo a la vez esa declaración de autoría
exclusiva? Evidentemente, no. Pero es que, además de esta
refutación interna, hay datos externos que confirman la
autoría exclusiva de Martorell. Los últimos
descubrimientos documentales en torno a la familia y persona de
Joanot Martorell explican perfectamente los motivos del
préstamo del original de la obra a Galba. La razón no
fue la amistad desintesada ni el interés literario, sino los
problemas económicos: el manuscrito fue empeñado por
cien reales en 1464, porque "lo dit mossén Johanot Martorell
pasava moltes necessitats e lo dit en Martí Johan li prestava
dinés sovent" (Chiner [1993: 156] y Villalmanzo
[1995: 191-94]). Antes del año, Martorell
moría. Galba realizó una copia que entregaría a
la imprenta valenciana de Spindeler, de donde salió la primera
edición de la obra, en 1490,6 pero lo hizo sin ninguna
pretensión autorial. Muerto Galba pocos meses antes, los
estampadores partieron de la copia entregada, seguramente llena de
anotaciones y tal vez de añadidos o supresiones suyas, y
llegarían a la conclusión de que el depositario
había continuado el libro. Y eso es ni más ni menos lo
que nos dice el colofón. La opinión actual de Riquer
(1990: 293) es contundente: no existe argumento firme que impida
admitir que Joanot Martorell es el autor único y exclusivo de
todo Tirante el Blanco (del Tirant lo Blanc original), puesto que las
ligeras anomalías y cambios estilísticos de la
última parte son normales en un libro de tan largo impulso.
Tendremos que hablar a partir de ahora del Tirante el Blanco de
Joanot Martorell, sin la incómoda coletilla de Martí
Joan de Galba, siempre que no aparezca --claro está-- un dato
que aporte algo más que el confuso colofón, y que ponga
de nuevo a la greña y al trabajo del acertijo a
críticos y lectores.
Otro punto problemático, aunque no tan llamativo, se presenta
con la dedicatoria. La obra está dedicada al
"sereníssimo Príncep Don Ferrando de Portugal", "Rei
expectant".7 La expresión "rey expectante" es muy
enigmática: el infante don Ferrando, hermano de Alfonso V de
Portugal, fue heredero de Portugal entre 1438 y 1451, antes de nacer
el infante Juan; y existió una lejana posibilidad (pero
sólo entre 1464 y 1466) de que pudiese aspirar a suceder como
rey de Aragón a su primo Pedro el Condestable (Pedro IV,
nombrado rey de Aragón en oposición a Juan II), que no
tenía hijos. Martorell parece haber confíado en esa
casi remota posibilidad. En plena guerra civil catalana, y con una
buena parte de los valencianos adeptos a Juan II, este enigma de la
dedicatoria no sería tan criticable como si hubiera dicho:
"heredero del rey de los catalanes". Ahora bien, estos años no
coinciden con la fecha en la que Martorell afirma haber comenzado a
escribir Tirant lo Blanc: el 2 de enero de 1460. En el último
párrafo de la dedicatoria considera que su obra ya está
"ventilada" (Tirante, pág. 5) y como no es raro, sino
más bien usual, que las dedicatorias se escriban cuando se
acaba un libro, podemos deducir que entre agosto de 1464 y marzo de
1465, cuando el Infante se encuentra en la corte catalana, y con gran
optimismo podía ser considerado "rey expectante", Martorell
dio por concluida su obra (Riquer [1990: 279-84]).8 Hemos de
recordar que, tal como anotamos a continuación, nuestro autor
--según los nuevos datos documentales-- murió en 1465 y
no en 1468, como se pensaba hasta hace poco.
Me he querido detener en el punto de la cesión del libro, y
luego en el de la dedicatoria, justamente porque no voy a poder
siquiera reseñar con la atención que se merece (y que
merecen las recientes aportaciones documentales) lo mucho que ahora
conocemos sobre la biografía de Joanot Martorell. La
documentación sobre la familia es ahora apabullante, si la
ponemos en relación con la escasez de noticias existentes
hasta hace pocos años. Chiner y Villalmanzo (1992)
reunían 628 documentos, exhumados en once archivos, que
permiten dibujar un cuadro más completo de la vida de
Martorell y su familia, corrigiendo datos anteriores relevantes, como
el de la fecha de su muerte, que se adelanta tres años, de
1465 a 1468, respecto a la hasta ahora propuesta.9 Chiner (1993)
trazó, a partir de ellos, con correcciones e importantes
aportes personales, una completa biografía del escritor.
Villalmanzo (1995) ha ampliado todavía algo más la
oportación documental.10 Tal vez el episodio crucial de la
vida de Martorell fuera su viaje a Inglaterra, entre 1438 y 1439,
para pedirle al rey Enrique VI de Lancaster que aceptara ser juez en
su duelo a muerte con Joan de Monpalau, caballero valenciano que
había deshonrado a Damiata, una de las hermanas de Martorell,
sin querer luego casar con ella.11 A su regreso de este viaje tan
trascendental, todo fue de mal en peor. Los arrendamientos para
sufragar sus gastos en Inglaterra no pudieron ser pagados; el impago
de la dote comprometida para casar a otra hermana, Isabel, con
Ausiás March, obligaba a ceder a éste la mayor parte
del Valle de Jalón, del que era señor Joanot Martorell.
En diez años, la familia, con su responsable principal,
Joanot, se arruinó completamente.
La alegre imagen del caballero andante en el siglo XV tiene su
contraluz. Si el viajero curioso o el lector nostálgico visita
al castillo de Murla, en el pacífico Valle del Jalón
(Alicante), que fue señorío de Martorell,
comprobará que quedan ahora tres lienzos de paredes medio
derrumbadas. La imagen que a uno le queda del caballero Martorell,
tras la lectura de esos retazos de vida tan incompletos como
diáfanos es ésa: la sombra --como diría Jaime
Gil de Biedma-- de "un noble arruinado entre las ruinas de su
inteligencia".
3.- Guillén de Varoyque (caps. 1-39). La tradición caballeresca.-
El capítulo primero levanta a primera vista un
extraño pórtico de entrada al gran libro de las
aventuras de Tirante el Blanco.12 Es un calco casi literal del inicio
del prólogo de Ramon Llull a su Llibre de l'orde de
cavalleria.13 No es el primer plagio, como tampoco será el
último.14 La misma dedicatoria estaba ya tomada de la que
Enrique de Villena antepuso a sus Dotze treballs d'Hèrcules,
obra fechada el año 1417.15 Anuncia Martorell, como hace Ramon
Llull, que escribirá un "libro de caballería", que
"irá dividido en siete partes principales, para demostrar el
honor y señorío que los caballeros deben tener por
encima del pueblo" (pág. 13).
?Tenía Martorell el propósito de novelar el Llibre de
l'orde de Llull, que había servido durante tantas generaciones
como guía ideológica para definir el espíritu
caballeresco? Así lo hará, en efecto, más
adelante, cuando introduzca los consejos que el ermitaño da a
Tirante, pero no ahora. El proyecto germen o embrión de la
novela pudo surgir del marco ficticio que sostiene la doctrina del
Libre de Llull. Este nos cuenta cómo un caballero que
había mantenido largamente la orden de la caballería en
guerras y torneos, elige la vida ermitaña, instala su hogar en
medio de un bosque y huye del mundo. Allí llega un doncel,
deseoso de fama, a quien enseña los capítulos
principales de la caballería.
Sin embargo, hemos de tener presente otra fuente, todavía
más llamativa que la del sabio mallorquín. Lo que
serán primeros veintisiete capítulos de la obra ya se
encontraban escritos en siete folios, que contiene el manuscrito 7811
de la Biblioteca Nacional de Madrid, junto con correspondencia entre
Martorell y diversas personas. Estos folios, que concemos con el
título de Guillem de Vàroic, o Guillén de
Varoyque en castellano, tal vez fueran escritos veinte años
antes del inicio de composición de la novela, en 1460, es
decir al regreso de Martorell de Inglaterra.16 En ellos se narra
--como en los primeros capítulos del Tirante-- cómo el
conde Guillén de Varoyque, después de una vida
consagrada a la milicia y al regreso de una peregrinación a
Tierra Santa, se recluye de incógnito en una ermita cerca de
su antigua casa, escondido del mundo. Inglaterra es entonces invadida
por los musulmanes, y el rey se encuentra desesperado hasta que tiene
una aparición según la cual el primer hombre que vea
pidiendo limosna habrá de ser nombrado capitán del
ejército. Este hombre será justamente el
ermitaño Guillén. Guillén es reconocido por su
mujer la condesa, y salva el reino. Al final, se retira de nuevo a la
ermita. Pero allí llega azarosamente un escudero de
Bretaña, que será adoctrinado por el viejo caballero en
los principios de la caballería. (Aquí, como vemos, el
texto coincide y enlaza con el marco luliano). El relato manuscrito
del Guillem de Vàroic se parece tanto al del Tirante de los
capítulos primeros (caps. 1-39) que se ha de reconocer que el
primero es una especie de esbozo de lo que después será
el despegue definitivo de la novela.
Es muy probable que Martorell fuera durante muchos años
creando mentalmente, acariciando y puliendo los trazos de su
héroe y los pasos de su aventura a partir de la imagen de este
rey-ermitaño. La fuente original de Guillem de Vàroic
es un román caballeresco, Guy de Warwick, del siglo XIII, muy
difundido durante los dos siglos siguientes; una de las versiones
francesas del siglo XV sería tal vez la conocida por Martorell
en su viaje inglés. Riquer (1990: 257-71) ha recopilado todo
una serie de datos y formulado sus hipótesis al respecto.17
Richard de Beauchamp, conde de Warwick, que murió en 1439, es
decir el último año de estancia de Martorell en
Londres, tenía entre sus antepasados al mítico
héroe del poema, y no se puede negar que Martorell llegara a
conocer a Beauchamp, como sugiere Riquer (1990: 97). El texto, en
todo caso, tuvo difusión en la Península durante el
siglo XV. El texto, en todo caso, tuvo difusión en la
Península durante el siglo XV. No conozco versiones ni huellas
en castellano, pero Nascimento (1995) ha dado a conocer una
versión latina (apenas folio y medio) del romance, que fecha
hacia mediados del siglo XV, hallada al final de un manuscrito del
monasterio cisterciense de Alcobaça.18
Martorell introduce en esta parte algunas de las aportaciones
narrativas que empleará a fondo en la narración que ha
de protagonizar Tirante. Plantea ya un curioso enfrentamiento
realismo/idealismo, encarnado en la pareja protagonista, el conde y
la condesa. El autor hace girar el primer extremo (el realista)
alrededor de la condesa, personaje afortunadamente mucho más
vulgar, imprevisible y prosaico que el campanudo conde. Pese a la
esencial sumisión al marido, la mujer opone una inteligente
malicia: "?Qué consolación puedo yo tener con vuestro
coraçón sin el cuerpo?" (cap. 4; pág. 19), le
espeta, por ejemplo, cuando marcha a la ermita. Su habla familiar,
que ofrece el contrapunto a su afectado y exasperante marido, se
encuentra repleta de dichos y refranes: "...que amor apartado y humo
d'estopas todo es uno" (cap. 4); "peor había de ser la recayda
que no la cayda" (cap. 27, pág. 67);19 vulgarismos o cambios
inesperados al registro popular: "?qué vale al moro la crisma
si no conoce su error? ?Qué vale a mi amor de marido sin obras
de amor?" (cap. 4); cortada constantemente por vivas interjecciones e
interrogaciones.20
Al crear la esfera de la esposa y, con ella, un personaje al que
conducen --como dejan transparentar sus emotivas expresiones--
móviles humanos, Martorell comienza a desmontar la entidad
épica del caballero modelo, poniendo en duda la seriedad --en
términos de realismo-- de sus acciones.21 Es aquí la
mujer la responsable. Será más adelante y
reiteradamente la mujer. La creación de esta primera de las
que Ruiz Doménech (1991[b]) ha catalogado y
diferenciado como siete mujeres de Tirante, junto con los primeros
despuntes de ingeniosa inventiva militar, registros expresivos de
cotidianeidad y efectos cómicos (como el célebre ataque
al rey moro, al cual "diole un gran golpe sobre la cabeça; mas
no le hizo mucho mal, tantas eran las bueltas de la toca que traya"
[cap. 19]), amén de la minuciosidad del detalle, el
gusto per la descripción, etc., dibujan en esta primera parte
la portada lujosa que atrae e invita a los suculentos placeres
narrativos que Martorell nos tiene preparados.
Pero volvamos a la narración. Superados los peligros, gracias
a la participación decisiva de Guillén de Varoyque, que
ha regresado a su ermita una vez cumplida la misión,
algún tiempo más tarde el rey de Inglaterra celebra
grandes fiestas con ocasión de sus bodas con una hija del rey
de Francia. Un gentilhombre, separado de su séquito y dormido
sobre su caballo, llega azarosamente hasta el retiro de
Guillén. Se llama Tirante el Blanco. Es bretón.22
A las primeras del interrogatorio Tirante ha de confesar su
desconocimiento de lo que realmente significa el orden de la
caballería. El ermitaño le ofrece ejemplos de
caballeros míticos y contemporáneos y le lee unos
capítulos del Arbre de batalles (el famoso tratado escrito per
Honoré Bouvet; aunque en realidad pertenecen al Libre de
l'orde de cavalleria de Ramon Llull). En estos capítulos
doctrinales (caps. 28-39), Martorell muestra --como habíamos
dicho-- una reverente fidelidad al texto luliano, lo que no le impide
rasgar, recortar y apedazar el precioso legado con el fin de
integrarlo con sentido en la novela. Para adaptarlo a las necesidades
novelescas reducirá el contenido original a una décima
parte, suprimirá los preceptos más lapidarios, y hasta
tentará endulzar su amarga medicina con un exemplum (la
historia de Quinto Superior [caps. 33-34]). Esta
sección doctrinal, con el resumen del catecismo que Varoyque
trasmite a Tirante, es el eje que articula la salida de un
protagonista y la entrada de otro como sustituto, después de
un proceso de enseñanza y aprendizaje, es decir de
reproducción ideológica. Nexo de continuidad bajo una
ruptura de tradición y de concepción.
4.- Tirante en Inglaterra (caps. 40-97).-
Tirante había prometido a Guillén de Varoyque
regresar después de las fiestas, que duran un año, para
hacerle recuento de las mismas, para remortalizarlas (por utilizar el
neologismo que Rafael Sánchez Ferlosio emplea cuando comenta
las célebres coplas XVI y XVII dedicadas por Jorge Manrique a
la muerte de su padre), recordándole así, entre el
desprecio ascético y la nostalgia, sus buenos tiempos de
"justas y los torneos / paramentos, bordaduras / y cimeras..." En
efecto, le describirá pormenorizadamente las fiestas, el
matrimonio, los combates. Pero cuando Varoyque quiere saber
quién ha sido proclamado mejor caballero, Tirante humildemente
calla y toma la palabra su primo Diafebus: el mejor ha sido
--?quién lo duda?-- Tirante el Blanco.
Insisto en el momento, porque el cambio de narrador interno para el
relato de las gestas de Tirante en Inglaterra es un logrado hallazgo
narrativo de Martorell. Cuando Diafebus toma el relevo del relato,
Tirante escucha como con resignación el relato de sus propias
proezas. Esta duplicidad permite que el lector entrevea un mundo
interior de sicología compleja.23 Gracias a Diafebus nos
percatamos, por tanto, de que el aprendizaje teórico de
Vàroic ha infundido en Tirante no sólo voluntad de
ánimo, sino también fuerza de músculo y
resistencia de atleta. Entramos así, escuchando a Diafebus, en
el campo de juego del esquema biográfico.
4.1.- La biografía del caballero.-
En la tradición catalana no hay ejemplos definidos de
biografías caballerescas históricas, del tipo de las de
Guillermo el Mariscal, el Príncipe Negro, Bertrand du
Guesclin, Boucicaut, Jacques de Lalaing, en la francesa, o de la de
Pero Niño, en la castellana. A cambio hay, eso sí, una
riquísima tradición cronística, muy patente en
Tirante, y sólo en el siglo XV algún retal
deshilvanado, como el de la Crònica de Pero Maça,
personaje valenciano coetáneo del propio Joanot Martorell.24
Las bautizadas por Riquer (1964: 575-79; 1990: 65-71) como novelas
caballerescas, es decir Curial i Güelfa y Tirant lo Blanc son,25
como la francesa Le petit Jehan de Saintré, biografías
ficticias, protagonizadas por caballeros que, a diferencia de los
tradicionales héroes de la caballería bretona o
castellana, llevan a cabo sus aventuras en tiempos
contemporáneos, en tierras conocidas, realizando empresas de
relativa verosimilitud.
Son novelas que parecen históricas, y más si comparamos
a sus protagonistas con los de los libros de cavallerías,
caracterizados por su exagerada fuerza física, el ambiente de
misterio, los espacios y tiempos remotos, y los elementos
maravillosos e inverosímiles (dragones, serpientes,
gigantes...).
El proceso de creación literaria de biografías
históricas y ficticias es muy semejante,26 y no es
extraño, por tanto, que a veces puedan entercambiar papeles
entidades imaginarias con personas de carne y huesos: al igual que un
Pedro el Grande (rey aragonés entre 1276 y 1285) aparece
caballerescamente novelizado en algunos momentos de su vida por su
cronista Desclot, y se integra dos siglos más tarde como
personaje ficticio en la novela Curial i Güelfa, el
pequeño Jehan de Saintré, que se retrata tantas veces
como un personaje real, lo fue de novela; y Jacques de Lalaing, que
parece ficticio, tan novelescas como resultan algunas de sus
aventuras, fue un personaje histórico; otro tanto
podríamos decir del mariscal Boucicaut; y de Pero Niño,
el protagonista histórico de El Victorial, quien se suele
comportar con temeridad impropia del estratega militar que es --es
más prudente a veces el propio Tirante el Blanco.27 La
biografía de un personaje histórico, un ucrónico
Tirante, conquistador de Constantinopla --la reconquista que nunca se
logró--, habría sido la más grande de las
biografías caballerescas.
Si la historia del héroe mítico y folclórico,
como decía Lord Raglan, no es la de los incidentes de una vida
real, sino la de los incidentes de una carrera ritual,
esperaríamos que la biografía del héroe
histórico fuese ya la de los incidentes de su vida real. Sin
embargo, la narración de la historia que escriben las
biografías caballerescas medievales transforman y matizan
igualmente los incidentes de la carrera ritual como "pasos
iniciáticos", eso sí, de una mayor verosimilitud
histórica.
Así, la mención del linaje excelente del caballero es
obligatoria en todo libro de caballería. Pero las novelas
caballerescas del siglo XV, al ocuparse de la trayectoria de un joven
de la baja nobleza que recorre un camino de ascenso social y gana una
nueva posición, transforman esta regla. El padre de Curial
"solament era senyor d'una casa baixa"; el pequeño Jehan de
Saintré es hijo del señor de Saintré, en
Tourraine. No nos sorprende, por tanto, que el padre de Tirante sea
asimismo solamente "señor de la Marca de Tirania" (cap. 222).
Estos caballeros novelescos son más humildes que los
históricos, porque no tienen necesidad pragmática de
demostrar raíces nobiliarias, y sí imperativo narrativo
de partir poco más que de cero y describir una línea
pujante en el terreno de lo personal y lo social (Beltrán
[1983: 164-66]).
La explicación etimológica del nombre es motivo
derivado del del linaje, perque sabemos que el nombre en la Edad
Media dotaba de un contenido sustancial a la persona. Tirante es
Blanco --se nos explica con insuficiente claridad--, porque su madre,
hija del duque de Bretaña, se llama Blanca.28 Sin embargo,
observemos que hay también un tímido intento de ligar
su linaje, el de la Roca Salada con Uterpendragón y con su
hijo Artús (igualmente, en el cap. 222). En todo caso, el
sumando de las partes, "Tirant lo Blanc" / "Tirante el Blanco", pudo
ser entendido como paródico por sus lectores, que ya dudaban
en el siglo XVI de su interpretación, jugando con
fáciles chistes, no mucho menos vulgares que los que se
utilizan ahora a veces en ambientes proclamados cultos o
académicos al referirse en ocasiones a la obra. No tuvo por
qué ser ajeno a esa ambigüedad Martorell, si pensamos en
los otros nombres definidores de la novela, desde Plazer de mi Vida,
hasta la Viuda Reposada, pasando por Ypólito, el rey de armas
Clarós de Clarença, Tenebrós, el marinero
Cataquefarás, el señor de Escalarrota, el cavallero Fe
sin Piedad, el rei Jamjam, Qurieleysón de
Montalván...).
En las biografías caballerescas se suele dar el nacimiento del
héroe envuelto a veces por extrañas circunstancias, y
posteriormente el motivo de la crianza en la corte. Es un doble
motivo que no encontramos en la biografía de Tirante, como
tampoco en las otras novelas caballerescas, que se alejan de los
rasgos más fantásticos e inverosímiles del
esquema biográfico. En cambio, y paradójicamente,
biografías históricas como las de Boucicaut o Pero
Niño, le extraen ventajosísimo partido.
También el muchacho revela precozmente cualidades innatas, que
habrán de ser confirmadas con el tiempo. La constante deja
rastro en los episodios de Inglaterra, de Sicilia y de Rodas, donde
Tirante demuestra ya las cualidades que habrá de multiplicar
en Constantinopla. La gradación de episodios (Inglaterra,
Sicilia y Rodas, Constantinopla y Africa), equivaldría, por
tanto, a una gradación vital biográfica: infancia,
adolescencia, juventud, madurez.
Y corresponde todavía al periodo de la infancia la
premonición o profecía sobre un futuro excelente, que
puede estar en boca del rey, como en el caso del mariscal Guillem, en
boca de un estranjero, como en El Victorial (un peregrino italiano),
de un grupo de guerreros, o incluso de un animal. El peregrino y el
ermitaño son cristianización del personaje del mago, y
actúan, como el brujo o la bruja, como personas con poderes de
percepción extraordinarios, que les permiten mediar entre la
divinidad y el hombre. En Tirante, una especie de augurio es
expresado por el ermitaño: "... yo me toviera por el
más bienaventurado christiano del mundo si toviera un hijo tan
virtuoso y complido de tantas bondades y tan sabio en la orden de la
cavallería; si él bive podremos dezir que será
el segundo monarcha" (cap. 84). Pero de hecho la novela, una vez
más, demuestra ser más realista en el tratamiento de
este motivo que las propias biografías historicas.
En las biografías caballerescas el protagonista biografiado
recibe una enseñanza o doctrina teórica --a veces
reproducida en resumen en el texto-, que le hace aprender a ser
consciente de su deber y papel en un futuro y dentro de una
comunidad. En Jehan de Saintré, la dama dicta la catequesis al
pequeño Jehan, a lo largo de quince densas páginas
llenas de oraciones y citas latinas religiosas, al inicio de la obra.
La enseñanza no solamente cubre una necesidad narrativa, sino
también ideológica: culmina con un exhorto al
cumplimiento de los deberes familiares y sociales del joven
discípulo y precede estratégicamente a sus pruebas de
iniciación bélica. "Non vos quiero más detener,
porque ya se os açerca el tienpo en que avedes de amostrar
quién soys, e dónde venides e dónde esperades
yr", dirá el anónimo maestro sabio a Pero Niño,
en El Victorial (Beltrán [1994: 73]), después
de haberlo adoctrinado con una serie de proverbios que parecen
salidos, por poner un ejemplo de tradición sapiencial
catalana, del Llibre de la saviesa atribuido al rey Jaime I. Palabras
de resonancia neo-testamentaria, que nos recuerdan las del hijo
pequeño del conde de Varoyque: "so ya en tal edad que devo
salir debaxo de las alas de madre, y soy ya para sofrir armas y
entrar en batallas para mostrar de quién soy hijo y
quién fue mi padre..." (cap. 22; pág. 52).
La inclusión en cuña de la versión que Martorell
toma prestada del Libre de l'orde de cavalleria de Ramon Llull no es,
por tanto, extraordinaria. Tenía su precedente en la
estructura narrativa de diversas biografías, tanto
históricas como de ficción de los siglos XIV y XV, y
aun de antes (recordemos tan sólo las enseñanzas de
Aristóteles a Alejandro Magno).29
En definitiva, toda la secuencia de caballerías de Tirante en
Inglaterra corresponde a una serie de motivos recurrentes dentro de
lo llamaríamos iniciación del caballero en sus primeras
armas.
Los certámenes o torneos que se dieron en el siglo XV, muchos
con motivo de grandes fiestas, como las bodas que se dan en el
Tirante, pese a la imagen tópica de la novela histórica
o el cine, no conocían las muertes en cadena que se dan en
esta sección. Martorell integra la lucha literaria del
héroe caballeresco bretón, que tenía lugar en
espacios "reglamentados" o mágicos (el bosque, el palacio
encantado), dentro del terreno histórico del juego reconocido
y real del torneo, que producía, es cierto, algunos muertos
accidentales, pero no muchos más que los que siempre se han
sacrificado en las pruebas deportivas.30 La lucha bretona, amoldada a
un ambiente cortesano verosímil como el inglés, produce
el encontronazo entre ficción y realidad, y de la
adaptación saltan incontroladas esquirlas de franco humorismo.
No todavía cuando Tirante se enfrenta a un primer mantenedor
anónimo, o contra un segundo, el señor de Montalto, que
no se le quiso rendir (caps. 59-60). Pero sí en la tercera
liza, cuando vence al señor de las Villas Yermas, celoso per
el hecho de que Tirante ha tenido que desabrochar a la bella
Agnés de Berrí la joya de su broche, tocando
forzosamente los pechos de la doncella (caps. 61-67). La lucha
individual se caracteriza aquí por la superación de la
burla de un enemigo, por el motivo del burlador burlado, que vemos
repetirse, con variantes, en ElVictorial, en el libro de Boucicaut y
en otras biografías históricas (Beltrán
[1994: 77]). Para la batalla, se señalan como armadura
"camisas de tela" y como armas defensivas "adargas de papel y en la
cabeça un chapel de flores, sin otra vestidura ninguna"
(pág. 126), es decir, sin prácticamente ninguna
defensa. Esta actitud provocativa recuerda la intrépida
insensatez de los escuderos jovencitos, denunciada tantas veces por
tratadistas, pero alabada popularmente, y el consecuente menosprecio
hacia ellos de los caballeros avezados como Villas Yermas.
"Duéleme la muerte de aqueste mancebo sobervio" (cap. 67;
pág. 132), dirá este último confiado, pocas
horas antes de caer abatido por las cuchilladas de Tirante. Otra
variante de la lucha individual es la batalla contra el animal
(jabalí, perro, león, caballo...). Tirante se enfrenta
dos meses más tarde al perro alano del príncipe de
Gales con sus propias armas, manos y dientes, y depués de
media hora de feroz lucha a dentelladas, una final y certera en la
garganta deja al animal muerto. Los jueces dan a Tirante el honor de
la batalla "como si oviesse vencido un cavallero en campo" (cap. 68;
pág.142).31
Diríase que Martorell se va percatando poco a poco, paso a
paso, de las posibilidades humorísticas de sus invenciones, y
que va forzando progresivamente la originalidad de éstas hasta
límites cercanos a veces a lo que hoy calificaríamos de
bufo. No sería un paso atrás, dentro de esta escalada,
el enfrentamiento con los reyes de Frisa y Apolonia, y con los duques
de Borgoña y Baviera, hermanos de armas, que se presentan de
incógnito y a quienes vence Tirante, uno a uno, vestido de
armaduras diferentes, como ya lo hacía Cligés, el
héroe de Chrétien de Troyes (caps. 68-73). Aunque en
esta ocasión los enfrentamientos mantengan una ortodoxa
formalidad, el ceremonial suntuoso y lujuso del que hacen gala los
nobles, la mudez, el anonimato, el uso de leones mansos como
mensajeros..., son aportaciones irónicas muy certeras, que no
carecen de antecedentes literarios. Al igual sucede en el encuentro
con el caballero de Villa Hermosa, poco voluntarioso, pero resignado
y forzado por su dama a luchar contra Tirante. ?Y qué no decir
de Quirieleysón de Montalván o de su hermano
Tomás de Montalván, quien, al querer vengar a su
hermano, y ser derrotado, decide recluirse en un convento franciscano
(caps. 75-84)? La mítica lucha contra el gigante, hecha
verosímil, se convierte en batalla del débil contra el
enemigo corpulento, de dimensiones casi extraordinarias.
Quirieleysón de Montalván "venía de de linaje de
gigantes", pero sería --y la gráfica comparación
la da Riquer-- de la altura hoy en día de un jugador de
baloncesto. Uno de los brincos iniciáticos más
gráficos de la vida heroica es la inesperada
demostración de fuerza por parte del David joven frente al
Goliat de turno. Pero el motivo folclórico se enriquece
aquí si pensamos que Martorell trataba de ridiculizar
aquí a Gonzalbo de Híjar, comendador de
Montalván, uno de los personajes más nefastos y odiados
por él, como comprobamos a través de la insultante
correspondencia caballeresca que intercambiaron durante años.
El nombre y apellido de Quirieleysón de Montalván son
fáciles de recordar (los recordaba Cervantes). De manera que
el contraste entre la grandísima y patosa mole que le
imaginamos y lo cómico del nombre y ridículo de su
muerte, cuando le revienta la hiel por la ira y el dolor ante la
tumba de su amado rey de Frisa, harán que resulte francamente
inolvidable.32
Finalmente, y como culminación de toda esta serie de hechos
primeros, el joven es armado cavallero. Aunque Tirante rompe el orden
y es armado antes de comenzar sus luchas, en pocos textos
históricos leemos con tanto detalle realista como en nuestra
novela la ceremonia de la armadura (caps. 58-59).
4.2.- La creación del espacio.-
La novela tiene, por detrás de la acción imparable,
el trasfondo inmóvil: marco y paisaje, un espacio que sostiene
y enriquece a personajes y acción. La ceremonia de las bodas
de Inglaterra y la descripción del ambiente en que se
desarrollan es uno de los grandes momentos de la obra. La sensualidad
y el deleite ante la enumeración de la riqueza, la multitud y
la borrachera de la fiesta se apoderan por instantes de la
narración. Las descripciones realistas de los vestidos, tan
detalladas como en un desfile de modas actual, son un ingrediente
destacado: el rey, "con un manto todo bordado de perlas muy gruesas,
aforrado en mantas gebelinas, las calças de aquella mesma
bordadura muy ricas, el jubón de brocado de hilo de plata
tirado..." (cap. 41; pág. 90); en las sedas de la infanta, "se
mostravan quarteles de argentería bordados, los cabos de las
alcachofas altas eran esmaltadas de oro; la ropa era toda chapada,
sembrada de rubís y de esmeraldas" (cap. 44; pág. 95).
El arrebato de la descripción permite que aparezcan como
séquito inusitado del ejército del duque de Lancaster,
miembros de todos los estamentos sociales, desde los artesanos hasta
"las mugeres públicas, y las que bivían enamoradas, con
todos los rufianes que yvan con ellas, y cada una levava en la
cabeça una guirnalda de flores o de alguna verdura porque
fuesen conocidas", o las adúlteras, con su banderita
distintiva, "baylando con tamborinos", pasando por "los hombres
biudos e las dueñas biudas", monjas, para las cuales "el Rey
avía alcançado liçençia del Papa", de
manera que cualquiera podía vestir "seda y qualquier
paño que quisiesen", frailes pobres, etc. (cap. 42;
págs. 92-93). La trifulca entre herreros y tejedores,
promovida por los juristas, es una escena alegórica y
satírica (entre el simbolismo del Bosco y el expresionismo
quevedesco de los Sueños), que transparenta los prejuicios
antiburgueses del caballero Martorell: como los juristas no se
aclaran en la solución, el duque resuelve colgar a seis de
ellos, "las cabeças abaxo, por hazerles más honra; e no
se partió de allí hasta que ovieron embiado las
miserables ánimas al infierno" (cap. 41; pág. 91).
Estos apuntes complacientes del mundo real vuelven a conseguir que,
como pasaba con los enfrentamientos de Tirante en Inglaterra,
destaque el otro extremo de la convención literaria: la
parodia.33
Goldberg (1984) ha escrito un interesante estudio sobre el papel del
vestido en Tirante el Blanco como signo de la llamada "new
unrreality". Para Goldberg, las descripciones del Tirante (pero yo
creo que se podrían aplicar sus conclusiones a muchos otros
libros de caballerías del XVI) dan pie a la fantasía de
un mundo "excesivo", poblado ya no de dragones o brujas, como en los
arquetipos, sino de hombres viriles y extraordinarios y doncellas
bellísimas, dispuestas al amor. Se trataba de sugestionar a
los lectores, intentando convencerlos de que podían espiar los
movimientos de esta deslumbrante clase social. La impresión de
realismo depende de una doble trampa o estrategia del autor: la
revelación de los escándalos de la corte y la
mostración de la magnífica opulencia de los cortesanos,
simbolizada por la descripción de sus vestidos en
ceremonias.
Querría a propósito señalar que los trabajos de
microhistoria, de historia de la vida cotidiana, han de aportar
todavía muchos marcos referenciales de interés al libro
de caballerías. Pondré otro ejemplo, referido siempre
al Tirante. Tres artículos de Grilli, recogidos luego en libro
(Grilli, 1994), apuntan y tiran al blanco de la cotidianeidad: hablan
sencillamente acerca de lo que ya llamaba la atención a
Cervantes en el Tirante: cómo comen y cómo duermen los
personajes del Tirante. Comer, dormir, vestir, forman ya un
triángulo de acciones, pero el polígono puede aumentar
de lados, o el poliedro de caras, si se incluyen temas como el del
mismo vestido,34 o, desde luego, el cuerpo (Grifoll [1993:
337-52]), los sentidos, la comida (Grilli 1994 y Riquer
[1992: 238-41]), la vigilia y el sueño (Canavaggio
1993 y Grilli 1994), el placer y el dolor, la enfermedad y la
medicina, la religiosidad y la tolerancia (Riquer [1992:
212-25]), la expresión y la oralidad (Segre [1993:
573-86] y Vargas Llosa [1993: 587-603]), la gestualidad
(Grilli 1994), el beso (Renedo 1992 y Cacho Blecua 1993[b]),
la risa, el formalismo, el rito y la cortesía (Salvador 1981 y
Riquer [1992: 226-32]), aspectos que han tratado de captar
los autores de las varias adaptaciones teatrales de la obra.
La alusión al teatro nos lleva a recordar otro capítulo
notable de las fiestas de Inglaterra. La literatura presentada como
realidad conduce a ambigüedades con las que el autor juega
hábilmente. Es el caso de "las magnificencias de la Roca", el
gran festejo alegórico (caps. 53-55).35 Se simula un ataque de
quinientos hombres a un castillo sobre una roca o montaña (el
Castillo del Amor, que simboliza la inaccesibilidad de la dama en la
poesía medieval). Las lanzas y piedras son de cuero, con la
intención de no herir a los "actores". "Y los que no lo
sabíamos -cuenta Diafebus-, pensávamos, en el primero
combate, que era de veras, y muchos nos apeamos y con las espadas en
las manos fuymos allá con gran priesa; mas luego conocimos que
era burla" (cap. 53; pág. 102). Cuando el castillo se abre,
entran en un espacio renacentista, multi-alegórico, compuesto
de fuentes maravillosas que sostienen las figuras de la "dueña
toda de plata con la barriga un poco arrugada y las tetas que le
colgavan un poco, y con las manos las estava ordeñando, y por
los peçones salía un grand rayo de agua muy clara (...)
una donzella toda esmaltada de oro y tenía las manos baxas en
derecho de su natura, y de allí salía vino blanco muy
fino y muy especial (...) un obispo con su mitra en la cabeça,
que era toda de plata, y tenía las manos juntas y
alçadas mirando al cielo, y por la mitra le salía un
rayo de azeyte (...), un enano muy disforme (...) un hombre todo de
plata, que parecía ser viejo, con la barva muy blanca; era muy
corcobado, con un bastón en la mano, y en la gran corcoba que
tenía estava cargado de pan muy lindo e muy blanco, de lo qual
qualquiera podía tomar" (cap. 55; pág.104-05).
El lujo, la sensualidad y el exotismo de estos y otros escenarios que
se dirían "modernistas", en el seno de la fiesta remota del
que se ha convertido en País de Cucaña, Tierra de
Jauja, Tierra de Maravillas donde el pan, el aceite, el vino --el
revés de la pobreza cotidiana-- no sólo se dan sino que
se derrochan, se derraman en fuentes mágicas, resultan
eficazmente ambiguos y provocan un deslumbrante desconcierto en el
lector.36
Y en estos espacios sugerentes y ambivalentes aprende Tirante su
oficio caballeresco. Su aprendizaje se prepara leyendo el libreto de
Ramon Llull, pero el estreno se desenvuelve en el gran escenario, en
el gran teatro de una caballería cortesana. La
formación del joven Tirante, si fuéramos a considerar
--aunque claro está que no tiene aquí sentido-- una
progresión educativa o experiencial, como la que se da en el
Bildungsroman, se realizaría tras la apropiación del
legado doctrinal y vital de Guillén de Varoyque, dentro del
contexto de esta Inglaterra, mítica patria del rey
Artús, descrita con sesgo entre complaciente e irónico
por un Martorell experto y viejo, que la había conocido, se
había dejado deslumbrar por sus fastos, arruinar por sus lujos
inalcanzables, y que la sublimaba, años después, desde
la platea de la memoria.
5.- Tirante en Sicilia y Rodas (caps. 98-116). La novela como
crónica.-
La parte de Sicilia y Rodas ocupa más o menos la misma
extensión que las dos primeras de la obra. Incluye el relato
del asedio a Rodas y la solicitud de ayuda por parte de dos
caballeros llegados a Nantes, a la corte del duque de Bretaña,
adonde se ha dirigido Tirante tras su etapa londinense; incluye, en
segundo lugar, la empresa militar de Tirante en ayuda de la isla; en
tercer lugar, se relatan los hechos relacionados con una diferente
clase de ayuda, la ofrecida al ignorante y grosero de Felipe, quinto
hijo del rey de Francia, en su difícil lucha por ganarse la
volundad de Ricomana de Sicilia.
Seis días después de abandonar al ermitaño,
llegan a Nantes dos caballeros en busca de apoyo para el Maestre de
Rodas, de la orden de San Juan de Jerusalén, contra el
soldán de El Cairo, que tiene asediada la isla: con la ayuda
de los genoveses, el Soldán ha armado una flota, y se ha
apoderado de la isla, exceptuando la ciudad. La narración de
los dos caballeros (caps. 98-99) no se limita a la exposición
de la situación insostenible de los asediados, y al ruego,
sino que adopta, con el fin de contar lo acontecido hasta aquel
momento, la forma de novel.lino, es decir, de novela corta o cuento.
Relatan que los genoveses preparaban una estratagema para la toma de
Rodas, pero un caballero de la Orden, Simón de Far, lo
descubre gracias al hecho de que es el enamorado de una dama
isleña, que sabe estirar de la lengua a un escribano
genovés: así, el engaño se tornará en
contra de sus ejecutantes. Mérito del episodio, verdadera
inyección de "energía boccacciana" (como ha
señalado Hauf 1994), además de la perfecta
graduación narrativa, es la creación de personajes bien
definidos --con comportamientos tan espontáneos-- como los del
escribano lujurioso, el caballero honesto, el maestre de Rodas y,
sobre todo, la pícara dama (que anuncia el erotismo femenino
de partes posteriores de la obra); también las muestras de
ingenio táctico, dignas de un Frontino, como cuando sustituyen
los nudos o "nuezes" blancos de las ballestas de los asediados por
jabón y quesos blancos, o cuando intentan penetrar por los
túneles o minas en la ciudad; la ironía vestida de
ingenuidad, cuando enumera las reliquias de Rodas, una de las cuales
era "una espina de la corona de Jhesucristo, la qual en la hora que
la ponen en la cabeça florece, y está florida hasta la
hora que Jesucristo expiró. Aquella espina es de junco marino,
y es de las que le entraron dentro de la cabeça e llegaron al
celebro..." (cap. 98; págs. 204-05); el expresiva habla de la
dama: "vosotros los ginoveses soys (...) tales como los asnos de Sura
["Soria", en el original valenciano], que van cargados de oro
y comen paja" (cap. 98; pág. 206). El más relevante
hallazgo del cuento, con todo, es su inserción en bloque, como
pieza en cierto modo autónoma y de ficción (si bien
siempre verosímil), dentro de un nivel de narración que
exigía una relación de los hechos presidida por la
dependencia y la objetividad; en consecuencia, la ruptura del
código canónico para este nivel de
narración.
La despreocupación del rey de Francia por la empresa no es
impedimento para que Tirante convenza al quinto hijo de aquél,
el ignorante y grosero Felipe, para que vaya con él. Pasando
por Lisboa, y después de peligrosos combates en el estrecho de
Gibraltar y en Berbería, llegan a Sicilia (léase el
contrapunto histórico de estos episodios en El Victorial
[caps. 37-50]). En Palermo los reciben el rey y su hija, la
bellísima Ricomana, de la que Felipe se enamora. Felipe
pretenderá conquistarla, pero su condición nobiliaria
no casa muy bien con su comportamiento, siempre desmanotado, torpe y
vulgar, lo que crea lógicos recelos en su anfitriona.37 El
papel que Tirante se autoimpone consiste en tratar de disfrazar
constantemente una realidad patente, hacer quedar bien a Felipe y que
no se aprecie su notoria estupidez. La vulgaridad de Felipe, cuando
están preparados para comer, al cortar y adobar el pan antes
que nadie, como un rústico, la arregla Tirante colocando una
moneda sobre cada rebanada y diciendo que, según antigua
costumbre de la casa real francesa, se prepara y regala ese primer
pan para los pobres (caps. 101-02; págs. 230-31). Ricomana
saca a pasear a Felipe, con sus mejores vestimentas, por una zona
embarrada: las exclamaciones de rabia del infante las ha de ahogar
Tirante con risas falsas, que son las únicas que
escuchará Ricomana (cap. 109; págs. 259-61). En la
prueba última, será un golpe del azar el que juegue a
favor de Felipe. Ricomana prepara dos lechos, uno propio de nobles, y
el otro sencillo, para probar a Felipe (un inicio folclórico
que a muchos hará recordar el cuento de la princesa y el
garbanzo escondido bajo los colchones, pero que se encuentra ya, por
ejemplo, en El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes).
Felipe va directament al sencillo, claro está, lo que indica y
demuestra su carencia de nobleza. Sin embargo, al perder una aguja,
con la que quería coser un punto de media corrido (!cosa muy
propia de un príncipe!), deshace, buscándola, el lecho
rico, y después, por pereza, acaba acostándose en
él. Ricomana, que está mirando todo por un resquicio de
la puerta, deduce equivocadamente que "ha deshecho la que menos
valía y ha echado la ropa en tierra y es acostado en la rica
por dar a entender que es hijo de rey y le pertenesce (cap. 110;
pág. 271]). La frustrada enamorada de Tirant (su palabras
en el cap. 103; pág. 232] son bien explícitas)
queda erroneamente convencida de las virtudes cortesanas de Felipe, y
lo acepta como marido.
?Dónde están los personajes planos, estólidos,
de una pieza, típicos del libro de caballerías,
herederos de los épicos? Martorell manipula a los suyos como a
títeres, presentándolos en función del
propósito de la novela, que en estos momentos parece que sea
el de obligar a descansar al futuro héroe enmedio de una isla
de recreo humorístico (la palabra "entremés",
repetidamente utilizada por el autor para calificar estos "pasos", es
bien gráfica). La historia del filósofo de Calabria
(caps. 108-10) es otra fresca fuente en esta isla. El origen de la
historia se halla en el relato bíblico de José,
prisionero e intérprete de los sueños del copero y
panadero del Faraón. En Tirante el Blanco, el filósofo
es llamado a Sicilia para que decida sobre Felipe (es el episodio
anterior al definitivo de las dos camas). Desde la prisión,
donde es encerrado por haber dado muerte a un rufian en una
discusión, demuestra su sabiduría adivinanciera. Pese a
ello, el rey no lo pone en libertad, y se limita a ordenar que su
ración sea doblada. Por ello el filósofo deduce que el
rey no es hijo de rey, sino borde e hijo de panadero, dado que tan
poca generosidad ha mostrado. Al final, el rey interroga a su madre
bajo amenaza..., y ella confensará que sí,
efectivamente, tuvo un asunto con cierto panadero calabrés,
fruto del cual...!38
El personaje de Tirante se desdobla sicológicamente e inicia
la gestación del ente complejo que veremos en Constantinopla.
En lo bélico, sus esfuerzos individuales, pero al cabo
estériles, de Inglaterra se trasforman en empresas con fruto,
colectivas y prácticas. En lo cortesano, las circunstancias
hacen que unos primeros indicios de malicia y maquiavélica
hipocresía colaboren en la construcción del individuo
cortesano, frío y desenvuelto --"acomodado y manual", como lo
califica Cervantes-- de la parte de Constantinopla.
Por lo que respecta a la esfera bélica, hemos de atender a un
aspecto básico, referido a la progresiva adaptación,
desde el Tirante "caballero de salón" de la parte inglesa
hasta el Tirante capitán, organizador de hombres y
tácticas. Observemos que, de los cuatro enfrentamientos con el
enemigo que tienen lugar alrededor del cerco de Rodas, dos se delegan
a subordinados: uno consiste en una ingeniosa defensa de
Cataquefarás contra los piratas en el estrecho de Gibraltar, a
base de redes que detienen los proyectiles (cap. 100);39 el otro, es
el famoso ardid del marinero que logra incendiar la principal nave
enemiga, cercándole desde el puerto, mediante un ingenioso
sistema de poleas, un lanchón de fuego (cap. 106).40 Tan
sólo una acción solitaria de Tirante, que consigue
rendir ocho moros. Poca cosa, si lo comparamos con las gestas de
Tirante en Inglaterra. El sentido de las aventuras y la fama del
caballero ya no se miden por el hecho de la aventura en sí,
sino por la función práctica, por el provecho que se
saca de ella. Por eso, cuando la situación de los asediados en
Rodas es dramática, hasta el punto de que muchas mujeres han
enloquecido, los pequeños mueren de hambre y el resto
"avían de comer los cavallos y los gatos y hasta los ratones"
(cap. 99; pág. 213), entonces Tirante, "bastón de
mayordomo" en mano, se convierte en un caballero de la caridad que
organiza un gran banquete y el reparto de aceite, legumbres, carne,
etc., "entre la gente popular" (cap. 105). También a costa de
aquellos sufrimiento hiperbólicos ironiza Martorell: con las
provisiones traídas por Tirante se hace un presente
gastronómico al Soldán, quien piensa que los asediados
están bien mantenidos, que ha fracasado su empresa, y decide
levantar el asedio. De regreso a sus tierras, será destituido
por sus súbditos y encerrado en una cárcel con leones,
donde morirá (caps. 106-07).41
El viaje a Jerusalén, a continuación (cap. 109), parece
una poco triunfal culminación de la empresa de Rodas.42 En
Alejandría Tirante libera 473 cautivos, no por la fuerza de
sus brazos, inútil en medio de unos Santos Lugares ocupados
desde la segunda cruzada por los musulmanes, sino gracias al
convincente argumento del dinero.43 Tirante ha dejar en
préstamo buena parte de su vajilla de oro, de su plata y de
sus joyas. La compra es, de manera enormemente optimista, considerada
una victoria caballeresca: envía a su casa de Bretaña
las camisas de los cautivos, para que sean colocadas en su capilla,
junto a los escudos allí también dispuestos de los
nobles vencidos en Inglaterra. Nuevo reflejo de realidad
histórica, este epílogo desencantado muestra la
impotencia de la Cristiandad frente al poder musulmán. La
andadura de Tirante no podía continuar el recorrido por estos
espacios "hiperrealistas", que habrían frustrado cualquier
aventura literaria con la ambición de la imaginada por
Martorell. Por ello, el paso adelante que se efectúa es un
paso de gigante dirigido hacia un nucleo argumental que constituye
una novela per se: la novela de Tirante y Carmesina.
6.- Tirante en Constantinopla (caps. 117-413). La novela de amor y guerra.-
6.1.- El encuentro con el amor.-
El núcleo narrativo de Tirante en Constantinopla ocupa la
parte principal y más larga de la novela. Son 296
capítulos de un total de 487 que tiene la novela, es decir la
mitad practicamente.44 Ha sido destacado el funcionamiento en ellos
de dos esferas o campos paralelos de actuación de personajes:
guerra y amor. El primero comprende las empresas militares de
Tirante, desde su llegada hasta que se instala en el trono, tras la
muerte del Emperador. En el segundo se irían sumando los
sucesivos intentos de posesión del galardón supremo, el
cuerpo de Carmesina, la hija del Emperador, que no llega a concederse
hasta el regreso de sus aventuras africanas. Aceptaremos este
paralelismo de acciones para guiar con mayor claridad nuestro
comentario.45
Hasta Constantinopla han llegado los ecos de la fama de Tirante. El
Emperador "contrata" sus servicios, concediéndole la
capitanía general para defender el Imperio, en gran parte ya
sometido por el Sultán de El Cairo y por el Gran Turco.
Tirante es magníficamente recibido, y es presentado a la
Emperatriz y a su hija, la bella infanta Carmesina. Nos detendremos
aquí unos instantes. La escena es antológica. Se trata
de lo que Vargas Llosa denomina un "cráter activo", es decir
un punto en el que se registra una fuerte concentración de
vivencias, de tensiones y de energía. Martorell nos introduce
en un ambiente real, el palacio del Emperador, pero donde el reino de
la oscuridad --están de duelo por la muerte de su hijo, a
quien sustituirá simbólicamente Tirante-- comienza
creando una aureola de misterioso encanto.
Parece que escuchemos voces que cuchichean, que veamos sombras y
retazos de luz que brotan cuando Tirante hace traer, primero, una
antorcha que le permita distinguir a la Emperatriz y, luego, abra
él mismo las ventanas para que iluminen la oscura
habitación en que descansa la Infanta. Así, con la
fuerza de la luz deslumbrante que sigue a la tiniebla, contempla a
una Carmesina, solemnemente vestida de negra y echada en una cama de
cortinas negras, rodeada por ciento setenta damas y doncellas: "E por
el gran calor que hazía y porque avían estado con las
ventanas cerradas, estava medio desabrochada, que se mostravan en sus
pechos dos mançanas de parayso que parecían
cristalinas, las quales dieron entrada a los ojos de Tirante, que de
allí adelante no hallaron la puerta por donde avían de
salir, e para siempre quedaron en prissión..." (cap. 118,
pág. 298). El juego de palabras --[puerta de]
entrada/puerta por donde avían de salir-- no es nada inocente.
La utilización de "puerta" tenía en la poesía de
la época una fuerte connotación sexual. Y el
equívoco había ido siendo preparado desde antes, cuando
el narrador señalava que "diziendo el Emperador estas y otras
semejantes palabras, los oydos de Tirante estavan atentas a ellas, y
los ojos, por otra parte, contemplavan en la gran belleza y hermosura
de Carmesina". Vargas Llosa aprecia en esta duplicidad un resquicio,
una falla, por la cual el lector puede entrar en el mundo interior de
Tirante y descubrir su vida afectiva. Todo el pasaje está
dominado por la exaltación de los sentidos. "En este momento
-dice Vargas Llosa (1969: 70-71)- la novela es realidad sensorial
compacta, mundo conformado por objetos y seres que son sólo
forma, color, gesto, volumen". La perspectiva de la mirada, el
disfrute del Tirante "voyeur", contemplando el objecto de deseo, e
incluso la utilización de vulgarismos, nos acercan al erotismo
más tangible, básico y primitivo: "Mas séos bien
dezir de cierto que los ojos de Tirante no avían jamás
recebido semejante cebo, por muchas honras y plazeres que avía
visto, como fue solo este de ver a la Infanta". Cebo,
traducción del "past" original, es igualmente alimento,
cosificación y reducción despectiva del cuerpo
femenino, metáfora con precedentes trobadorescos empleada
aquí con el fin de astillar el tópico literario de la
contemplación sublimada de la dama pasiva y deleitosa.
Tirante se ha enamorado de Carmesina. Pero Martorell no puede evitar
la burla irónica a costa de este paso inevitable para todo
caballero amador que se precie. Sigámoslo cuando pasa a la
habitación vecina, pintada con representaciones de
Píramo y Tisbe, Dido y Eneas, Trisán e Iseo, Lanzarote
y Ginebra... Y comentará a su compañero Ricarte: "No
creyera jamás que en esta tierra avía cosas tan
maravillosas como veo". Las palabras inducen al equívoco, como
advierte Martorell: "Y él dezíalo más por la
gran belleza de la Infanta que por las otras cosas; mas Ricarte no le
entendió". Un equívoco semejante se produce en la
Celestina.46 Si recordamos, comienza con las palabras de Calisto ante
Melibea: "En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios". Melibea no
entiende (como tampoco Ricarte) a qué cosa o persona ("esto")
se está refiriendo Calisto.
Si pensamos que aquella primera escena pudo tener lugar en una
iglesia (como propuso Riquer, 1957), i no en el huerto de Melibea,
estaríamos ante una situación muy parecida a la de
Tirante: "en esto" se referiría al marco magestuoso de la
iglesia ("veo... la grandeza de Dios"), tal vez en medio de un
sueño de Calisto desde su habitación; un correlato
laico del espacio profano en Tirante ("veo... cosas tan
maravillosas"). No deja de tener interés la
comparación, ya que las reacciones de los dos amantes, Calisto
y Tirante, presos del "mal de amor", son igualmente paralelas:
abatidos después del encuentro con la dama, lloran tristes en
sus respectivas cámaras oscuras; un interlocutor (Diafebus en
Tirante, Sempronio en la Celestina), preocupado por la
indisposición, recibe la confesión avergonzada:
"<<--Yo amo>>. / Acabándolo de dezir,
començó a echar bivas lágrimas de sus ojos
mezcladas con sollozcos e sospiros" (cap. 118, pág. 300),
porque --como dice Sempronio-- "las lágrimas y suspiros mucho
desenconan el corazón dolorido"; los dos protagonistas caen en
una enfermiza melancolía; la descripción de la
doncella, siguiendo la retórica de la descriptio puellae,
tiene también notables semejanzas... No parece descabellado
pensar que el autor de la Celestina pudiera haber tenido esta parte
del Tirante, que hacia 1498-99 estaba siendo (o iba a ser pronto)
traducido, entre sus lecturas. Y aunque no deja de ser una
hipótesis, en todo caso la comparación con Celestina,
así como la confrontación con la novela sentimental y
la tradición ovidiana y pseudo-ovidiana, ayudará a
entender Tirante como un texto de recepción mucho más
amplia de lo que en principio podríamos pensar.
Pero volviendo a la postración del Tirante enamorado y
melancólico, ésta nos conduce a la faceta militar del
héroe. Porque es justamente el enamoramiento el primer
obstáculo para la recta actuación del Tirante
capitán. Evidentemente, las cosas no eran tan fáciles
como las ponía Nicolas Fréret en el "Avertissement" que
precedía a la traducción francesa de Tirant lo Blanc
(1737): "... l'auteur étoit d'un païs où l'on
croit que quand un homme et une femme qui s'aiment, se trouvent
seuls, ce seroit sotise que de perdre le temps en paroles..." Al
contrario, en el país de Martorell las palabras significaban
mucho, y en el mundo de Tirant lo Blanc significan en ocasiones todo,
como ha dicho Vargas Llosa (1993). Así, la primera
declaración de Tirante a la Princesa es tímida y
delicada: cuando Carmesina le interroga acerca de la dama que en
mayor grado estima, Tirante responde elípticamente
dándole un espejo y diciéndole que allí
verá ella la imagen de la que a él puede dar muerte o
vida. Carmesina reprende a Tirante por la osadía de la
declaración, pero a continuación, com si pensara en el
peligro de que abandone el Imperio, le ruega que olvide las duras
palabras que le acaba de dirigir. Es el primero de una serie de
interminables tiras y aflojas. La lucha ya se ha desdoblado
claramente en los dos frentes señalados: el militar y el
sentimental, el público y el privado. Tirante parte con clara
desventaja: "?Con qué ánimo, con qué lengua
podré hablar para poderla induzir y mover a piadad, pues su
alteza me tiene mucha ventaja en todas las cosas: en riqueza, en
linage, en nobleza y en señorío?" (cap. 120;
pág. 311).
No tendrá más remedio, para allanar este desnivel, que
vender su ayuda militar (de estratega, de capitán, no de
aventurero individual). Cada acción militar redundará
en un incremento de la consideración hacia él por parte
del Emperador (de toda la esfera pública) que compense su
insuficiencia nobiliaria inicial. Tirante ha llegado a un
callejón sin salida en el terreno de la fama personal que no
puede sobrepasar. Sin embargo, desde la perspectiva pública,
el "préstamo" social que ofrece puede suponer un avance en la
aproximación a Carmesina; desde la privada, cada acercamiento,
un estímulo para la lucha. Cada acción contiene,
así, un proceso de doble significación. Cuando
Carmesina cede, siquiera sea un ápice, ante alguno de los
sofocantes asedios a los que la somete Tirante, está dando
cuerda --muy conscientemente en ocasiones-- a Tirante, para explotar
esa veta de perfección militar que el Imperio parece haber
encontrado milagrosamente en el providencial caballero; y cuando se
niega púdicamente a aceptar la seducción de Tirante, lo
ha de hacer con el suficiente tacto y disimulo, porque tensa
demasiado aquella cuerda que, rota, produciría un calamitoso
desastre. Carmesina aparece, por tanto, com la modificadora, com la
bisagra articulatoria de la actuación del heroe en el plano
público y privado.
Observemos la incardinación de las acciones principales: la
imposición de orden interior (cap. 124), va seguida de la ya
comentada declaración ante el espejo (cap. 127), y de la
concesión de una prenda (una camisa) (cap. 132). Tirante parte
hacia Chipre con esta primera esperanza. Sus más notorias
acciones consisten en una captura de yeguas acompañada de la
huida de la caballería enemiga, un apresiamiento de
mercenarios (cap. 133), y la estrategia de los puentes (caps.
136-38). Los primeros enfrentamientos tienen la oposición del
duque de Macedonia --aspirante al trono y envidioso de Tirante--,
quien difunde en el palacio la falsa noticia de la derrota de Tirante
(caps. 136-38). Conocida la verdad, Carmesina reacciona enviando a
Tirante un rico regalo monetario (cap. 146). La rabia del duque va en
aumento, pero después de la batalla victoriosa (cap. 154)
morirá este antipático enemigo. Finalmente, Tirante
entra en la ciudad gracias a la estrategia de un judío (cap.
157). Logra un gran prestigio con esta batalla, y espera su
recompensa "sentimental". Esta viene --aunque, como veremos, sea
frustrada en buena parte-- en la famosa noche de las "bodas sordas"
(cap. 162-63). Animado por ese estímulo amoroso, Tirante toma
por sorpresa las naves del Gran Caramán y lo derrota (cap.
164). Logradas unas largas treguas, los episodios siguientes tienen
lugar en el palacio, durante un tiempo de fiesta y alegría que
parece no acabar nunca y que abarca algunos de los momentos
más conseguidos de la historia amorosa: el episodio de los
juegos eróticos (caps. 202-03), el de la excitación
visual y "estrategia" del lecho (cap. 231), el del matrimonio de
palabra (cap. 252), el del matrimonio secreto no consumado (caps.
271-72), y también la magnífica historia de la Viuda
Reposada (caps. 264-83). Acabadas las treguas, tendrá lugar el
sitio a San Jorge y la derrota del duque de Pera (cap. 288). A
continuación, entraremos en la campaña de Africa (caps.
297-414).
Como no tendríamos espacio para detenernos ni siquiera en
algunos de estos episodios, he seleccionado solamente dos: la
conocida escena de las bodas sordas y la aventura pasional entre la
Emperatriz e Ypólito.
6.2.- Las bodas sordas.-
Uno de los capítulos más logrados de la novela es el
episodio de la festividad de las bodas sordas que celebran Tirante y
Carmesina, Diafebus y Estefania en una habitación del castillo
de Mal Vezino. Una sensualidad y libertad moral que se nos antojan
fresquísimas aún hoy día, se alían a un
dominio firme de las técnicas narrativas, y originan este
"entremés" insólito.47 Plazer de mi Vida espía
por una rendija de la puerta cómo las dos parejas pasan la
noche entre juegos amorosos. A la mañana siguiente
contará a las avergonzadas protagonistas lo que ha
"soñado"; és decir, en realidad, lo que ha visto desde
el otro lado de la puerta: cómo se hacían los
preparativos (las mujeres perfumadas, los hombres con sus armas
preparadas, las sábanas blancas y limpias, como campo
dispuesto para recibir la sangre de la batalla --por utilizar la
metáfora bélica tan del gusto de Martorell--);
cómo los cuatro se acostaron en el mismo lecho (que hacer el
amor en público, antes amigos, y desde luego familiares, no es
un insólito en la vida cotidiana medieval); cómo,
Diafebus y Estefanía cumplieron rápida y ruidosamente
con su papeles, sin vergüenza, con las protestas lógicas
(por parte de ella), pero sin mayores complejos ni complicaciones; y
cómo -!ay!- Carmesina se resistió Tirante dieran fin en
su compañía a sus deseos tan dulce y alegremente como
lo habían hecho sus compañeros de estancia. Así
pues, esa mañana siguiente, Estefanía, con el complejo
malsano de quien ha pecado, y Carmesina, inocente pero
cómplice, escuchan, entre avergonzadas y divertidas, el relato
de las empresas nocturnas que ellas mismas han protagonizado, en boca
de otra muchacha de la misma edad, que confiesa su envidia por no
haber podido compartido esos placeres, obviamente por falta de
pareja.
El episodio presenta dos aspectos de interés que conviene
ampliar: el primero, el desdoblamiento de funciones que afecta a las
dos parejas principales del libro; el segundo, la sicología
compleja de uno de los personajes principales de la obra, Plazer de
mi Vida.
El desdoblamiento de funciones entre las dos parejas queda bien claro
desde ese primer encuentro. De un lado, los miembros de la primera,
Tirante y Carmesina, serían buenos ejemplos de las presiones
públicas que el libre desarrollo de las relaciones amorosas ha
de soportar, de las mentiras del mundo público, oficial,
serio, litúrgico, establecido. Diafebus y Estefanía
representan, por su parte, todo lo contrario: la naturalidad, la
espontaneidad, la alegre libertad de la práctica amorosa nada
traumática del sexo. En realidad las dos parejas redondean la
cara y cruz de una misma moneda. Carmesina es tan divertida y liberal
como su prima. Tirante tan impulsivo, valiente y amoroso como su
primo (no parece ni tímido, como se ha repetido, ni
seguramente homosexual frustrado, como más arriesgadamente
también se ha señalado en alguna ocasión).48
Tirante y Carmesina quieren de hecho vivir el amor de la misma manera
que sus primos y amigos, pero no pueden porque se han visto
revestidos con demasiada prontitud con la capa de la responsabilidad
oficial. Algunas de las escenas más atractivas de la novela
(cuando Tirante cae del caballo, tropieza, se esconde bajo las faldas
de la princesa, cae de la terraza y se rompe una pierna, huye del
padre de la princesa, espía desde un rincón la desnudez
de la princesa...), algunas de las que Dámaso Alonso
calificaba de "vodevilescas", vienen del juego de contrastes entre el
deseo privado y la necesidad pública de esconderlo.
La actitud festiva hacia el sexo (recordemos el albarán de
Estefanía, en el cap. 147)49 de la pareja de servidores y
amigos estimula, al tiempo que no puede menos que desanimar a
Carmesina y, sobre todo, a Tirante. *<<Por qué no puedo
yo hacer el amor contigo como lo hace mi primo Diafebus?>>, es
la tan simple pregunta que parece estar lanzando como reproche
Tirante a Carmesina a lo largo de toda la parte central de la novela.
Y Carmesina semeja contestar tácitamente: <<*Tengo --y
tienes tú también-- una responsabilidad pública,
por encima de nuestros deseos. Compórtate como hay que
hacer>>. Tirante continúa --!qué remedio!--
comportándose como hay que hacer. Y siendo ya el prototipo
perfecto del caballero militar, habría llegado a convertirse
también en paradigma perfecto de amante cortés, como un
aburrido Amadís, de no ser porque la impertinente presencia de
Diafebus le recuerda exasperante y persuasivamente que todas las
vueltas que da para conseguir a Carmesina son bien estúpidas,
puesto que hay una fácil línea recta, la suya, que tira
directamente al blanco y siempre acierta.
Consideremos otra vez el caso de la Celestina. El papel de Diafebus y
Estefanía lo desempeñan en la obra de Fernando de Rojas
los criados de clase social baja. Como sucede en Tirante, ellos
incitan a la pareja protagonista, con su ejemplo, hacia el amor
carnal. La medianera en este caso es Celestina, que cuenta con
muchísimos rasgos que la acercan, como veremos, a Plazer de mi
Vida. En la Celestina se puede apreciar mucho más claramente
la polarización que tiene lugar en sus personajes entre el
lenguaje de la cultura oficial y el de la cultura popular, justamente
porque viene acompañada de un enfrentamiento de clase:
señores contra criados. Los criados odian y envidian a sus
señores, de la misma manera que se burlan de sus maneras
alambicadas y ridículas y de la retórica falsa que
utilizan en el cortejo. Es decir, de no hacer el amor directamente,
sino de simular o ficcionalizar --al fin y al cabo, mentir
sirviéndose del manual literario del amor cortés--,
para en definitiva acabar haciendo lo mismo que critican en los
criados, y que éstos hacen sin tanto vano circunloquio.
Martorell elimina el conflicto de clase; la suya es una novela, no
una tragicomedia, y la ley del género impone que todos los
personajes principales sean nobles. Sin embargo, la burla y la
parodia de la clase social baja la traslada a la voz de la pareja
secundaria, Diafebus y Estefanía, que con su comportamiento
deshinibido dan ejemplo, constante envidia, e incluso todo un
programa alternativo de actuación a la pareja protagonista.
Los criados en Tirante el Blanco son amigos, compañeros y en
ningún caso enemigos de clase. ?Podríamos decir que hay
una visión "rosa" de la realidad social? La misma que en
cualquier romance o novela de aventuras que no quiere ser
imitación de una realidad, sino plasmación narrativa de
un determinado ideal.
El personaje de Plazer de mi Vida fue definido rotundamente por
Vargas Llosa (1969: 42-43): "Sus juegos con la Princesa la muestran
como una moderada, inconsciente lesbiana. En todo caso, es innegable
que disfruta contemplando, escuchando, fomentando el amor y no
practicándolo. Eso puede significar también que
contemplar, escuchar y fomentar el amor ajeno sea su manera de
practicarlo, y un indicio de ello es su reacción la noche que
espía las bodas sordas del castillo de Mal Vecino; se enciende
tanto, confiesa, que ha de correr a remojarse". Frente a las
consecuentes Estefanía y Carmesina, Plazer de mi Vida es la
contradictoria que "emplea el lenguaje sexual más atrevido,
trama y refiere los sucesos eróticos más imaginativos
de la novela, aunque al mismo tiempo, es relativamente casta". La
interpretación sicológica del personaje que aporta
Vargas Llosa parece correcta, pero hemos de tener en cuenta que este
comportamiento no era tan inimaginable como podemos creer. Estamos
tratando con entes literarios, que viven en contacto con una
tradición, y que cuentan con precedentes dentro de la
tradición europea, tanto en la comedia humanística como
en la cuentística, que presentaban tipos tan desorbitados y
argumentos igualmente escandalosos.50 Martorell funde atrevidamente
en el alambique, de un lado, el tipo de la viciosa alcahueta (anus),
del que derivará Celestina; del otro, el del servus fallax
intrigante e imprudente, pero voluntarioso y fiel de la comedia
latina. El sublimado es Plazer de mi Vida. No es una vieja barbuda,
sino una joven tierna, pero su papel de inductora de amores y
gozadora del sexo que practican los otros, y hasta esos
equívocos indicios de lesbianismo, son idénticos a los
que podemos encontrar en Celestina, porque también ella deriva
de parte de esta tradición. Puede resultar descorazonador a
quien busque profundidades sicológicas de novela del XIX, pero
lo cierto es que Martorell presenta los rasgos de represión o
voyeurismo del personaje en la medida en que esa mostración
contribuye al éxito narrativo de determinada situación
cómica.51 Se ayuda así a crear el contraste
--fundamental para conseguir un efecto cómico-- entre el
señor (Tirante, como podía ser Calisto), desesperado y
paralizado por el amor hasta el ridículo, y el criado
(Plaerdemivida) emprendedor, ingenioso, activo y desenvuelto. Pero no
veremos un intento premeditado de profundización,
análisis, explicación y ni siquiera coherencia
sicológica más allá, y en otros contextos estos
personajes "heterodoxos" se comportaran tan modélicamente como
los restantes.
6.3.- Amores ilícitos de la Emperatriz con Ypólito.-
Siento que queden en el tintero otros momentos, otros personajes.52 No puedo dejar de mencionar al menos el protagonizado por Ypólito y la Emperatriz.53 La madura Emperatriz es solicitada de amores por Ypólito, sobrino de Tirante y consiente el acercamiento del ambicioso joven, a quien concede se pueda considerar su amante. La relación de los primeros encuentros que mantienen resulta uno de los episodios más desvergonzados y divertidos de la novela (caps. 248-64) y tendrá implicaciones importantes, dado que acabarán casándose al morir el Emperador. En principio, la Emperadriu le impone como condición el secreto más absoluto y un rendez-vous aquella misma noche en la terraza que hay al lado de su dormitorio. Por la tarde, hace cambiar las cortinas, perfumar la habitación y el lecho, valiéndose de falsas excusas. Después de cenar, regresa pronto a ésta, "diziendo que le dolía la cabeça". Los médicos le recomiendan reposo y "malvasía". Ella envía a dormir a las doncellas, y abre la puerta de la terraza, donde espera impaciente Ypólito, "tendido en el suelo porque no le viessen de ninguna parte (...) y ella (...) tomóle por la mano diziendo que fuesse a la cama. Dixo Ypólito: <<--Señora, vuestra majestad me abrá de perdonar, que yo no entraré en la cámara hasta que de mi desseo sienta parte de la gloria venidera>>. Y tomóla en los braços y echóla en el suelo, y aquí sintieron el postrimero fin de amor. Después, muy alegres y contentos, se entraron en la cámara." (cap. 260). Continúan allí las "razones y juegos de plazer", hasta que, ya cerca del día, "cansados de velar, se adormieron". Al día siguiente son sorprendidos por la doncella Eliseo, que "vio un hombre al costado de la Emperatriz, que tenía el braço tendido, y la cabeça del galán sobre aquel braço y la boca en la teta" (cap. 262). Eliseo tiene en principio la tentación de gritar, pero pronto imagina la verdad y actúa entonces diligentemente. Sin aprobar lo que ha visto, riñe a la Emperadriz, aún dormida, mientras el Emperador llama a la puerta: "Levantaos, señora, levantaos, que la muerte os está cerca". La reacción de Ypólito, echándose a llorar como un niño y escondiéndose debajo de la ropa, agudiza el tono in crescendo de comedia. Luego, no se le ocurre más que traer su espada y, desorbitadamente, pronunciar su propia sentencia de muerte: <<--Aquí quiero tomar martirio delante vuestra majestad y terné mi muerte por bien enpleada>>. La escena teatral ha pasado del vodevil al guiñol. Después del primer desconcierto, la Emperatriz toma la iniciativa y se comporta como la madre experimentada y amorosa que por encima de todo ha de proteger a su hijo en peligro. La poca edad de Ypólito es puesta de relieva, con el magnífico detalle de cogerlo por las orejas para besarlo, indicando así, además del gesto maternal, la pequeña estatura del muchacho.54 Continúa el acelerado movimiento teatral con el juego de los equívocos. Cuando entran el Emperador y los médicos, la Emperatriz dice que ha soñado en el regreso de su hijo muerto (de edad similar a la de Ypólito), y aprovecha la confusión --que se le acepta como un delirio enfermizo-- para estar, incluso en público, cerca de su amante. Martorell extrae las enormes posibilitades del malentendido, con una explícita alusión a la historia de Fedra (consecuentemente, al mito edípico). La Emperadriz obligará a Eliseo a continuar siendo cómplice del asunto. A partir de una graciosa parábola de boca de Ypólito, la seria y moralista Eliseo, doncella que no había consentido todavía dar su aprobación a la peligrosa relación, se transforma en amiga. El personaje de Eliseo, aunque secundario, posee una relativamente compleja caracterización.55 El infantilismo, la fidelidad y la complicidad son rasgos que encontramos también en Lucrecia, doncella de Melibea: en los dos casos la contemplación de cómo hacen el amor los señores parece servir a la doncella, traslaticiamente, com iniciación sexual. La complicidad lleva consigo un proceso de erotización, que las hace madurar, crecer. En todo caso, la historia de amour fou entre el joven galant'uomo y la vieja Emperadriz se hace verdaderamente inolvidable. Concluye cediendo paso a otro episodio no menos sabroso, el de los engaños de la Viuda Reposada a Tirante.56
7.- Tirante en Africa (caps. 296-413). El extravío de la novela.-
Es indudable que la lectura de los capítulos de esta parte
llega a agobiar al lector moderno, como no había sucedido
antes, con la misma sensación de desmesurada amplitud, de
monstruosidad inabarcable que ofrecen tantos libros de
caballerías --y siento expresarme tan cervantinamente y tirar
piedras sobre nuestro tejado común--, libros que nos
habíamos empeñado en separar del Tirante. En ese
sentido, el Tirante esporádico, como --?por no llamarlo
extravagante?-- lo calificaba Menéndez y Pelayo, vuelve al
redil, y los valedores de su equilibrada solidez nos resistimos a ese
naufragio bizantino. Sin embargo, se trata de 119 capítulos
(casi la cuarta parte de la obra), donde se dan algunos de los
episodios más originales de la obra. Lo que ocurre es que esta
parte de Tirante en Africa padece el peso de la comparación
con la anterior combinación de escenas entrelazadas con una
cierta independencia, concertadas rítmicamente con el avance
de la acción principal. Sin decir que se se trate de un
añadido pedante y aburrido (afirmación contra la que
nos previene Badia [1993a: 46]), ni negar que la parte
africana tenga que ver con un desenlace consciente y coherente del
plan general de la obra, lo cierto es que se echa a faltar
aquí aquella articulación entre las acciones de las
esferas militar y sentimental, y es obvio que se deshace la
complejidad sicológica del personaje de Tirante, quien,
sometido a presiones distintas, cede el paso a un Tirante frío
y estólido, dominado por unos intereses religiosos e
imperialistas, que -abandonados los sexuales- parecen ocupar todo su
horizonte de objetivos.57
Recordemos la acción principal. Una tempestad se lleva la
galera donde estaban Plazer de mi Vida y Tirante, y después de
seis días naufraga en las costas de Berbería. Plazer de
mi Vida es acogida por un viejo moro, y una hija suya la recibe como
doncella de compañía. Tirante esconde su identidad y
entra al servicio del Caudillo (emir) sobre los Caudillos, pero es
apresado por su hijo, prometido de Maragdina, la hija del rey de
Tremicén. Entretanto, el negro Escariano, rey de la Gran
Etiopía, comienza la guerra, aliado con el rey de
Túnez, contra el rey de Tremicén. El Caudillo saca de
prisión a Tirante, que consigue liberar al rey de
Tremicén y a su hija, asediados en un castillo, mediante la
inutilización de las bombardas enemigas (caps. 296-302).
Maragdina se enamora de Tirante, y él es enviado como
embajador al rey Escariano, pero éste afirma que no
abandonará la guerra hasta que Maragdina no sea mujer suya.
Gracias a la estrategia de un judío (cap. 310), mata al rey de
Tremicén y a sus hijos, y encierra a Maragdina en el castillo
de Monte Tuber. Pero Tirante, con la ayuda de un espía
albanés que simula huir del campo, después de
emborrachar al enemigo, se introduce en el castillo y hace prisionero
a Escariano (cap. 312-19). La defensa de la plaza se facilita cuando
cuelga a Escariano de uno de los muros, con el fin de que los suyos
den fin al ataque artillero (cap. 321). El amor que Maragdina le
manifiesta es contestado por Tirante: la adoctrina sobre el
Cristianismo, y la bautiza él mismo.58 La misma
conversión sufre Escariano, quien, después del bautizo,
jura fidelidad y hermandad de armas a Tirante, y mata al Caudillo,
por su desprecio hacia la labor evangelizadora de Tirante (cap. 333).
Tirante casa a Escariano con Maragdina y, como capitán de los
reinos africanos cristianos y en compañía de un fraile
de la Merced valenciano, se dedica a la empresa evangelizadora, y
alcanza a bautizar a más de cuarenta y cuatro mil moros (se da
incluso un milagro, que hace reconocer los cadáveres de los
cristianos en el campo de batalla; cap. 340). Las fuerzas de los
infieles se organizan, y se suceden muchas batallas. Entre las
estrategias dignas de mención, en ellas, están las de
las contraminas (cap. 339), la estampida de toros sobre el campamente
enemigo (cap. 340), la simulación de tropas, vistiendo a la
población con falsas armaduras (cap. 344). Al final, Tirante
llega a Montágata, ciudad adonde había ido a parar
Plazer de mi Vida. Ésta, de incógnito y después
de traer a la memoria de Tirante a su amada Carmesina (hasta el punto
de conducirlo al desmayo) revela su personalidad (cap. 366).
Convencidos por ambos, la reina y los súditos de
Montágata reciben el bautismo. Tirante casa a Plazer de mi
Vida con un caballero de su hueste, el señor de Agramunte.
Siguen las campañas y la evangelización. Después
de un año de asedio, como triunfal colofón, se toma la
ciutat de Caramén (cap. 398).
Tirante, más cerca del comportamiento de Ivain que del de
Erec, en las novelas de Chrétien de Troyes, ha olvidado su
deber sentimental. Finalmente, una carta de Carmesina actúa
como la bofetada en seco necesaria para sacarlo de su recreantisse o
abandono. La conversión de fieles ha sido hasta entonces el
principal motivo unificador de los capítulos, culminando en la
magna gesta del bautizo de 334.000 infieles en el cap. 401.59 Pese a
deliciosos intermedios, como el de la polémica aventura
fantástica de Espercius, el único episodio totalmente
inverosímil de toda la novela, salvan a la narración
del peligro de la infinitud (caps. 410-13),60 la acumulación
de batallas y nuevas conquistas llega a hacerse repetitiva y
monótona. Hasta hace poco, algunos atribuiamos ese cambio
narrativo, incluida la entrada de un cierto fanatismo religioso, a un
culpable fàcil: Martí Joan de Galba. Él
habría sido el autor de todo lo que no nos gustaba, de aquello
que no resultaba "moderno" o "simpático". Pero si aceptamos
que Galba no participó en la creación de la obra, como
hemos visto als Preliminars, la respuesta habrá de ser otra.
La comparación con otros textos de caballería, y en
especial con el comportamiento y evolución de Amadís de
Gaula como caballero religioso, y más aún con el de su
hijo Esplandián, "cavallero de Dios", resulta
fructífera cuando tratamos de encontrar sentido a estas
páginas.61 Pero cabe preguntarse si es extrapolable el
espíritu de cruzada de los Reyes Católicos en la
campaña de Granada, a los años sesenta, cuando
Martorell escribe la novela. ?Acaso son fruto e idealización,
tanto Tirante como Amadís y Esplandián, "caballero de
Dios", de una misma necesidad mesiánica, después de la
caída de Constantinopla, un ansia que capitalizaron
ideológicamente los Reyes Católicos?
Lo cierto es que el engendro del libro de caballerías
desconcertado tentó a Martorell, que su obra navega al borde
de un naufragio de difícil salvamento, al dejar al
protagonista sin motivación sicológicamente "real" para
su lucha. Pero este derrrotero es normal entre los libros de
caballería, y es este movimiento pendular de
atracción/repulsión hacia la tradición
caballeresca el que fundamenta el interés y valor
contradictorio del Tirante.
8.- Muerte de Tirante y sucesión de Ypólito (caps. 414-87).-
Al recibir la carta de Carmesina, Tirante se informa sobre el
estado del Imperio griego: combatido por los turcos, se encuentra
reducido a la capital. Tirante recaba refuerzos de Felipe, el marido
de Ricomana, ya rey de Sicilia. Con su ayuda y la del rey Escariano,
regresa a Constantinopla, defendida por Ypólito,
capitán mayor en sustitución de Tirante (caps. 401-13).
La Viuda Reposada, amante frustrada, al saber la llegada de Tirante
toma un veneno para morir. El Soldán y el Gran Turco se ven
perdidos, y solicitan una paz de cien años, que es aceptada.
Tirante llega a Constantinopla y sin apenas preámbulos consuma
-!finalmente!- el matrimonio con la Princesa.
Este famoso capítulo 436, el de la unión definitiva ha
sido justamente destacado (el último en hacerlo ha sido Vargas
Llosa [1993]). Carmesina va revelando su desfloración,
en un monólogo dramático que se produce en
términos parecidos, tal vez más crudos, a los descritos
por Estefania (en el cap. 162):
"<<--No cambiéys, Tirante señor, en tan trabajosa
pena la esperança de tanta gloria como es alcançar
vuestra deseada vista. Reposaos, señor, y no queráys
usar de tanta fuerça, que las fuerças de tan delicada
donzella no bastan a resistir a tal cavallero. No me tratéys,
per vuestra gentileza, en tal manera. Los combates de amor no con
fuerça mas con mañosos halagos y dulçes ingenios
se alcançan. No porfiéys, señor; no seáys
cruel; no penséys que esto sea batalla contra infieles; no
queráys vencer la que está vencida de vuestro amor.
Hacedme parte de vuestra valentia para que os pueda resistir. Ay,
señor! ?Y cómo os puede deleitar cosa forçada?
?Como es possible que amor os consiente que hagáys mal a la
cosa amada? Deteneos, señor, per vuestra virtud e mucha
nobleza. !Guardad, señor, que no deven cortar las armas de
amor, no ha de herir ni llagar la lança enamorada. Aved piadad
y compassión desta sola donzella. !Ay cavallero falso y cruel!
!Señor Tirante, aved compassión de mí! !No soys
vos Tirante! !Trista de mí, ?y esto es lo que yo tanto
deseava? !Oh esperança de mi vida, muerto avéys a
vuestra Princesa!>>"
!Es el relato, en un presente directo, de literalmente una
violación! De hecho, Fernando de Rojas utiliza el mismo
procedimiento cuando presenta la unión de Melibea con Calisto:
el monólogo dramático femenino. Este monólogo
procede, y tal vez directamente en ambos casos, del de la
protagonista femenina, Galatea, de la más famosa comedia
latina, el Pamphilus, que ya encontramos versionada en parte en el
Libro de buen amor, pero curiosamente con las dos hojas (32 estrofas)
de este desenlace arrancadas, posiblemente por censura, en los mss.
Gayoso y Salamanca. Es importante reconocer esta fuente, porque tal
vez indica que la pareja protagonista, que ha intentado por todos los
medios diferenciarse del comportamiento vulgar mediante el estricto
seguimiento del código caballeresco, se rinde finalmente y
renuncia a aquella absurda pleitesía. La literatura amorosa no
ofrece solución expresiva a la consumación del amor,
sólo a su proceso. Se ha de acudir, como último
recurso, si se quiere expressar este acto, a la comedia: romper el
decorum. Al trasgredir este límite, a Calisto le espera como
castigo la caída del muro y la muerte. ?...Y a Tirante?
La historia es muy diferente. El Emperador le otorga la mano de
Carmesina, lo que significa, en consecuencia, la sucesión a la
corona. Las últimas victorias, liberando ciudades
todavía en poder del enemigo, son celebradas con matrimonios
entre caballeros y doncellas (caps. 454-66). Pero
encontrándose en Andrinópol Tirante cae enfermo por un
mal de costado, es decir por una neumonía o pleuresía,
pide confesión, dicta testamento en favor de Ypólito, y
muere (caps. 467-71). El cuerpo de Tirante, expuesto en Santa
Sofía, es llorado por la desconsolada Carmesina y por el
Emperador. Muere primero éste, a causa del dolor por el final
de Tirante y por la agonía de la hija; inmediatamente
después muere ella (caps. 472-80).
La muerte tan sencilla --más que sencilla, más que
"amaestrada", como la llama Phlippe Ariès-- es el
último gesto "heroico" del capitán, y deja planteado
uno de los problemas más graves de la novela: el de su
interpretación global como secuencia con sentido unitario.
?Por qué muere Tirante? ?Qué sentido quiso dar
Martorell a la caída fatal de su personaje, encumbrado
después de tantos esfuerzos? ?Ascético?
?Paródico? ?Y qué sentido que lo haga de manera tan
prosaica: realismo, ironía, cinismo...?
No pretendo ofrecer una nueva interpretación.62 Pero sí
puedo al menos constatar que, por los testimonios que he ido
recogiendo sobre el "dolor de costado", causado aquí por el
aire del río, testimonios que van desde el Arcipreste de
Talavera hasta la Celestina, la Comedia de Sepúlveda, la
poesía cancioneril, etc., la muerte por ese tipo de "dolor"
prácticamente siempre tiene un significado ambiguo en los
textos literarios, y en muchas ocasiones claramente asociado al
comportamiento erótico de los que la sufren.63
Así pues, al contestar a la pregunta sobre por qué
muere Tirante el Blanco de "mal de costado", y precisamente de "mal
de costado", no me ha resultado nunca disparatado proponer que se
busque la causa eficiente de ese dolor en la extrema debilidad del
héroe ante los embates de su pasión amorosa ("locura de
la voluntad", como la define Gordonio), inclinación que se
resuelve al final en su abusivo comportamiento fornicador con
Carmesina (el que el mismo Gordonio llama "coitu destenplado"),
propio del individuo sanguíneo y mostrado de forma enormemente
clara a través de las alusiones obscenas al lenguaje militar
en el famoso cap. 436. Allí Tirante se ha rebajado a la
categoría de literalmente un Pánfilo de comedia, a la
vez que ha degradado a Carmesina a la de una vulgar Galatea que llora
desesperada la pérdida de su virginidad. La muerte de Tirante
el Blanco, hemos visto, como la de Calisto en la Comedia (mejor que
en la Tragicomedia), deriva trágica y paródicamente del
cumplimiento del acto amoroso (un hecho tan natural para los criados
o parejas secundarias, como destructivo, siguiendo literalmente los
preceptos de la cortesía, para los protagonistas). El amante
cortés muere, en el código amorso, si no recibe el
galardón definitivo de su dama. Invirtiendo los
términos, los amantes de las dos obras mueren a causa de y por
abuso de ese galardón. Las dos obras llevan a su extremo
más literal la muerte, trasladando al terreno de lo real las
exageraciones de la metáfora cortés.
Señala Hauf (1989 y 1992) que Tirante ejemplifica el fracaso
por lograr el ideal de personificación ejemplar de las
teorías lulianas porque su impulso esencial, caballeresco, es
el de ganar fama (y, dentro de ella, amor). Pese a la
expiación de la parte africana --poniendo por caso que la
parte africana del libro hubiera servido al héroe para
recuperarse de una crisis causada por su fatuidad amorosa y por su
ambición desmedida--, Martorell hace que la naturaleza
lujuriosa de Tirante aflore de nuevo, como si nada hubiera pasado,
ante la presencia de la persona amada. Debido a ese comportamiento,
el autor "asesina sin piedad" --como expresivamente metaforiza Hauf--
a su criatura. Quizás porque no tiene más remedio para
ser coherente con su ideal luliano.
Una interpretación moral del final de la novela, con la
condena a muerte de la vanidad de su héroe por el hecho de no
haber sabido redondear el prototipo ascético de su maestro
Ramon Llull, es perfectamente reconciliable con la ironía
narrativa de presentar a un Tirante, reciente vencedor de millones de
enemigos infieles, al final ridículamente vencido por un
vientecillo de amor, una calentura pasional, una fusión de
humores contrarios, un "dolor de costado", que, como al amador
sanguíneo del Arcipreste de Talavera, le iba a conducir, en
plena apoteosis, a la muerte.
9.- El epílogo desencantado.-
Los últimos capítulos contienen el proceso de
legitimación de la relación adúltera mantenida
por Ypólito y la Emperadriz, comenzada apasionadamente en vida
del Emperador. Dado que la Princesa había hecho heredera a su
madre, y Tirante había testado en favor de Ypólito,
todos aconsejan que se casen.64 La muerte de la Emperatriz, al poco,
limpiará a Ypólito de la vinculación con una
carrera de verdadero condottiere elevado al poder por la vía
del favoritismo sentimental. Pero cuando ja es solo Emperador, y no
pobre paje, ni antiguo amante oportunista, entonces Ypólito
(como lo llama en cierta ocasión Plazer de mi Vida) casa en
segundas nupcias con la hija del rey de Inglaterra, con quien
tendrá tres hijos y dos hijas. Al casar con esta princesa
inglesa (a las bodas de cuyos padres, recordemos, había
asistido Tirante), Ypólito cierra el círculo de
formación y desarrollo del propio Tirante. Un Ypólito
limpio de los pecados juveniles de la pasión ilícita es
la pieza nueva que siembra la semilla de un nuevo linaje
caballeresco: "Y el hijo mayor fue llamado Ypólito,
assí como su padre, el qual hizo singulares
cavallerías, las quales el presente libro no las recita, antes
se remite a las ystorias que dél fueron hechas" (cap. 487;
pág. 1.101).
Estos dieciséis capitulos finales podían previamente
parecer un tópico apéndice tras la muerte de los
héroes. En vez de eso, resulta un muy significativo
colofón. Porque el proceso de ascenso de Ypólito,
encumbrado un poco voluntaria y otro poco azarosamente, se
diría que está en el polo opuesto del que
realizó Guillén de Varoyque, modelo de Tirante. El
citado episodio de aventura de amor loco entre él y la
Emperatriz, secundario en principio respecto a la trama principal, se
revela ahora como primordial. Pese a que apenas se había
vuelto a mencionar el estado de las relaciones, de repente tropezamos
con un Ypólito maduro, serio y ambicioso, capitán del
ejército imperial. ?Tal vez ha pretendido Martorell cambiar el
carácter de Ypólito, que olvidemos sus principios y
aceptemos su comportamiennto convencional, de caballero perfecto?
Probablemente, no. Porque al lector no se le ha escondido nunca --y,
por tanto, no ha podido echar al saco del olvido-- el maquiavelismo
del personaje. Leamos solamente las palabras de Martorell sobre los
sentimientos de Ypólito, al morir la Princesa: "La Emperatriz
le amava más que a su hija ni a si misma (...). Y no
penséys que Ypólito toviese mucho dolor, que luego que
Tirante fue muerto hizo su cuenta que él sería
emperador, e mucho más después de la muerte del
Emperador e de su hija, teniendo confiança del mucho amor que
la Emperatriz le teníe; que él no dudava que le
tomaríe por marido e por hijo; que usança es de las
viejas que quieren a sus hijos por maridos, que por emendar las
faltas de su juventud quieren hazer aquella penitencia." (cap. 479;
pág. 1.087).
?Significa el encumbramiento de Ypólito la resignación
de Martorell ante un proceso de ascenso maquiavélico, opuesto
al que él había diseñado para Tirante?
?Significa un reconocimiento realista del fracaso de este
diseño? Como decíamos, tanto la muerte de Tirante, como
ahora la sucesión de Ypólito son los dos momentos
más conflictivos y abiertos a diferentes interpretaciones de
la novela.65 Parece difícil de negar que la sucesión de
Ypólito revela un pensamiento pesimista sobre el poder de la
Fortuna, que cercena la vida de los excelentes y encumbra la de
quienes, como Ypólito, representan, con algunos de sus
aspectos más negativos, la nueva cortesanía
renacentista.
Tirante, un caballero de elaborada ficción, nos ha dejado
testimonio con la narración de su vida -!tan real, tan
fantástica!- de unos ideales de época, deseos
ejemplares y factibles de gloria absoluta. Dentro de su enormidad, y
pese a la complejidad, por coexistencia de elementos contradictorios,
algunos de los cuales he tratado de hacer resaltar en mi guía
de lectura para la obra, Tirante el Blanco es un texto coherente y
compacto. En plena mitad del siglo XV, es lógico que la
coherencia estructural de un proyecto literario tan ambicioso66 vaya
acompañada de desorientación --y hasta perplejidad-- y
reorientación ideológicas respecto al papel que ha de
cumplir un texto de narrativa de ficción como texto ejemplar y
como obra artística.
Si no "el mejor libro del mundo", como proclama el cura de Don
Quijote, sí es Tirante el Blanco la más importante
novela de la literatura catalana, el mayor logro narrativo producido
en Europa en todo el siglo XV, un texto clásico y universal
que, además, nos parece a muchos uno de los más
decisivos precursores de la modernidad narrativa cervantina. Acabando
con Cervantes una vez más: "Llevadle a casa y leedle, y
veréis que es verdad cuanto dél os he dicho".
Rafael Beltrán
(Universitat de València)