Autor: Dulce María García (The City College of the City University of New York)

Título Artículo: La hermenéutica de la moral y la moral de la hermenéutica en el “Libro de Buen Amor”

Fecha de envío: 16/01/2004


 

Resumen: El Libro de buen amor es un texto ambiguo en dos terrenos: el de la moral y el hermenéutico. Como personaje y como autor Juan Ruiz se muestra ambivalente en su conducta. Esta ambivalencia —claramente deliberada— sirve para dramatizar el concepto del voluntarismo agustiniano junto con sus implicaciones morales y hermenéutica, las cuales se manifiestan en la manera en que el Arcipreste “representa” (discurso directo, el uso de la ironía, la polisemia, el silencio y la manipulación de otras ambivalencias lingüísticas) así como en aquello que representa (episodios dramáticos específicos y la las acciones, actos verbales y pensamientos ambivalentes —y hasta contradictorios— del protagonista). El voluntarismo de San Agustín funciona en el Libro como punto de convergencia entre los campos de la ética y la semiótica, donde se funden autor y personaje, donde la teoría y la práctica se encuentran. Este concepto asimismo constituye el hilo temático unificador del Libro de Buen Amor: el autor “escoge” cómo escribir para enseñar; el hombre “escoge” cómo actuar para salvarse o condenarse y el lector “escoge” cómo interpretar la “vida” y la voz del Arcipreste . En su Libro, Juan Ruiz plantea sus ideas sobre la moral, la semiótica y la pedagogía así como su relación directa con el concepto agustiniano del libre albedrío.

 

Abstract: The Libro de Buen Amor is an ambiguous text in two areas: Ethics and hermeneutics. Juan Ruiz is as ambivalent in his conduct as a character as he is in his conduct as an author. This ambivalence, clearly deliberate, serves to dramatize the Augustinian concept of voluntarism along with its moral and hermeneutic implications which become visible in the way Juan Ruiz “represents” (direct speech, the use of irony, polisemy, and silence, and his manipulation of other kinds of linguistic ambivalence) and in what is “being represented” (specific dramatic episodes, and the main character’s ambivalent —and even contradictory— actions and speech acts, and thoughts). Saint Augustine’s voluntarism is the point where ethics and semiotics converge, where author and character merge, where theory and praxis meet. It also constitutes the thematic unifying thread in the Libro de Buen Amor: The author “chooses” how to write in order to teach, man chooses how to act in order to save or condemn his soul, and the reader chooses how to read the Arcipreste’s life and voice. In his Libro, Juan Ruiz sets forth his ideas on morality, semiotics, and pedagogy, and their direct relation to San Augustine’s concept of free will.


 

La hermenéutica de la moral y la moral de la hermenéutica en el Libro de Buen Amor

 

 

De la santidat mucha es bien grand liçionario;

 mas de juego et de burla es chico breviario;

 por ende fago punto, et çierro mi almario,

 séavos chica fabla, solás et letuario. (1632)

 

Es imposible pasar por alto la influencia de Confesiones de San Agustín en el carácter pseudoautobiográfico del Libro de Buen Amor; después de todo, la historia del Arcipreste, no sólo se configura en primera persona, sino que en sí puede verse como una “confesión”.[1] Pero, asimismo, en su vertiente temática, el Libro constituye, además de una dramatización, una adaptación, e incluso una extensión, del concepto del voluntarismo ético e interpretativo que se originan en el pensamiento de San Agustín.

El Arcipreste muestra la moral y la hermenéutica como ámbitos interdependientes en su Libro. Ambos conceptos también se entrelazan en la filosofía de San Agustín, particularmente en su teoría del voluntarismo: el hombre “escoge” cómo actuar y el lector “escoge” cómo interpretar la Palabra, el Texto y es responsable tanto de sus acciones como de su interpretación.

Es en De doctrina cristina, particularmente en los primeros tres libros, donde San Agustín elabora su teoría de los signos, de la interpretación y de la traducción. El santo muestra aquí una nueva manera de leer/oír un texto: para él, el “significado real” del texto (el que está “escondido” tras la palabras) es más importante que su representación superficial (literal, patente). El primero constituye la esencia del mensaje, la Verdad, mientras que el sentido “superficial” equivale a la apariencia.[2] De esta idea se hace eco Juan Ruiz al “presentar” su libro:

Las del buen amor son raçones encubiertas,

trabaja do fallares las sus señales çiertas,

si la raçón entiendes, o en el seso açiertas,

non dirás mal del libro, que agora refiertas. (68)

En términos ya no del receptor del mensaje, sino del emisor (lo que en este caso aplicaría al autor del Texto) el lenguaje, para San Agustín es bueno mientras se use en servicio de la verdad (la proclamación del mensaje cristiano). Si se usa con propósitos meramente seculares, el uso del lenguaje en función de la retórica es malo. Pero y esto es importante vis à vis el LBA—el mensaje cristiano puede presentarse de manera en que pueda entretener y hasta divertir a la audiencia para así captar y mantener su atención. Advierte el Arcipreste en su Libro:

La burla que oyeres, non la tengas en vil,

la manera del libro entiéndela sotil,

que saber bien e mal, desir encobierto e doñeguil

tú non fallarás uno de trovadores mil.

Fallarás muchas garças, non fallarás un uevo,

 remendar bien non sabe todo alfayate nuevo,

a trobar con locura non creas que me muevo,

lo que buen amor dise, con raçón te lo pruebo. (65-66)

Tanto en el pensamiento agustiniano como en el Libro, el amor (humano y divino) funciona como la rúbrica bajo la cual San Agustín y el Arcipreste colocan su concepción del hombre como ente libre para elegir (en términos morales e interpretativos) y sobre todo como único responsable por su elección. Esta elección es lo que irá a llevarlo por el camino del Bien o por el del pecado.

El voluntarismo de San Agustín, especialmente su idea del libre albedrío, como intentaré mostrar en este ensayo, constituye el hilo unificador del LBA, la cimiente conceptual sobre la cual el Arcipreste edifica la trascendencia del sentido de su Libro, el “meollo” claro bajo su “corteza” oscura (ambigua).[3] Pero no sólo el mensaje o la “lección” que se extrae del LBA se basa en el libre albedrío agustiniano, sino que también en esta idea agustiniana se basa el singular método al que el Arcipreste recurre para exponer este mensaje. Este método asimismo lo halla el Arcipreste en las teorías agustinianas sobre la hermenéutica; es decir, los fenómenos que determinan la interpretación “correcta” del Texto. Pero el Arcipreste no sólo se vale del método para enseñar, sino que lo dramatiza y lo tematiza en su Libro.

El Libro de buen amor es un texto ambiguo precisamente en los terrenos de la moral y a la manera en que ha de interpretarse el libro mismo, lo que evidentemente es importante para Juan Ruiz. Es en esta ambigüedad donde reside el didactismo en el Libro del Arcipreste, tanto en su vertiente ética como hermenéutica.

Según Felix Lecoy, “toute interprétation qui voudrait sacrifier l’un de ses aspect à l’autre est incomplète” (349). No sólo resultaría incompleta cualquier interpretación que se centrara en uno de los dos aspectos que Juan Ruiz hace que coexistan en el protagonista y en el Libro (la inclinación hacia lo carnal vis à vis la inclinación hacia lo divino), sino que se incurriría en el error de que se perdiera el sentido más profundo de la obra en su totalidad, como el autor mismo advierte:

Non cuidedes quë es libro de necio devaneo

ni tengades por chufa algo quë en él leo:

ca, segund buen dinero yazë en vil correo,

assí ën feo libro está el saber non feo (16)[4]

Para San Agustín (D.d.c. lbrs.1-3) los signos son a menudo oscuros, ambiguos (tienen que ser interpretados para ser entendidos). Todos los lectores, para el santo (también para el Arcipreste) deben ser agentes activos, “buscadores” de verdad. La verdad (la esencia, en términos platónicos) ha de ser descubierta “bajo” la oscuridad del signo patente (apariencia). Esta “actividad” por parte del lector/audiencia, según el santo, es buena porque fuerza al lector/audiencia a reafirmar su compromiso cristiano en su participación como descubridor del significado transcendente, de la verdad. Más adelante veremos cómo el Arcipreste una y otra vez incita al lector a que participe activamente en la semiosis moral de su texto.

Para San Agustín, aunque las palabras aparezcan oscuras y la verdad escondida, el Texto en su totalidad ‘contiene’ una Verdad fija e ineludible. De la misma manera, Juan Ruiz varias veces, como veremos, alerta al lector a que se fije en el Libro en su totalidad, en el sentido global del texto. El descubrimiento por parte del lector/audiencia del verdadero significado del Texto en su “enteridad” (escondido tras las palabras “oscuras” ) constituye la base de la hermenéutica agustiniana.

En la cuaderna 17, Juan Ruiz, consciente sin duda de la ambigüedad de su Libro, dice que aunque “por fuera es oscuro” el mensaje es muy claro:

el axenuz, de fuera negro más que caldera

es de dentro muy blanco, más que la peñavera

blanca farina yazë so negra cobertera (abc)

La conducta moral del Arcipreste, según se autorrepresenta en su libro y las palabras que componen el texto tienen un denominador común: la ambigüedad, la “convivencia” del apego a buen y del loco amor. El personaje —en su proceder— alaba lo divino y a la vez alaba a lo mundano. El texto hace exactamente lo mismo mediante palabras. He aquí el punto de convergencia entre la moral y la hermenéutica en el LBA. Tanto el hombre como el texto son complejos, son compuestos de apariencia y esencia, constituyen en sí ejemplos de cómo pecar y cómo salvarse, son, interpretadores e interpretables.

El Arcipreste coincide con San Agustín en cuanto a su manera de concebir la naturaleza humana: el hombre es, por naturaleza, pecador. San Agustín, en las Confesiones, acude a la imagen del peral para representar su condición de pecador y, sobre todo, su amor por el pecado. El santo examina sus motivos que lo llevaran a robar las peras de un árbol que no le pertenecía y concluye que no lo hizo porque tenía hambre, sino porque se deleitaba en robar:

...nam decerpta proieci epulatus inde solam iniquitatem, qua laetaber fruens. Nam et si quid illorum pomorum intrauit in os meum, condimentum ibi facinus erat (II,4)[5]

A esta misma imagen —el peral— alude el Arcipreste en varias ocasiones atribuyéndole el mismo significado que le da San Agustín: el amor al pecado (porque es el pecado del amor):

[...] aünque non goste la pera del peral

en estar a la sombra es plazer comunal (154 cd)

La figura del árbol frutal como imagen del pecado se remonta, claro está, al jardín del Edén. Marina Brownlee nota que el hecho de que el Arcipreste optara por este árbol hace que éste se presente a sí mismo —y a todos los hombres— como Adanes postlapsarios (33); es decir, en seres humanos donde caben a su vez la virtud y el pecado. El árbol “del que comer non devía” Adán representa la imagen del pecado que dio origen a todos los pecados de la humanidad, al pecado original, el cual, según San Agustín —y el Arcipreste—, fue heredado por los hombres como descendientes de “Adán, el nuestro padre” (294ª). Pero hay aquí un factor fundamental, el libre albedrío, la responsabilidad del individuo en el acto de pecar; en palabras del historiógrafo agustiniano Jean Claude-Fraisse, “l’homme déchu expie un péché qui n’a pas été le sien, mais qui a été celui d’un homme, et qui a été volontaire.” (48). De ahí viene, como lo expresan constantemente San Agustín y el Arcipreste, la naturaleza débil e incompleta del hombre, inclinado a pecar. Dice el Arcipreste, aunque con tono jocoso, como si se tratara de una pretexto “autoritativo” para autojustificarse en sus “inclinaciones”:

E viene otrossí esto por razón que la natura umana [que] más aparejada e inclinada es al mal que el bien, e a pecado que a bien; esto dize el Decreto (Pról., 773)

Según San Agustín, el hombre de “aquí” y de “ahora”, aunque bueno, no es el hombre perfecto que creó Dios —a su imagen y semejanza— sino un hombre caído, maculado por el pecado original. Este pecado —señala James Walsh— es la debilidad del hombre, su inclinación hacia el pecado y su imperfección que fueron transmitidos como herencia a los descendientes de Adán para que todos los hombres nacidos después de él nacieran con una naturaleza defectiva. (17)

Juan Ruiz parece estar, o le convine estar, muy convencido de esto y de que, consecuentemente, “es umanal cosa el pecar” (Pról., 79), puesto que se aprovecha de la naturaleza débil del hombre “que non puede escapar del pecado” (Pról., 75) para justificar los suyos propios –y con los de él, los de su audiencia—, ya que éstos, dice, “vienen de la flaqueza de la natura umana” (Pról., 75):

e Yo como sö omne como otro pecador

ove de las mujeres a vezes grave amor [...]

provar omne las cosas non es por end peor,

e saber bien a mal, ë usar lo mejor (76 abcd)[6]

Más adelante, en la cuaderna 110, dice Juan Ruíz:

por santo nin santa que seya, non sé quién,

non codiçie compaña, si solo se mantien’

Pierre Ullman reconoce que las palabras del Arcipreste en su Prólogo son una reiteración de las ideas agustinianas para quien la tentación es a la vez resultado y condición de la “caída” (161). Pero, aunque el hombre nace maculado por la “caída” en el paraíso, según San Agustín, Dios, en su misericordia, le permitió conservar su libre albedrío (libero arbitrio); la habilidad de nunca pecar (libertas) la había perdido.[7] Aun así, éste retuvo la posibilidad de salvarse. Pero la salvación ha de ser un acto voluntario. Dios, además de dejarle al hombre el don del libre albedrío (así lo considera San Agustín) le regala su Gracia, la cual, combinada con el buen uso de aquél, conduce a la salvación.

De acuerdo con San Agustín, sólo cuando el hombre, haciendo buen uso de su libre albedrío, “escogiendo e amando con buena voluntat” —como el propio Arcipreste afirma en su prólogo (77)[8]—, y con la ayuda de la gracia, puede alcanzar la salvación, y por consiguiente, libertas: “Dénos Dios atal esfuerço, tal ayuda e tal ardit / que vençamos los pecados ë arranquemos la lit” (1605 ab), nos dice Juan Ruiz. La concepción del hombre que tiene el Arcipreste coincide con las ideas agustinianas sobre la naturaleza humana en su estado presente, “a la deriva del instinto, aunque capaz de la perfección.” (380)

A pesar de su imperfección, el hombre, según San Agustín, es bueno porque fue creado por Dios, “el que fizö el ciel, la tierra ë la mar” (12 a) y quien es todo bondad. El hombre, la naturaleza, el amor y el libre albedrío son, en esencia, buenos: “Omnis autem natura bonna est”, escribe San Agustín en De Libero Arbitrio (III, 13). Es por esto que el mal, según el santo, no puede provenir de Dios, y dado a que todo proviene de Dios y que todo lo que Él creó es bueno, el mal no puede ser un ente positivo, sino la ausencia de algo: la ausencia del bien en el hombre. Fraisse explica espléndidamente esta idea:

Le monde creé par Dieu est necessairement bon dún point de vue métaphysique, le problème du bien et du mal est un problème essentiellement moral, qui n’a de sens qu’à propos des conduites humaines. (45)

Dado a que Dios no pudo haber creado el mal, todos los objetos de su creación son intrínsecamente buenos. De hecho, el Arcipreste, interpretando esta idea quizá hacia su conveniencia, nos dice que acepta la sexualidad y el sexo como partes de la naturaleza, y la naturaleza —como había dicho San Agustín— es buena:

onme, aves, animalias, toda bestia de cueva,

quieren segund natura compaña siempre nueva;

e quánto más el omne que a toda cosa s’mueva (73 bcd)

Y más adelante dice Juan Ruiz:

el fuego siempre quier estar en la ceniza,

como quier que más arde quanto más së atiza;

el omne quando peca bien vee que desliza,

mas non se partë ende ca natura lo enriza (75 abcd)

El hecho, repito, de que la materia fuera creada por Dios significa para San Agustín, que la materia es buena, por consiguiente, como indica Richard Kinkade:

[t]he main culprit in the commission of sin is no other than the will or ‘voluntat’ which can choose to do good or bad and may take need of good examples and spiritual guidance for neither the physical world of nature nor the spiritual world of God are themselves evil. (305)

Es por esta razón, según San Agustín, que la raíz del mal no está entonces en la naturaleza, sino en la voluntad y esta voluntad es libre.[9] Para San Agustín, la raíz del pecado está en el libre albedrío. Pero, ¿cómo puede estar el mal en algo que debe ser bueno porque es un don de Dios? El libre albedrío, conforme al pensamiento agustiniano, es en esencia bueno porque éste también viene de Dios; el mal o el pecado está en el mal uso que el hombre le da a este bien. Así lo expresa en De Libero Arbitrio:

sic liberam voluntatem sine que nemo potest recte vivere, oportet et bonum, et dibinitus datum, et otius eos damnados qui hoc bono male atuntur, quam eum qui dederit dare non debuisse faterais. (II, XXVIII, 48)

Juan Ruiz, como San Agustín, subraya la idea de que el bien y el mal emanan de la manera en que el hombre, como individuo capaz de decidir, utiliza el poder de su voluntad. Si éste le da buen uso a su voluntad “escoge el alma, e ama el amor de Dios por se salvar” (Pról., 75)[10] pero si el uso es malo “non puede amar el bien nin acordarse dello para lo obrar” (Pról., 77). Auque el Arcipreste lo escribe con sus propias palabras, ambas ideas coinciden exactamente con la filosofía moral agustiniana. Juan Ruiz hace eco del santo al plantear la idea de que es la conciencia del hombre lo que determina la dirección que irá a tomar su voluntad, y , por consiguiente, la naturaleza de sus obras. San Agustín atribuye el pecado a lo que Fraisee llama “détournement de la volonté” y no a la voluntad misma, porque ésta, repito, es en sí, buena.[11]

En el pensamiento agustiniano la voluntad humana, como mencioné, está estrechamente ligada al amor; de hecho, ambos se entretejen, como sucedió en el paraíso: “Nadie, en efecto, hace nada impulsado por su voluntad que no esté antes en su corazón”, escribe en De Trinitate (IX, 5-70). El amor es la fuerza que inclina la voluntad del hombre hacia el bien o el mal. Como señala Copleston, la ética agustiniana está basada en el dinamismo de la voluntad que es un dinamismo de amor (82). El amor, por lo tanto, es activo y es lo que en definitiva califica y dirige la voluntad: “Pondus meum, amor meus”, escribe San Agustín en las Confesiones (XIII, 9).

El hombre, según el santo, inevitablemente ama, y existe una variedad de objetos hacia los que éste puede dirigir su amor. De éstos el hombre puede derivar cierto grado de satisfacción para algunos de sus deseos y pasiones. Aquí también San Agustín subraya la idea de que todas las cosas del mundo son buenas porque todas vienen de Dios. Dios es la bondad misma; su creación fue un acto de amor, por consiguiente, todas las cosas son legítimamente objetos de amor. Es evidente que Juan Ruiz comparte, con un tono de alivio, esta idea:

Si Dios, quando formó el omnë, entendiera

quë era mala cosa la mujer, non la diera (109 ab).

El problema moral del hombre no consiste tanto en amar o en lo que ama, sino en la manera en que éste se ata a los objetos de su amor y en sus expectativas en cuanto a los resultados de este amor.

La intención es también crucial en el pensamiento agustiniano en cuanto a la naturaleza del pecado. Para San Agustín, en palabras las acciones de los hombres no constituyen pecados en sí mismas, sino que son buenas o malas según la razón o le propósito con le que se llevan a cabo (Fraise, 96). Dice le Arcipreste en su Prólogo: “lo primero que quiera bien entender e bien judgar la mi intençión porque la fis’, et la sentençia de lo que y dise, et non al son feo de las palabras”.

Según San Agustín, el hombre puede amar cosas materiales, a sí mismo, a otras personas y a Dios. Cada uno de estos “objetos” puede proveer cierto grado de satisfacción; por ende, el problema moral reside en establecer prioridades. Se trata de un sistema ético más bien cuantitativo y jerárquico. El Arcipreste reitera esta idea cuando “fabla el pecado de la acidia”.[12]

Para San Agustín, el amor del mundo es bueno, pero el amor de Dios es mejor, de ahí su denso imperativo “dilige, et quod vis fac” (ama y haz lo que quieras), lo que, al parecer, Juan Ruiz ha tomado muy al pie de la letra. Una vez más, para San Agustín, como para Juan Ruiz, ambos amores son buenos; sin embargo, como señala Carmelo Gariano,

el amor divino es la forma más alta del buen amor [...] el amor humano se hace loco si se olvida de lo divino, esto es, estímulo carnal, inconsciente de que todo amor es gratuito de Dios y que hay que aprovecharlo para deleite y perfección del alma. (67)

El amor, o más bien, la voluntad de amar, rige la temática y constituye la premisa de la trama del Libro de Buen Amor: el loco amor (cupiditas) y el buen amor de Dios (caritas), los cuales el Arcipreste muestra en lo que Gariano caracteriza como “su titubante danza entre los dos polos” (233). Fue San Agustín precisamente el primero en establecer una distinción entre estas dos formas de amor: “recta itaque voluntas est bonus amor et voluntas perversa est malus amor.” (De civitate Dei, XIX, 7, 2).

Cada objeto de amor es diferente y, por esta razón, las consecuencias de amarles serán diferentes. Según San Agustín, existe una correlación entre las necesidades humanas y los objetos que las puedan satisfacer. Haciendo eco de esta idea dice el Arcipreste:

digo más del omne que toda crïatura:

todas a tiempo cierto se juntan con natura;

el omne, de mal seso, tod’ora sin mesura

casa que puede quier fazer esta locura (74)

Para San Agustín, el amor es el acto que armoniza las necesidades y los objetos que puedan satisfacerlas. Todos esperan alcanzar la felicidad por medio del amor; aun así el hombre es infeliz y se halla en una búsqueda constante de algo, ansioso, sin descanso, como nos dice el Arcipreste: “Mayor será su quexa e sus deseos mayores” (639 d). San Agustín atribuye esto a lo que llama el amor desordenado. Eliezer Oyola ofrece una excelente definición para este concepto agustiniano: “[e]l buen amor es el bien pequeño (eros) que amado por encima del bien supremo (agape) constituye el amor inordinatus” (109), lo que al Arcipreste traduce como el Buen Amor y el loco amor. Ambos tipos de amor pueden sentirse simultáneamente pero el primero debería, según San Agustín, imponerse sobre el segundo.

Para San Agustín, aunque las cosas materiales o las personas sean objetos legítimos de amor, el amor del hombre hacia ellas es desordenado cuando éstas son amadas con el fin de encontrar en ellas la felicidad suprema. Es así que el loco amor que presenta el Arcipreste (“el que usan algunos para pecar” [Pról., 771]) posee todas las características del amor inordinatus de San Agustín y tiene como resultado las mismas consecuencias sobre las que el santo advierte: frustración, (“assí por la loxuria es verdaderamente / el mundö escarnido y muy triste la gente” [268 cd]); ansiedad, un deseo continuo (“por plazer poquillo andar luenga jornada” [186 c]); una necesidad casi patológica que no parece saciarse jamás (“das muerte perdurable a las almas que fieres / das muchos enemigos al cuerpo que rehieres” [399 b]; más adelante dice: “destrúes las personas, las averes estragas” [400 a]). También, hablándole al —loco— amor, dice:

traes enloquecidos muchos con tu saber

el sueño perder fázeslos, el comer y el beber;

fazes a muchos omnes tanto së atrever

en ti fasta que el cuerpo e alma van a perder (184)

Las consecuencias psicológicas y morales que sufre el Arcipreste a causa de su amor desordenado habían sido previstas por San Agustín y muy bien asimiladas por el Arcipreste, así como la idea de que el amor desordenado conduce al hombre al pecado. El Arcipreste también acusa al loco amor de incitar al hombre a obrar mal: “contigo siempre traes los mortales pecados” (217 a), aunque en última instancia, es el pecador el que escoge pecar.

Según San Agustín, cuando el hombre abandona el amor de Dios y se vuelca meramente hacia las cosas del mundo, el apetito florece, la pasión se multiplica, y surge un desesperado intento de encontrar la paz satisfaciendo todos los deseos. El alma se desfigura y prevalece la ansiedad. En palabras de Fraisse: “l’homme est dominé par la passion de dominer” (113).

Por otro lado, el buen amor que presenta el Arcipreste coincide con el amor ordenatus que describe San Agustín: “E desque está informada e instruida el alma, que se ha de salvar en el cuerpo limpio, piensa e ama e desea omne el buen amor de Dios e sus mandamientos” (Pról., 75).[13]

Amar a Dios, según San Agustín, es un requisito indispensable para amar a otras personas apropiadamente y para alcanzar la felicidad suprema, porque sólo Dios, quien es infinito, puede satisfacer esa necesidad particular que es precisamente el deseo de lo infinito, ya que, como nos dice el Arcipreste, las cosas del mundo “todas son passaderas, vanse con ëdat, / salvö amor de Dios todas son liviandat” (105 cd). El amor desordenado del hombre lo empuja lejos de Dios y lo lleva a muchas formas de autoindulgencia, puesto que éste trata de satisfacer una necesidad infinita con entes finitos: “Nunca quieres quë omne de bondat faga nada” (317 b), le dice el Arcipreste al —loco— amor.

Para San Agustín el factor más riguroso y pertinente en la vida del hombre es la reconstrucción personal; la salvación es posible sólo reordenando el amor, amando las cosas que se deben amar, debidamente. La ‘caída’ fue el resultado del abandono de Dios por la carne; ‘el regreso’ será la vuelta hacia Dios. Nos dice el Arcipreste que el “omne o mujer de buen entendimiento que se quiera salvar descogerá” (Pról., 77)[14] porque “mijor nos podemos guardar de lo que ante emos visto” (Pról., 79).

San Agustín fue pecador; nos lo cuenta en las Confesiones. De acuerdo con el historiador de filosofía medieval Etienne Gilson, el momento decisivo en la vida personal del santo fue el descubrimiento del pecado, de su inhabilidad de evitar el pecar sin la gracia de Dios y su exitosa experiencia en su lucha contra el pecado ayudado por la gracia divina (78).[15]

La contrición de San Agustín, seguida por su conversión, fueron actos enteramente voluntarios, como afirma Copleston:

Augustine thus claimed certainty for what we know by inner experience, by self-consciousness...it is perfectly clear that the conversion that took place was a moral conversion, a conversion of the will. (43)

San Agustín mismo, como confiesa en Confesiones reordenó su amor voluntariamente.[16] Todo ser humano, por ende, tiene el poder, con la ayuda de la gracia —desearla también es un acto voluntario— de redirigir su amor-voluntad hacia el bien, hacia Dios. El Arcipreste da ejemplos de pecadores que hicieron lo mismo: María Magdalena y San Pedro, con quienes evidentemente se identifica.

De este modo, San Agustín y Juan Ruiz dejan abierta la posibilidad de la salvación y recalcan que todo pecador, como lo fue Agustín, como lo es el Arcipreste, como lo es su lector o audiencia- puede alcanzarla. También es evidente que para ambos el papel del examen de conciencia es esencial para un verdadero arrepentimiento y para una verdadera conversión. Pero reside en la voluntad de la persona el lanzarse a buscar esa verdad y no tiene que ir más allá de sí mismo para ello: “Noli farasire, in te redi, in interiore homine habitat veritas”, escribe San Agustín en De vera religione.

El concepto del libre albedrío, por lo tanto, implica que es la responsabilidad de cada individuo escoger el camino del bien (amor ordenatus) o el camino del mal (amor inordinatus).[17] El Arcipreste sabe, como lo ha aprendido de San Agustín, que no puede convertir al lector de su Libro al loco amor ni al buen amor; él tampoco puede escoger por él. Es por esto que nos recuerda constantemente que cada cual es responsable de su elección. El que quiera puede encontrar en el Libro formas de pecar y el que quiera hallar la forma de salvarse también lo conseguirá, como advierte en varias ocasiones.

He aquí donde entra la obligación moral del ser humano: la de escoger. El hombre, según San Agustín, es responsable de su elección y de sus actos que no son más que manifestaciones de esta elección. Para San Agustín el individuo tiene la responsabilidad de escoger entre el bien y el mal porque es en esencia libre, y nada, ni siquiera la presencia divina, limita esta libertad. Tanto para San Agustín como para el Arcipreste la conciencia del individuo es lo que forma y define el acto moral: “el cuerdo con buen seso pensar debe las cosas, / escoja las mijores y dexe las dañosas” (696 ab), nos dice Juan Ruiz.[18]

Juan Ruiz manifiesta esa concepción moral del hombre, no sólo a manera de sustrato a través de toda la obra, sino que también lo expresa abiertamente:

desque el alma, con el buen entendimiento e buena voluntat, con buena

remembrança escoge e ama el buen amor, que es el de Dios (Pról., 75) [19]

Y más adelante escribe:

Los cuerdos, con buen seso entenderán la cordura

los mancebos livianos guárdense de locura;

escoja lo mijor el de buena ventura (67 bcd)[20]

Este poder decisivo para escoger, según San Agustín, hace responsable al hombre tanto de sus buenas obras como de sus pecados (“el mal que faze o tiene la voluntat de fazer”, como dice Juan Ruiz). El Arcipreste sabe que es pecador; más aun, parece estar muy consciente de ello; así lo vemos cuando lo confiesa en la CANTIGA DE LOS LOORES DE SANTA MARÍA:

que confiesso en verdat

que só pecador errado;

de ti sea ayudado

por la tu virginitat (1675)

Escribe Fraisse: “le première soin de saint Augustin est d’attribuer a l’homme la pleine responsabilité de ses actes” (41). Esta idea es una constante en la obra de Juan Ruiz, quien endosa firmemente el concepto del libre albedrío y la responsabilidad de cada uno de escoger. Es por esta razón que en el Libro de buen amor pueden hallarse tanto el camino de la salvación como el de la condenación, el buen amor de Dios, y el loco amor del mundo. Juan Ruiz nos da una buena dosis de ambos, tanto en su Libro, como en el perseguimiento de los deseos carnales y en las convicciones morales del protagonista que coexisten en ambos, como en todos los hombres. El problema, una vez más, es jerárquico: se trata de que el amor bueno esté por encima del amor loco. Pero, como el Arcipreste advierte, reiterando las convicciones de San Agustín, que ni él ni su Libro pueden conducirnos a ninguno de los dos caminos si no estamos predispuestos. De este modo enseña el Arcipreste, como lo había hecho San Agustín, que es la responsabilidad del individuo —en este caso, del lector— escoger entre el camino que lleva a la salvación o el de la condenación.

El concepto del libre albedrío, se opone, claro está, al determinismo astral. En el siglo V ya San Agustín , quien había estudiado las estrellas en su juventud, postuló la problemática y se esforzó en resolverla, aceptando un poder natural de los astros sobre la materia física pero, a la vez, recordándonos el poder sobrenatural de Dios sobre toda materia y el de la voluntad del hombre que tiene este poder a su disposición. El hombre es libre, empero, para responder o rechazar la oferta de la gracia.

A pesar de que en tiempos del Arcipreste la Iglesia ya había hecho la distinción entre la astrología natural (astronomía), la cual aceptaba, y la astrología judicial, que rechazaba firmemente, aún en el ser del medievo convivían y combatían estas dos creencias en más de un sentido incompatibles. Juan Ruiz dramatiza este debate entre el determinismo astral y el libre albedrío y con ello ofrece un mensaje que refleja fielmente las ideas agustinianas al respecto.

Para San Agustín las estrellas influyen en el mundo físico, y por constituir el cuerpo humano el aspecto físico del hombre, éstas tendrán una influencia sobre él y, por consiguiente, sobre la voluntad. Pero a su vez la voluntad humana es más fuerte que ese efecto porque, si es bien utilizada, deseando la gracia de Dios y dirigiéndola hacia las buenas obras, el hombre puede contrarrestar estos efectos. De esta idea se hace eco el Arcipreste cuando dice:

assí que por el ayuno, e limosna e oración,

e pora servir a Dios con mucha contrición,

non a mal signo poder nin su constelación,

el poderío de Dios tuelle la tribulación (149)

Para San Agustín, el poder de la naturaleza es fuerte porque fue creado por Dios, pero el poder de Dios es mayor porque fue Él el creador. Dice el Arcipreste: “En creer lo de natura non es mala estança, e creer muy más en Dios, con firme esperança” (141 ab). En su intento de reconciliar las leyes de la naturaleza y la ley divina, Juan Ruiz recurre a la analogía Rey-Dios: un rey tiene poderes en su reino para hacer leyes, pero si algún súbdito comete una injusticia, el rey puede perdonarlo. También puede el Papa dar decretos, así como puede dispensar de los mismos. Esto, según el Arcipreste, pasa con frecuencia, pero no por eso quedan rotos ni la ley ni el decreto. Pues así Dios, cuando creó el mundo, puso en él estrellas y planetas otorgándoles ciertos poderes, pero es mayor el poder que Él retuvo:[21]

Yo creo los estrólogos verdat naturalmente;

pero Dios, que crió natura e acidente,

puédelos demundar e fazer otramente:

segund la fe católica yo desto só creyente (140)

Tanto San Agustín como Juan Ruiz refutan la fortuna como algo sobrehumano. “Dios ë el trabajo grande pueden los fados vencer,” dice el Arcipreste en la cuaderna 692. Dios es omnipotente, y esa omnipotencia está a disposición de los hombres en forma de gracia. La gracia, según San Agustín, no disminuye de manera alguna su libertad, sino que, al contrario, la aumenta. Gilson resume las ideas agustinianas al respecto:

The effect of grace is not to suppress free will, but rather to help it to achieve its purpose. This power of using free choice (liberum arbitrium) to good purposes is precisely liberty (libertas). To be able to do evil es proof of free choice; to be able not to do evil es also a proof of free choice. (79)

Juan Ruiz una vez más se muestra ortodoxo en su visión del libre albedrío. Éste concuerda con la idea agustiniana de que, aunque los astrólogos puedan predecir causas y efectos en el mundo físico, no son capaces de predecir las cosas del alma, del espíritu.[22] Ni el poder de Dios ni su preconocimiento implican que el hombre esté predeterminado.

Las estrellas no pueden afectar, ni mucho menos determinar, la condición moral del hombre ya que el alma está “non sometida a natura”, como nos dice el Arcipreste. El poder de la voluntad del hombre, ayudado por la gracia, es capaz de imponerse al poder de los astros, como escribe San Agustín, otra vez en las Confesiones:

Quam totam illi salibritatem interficere conatur, cum dicunt; de coelo tibi est inevitabilis causa peccandi; et Venus hoc fecit, aut Saturnus, aut Mars. Scilicet, ut homo sine culpa sit, caro et sanquis et superba putredo; culpandus sit autem coeli ac siderum creator et ordinator. Et qui reddis unicuique secundum opera ejus, et cor contrium et humiliatum non spernis? ( IV, 3)[23]

En suma, el hombre—dicen San Agustín y el Arcipreste—tiene el poder de contrarrestar el influjo de los astros dirigiendo su voluntad para hacer buenas obras y deseando la gracia de Dios.

La ironía es asimismo un instrumento del que Juan Ruiz se sirve expresar sus ideas en cuanto a la oposición de la voluntad libre del individuo y el determinismo astral. Él nace —dice— bajo el signo de Venus (el signo del amor), sin embargo, este hecho no ha tenido ningún efecto en su vida amorosa, todo lo contrario: ésta ha sido un total fracaso. De esta manera también —en palabras de Brownlee—“the Arciprest offeres not a valorization but rather a deflation of the power of the stars.” (80)

La influencia de las estrellas —como la del mismo texto— no es ni buena ni mala de por sí; la naturaleza y el grado de su influencia dependen de la inteligencia y voluntad del hombre. Las estrellas pueden impulsar pero nunca obligar. El hombre, sólo mediante su voluntad y la gracia divina, puede hacer que su suerte cambie porque, como nos dice Juan Ruiz, “el buen esfuerço vence a la mala ventura” (160c). Tanto San Agustín como el Arcipreste refutan la fortuna como algo sobrehumano, fuera del control de la voluntad del hombre y la presencia divina. Para ambos las estrellas, a pesar de su poder sobre el cuerpo, no pueden afectar el alma ya que su esencia es espiritual y lo espiritual siempre se sobrepone ante lo natural.

Las cosas del cuerpo, según San Agustín, pueden llegar a afectar el alma si el hombre utiliza su voluntad para que así sea, pero también las cosas del alma afectan el cuerpo, como debería ser, por ser ésta superior a aquél. Es una cuestión de mesura (en palabras de Juan Ruiz), de autocontrol:

En todos los tus fechos, en fablar et en ál

escoge la mesura, et lo que es comunal:

como en todas cosas poner mesura val’,

asíí, sin la mesura, todo parece mal. (553)

El hombre es libre para escoger que su instinto carnal corrompa el alma, como lo es también para escoger que el alma —con el buen uso de sus tres facultades — controle los apetitos corporales. Si éste fuera el caso, nos dice el Arcipreste, “desecha y aborrece el alma el pecado del amor loco d’este mundo” (Pról., 75).

Según San Agustín, cuando el hombre deja que los instintos carnales controlen el alma, el cuerpo se convierte en una prisión de ésta, ya que uno se hace esclavo de sus propios apetitos.[24] Quizá ésta sea la prisión de la que nos habla el Arcipreste; prisión de la que el hombre no puede salir a menos que redirija el poder de su voluntad hacia el bien y solicite la ayuda de la gracia, o, en palabras de Juan Ruiz, que “descoja”.[25] Nos dice en las primeras tres cuadernas:

saca a mí, coitado, d’esta presión (1d)

sácame d’esta lazeria, d’esta presión <mezquina> (2d)

libra a mí, Dios mío, d’esta presión do yo yago (3d)

El alma, según San Agustín y demás teólogos medievales, tiene tres componentes, los cuales, usados correctamente, pueden llegar a controlar los apetitos del cuerpo que conducen al pecado. En De Trinitate, San Agustín describe estos tres componentes del alma como reflejo de la Trinidad. Éstos son la memoria, el entendimiento y la voluntad. Juan Ruiz, en el prólogo, escribe: “[...] entiendo yo tres cosas, las cuales dizen algunos filósofos que son del alma e propiamente suyas; son éstas; entendimiento, voluntat e memoria.” (73)

Tanto San Agustín como el Arcipreste hacen énfasis en el uso que ha de dárseles a estas tres facultades del alma. Para San Agustín el buen entendimiento es la habilidad de distinguir el bien del mal y de escoger el bien; lo mismo dice Juan Ruiz: “ca por el buen entendimiento entiende el omne el bien e sabe dello mal” (Pról., 73). La buena memoria es algo que San Agustín valora inmensamente; es aquí donde se guarda el bien. La voluntad es la fuerza que dirige las acciones hacia el bien o el mal; si ésta es buena dirigirá al hombre hacia buenas acciones.

Juan Ruiz parece atribuirles las mismas propiedades a las facultades del alma: “si buenas son, que traen el alma consolación, e aluengan la vida al cuerpo.” (Pról., 73). Y más adelante escribe:

E desque el alma, con el buen entendimeinto e buena voluntat, con buena remembrença, escoge e ama el buen amor, que es el de Dios <e> pónelo en la cela de la memoria porque se acuerde dello, e trae al cuerpo a fazer buenas obras, por las cuales se salva el omne” (Pról., 75)

De este modo el Arcipreste también subraya la importancia del uso de las propiedades del alma. Cada cual irá a determinar la forma en que utilizará estos tres poderes que Dios otorgó al alma de los hombres, y que, por lo tanto, son en esencia buenos. La carrera hacia la salvación está en el buen uso de su voluntad, su memoria y su intelecto. El pecado brota del uso perverso de estos bienes. Una vez más, el hombre es libre de escoger, y por consiguiente, el único responsable por su condición moral. Si éste hace mal uso del intelecto y de su memoria, puede confundir un mal por un bien o puede desplazar el bien supremo por un bien pequeño[26] El individuo de poco ‘entendimiento’ y de pobre ‘remembrança’ tiende a dirigir su ‘voluntat’ hacia el mal por ser éste la ausencia del bien.

De esta forma el Arcipreste nos recuerda, como San Agustín, que el hombre es libre, pero que esa libertad implica responsabilidad. Tanto Juan Ruiz como el santo coinciden en la idea de que el libre albedrío es un bien, una perfección, ya que por ella el hombre puede escoger una vida justa y esta posibilidad de escoger el bien más que compensa la de errar en la elección: “Inter bona esse numerandam liberam voluntatem, manifestassuime appareat”, escribre San Agustín en De Libero arbitrio (II, 18).

Es precisamente esta concepción del libre albedrío y del voluntarismo de San Agustín lo que le otorga a Juan Ruiz su libertad como autor, y a nosotros, la libertad como lectores o audiencia.[27] Juan Ruiz renuncia a la autoridad en el texto y nos la confiere a nosotros. En palabras de Michael Gerli: “The pursuer of the Libro is, then, the ultimate judge of what it will teach him” (501).

Tanto San Agustín como el Arcipreste están conscientes de la ambivalencia del signo. El signo no posee una carga positiva o negativa (en términos morales) y el texto, como compilación de signos, también es moralmente neutro.[28]

Juan Ruiz, como San Agustín, absuelve el signo y por consiguiente el texto, de toda responsabilidad moral ya que “non ha mala palabra si no es a mal tenida” (64 b), reflejando de una manera sencilla la base de la hermenéutica agustiniana. La responsabilidad moral reside únicamente en el lector/audiencia, en la interpretación que éste habrá de darle “segund su particular seso” (su capacidad intelectual, en términos del santo) y en la disposición de su voluntad hacia el bien o hacia el mal

La relación entre el significado y el significante es arbitraria; ésta es una idea básicamente contemporánea de la que San Agustín estaba consciente en el siglo V y de la que el Arcipreste hace eco en el XIV. A ambos tematizan la dificultad de la comunicación mediante el lenguaje que es un sistema de signos.[29] Dado a que el signo es ambivalente, queda abierta la posibilidad de múltiples interpretaciones para un texto dado. Como lo ha mostrado Alexander Parker, ésta es la idea que se deriva del pasaje de los griegos y los romanos en el LBA.

Aunque la palabra es el signo que San Agustín consiera superior a los demás, existen otros signos con los que el hombre se comunica. En De doctrina cristina (II, 3), San Agustín hace referencia específica a los gestos manuales. Estos signos que se llevan a cabo mediante el “movimiento de las manos” funcionan, para el santo, como “palabras visuales”. Son, como las palabras, voluntarios e intencionales. Pero para comunicar esta intención es necesario tanto el emisor como el receptor compartan la misma convención. Estos signos, como las palabras, son arbitrarios. Es ésta la idea que dramatiza Juan Ruiz en el episodio de los griegos y los romanos.

El griego y el romano, a pesar de que recurren a los mismos signos para comunicar su mensaje, los significados (interpretaciones) son totalmente diferentes. Brownlee nota la presencia del pensamiento agustiniano en este pasaje:

[...] what Juan Ruiz does here is to acknowledge the Augustinian belief that ‘evil is in the eye of the beholder’, so to speak, the relativity of the reader response which is contingent upon the moral status of the reading subject (1985:23)

Como mencioné, la palabra, para San Agustín, es el más importante de todos los signos. Pero ésta también es imperfecta. En las Confesiones cuenta que varias veces había leído el mismo pasaje en las Escrituras y, reconociendo la polisemia de la Biblia y del texto en sí, confiesa haberla interpretado de varias formas, todas diferentes. No fue hasta después de su conversión moral que el santo pudo extraer de ésta un mensaje ‘moralmente positivo’ que afectaría su vida de ahí en adelante porque, antes de emprender esta lectura, ya estaba moralmente predispuesto para que así fuera. En otras palabras, la verdad no la encontró en el Texto, sino en sí mismo. El texto puede servir de guía o de estímulo, pero no como un mecanismo de conversión. Ésta idea es fundamental en la hermenéutica agustiniana, la cual también constituye la teoría interpretativa del Arcipreste y que se percibe a través de todo su Libro. Por eso el LBA, como señala Dayle Seidenspinner‑Núñez, el Arcipreste no ofrece un dictum moral o una ‘sentencia’ al lector porque tal reducción no sería eficaz, ni auténtica, ni apropiada a su propósito y visión del mundo. Lo que decide hacer, según Seidenpinner-Núñez, es dramatizar—en estilo y en tema—la complejidad de la experiencia humana y de la realidad (259). Juan Ruiz sabe, como también lo sabía San Agustín, que un texto (o una predicación) no poseen por sí mismos este poder: el poder de “convertir” o de “salvar”al lector/audiencia. Pero al mismo tiempo el Arcipreste —y hasta el Libro mismo— insisten en que lo interpretemos “correctamente,” a pesar de que la “verdad” esté escondida, oculta.[30]

Las del buen amor son raçones encubiertas,

trabaja do fallares las sus señales çiertas,

si la raçón entiendes, o en el seso açiertas,

non dirás mal del libro, que agora refiertas. (68)

El libro del Arcipreste es un texto polisémico. Pero, como lo han señalado Brownlee y Gerli, esta polisemia es deliberada y tiene un propósito específico. Juan Ruiz manipula el lenguaje para mostrar precisamente que el texto es ambiguo, incluyendo su aspecto moral. Así como la palabra ‘Cruz’ puede aludir al camino de la salvación puede asimismo señalar el de la condenación, el texto, como compilación de signos (palabras) funciona, desde un punto de vista semiótico-moral, de la misma manera.[31] El mismo Arcipreste dice directamente que “las palabras sirven a la intención e non la intención a las palabras” (Pról., 79).[32] Siguiendo los preceptos platónicos, para San Agustín, las palabras, aunque ayudan, no pueden transmitir completa e inequívocamente la verdad. El “hallar” la Verdad tras las palabras depende, para el santo, de la “perspicacia” moral e intelectual del “buscador” y de su voluntad para buscarla.

Varias veces advierte Juan Ruiz que entendamos bien su libro, que descubramos el sentido oculto porque, aunque se trata de un “pequeño libro de testo”, “la glosa [...] es grand prosa” (1631ab). Indudablemente, al Arcipreste le interesa la forma en que su Libro irá a ser interpretado. La cuestión de la interpretación de su Libro se hace parte de la temática del libro mismo, mientras le atribuye al lector (no a sí mismo como autor ni al texto) el efecto que sus palabras irán a tener en la “conducta” del lector, lo cual hace eco, como observa Brownlee (23), de la hermenéutica agustiniana.

El Arcipreste está evidentemente consciente de la heterogeneidad de sus lectores o audiencia: “en general a todos fabla la escritura” (67 a), nos dice. San Agustín, como el Arcipreste, también entendía que no hay tal cosa como un lector universal. Los lectores varían tanto intelectual como en su constitución moral; en consecuencia, la “lección” que éstos habrán de extraer del texto dependerá de su particular estatuto moral y de su capacidad intelectual. El texto, por lo tanto, será sujeto a múltiples interpretaciones.

Juan Ruiz también nos enseña. Es claro que el Arcipreste tiene, entre otros, un propósito didáctico. En palabras de María Rosa Lida, el LBA “is didactic in nature [...] it includes moralizing and a display of the author’s literary virtuosity and moral knowledge” (25).[33] Sin embargo, el didactismo del Arcipreste es diferente al que él mismo estaba acostumbrado y del que existía una larguísima tradición a través de la Edad Media. La tradición didáctica en la literatura medieval europea se caracterizaba por poseer un sentido acentuadamente religioso y, sobre todo, moralizador, teniendo como fin enseñarle al hombre el “camino correcto”, es decir, el que éste debía seguir para alcanzar la salvación. El LBA parodia esta tradición didáctica que le precede y de la que es contemporáneo. Pero esta parodia no está dirigida al didactismo en sí —él también quiere enseñar— sino al método que se utilizaba para enseñar y al peso que se le daba a la palabra y al texto como mecanismos de conversión. Es aquí donde se encuentra uno de los aspectos más sobresalientes en los que influye el pensamiento de San Agustín en el LBA. Gerli encuentra en De magistro los fundamentos de la retórica y la teoría pedagógica de San Agustín que constituyen la base del método al que recurre el Arcipreste para enseñar. Gerli describe este “método” como “more evocative than instructive, a stimulus for judgement rather than a prescription for action” (507).

El Arcipreste reemplaza la tradicional exposición doctrinal autoritativa en la que se le dice al hombre lo que tiene que hacer para salvarse. Rechaza, y por ende, elimina la prescripción moral. La única afirmación positiva en el LBA es la consciencia de su propia ambigüedad, por lo tanto, para el Arcipreste, como lo manifiesta patente y latentemente, ni él ni su Libro pueden “convertir” al lector —al buen o al loco amor—, sino ofrecer una guía por medio de ejemplos que a su vez sirvan de estímulo para que el lector (de acuerdo a su predisposición moral y su “entendimiento”) escoja y siga el camino de la salvación o de la condenación (o ninguno y simplemente se entretenga). En palabras de Gerli: “whether the Libro teaches us about the love of women or the love of God depends entirely upon our wit and ethical inclinations” (507). Esta idea refleja fielmente las teorías pedagógicas agustinianas.

El LBA no es una herramienta de conversión, sino un artefacto memorativo. Nos recuerda el Arcipreste que cada cual es responsable de sus actos y que cada cual interpretará su Libro según su predisposición moral e intelectual. En esta línea de pensamiento, aunque adaptada y ampliada, vemos, como indica Brownlee, los fundamentos de la retórica de San Agustín, quien “is not explicitly trying to convert his readers because for him reading cannot logically perform that function” (1985:30). Juan Ruíz no nos induce, ni mucho menos nos empuja, a actuar, sino que nos lleva al punto de la percepción de la problemática: la opción reside en última instancia en el lector. Es ésta su lección y su método. El mensaje y el medio se entretejen de una manera magistral en LBA.

De esta forma, el concepto del libre albedrío se manifiesta en el LBA de una manera constante a través de toda la obra y con una doble vertiente: la ética y la hermenéutica. La interpretación y el llamado a actuar (hacia el bien o hacia el mal) reside en el lector o en la audiencia. Así como la música que produzca un instrumento musical dependerá de quien lo toque, el mensaje que se extraiga del Libro residirá en quien lo lea. El verdadero significado está en el acto de interpretarlo; así nos lo hace ver el Arcipreste cuando cede al Libro mismo la voz poético-narrativa, la auctoridad, para decirnos: “De todos estrumentos yo, libro, so pariente: / bien o mal, qual puntares, tal te diré çiertamente ” (70 ab).

La solución al problema moral del hombre no puede estar en un texto, o en las palabras de un predicador ni en el exemplum, sino en su voluntad, en sí mismo. Es ésta justamente una de las funciones primordiales de la parodia de Juan Ruiz. Así el Arcipreste no sólo ironiza la imagen del libro como autoridad didáctica y, sobre todo, moral, sino a las palabras como instrumentos de conversión. El “comportamiento” de las palabras y su naturaleza son tan ambiguos y contradictorios como la naturaleza y el comportamiento humanos, sobre todo a juzgar por su propio proceder como actante, como autor y como “interpretador” de las palabras de otros.[34]

Si significados opuestos coexisten en una palabra, en una seña, en un texto, también conviven inclinaciones opuestas en el ser humano. El Arcipreste nos enseña que no puede enseñarnos y por esta razón la lección moral que se extrae de las páginas de su Libro es que la voluntad humana es, ante todo, libre, y que por lo tanto, el hombre —no las palabras en un texto— es responsable tanto de sus actos como de la interpretación que habrá de darle a su obra, la cual, como él mismo dice, contiene bastantes ejemplos para pecar como para alcanzar la salvación. Resulta muy significativa la manera en que el Arcipreste termina su Libro:

E assí este mi libro, a todo omne o mujer, al cuerdo e al non cuerdo, al que entendiere el bien e escogiere salvación, e obrar bien amando a Dios, otrossí al que quisiere el amor loco, en la carrera que anduviere, puede cada uno dezir: Intellectum tidi dabo et caetera. (Pról., 79)

 

 

 

 

 

 

 

OBRAS CITADAS

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[1] “menester es la palabra del confesor bendito”, dice Juan Ruiz. Lo irónico aquí es que el lector / audiencia es su “confesor” e irá a juzgar sus actos e inclinaciones.

[2] Es evidente la influencia platónica en la teoría del lenguaje de San Agustín. El santo, no obstante, distingue entre los signos naturales (los que hacen referencia a algo más allá de sí mismos, sin intención; ej. síntomas) y los signos convencionales (intencionales; los que usamos para designar o comunicar algo ej. el discurso y los gestos voluntarios); y entre los literales (los que designan aquello para lo que fueron ‘inventados’) y los figurativos (la aplicación de signos literales para designar algo más de lo que designan regularmente, como es el caso de la metáfora, el símbolo, la alegoría, la polisemia, el eufemismo, etc.)

[3] Arias y Arias reconoce la seriedad escondida bajo la jocosidad y la maestría artística del Libro: “El cinismo aparente y socarrón que abunda en la obra del Arcipreste no debe oscurecer el hecho de que el Arcipreste tiene ideas muy claras sobre el hombre y su destino. Pero estas ideas yacen a manera de substrato; escondidas bajo la riqueza de episodios que, por sus cualidades artísticas o el simple atractivo de su verdad humana, pueden cautivar la atención del lector y hacerle olvidar que su sentido no es completo más que con referencia a estas ideas.” (260)

[4] Todas las citas del LBA provienen de la edición de J. Corominas (1967).

[5] “Nos llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.” (Mi traducción)

[6] Énfasis mío.

[7] Véase Gilson, particularmente, 75-80.

[8] Énfasis mío.

[9] Escribe San Agustín en De natura boni: “Como el pecado o la iniquidad no están en el desear la cosas malas de la naturaleza sino en el abandonar las cosas mejores, así se encuentra en las Escrituras: todo lo creado por Dios es bueno. Los seres humanos, por consiguiente, pecaron, no por haber tocado el árbol prohibido, sino por haber abandonado lo que era mejor. Porque el Creador es mejor que cualquiera de las criaturas que Él estableció. [...]. Este, dios [sic] no plantó en el paraíso un árbol malo pero Aquél que prohibió que este árbol se tocara es mejor.” (34, 37).

[10] Enfasis mío.

[11] Al respecto escribe Fraisse: “Saint Augustin aboutit donc à la détermination morale des conduits, et fonde cette rigueur dans la découverte de la volonté comme seule origine du bien et du mal, à l’intérieur même de chaque conduite, et dans aucun égard à l’ordre du monde.” (46)

[12] Según M. R. Lida , el Arcipreste “regards all creation as valuable -hierarchized with respect to God from worldly pleasures (carnal love making) to acetic renunciation (divine love).” (30) Esto coincide con la concepción jerárquica agustiniana de los objetos de amor.

[13] Aunque confiesa algo que resulta obvio para el lector del Libro: “a vezes non fazemos todo lo que dezimos” (816 a) de ahí la “confesionalidad” de su libro.

[14] Énfasis mío.

[15] San Agustín, en su juventud, fue pagano y muy apegado a los placeres mundanos, pero a los 32 años de edad se convirtió. Los sermones de San Ambrosio en Milán y el haber leído a San Pablo le sirvieron de guía, de estímulo, pero la verdad, según él, la encontró en sí mismo.

[16] “quae tamen aversio ataque conersio, quoniam non cogitur, sed est voluntaria” (De libero arbitrio, II, IXI, 53).

[17] Ullman nota que el Arcipreste coincide con San Agustín en cuanto a la idea de que la salvación sólo puede concebirse en términos de voluntad (151).

[18] Énfasis mío. Gilson define la concepción de “conciencia” agustiniana: “[t]he moral rules whose light shines in us make up the ‘natural law’ whose awareness is called conscience.” (77)

[19] Énfasis mío.

[20] Énfasis mío.

[21] Véanse las cuadernas 141-149.

[22] Véase Kinkade, 212.

[23] “Esta sanidad combaten y quieren matar los astrólogos cuando dicen que en el cielo mismo es donde hay que buscar las inevitables causas del pecado de los hombres; que Venus hizo esto, Saturno hizo aquello y Marte lo de más allá. Con esto pretenden que el hombre no es culpable de ser carne y sangre y ensoberbecida putrefacción, sino que del pecado se ha de culpar al cielo y al creador y ordenador de las estrellas, a ti, Dios nuestro, suavidad eterna y origen de toda justicia; a ti, que eres el que has de retribuir a cada uno según sus obras y que nunca desprecias un corazón contrito y humillado.”

[24] En cuanto a esta idea agustiniana escribe Gilson: “the body of a man was not created as a prison for his soul but this is what he has come to be in consequence of Adam’s sin, and the main problem, the moral life, is, for man, to escape from this jail” (78)

[25] En cuanto a la controversia sobre la naturaleza “la cárcel” de Juan Ruiz (física, real versus alegórica [espiritual]) véase los estudios de L. Spitzer y de T. Kassier.

[26] Juan Ruiz ilustra esta idea por medio del personaje de la Trotaconventos, para quien el buen amor es el amor carnal.

[27] Nótese que el voluntarismo agustiniano toma nueva fuerza en el siglo XIII al ser difundido en las doctrinas de San Francisco de Asís.

[28] Véase Gerli, 501.

[29] L. Williams señala que “Juan Ruiz was well aware of the true nature of the linguistic sign. He appears to have known that signs have two essential qualities: arbitrariness and conventionality.” (63)

[30] E. Reiss nota que la ambigüedad no fue ninguna virtud ni en el siglo XIV. Ningún tratado enseñaba la ambigüedad, ni la elogiaba, ni incluso la discutía. Por otro lado, según Corominas, el término “ambigüedad” no existió en castellano hasta el siglo XVI.) Juan Ruiz ciertamente experimenta con el potencial semiótico de la ambigüedad semántica, juega con ella, y a su vez recurre a ella para significar lo que de otra manera no hubiera resultado uno de los atributos más originales e inteligentes de la literatura medieval española. El Acipreste le habla a sus lectores sobre ella y a través de ella.

[31] Cruz Cruzada Panadera es una prostituta en la historia del Arcipreste (el camino a la condenación) vis à vis la Cruz de Cristo (el camino a la salvación). De la misma manera funciona sémicamente el texto en su totalidad.. Para otros puntos de vista al respecto, véanse los estudios de Vasvari y de Ferreccio Podesta.

[32] Al absolver su Libro de toda responsabilidad moral, también rechaza, como autor, el efecto -moral- que tendrá su libro en su audiencia, así como su propia autoridad. Así dice el Arcipreste” Qualquier ome que lo oyga, sy bien trobar supiere, puede más añadir e enmendar si quisiere”.

[33] El mismo Juan Ruiz lo expresa en su Prólogo en prosa. Su propósito didáctico se deduce asimismo por el género poético que utiliza: fábulas, apólogos, etc, que poseen tradicionalmente, la finalidad de ofrecer una enseñanza.

[34] En múltiples ocasiones Juan Ruiz cita o parafrasea las palabras o textos de otros. Es evidente que el Arcipreste, como lector, por veces manipula la interpretación de estas palabras y textos para justificarse en cuanto a su comportamiento vis à vis su proeza amorosa y el mensaje de su libro (Aristóteles, San Gregorio, San Pablo, etc.); en otras, sin embargo, su interpretación de las palabras de los “sabios” sanciona su propio comportamiento (Salomón, David, San Juan, etc.). Asimismo, Juan Ruiz hace referencias a “escritos”, “cartas”, “escrituras” en general sobre varios temas tocantes a la moral y ofrece su interpretación y valorización de lo que “disen”. Por otro lado, hace referencia al “testo” del “sabidor” Virgilio (262); el cual se consideraba, por un lado, hereje, capaz de “adivinar” el destino del lector, y a la misma vez se veía como profético (en el sentido religioso). De hecho, varias referencias al escritor latino figuraban en algunos cantos religiosos de la época.