Autor: Mª de los Reyes Nieto Pérez (Universidad de las Palmas de Gran Canarias)
Título Artículo:
El poder del silencio II: La cortesana conversa, modelo heroico de la mujer compañera en los cantares
Fecha de envío:
(4/02/2002)

Abstract:  

(Castellano): Dentro de la serie de artículos dedicados a analizar el papel heroico de la mujer en los cantares castellanos, estudiamos en éste las figuras de doña Sancha de Navarra y doña Sancha de León, como heroínas compañeras de dos de las figuras más relevantes de la épica castellana: el conde Fernán González y el infante García, personajes que abren y cierran el ciclo épico-poético de los condes.

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(Francés): Au cours de cette série d'articles où nous nous occupons à esquiser le rôle que la femme joue aux cantares castellanos, nous y étudións les figures de doña Sancha de Navarra et de doña Sancha de León, comme les compagnons de deux des plus détachés héros de la poésie épique castellana: el conde Fernán González et l' infant García, personages qui ouvent et ferment le cicle poétique des comtes.

 


 EL PODER DEL SILENCIO II

LA CORTESANA CONVERSA, MODELO HEROICO DE LA MUJER COMPAÑERA EN LOS CANTARES.

 

Dentro de esta serie de artículos dedicados a calibrar la importancia de la figura de la mujer discreta en la épica castellana, nos interesará determinar en este segundo en el que ahora nos ocupamos, el modelo heroico de la mujer castellana en su papel de compañera del hombre.

Como señalábamos en el artículo anterior, fue el profesor Deyermond quien, de una forma más constante y decidida, hizo hincapié en la importancia que, en la originalidad de la épica castellana, tienen las figuras femeninas como parte sustantiva, (temática y funcional), de los cantares, en una serie de trabajos sobre la misma, a lo largo de los cuales, lo que comenzara siendo una tímida propuesta se iba consolidando como una contundente realidad. Así lo que en el artículo «Medieval Spanish Epic Cycles» aparecía como uno más de los cuatro rasgos definidores de nuestra épica, en su segundo trabajo El Cantar de mio Cid y la épica medieval española adquiría el suficiente interés como para dedicarle el capítulo VIII, donde, bajo el epígrafe «Las mujeres y la sexualidad en la epopeya española», decía los siguiente:

Las mujeres suelen desempeñar un papel muy reducido en la épica medieval: en la Chanson de Roland, por ejemplo, apenas se menciona a Aude, la novia de Roland. El amor sexual es igualmente pasado por alto en la mayoría de los poemas, hasta una etapa tardía en la evolución de género; en efecto, los investigadores de la epopeya francesa consideran un papel aumentado del amor y de las mujeres como síntoma de decadencia. Hay excepciones en otros países: el Nibelungenlied es el más notable. Pero a pesar de las excepciones, la épica, poesía de la guerra, suele considerarse la poesía de los hombres, y la lírica tradicional, poesía del amor, pertenece a las mujeres. Tal dicotomía no vale para la épica española.[...]El primer poema épico español cuya existencia es demostrable, Los siete infantes de Lara, tiene como fulcro de la acción una escena de amor sexual entre Gonzalo Gustioz y la mora; las afrentas de la primera parte tienen acusados matices sexuales, subrayados por el simbolismo; y una mujer idea y domina la acción de cada parte. Una mujer desempeña un papel decisivo, o hasta llega a dominar la acción, en todos los otros poemas del ciclo de los condes: Sancha, princesa de Navarra, en el Poema de Fernán González; Sancha, princesa de León en el Romanz del infant García; la condesa traidora, que domina no solo la acción de la segunda parte sino hasta el título moderno de su poema; Urraca, en la primera versión del Cantar de Sancho II. Un tono acusado de amor y de sexualidad se nota en los dos escapes de la cárcel de Fernán González; en el Romanz del infant García, Sancha utiliza la sexualidad para conseguir la venganza; la motivación de la condesa traidora es casi enteramente sexual; y Urraca, motivada tal vez por su amor incestuoso por su hermano Alfonso, ofrece su cuerpo en recompensa del asesinato de Sancho.

Pero donde la propuesta anterior adquiría un peso específico desarrollando de forma más precisa y meticulosa lo que en dicho capítulo fuera un enjundioso pero mero apunte, era el artículo «La sexualidad en la épica medieval española».

Como en otros muchos campos de la literatura medieval española a los que este agudo medievalista ha aplicado su perspicaz ojo crítico, la propuesta del profesor Deyermond estaba preñada de interés y abría una línea de investigación sumamente productiva y renovadora en los estudios medievales hispanos, similar en expectativas a la propuesta de su artículo de «The Lost Genre of Medieval Spanish Literature» con relación a la novela de aventuras medieval hispana, -quizás menos aprovechada por los investigadores medievales que la de la mujer heroína-; y similar, por su parte, a la que abre su trabajo más reciente presentado en el Congreso Internacional sobre el Cid en Burgos: «La estructura del Cantar de mio Cid, comparada con la de otros poemas épicos medievales», donde incide en la necesidad de dedicar más tiempo e interés a esta preterida pero imprescindible línea de investigación en la épica.

El camino emprendido por Deyermond en «La sexualidad en la épica medieval española» ha sido sumamente concurrido por críticos que lo han recorrido y frecuentado desde múltiples instancias e intereses. Nosotros, en estos trabajos sobre las heroínas discretas, intentamos abordarlo desde un determinado punto de vista: el ideológico, es decir, el sistema de valores en que Castilla nace como pueblo autónomo e independiente, al abrigo de la reconquista, entendida en el discurrir diario de los hombres que la llevan a cabo, como repoblación.

Como señalamos en nuestro trabajo Repoblación y destino en el diseño de los modelos heroicos de Castilla, la repoblación como sistema social en el que Castilla surge como pueblo autónomo con identidad propia y original, determina una ideología, un sistema de valores que tiene como ejes sustantivos para determinar su destino de engrandecimiento permanente (en tierras y en hombres), el esfuerzo del hombre y el vientre de la mujer. Este sistema de valores, al adquirir cuerpo poético en sus modelos épicos, produce una tipología heroica en la que la mujer, como depósito del linaje, participa con igual o mayor fuerza que el hombre. Hay en la Castilla de los cantares más y mejores heroínas que héroes, tanto por la fuerza épica de sus personalidades, cuanto por la profundidad sicológica que, sin dejar de ser ejemplares, exhiben. Y de igual manera que pasa con los modelos poéticos, ocurre con las figuras públicas de sus monarcas, pues el discurrir histórico de Castilla está perfilado de reinas de tan destacada personalidad que su renombre, en múltiples casos eclipsa, no ya solo el de su esposo, sino incluso el del resto de los reyes varones.

Y, por supuesto, en esta línea de veneración por el vientre femenino como columna singular e imprescindible en el sistema repoblador, existe una foralidad que otorga a la mujer un papel legal de una independencia inusual en su momento, como muy bien recogen las apreciaciones que la profesora Mª Eugenia Lacarra pone de manifiesto en su artículo «La representación de la mujer en algunos textos épicos castellanos»:

Dadas las peculiares necesidades de una sociedad dirigida a la reconquista y a la repoblación del territorio, la legislación castellana otorga a la mujer una serie de privilegios económicos. Su colaboración y participación activa en todos los estamentos se hace imprescindible y justifica su posición destacada en la legislación donde comienza a ser tratada como sujeto de derecho.

Ahora bien, los dos modelos de heroínas discretas de que nos vamos a ocupar en este trabajo, no contemplan tanto la figura femenina como depósito del linaje, cuanto como compañera del hombre. Una compañera de mucho mayor fuste y entereza que el héroe protagonista, a quien sirve de sostén, aliento y consuelo, y a quien, en última instancia, ayuda de forma determinante e imprescindible a conseguir sus fines; fines que, tratándose de un héroe épico, comulgan con los que su pueblo, Castilla, se ha trazado como destino: la libertad para decidir y determinar dicho destino.

Junto con el papel de madre, que es sin duda el más privilegiado, también la aventura de la repoblación decanta el papel de la mujer como compañera, si seguimos la abundantísima documentación aportada por el profesor Sánchez Albornoz sobre las presuras y escalios que los pobladores privados realizaron de forma permanente en los inicios de la Reconquista, donde la mujer aparece como corresponsable de las mismas con bastante más frecuencia de lo esperable en unas condiciones de vida tan duras como las que la puebla exigía. Así, a la vez que estos «enojosos» y minuciosos registros documentales sobre las pueblas, que nos ofrece el profesor Sánchez Albornoz, nos permiten hacernos cargo del tipo humano que las llevó a cabo: un hombre independiente y libre, decidido a labrarse con sus manos su propio destino, también nos revelan de forma bastante clara que en ese destino la mujer participa como compañera, con idénticas prerrogativas; y, como muestra de lo antedicho, estos botones, en absoluto extraños, extraídos de dicha documentación:

La religiosa Guidigia y el abad Sisenando, con sus fratres et sorores, donaron a San Vicente de Fiéstoles en 811 diversas villas e iglesias «que scalidauimus de nostris manibus», declaran.

En 864, Elduara y sus hijos dieron a la iglesia de Tudela «terras sationauiles, quantas in ipso valle pater noster obtinuit, quem egecit e sacalido».

Un papel este de compañera que, asimismo, le vemos realizar en la guerra, según nos informa Menéndez Pidal en La España del Cid:

En la hueste que el rey Alfonso y su alférez (García Ordóñez) guiaban en Rioja [...]Todos, con la reina Inés, con las infantas Urraca y Elvira[...]se hallaban en el convento de San Millán el lunes 16 de junio; ya sabemos, por el cerco de Coimbra, cómo las mujeres de la familia real moraban a veces en el campamento del ejército, y no es extraño verlas ahora dentro del territorio ocupado militarmente.

Un papel este de compañera y, por tanto, copartícipe en los destinos de Castilla, que le vemos realizar en el ámbito político, pues era habitual que mujeres e hijas acompañaran a los hombres al foro de decisión política, a las cortes. De tal costumbre castellana se hace eco el monje palentino que compone Las mocedades de Rodrigo, para explicarse las razones de que la Castilla rebelde en embrión, eligiese dos jueces para su gobierno:

Et porque los castellanos ivan a cortes al rey de León con fijas e mugieres, por esa razón fizieron en Castilla dos alcades: et cuando fuesse el uno a la corte, que el otro manparasse la tierra.

Y, finalmente, este papel de compañera imprescindible del héroe para que éste consiga llevar a su pueblo a su destino, se nos aparece contemplado de forma poética en dos mujeres: doña Sancha de Navarra y doña Sancha de León, que jalonan, en su inicio y su desenlace, el ciclo de los condes, presuponiendo, por supuesto, que dicho ciclo se inicia con un cantar de gesta desaparecido, consagrado a cantar la independencia de Castilla y a ensalzar como emblema heroico de la personalidad rebelde de este pequeño rincón al conde que trajo la libertad a Castilla: Fernán González, según apunta la sabia pluma de Menéndez Pidal en sus Reliquias..., al iniciar el estudio del romancero de Fernán González:

Sobre el tema capital de la exención del vasallaje en Castilla debió surgir desde antiguo un cantar de gesta, el cual en el siglo XIII aún tenía una fuerte base histórica.

Hipótesis en la que también se pronuncia, como casi la totalidad de los medievalistas, el profesor Deyermond en su emblemático trabajo sobre las heroínas, al hacer la introducción al Poema de Fernán González:

El primitivo Cantar de Fernán González se perdió tan completamente que ni siquiera alcanzó una prosificación cronística, pero tenemos en cambio la refundición en cuaderna vía, el Poema de Fernán González, compuesto en el tercer cuarto del siglo XIII en el monasterio de San Pedro de Arlanza.

Volviendo al asunto que nos ocupa, doña Sancha de Navarra y doña Sancha de León, en su papel de heroínas discretas en el Poema de Fernán González y en el Romanz del infant García, se nos aparecen como fundamento imprescindible, como sólida columna en que los héroes masculinos se apoyan en los momentos claves en que Castilla nace a la historia como pueblo original, bien en su condición de condado independiente de León, bien en su condición de reino. Las figuras de las dos Sanchas, con que se abre y se cierra el ciclo de los condes, recogen en sus privilegiadas personalidades lo que de positivo contempla Castilla en la mujer, considerada en su papel de compañera del hombre, de compañera del héroe.

Curiosamente, sin embargo, tanto la una como la otra proceden de ámbitos cortesanos, proceden de las cortes consagradas como tales por su abolengo: Navarra y León, entre las que el pequeño rincón castellano surge pujante e impetuoso. Pero pronto asumen en su personalidad, otrora cortesana, los valores repobladores castellanos convirtiéndose en las mayores y más rabiosas defensoras de los mismos. Frente a las cortesanas antiheroínas del ciclo de los condes (doña Lambra y la traidora condesa doña Sancha) que llevaban en sí el germen de la esterilidad y la extinción, estas heroínas cortesanas, cuya función en los cantares es apoyar, defender, prevenir y vengar al héroe, están cargadas de toda la positividad que Castilla otorga a la mujer como compañera del varón.

Prosiguiendo con los tercetos de Quevedo que tan bien recogen en su síntesis poética los valores de la mujer mítica castellana, podemos tomar como versos representativos de la personal trayectoria de la mujer de Fernán González los dos endecasílabos siguientes: "Acompañaba el lado del marido/ más veces en la hueste que en la cama", reservando para la figura complejísima de la novia de su bisnieto el infante García, doña Sancha de León, futura esposa del primer rey de Castilla, don Fernando, el que concluye el terceto quevediano: "Sano le aventuró, vengóle herido" que refleja la durísima y grandiosa tarea que en los destinos de Castilla le cumplió desempeñar a esta heroína de origen cortesano en el cantar épico que más conmovió la sensibilidad castellana: el Romanz del infant García.

 

Acompañaba el lado del marido/más veces en la hueste que en la cama.

La figura de la esposa de Fernán González se nos aparece, en su primera presentación en el Poema, adornada de todas y cada una de las instancias cortesanas de la dama que Castilla considera representativas de lo negativo en la mujer.

Todo el peligro que para los castellanos encierra lo cortesano femenino aparece rodeando a esta dama navarra, hija del rey García, sobrino de la reina Teresa de León, a quien su tía ofrece en matrimonio a un Fernán González que sale fortalecido en su prestigio de las cortes leonesas a las que ha acudido reticente y en las que su caballo y su azor han sido tan elogiados y admirados que el propio rey leonés, encaprichado con ellos, se los ha comprado al conde mediante un curioso trato del que, finalmente, le vendrá la independencia a Castilla.

Pero de estas exitosas cortes para su persona y para el condado independentista que acaudilla, no solo trae el conde Fernán González, en su trato con el rey, el germen de la independencia castellana, sino que también trae, como decíamos, como remate de todos sus éxitos, el ofrecimiento por parte de la reina Teresa de León de su sobrina la infanta de Navarra como futura esposa del conde.

No obstante, en la reina leonesa no abrigan las buenas intenciones que aparenta al tratar el matrimonio de su sobrina y el conde de Castilla, pues tal matrimonio no es más que una añagaza para que el conde acuda a la corte Navarra y pueda allí ser vengada la muerte del rey Sancho de Navarra, hermano de doña Teresa y padre del rey García a quien en la batalla de la Era Degollada, mató Fernán González en singular combate, es decir, en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo que el conde castellano y el rey navarro entretienen en dicha batalla:

El buen conde e el rey buscando s’andudieron,
fasta que el uno al otro a ojo se ovieron,
las armas que traían çerteras las fizieron,
fueronse a ferir cuant de rezio pudieron.

Entramos un al otro tales golpes se dieron,
Que fierros de las lanzas al otra part salieron.
Nunca de cavalleros tales golpes se vieron.
Todas sus guarniçiones nada non les valieron.

Cuitado fue el rey de la mala ferida,
entendió que del golpe ya perdiera la vida,
la su grand valentía luego fue abatida,
man a mano del cuerpo el alma fue salida.

La tendencia castellana a tratar las cosas de forma directa y brusca la incapacita para que el rencor y el resentimiento abriguen en su pecho; de hecho, uno de los contravalores que más repugnan a su idea del más valer del hombre es que éste sea capaz de albergar en su alma saña vieja resentida. Contra este terrible defecto humano advertía Fernán González en sus arengas a los vasallos que le alzaran conde, y de ese vicio nefasto le vendrá a la Castilla épica del ciclo de los condes gran cantidad de males, porque, de igual manera que es incapaz de concebirlo en los suyos, es incapaz de concebirlo en los ajenos con los que establece trato.

El entender las formas y las promesas cortesanas desde el sistema de valores castellano donde la moral de las apariencias falsas no tiene cabida será lo que conduzca al confiado Fernán González a unas bodas navarras mediante las cuales la reina leonesa, cuyo hermano muriera a manos del atrevido conde, piensa cobrarse la cumplida venganza que en su corazón, lleno de saña vieja resentida, alienta contra este triunfador rebelde, que no sólo en atrevido reto se enfrentó y derrotó a su hermano Sancho, en una de las primeras manifestaciones de su espíritu altivo, sino que acaba de humillar a su propio marido el rey de León, negándose a aceptar los mil marcos que por el azor y el caballo del conde de Castilla este le ofreciera, obligándole a aceptar sus propias condiciones para que el trato se lleve a efecto.

Las bodas vuelven a ser, como pasa de forma constante en la gestas castellanas, el momento idóneo para que surjan los conflictos entre los héroes castellanos y sus rivales cortesanos; es decir, para que éstos, los cortesanos, tejan, en torno a ellas, sus traiciones y enredos con que envolver al héroe y conducirlo al desastre. De ahí esa singular vinculación entre bodas y muerte, entre bodas y desastre que se observa en los cantares, y que convierte a estas celebraciones en foco de toda prevención y sospecha para la contemplación castellana, pues en ellas se produce la más agresiva y preocupante paradoja para esta manera colectiva de ser que pone al linaje como centro de toda veneración, y es que de las bodas con los linajes cortesanos, de las que Castilla espera la vida, surge siempre la amenaza de la extinción y la muerte.

Extinción y muerte para Fernán González es lo que bajo esas bodas con la infanta navarra le tiene preparado la reina doña Teresa, modelo ejemplar de dama cortesana, quien, como todas ellas, se manifestará maestra en los procedimientos indirectos y en la moral de las apariencias y los fingimientos para llevar a buen término sus propósitos de conducir al conde, bajo la promesa de unas bodas ventajosas y llenas de futuro, a la funesta realidad de unos votos con la muerte. Así, por un lado, acabadas las cortes, le retiene para proponerle el ventajosísimo matrimonio con su sobrina la infanta de Navarra que sería una forma de establecer la paz entre Castilla y los reinos colindantes, pero, por el otro, envía a su sobrino el rey García una carta en la que le incita a vengar al hermano querido, a su padre muerto, picándole en su amor propio de hombre, mediante el reproche de que siendo un hombre y un rey, aún no haya tenido el empuje de hacerlo. Ella, con sus armas limitadas de mujer, le ofrece, sin embargo, en bandeja al culpable para que no tenga la oportunidad de volverse atrás:

 Antes que él partiesse, una dueña loçana,
reina de León, del rey don Sancho hermana,
prometió l’ al buen conde fizo l’ fiuzia vana;
cuntió l’ com al carnero que fue buscar la lana.
Demostrró l’ el diablo el engaño aína:
cometió l’ casamiento al conde la reína;
porque finás la guerra le daría su sobrina,
sería el daño grande sin esta meleçina.
Tovo end el buen conde que sería bien casado,
otorgó gelo que lo faría de buen grado.
Envió la reina a Navarra el mandado,
una carta ditada con un falso ditado.

Esta es la razón que la carta dezía:
"De mi doña Teresa a ti el rey García;
perdí al rey tu padre que yo grand bien quería,
si yo fues rey com tu ya vengado l’avría.
Oras tu tienes tiempo de vengar a mi hermano,
tomarás buen derecho d’aquel conde loçano,
por este tal engaño coger lo has en mano,
a vida no le dexes aquel fuert castellano".

Como tirara la condesa traidora del cordel con que instaba a Garci Fernández a ejecutar su vengativo propósito, tira doña Teresa del hilo del amor propio de su sobrino instándole, a través de sus insultantes palabras de menosprecio, a vengarse del conde Fernán González. No sólo es la dama cortesana la hábil tejedora del encaje de las bodas, en el que va oculta la perversión de sus intenciones funestas, sino que también es la instigadora del crimen, la que incita con sus picantes invectivas de menos valer a su sobrino a que se determine a llevarlo a cabo.

El rey de Navarra acude puntual y presuroso a los mandatos de su tía, y acompañado de treinta varones se presenta en Cirueña, lugar donde las bodas han de concertarse. Pero el inadvertido conde, confiado en la palabra de la reina de León, no previendo la trampa que en sus halagadoras promesas se escondía, va a contratar los esponsales acompañado tan solo por seis de los suyos. Nada más ver, sin embargo, la nutrida compañía que rodea al rey García, se apercibe de la tramada encerrona que le ha sido preparada, de la cual, no obstante, le es imposible volverse atrás:

Cuando vio don Ferrando al rey venir guarnido,
entendió que l’avía del pleito falleçido,
"Santa María, val, ca yo so confondido,
creindo m’ por palabra, yo mismo so vendido".

En efecto, el conde y los suyos son apresados. Sin embargo, esa responsabilidad por sus vasallos de que hacen siempre alarde los caudillos castellanos, se pondrá de manifiesto en el comportamiento del conde que solicita al rey que deje a sus hombres en libertad pues ellos no son responsables ni culpables de nada. Sus requerimientos son puntualmente escuchados y seguidos por el rey que deja libres a los caballeros castellanos que llevarán a Castilla la noticia de la traicionera prisión del conde sumiendo al condado en un mar de confusiones, pues, sin su conde se encuentran como desprotegidos.

La noticia de la injusta prisión del conde corre también como la pólvora por el reino navarro y por los reinos colindantes, tiñendo la figura del conde de una aureola de grandeza sin par.

Pasado un año de la prisión del conde, tan discreta se nos muestra esta cortesana navarra, que aún no sabemos nada de su reacción, como futura esposa del conde ante la prisión a que éste ha sido sometido por su hermano. Aparece, entonces, en escena, un conde lombardo que va de peregrinación a Santiago, quien, enterado de la injusta prisión de un caballero de tanto valor, como es el conde de Castilla, conocido por ser azote de los moros, quiere conocerlo y soborna a los carceleros para que le permitan acceder al preso.

No siempre le vienen a Castilla de los condes extranjeros que peregrinan a Santiago sus desgracias, pues de este peregrino, a pesar de ser natural de Lombardía, lugar donde La razón de amor pone el centro y resumen de toda cortesanía, será de donde le venga al conde la solución a sus problemas, ya que, compadecido de la injusta prisión que el conde sufre, y enterado de la remota causante de la misma quiere conocerla, para advertirle, no sólo de la parte que en la injusta prisión del conde le cabe a su persona, en cuanto que ella, aun no queriéndolo, es la causante de la misma, sino también del ventajoso matrimonio que, por estar el conde en la cárcel, se está perdiendo.

De oídas se enamora la infanta de Navarra, como buena dama cortesana, del conde de Castilla, que por esposarla, yace preso, pues acabada su conversación con el peregrino lombardo se le desata una loca pasión por el preso, tan loca que no dudará en romper con todo lo establecido para ir a visitarlo a la cárcel

Las palabras admonitorias del conde lombardo, que mezclan hábilmente los grandes valores que adornan al preso con la culpa que a la infanta le cabe en tal prisión y con la responsabilidad moral que está contrayendo ante Castilla a la que está privando de su gran dirigente, y ante la misma cristiandad a la que está privando de un imbatible guerrero contra el moro, asuntos todos estos a los que se suma el fundamental y definitivo de que está dejando morirse en la cárcel al mejor partido matrimonial que a cualquier muchacha se pudiera ofrecer, conmueven hasta tal punto el espíritu de la dama, que entre curiosa y compadecida envía al calabozo donde el conde yace a una de sus doncellas para que compruebe, de visu, lo que el lombardo tanto ensalza:

Despidió se el conde, con todo fue su vía,
fue pora Santiago, conplió su romería,
envió la infanta esta mensajería,
con una de sus dueñas que ella mucho quería.

Buena dama se nos muestra la infanta navarra que el conde pretende, pues no sólo se enamora de oídas del prestigio que, en todos los órdenes de la vida social, adorna al conde, sino que utiliza los métodos típicos del galanteo cortesano que tanto gusta de las aproximaciones indirectas, como es este del recurso al criado fiel para que actúe en su lugar, para que vaya a informarse, para que sea sus ojos y sus palabras. Frente al castellanísimo Fernán González que acudía sin reservas a Cirueña a cerrar el compromiso de las bodas, actitud impetuosa y confiada que le condujo a la cárcel navarra en que yace preso, la cortesanía de la navarra no se priva de todos los medios de «indirección» que al amor cortesano le compete usar. Así, de oídas y bien de oídas se enamora doña Sancha de Navarra del conde de Castilla, poniendo bien en evidencia lo dama que es cuando comienza a ser pretendida, pues después de oír los elogios primeros del lombardo y las conmovidas palabras de su fiel doncella, que le transmite las quejas del doliente preso, la muchacha, ya profundamente enamorada de la joya que en los calabozos de su palacio se oculta, acude rendida de amor, a visitar al conde y, aún violenta por lo atrevido de su decisión, se exculpa ante él confesando, de forma paladina, que el amor que siente por su persona la ha convertido en osada y atrevida, de manera que los efectos que el amor de oídas produce en los enamorados, a los que despabila la mente para urdir tramas inteligentes para encontrarse con el amado y a los que obliga a moverse con determinación y osadía para verlo, actúan también en esta doña Sancha infanta de Navarra que, a partir de ahora, los pondrá al servicio fiel, constante, decidido y sin reserva alguna, del conde, siempre que este le prometa hacerla su esposa:

La infant doña Sancha, de todo bien conplida,
fue luego al castiello ella luego sobida,
cuando ella vio al conde tovo se por guarida.
"Señora", dixo él, "¿cuál es esta venida?"

"Buen conde", dixo ella, "esto faz buen amor,
que tuelle a las dueñas vergüença e pavor,
olvidan los parientes por el entendedor,
ca de lo que él se paga tienen lo por mejor.

Sodes por mi amor, conde, mucho lazrado,
ond nunca bien oviestes sodes en gran cuidado;
conde, non vos quexedes e sed bien segurado,
sacar vos he d’aquí alegre e pagado.

Si vos luego agora d’aquí salir queredes,
pleito e homenaje en mi mano faredes,
que por dueña en el mundo a mi non dexaredes,
conmigo bendiciones e missa prenderedes.

Si esto non fazedes en la cárcel morredes,
como omne sin consejo nunca d’aquí saldredes,
vos, mesquino pensat lo, si buen seso avedes,
si vos por vuestra culpa a tal dueña perdedes."

Cuando esto oyó el conde tovose por guarido,
et dixo entre su cuer: "¡Si fuesse ya complido!"
"Señora", dixo el conde, "por verdat vos lo digo,
seredes mi muger et yo vuestro marido."

Quien desto vos falliere sea de Dios fallido,
fallesca le la vida com a falso descreído;
ruego vos lo, señora, en merced vos lo pido,
lo que fablastes no l’echedes en olvido."

El conde don Fernando dixo cosa fermosa:
"Si vos guisar podiéredes de fazer esta cosa,
mientra que vos visquiéredes nunca avré otra esposa,
si desto vos falliere, fallesca m’ la Gloriosa."

Aunque la infanta de Navarra presenta todos y cada uno de los rasgos de la mujer cortesana a la hora de experimentar el amor, podemos, no obstante, comprobar en ella y en la forma de llevarse a cabo este trato amoroso, y nunca mejor dicho, algunos matices originales frente a otros conciertos amorosos entre castellanos y cortesanas ya estudiados.

El primer rasgo original que al encuentro entre los dos amantes aporta la novia es la inmediata confianza que la figura del conde despierta en ella. Mediante ese "tuvo se por guarida" se expresan en el poema dos cosas a la vez: la primera es la inseguridad con la que la muchacha acude a la cita. Aunque enamorada de oídas, aunque presa de ese "buen amor" que es la expresión que doña Sancha usa, con claro conocimiento de causa, para definir el tipo de sentimiento que experimenta por el conde, y aunque obligada por los efectos que ese buen amor produce en los amantes, como son la osadía y la determinación, la muchacha acude a ver al conde llena de recelos. Ahora bien, al verlo, la figura del preso le produce tal confianza que pierde toda inquietud, se siente confiada y segura con él; comprueba que su aventurera e indiscreta escapada a visitar al conde no implica nada de temeroso ni peligroso para ella. La figura del conde, la apariencia del conde, le inspira una confianza inmediata, y aunque es, de nuevo, la apariencia, como dama que es, lo que mueve sus sentimientos, es una apariencia directa e íntima, no de oídas. Es la proximidad del cara a cara con el conde y su directez en el trato con él lo que la reafirma en su primer impulso del amor de oídas.

No se fiaba, pues, doña Sancha, del todo de su amor de oídas, de su buen amor, y eso la aproxima bastante a la manera castellana que, en la guerra y en el amor busca el trato directo. Directo también se nos muestra el carácter de la infanta navarra en sus saludos al conde donde le desvela de forma totalmente cándida, un poco avergonzada y sin tapujo alguno, los motivos de su presencia que no son otros que el amor de oídas, que el buen amor que han infundido en ella las palabras que sobre el conde ha oído, por las que sabe los sufrimientos que por su persona padece. Directo igualmente el trato que le propone al conde, donde le ofrece liberarlo, no a cambio de promesas veleidosas, sino a cambio de que sea ella la única dama de sus afanes y de que la hará su esposa con misa y bendiciones.

Muy diferente es esta doña Sancha de la doña Sancha francesa que, sin comprometerse en absoluto con Garci Fernández, conseguirá que éste la pida en matrimonio. Aquí doña Sancha presenta claras sus cartas, sus cartas amorosas y sus cartas matrimoniales, comprometiéndose de forma directa en ello. Esta manera de actuar, tan castellana, encanta al preso, que se dice satisfecho entre sí "¡Si fuesse ya complido!", pues ve en esta infanta que lo pretende en el calabozo navarro donde yace preso todo lo que vino a buscar: el juego limpio, el amor y el espíritu práctico. Los pensamientos interiores, que los dos jóvenes tienen y de los que el poema nos da cuenta, son importantísimos en este diálogo, pues nos revelan la verdad de sus intenciones. Lo que dicen responde a lo que piensan y sienten, no hay nada oculto, no hay ninguna reserva tramposa en sus palabras. Así, la primera impresión que la muchacha recibe al ver al conde y que el poema expresa por medio de ese "tovo se por guarida", se hace realidad viva de inmediato mediante las palabras confiadas que le dirige. Pero, de igual forma, el conde, que en su interior salta de alegría, que le parece tan fácil de cumplir el trato que doña Sancha le plantea que ya desearía que se hubiera efectuado, responde con contundentes palabras a su proposición, unas palabras que prometen matrimonio con tanta seguridad que pone a Dios y a su madre Gloriosa como testigos y jueces de su futuro proceder.

También será diferente el uso que de sus mañas cortesanas haga la infante de Navarra. Estas, como le prometiera al conde, estarán siempre puestas a su servicio, al servicio de su marido, y no serán pocas las veces que esta mujer haya de ser el soporte físico y moral de su esposo. El cordel atado al pie de Garci Fernández y del que la condesa traidora tira para conseguir sus egoístas propósitos de mano de su amante, será todo un símbolo de la función dependiente y al servicio de sus propósitos que al conde de las manos bellas atribuye la pérfida doña Sancha. La dama navarra, sin embargo, usa sus trucos cortesanos para darle a su futuro esposo la libertad. Así, lo pone fuera de la cárcel y con él huye para Castilla. Desde ahora, esa será su forma de proceder: sus mañosas costumbres y su diplomacia cortesana estarán al servicio del Fernán González y siempre las ejecutará con el fin de hacerlo más libre o más grande o más fuerte, es decir, con el fin de que su personalidad pública sea llena de contenido político y pueda, desarrollándola, llevar a Castilla a dar lo mejor de sí, a dar en condado independiente.

La intuición certera que en el calabozo hizo a la pareja reconocer en el otro su otra mitad, su compañero ideal, su alter ego exacto en el universo opuesto, masculino o femenino, se irá poniendo de manifiesto a lo largo del camino de huida, donde el conde atrapado en los grilletes de que aún no ha podido liberarse, se apoya en su cortesana pero fuerte esposa, para, juntos, poder avanzar entre las dificultades que se le presentan. Ante ellas, doña Sancha sabrá jugar, junto a su imposibilitado esposo el doble papel de la mujer diplomática y astuta, de suaves maneras a la que, cuando la ocasión lo precise, sustituirá la mujer decidida y valiente que, con la determinación de un muchacho, luchará cuerpo a cuerpo con el enemigo para abatirlo.

De inmediato tendremos ocasión de comprobarlo, cuando la pareja que huye del rey García y se oculta en la espesura de unos montes es descubierta por un arcipreste cazador y rijoso que les exige, para no delatarlos al rey, yacer y holgar con la infanta:

El falso arçipreste, llieno de crueldat,
más que si fuessen canes non ovo piedat.
"Conde, si vos queredes que sea poridat,
dexad me con la dueña cumplir mi voluntat."

Ante propuesta tan desaguisada el conde Fernán González se enfurece y se niega:

Cuando oyó don Fernando cosa tan desguisada
Non sería más quexado si l’dies una lançada.

Pero la astuta doña Sancha va a hacernos conocer todas las dotes cortesanas de que dispone, actuando con una seguridad y una diplomacia digna de todo encomio. Pues le hace creer al arcipreste que está en todo de acuerdo:

La dueña fue hartera escontra el coronado,
"Arçiprest, lo que quieres, yo lo faré de grado...

Le insta a desnudarse y a apartarse un poco para realizar con más deshago su fechoría sin la indiscreta presencia del conde, al que no hay por qué hacer sufrir de forma gratuita:

Dixo l’ luego la dueña: "Pensad vos despojar,
aver vos ha el conde los paños de guardar,
e por que él no vea atan fuerte pesar,
plega vos, arçipreste, de aquí vos apartar."

Y, cuando ya esta desnudo y apartado y se acerca a ella para abrazarla, le salen a relucir a doña Sancha otras mañas inconcebibles en una mujer: las de una joven fuerte y decidida que agarra por el cuello al desprevenido arcipreste y lo tira al suelo:

La infant doña Sancha, dueña tan mesurada
-nunca omne non vio dueña tan esforçada-,
travó l’ a la boruca, dio l’ una grand tirada,
dixo: "Don traidor, de ti seré vengada."

El inquieto conde, que yace apresado en sus cadenas, no puede servirle de mucha ayuda; sin embargo, le alarga su cuchillo y con él la infante navarra mata al malvado arcipreste. Bien remarca el poeta anónimo que la acción es cosa de los dos: "ovieron le -dice- entrambos al traidor a matar", que como una sola persona piensan y actúan, y que ese sentir común los llevará siempre a buen puerto.

El conde de Castilla ha encontrado en doña Sancha a la mujer fuerte, a la mujer compañera que le acompaña y le sustituye, a la otra parte de su yo que necesita para ser cabalmente el señor que Castilla necesita y merece, pues, desde su alzamiento, una de las cosas que más separa al conde de sus fieles vasallos, uno de los comportamientos de este conde soltero que más los indignan y preocupan, son las desapariciones que hace de entre los suyos, sin previo aviso. Cuando reaparece, los dolidos vasallos que se han encontrado sin su señor como barco sin rumbo, se lo reprochan con ásperas reconvenciones que el conde siempre aplaca con sus justificadísimas explicaciones. Ahora, la nueva condesa en su papel de parigual de su marido, que será como los castellanos la reciban, ocupará el puesto del conde cuando éste, por cualquier circunstancia, tenga que dejar a sus vasallos y con ella, ellos se sentirán tan protegidos y tan bien acaudillados como con su señor.

Como sabemos, uno de los rasgos sustantivos que definen al héroe de Castilla desde que decidiera autogobernarse por medio de sus dos jueces Laín Calvo y Nuño Rasura, es la de acaudillar. Pues bien, este caminar iniciático de la infanta navarra desde el mundo cortesano que la nutre hasta el mundo castellano que ella misma elige como destino, acompañando, sosteniendo y dirigiendo al conde; este tránsito desde el mundo cerrado de la corte hasta el campo abierto en que se encuentra con la libre y peregrina Castilla, supone para la infanta navarra la puesta a prueba de su capacidad de liderazgo, de su capacitación para ser la compañera (el alter ego) del héroe que ha dirigido los destinos de Castilla para conseguir la libertad. Y no hay duda de que la infanta pasa de forma impecable la prueba iniciática que la avala como digna heroína compañera, pues lo mismo que su prometido el conde Fernán González hiciera con su pueblo, independizándolo de la tutela leonesa que lo aprisionaba y dotándolo de libertad para ser él mismo, esta infanta navarra sacará de su prisión al conde y, apoyándolo en sus espaldas, lo conduce hacia su destino de hombre libre que no es otro que el de dirigir los destinos de los suyos. Si los castellanos siguen a Fernán González para poder definirse como tales, es decir, libres y dueños de sus destinos, Fernán González sigue a la infanta navarra, que lo acaudilla, conduciéndolo hacia la libertad para poder desarrollarse como castellano, para poder ser, como los suyos, un hombre libre dueño de su destino. Este rasgo sustantivo de dispensadora de libertad e independencia de que la infanta navarra se hace acreedora en su viaje iniciático y simbólico desde Navarra a Castilla, desde la mentalidad cortesana a la mentalidad castellana, ya no la abandonará nunca y siempre lo desarrollará en beneficio del pueblo castellano y de su compañero y esposo el conde Fernán González. La infanta de Navarra no participa de la heroicidad castellana en virtud de su capacidad para ser madre, sino en virtud de su capacitación para ser líder, pero no un líder cualquiera, sino el líder que Castilla quiere y necesita.

Es, a este respecto, extraordinariamente interesante e ilustrativo el episodio en que los dos fugitivos se encuentran con las mesnadas castellanas que se aproximan a Navarra para recuperar a su conde. Los castellanos, que llevan tanto tiempo sin su señor, no se ponen de acuerdo sobre lo que hacer; así que, ya que todos están de acuerdo en tener al conde como su único señor y caudillo, deciden, hasta que regrese, o hasta que lo puedan recuperar, construir una estatua en todo igual al conde, ponerla en un carro y llevarla como si el mismo conde los dirigiera:

"Fagamos nos señor de una piedra dura,
semejable al conde, dessa mesma fechura,
sobre aquella imagen hagamos todos jura.
 

Así como al conde las manos le besemos,
pongámosla en un carro, ante nos la llevemos,
por amor del buen conde por señor la ternemos,
pleito e homenaje todos a ella faremos".

Con esa estatua del conde en el carro dirigiendo las mesnadas castellanas encuentra la prófuga pareja al pueblo castellano que acude en masa a recuperar a su señor. Ellos se han construido un "alter ego" del conde de apariencia, pero el conde les trae un "alter ego" de realidad, de carne y hueso, les trae una esposa que, en adelante, será como esa estatua a la que, cuando él falte de su pueblo, podrán seguir los castellanos. El juego entre apariencias y realidades, que tanto emplea Castilla en sus cantares, cobra en esta estatua del conde, trasformada mediante ese encuentro con los suyos, en la carne real de doña Sancha, una belleza poética de extraordinario relieve. Todos los juegos simbólicos posibles pueden desprenderse de esta polisémica estatua que cobra el sentido de la necesidad urgente que tiene el pueblo de encontrar en su conde la personalidad complementaria que los acompañe cuando él se ausente y que, al encontrarse con él, ven trasformada en la infanta de Navarra que ocupará, ya siempre, para los castellanos el lugar de la estatua.

A ella le rinden, como a la imagen anterior de piedra en la que proyectaran todo lo que de su conde esperan y quieren, cumplida reverencia. La reciben como su señora en toda la dimensión de la palabra, y, como señora, parigual que el conde, la respetarán siempre. Así, cuando la conducta de Fernán González sea reprochable a los ojos de la condesa, ésta acudirá a sus vasallos para que la apoyen en sus pretensiones y, ante esa insistencia mancomunada, el conde no tendrá más remedio que avenirse a las razones que le presentan su esposa y sus vasallos. Este primer e impetuoso acto independiente de enfrentamiento a su marido que, apoyándose en el pueblo castellano, realiza la condesa navarra, dirigiéndose a este pueblo que ahora es su pueblo, para solicitar de él consejo y ayuda, nos la presenta como la imagen rediviva del conde que siempre acude a los suyos para asesorarse. Pero, curiosamente, frente a la reticencia que el consejo de Castilla suele tener casi siempre en sus relaciones con el conde, a cuyas propuestas impetuosas habitualmente suele oponer una cierta y razonada resistencia, aunque luego las siga sin duda ni dilación, frente a esa reticencia que, como decimos, muestra siempre al conde, ante la condesa y su propuesta pacífica, reacciona de inmediato de forma radical y positiva, pues comparte sus razones. La condesa es, entonces, como complemento necesario de la figura de su esposo, esa parte que Castilla entiende que su conde necesita para ser un líder perfecto: la prudencia y la mesura razonadas y razonables. Con la brava osadía del conde, cuyo ímpetu guerrero lleno de determinación hace moverse a Castilla, y con la sabia y diplomática mano de su esposa, que pone las virtudes cortesanas de la mesura e inteligencia en la administración de ese coraje, puede Castilla aspirar, ahora, a ser un pueblo políticamente independiente. La condesa civiliza con su talante de dama la rudeza de su esposo y esa civilización que el pueblo de Castilla considera necesaria es el rasgo determinante y definitivo que lo habilita para no ser sólo una horda de guerreros salvajes sino un pueblo cabal y completo.

El cambio que, en las relaciones entre el conde y el pueblo castellano, se produce a partir de la llegada de su complementaria figura femenina se pone de manifiesto cuando los fieles vasallos del conde, a instancias de sus señora, acuden a hacerle al conde una proposición que va en contra de sus decisiones. Hasta ahora, el conde, que escucha siempre a sus vasallos, no se dejaba convencer por sus razonamientos y, poniendo como marco del sentir y pensar castellanos el sistema de valores de "antes morir que volverse atrás", lograba convencerlos de su errado camino y reducirlos a la austera disciplina que él se propone para los suyos. Ahora, por primera vez, ha de ceder ante los razonamientos de su concejo. En la condesa encuentran los castellanos ese alter ego del conde que estaban buscando, esa parte humana, comprensiva con la debilidad del hombre; esa parte magnánima y ponderada en la administración de la justicia; esa parte que podemos resumir como mesura y que es la que, en definitiva, dota de su auténtico temple al héroe para que pueda ser hombre de estado. Con la mesura aplicada al coraje, el caudillo y el juez de los suyos que el conde es, queda capacitado para ser político, por tanto, para ser no ya el líder de su pueblo, sino el gobernante de una unidad política independiente y con carácter de estado. Esta dimensión, transcendente para Castilla, le viene al conde, como no podía ser menos, de la corte, de una mujer formada en la corte y en sus hábitos diplomáticos, tan necesarios para que las relaciones entre los pueblos pasen del choque violento al suave deslizarse.

Así ocurrirá cuando Fernán González, que ha hecho preso al rey de Navarra, el padre de su mujer, después de un año de prisión, no se decide a soltarlo a pesar de que ella se lo pide de forma insistente. La condesa, ante la negativa obstinada de su esposo, acude a los hombres de Castilla y les plantea la injusticia y el desagradecimiento que el conde, a quien ella sacó de prisión, pone de manifiesto contra ella, contra su familia y contra sus paisanos los navarros:

"....la condesa doña Sancha, aviendo gran pesar del padre que yazié preso, fabló con los castellanos et díxoles assí: "Amigos, vos sabedes de cómo vos yo saqué a vuestro señor el conde de la prisión en quel tenié mío padre el rey don García, por que él et todos los navarros han muy grand querella contra mí, ca tienen que por mí les vino este mal en que oy están; et agora el conde es mui errado contra mí, que non me quiere dar mío padre nin sacarle de prisión. Onde vos ruego que vos que seades tan mesurados que vos que roguedes al conde et travedes con éll que me dé mío padre; et yo avervos he que gradescer siempre. Et este es el primero ruego que yo vos rogué."

Los castellanos son muy sensibles a las justísimas y razonables quejas de su señora doña Sancha y acuden raudos a reprochar al conde su injusto proceder y a convencerlo para que corrija su comportamiento anterior sacando de la cárcel al prisionero:

Ellos dixeron que lo faríen de grado, et fuéronse luego poral conde et dixiéronle: "Señor, pedímosvos por vuestra mesura que nos oyades. Rogámosvos señor, et pedímosvos por merced que dedes el rey don García a su fija doña Sancha yl mandedes sacar de la prisión [...].

Nunca, hasta ahora, los castellanos, en sus peticiones al conde, han acudido a la mesura como virtud que debe adornarlo como señor, y en aras de la cual ha de conducir su comportamiento. La mesura, como rasgo del héroe, es nueva en Castilla. La mesura, que el conde tendrá que asumir como una nueva e importante dimensión de su persona para que su pueblo le sienta como señor, es cosa que ha traído consigo como ajuar de bodas la infanta de Navarra. Y no es pequeña la virtud que la condesa trajo en dote, pues, a través de esa mesura que va a exigir de su señor para que sea su cabal líder y gobernante, el pueblo castellano, por primera vez hace entrar en razón, en su razón, al conde. Por primera vez, en ejercicio de la mesura, el conde sigue lo que el pueblo quiere. La palabra del pueblo no sólo es escuchada, que siempre lo fue en Castilla, sino que es atendida y seguida por su conde:

Et tanto travaron dell et tantol dixieron de buenas razones et debdo que avié ý, quel fizieron otorgar lo que agora dirá aquí la estoria, et complirlo. Et dize assí: Respondióles allí estonces el conde, que pues que ellos lo tenién por bien et lo querién, et aunque fuesse mayor cosa, que lo farié muy de grado.

La condesa de Castilla, con esta su segunda intervención en los asuntos de su compañero, de su esposo, desarrolla la segunda de las facetas de la heroicidad castellana: la de juez, en el sentido más acendrado que Castilla exige a esta función primordial que implica dos actos sucesivos: primero, establecer las leyes y, después, hacerlas ejecutar. Si doña Sancha, la madre de los infantes, en su función de juez soberano del linaje inventaba un nuevo castigo con el que satisfacer plenamente la inmensa dimensión del agravio recibido, esta doña Sancha de Navarra., esposa del conde Fernán González renueva, con su determinación, la función que el concejo castellano desarrollaba, hasta ahora, a la hora de decidir, a la hora de juzgar. Hasta la aparición en escena de la infanta navarra los castellanos eran oídos pero sus opiniones carecían de fuerza decisoria. Ahora, con doña Sancha al frente, los castellanos alcanzarán su auténtica dimensión como colectivo mancomunado que decide en cuestiones de justicia, imponiendo su nuevo criterio legal, asentado en el sentido común, en el común sentir, a su conde.

Pero, si fieles vasallos se muestran los castellanos en su comportamiento reivindicador de los derechos de la condesa ante su conde, también ella, cuando la ocasión lo requiera, demostrará ser una señora digna de esa confianza. Con la misma confianza con que la condesa se dirige a sus vasallos cuando tiene necesidad de su apoyo, acudirán estos a ella cuando necesiten tener un caudillo a quien seguir y, de igual manera que los castellanos responden puntuales y valientes a los requerimientos de su señora, ésta también acudirá puntual al requerimiento de sus vasallos.

Así sucede cuando Fernán González va a las cortes leonesas, aun sabiendo que nada bueno le vendrá de asistir a ellas pues el rey leonés siente que el conde es un rebelde que merece la prisión. Encarcelado el conde de Castilla en León, la noticia llega a su condado y doña Sancha, llena de dolor, cae en un profundo abatimiento. Pero sus vasallos, que también están consternados por las nuevas leonesas, le recriminan su debilidad a la navarra, y la esfuerzan para que los lidere en la recuperación de Fernán González, a lo que de inmediato se presta, tramando con los hombres del conde la añagaza perfecta para sacarlo de la prisión de León.

En esa trama de la liberación de su esposo el conde, el papel que le cabe representar es arriesgado y necesita de mucha habilidad diplomática y de un inmenso temple y valor. No se arredra, sin embargo, la señora de Castilla y al frente de quinientos caballeros acude a León a liberarlo. De nuevo se repite la escena en que los castellanos, privados de su líder por haberles sido encarcelado en una corte, se dirigen a liberarlo. Ahora bien, en aquel momento la imagen a la que seguían era el alter ego de su conde esculpido en piedra. No llevan, sin embargo, en este nuevo camino hacia León, en busca de la libertad, la imagen en piedra del conde, sino que llevan su otro yo carnal, su imagen real, su esposa y compañera, la condesa de Castilla, señora de los castellanos a la que estos siguen con devota fidelidad:

La condessa doña Sancha otrossí cuando lo sopo cayó amortida en tierra [...]. Mas [...]dixiéronle: "Señora, non fazedes recabdo en vos quexar tanto, ca por vos quexar mucho non tiene pro al conde nin a vos. Mas a mester que catemos alguna carrera por quel podamos sacar [...]. Desí ayuntáronse D cavalleros muy bien guisados de cavallos et de armas, et iuraron todos sobre los sanctos evangelios que fuessen todos con la condessa pora provar sil podríen sacar.

En esta nueva escapada de los castellanos para ir a una corte colindante a liberar de la prisión a su señor, la condesa cobra la identidad de su marido, cobra la identidad de la estatua de piedra anterior, dotando a la mentira de la piedra de la verdad de la vida. Es ahora ella la que acaudilla a la mesnada de quinientos caballeros que se dirigen a León para liberar al conde. Y no deja de ser aleccionador que lo que los castellanos no pudieron llegar a realizar en su anterior empresa, cuando se encaminaban a Navarra precedidos por la estatua de Fernán González, porque se encontraron en el camino con un conde ya libre, merced a la diligencia de la infanta de Navarra, puedan llevarlo a cabo ahora con éxito acaudillados por la condesa cuya figura es contemplada en el Poema como la dispensadora de la auténtica libertad para Castilla, contemplación que se confirma en todas y cada una de sus apariciones en el poema. Pues, en efecto, no sólo de la infanta de Navarra le vino su libertad a Fernán González, sino que también, bajo su mesurada y razonable dirección, los castellanos consiguieron, por primera vez, su auténtica libertad al imponer sus decisiones al conde su señor de quien, hasta ese momento, eran sólo escuchados.

Llevando como su caudillo a esta mujer, dueña y señora de las llaves cortesanas que encierran la libertad de Castilla, los castellanos, esta vez, lograrán sin dificultades realizar su empresa liberadora. Ahora bien, ésta solo se llevará a efecto mediante la inteligente astucia de esta mujer, tan pródiga en tretas como devota en ponerlas al servicio del condado de su marido. En esta nueva estratagema que con sus vasallos trama la condesa, aparecen como rasgos caracterizadores todos los que presiden la relación entre los esposos desde su primer encuentro navarro. No obstante, los dos más relevantes, como más representativos de dicha relación son el juego entre apariencia y realidad y el intercambio de personalidades.

La identidad entre los dos esposos y el intercambio que de sus personalidades hacen tanto Castilla como ellos mismos para llevar a buen fin al condado, se vuelve a poner de relieve, de forma extraordinariamente plástica en la estratagema que los castellanos traman para liberar a Fernán González, pues mientras el grueso de la mesnada queda a las afueras de León, la condesa acompañada de dos caballeros disfrazada de peregrina fingiendo que va de romera a Santiago se acerca a la corte para solicitar al rey de León que la deje visitar a su marido en la cárcel. Este se lo otorga gustoso, pero, una vez en la cárcel, la condesa hace una nueva solicitud al rey: la de que mande quitar los grilletes al conde porque quiere pasar la noche con él y "cavallo travado mal puede fazer hijos". El sorprendido rey se admira de la petición y el razonamiento que la avala, al que no se le puede hacer reproche alguno y manda que liberen al conde de sus cadenas.

De nuevo, pues, en un episodio en todo parecido al primero del calabozo navarro, vuelve la condesa, mediante sus diplomáticas artes, no exentas de donosura y de valor, a poner en libertad al conde, liberándolo de los grilletes en que yace en el calabozo leonés. El espíritu castellano a ultranza de Fernán González le hace caer en las cárceles de las cortes limítrofes contra las que mide el altivo y rebelde talante de Castilla que el conde representa y simboliza, pero ha de ser la mano hábil de su mujer, avezada en el gracejo y la donosura de la corte, quien lo saque de forma permanente de las trampas cortesanas en que lo hace caer su talante confiado y atrevido y quien lo devuelva a la vida o a la libertad que igual valen vida y libertad para un pueblo que no valora la vida sino es para ser libre. Libertad, pues, sin la cual, ni el conde, ni Castilla, son nada, pues la libertad es el substrato mismo que configura su identidad como hombre y como pueblo.

Y de la misma manera que del primer calabozo, del navarro, sacó doña Sancha a Fernán González, utilizando como parte de su treta el matrimonio, ahora, ya esposos, en el calabozo leonés vuelve a hacer uso de lo marital la condesa de Castilla para que el rey de León libre de las cadenas a su marido. Cabe, entonces, extraer, como corolario de ambas escenas, que del matrimonio le viene al conde su auténtica libertad, aquella mediante la que se libera de sus más insidiosos enemigos, aquella que el conde es incapaz de conseguir por sus propios medios. El conde de Castilla sólo puede ser libre, solo puede ser castellano con la ayuda de su esposa cortesana que ha sabido poner a su servicio los modos de la corte, cuya ignorancia de los mismos impide al conde desenvolverse con soltura ante sus enemigos:

La condesa envió luego dezir al rey quel rogava mucho, como a señor bueno et mesurado, que mandasse sacar al conde de los fierros, diziendol que el cavallo travado nunqua bien podíe fazer fijos. Dixo el rey estonces: "Si Dios me vala, tengo que dize verdad" et mandol luego sacar de los fierros.

Esta evidencia primera se pone aún más de relieve en la segunda parte de la liberación del conde de este calabozo leonés, pues, llegada la mañana y después de haber pasado juntos la noche, la condesa pone a su marido sus ropas para que, disfrazado de ella, fingiendo ser ella, aparentando ser ella, es decir, adoptando la personalidad exterior de ella, pueda huir, mientras doña Sancha se queda ocupando su puesto en el calabozo de la corte, corte en la que con tanto desparpajo se sabe mover y de la que está segura de salir airosa:

Et desí folgaron toda la noche amos en uno et fablaron ý mucho de sus cosas [...]. Et levantose la condessa de muy grand mañana cuando a los matines, et vistió al conde de todos los sus paños della. Et el conde mudado de esta guisa fuesse por la puerta en semeiança de dueña, et la condessa cerca dell et encubriéndose cuanto más et meior pudo; et quando llegaron a la puerta, dixo la condessa al portero quel abriesse la puerta. El portero respondió: "Dueña, saberlo hemos del rey antes, si lo toviéredes por bien." Dixol ella estonces: "Par Dios, portero, non ganas tu ninguna cosa en que yo tarde aquí et que non pueda después complir mi iornada". El portero, cuedando que era la dueña et que saldrié ella, abrióle la puerta et salió el conde.

Varias cosas se nos hacen patentes en este segundo encuentro de los condes en un calabozo cortesano a donde doña Sancha ha ido para liberar a Fernán González. La primera es la confianza que sigue existiendo entre la pareja. La segunda es que esa confianza produce una identidad profunda en ellos. Esa identidad y fusión que se hace explícita por la relación marital que entretienen, se hace aún más sólida por ese hablar de sus cosas en que pasan todo el resto de la noche, al final de la cual el uno cobra la libertad transformándose en el otro. Todo en este segundo episodio de la cárcel es idéntico en sus estructura al anterior navarro, pero más intenso, como es costumbre hacer en la épica castellana.

Entonces, en el episodio de la liberación del calabozo navarro, el conde obtuvo la libertad apoyándose en su esposa, ahora, la obtiene transformándose en ella. Solo mediante esa asunción de lo cortesano puede Castilla llegar a ser un pueblo autónomo, con personalidad de estado. La cortesanía de la dama navarra le sirvió, en un primer momento, de apoyo al conde para lograr su libertad. Ahora, de nuevo vuelve a servirle. Pero la estancia transformadora de la condesa en Castilla se deja notar de forma reveladora en esta segunda consecución de la libertad del conde. La presencia de la condesa en Castilla no ha sido en vano, pues ahora, el conde no sólo se apoya en lo cortesano para conseguir la libertad, sino que adopta, para lograrla, al menos en apariencia, sus formas teatrales pero rentables.

De igual forma, en este episodio se produce una consumación de todos los juegos de identidades entre los esposos. Así, los castellanos vienen a liberar al conde acaudillados por doña Sancha que realiza en esta cabalgada, el papel de su marido. Ahora bien, cuando el conde le es devuelto a los suyos que le esperan en las afueras de León, su señor viene bajo la apariencia de la condesa.

En la primera liberación del conde, cuando los castellanos iban a buscarlo a su cárcel navarra, llevaban una imagen de piedra de su señor y éste les mostró en la infanta navarra que le acompañaba, su verdadera imagen de carne y hueso, la que desde entonces sería su señora y les acompañaría como su alter ego cuando él no estuviera. Pues bien, en esa segunda liberación ya es la esposa de carne y hueso la que sustituye al conde. Pero, cuando vuelve liberado con los suyos, el conde lleva en sí la parte de su personalidad que el matrimonio con la infanta navarra ha aportado a su figura, pues lleva con él la apariencia de su esposa, es decir, vuelve a Castilla adornado de cortesanía. La condesa de Castilla ha cumplido su papel de complemento identitario del esposo, ha consumado con sobresaliente pericia el destino heroico de compañera que a la mujer castellana reservaba Quevedo en sus tercetos.

Sin embargo, ha de rematar la eficacia de sus donosos modales, saliendo airosa del peligroso lance en que se encuentra, sustituyendo a su marido el conde como voluntario rehén en el calabozo leonés. Mediante el juego transformador de identidades, los esposos han conseguido restablecer el equilibrio perdido. El conde está con sus castellanos, la dama con sus cortesanos. Cada uno en su ámbito donde sus personas, avezadas en los manejos del universo que les es propio, se mueven como pez en el agua. Nada, pues, hemos de temer de esa dama navarra que, acostumbrada a lidiar con las costumbres de la corte, desplegará sus habilidades ante el rey de León, que nunca dejará de asombrarse de lo mañosa que ha salido esta sobrina navarra, cuando se trata de sacar al conde Fernán González de apuros:

Cuando el rey don Santo sopo que era ido el conde et por cual arte le sacar la condessa, pesol assí como si oviesse perdudo el reino; pero non quiso ser errado contra la condessa. Et desque fue ora, fuela a ver a su posada do albergara con el conde, et assentose con ella a ver sus razones en uno, et preguntóla et dixol sobre la huida del conde como osara ella enssayar tal cosa nin sacarle dallí. Respondiol la condessa et dixo: "Señor, atrevíme en sacar el conde daquí porque vi que estava en grand cueyta et porque era cosa que me convenié cada que yo lo pudiesse guisar. Et demás atreviéndome en la vuestra mesura, tengo que lo fiz muy bien; et vos, señor, faredes contra mi como buen señor et buen rey, ca fija so de rey et muger de muy alto varón, et vos non querades fazer contra mí cosa desguisada, ca muy gran debdo he con vuestros fijos, et en mi desondra gran parte avredes vos [...] ...respondiol el rey Sancho […]: "Condessa, vos fiziestes muy buen fecho et a guisa de mui buena , que será contada la vuestra bondad por siempre, et mando a todos míos vassallos que vayan con vusco et vos lieven fasta do es el conde, et que non tranochedes sin él."

Esa trasmutación permanente de identidades con que juega el poema o la versión cronística que da cuenta de lo que en el poema falta, donde se evidencia la equivalencia que Castilla otorga a ambos esposos, presenta la más alta consideración de la mujer como compañera del hombre, al que suple, como igual, en sus funciones cuando éste, por las circunstancias que sea, se ausenta de su heredad.

En esta doña Sancha, infanta de Navarra y condesa de Castilla, proyecta el pueblo castellano que canta a sus héroes en sus cantares la imagen heroica de la mujer repobladora, compañera del hombre en la dura tarea del aculturamiento y civilización del terreno peligroso e inculto, dueña de su personalidad jurídica y defensora del territorio familiar cuando el esposo acudía a la guerra. Una mujer tan extraordinariamente independiente que acompaña al lado del marido, que es su igual, su figura intercambiable. Una mujer que no es el reposo sexual del guerrero sino su compañera.

 

Sano le aventuró, vengóle herido

Si a una dama de la corte de Navarra le cabe, en la Castilla épica de los cantares del ciclo de los condes, el papel heroico de acompañar como igual al conde fundador, a otra dama cortesana, esta vez leonesa, le cabrá el honroso papel de conducir a la Castilla condal a su definitivo destino de reino, también mediante la asunción en su figura heroica de los valores castellanos. Esto sucede en la leyenda que canta la desaparición del linaje de los condes a causa de la traicionera muerte que sufrió en León el cuarto conde de Castilla, llamado en los textos, por sus pocos años, infante o inffant.

El infant García, que es el nombre con que el romanz lo consagra, era hijo del conde Sancho García, nieto de Garci Fernández y bisnieto de Fernán González. Con su asesinato en León el 13 de mayo de 1029, a manos de traidores vasallos, se extingue la Castilla de los condes, pero, a su vez, como el ave fénix que renace de sus cenizas, surge de mano de su prometida, la futura reina Sancha, que asume en su figura cortesana los valores míticos de juez implacable de la mujer castellana, la Castilla de los reyes.

Castilla entra en el trágico suceso que se produce en León siendo condado, pero sale de él con todas las bazas para ser reino. No es raro, pues, que consagre a este episodio de su historia, ya de por sí lleno de patéticos perfiles, un destacado interés dentro de su trayectoria cronística.

El Romanz dell infant García del que confiesa nutrirse la 1ª C.G. en una de las versiones que sobre la trágica muerte del muchacho nos ofrece, debió de recoger, con gran patetismo, por lo que en la crónica sale a relucir, la versión épica de este asunto singular, de gran relevancia para el sentir castellano, pues el relato de los hechos es recogido y repetido con insistencia en distintas crónicas. Desde la Najerense hasta la C.de 1344, pasando por la del Tudense y la del Toledano, las crónicas latinas y castellanas se hacen permanente eco del terrible suceso que conmovió a Castilla. Sin embargo, la información más completa nos la aporta, como casi siempre, la 1ª C.G.. A ella siguen, casi al pie de la letra la Crónica de Veinte Reyes, la Tercera Crónica General y la Crónica de 1344.

Intentaremos, como en otras ocasiones, seguir al cronista poeta de la 1ª C.G., en el relato de los hechos, pues si su extremada pluma nunca nos decepciona en esa casi mágica capacidad que tiene para captar y transmitir la poesía de la historia, en estos tres o cuatro capítulos que dedica a cantar más que a narrar la desaparición del triste infante, su sintético estilo está tan preñado de contenido poético, que siempre nos sorprende, cuando volvemos a su relato, lo reducido que es para lo enorme y denso que lo evocamos.

Las bodas vuelven a ser el espacio idóneo en que Castilla, buscando culminar el destino grandioso que se ha trazado, se encuentra con la tragedia de la extinción de su linaje, del cual, sin embargo, como pasa siempre con este pueblo que encuentra en la sima de la desesperación el camino de la esperanza, resurgirá altamente recompensada en su empresa.

Muerto el tercer conde de Castilla, los altos hombres del condado estudian para su jovencísimo señor, el infante García, un matrimonio ventajoso, del que esperan como fruto remoto y ambicioso, que el condado se convierta en reino. Para llevar a buen fin tales designios se fijan en la hermana del rey de León, doña Sancha, en la que descubren como virtudes personales femeninas para hacerla condesa de Castilla, la belleza, la nobleza y el ser buena mujer:

Et el rey don Vermudo de León, que regnava a aquella sazón, avié una hermana, que dizien donna Sancha, grand et muy fermosa et de muy buenas costumbres;

Pero en la que también reconocen una virtud esencial en aras a la promoción histórica de Castilla como pueblo: la capacidad que, dado su linaje, tiene la infanta leonesa para elevar el condado a la dignidad de reino. Esa es la preocupación que, fundamentalmente abriga en el pecho de este infante cuando, acompañado del rey Sancho de Navarra, acude a León a tramitar de forma directa con el rey Vermudo sus esponsales con la infanta doña Sancha:

Pues guisáronse el rey don Sancho et ell infant don Garçía et sus cavalleros, et ívanse pora León, lo uno por ver ell infant a su esposa, lo ál pora fablar con el rey don Vermudo en pleito de sus bodas et ganar d’él que l’ ploguiesse que ell infant don García que se llamasse rey de Castiella.

Ahora bien, esas bodas del último conde de Castilla con la infanta leonesa, en las que tanto el pueblo como sus señor tienen puestas las mayores aspiraciones de su destino regio, se ven abocadas al más estrepitoso y trágico fracaso al intervenir en su desarrollo los hermanos Vela, caballeros castellanos que mantuvieron con el padre del infante, el conde don Sancho García, al principio de su gobierno una sólida relación pero que, al final, se rebelaron contra él y hubieron de desterrarse a León. El linaje de los Vela abriga, desde entonces, una profunda saña contra su antiguo señor, una saña vieja resentida, vicio nefasto de los hombres altivos castellanos contra el que la Castilla de los cantares tanto advierte.

La saña vieja resentida que abriga en los vasallos contra el señor o la que mantienen vasallos rivales entre sí será el pecado nefasto del que le vendrán los males a los castellanos, como pueblo y como individuos. La saña vieja resentida convierte de forma radical e inmediata al castellano, antes franco y abierto, en traidor y taimado. Lo transforma, de golpe, en el peor de los cortesanos, pues su espíritu resentido y práctico adopta las maneras melifluas y falsas de la corte con el fin inmediato de hacer daño a su rival, sea este su señor o su igual.

El castellano devenido cortesano en aras de la saña vieja resentida que entretiene contra su señor es, además, también sumamente peligroso, porque detrás de las ceremonias corteses no se encuentra un ser cortesano de verdad, sino un ser castellano, con todo el coraje y la determinación que como virtudes propias y cultivadas por este pueblo, lo adornan, pero puestas al servicio de su odio y sus rencor.

Vamos a ver, en este trágico discurrir de las bodas del infante García de Castilla, cómo la saña vieja resentida de los antiguos vasallos de su padre permite articular el desarrollo del suceso en dos planos que dotan al relato de una enorme tensión dramática.

Por un lado, las bodas con la vida se desenvuelven en el ambiente relajado de los salones de la corte leonesa, espacio idóneo para el recreo amoroso, donde los muchachos que van a casarse se enamoran nada más conocerse, y, tan a gusto se encuentran juntos, que les resulta difícil su separación:

fuesse pora su esposa donna Sancha, et viola, et fabló con ella quanto quiso a su sabor; et pues que ovieron fablado en uno buena pieça del día, tanto se pagaron uno dell otro et se amaron de luego, que non se podien partir nin despedirse uno d’otro.

Por el otro, sin embargo, en el universo de las calles y plazas, que rodean al palacio regio, tejen los Vela para el señor de Castilla al que acaban de reconocer como tal besándole la mano en una tramposa ceremonia, unas bodas con la muerte, tramando ocasiones para llevar a cabo en persona del hijo la venganza que no pudieron hacer efectiva contra el padre:

Et Roy Vela et Diago Vela et Yennego Vela, fijos del conde don Vela, quando lo sopieron, salieron a él a recebirle muy bien, et besáronle la mano assí como es costumbre en Espanna, et tornáronse sus vasallos. Dixo allí estonces el conde Yennego Vela: "Infant García, rogámoste que nos otorgues la tierra que toviemos de tu padre, et servirte emos con ella como a sennor cuyos naturales somos. Ell infant otorgóles la tierra estonces et ellos besáronle la mano otra vez.

Pero, aunque hacen alarde de vasallaje ante el nuevo señor de Castilla, aunque se reconocen vasallos naturales de éste y aunque el nuevo conde los acoge como tales otorgándoles las tierras que les fueran confiscadas por su padre don Sancho, la saña vieja resentida que anida en el corazón de los Vela puede más que todos los beneficios que de la paz con el conde de Castilla les pueden venir. Así que, una vez creado entre el infante y sus aparentemente reconciliados vasallos el ambiente de confianza y seguridad necesarias para llevar a cabo sus planes vengativos mediante la traición, los Vela se ocupan en tramarla con determinación e inteligencia:

en todo esto salieron aquellos fijos del conde don Vela del palacio y fuéronse pora la posada de Yennego Vela et ovieron ý so consejo malo et falso de traición de cómo matassen al infant;

El conocimiento profundo que del talante castellano tiene, como castellano que es, el vasallo traidor, lo capacita para idear los mejores modos de abatir a los suyos poniéndoles cebos que son incapaces de rechazar. Los juegos de tablados, que tanto subyugan a los hombres de Castilla, serán, como en muchos otros cantares, de nuevo, el ambiente propicio para que los ánimos encendidos por la competición provoquen las peleas entre los concurrentes, peleas que, utilizadas por el traidor, llevan encerrado en su seno un plus de peligro para los contendientes castellanos, pues con ellas no se busca otra cosa que crear el caldo de cultivo conflictivo necesario para destruirlos:

[...] et dixo Yennego Vela: "Yo sé en qué guisa podemos mover razón dond’ ayamos achaque por que l’ mataremos. Alcemos un tablado en medio de la rúa, et los cavalleros castellanos, como son omnes que se precian de esto, querrán ý venir a assolazarse, et nós bolveremos estonces pelea con ellos sobr’ ell alançar et matarlos emos a todos de esta guisa.

El relato cronístico, como decíamos, polariza la actividad de los personajes en dos ámbitos contrapuestos, en virtud del talante, cortesano o castellano que los ambienta: el de los salones y el de las calles. El primero está presidido por la pasión amorosa, el segundo por la pasión política; el primero es recogido, silencioso, pacífico, armonioso; el segundo es abierto, tumultuoso, conflictivo, desbaratado. Cuando el uno irrumpa en el otro, sea en un sentido, sea en otro, se producirá el desenlace desastroso. Así, aunque la 1ª C.G., bien apoyándose en fuentes históricas, bien apoyándose en fuentes épicas, nos ofrece dos versiones del mismo hecho, el resultado trágico es el mismo. Da igual que sea el tumulto de las calles el que invada los salones, o que la paz de los salones, representada por los dos infantes enamorados, salga a las calles. En uno y otro caso, como pasa de forma permanente en los cantares épicos castellanos donde se canta la extinción del linaje, Los siete infantes de Salas o La condesa traidora, la radical incompatibilidad de ambos universos queda puesta de manifiesto por el trágico fin que el héroe castellano, incapaz de moverse con soltura entre estos dos mundos irreconciliables, ha de asumir como víctima propiciatoria del modo de ser de su pueblo. El infante García, como los infantes de Salas, como Garci Fernández, muere inmolado en aras del sistema de valores de su pueblo y en aras de la visceral incomunicación que este sistema entretiene con su oponente, el cortesano. También el infante, como los de Salas, muere por mano castellana, por una mano castellana que, adoptando los modos cortesanos del fingimiento, vacía sobre la confiada víctima, a la que le debe lealtad por su compromiso de vasallaje, su corazón lleno de saña vieja resentida mediante una trabajada venganza. Esta lealtad violada, que en el caso de Roy Blásquez supone la traición del señor a sus vasallos, en el caso del último conde de Castilla se desarrolla en una dirección inversa, la traición de los vasallos al señor; pero el pecado es el mismo: la ruptura de algo sacro e inviolable como es la fidelidad que dos hombres libres, dueños de sus destinos, entretienen de forma libre para establecer entre ellos un trato de ayuda mutua mediante el cual su pueblo alcance su destino.

Del traidor, como de la mujer estéril, solo espera el mal la Castilla épica, pues tanto el uno como la otra interrumpen el proceso de engrandecimiento, tanto en tierras como en hombres, en que este pueblo cifra su destino. Las peleas internas entre los clanes suponen, para la mentalidad práctica de Castilla a la que le urge aprovechar el tiempo, en el mejor de los casos, un derroche estúpido de esfuerzo y de tiempo que podría haberse empleado para aumentar el territorio arrebatándoselo a los moros. Y, en el peor, lo más negativo que Castilla puede considerar para su extensión territorial: la parcelación de su unidad en diversos territorios hostiles que, en última instancia, la harían desaparecer como unidad geográfica.

 

Sano le aventuró...

 Decíamos que el relato que nos ofrece el cronista se ordena en torno a dos mundos: el cortesano de los salones regios del palacio leonés donde los jóvenes novios se están enamorando, y el castellano de las calles y tablados donde, entre alborotos y tumultos, se prepara la muerte del infante. La irrupción de uno en otro producirá el desenlace trágico del héroe, pero, el primer aldabonazo de la tragedia que se gesta en las calles de León y que se cierne sobre la desventurada pareja, llega a la paz de los salones por medio de la novia y los barruntos nefastos que presiente para este muchacho del que acaba de enamorarse perdidamente y al que su certera intuición de dama, nacida y educada entre las peligrosas conjuras de la corte, presiente como víctima inocente y desapercibida de la traición que contra él se trabaja en los palacios calles y plazas de la ciudad que los rodea por mano de sus desleales vasallos:

fuesse pora su esposa donna Sancha [el infant García], et viola, et fabló con ella quanto quiso a su sabor; et pues que ovieron fablado en uno una buena pieça del día, tanto se pagaron el uno dell otro et se amaron de luego, que non se podien partir nin despedirse uno d’otro.

El amor que la dama leonesa experimenta por el infante de Castilla obra sobre su cortesana personalidad produciendo en ella los efectos que ya hemos visto que el buen amor produce en los amantes: despierta su inteligencia y la hace actuar con decidida determinación. Así, la pasión amorosa que en la infanta surge le hace, de golpe, apercibirse de todos los peligros que acechan a su amado, los huele, los intuye como inmediatos y seguros, y, en un alarde de determinada osadía, previene al ingenuo muchacho de lo peligroso de su incauta conducta al ir a visitarla totalmente desarmado:

Et dixo allí donna Sancha: "Infante, mal fiziestes que non aduxiestes convusco vuestras armas, ca non sabedes quien vos quiere bien nin quí mal."

¡Con qué pocas y precisas palabras nos sitúa este cronista poeta en la misma almendra de la angustia en que el saber y el sabor del amor ha puesto a la advertida infanta que, de forma instintiva, pero cierta y precisa, conoce la situación sin salida a que ese recién nacido amor entre ella y el infante García, está condenado! La infanta ama y la lucidez que ese amor produce en ella la hace comprenderlo como un amor imposible, como un amor condenado a nacer y a morir en un mismo acontecer. Esa misma lucidez le hace presentir las causas injustas, fruto de la traición, que van a hacer abortar, mediante la muerte, ese poderoso sentimiento que hacia el infante de Castilla experimenta y le hacen rebelarse contra ellas pronunciando en voz alta una admonitoria reconvención al infante por su falta de prevención y de cautela, aun sabiendo que con esa advertencia nada puede solucionar.

No dejan, sin embargo, de ser reveladoras esas palabras que no son más que un conjuro ineficaz contra lo ineluctable, pues nos hacen apercibirnos de la tensión emotiva que en su fuero interno siente la infanta leonesa, una tensión de tal calado y magnitud que necesita exorcizarla, sacándola de sí, para, al reducir a palabras los funestos presagios que embargan su lúcido corazón, hacer una especie de exorcismo que los impida traducirse en hechos.

Toda la vengadora e implacable conducta posterior de la infanta contra los asesinos de su futuro esposo cobra cumplida explicación en esta última parte del coloquio de los enamorados en que los vemos presentir, envueltos por la angustia, la magnitud del desastre que les acecha.

Ante la zozobra que las palabras de su novia expresan, el infante intenta tranquilizarla con una respuesta llena de inocencia y candor que, lejos de ahuyentar sus temores, los agudiza mucho más, pues tal respuesta lo descubre aún más inerme y desprotegido de lo que la infanta leonesa podría haber supuesto. No le aporta el infante razones prácticas que la relajen, como sería, por ejemplo, el confesarle que sus hombres armados protegen el palacio real, sino que este ingenuo castellano, que lleva impresa en su trágica figura toda la imprevisión y confiada bonhomía de los hombres de su estirpe, acude con razones morales a calmar los temores de doña Sancha:

Respondiól’ el infante et dixo: "Donna Sancha, yo nunqua fiz mal nin pesar a ningún omne del mundo et non sé quién fuesse aquel que me quisiesse matar nin otro mal fazer."

La respuesta del infante, que le revela a su enamorada toda la carga moral que impregna su alma castellana, le confirma, asimismo, lo irremediable de su angustiosa situación. En una compartida angustia ante la tragedia que los cerca, discurre la última parte del coloquio de los amantes que se cierra proyectando de forma magnífica el tumulto que se ha producido en sus almas sobre el tumulto que ciertamente se cierne contra ellos en la ciudad de León tomada por el conflicto, el alboroto y la confusión:

Respondiol’ estonces donna Sancha que omnes avie en la tierra que l’ querien mal. El infant Garçía quando aquello oyó, pesol’ muy de coraçón.

La infanta de León aventura, con dolorida certeza, al hombre que está sano ante ella, previniéndole de un peligro imposible de conjurar, y compartiendo con él, como fiel compañera, la atribulada conmoción de saberse presa de enemigos invisibles con que finaliza este primer enfoque sobre el plácido ambiente cortesano en que los dos jóvenes entretienen sus amores, haciendo flotar sobre el mismo la turbulencia que se desarrolla en el exterior. También junto a él padecerá las múltiples humillaciones de que los traidores les harán objeto. Pero, una vez herido, una vez muerto, asumirá, como cosa propia, la venganza de los ultrajes que el infante sufriera en sus bodas en León, ejecutando con firme mano uno de los más extremecedores castigos de que la literatura se haya hecho eco, de catadura tan ejemplarizante y cruel como el que la justiciera doña Sancha hiciera para vengar a sus hijos los infantes en la persona de su traidor hermano don Rodrigo de Lara.

No sólo la turbulencia y el tumulto contaminan el sedante espacio cortesano por medio de las palabras con que la infanta aventura a su futuro esposo, sino que también la turbulencia y el tumulto contaminan a la puntual pluma del cronista que, para contar con su insobornable precisión los acontecimientos que envolvieron la trágica muerte del último vástago de la estirpe condal, acude a fuentes diversas que dan informaciones contradictorias sobre los hechos; va y viene sobre las mismas aportando datos de unas y otras y sobre uno u otro momento del relato, produciendo sobre el lector una impecable impresión del desconcierto que se vivió en León en las últimas horas del cuarto conde de Castilla.

En efecto, los confusos ires y venires del infante García, de la infanta Sancha de los Velas que los llevan o los traen en una especie de tenebroso calvario, se complican con los ires y venires del cronista, que va del Toledano al Tudense, y del Tudense al Romanz dell infant García, para volver, de nuevo, a los latinos, en un permanente juego de confirmaciones y desautorizaciones que dotan al propio relato de la perplejidad confusa y turbulenta con que se sintieron en Castilla estos terribles instantes últimos de su ser como condado.

La narración de los sucesos, empero, no es en absoluto confusa, sino todo lo contrario. El cronista nos informa de lo que dijeron unos, de lo que dijeron otros; de las argumentaciones de los unos contra lo que dicen los otros y viceversa, sin perder ni un solo momento pie en ese mar de informaciones contradictorias. Es precisamente esa seguridad con que el cronista nos remite, de forma ordenada a unas u otras fuentes, lo que hace que la narración de los hechos nos describa de forma puntual, minuciosa y precisa, la confusión y conmoción que produjeron; confusión y conmoción que impelen a todos a opinar y a dar su versión de los hechos que a todos impresionaron pero que nadie tiene claros. Así, después de habernos puesto en antecedentes sobre la trama de los tablados que los Vela idean para sembrar la confusión que permita acabar con el conde y su cortejo de castellanos, nos sigue informando del éxito de tal propuesta con las siguientes palabras:

Los traidores, luego de que movieron aquella pelea, mandaron luego cerrar las puertas de la cibdad que non pudiesse entrar uno nin salir otro; et desí matáronse et mataron ý quantos cavalleros vinieran ý con ell infante. Pero dize aquí el arçobispo don Rodrigo, et don Lucas de Tuy, que acuerda con él, que antes mataron al infante que a otro ninguno de los cavalleros, et que l’ mataron ante la puerta de Sant Juhan Bautista non lo sabiendo ninguno de los suyos; et matol’ Roy Vela, que era su padrino de bautismo [...]; et pues [...] fuese pora’l palacio a dezirlo a donna Sancha [...]; et pues que ellos ovieron muerto ell infante, metieron mano por los otros que eran vassallos et amigos del infante, et mataron […]; Donna Sancha su esposa fizo estonces tan grand duelo […]. Mas, pero que fue como el arçobispo et don Lucas de Tuy lo cuentan en su latín, dize aquí en el castellano la estoria del Romanz dell infant García d’otra manera.

La otra manera con que cuenta los hechos el Romanz del infant Garcia revela no solo el patetismo de que siempre hacen gala los relatos épicos que los romances cantan, sino que, en este caso se revela, a través de la sintética relación de su fuente que la crónica nos da, una personalidad literaria de enorme altura que ordena los sucesos, ya conocidos por nosotros, de la forma poéticamente más rentable, es decir, de la manera en que se permita una contemplación más rigurosa y profunda de los mismos.

De forma que este extracto del romanz, que la crónica nos da, nos ofrece una visión de los hechos que hace que, aunque el fondo de la cuestión sea igual, los hechos ya no sean los mismos que los que nos aportan, con su prurito científico de precisión histórica los relatos contradictorios de los cronistas latinos.

Dos rasgos de gran calidad poética aporta la contemplación popular del lance sobre la visión erudita de los cronistas: la causalidad emotiva y la dramatización. Así, si hacemos caso omiso de la información del Toledano y del Tudense sobre la muerte del infante, y pasamos directamente de los salones en que los dos enamorados presienten su desgracia a la narración de los hechos de que da cuenta el romanz, nos encontramos con una relación consecutiva de las emociones, que pasan de la mera sospecha de acoso que los muchachos intuyen desde su íntimo coloquio, a su progresiva confirmación mediante las situaciones cada vez más dramáticas que ambos viven. Esta progresiva concreción que comienza con la funesta y clarividente intuición de la novia, y que se hace sospecha compartida mediante las palabras de temor que le dirige al infante, prosigue con los ruidos en la calle, con el infante que sale a la puerta de palacio internándose en el conflicto, con la certidumbre de ver a sus vasallos muertos, con la seguridad de ver como se le aproximan los enemigos que lo apresan y lo conducen hasta el instigador de los trágicos hechos, para serle revelada, finalmente la personalidad del vasallo traidor, que no es otra que la de Íñigo Vela, su padrino de bautismo.

Ahora bien, la interrelación de esos dos mundos irreconciliables, de cuya imposible fusión surge el desastre, se articula, en el resumen que del romanz nos ofrece la crónica, por medio de un extraordinario juego, de sencillísimo diseño: la paz de los salones es perturbada por la irrupción en ellos de las ruidosas voces del exterior, de la calle, del tumulto; y estas voces obligan al infante a invadir un espacio, el de la guerra, para el que en ese momento no está apercibido ni preparado.

A partir de esta salida del dulce enamorado de su ámbito pacífico y de su intromisión en el universo violento que lo cerca, se va a producir en él un proceso de maduración brutal que viene definido por el camino de dolor que recorre, donde se le revelan todos vericuetos por donde discurre la traición. Los pronósticos nefastos que doña Sancha le aventurara, y que el ingenuo, confiado e incauto infante se negaba a admitir, se van a ir haciendo buenos a través de ese calvario que recorre por una ciudad tomada por la violencia y el desconcierto. La verdad de la maldad profunda que puede yacer en el corazón humano, que doña Sancha intuyera en su angustiada admonición al infante en los salones del palacio, se despliega ante sus ojos en este viaje por los taimados recovecos de la traición. Todas y cada una de las formulaciones de la misma se le harán evidencia pura, antes de caer al suelo atravesado por las lanzas enemigas. Ninguna vejación le será hurtada por sus enemigos en sus últimos momentos, pues, ante su desesperada petición de clemencia a Roy Vela, podrá comprobar como la propia forma de estar tejida la traición contra él, impide al compadecido padrino, usar de la conmiseración; pero en este apurar el cáliz de martirio, aún le quedará al infante un último e intolerable suplicio para su corazón loco de amor, pues habrá de asistir, maniatado, a la violencia que usa contra su novia la infanta el conde Fernán Laínez, quien golpea con furia el rostro de una doña Sancha que ha salido de su lugar de recogidos ensueños persiguiendo por la ciudad de León tomada por la sangre los rastros de su amado hasta llegar al palacio de Rodrigo Vela, donde asustada e indignada, prohibe, en primer lugar, la muerte del infante, pero se ofrece, después, para ocupar como víctima su lugar. Ante tamaña insolencia, el infante que está atado y no puede defenderse, insulta con tal violencia a los traidores que estos, no pudiendo soportar tanta altivez, lo acribillan con sus venablos:

el infant, seyendo en el palacio fablando con su esposa, non sabiendo nada de su muerte, quando oyó demandar armas a grand priessa, diz que salió fuera a la rúa por ver qué era; et quando vio todos sus cavalleros muertos, pesól’ muy de coraçón et llorava fieramentre rompiéndose todo por ellos. Los condes, cuando vieron all infant estar en la rúa, fueron pora éll, los venablos en las manos, pora matarle; mas echaron las manos en el et leváronle mal et desondradamientre fasta el traidor del conde Roy Vela, que era su padrino, como dixiemos. Ell infante quando se vio ant él, començól’ de rogar que l’non matasse, et prometerle que les darie grandes tierras et grandes algos en su condado. El conde estonces ovo duelo d’él [...]. La infante donna Sancha quando sopo que el infant García estava preso, fue pora allá quanto más pudo; et quando l’ vio, començó a dar grandes vozes et dixo: "Condes, non matedes al infante, ca vuestro señor es; et ruégovos que antes matedes a mí que a él". El conde Fernand Laínez [...] diole una palmada en la cara. El infant García [...] començó de maltraerlos mal, et dezirles "canes" et "traidores". Ellos [...] dieron en él grandes feridas con los venablos [...]; donna Sancha [...] echóse sobr’el; et el traidor de Fernand Llaínez tomola essa ora por los cabellos et derribóla por unas escaleras ayuso.

La infanta de León ha consumado el primer papel con que en su endecasílabo consagra Quevedo a la mujer heroica de Castilla como compañera: "Sano le aventuró". A través de doña Sancha hemos podido comprobar en qué consiste la dura tarea de aventurar al esposo. Consiste en vivir una doble pena y un doble suplicio: el que se desprende de intuir con clara y nítida certeza el ineluctable peligro que acecha a su marido, y el de verlo realizarse en sus más mínimos detalles. Doña Sancha sabe, cuando aventura a su esposo, con la misma claridad que Muño Salido sabía cuando aventuraba a los infantes, lo seguro de sus nefastos pronósticos. Una y otro, no obstante, permanecen firmes en sus papeles de compañera y ayo, conociendo, de antemano, con ese conocimiento intuitivo y claro de las cosas que los sentimientos proporcionan, que han de recorrer junto a ellos todo el río de dolor que les espera.

Muere el infante atravesado por los venablos traidores, inmolado, como el unicornio, a los pies de la doncella por la que ha dejado a un lado todas sus defensas. Ahora bien, esa muerte no hace otra cosa que recoger en su plástica consumación, el peligro constante que la Castilla épica de los condes presiente de las bodas de sus héroes con damas cortesanas. También atravesado por los venablos castellanos muere el Roy Blásquez que se entregara en cuerpo y alma a la cortesana doña Lambra. Fernán González no muere, pero cae en la prisión navarra, que es como la misma muerte para quien tanto ama la libertad, como consecuencia de su matrimonio con doña Sancha, dama de la corte navarra. Garci Fernández muere primero socialmente a manos de su primera cortesana y foránea esposa doña Argentina, y después de forma real y verdadera a consecuencia de la muerte que contra él urde la inteligente y cortesanísima doña Sancha.

Esa es la última lección que la Castilla de los cantares aporta para sus hombres, mediante la patética muerte del infante: la del peligro que se deriva para ellos y para su pueblo de abandonar sus armas en aras de la seducción amorosa. El hombre enamorado, se nos viene a decir, está definitivamente perdido porque es un ser inerme y vulnerable.

La infanta de León, no obstante, no olvidará nunca esa entrega total que de su persona le hizo el infante castellano y sabrá asumir en su personalidad cortesana el temple castellano para recuperar el equilibrio perdido por la traición. Si cuando estaba sano aventuró a su esposo, ahora acometerá sin desmayo la definitiva misión que como compañera Castilla atribuye a la mujer: vengarlo.

A partir de la muerte del infante, doña Sancha recogerá en su figura los valores y los proyectos que el infante le dejó como herencia suprema. Ahora bien, para llevar a cabo los segundos, es decir, los de hacer un reino del condado de Castilla, ha de hacerse merecedora de ellos, incorporando a su personalidad de dama cortesana uno de los valores más representativos de la heroicidad castellana: el de juzgar.

Las funciones de juez y de caudillo son las tareas básicas que la Castilla fundacional encomienda a sus héroes, pero, cuando los asuntos que han de juzgarse competen al papel épico del que la mujer es responsable, el linaje, el pueblo entrega a sus heroínas su encomienda para que la lleven a cabo con total y absoluta libertad.

Desde el punto de vista de la mujer, desde el punto de vista del linaje, la traición que los Vela han hecho a señor, el conde, y al pueblo que representa es el mayor pecado que contra la vertiente esencial en que Castilla cifra su destino -crecer en hombres- se puede cometer. Matando al infante antes siquiera de poder engendrar hijos, han arrancado de raíz su esperanza de fruto.

En la muerte del infant García, sin embargo, no sólo se peca contra el linaje, sino que se peca también contra la lealtad. Los dos grandes pecados que, por atañer a lo más íntimo de su ser como pueblo, es decir, a su destino, Castilla no perdona, se concitan en esta muerte del infante. Bien lo sabe el cronista, como la infanta doña Sancha lo sabe y como lo saben los reyes y grandes hombres que acuden a impartir justicia vengando el magnicidio, que doble ha sido el pecado (contra el linaje y contra el señor) y que compete juzgarlo y castigarlo según el ámbito de responsabilidades contra el que se cometió. El crimen contra la lealtad a su señor que llevaron a cabo con su traición los Vela será perseguido condenado y castigado a través de la actuación del hombre. El crimen contra el linaje mediante la actuación de la mujer.

El rey Sancho el Mayor de Navarra, con sus hijos Fernando y García se aprestan a perseguir a los culpables hermanos Vela, que han hecho traición a su pariente, el conde García de Castilla. Una vez cogidos y ejecutados en la hoguera, que es la forma de pena capital más común en el condado, regresan conscientes de haber cumplido con su deber, a pesar de que Fernand Laínez, uno de los que participaron en el magnicidio se haya escapado, pues, según lo que a ellos, como varones les compete castigar en este asunto, es sobre todo la traición a su señor que ha sido llevada a cabo por los Vela.

No opina lo mismo la infanta Sancha que no olvida ni por un solo momento el importantísimo papel que en el desarrollo fatal de los acontecimientos tuvo la nefasta figura del conde Laínez, pues con su brusca intervención golpeando en la cara a la infanta que increpaba con grandes voces a los condes sobre el respeto que debían a su señor, provocó la incontenible ira del apresado muchacho y la brutal respuesta de sus enemigos acribillándolo con sus lanzas y, no conforme con eso, la arrastró, escaleras abajo, por los cabellos, apartándola así del cuerpo querido sobre el que lloraba. En la consumación de su mortal traición, los Vela atacaban a su señor, pero el conde Laínez atacaba, sobre todo, al amor de la pareja, atacaba, por tanto, al futuro fruto que en el vientre de la infanta podría haber engendrado el conde, el conde, atacaba al linaje.

La infanta es consciente de la responsabilidad que como mujer castellana que ha de juzgar los asuntos del linaje le compete en este asunto aún sin resolver. Pero no sólo sabe de tal responsabilidad y de que ha de llevarla a cabo, también sabe el momento oportuno en que ha de pedir que se tengan en cuenta sus competencias de matrona castellana. Así, después de haberse concertado para ella unas nuevas bodas con el infante Fernando de Navarra, y después de haberse celebrado los esponsales, la decidida doña Sancha solicita con contundencia los derechos que como mujer juez le asisten, cerrando su cuerpo a toda convivencia marital mientras no se reconozcan el deber y el derecho que tiene de juzgar, condenar y ejecutar los asuntos de linaje.

Es en el momento crucial de acudir al tálamo nupcial para que en su vientre se siembren la semillas del linaje navarro, cuando la infanta hace valer los derechos de que como mujer castellana, responsable del linaje, se siente acreedora. Ella es la única puerta por la que este preciado fruto del vientre puede engrandecer con hombres al linaje con el que se ha esposado. Y es ahora cuando sale a relucir la herencia castellana que el amor del infante García ha dejado en su alma y que ella defiende con valentía y determinación: la del sentimiento de que en su papel de mujer y en su capacidad para ser madre ha depositado Castilla la parte fundamental de su destino heroico.

El rey de Navarra y sus hijos han vengado una parte del crimen que contra el infante de Castilla tramaron sus enemigos. Pero aún el equilibrio no ha sido restablecido, pues falta por castigar al responsable del más odioso pecado, aquel que con su entrometida actuación, rompió, de forma violenta, toda esperanza de fruto para el linaje de Castilla, el conde Laínez. Eso es lo que, antes de consumar el matrimonio con su esposo don Fernando, requiere y exige la infanta Sancha de su suegro el rey de Navarra, en una escena donde con gran sencillez la figura de la joven muchacha se reviste de una majestad y un empaque, que nos hacen rememorar la de la doña Sancha, madre de los infantes cuando prohijara a Mudarra. Y es que, en efecto, hay en estas mujeres que son conscientes de la gravedad del instante que viven y de la solemnidad del acto que presiden, una dignidad de sacerdotisas. Como oficiantes del ritual en honor del linaje, sus figuras altivas clausuran y abren, en un mismo ceremonial, la extinción y la esperanza del fruto del vientre.

Et pues ovieron fecho este desposamiento, dixo la infant donna Sancha contr’al rey don Sancho que si la non vengasse del traidor Fernand Llaínez que fuera en la muerte dell infant García et diera a ella una palmada en la cara et la messara de los cabellos, que nunqua su cuerpo antes llegara al de don Fernando, su hijo.

Tal es la fuerza impositiva que de ellas emana, que, ante sus palabras, los hombres se vuelven dóciles servidores que, acaudillados por ellas, es decir. dirigidos por sus órdenes, acuden con puntualidad a sus demandas, haciendo aparecer, de inmediato, al traidor exigido, poniéndolo a sus pies o en sus manos para que lo juzgue su severa justicia:

Mandó estonces el rey don Sancho cercar toda la montanna, et escodrinnáronla, et prisiéronla por Frenand Llaínez et falláronle, et aduxiéronle a la infanta donna Sancha, et metiérongele en las manos diziendo que ella hiziesse d’él lo que quisiesse et la justicia que toviesse por bien.

Como caudillo ha actuado la abortada condesa de Castilla en el primer movimiento que en la tarea de vengar al esposo muerto le compete, obligando a reyes y a infantes a rastrear la zona para poner en sus manos al traidor. También en ella se delegará la función mítica que los castellanos depositaron en sus héroes desde la elección de los legendarios jueces, Nuño Rasura y Laín Calvo, la de juzgar.

Pero esta infanta de León, a la que el intenso amor por el infant García ha castellanizado hasta las entrañas, no se conforma con dictaminar el castigo, sino que, en una reacción similar a la de la madre de los infantes a la que pusieran al exterminador de su linaje a los pies, también quiere ser ella misma el verdugo que ejecute la sentencia sobre el reo que tiene ante sí y al que reconoce como extinguidor del linaje que como condesa de Castilla le correspondería haber tenido. No hay ahora, sin embargo, un Mudarra que espantado por la determinación cruel de la mujer castellana herida en su linaje, aparte, como entonces, la mano ejecutora de la infanta del cuerpo de la víctima, así que esta heroína definitiva del ciclo de los condes agarra con mano firme el cuchillo vengador y va arrancando al traidor, una por una, como una por una fueron las vejaciones que el infante sufrió, las partes del cuerpo de Fernad Llaínez que contribuyeron de forma activa a la tortura que el último conde de Castilla sufriera a manos de sus enemigos:

Estonces donna Sancha tomol’ et fizo justicia en él qual ella quiso, et fízola en esta guisa: tomó un cuchiello en su mano ella misma, et tajóle luego las manos con que él firiera all infant et a ella misma, desí tajól’ los pies con que andidiera en aquel fecho, después sacóle la lengua con que fablara la traición; et desque esto ovo fecho, sacóle los ojos con que lo viera todo.

Hay en este castigo cruel con que la infanta realiza su ejemplar justicia en Fernand Llaínez ese artístico equilibrio con que las heroínas vengadoras de las gestas castellanas acuden a reparar puntualmente todos y cada uno de los extremos en que su ser considera que ha sido vejado. El ejercicio de la justicia se nos aparece entonces, en ellas, como el libro en que podemos leer, finalmente, todas las tribulaciones por las que su alma atormentada hubo de pasar mientras su estoicismo mesurado no se descomponía. Los sufrimientos acumulados y escasamente expresos, salen a relucir en estas escenas finales de su apocalipsis personal, donde el tormento que infligen al traidor, sin que haya lugar en ellas para la conmiseración o el desaliento, revela la magnitud del dolor que su pecado les ha producido.

Al margen de la funcionalidad epifonémica que estas ejemplares ejecuciones cumplen en la estructura del relato, haciendo rememorar al receptor todos los episodios de la historia a que remiten y que revierten en ellas en sonora apoteosis, tienen estos castigos finales un designio más humilde pero de igual intensidad poética: la de revelar los impactos dolorosos que se clavaron en sus almas como obsesiones fijas durante el calvario que al lado de los suyos o por los suyos hubieron de sufrir. El alanceo en los tablados es la obsesión que persigue en su cotidiano atormentarse a la madre de los infantes, que siente que, sin aquellos juegos en la boda de su hermano, la muerte de sus hijos se podría haber evitado, y al castigar a éste con tal ejecución, a la vez que castiga su traición, castiga al destino que la tramó. De igual manera, la infanta Sancha tiene como obsesión rencorosa contra Fernand Laínez y contra el destino, la bofetada que le dio y que desencadenó los acontecimientos trágicos. Sin esa bofetada, como sin aquellos juegos de tablas, tal vez nunca se hubiera llegado al funesto desenlace. Pero, de igual manera que la bofetada nos remite a esa causa motriz que perturba y atormenta el alma de la infanta, el resto de las partes del cuerpo del reo contra las que su cuchillo se ceba, nos hacen percibir los impactos que estas iban produciendo, a modo de trágicos flashes, en su ánimo, durante el torbellino de acontecimientos que doña Sancha vivió con el infante de Castilla en sus últimos momentos. Las manos que le golpeaban la cara; la boca y la lengua que profería insultos y asentía a la ejecución; los pies que veía caminar mientras era arrastrada por el cabello; los ojos inmisericordes que acudían al espanto sin conmoverse. Son estas las imágenes que persiguen el interior de la infanta, son estas imágenes que quiere exorcizar de su alma con su castigo. Doña Sancha no quiere matar al conde Laínez, quiere hacer justicia liberándose de lo que del cuerpo del traidor le atormenta.

Expurgada su alma atribulada del rencor que la reconcomía, desempeñado con talante castellano el papel de juez que a su figura heroica de mujer castellana le competía realizar, ya puede la infanta de León, con ánimo sereno, iniciar su andadura de esposa del infante don Fernando de Navarra, hijo del rey don Sancho el Mayor.

Sin embargo, algo muy hondo de estos hechos de la juventud de doña Sancha, que recogió el Romanz del infant García, con una poesía tan intensa que hasta los extractos cronísticos quedaron empapados de su temblor, pasaron a la figura histórica de doña Sancha, quien, asumiendo la tarea de su asesinado novio, condujo a la Castilla condal a su destino como reino.

  


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