El conde Lucanor (parte I) es una combinación de distintas formas breves, desde cuentos hasta proverbios y versos, estructurada por medio de un marco dialogado en el que un consejero, Patronio, adoctrina a un noble, el conde Lucanor, de nivel social superior, pero con menor experiencia vital. El conjunto se distribuye en cinco partes, precedidas por dos prólogos, pero una gran mayoría de los editores modernos, ante la diversidad de sus contenidos, ha optado por una división de la obra en tres libros, con una denominación distinta para cada uno:
—«Libro de los ejemplos» (parte I): 50 capítulos, en los que el consejero Patronio resuelve las dudas del conde por medio de cuentos.
—«Libro de los proverbios» (partes II-III-IV): Patronio condensa sus enseñanzas en proverbios de creciente dificultad.
—«Libro de la doctrina» (parte V): breve discurso de temática espiritual, que sirve de cierre.
El título habitual, Libro del conde Lucanor et de Patronio, se reserva para el conjunto, aunque dentro de la obra el autor se refiere con él solo a la parte primera. Esta práctica editorial puede facilitar su estudio, pero no debe hacernos perder de vista el carácter unitario del texto, ya que esto supone desvirtuar la intención final de su autor.
1. Génesis y datación de la obra.
Según nos cuenta don Juan Manuel en el Prólogo general su preocupación por la transmisión de sus textos le llevó a encargar una copia de todo lo escrito hasta ese momento, que él mismo revisó y corrigió. Este códice autentificado, depositado en el convento de los monjes dominicos de Peñafiel, ha desaparecido, lo que nos impide conocer cuál habría sido la voluntad de su autor. El conde Lucanor se conserva en cinco manuscritos, de los cuales solo dos, denominados por la crítica S (Biblioteca Nacional de España, ms. 6376) y G (Biblioteca Nacional de España, ms. 18415), transmiten la obra completa, mientras que los otros tres: P (Biblioteca de la Real Academia Española, ms. 15), H (Biblioteca de la Real Academia de la Historia, ms. 9-24-9/5893) y M (Biblioteca Nacional de España, ms. 4236), solo recogen la primera parte, esto es, los cuentos.
El manuscrito S, de finales del siglo XIV, considerado por la crítica el más valioso, concluye con un explicit o colofón, en el que, tras efectuar la resta de 38 años, resulta el año 1335 de la era cristiana:
[…] acabolo don Johán en Salmerón, lunes, XII días de junio, era de mil y CCC y LXX y tres años (Colofón, El conde Lucanor).
En esa fecha don Juan Manuel finalizaba un texto dividido en cinco partes, como actualmente se edita, aunque cabe pensar que fuera escrito en distintos momentos. Es posible que, una vez terminada la primera parte, se efectuaran algunas copias, y en 1335 el autor diera por cerrada la obra con la adición de las cuatro partes restantes. De aceptarse esta hipótesis, las copias que solo transmiten los cuentos serían testimonio de una primera etapa de redacción incompleta. Tampoco se extendería mucho en el tiempo, si pensamos que, unas palabras de Patronio en el ejemplo 45, aluden a un suceso ocurrido en 1328:
Y si non me credes, acordatvos de Alvar Núñez y de Garcilasso, que fueron los omnes del mundo que más fiaron en agüeros y en estas tales [cosas y] veredes cuál acabamiento ovieron.
Esto lleva a situar la escritura de El conde Lucanor de modo aproximado entre 1328 y 1335, en la década de mayor enfrentamiento entre don Juan Manuel y el rey Alfonso XI, tras rechazar el monarca en 1327 el matrimonio con Constanza, la hija del noble. Dadas las característica de la obra, cabe también suponer que algunos apartados pudieran haber surgido con anterioridad, como resultado quizá de las lecturas en el escritorio de su tío Alfonso X o de su primo Sancho IV.
2. Don Juan Manuel, creador de su propio modelo.
Don Juan Manuel rechazó en parte las complejas estructuras de la cuentística oriental y optó por una organización más sencilla, al menos en apariencia, y por una forma de contar mucho más cuidada que la reflejada en la literatura ejemplar.
La composición se guía básicamente por estos principios:
2.1. Lucanor y Patronio, como hilos conductores.
La unidad del conjunto viene reforzada por la presencia continuada de dos personajes, un gran señor, llamado conde Lucanor, y su consejero Patronio. Desde un punto de vista formal, las conversaciones entre ambos sirven para estructurar el contenido, de un modo análogo a como lo hacían los diálogos del caballero y el escudero o de Julio y el infante en sus obras anteriores, y como funciona el marco dialogado en la tradición oriental, desde la Disciplina clericalis al Calila e Dimna . A lo largo de la obra muy pocos son los datos que permiten proyectar estas figuras sobre sus circunstancias. En la parte primera reaparecen constantemente, hablando en tiempo y lugar indeterminados, en su «poridat» (‘secreto’), es decir sin testigos. Al finalizar el ejemplo 50, las palabras de Patronio parecen querer dar a entender que la reiteración de estos encuentros privados ha molestado a otros servidores del conde:
Y avedes estado en ello tanto tiempo, que só cierto que son ende enojados muchos de vuestras compañas, […].
Los pequeños detalles que el conde va mencionando de su biografía pueden considerarse meros recursos para solicitar consejos variados. Así, en unas ocasiones se presenta como mancebo (ejemplo 28) y en otras todo lo contrario (ejemplo 16), en unas como rico (ejemplo 23) y en otras, escaso de dinero (ejemplos 12, 35, 45 y 50); alude a sus dos hermanos (ejemplo 27), a la rivalidad con el mayor (ejemplo 47) o a los mozos que se crían en su casa. Algunas precisiones del conde parecen traslucir preocupaciones del propio don Juan Manuel (ejemplo 3) o sus aficiones, como la caza (ejemplos 16 y 41).
Patronio, en la parte primera, adopta fórmulas de modestia al iniciar sus palabras (ejemplo 1), e insiste en que solo habla porque su amo se lo pide, del mismo modo que Julio en el Libro de los estados solo interviene por petición del rey Morabán y el caballero anciano, en el Libro del caballero y del escudero, siempre expone sus conocimientos porque el joven así lo requiere. Sin embargo, conforme se adentra en el «Libro de los proverbios», el personaje cobra mayor autonomía. La tensión entre ambos aumenta al iniciarse la cuarta parte, cuando Lucanor insiste en su deseo de continuar las sesiones para acrecentar su saber. La situación recuerda a la planteada en la Disciplina clericalis, en la que el discípulo desea seguir escuchando más cuentos con ejemplos de mujeres maliciosas, mientras que el maestro, aparentemente temeroso de ser mal interpretado, quiere cambiar de tema. En la rebelión del consejero, que amenaza con «fablar en tal manera que vos converná de aguzar el entendimiento para las entender», hay que ver más un recurso retórico, que cuenta con precedentes, que un rasgo sorprendente por su modernidad.
Sin embargo, la personalidad de esta pareja resulta más enigmática que sus modelos, empezando por sus nombres, de discutible etimología. Los dos personajes son un desdoblamiento del propio autor, al igual que ocurría con Julio y el infante Joás. Pese a que don Juan Manuel se identifique con el conde por su condición estamental e incluso por sus aficiones y problemas planteados, no va a renunciar a asumir la voz de la sabiduría que corresponde a su consejero. Por su parte, Patronio, sin llegar a la complejidad de Julio, rompe también con el molde de la ficción y se presenta en ocasiones como lector de su propia obra o de otros textos juanmanuelinos; así, por ejemplo, se permite recomendarle al conde Lucanor la lectura de unos libros de don Juan Manuel, en tono claramente elogioso y propagandístico, lejos de la falsa modestia con la que habitualmente se presenta el autor:
mas, si lo quisierdes [saber] cómo es y cómo puede seer y cómo devía seer, fallarlo hedes más declarado que por dicho y por seso de omne se puede dezir y entender en [e]l libro que don Joán fizo a que llaman De los Estados […] (El conde Lucanor, V Parte, «Libro de la doctrina»).
En resumen, con la pareja don Juan Manuel ha desdoblado en dos el ideal de hombre perfecto, suma de fortitudo (Lucanor) y sapientia (Patronio). El primero es el hombre de acción que duda ante las distintas opciones que le ofrece la vida y ante los rumores de sus diversos consejeros. El segundo es la reflexión que le aconseja escuchar su propia voz y desatender otras propuestas.
2.2. Oscurecimiento progresivo, como guía de aprendizaje.
Siguiendo viejos tópicos retóricos, don Juan Manuel nos recuerda en el Prólogo la necesidad de mezclar lo dulce con lo útil y recurre a una imagen convencional: la del médico que mezcla con azúcar la medicina. La similitud es clara: así como el médico edulcora las cosas amargas para que las acepte el órgano enfermo y pueda curarse, del mismo modo «el que alguna cosa quiere mostrar a otro» debe hacerlo también endulzando, retóricamente hablando, lo que desea transmitir. Sin embargo, esta propuesta solo se aplica en la parte primera, donde los ejemplos hacían más grata la enseñanza al envolverla en la ficción, mientras que los proverbios, empleados ahora en las partes segunda, tercera y cuarta, exigen de Lucanor, y por ende del lector, una mayor capacidad de comprensión.
El cambio estilístico lo justificará por deseos de un amigo suyo, don Jaime de Jérica, aunque el recurso suena a excusa para justificar un giro en la redacción de la obra:
[…] me dixo que querría que los mis libros fablassen más oscuro, y me rogó que si algund libro feziesse, que non fuesse tan declarado. Y so cierto que esto me dixo porque él es tan sotil y tan de buen entendimiento, y tiene por mengua de sabiduría fablar en las cosas muy llana y declaradamente (El conde Lucanor, II Parte, «Libro de los proverbios»).
Don Juan Manuel va a prescindir de la dulzura del azúcar con lo que la eficacia curativa aumenta («el aprovechamiento es mayor»), aunque resulte menos agradable. La nueva forma elegida –el proverbio– no es tan distinta de la usada anteriormente –el ejemplo–, pero supone una condensación del contenido didáctico, ya que comparte con apotegmas, aforismos o epigramas la brevedad y el lenguaje figurativo, de lo que se deriva la oscuridad. Esta progresiva dificultad implica un aprendizaje gradual del lector, que va de ese modo ascendiendo en su camino hacia el saber como si fuera escalando unos peldaños hasta llegar a la cuarta parte, en la que la supresión de nexos y el desorden de los elementos es tal, que alcanza el nivel de los enigmas.
2.3. Simbolismo numérico.
Esta ordenada distribución va acompañada de un sistema numérico casi perfecto al que Patronio alude reiteradas veces:
Señor conde Lucanor –dixo Patronio–, porque entendí que era vuestra voluntat, y por el afincamiento (‘insistencia’) que me fiziestes, porque entendí que vos movíades por buena entención, trabajé de vos dezir algunas cosas más de las que vos avía dicho en los enxiemplos que vos dixe en la primera parte d’este libro en que ha cincuenta enxiemplos que son muy llanos y muy declarados; y pues en la segunda parte ha cient proverbios y algunos fueron yacuanto oscuros y los más, assaz declarados; y en esta tercera parte puse cincuenta proverbios, y son más oscuros que los primeros cincuenta enxiemplos, nin los cient proverbios. […](El conde Lucanor, IV Parte, «Libro de los proverbios»).
[…] y por afincamiento que me feziestes ove de poner en estos postremeros treínta proverbios algunos tan oscuramente que será marabilla si bien lo[s] pudierdes entender […] (El conde Lucanor, V Parte, «Libro de la doctrina»).
Según sus palabras, a los 50 ejemplos de la primera parte, ha añadido 100 proverbios en la segunda, 50 en la tercera y 30 en la cuarta. Previamente reconocíamos en la obra unitaria 5 partes, subdivisibles en 3 libros, de los cuales el tercero y central, abarcaba otras 3. El tres es un número fundamental en todas las culturas, ya que se trata del primer impar. El cinco se asocia al centro, la armonía y el equilibrio; según diversos autores medievales, simboliza al hombre, ya que se divide en cinco partes iguales: brazos, busto, centro, con el corazón, cabeza y piernas. Sin embargo, resulta innecesario acudir a alguna interpretación concreta. Estos números nos remiten, como sus correspondientes simples (1, 3 y 5), a la unidad y a la perfección y coinciden con una larga tradición simbólica, en la que los impares siempre han desempeñado un papel destacado. De acuerdo con lo ya señalado, el creador medieval tenían un gran afán por los cómputos exactos para asimilar su labor a la perfección divina.
Este riguroso planteamiento no se refleja con fidelidad en los manuscritos conservados, ya que en uno encontramos 51 ejemplos, al igual que es difícil descubrir la concordancia con las cifras indicadas para el «Libro de los proverbios» (partes II-III-IV). Es posible que don Juan Manuel hubiera respetado los números señalados y que haya que atribuir los fallos a la deficiente transmisión, pero también cabe pensar que las palabras de Patronio solo traten de dotar al conjunto de una dimensión simbólica, cuya exactitud no se correspondiera nunca del todo con el texto.
2.4. Amplitud del didactismo: Dios y el mundo.
En numerosas ocasiones recuerda don Juan Manuel su deseo de mantener un equilibrio entre Dios y el mundo, como proclama en el prólogo:
Que los que este libro leyeren que se aprovechen d’él a servicio de Dios y para salvamiento de sus almas y aprovechamiento de sus cuerpos (El conde Lucanor, Prólogo).
A diferencia de los clérigos del siglo XIII, su intención no es contribuir exclusivamente a la salvación de sus lectores o fomentar su devoción a tal o cual santo, pero tampoco se alinea con Juan Ruiz, quien jocosamente asegura la doble utilidad de su Libro de buen amor para el más allá («presta a las almas») y para este mundo («alegra los cuerpos»). La amplia propuesta de don Juan Manuel tendrá su clara correspondencia en una obra, cuya última parte contiene consejos para alcanzar la salvación, pero hasta llegar a ella el lector ha topado con enseñanzas mucho más prácticas para sortear los peligros de la vida cotidiana. Estamos ante un laico que escribe para laicos, lo que supone atender también a las «onras», «faziendas» y «estados», sin descuidar por ello la salvación de las almas.
En síntesis, pese a que la obra pueda haber sido redactada en diversos momentos, el resultado es un conjunto coherente, en el que don Juan Manuel ha sabido conjugar una rica variedad de temas, formas didácticas y estilos retóricos. La unidad viene proporcionada por la presencia constante de Lucanor y su consejero, pero también por las relaciones numéricas entre las partes y por el juego de claridad y oscuridad, mundo material y espiritual por el que Patronio va conduciendo a su discípulo. A lo largo de las cinco partes, el lector asciende por una escala, o estructura piramidal, que le conduce hacia Dios y al saber, superando peldaños de progresiva dificultad y oscuridad expresiva.
3. El «Libro de los ejemplos».
Contar para Patronio no es salvar su vida (como en el Sendebar o en Las Mil y una noches), ni amenizar un viaje (como en los Cuentos de Canterbury) o una espera (como en el Decamerón). Contar es adoctrinar a un noble, por lo que todas las estrategias del marco irán encaminadas al mejor aprendizaje de Lucanor, y, por ende, del receptor del libro. La limitación de estos encuentros a un número perfecto, cincuenta, aunque la diversidad de los casos planteados exija del personaje narrador un mayor número de anécdotas, le confiere una dimensión simbólica que supone una enseñanza global para la vida. Los relatos de Patronio proceden del amplio caudal narrativo de la tradición escrita y oral de la Edad Media. No cabe, por tanto, hablar de originalidad en sus argumentos, pero sí analizar el proceso de selección de los mismos, en busca de los criterios que guían ciertas preferencias temáticas. Su adaptación, y en algunos casos su ordenación, dentro del marco dialogado no es casual, ya que todo parece dispuesto de un modo tal que se facilite el aprendizaje.
3.1. Contar para enseñar: la variedad del marco dialogado.
Las conversaciones entre el conde Lucanor y su ayo Patronio enmarcan cada uno de los relatos ejemplares, de un modo aparentemente reiterativo, que responde, sin embargo, a una sutil estrategia narrativa. En cada capítulo, utilizando el término del propio autor, se pueden distinguir tres fases: introducción, núcleo y aplicación.
a) Introducción. La conversación entre ambos, en estilo directo, va habitualmente enmarcada en una vaga localización y se cierra por una petición del conde en estilo indirecto para que el consejero dé paso al anunciado relato. Lucanor le plantea distintos conflictos que afectan en gran medida a su dignidad estamental, pero también en ocasiones corresponden a problemas de su familia o sus sirvientes. La respuesta de Patronio supone un primer momento de moralización, al que sigue el anuncio del ejemplo.
b) Núcleo. El «ejemplo» o cuento siempre está narrado por Patronio en un discurso directo dirigido exclusivamente al conde. Este nunca interrumpe y el narrador solo en raras ocasiones interpela al receptor, regresando así momentáneamente al primer nivel. Sus palabras implican sumergirse en un mundo de ficción con otras coordenadas espacio–temporales y distintos personajes.
c) Aplicación. El vocativo («Y vos, señor conde Lucanor […]») establece una frontera entre la ficción ya concluida y la lección en la que Patronio aplica la lección al problema del conde.
Al terminar cada capítulo aparece «don Johán» con una doble función: mandar escribir el ejemplo y componer unos versos que encierren abreviadamente la lección. De este modo, el autor se reserva el papel con mayor dignidad literaria, ya que, por un lado, sanciona con la escritura la viabilidad del discurso oral y por el otro se presenta como poeta. Estos distintos recursos didácticos se complementarían posiblemente en el famoso códice perdido de Peñafiel con unos dibujos que reflejarían las principales escenas del ejemplo, quizá no muy diferentes a las iluminaciones de las Cantigas de Alfonso X. Ninguno de los manuscritos conservados, copias tardías, las reproducen, ya que las ilustraciones, que implicaban un gasto suplementario, solo se realizaban por encargo para los códices lujosos. Sin embargo, podemos deducir su existencia gracias al testigo que queda en el manuscrito S, donde la mayoría de los capítulos se cierran enigmáticamente con su anuncio («Y la estoria d’este exiemplo es esta que se sigue»), seguido de un espacio en blanco.
Cada uno de estos niveles supone una amplificación de la enseñanza en círculos concéntricos, desde la particularidad del relato ejemplar, pasando por la aplicación al caso de Lucanor, útil para el conde pero también para otros lectores en parecidas circunstancias, hasta llegar finalmente a la generalización que suponen los versos. Implican también un triple circuito comunicativo:
Patronio alecciona a Lucanor
Don Johán lo aprueba y sintetiza
Don Juan Manuel lo escribe para sus lectores
La figura de «don Johán», autor del libro y personaje de su
propia ficción, actúa como bisagra entre el mundo en el que
conversan el conde y su consejero, al que pertenece como testigo
mudo y notario fiel, y el mundo de sus lectores.
3.2. La selección y adaptación de las anécdotas.
Ante el amplio caudal de narraciones que circulaban oralmente y por escrito en la Edad Media, don Juan Manuel escoge cincuenta, o cincuenta y cuatro si atendemos a algunos ejemplos dobles, como el 27 y el 43, y al contado en la quinta parte, para incluirlas en su obra.Toda selección implica siempre una orientación determinada, refleja los intereses de su autor y apunta hacia un público más o menos concreto. Si confrontamos El conde Lucanor con sus modelos orientales u occidentales, así como con otros textos castellanos coetáneos en los que se inserta material narrativo, se perciben algunos paralelismos y bastantes divergencias, que indican los criterios selectivos de su autor. Coincide con el Libro de buen amor en aprovecharse de fábulas, muy populares en la Edad Media gracias a la tradición escolar y ejemplar, como ocurre con los ejemplos 5, 6 y 29. Las diferencias entre don Juan Manuel y Juan Ruiz, pese a que escriban en la misma época y traten similares asuntos, son abismales. Ninguno de ellos parece haber conocido la versión del otro y, aunque se sirvan de los mismos argumentos, los utilizan y recrean con fines y modos bien diversos. Por caminos también independientes llegarían dos cuentos de origen oriental a don Juan Manuel y al autor del Libro del cavallero Zifar: la anécdota del rey engañado por un alquimista (ejemplo 20) y la prueba de los amigos (ejemplo 48), este último retomado también en los Castigos del rey don Sancho IV. Son, por otro lado, muy significativas las ausencias entre los relatos de Patronio de ejemplos bíblicos, aunque en el ejemplo 34 reelabora una parábola evangélica, o de milagros de santos, con la excepción del ejemplo 14, en el que la intervención de santo Domingo no es imprescindible, o del suceso narrado en el ejemplo 28, envuelto en una atmósfera claramente profana. Estos materiales religiosos son los habituales en los ejemplarios, pero don Juan Manuel escribe para un público laico, constituido probablemente por caballeros, de ahí el predominio de ejemplos históricos o seudo-históricos.
Casi un tercio de los relatos de Patronio tienen una ambientación más o menos precisa que acerca el mundo representado al horizonte de sus lectores. Entre sus protagonistas hay tres que pertenecen al mundo legendario europeo, habituales a su vez en otros relatos de la literatura francesa, inglesa o italiana de la Edad Media. Se trata de Ricardo Corazón de León, rey inglés que participó en la tercera cruzada (1190), protagonista del ejemplo 3, Saladino (1137-1193), sultán de Egipto y Persia, quien reconquistó Jerusalén a los cruzados, que aparece en los ejemplos 25 y 50, y el emperador Fadrique, identificado por la crítica con Federico II (1197-1250), emperador de Alemania y rey de Sicilia, que figura en la primera anécdota del ejemplo 27. Los demás pertenecen a la historia de la España cristiana y musulmana en un abanico cronológico que abarca desde el siglo X (ejemplos 16, 37 y 41), los más lejanos en el tiempo, hasta la segunda mitad del siglo XIII (ejemplo 33), el más próximo cronológica y vitalmente a su autor. Sus protagonistas son mayoritariamente caballeros, algunos como el conde Fernán González, que participa en los ejemplos 16 y 37, formaban parte ya de la galería de mitos castellanos. Sorprende, sin embargo, que no se sirva de la figura del Cid, cuyas tomentosas relaciones con el rey Alfonso VI se hubieran ajustado perfectamente a sus propósitos.
La singularidad de estos ejemplos históricos reside en diversos aspectos:
a)destaca la ausencia de la materia clásica, tan frecuente en la literatura didáctica de la época, en la que figuras como Alejandro, Tito o Lucrecia se proponían como modelos;
b) se percibe una clara preferencia por las historias protagonizadas por nobles, en las que pudiera verse reflejado el público. Don Juan Manuel selecciona para su audiencia unos ejemplos en los que unos personajes, próximos en el espacio y en el tiempo, surgen como héroes de la reconquista (ejemplos 15, 16 o 37) o como encarnación de los valores de lealtad y fidelidad propios de su estamento (ejemplo 44);
c) se tratan con gran libertad los hechos del pasado, hispanizando y ambientando en un marco concreto unas peripecias tradicionales, cambiando sus protagonistas o manipulando la historia con finalidad irónica.
3.3. Los otros consejeros y los espacios privilegiados.
En una primera lectura el orden de las historias parece no responder a ningún principio y ni siquiera todos los manuscritos siguen el mismo, lo que puede obedecer a fallos en la transmisión. La retórica medieval concedía especial importancia a la disposición (dispositio) de la materia, aunque no siempre la organización seguida por los autores sea percibida como tal por los lectores actuales, acostumbrados a unas obras literarias muy diferentes. Una elemental distribución del discurso de acuerdo con unos principios retóricos implica disponer en los puestos de privilegio aquellas unidades hacia las que el autor quiere dirigir la atención del lector. No es casualidad, por ejemplo, que los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo se abran con un importante milagro acaecido en Toledo a un santo hispano como san Ildefonso, o que el Sendebar se inicie con un cuento en el que un rey aprende a rectificar, gracias a la lectura de un libro. Trasladados estos criterios a la colección de Patronio, esto supone prestar una especial atención a los ejemplos 1, 25 y 50.
Tampoco es puro azar, que el libro comience (ejemplo 1) con un cuento referido a los consejeros de los grandes, donde el relato enmarcado aparece, en relación con el diálogo que lo precede, como un juego de espejos enfrentados. Al igual que en otras colecciones de cuentos, el primero funciona a modo de prólogo y establece las líneas principales que se irán desarrollando en el resto. La narración de Patronio, que responde a las dudas de Lucanor sobre las verdaderas intenciones de un amigo del conde, encadena pruebas y engaños dentro de un ambiente regio. Unos cortesanos, envidiosos de la buena relación que mantiene el rey con uno de sus privados, tratan de deshacer esa unión mediante falsas acusaciones. Siguiendo su consejo, el monarca somete a una prueba a su servidor, indicándole su intención de renunciar al poder y marcharse como un ermitaño para hacer penitencia y, en un intento de comprobar su codicia, le anuncia que deja a su cargo el trono y su familia. Antes de aceptar, el privado consulta en su casa con un sabio cautivo, quien le desvela la verdadera naturaleza de la propuesta y le aconseja presentarse antes del amanecer en palacio, en hábito de peregrino, para convencer al rey de que, si decide llevar adelante sus planes, él está dispuesto a seguirle. De esta manera el servidor supera la prueba y manifiesta su lealtad al rey. En una demostración de los peligros que supone habitar en los entornos del poder, todos los personajes del cuento, salvo uno, se comportan con falsedad:
a) los vasallos engañan al rey;
b) el rey somete al privado a una prueba engañosa;
c) el privado consulta con el sabio cautivo y sigue su consejo;
d) el privado supera la prueba, engañando al rey.
La conversación entre el privado y el sabio, que ocupa el centro del relato, es la única sincera, aunque este también discurre otro engaño para salvar a su amigo.
La historia procede del Barlaam e Josafat, aunque pudo llegar hasta don Juan Manuel ya considerablemente abreviada, como circulaba por diversos ejemplarios. La versión de Patronio presenta, sin embargo, varias alteraciones en relación al modelo donde el conflicto tenía una base religiosa, ya que el rey era pagano y el privado, cristiano. Eliminado ese aspecto, el enfrentamiento se plantea ahora en términos de poder y el único móvil para enemistar al rey y a su consejero reside en la envidia de los demás vasallos. La extraña figura del sabio cautivo y su presencia en la casa del privado se justificaba por un encuentro fortuito, yendo el rey y su favorito de caza, y la inmovilidad, por un accidente, ya que el sabio está herido. Don Juan Manuel al eliminar estos detalles deja al personaje «desnudo» de circunstancias anecdóticas, lo que contribuye a dotarle de una dimensión simbólica que acentúa el paralelismo con la situación del marco.
En el cuento 25 don Juan Manuel combinó dos relatos diferentes, conocidos en la tradición anterior de forma independiente: el del hombre bueno como mejor marido y el del pariente como liberador de un cautivo. El conde de Provenza, presentado desde el comienzo como un personaje lleno de virtudes, es hecho prisionero por el sultán Saladino al viajar a Tierra Santa como cruzado, pero su captor, conociendo las cualidades del cautivo, «todos los grandes fechos que avía de fazer, todos los fazía por su consejo». La situación se invierte cuando el conde se ve en la duda de escoger un marido para su hija, ya que en la distancia no sabe cómo actuar. Es en este caso Saladino quien le aconseja que «casedes vuestra fija con omne», aunque no sea de gran poder o de grandes riquezas. La segunda parte de la historia está protagonizada por el yerno del conde, quien mostrando así lo acertado de su elección, se propone antes de consumar matrimonio liberar al conde de Provenza. Viaja hasta Tierra Santa y, en una trama más cortesana y caballeresca que bélica, tiende una trampa a Saladino y de este modo saca de cautividad a su suegro.
El ejemplo 50, aunque muy rico de movimiento, es de dinámica interior y eminentemente ético: la búsqueda de la verdad. El personaje principal de la historia es una mujer casada, presentada desde las primeras líneas como «muy buena dueña», a la que acosa Saladino, quien, siguiendo los planes de un mal consejero, envía al marido a la guerra. Ante la ausencia de su esposo, la mujer se tiene que servir de su ingenio para salvarse, lo que le lleva a plantearle al sultán un enigma, como condición previa para acceder a su solicitud amorosa:
y díxole que lo que d’él quería era quel dixiesse cuál era la mejor cosa que omne podía aver en sí, y que era madre y cabeça de todas las bondades (El conde Lucanor, Ejemplo 50).
La pregunta es tan oscura que ni el propio sultán ni sus sabios encuentran la respuesta lo que le lleva a emprender un viaje, remedo de aventura iniciática, hasta la sede de la cristiandad y la corte del rey de Francia. La mujer, «con la su bondat y con el su buen entendimiento», ha logrado plantear un enigma irresoluble. Finalmente un anciano caballero, ciego e inmovilizado en su casa, le da la solución, «la vergüenza», pero esto lleva al sultán a renunciar a sus pretensiones. En este caso, este sentimiento ha funcionado como un mecanismo de control para recordarle al protagonista su linaje y sus obligaciones.
Estos tres ejemplos, 1, 25 y 50, mantienen entre sí relaciones estructurales y temáticas, lo que implica que don Juan Manuel los dispuso de un modo consciente en estos espacios privilegiados. Las parejas constituidas en el interior de las tres historias por el privado y su cautivo (ejemplo 1), el conde y Saladino (ejemplo 25) y Saladino y el caballero anciano (ejemplo 50) parecen un reflejo de la formada por Lucanor y Patronio en el marco y de la constituida, ya fuera de la misma, por don Juan Manuel y sus lectores: los tres ejemplos destacan en sus escenas centrales la importancia de escuchar buenos consejos antes de actuar. En el primero, el privado supera la prueba con la ayuda del sabio filósofo, en el ejemplo 25 el conde encuentra el marido adecuado para su hija y obtiene así su libertad gracias al buen consejo de Saladino y este, protagonista a su vez del último ejemplo, acaba reconociendo su error, tras escuchar del anciano caballero la respuesta al enigma planteado por la mujer casta.
Las palabras sabias surgen de la boca de unos personajes singulares, en especial en el prólogo y en el epílogo. El extraño filósofo cautivo del ejemplo primero se corresponde en el 50 con el anciano caballero, que «por la gran vejez no veía y no podía salir de casa», prisionero de la vejez y la enfermedad, ciego para el mundo pero clarividente. El conde de Provenza también está cautivo y Saladino, quien le asesorará acertadamente, acabará en prisión por el yerno. Si aceptamos que la pareja del marco puede surgir como desdoblamiento del propio autor, no será difícil ver en estos consejeros cautivos al hombre interior. No terminan aquí los juegos especulares, ya que tanto en el primer ejemplo como en el 25, estamos ante consejeros aconsejados, pues esa es la función del privado en relación con el rey y la del conde hacia Saladino. Estos personajes positivos tienen su contrapunto negativo en el primer y último ejemplo, donde los envidiosos engañan al rey o el mal consejero asesora a Saladino contra su vasallo. Por último, entre el ejemplo 25 y el 50 se establece una relación de paralelismos y contrastes. Ambos relatos se unen por compartir la misma figura, el sultán Saladino, pero divergen en asignarle papeles contrapuestos. En el ejemplo 25, el sultán actúa como consejero sabio capaz de expresarse de forma oscura, al usar la palabra «omne» para designar con ella al hombre íntegro. Por el contrario, en el 50, el mismo sultán, ofuscado por su pasión erótica, es incapaz de asesorarse a sí mismo y de responder al enigma planteado por la mujer hasta que escucha al caballero anciano. El motivo de la caza, presente en ambas historias, sirve en el 25 para llevarlo a prisión, mientras que en el último ejemplo lo conduce hasta la verdad. En síntesis, estos tres ejemplos constituyen un eje vertebrador de la primera parte y refuerzan así su construcción. Su estudio confirma la impresión de que don Juan Manuel planificó rigurosamente su obra.
4. El «Libro de los proverbios».
Don Juan Manuel es muy consciente de que el estilo debe ajustarse en cada momento a lo que desea expresar. Así lo indica el infante en el Libro de los estados cuando diferencia entre un discurso largo, completo y claro, frente a otro, abreviado y oscuro. La primera opción la desarrolla en el denominado «Libro de los ejemplos» en el que escribe ordenadamente, reiterando las ideas y las palabras fundamentales, sin dejar nunca nada sobreentendido para que aprendan sus lectores u oyentes legos. Por el contrario en las partes segunda, tercera y cuarta, que configuran el «Libro de los proverbios», recurre a la brevedad, no siempre unida a la oscuridad, y se aproxima a la tradición sentenciosa y sapiencial venida de Oriente. Al cambio retórico se suma también una restricción desde el punto de vista del contenido. Los ejemplos enseñaban a vivir en este mundo, con la óptica puesta especialmente en los problemas de un gran señor como Lucanor. Ahora Patronio olvida todo condicionamiento estamental para proponer unas reflexiones éticas, que ayudan a cualquier hombre a conocerse a sí mismo y a comportarse de acuerdo con sus límites. La ruptura, sin embargo, no es total. Basta con observar cómo en el «Libro de los ejemplos» se entretejen los proverbios, o las reflexiones sentenciosas, con los cuentos, como si los primeros fueran muchas veces una continuación natural de los segundos. No solo los «viessos» apuntan directamente a las siguientes partes del libro, también algunos ejemplos se estructuran a partir de proverbios (como el 16, 30 o 43), sin olvidar que Patronio interrumpe continuamente sus narraciones para intercalar frases sentenciosas que adelantan la lección final. Como ya se indicó, estas tres partes solo se incluyen en dos de los cinco manuscritos y, siguiendo el camino marcado por el texto impreso en el siglo XVI, algunas ediciones populares o escolares han prescindido también de ellos.
Formalmente los proverbios se construyen con formas verbales en presente de indicativo, como «Sabio es el que sabe sofrir y guardar su estado en el tiempo que es turbio». Tienen habitualmente un carácter culto, por lo que, a diferencia de lo que ocurre con los refranes, raras veces encuentran una correspondencia en otras lenguas. Su detenido análisis a la luz de la retórica medieval muestra que su autor cuidó la disposición y la forma, con lo que se confirma que don Juan Manuel dominaba estas técnicas de un modo totalmente inusual en las letras castellanas del siglo XIV. En la segunda parte predominan los adornos retóricos fáciles, con el uso de un mismo vocabulario básico, escasez de metáforas y un lenguaje figurado llano. En ocasiones se disponen en dos miembros de similar longitud, con identidad también de estructura sintáctica, como en los números 77 y 78:
Del fablar viene mucho bien, del callar viene mucho mal.
Del callar viene mucho bien, del callar viene mucho mal.
El que es sabio sabe ganar perdiendo, y sabe perder ganando.
Qui quiere acabar lo que desea, desee lo que puede acabar.
La tercera parte tiene una cuidada disposición en la que alternan proverbios claros, normalmente de estructura sencilla, con otros más oscuros, a veces constituidos a base de la agrupación de varios con similar unidad temática. El procedimiento más veces utilizado es una figura denominada por las retóricas traductio, que consiste bien en la repetición de una misma palabra con idéntica función, bien de palabras emparentadas o de la misma voz con significados distintos:
Qui cuida aprender de los omnes todo lo que saben yerra, qui aprende lo aprovechoso acierta (nº 8).
Si el omne es omne, cuanto es más omne, es mejor omne (nº 25).
En la cuarta parte los proverbios llegan a su máxima oscuridad, aunque sigue habiendo algunos bastante claros. Parece haber un diseño premeditado que dispone los más incomprensibles en los espacios impares, alternando con otros más sencillos en los pares, hasta llegar al número 21 a partir del cual ya todos resultan oscuros hasta el final. Para lograr la máxima oscuridad recurre en este caso a un nuevo mecanismo, que consiste en trastocar por completo el orden de la frase. El procedimiento estaba señalado en las retóricas, como una variedad extremada del hipérbaton conocida como synchisis. Para reconstruir esta total confusión de las palabras necesitamos recurrir a lápiz y papel para cambiar de orden los términos, añadiendo a veces algunas partículas, como vemos en el proverbio 3:
De mengua seso es muy grande por los agenos grandes tener los yerros pequeños por los suyos («Muy grande mengua de seso es tener por grandes los yerros agenos et por pequeños los suyos»).
Una vez culminada esta tarea de reordenación, los proverbios resultantes no presentan mayores problemas de comprensión, aunque parece difícil que todos sus lectores pudieran llevarla a cabo sin ayuda. No sabemos cómo pudo llegar don Juan Manuel hasta este grado de «perversión» formal del que no hay ningún antecedente en la literatura hispánica y solo ha podido relacionarse con el hermetismo de algunos poemas trovadorescos. Sin embargo, parece claro que el discípulo capaz de superar también esta cuarta etapa está muy cerca ya de alcanzar el saber «complido».
5. El «Libro de la doctrina».
La necesidad de mantener un equilibrio entre Dios y el mundo, recordada en numerosas ocasiones a lo largo de su obra, lleva a don Juan Manuel a concluir con este breve Tratado de doctrina cristiana. En este tercer libro, para algunos críticos más bien un epílogo, se ejemplifica una nueva forma de escribir que, retomando palabras anteriores, podríamos calificar de «declarada» (‘sencilla’, ‘clara’), pero no «complida» (‘completa’, ‘perfecta’). Don Juan Manuel va a olvidarse de la oscuridad formal, ensayada en las anteriores partes, para hacer una teología sencilla, adecuada a los laicos; solo en una ocasión, al tratar el tema del engendramiento no hablará muy «declaradamente» por miedo a que el libro caiga en manos de un público femenino. Sin embargo tampoco lo hará tan oscuro, de manera que cualquier lector, si no es muy «menguado de entendimiento», lo comprenderá. Consciente a su vez de la complejidad de la materia no la va a desarrollar por extenso, sino simplificada; en unos casos se apoyará en la amplitud de su tema que le obliga a reducir («por no alongar más el libro»), en otros, en que ya ha sido tratada por don Juan Manuel en otros libros, de forma «assaz complida». Ello le va a llevar a combinar recursos propios de la amplificatio (con anáforas, polisíndeton o juegos de palabras, análogos a los ensayados en la parte primera) con fórmulas de abbreviatio, para reducir sus argumentos.
La claridad reside, en primer, lugar, en una disposición ordenada del discurso, parcelando las ideas y enumerando cada una de sus partes que tendrán después un desarrollo particular. El procedimiento es en sustancia el mismo que seguían los predicadores a la hora de organizar sus sermones, distinguiendo distintos apartados y recurriendo a ejemplos o comparaciones para explicarlos. El asunto que le ocupará en primer lugar será cómo se deben guardar las almas para alcanzar la gloria del Paraíso, lo cual será objeto de subdivisión en cuatro apartados:
Para guardar las almas y guisar que vayan a Paraíso ha mester (‘es necesario’) ý cuatro cosas: la primera, que aya omne fee y viva en ley de salvación; la segunda, que desque es en tiempo para lo entender, que crea toda su ley y todos sus artículos y que non dubde en ninguna cosa d’ello; la tercera, que faga buenas obras y a buena entención, por que gane el Paraíso, la cuarta, que se guarde de fazer malas obras, por que sea guardada la su alma de ir al infierno (El conde Lucanor, V Parte, «Libro de la doctrina»).
El desarrollo de estos cuatro puntos se realiza en dos tiempos, claramente simétricos, con una interrupción tras los dos primeros, para intercalar una digresión referida a los sacramentos. Su inserción viene claramente avisada por el narrador («Pero ante que fable en estas dos maneras […] diré un poco») así como se anuncia su cierre («Y pues esta razón es acabada assí como la yo pude acabar, tornaré a fablar»). Dentro de esta digresión, relacionada temáticamente con el contenido general del discurso, selecciona solo dos sacramentos, la Eucaristía y el Bautismo, para no alargarla en exceso. Retomado de nuevo el hilo, tratará ahora de explicar cómo hacer buenas obras y cómo evitar las malas, lo que le llevará a subdividir sus argumentos en distintos apartados. Para ilustrar sus palabras acerca de las buenas obras le bastará con remitir al ejemplo 40 de la primera parte, pero para hacer lo propio con las malas obras se ve en la necesidad de insertar un nuevo ejemplo, en el que se plantea el conflicto
entre un caballero, su hijo escudero y el señor de este. La narración, idéntica a las incluidas en el «Libro de los ejemplos», se cierra con una aplicación de Patronio en idénticos términos («Y vos, señor conde Lucanor») a la que sigue una sentencia latina y su traducción.
El segundo tema, el menosprecio de los asuntos mundanos, se trata desde dos perspectivas: “«a primera, qué cosa es el omne en sí […], la otra, qué cosa es el mundo», objeto a su vez de nuevas subdivisiones, con la remisión al ejemplo 45 de la parte primera. Especialmente interesante para entender la ideología juanmanuelina es el desarrollo de las tres maneras en que divide la conducta de los hombres en este mundo:
La una es que algunos ponen todo su talante en las cosas del mundo […] non catando a ál sinon a esto […]. La otra manera es que otros pasan en el mundo cobdiciando fazer tales obras por que oviessen la gloria del Paraíso, pero que non pueden partirse de fazer lo que les cumple para guardar sus faziendas y sus estados […]. La tercera manera es que otros pasan en este mundo teniéndose en él por estraños y entendiendo que la principal razón para que el hombre fue criado es para salvar el alma (El conde Lucanor, V Parte, «Libro de la doctrina»).
Este esquema se convierte en uno de los ejes centrales de toda su obra. Obviamente don Juan Manuel considera más perfecta la vida contemplativa, como lo expone en su Libro de los estados, pero con la segunda está defendiendo su propia existencia y la de quienes, como él, aspiran a la salvación sin renunciar por ello al mantenimiento de sus «onras», «estados» y «faziendas». De ese modo también está haciendo una justificación de la organización social estamental, diseñada así por la Providencia, para que exista una vía hacia la vida eterna, distinta al camino de renuncia escogido por los religiosos.
6. El conde Lucanor y sus lectores.
La existencia de cinco manuscritos, más algunas copias parciales, ya nos indica que la obra gozó de gran popularidad, como lo confirman otros testimonios que nos hablan de su lectura. El prestigio de su autor y su condición nobiliaria nos explican su fama entre los círculos cortesanos. Nos consta que lo buscaba la reina doña María, esposa de Alfonso V el Magnánimo, además poseyó un ejemplar el rey portugués don Duarte y figuraba entre los libros de la reina Isabel la Católica. El continuo equilibrio entre Dios y el mundo que propugna entre sus páginas hará que también los religiosos obtengan provecho de su lectura; así, por ejemplo, sabemos de la existencia de una copia entre los benedictinos de San Pedro de Arlanza
Las obras literarias medievales raras veces contaban con ediciones impresas anteriores al siglo xix, lo que con frecuencia se olvida a la hora de especular con la influencia de algún texto sobre un autor de los Siglos de Oro. Por el contrario, nuestra obra contó con una edición preparada por el erudito sevillano Gonzalo Argote de Molina (1548/1549-1596), El conde Lucanor vio la luz por vez primera en 1575 y se reprodujo en 1641, de acuerdo con unos criterios que configurarán durante años su recepción. El conjunto se dispone en tres bloques, de los cuales el primero y el último son textos de Argote que acompañan a la obra de don Juan Manuel:
1. Junto a los preliminares legales y la dedicatoria, se añade un «Prólogo de Argote al curioso lector», «Índice de los ejemplos contenidos en El conde Lucanor», «Vida del excelentísimo príncipe D. Juan Manuel», con inscripción de su sepulcro en Peñafiel, y «Principios y sucesión de la real casa de los Manueles».
2. El conde Lucanor de Argote de Molina, del que solo se edita la parte primera con 49 ejemplos, va acompañado de unas «Sentencias y dichos notables de don Juan Manuel», que no es más que un listado de los versos que cierran cada capítulo.
3. Se concluye la edición con un «Discurso por Gonzalo Argote sobre la poesía castellana» y un «Vocabulario de la lengua».
Hasta 1860, fecha de la edición de Pascual Gayangos, El conde Lucanor se leyó y se tradujo al francés, alemán e inglés a partir de este impreso. Gracias a Argote de Molina, Lope, Calderón o Gracián conocieron a don Juan Manuel creándose una cadena muy poco frecuente entre un autor medieval y los escritores áureos.