TADEUS CALINCA

Y EL TEATRO EN CATALÁN EN EL PAÍS VALENCIANO

(una primera aproximación)

 

Situación actual del teatro en catalán en el País Valenciano. Una reflexión de urgencia.

 La eclosión de una nueva dramaturgia en tierras valencianas es en la actualidad algo incuestionable no solo para sus protagonistas sino también para el conjunto de la vida teatral española. La cantidad de premios obtenidos estos últimos años por autores del País es un buen ejemplo, y ya contamos con atinadas reflexiones sobre este hecho. Se trata de un fenómeno, además, llamativo pues a nadie se le oculta que los valencianos somos (de acuerdo con los datos de una reciente encuesta de la Sociedad General de Autores y Editores) de los menos aficionados al teatro. O, para ser más precisos: al teatro de pagar entrada y que se representa en recintos cerrados, pues bien diferentes habrían sido los resultados de dicha encuesta de haberse planteado la recepción entre los valencianos de otras manifestaciones espectaculares, con obvias raíces folklóricas en su gran mayoría y con fuerte impregnación teatral en muchos casos. Terreno abonado en el que el día menos pensado aparecerá en el País un nuevo Staniewsky… Si es que esto no está sucediendo ya: a la actividad de Xarxa Teatre me remito, sin ir más lejos.

 

Sin embargo, no es este el tema que me interesa desarrollar aquí. Regresemos, pues, al terreno estricto de la escritura dramática. Y comprobemos un fenómeno como mínimo inquietante: el desequilibrio que en los últimos años se ha producido entre la escritura en catalán y la escritura en español. Inquietante, he dicho, y es lícito preguntarse por qué he utilizado este término. O, mejor dicho, inquietante, ¿para quién? Responderé a las dos preguntas con una precisión: no se trata de un problema, llamémoslo así, unilateral (o no exclusivamente). Un texto dramático no es bueno ni malo en función de la lengua escogida, sino por la ductilidad y funcionalidad teatral que esta lengua adquiere y que dependerá, a cada instante, en cada género, del papel teatral que se le da dentro del conjunto del texto teatral. Así, el teatro costumbrista utilizará determinados registros dialectales con funciones variadas, mientras que un teatro de pretensiones más explícitamente ideológicas tratará (en condiciones normales) de acercarse lo más posible al estándar más aceptado por sus receptores prioritarios, para que los factores lingüísticos no enturbien la transmisión del sentido y llegue este al mayor número posible de espectadores. Por cierto, y como inciso, quisiera dejar constancia de que este hecho puede ser obviado en muchas circunstancias, con resultados como mínimo curiosos: son numerosos los autores de teatro histórico, por ejemplo, que cometen el error de olvidar que están escribiendo en presente y para el presente y tratan (a menudo de forma poco hábil) de reconstruir la lengua que correspondería a la época en que se sitúa la acción. El resultado es el previsible: un lenguaje arcaizante, ampuloso, si no ridículo. Como es obvio, los géneros imponen sus niveles lingüísticos y pueden determinar incluso la sintaxis y la fonética, como ocurre en el caso del teatro musical.

 

¿Por qué este largo preámbulo? Muy fácil: porque si constatamos una disminución significativa de la escritura teatral en valenciano, eso no puede ser sino como consecuencia de la precariedad en que vive nuestra lengua (malvive sería mejor decir) en tierras valencianas. Es verdad, ya lo sé, que la falta de vitalidad de una lengua la sufre muy directamente el teatro escrito en ella (el bilingüismo acostumbra a ser muy corriente en teatro, mucho más que en otras manifestaciones artísticas y literarias, habida cuenta del carácter oral de la lengua teatral), pero también lo es que en situaciones más normalizadas, una lengua puede dejar de ser utilizada en el teatro por causas predominantemente (si no exclusivamente) teatrales. Así, la crisis de determinados géneros (en nuestro caso de los vinculados al sainete), o la imposición de otros, puede alterar el equilibrio lingüístico del teatro en un marco geográfico determinado. Análogas son las consecuencias si lo que se altera es el espectro sociológico de los espectadores: dirigirse de forma preferente a unas determinadas capas sociales (o a segmentos de edad, o culturales) facilita el desplazamiento de una lengua en beneficio de otra: por ejemplo, el deseo de llegar a un público joven que vive de espaldas al teatro no solo obliga a los autores a escribir de forma diferente, sino también a tratar de tender puentes lingüísticos para llegar a ellos. Y no pienso únicamente, por cierto, en el fácil recurso al argot más o menos supuestamente juvenil. Hay una tercera causa teatral de este problema: el hecho de que los aficionados al teatro han de recurrir de forma mayoritaria al español para poder conectar con las dramaturgias actuales. Esto no es algo nuevo, lo sé y lo he denunciado en otras ocasiones como uno de los problemas más graves, que arrastramos desde hace siglos y que en la actualidad no parece que haya perdido vigencia. Así pues el español, al convertirse en lengua puente entre unas tradiciones /escrituras dramáticas y otras, se refuerza y arrincona al valenciano hacia posiciones mucho más marginales y localistas.

 

El gran perjudicado, naturalmente, es el teatro en valenciano. Pero no solo él: esta anormalidad dificulta que unos autores potencialmente bilingües (o, como mínimo, con un conocimiento de las dos lenguas oficiales de la Comunidad Valenciana) recurran al valenciano como una opción -excelente- para conseguir determinados efectos estéticos y comunicativos. El francés de Beckett, o el de Ionesco, podría ser perfectamente el valenciano de muchos autores jóvenes castellanohablantes, y es posible que la necesidad de escribir en una lengua que, a pesar de ser conocida no es la propia, podría enriquecer sus obras. Dejemos de lado, sin embargo, esta sugerencia, aunque no la olvidemos a la hora de echar mano de la doble versión (procedimiento al que me referiré infra), pues traducciones al valenciano hay que, de la mano de traductores con un dominio más que aceptable de la lengua, adquieren rasgos complejos (e, incluso, de tipo coloquial y/o costumbrista) que las versiones originales no presentan. Es posible, lo apunto como una simple idea, que si estos mismos autores se planteasen escribir directamente en su otra lengua (sin limitarse a la traducción palabra a palabra), estos problemas de traducción desaparecerían y se ganaría a cambio una distancia estética que sería fundamental para alcanzar la madurez de aquellas propuestas dramatúrgicas que descansan en el despojamiento, la síntesis y el distanciamiento irónico.

 

Llegados a este punto, ¿qué teatro en catalán se hace en estos momentos en nuestro País? Está en primer lugar la producción de un conjunto de autores (no muchos, desgraciadamente) que empezaron a escribir durante los años del teatro independiente. Rodolf Sirera es el nombre más conocido fuera de nuestras fronteras, pero no es el único. No podemos olvidar, en efecto, a Manolo Molins, Ximo Vidal o Juli Leal por no citar sino algunos casos más. Lo que pasa, sin embargo, es que en estos últimos años, su presencia ha ido disminuyendo a ojos vistas: reducidos a la categoría de adaptadores de lujo, sus textos originales casi no suben a los escenarios, ni a los públicos ni a los alternativos. Son, pues, una especie de fantasmas de papel: continúan publicando (afortunadamente), pero la profesión teatral valenciana renuncia muy a la ligera a montarlos (con aggionarmento o sin él) y contribuye así a incrementar el empobrecimiento progresivo de la vida teatral valenciana. Y eso que no haría falta rebuscar mucho para encontrarnos con unos cuantos títulos (pienso en obras de Rodolf Sirera como Plany en la mort d'Enric Ribera, Indian Summer, La caverna o Punt de fuga) que reúnen un porcentaje significativo de los rasgos que la crítica contemporánea predica como propios de la escritura dramática actual.

 

Al lado de este primer grupo, hemos de situar un segundo, surgido en los noventa. Nacidos en plena eclosión del espejismo del teatro público valenciano y de la defensa acérrima de la necesaria profesionalización de la vida teatral valenciana, han oscilado entre un teatro comprometido con la investigación y la búsqueda de nuevos lenguajes y nuevos públicos, y un deslizamiento cada vez más peligrosos hacia la simple y llana comercialidad. Así, mientras Carles Alberola mantiene un inteligente equilibrio entre ambos polos, en otros casos no puede decirse lo mismo.

 

Las cosas se complican más si incluimos en este apartado las adaptaciones. En efecto, la política de reducción de costes (por parte tanto de las compañías privadas como de algunos teatros públicos) ha incidido muy directamente en unas adaptaciones hechas a prisa y corriendo, con muy pocos recursos y -sobre todo- con un estudio muy superficial de las necesidades objetivas que nuestro teatro tiene en este campo. Me explico: hoy por hoy, no contamos todavía con criterios unificados sobre cuáles han de ser los niveles lingüísticos a utilizar en una adaptación. Y hablo de criterios en plural porque una traducción, o una adaptación, ha de construirse por fuerza sobre un terreno múltiple, complejo, heterogéneo. Lenguas como el inglés, el italiano o el español han desarrollado a lo largo del tiempo una gran riqueza de niveles lingüísticos en su teatro. Riqueza y sutilidad que, pese a algunos ensayos (siempre he reivindicado la inteligente política que en este sentido promovió en los ochenta el Centre Dramàtic de la Generalitat Valenciana) no las podemos encontrar en la actualidad… Entre otras razones porque los que habrían de ser sus más directos promotores (Teatres de la Generalitat) se han despreocupado por completo de estos temas. Está claro, pues, que si además se recurre a dramaturgos con poca experiencia, o con poco dominio del medio, las cosas no pueden mejorar. Y no hace falta que diga que cuando de lo que se trata es de adaptar al teatro obras narrativas o piezas teatrales del gran repertorio, la necesidad de buenos (y experimentados) dramaturgos se hace imperiosa… ¿Se recurre a ellos? En pocas ocasiones. Lo que importa es pagar poco (o no pagar), aunque el resultado sea penoso.

 

En tercer lugar encontramos un pequeño grupo de dramaturgos más recientes (que no forzosamente más jóvenes), homologables a sus colegas que hacen teatro en castellano. Encontramos aquí, como es obvio, las mismas grandezas e idénticas limitaciones. Es posible que sea una impresión mía, pero diría incluso que si alguna cosa diferencia a los que escriben en valenciano es su tendencia a una mayor superficialidad, o comercialidad incluso. Si se ha afirmado que un buen dramaturgo necesita poseer un mundo estético propio o cosas importantes que decir desde su propia consciencia (y ambas cosas son necesarias para ser realmente grandes), me da la impresión de que los buenos dramaturgos valencianos actuales escriben en castellano… Con algunas excepciones, como el autor que aquí expongo a la consideración de los interesados. Y es que los autores en valenciano más recientes parece que hayan encontrado en las propuestas del segundo grupo (con su vertiente comercial) un modelo a imitar… aunque sea a costa de no contarnos nada, o casi nada, y de olvidar (y sé que lo que lo que ahora digo es muy discutible) que la posmodernidad en teatro queda sin duda muy bien, pero empacha más, y mucho antes, que en la música. Y en especial cuando se confunde posmodernidad strictu senso con banalidad y juego superficial.

 

En este panorama tan poco optimista, reconozco que la presencia de las dobles versiones, y el hecho de que algunos autores (Paco Zarzoso en especial) estrenen tanto en una lengua como en otra, pueden llegar a confundirnos y a hacernos creer que el problema no es tan grave y que gracias a obras como L'altre o Mirador podemos sentirnos satisfechos. No lo creo así, sin embargo. La doble versión es, sin duda, un grito de alarma sobre la gravísima situación hacia la que se encamina nuestra lengua, nuestra cultura, nuestro teatro… De ninguna forma se puede considerar una maniobra de diversión, del estilo de las que practicaba hace pocas temporadas Teatres de la Generalitat al redactar en valenciano los programas de sus espectáculos, en castellano en su inmensa mayoría (ahora, por lo menos, no engañan a nadie: programaciones y programas viven de espaldas a nuestro catalán). ¿Por qué grito de alarma? Porque una situación como la que acabo de esbozar tiene como consecuencia más inmediata desalentar a algunos autores que apuntaban cosas interesantes en sus primeras obras (pienso en Francesc Adrià, que se ha quedado -que yo sepa- en autor de una sola obra: Zona zero) y provocar, además, que se queden en el cajón las obras de otros autores en valenciano, sean del grupo y/o de la promoción que sean… Condenándolos, a corto o a medio plazo, a su desaparición.

 

El caso de Tadeus Calinca.

 Si así están las cosas, no tiene nada de extraño que sean los autores de ese tercer grupo (o los más jóvenes, si se prefiere seguir moviéndose en el terreno de la estricta cronología) los que más dificultades tienen para darse a conocer. No hablo ya de publicar o estrenar con regularidad, porque este problema lo tienen -hoy por hoy- todos los dramaturgos valencianos que utilizan el catalán como primera (o única) lengua. Está, naturalmente, el mercado de Cataluña, pero se trata de un terreno bastante poco accesible, habida cuenta de la diferencia de gustos y de modelos escénicos, interpretativos, de público… Pocos, muy pocos, son los que han podido superar esos obstáculos (Rodolf Sirera primero; Carles Alberola actualmente), y en ningún caso han podido borrar la etiqueta distintiva (para bien o para mal) de valencianos. Esto es: a pesar de la unidad lingüística, nos encontramos tan lejos de la creación de un mercado teatral unificado entre el Principat, las Islas y el País Valenciano como hace un par de décadas… La falta de oportunidades en la propia tierra se convierte, pues, en un lastre difícilmente superable para los jóvenes dramaturgos, por lo cual -y concluyo ahora un razonamiento esbozado supra- la búsqueda de un teatro más comercial (más fácilmente asumible por el público, en definitiva) puede llegar a convertirse en una forma de supervivencia. Entre estos autores marginados de los circuitos y -hasta ahora- de las editoriales, se encuentra Tadeus Calinca. Y gracias a que el grupo setabense Teatre de la lluna ha apostado por él y nos ha permitido conocer algunas de sus piezas. Una de ellas, en concreto este Phoëbon que podéis leer en Ars Theatrica, ha viajado un poco más de lo que acostumbran a hacerlo este tipo de montajes y nos ha permitido comprobar las innegables cualidades teatrales de sus obras.

 

Si pasamos ahora a examinar los rasgos más significativos de su producción, encontraremos como primera característica la fuerza pictórica de su escritura. No es ninguna casualidad, el mismo autor lo reconoce, que su obra más ambiciosa (hasta el momento) lleve el significativo y expresionista título de El genet blau (El jinete azul). Título, además, que nos ayuda a situarnos en unas coordenadas temporales y espaciales muy determinadas, y que son su segunda característica más llamativa. Se trata, sin duda, de un universo ficticio, pero impregnado de los mitos y referencias culturales e históricas que conforman nuestra percepción de la Centroeuropa de las primeras décadas de siglo. Volveré sobre la vertiente plástica más adelante, porque quisiera destacar antes que este alejamiento en tiempo y espacio es una saludable reacción frente a la cotidianidad e inmediatez de las que quizá abusa una parte importante del teatro actual, y abre al mismo tiempo posibilidades muy interesantes, como la de ofrecernos una visión distanciada de nuestro mundo. No se trata ahora de recorrer al universo interior (más o menos poético) de los personajes, o de buscar compartir claves culturales y lingüísticas con el público, sino de todo lo contrario: de ofrecerles unos hechos, unos personajes, radicalmente alejados de su entorno. Un proyecto, sin duda, ambicioso y que irá ganando solidez -y peso específico- según vaya enriqueciéndose de una obra a otra. El genet blau en este sentido, cifra y resume todo cuanto Calinca llevaba hecho en sus piezas cortas, y cabe esperar que en próximas obras largas vaya todavía más lejos.

 

Ahora bien, este distanciamiento estaría incompleto si no fuese acompañado de una visión irónica y humorística de la realidad y de las cosas. No se trata, sin embargo, de una ironía suave, tamizada por la politesse y las buenas costumbres. El gran Paulo, otra de sus obras cortas, recurre a una comicidad obvia y hasta una pizca primaria, extraída voluntariamente del mundo del circo, en la mejor tradición (otra vez) del teatro europeo del primer tercio del siglo XX, que tan fascinado se mostró por este espectáculo. En esta obra, en concreto, el Gran Paulo se nos presenta como "un artista refinadísimo, extraordinario, que ha sido alabado en todos los lugares en donde ha cantado con su voz de ruiseñor, en todos los teatros donde ha bailado con sus pies de querubín". Ya podéis imaginaros que el Paulo en cuestión es paralítico y a duras penas articula algunas palabras. El punto culminante de este procedimiento lo encontramos en otra de sus piezas cortas, que lleva el significativo título de Sarcasme (Sarcasmo): Vassili, prisionero sometido a inhumanas y vejatorias condiciones de existencia en la prisión, se verá supremamente humillado cuando su guardián encierre a una prisionera en su misma sección de celdas.

 

Unos personajes así tratados (y maltratados como el funcionario protagonista de Phoëbon), pueden estallar como, en efecto, hace este, o permanecer condenados a una sumisión sin paliativos. El autor traza así, con gran nitidez, unas relaciones entre personajes basadas en el enfrentamiento, en la violencia. La segunda parte de El genet blau nos presenta, por ejemplo, un impecable estudio de las relaciones de poder que se establecen en el interior de un grupo. Más aún: algunas de las escenas más violentas (y pido excusas por utilizar reiteradamente este término) podríamos considerarlas un ejemplo acabado de los usos perversos que desde mentalidades autoritarias se puede llegar a hacer de las técnicas y procedimientos de socialización. Ni que decir tiene que se trata de las escenas más potentes y que, no podría ser de otra manera, lo que interesa realmente no son los actos concretos y positivos, que pueden nacer de la existencia misma del grupo en cuestión (los tertulianos o bien pierden el tiempo directamente o se sumen en una sucesión de actos fallidos), sino las relaciones de poder que se establecen. La reiteración de estas relaciones, esta es en realidad la auténtica "vida social" que hacen los integrantes de una tertulia donde, obviamente, es imposible dialogar tal y como se supone que se hace en una charla de café…

 

Hay excepciones, claro está. Obras donde el personaje, solo y desvalido, puede llegar a despertar en el espectador una corriente de simpatía. Una corriente que no se ve enturbiada por su situación. Es el caso de Joana, protagonista de Hipnosi (Hipnosis) que revive para nosotros la sesión de hipnotismo que la va marcar porque, gracias a ella despertó un sentimiento sincero de ternura. O es el caso del protagonista de Phoëbon, que tiene el gran mérito de crecer como persona ante nuestros ojos, a pesar de su carácter objetivamente ridículo. Con todo, la obra en que se ha trabajado más este aspecto (esta mezcla de simpatía y ridículo) es Ànecs migratoris (Patos migratorios), obra en que se juega muy inteligentemente con los procedimientos de desubicación de los personajes, hasta llegar -por una suerte de reductio ad absurdum- al personaje de Ibrahim Lontano, atleta que entrena los ciento diez metros vallas en el interior de su domicilio.

 

Esta última obra presenta, además, otro de los rasgos característicos del teatro de Calinca: una estructura que va derivando -a partir de enlaces aparentemente casuales- hacia situaciones totalmente inesperadas. El entrenamiento de Ibrahim propicia una situación equívoca con Natàlia, que desespera a su marido Fiódor. Sus lamentaciones son interrumpidas por el Señor Funky que, a su vez, irrita a Joao Tostao, y si el anterior había tratado de hacer cantar al público, este nos obsequia a su vez con una sesión poética. Joao y Funky, que han descubierto por casualidad que son padre e hijo, deciden salir a celebrarlo con Fiódor. Ya en la calle, atracan a una joven, Sabina, que es mineróloga, y con el dinero que le roban padre e hijo se van de fiesta. El círculo se cierra sin embargo: la atracada reencuentra a su amor, Ibrahim en un estado semejante a la hipnosis. Fiódor se quedará, de nuevo, solo.

 

Todo lo anterior acontece en tan solo cinco escenas gracias a un ágil sistema de resortes escénicos, basados en la casualidad y en la más pura teatralidad explícita. Calinca trabaja, a conciencia, los mecanismos de negación de la cuarta pared: sus personajes cuentan con el público para desplegar sus estrategias; más aún: pueden llegar a surgir de entre el público, como es el caso de esta última obra. Las referencias, ya indicadas, al mundo del circo o del cabaret, justifican en buena medida esto: Piero Mancini, lleva por ejemplo este aclarador subtítulo: "Discurso de Il signore Impresario dirigido a un público anhelante en circunstancias que en seguida descubrimos". Phoëbon es, a su vez, un monólogo explícitamente dirigido al público desde el saludo inicial mismo. Y lo mismo sucede con Hipnosi, en la que la mujer que monologa comienza con estas palabras: "¿Dónde estoy? ¿Alguien me lo podría decir…?"

 

La importancia de Calinca concede al procedimiento es tan grande que en Sarcasme, donde no hay referencias explícitas a los espectadores, todo el monólogo de Vassili, el prisionero, se dirige insistente y desesperadamente a su guardián, para el que Vassili "actúa" como una especie de animal adiestrado. Aunque de una forma más sutil (hay una progresión evidente en la escritura de nuestro autor), en El genet blau encontramos recursos análogos. En el primer acto, Sergei y Maica actúan como si, de una forma u otra, reaccionasen ante un estímulo exterior de origen desconocido (los cuatro golpes a la puerta que ponen fin a todas las escenas), hasta dar la impresión de que nos encontramos ante una exhibición de sus habilidades para relacionarse entre sí, y de las diferentes formas que esta relación puede adquirir. El segundo acto, a su vez, se encuentra construido sobre el problema de la representación social. Sergei se ve forzado a explicar a los otros tertulianos como transcurrió su encuentro con Maica que, supuestamente, hemos visto en el primer acto. El protagonista, sin embargo, fracasará: no será capaz de satisfacer las expectativas creadas, se negará (¿inconscientemente?) a convertirse él mismo en espectáculo, cosa que le sucede a otro de los tertulianos -el antropólogo Yossif Singer- objeto de una burla despiadada (una escena magistral, por otra parte), que asume de una forma diríamos que resignada. Y es que, al fin y al cabo y como decíamos supra, este segundo acto es todo él una presentación de los mecanismos de poder en las relaciones sociales y sus representaciones en el seno de un grupo cerrado. En El mite de la caverna (El mito de la caverna), su última pieza por el momento, el recurso se ha complicado todavía más: mediante procedimientos hipnóticos compartidos por los protagonistas -Oneiros y Schicklgruber- este último expondrá ante los ojos de ambos (y de los espectadores) su historia de asocial, la de sus crímenes y su juicio. Se trata de una representación dentro de la representación, que se corta con un final abrupto que nos devuelve del mundo de los recuerdos y nos sitúa, de sopetón y explícitamente, ante el mito platónico que da nombre a la obra.

 

Me acerco ya al final de este esbozo analítico de la obra de Tadeus Calinca. Y quisiera hacerlo recogiendo la idea que me ha servido de introducción: sus valores plásticos. Unos valores, eso sí, que dependen no tanto de la descripción que de los espacios se hace en las acotaciones, como de la capacidad del lenguaje para sugerirlos. Un lenguaje, por cierto, bien vivo (lo que no significa que Calinca haga concesiones a una lengua más o menos cotidiana o coloquial) y teatralmente eficaz. Los personajes recrean espacios simbólicos e imaginarios, unas veces gracias a los sueños (procedimiento que le sirve para cerrar algunas de sus obras); otras, gracias al recuerdo o a la reconstrucción -manipulada- de lo que acabamos de presenciar. Sueño e imaginación, más manipulación más o menos consciente, son los procedimientos que pone en juego el autor. En Phoëbon la rebelión del protagonista lo llevará a su paralización física en plena fase REM del sueño, lo que le estimula la acumulación verbal de imágenes llenas de luz y color: un mundo selvático (un bosque móvil), como surgido de un cuadro naïf, es reemplazado por la presencia del actor-triunfante en un marco que recuerda ahora a los peplums cinematográficos, con indicaciones cromáticas (mármol blanco, trompetas de oro, toga roja, togas blancas y púrpura…) que nos situarían en contextos pictóricos que irían desde la pintura historicista de los pompiers a la recreación mítica de los pintores simbolistas… Al final, la suma de todos estos colores, de todas estas imágenes, será el blanco. Un sueño blanco que cerrará la obra.

 

Idéntica fuerza plástica tiene el sueño final de Fiódor en Ànecs migratoris. Lluvia, reminiscencias musicales y tópicas de la Edad Media, cadáveres… Nos encontramos ahora ante un universo mucho más cercano al expresionismo, pictórico, literario y teatral. La imagen de los muertos sedientos ("Los muertos nos miran, lo puedo notar. Han temblado conmigo cuando yo bailaba. He sentido el entrechocar de los huesos, el crujido de su piel reseca. Los muertos de esta tierra tienen sed.") se combina con la tan teatral postura del propio protagonista que se ofrece como víctima propiciatoria para redimirlos ("Quiero que vuestras manos me toquen, quiero que vuestras manos surjan del fondo de la tierra y rocen mi cuerpo húmedo…") y se completa con otra imagen, genesíaca esta vez: "Hay un dios que baila sobre las lomas, hay un dios musical que recorre los valles y los ríos… El séptimo día se sentó sobre una roca, exhausto. Quería solamente avistar su creación, disfrutar de ella… Alzó los ojos hacia el cielo. Allí vio una inmensa flecha negra que se movía uniforme, era una bandada de patos migratorios que volaban hacia el norte… Los acompañaba una música que solo él podía oír… Y bailó, porque era un dios musical, bailarín, rítmico…" esta especie de milagro musical (si se me permite la cita valleinclaniana), dejará paso al baile ritual de un protagonista en éxtasis.

 

Ahora bien, el recurso a un monólogo final que se sitúa en un plano completamente distinto al transcurrir de la obra (por los caminos de la ironía, del puro juego teatral…) puede parecer forzado en tanto en cuanto escinde demasiado nítidamente la obra en dos partes. Por esta razón, prefiero la capacidad evocadora de determinados parlamentos situados en posiciones más centrales. La reconstrucción que Joana nos hace de su experiencia hipnótica sería un ejemplo. Como también lo sería, y muy conseguido por cierto, el recuerdo que Sergei narra, respondiendo a otro personaje (Braun) que ha operado como virtual maestro de ceremonias a lo largo de todo el segundo acto de El genet blau; narración en la que las imágenes de galeras y de caravanas nos conducen de nuevo a un universo exótico y extracotidiano como en los casos antes citados, pero que se encuentra mejor integrado en la acción gracias al elemento dialógico y al contraste brutal entre el sueño y lo que el maestro de ceremonias le exige: una reconstrucción detallada y objetiva del pasado. Sergei, sin embargo, como tantos otros personajes del teatro de este autor, hace de su sueño, de su subjetividad, la única realidad posible. La realidad que los aísla o los separa del mundo que los rodea.

 

El montaje de Phoëbon y el teatro de Tadeus Calinca.

 Me he referido supra a la vinculación que Teatre de la Lluna tiene con Calinca. Una vinculación que le ha llevado a estrenar algunas piezas de este autor, y entre ellas esta. El inteligente planteamiento del director del grupo, Víctor M. Torres, ha sido decisivo para que los espectadores hayan podido disfrutar de la fuerza del texto. Diremos, de entrada, que la base de su montaje ha sido la construcción, minuciosa y perfeccionista, del personaje. Lo que en el texto no es sino un innominado Actor, se convierte aquí (gracias al trabajo de Elies Barberà) en un funcionario con unos rasgos físicos y psicológicos muy marcados: la obsesión por el orden y la regularidad con que dispone sus adminículos manifiesta, a la perfección, la necesidad que este ser (substancialmente desvalido) tiene de un Orden y una Jerarquía absolutas. Y es desde la creencia de que ambos principios existen, que nos irá describiendo sus dominios, el territorio donde trabaja, a sus compañeros… Un microcosmos cerrado y sin ningún tipo de rendija que el actor nos actualiza con gran precisión gestual. En un espacio blanco y neutro, especie de cul-de-sac, de laberinto de paredes blancas de tela, que refuerzan la impresión de una estructura viva en cierta manera, y que permiten, además, proyecciones de sombras y de luz, el Funcionario evoluciona, midiéndolo, precisando la exacta ubicación de los diferentes habitantes de este en teoría aséptico territorio funcionarial. Este deseo de precisión lo llevará, además, a presentarnos a través de su cuerpo los de los otros que le rodean. Se destaca así una característica de los monólogos de Calinca que creo haber puesto al descubierto, aunque sea de pasada: la presencia de diferentes voces en su interior; en Hipnosi, lo he dicho ya, es la propia actriz la que nos representa su propia sesión de hipnosis, con hipnotizador incluido.

 

Hechas estas precisiones, el monólogo evoluciona en el sentido que encontraréis en el texto. El Funcionario pasa entonces a explicarnos en qué consiste exactamente su trabajo. Asume, en coherencia con lo que acabo de indicar, las voces -y los cuerpos- del Jefe de Negociado y de la Víctima, y su tono va crispándose rápidamente. La pregunta que al principio parece una especie de broma o de non sense más o menos divertido ("qué es un siringótomo") comienza a cobrar un sentido bien distinto según avanza la obra, porque ella misma -en tanto en cuanto acto de habla- se convierte en un mecanismo de coerción y de opresión. Y por lo que se refiere al objeto de marras, abre unas expectativas tenebrosas y nada tranquilizadoras, teniendo en cuenta el contexto en que se le cita. Ni que decir tiene que esta pluralidad de lecturas exige un gran esfuerzo interpretativo, que Elies Barberà culmina de forma brillante. Esfuerzo que dotará de coherencia el estallido final y su transformación en el sueño que cierra la obra, y del que ya hemos hablado. La metamorfosis del personaje, gracias a la cuidadosa interpretación, es total. Más todavía: evita. atinadamente, los peligros más obvios que tienen esta especie de finales: la grandilocuencia o el exceso de poetización. Al fin y al cabo, quien sueña (y se puede interpretar dicho sueño como tal cosa, o, incluso, como un sueño eterno) no deja de ser un funcionario que quedó el último en las oposiciones de ingreso al cuerpo…

 

En resumen: en una hora escasa, Teatre de la lluna nos ha ofrecido una lectura sobria y ajustada del universo dramático de Calinca.

 

A modo de epílogo.

De todo lo anterior creo que quedan claras, por lo menos, un par de cosas. En primer lugar, la complejidad del teatro de este autor, hoy virtualmente desconocido. Por otra, y en relación lo que acabo de afirmar, las extraordinarias dificultades que una escritura que se pretende personal, y este lo es sin lugar a dudas, tiene para darse a conocer en el País Valenciano. Cerrado, o casi, el camino para que los nuevos autores puedan llegar en condiciones normales a los escenarios (quiero decir: sin necesidad de recurrir a ser ellos mismos los directores y productores), no lo tienen tampoco más fácil cuando de lo que se trata es de publicar. La vía promocional que representan los premios es siempre incierta y a menudo se encuentra (lo sabemos todos) muy mediatizada por políticas teatrales y/o editoriales, por corrientes críticas incluso. Por esta razón, creo que una de las funciones prioritarias que tienen plataformas como la presente es ofrecer no solo la posibilidad de profundizar en nuestro conocimiento de las etapas y de la producción de los autores ya consolidados, sino también la de llegar a textos y autores que de otra forma permanecerían poco menos que desconocidos. Como es el caso de Tadeus Calinca.