LA MALASANGRE, DE GRISELDA GAMBARO
Cristina Sánchez Ávila
Universitat de València
Creo que la escritura es siempre
una búsqueda, es una especie de viaje
que se da a través de las palabras.
Griselda Gambaro,
"La ética de la confrontación"
1. LA MALASANGRE EN SU CONTEXTO: ARGENTINA, AÑOS OCHENTA.
Las relaciones que se
establecen entre los "textos teatrales" y
la "actuación / puesta en escena"
suelen ser tan complicadas,
imprevisibles y secretas como las que
se trazan entre las personas.
Alberto Ure,
"Dejar hablar al texto sus propias voces"
La importancia de un autor, de una autora es variable y política según el reacomodamiento constante de la estética y la vida social, de las luces y sombras que se dibujan mutuamente. Y el autor no es sólo sus textos, sino su colocación en la producción, el encuentro de un oficio, el teatral, que le encaja sus condiciones, el lugar que se le reconoce en la jerarquía cultural y el público que recorta, sin olvidar el resultado o incidencia de toda esa amalgama de factores complejos sobre la persona en que recae la autoría.
El 17 de agosto de 1982 subía a escena, en la sala del Teatro Olimpia de Buenos Aires, La malasangre, de Griselda Gambaro.
Contrariamente a lo ocurrido con las puestas en escena precedentes de las piezas de esta vigorosa y singular dramaturga - nos referimos a las de las consideradas como primera y segunda época, versión o fase, la "absurdista" y la de "transición hacia el realismo" -, La malasangre se hallaba en el horizonte de expectativas de la crítica periodística. Este hecho se advierte en las gacetillas previas al estreno, especialmente en "Clarín Espectáculos", del 12 de agosto de 1982, en las que se pone de manifiesto "lo personal" de la escritura dramática de Griselda Gambaro, así como el incipiente prestigio de la directora L. Yusem y la presencia de Lautaro Murúa, un actor discutido respecto a sus recursos escénicos, pero de gran personalidad, que hacía tiempo que faltaba del país.
De la puesta ha quedado como un documento fundamental un artículo periodístico: "La malasangre. Testimonios de una puesta en escena", firmado por Mauricio Kartun y Máximo Soto (1), en el cual la directora, los actores y la escenógrafa nos han transmitido las impresiones en torno a su quehacer creativo. La primera pone de manifiesto la forma de trabajo adoptada: una exacerbación del método Stanislavski, tamizado por la práctica de Lee Strasberg, haciendo especial hincapié en el método de las improvisaciones, del "yo" propio, personal de los intérpretes.
Y resultó: La puesta en escena tuvo un éxito desusado (si se compara con la recepción de otras obras pertenecientes a la producción dramática gambariana) y se debió, en parte, a la coyuntura política, ideológica del momento: pongamos por caso, el tratamiento del tema de la represión - que se apoya, simbólica, metafóricamente (procedimiento habitual en tiempos de dictadura) en la figura o referente histórico de Juan Manuel de Rosas y su familia, correspondencia fácilmente reconocible o identificable por el espectador-lector inmerso en la sociedad argentina y que el montaje o texto espectacular persiguió intensificar - o la ubicación histórica del texto - en la línea del llamado teatro histórico y de sus paralelismos entre el pasado y el presente.
Interrelación, pues, entre teatro y sociedad, tal como apuntó Miguel Ángel Giella en De dramaturgos: teatro latinoamericano actual (2), y corroboró Adam Verseny, quien, en El teatro en América Latina (3), aporta una detallada explicación de cómo los elementos teatrales, políticos e ideológicos se han mezclado consistentemente en la historia de América Latina.
Por su parte, Gerardo Fernández, en "1949-1983: Del peronismo a la dictadura militar" (4), incluye La malasangre dentro del apartado que denomina "Dictadura y dramaturgia", como ejemplo de texto dramático de una de las principales exponentes de la llamada "generación del sesenta". Asimismo, señala en su estudio algunas de las constantes existentes en la producción teatral que va de 1976 a 1983, año - este último - en que oficialmente se reinicia la vida democrática en Argentina.
Por todo lo cual La malasangre se escribe y se estrena, aunque todavía dentro del período de la dictadura, en un momento de decadencia del régimen del terror. Por otra parte, y teniendo en cuenta que Griselda Gambaro se fue haciendo progresivamente menos "hermética", un texto como el que nos ocupa evidenciaría, en palabras de Osvaldo Pellettieri, el paso "de la neo-vanguardia al realismo crítico o teatro de la transparencia".
Entre las características comunes que permitirían agrupar, grosso modo, la dramaturgia que subió a las tablas en los años setenta y ochenta, principalmente en Buenos Aires, destacaríamos la tendencia al tratamiento metafórico, enmascarador de la realidad - consecuente efecto del clima de censura que se vivía - . Tal como ha expresado Luis Ordaz en Aproximación a la trayectoria dramática argentina: desde los orígenes nacionales hasta la actualidad: "Después de 1976 [...] abundan las claves y sutilezas más o menos transparentes y se usa un lenguaje críptico, oblicuo, indirecto respecto a la realidad."(5)
Esa circunstancia arrojó excelentes resultados, sobre todo si se compara la dramaturgia de ese período con la del inmediatamente posterior, el de la casi absoluta libertad expresiva de la democracia. En efecto, obras como La nona, Gris de ausencia o Convivencia, que se estrenaron por esos años, configuran grandes metáforas sobre la historia y la idiosincrasia argentinas en general o sobre aspectos concretos de las circunstancias reinantes - el autoritarismo, el miedo, la responsabilidad, la relación dominador-dominado (o victimario-víctima, si se prefiere) o el poder, travestido, en sus distintas formas o máscaras - a través de anécdotas y personajes, bien inventados, bien rescatados de la historia, que inducen, que invitan a la reflexión.
En cualquier caso, la "experimentación" de finales de los años sesenta creó un clima en el que, como ha señalado Julio Elena Sagaceta, los autores presentaron sus posiciones por medio de personajes que ahondan en sus paisajes interiores, que lo hacen sirviéndose de un lenguaje teatral sumamente alegórico, metafórico, expresionista, incluso carnavalístico. Algo que puede apreciarse en las obras de Gambaro, desde la temprana El campo hasta las más recientes, ya en los años ochenta, tales como Decir sí, La malasangre y Del sol naciente, con sus personajes y configuraciones psicológicas de intrincada textura que, herederos de los que se encuentran en el grotesco criollo de Armando Discépolo, se ven deformados por un contexto físico que delimita y destruye sus sueños y aspiraciones.
Pero retomemos, para finalizar este apartado, la recepción en la prensa de La malasangre: Las críticas periodísticas de los principales diarios - La Prensa, Clarín - registraron la metáfora mencionada y, a su vez, metamorfosearon su discurso al aludir a las dictaduras, más que a las convenciones estéticas propiamente dichas de la pieza. Por lo que cabría empezar por preguntarse qué significó, más allá de los contenidos semánticos, la puesta en escena de La malasangre en el contexto que la vio nacer.
2. EL SILENCIO Y LA PALABRA: LA MALASANGRE O LA POSIBILIDAD DE "DECIR NO".
La obra de Gambaro es,
como suelen ser algunas pocas
grandes obras de arte, una profecía.
Kive Staiff,
"Una profecía perturbadora".
Griselda Gambaro es, como todo escritor dramático que se precie, portadora de un estilo. Un estilo en que muchos quisieron escuchar el eco de Samuel Beckett, Eugène Ionesco y la vanguardia europea coetánea, pero en el que la propia autora reivindica el magisterio de Armando Discépolo, "nuestro dramaturgo necesario". Un estilo que, sea como fuere, se fue haciendo paulatinamente menos abstruso y tornándose más "realista". Inteligente y sagaz como pocos a la hora de desentrañar las zonas más ocultas de la historia argentina, ha sido un ejemplo de coherencia, de rigor y de compromiso tanto ético como estético en el tratamiento de ciertos temas recurrentes, como el abuso arbitrario del poder, los trasvases en las relaciones entre víctimas y victimarios, el miedo, la fragilidad de la vida o la asunción de la responsabilidad.
Por otra parte, la inquietante fascinación que ejerce la violencia, como algo que no nos es totalmente ajeno - tampoco lo es a la obra de Gambaro, ni a sus meditaciones, colindantes con la metafísica, sobre la crueldad humana - ha sido puesta de relieve por Kirsten Nigro. La misma Griselda Gambaro, en su ensayo ¿Es posible y deseable una dramaturgia específicamente femenina?, ha comentado: "Escribo como mujer, no sólo porque no soy un hombre, sino porque para hablar de las mujeres no hay nada mejor que hablar de las relaciones entre los hombres."
Se podría pensar que el espanto del sexo lo arrasa todo, como si a su paso hay hubiera que ir zurciendo los destrozos para tejer una red que lo excluya, pero eso no es femenino ni masculino... Una mujer moderna y sutil - sugiere - puede ser un reo visto al revés y muchas otras personas. La cuestión reside en hacer hablar entre sí a sus palabras, con el coro, polifónico, de todas las voces que las distorsionan y las contestan. Así, palabras como "masculino" o "femenino" remiten a una construcción lingüística que asume las connotaciones que los "dueños" de la palabra le quieran atribuir. Y es que tener derecho a la palabra es tenerlo, asimismo, al poder.
También las palabras "han sufrido el mismo proceso de deterioro y desaprensión en el uso que la vida política y cultural del país ha impuesto al lenguaje"; si bien subraya: "Insisto en la palabra dentro del texto dramático y en su importancia en el fenómeno teatral". Con La malasangre, concreta Gambaro, "quise contar una historia que transitara esa zona donde el poder omnímodo fracasa siempre si los vencidos lo enfrentan con coraje y dignidad, si se asumen en el orgullo y en la elección". En los márgenes de la libertad creadora, el teatro de Griselda Gambaro emerge como un teatro de la palabra que busca, que indaga, que se encuentra en el asombro (6).
Los años sesenta, momento de exploración y de polémica, representaron vitalidad y esperanza; tensiones de la reacción que contemplaron una contrapartida firme, emotiva y reafirmadora de las fuerzas progresistas. Bajo el signo del realismo suele ubicarse el grupo de dramaturgos que comienza a escribir y estrenar sus piezas en los sesenta (7). Ahora bien, ¿hasta dónde una experiencia es de "vanguardia", "experimentación" o queda en el marco, en los límites del "realismo"? Y es que los escritores considerados realistas no dejan de indagar en una actitud distorsionada, que escapa a la lógica causal, muy acorde con las situaciones grotescas: conductas extracotidianas que se inscriben en un tono distanciado, enrarecido, que apuesta por la "contaminación" de géneros y estilos.
A partir de la generación del ochenta, en la que el proyecto liberal había sido cercenado por la dictadura, fueron acelerados, tanto como dolorosos, el desencanto y la traición. Concretamente, en 1981 la cultura argentina formuló un discurso alternativo a través de Teatro Abierto, que se apoyó de una manera intensa en el neogrotesco. La propia Griselda Gambaro define el grotesco - ese espacio fronterizo - como "la metáfora de Argentina", si bien es harto difícil encontrar la definición exacta de sus contornos. La autora misma reconoce que cada creador, desde su aspiración a la sorpresa, "rompe, agrede o respeta el género de acuerdo a sus propias necesidades expresivas". En el caso de Gambaro, tal como afirma Beatriz Trastoy, emerge, como una de sus preocupaciones o inquietudes básicas - ligada al neogrotesco (8) -, la pérdida de identidad personal por la incidencia de una sociedad agresiva, o lo que viene a ser lo mismo, en un sentido más amplio, la expresión de conflictos humanos con una manera muy particular, muy peculiar de humor a la hora de enfocar la problemática existencial del individuo en un contexto social adverso, hostil, humillante, desde una actitud especialmente sensible a los sutiles matices de las relaciones humanas y los resortes de la conducta. En su voz: "Mis obras exigen una visión crítica. Son pesimistas en la situación que plantean, pero exigen - tanto al espectador como al lector - un análisis posterior al impacto estético. Buscan la reflexión a posteriori. Reconozco que es desoladora la atmósfera que muestran, pero lo que importa es el análisis, el cuestionarse ¿por qué?" (9).
Personal creadora de una fuerza dramática sobrecogedora, sus obras invocan a la pasión y a la razón para reafirmar la ética del compromiso: "El hombre es un ser muy pasivo a quien le cuesta asumir su responsabilidad con respecto a los otros y con respecto a sí mismo". Las fuerzas opresivas o de concesión complaciente son para ella máscaras, actitudes destructoras de la identidad que afectan a todos los planos de la vida. Es el cáncer que todo lo invade, el terreno donde se juegan los destinos humanos. Y quien pretende, aunque sea de una manera inconsciente, escapar, ignora que todos los caminos conducen al desorden. Pero no todo está perdido: Estamos hablando de la persistencia de la inocencia en un mundo sangriento -la "ingenuidad voluntaria" en palabras de Alberto Ure, uno de los directores escénicos argentinos que más se ha vinculado a la escritura gambariana -, de la posibilidad de ser supervivientes íntegros, de plantar cara, dignamente, a la dominación y al fracaso que parece ser la existencia. Relativización, en definitiva, del fracaso que enlazaría con la reflexión que lleva a cabo Malena Lasala -en Entre el desamparo y la esperanza: Una traducción filosófica de la estética de Griselda Gambaro (10)- acerca de "la figura frágil y trágica de la esperanza", así como en el "personaje-toma de conciencia" propuesto por Stella Maris Martini: un personaje que tiene la posibilidad de "decir que no" (11).
Así, se produce un cambio ciertamente significativo, en el interior del discurso dramático de La malasangre, cuando los personajes-víctimas - como es el caso de la pareja "imposible" protagonista: Dolores y Rafael - se proponen conscientemente dejar de serlo. Para ello se adueñan de sus palabras y se enfrentan al personaje-victimario para decir "no". La apropiación del propio lenguaje les permite también establecer un diálogo verdadero con otros pares, y con un código donde campea el afecto. Es la recuperación de la palabra, que ha hecho posible la rebelión, la lucha por la libertad, por la verdad de la vida y del teatro y que ocupa, sobre el final de la obra, el espacio escénico todo. Es la superación del horror, paradójicamente, a través de la representación de los lenguajes de la crueldad y la violencia, sin olvidar la importancia que se concede al lenguaje de la gestualidad, de la mirada, del silencio. Hasta el silencio, hasta la palabra reprimida se vuelve pura significación - como ocurría en La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca -: "¡Yo me callo pero el silencio grita!"
El escenario en que transcurre esta pieza - de talante crítico, de denuncia, a modo de una radiografía, ambientada en el pasado, del ejercicio arbitrario y sangriento del poder (12) - es un salón elegante de 1840, por el que transitan, se desplazan figuras: una manera de releer el pasado histórico, una lectura cifrada del presente (13). Y es que una obra como la que presentamos se refiere a circunstancias presentes o inmediatamente anteriores aunque las fábulas pasen en otros tiempos. Porque la dramaturgia y el teatro permiten utilizar cualquier ropaje, cualquier disfraz para hacer "visible lo invisible", enmascaran, ocultan la realidad, la transforman sólo para desnudarla.
En el sistema de relaciones - dentro de una estructura acentuadamente patriarcal - en que se convierte la escena dramática, un juego de intercambios - tendentes al fracaso - revelan, desde un comienzo, la descomposición de un universo de sentido precisamente para mostrar, para poner al descubierto, en un ejercicio deconstructivo, sus reglas del juego: el trasfondo, lo que está detrás, la profundidad de las cosas.
El simbolismo de los colores es, por otra parte, muy significativo: el progresivo paso del rojo al blanco no es gratuito. El mismo espacio, la misma vestimenta de los personajes remite al título de la obra: rojo, sangre, muerte... Y la asociación, trágicamente inevitable, con la figura de Rosas. En cuanto al espacio externo, no se muestra directamente, sino que es referido. Las acciones suceden en dos espacios "domésticos", "privados": el salón y el dormitorio de Dolores.
La acción de La malasangre - compuesta por ocho escenas - comienza in media res, con una persistente tensión, francamente insostenible, entre un sujeto activo (Dolores) y su oponente (Benigno, su padre). La protagonista contará - en su pugna por alcanzar su identidad y su libertad - con un único apoyo (Rafael) para su exploración de un espacio propio como mujer y como ser humano.
Entre las situaciones dramáticas fundamentales, se halla la situación inicial, con el contrato de trabajo que el padre - que está buscando un preceptor para su hija - ofrece a Rafael, el cual, por su "defecto" físico - la joroba, que despierta una curiosidad "malsana", burlona, alevosa -, representa o evoca la imagen de lo opuesto. Su belleza no es visible. Pero tiene un rostro "muy hermoso, sereno y manso". Rafael será, en la vía abierta por la escritura del argentino Roberto Arlt, el personaje sometido, humillado. En las expectativas del poderoso, el personaje "deformado" - ¿una elección extraña? - no es un peligro para nadie. Así creerá ejercer un control, una vigilancia - que encarnarán la figura de la madre y de Fermín -, sobre el cuerpo de su hija.
Dolores es sincera, arriesgada, brutal por momentos. Su tono es de seguridad, se enfrenta con toda la fuerza de su ánimo a lo que considera injusto. De este modo se la retrata cuando irrumpe, por vez primera, en escena: "Dolores es una hermosa muchacha de veinte años, de gestos vivos y apasionados, y una especie de fragilidad que vence a fuerza de orgullo, de soberbio desdén." Vehemente, furiosa ante el servilismo, reivindica su libertad de elección, como venganza contra el autoritarismo, la tiranía y el abuso arbitrario del poder por parte del padre. El acuerdo tácito de la madre a los intereses de su marido exaspera a la joven, indignada ante tanta servidumbre, tanta sumisión, tanta anulación.
Rafael evita mirar directamente a los ojos a Dolores, pero ésta no deja de retarle, de hostigarle. En un principio, será Rafael quien juegue, mediatizado por su mirada, con su accionar primeramente oblicuo, con lo no dicho o con lo dicho a medias. Pero, progresivamente, se irá produciendo un acercamiento entre ambos personajes, aunque a ella le moleste la debilidad de carácter de él, circunstancia que provoca silencios tensos. Para ella, él tiene "Lindos ojos...Tiernos y sedientos". Quiere que él la mire, pero él oculta sus ojos, evita los de ella. Se ha enamorado... y va a ser correspondido. Planearán huir.
La historia de amor entre Dolores y Rafael -un juego de poder, también - dramatiza, en cierto modo, la fuerza activa de rebelión que encarna ella, pero que no logrará evitar el final trágico -la muerte del prudente Rafael -. Su éxito lo es en tanto que acto verbal de rebeldía, ya que condena al tirano a la soledad. Nos hallamos ante la disección de los mecanismos por medio de los cuales el poder se ejerce y se perpetúa, así como ante distintas posiciones respecto al ejercicio de aquél. La risa se alza, aquí, como liberación, como salvación (14).
En lo relativo al dialogismo e intercambio entre los personajes, éstos tienen una doble faz. Por una parte, parecen adaptarse y aceptar las órdenes del padre pero, por otra, actúan siguiendo sus impulsos. Las relaciones padre-hija u hombre-mujer son trasladadas al plano político-social. El diálogo que se entabla entre los enamorados se propone como una alternativa vital real, auténtica, al margen del orden establecido. Pero una cosa es el deseo, el ámbito de los sueños, y otra muy distinta la realidad. Además, la opción amorosa de Dolores y Rafael es, al mismo tiempo, una opción política. Nos encontramos, así, en la intersección de dos ámbitos o esferas: la de lo público o social y la de lo privado o personal, o lo que es lo mismo, la exterioridad y la interioridad. Y es que, si atendemos a la poética que el texto nos plantea, "nada es tan simple como uno cree". De ahí el metafórico juego entre lo liso y lo torcido.
Como desenlace, el intento de huida, finalmente fracasado, de los amantes y la muerte de Rafael a mano de los verdugos ¿Su origen? La revelación de la traición de la madre, que acaba siendo desenmascarada por la hija, en el marco de un enfrentamiento en el que ésta, a diferencia de aquélla, no se resigna, ni se somete, a la autoridad masculina. "El nombre es el destino", dirá Dolores. Su odio, contenido y feroz, hacia la madre, así como la condena al silencio son un reto lanzado al espectador, al lector: un silencio plagado de sentido. Porque lo que está dentro de las figuras es el miedo y el deseo reprimido, que se proyecta en una relación brutal con el cuerpo femenino: la violencia y crueldad como forma de exterminio de cualquier amenaza al poder central.
La malasangre consta, según el análisis trazado por Marta Contreras (15), de distintos "niveles de descomposición". Para ella la figura se descompone en tres grupos: en primer lugar, el Padre; en segundo lugar, el verdugo-sirviente; por último, la pareja formada por Dolores y Rafael, quienes, al enamorarse, rompen las leyes domésticas y sociales, infringen, con su relación, la distancia social, la diferencia física, la ley que es el deseo del padre. El tema romántico se exaspera, se lleva hasta el extremo de proponer la imagen, la figura de un "monstruo" (16) que, en La malasangre, sirve de catalizador de algunas constantes literarias románticas, permitiendo con ello examinar los temas del amor, la vida doméstica, la pareja, los roles femeninos y el lugar del maestro o tutor dentro del orden familiar. La realidad es nombrada con un nombre con el que a veces se encuentra y a veces no, con lo que no hay manera de saber cuándo ocurrirá una cosa u otra, lo cual genera, provoca una impresión, desconcertante, de terror. El peligro está presente bajo la forma, bajo el disfraz de amenazas veladas o explícitas para finalmente desencadenarse en castigo. Lo monstruoso de la figura que se desplaza por la escena no hace sino evidenciar las reglas del juego de poder en conexión con el proyecto educativo que lo acompaña. Por otra parte, desempeña la función de materializar la diferencia frente a la fluidez de la realidad conocida, poniendo en peligro la estabilidad y forzando preguntas que se refieren a la estructura física humana, las marcas de género, raza, edad o clase social, así como la posibilidad de analizar -tras el distanciamiento- sus elementos constitutivos.
¿Qué se consigue? Desde esa hipérbole de la diferencia a que remite la figuración del monstruo en la obra, se han simplificado y amplificado los signos de la distribución del poder mediante la deconstrucción, el desmontaje de su entramado merced al análisis reflexivo, lo cual conlleva una evaluación desmitificadora, un diagnóstico que implica un cuestionamiento de respuestas de orden tanto social como individual que han dejado de ser eficaces o que prefiguran un infierno humano carente de cualquier promesa utópica. Y es que el monstruo apunta a una mezcla, a una hibridez anómala de elementos orgánicos que transgreden la norma estándar de lo que se considera el orden "natural" y "aceptable" de las cosas y, con ello, propone un enigma que encubre una posibilidad de cambio. El monstruo representa la otredad y el terror pero, a la vez, es la imagen física de algo que se resiste a entrar en el sistema, de algo que no armoniza, que se escapa del control ineducable y que, por esa razón - nos viene a la memoria Mordake o la condición infame (17) - podría significar unos sentidos inesperados o deseados, aunque desconocidos.
El Padre actúa motivado por el odio, al cual él llama amor. La madre actúa llevada por la envidia y el miedo. El novio - en el horizonte de expectativas del matrimonio concertado -, se expresa a través de la relación cruda, brutal con el cuerpo de Dolores, al tiempo que aparece retratado en rasgos tales como la carencia de desarrollo intelectual o la riqueza ostentosa. La pareja protagonista se libera de la represión, sí, pero ¿a qué precio? Ella es condenada a permanecer en silencio y él a morir. Esta doble figura que componen ambos personajes encarna la debilidad frente a la fuerza, la integridad frente a la corrupción, el valor frente al miedo y el amor frente al odio.
A través de su análisis, Marta Contreras (18) expone las bases en las cuales se funda el proyecto estilístico de la autora, su lenguaje, proponiendo -para leer a Griselda Gambaro- metamorfosearla, identificarla con una figura dramática que contiene en sí misma los polos complementarios de la crueldad y cuyo estilo dominante es el grotesco y el humor negro, y cómo a través de esos lenguajes -verbales o no verbales-, de esas voces se provoca la risa y el horror. Ambigüedad que se traslada, que se desplaza al plano del discurso y sobre la que hacen interesantes aportaciones, entre otros, Fernando de Toro y Stella Maris Martini. Más especificamente, en "Griselda Gambaro o la desarticulación semiótica del lenguaje", De Toro contempla la ambigüedad del discurso "como impuesta por el contexto social que determina una práctica de escritura" y considera que tales ambigüedades o rupturas "son el producto de una búsqueda estética que nace y se nutre de una realidad que no solamente es argentina". En otro artículo suyo - "La referencia especular del discurso en Griselda Gambaro" - se subraya, además, el procedimiento de la intertextualidad metonímica en La malasangre: "que es aquella donde la situación general de una sociedad es vista en sus distintos componentes (opresión, arresto arbitrario, tortura, rebelión), es decir, es posible proyectar el texto en el sintagma político-social del contexto; frente a una intertextualidad metafórica, donde el equivalente se realiza por transposición." (19) Ambigüedad, en definitiva, que roza lo trágico y lo cómico, que da lugar al equívoco: "desambiguación por la sentencia", concretará Stella Maris Martini a propósito de La malasangre (20).
Otros rasgos a destacar -a modo de mero apunte- del texto dramático serían: la estructuración del conflicto dramático a partir del esquema tradicional que consta de presentación, nudo y desenlace, las referencias a una "prehistoria" de los hechos que se escenifican, la práctica de la elpisis temporal y de los mecanismos de la causalidad o linealidad de los hechos (en beneficio del efecto de realidad), la gradación de conflictos, la invasión de la acción por la extraescena, la sagaz dosificación de la información, la antítesis en la presentación de los personajes, la relaciones paralelísticas que se articulan entre ellos, el sentido simbólico de los nombres de los personajes, así como la presencia de figuras retóricas como la sinestesia, el oxímoron, el eufemismo, la ironía o la paradoja en el trazo de los mismos, sin olvidar la estratégica contradicción entre la frase y el sentimiento, producto, en este caso, del ejercicio de la violencia - el Padre, investido de una omnipotencia demiúrgica, cree poder "saber" hasta lo que otros piensan o sienten -, como referencia solapada a la violencia política imperante durante el régimen rosista.
La malasangre es, además, un intento por darle la vuelta al melodrama, mediante la utilización-transgresión de las convenciones estéticas de este género: poética del exceso, redundancia en el sufrimiento de la "pareja imposible", en sus sentimientos irrefrenables -pasan del odio al amor a partir de una atmósfera opresiva, claustrofóbica, propia del género sentimental-, éxito (si bien relativo) del villano. Esta ruptura o cambio de sentido gracias al principio constructivo del encuentro personal encamina a la pieza hacia el "realismo crítico". Así se ha denominado la tercera fase, versión o etapa - como se prefiera - de su producción dramática. De este modo, el infortunio de la pareja protagonista, lejos de ser meramente "privado", se convierte en "público". La autora se compromete con lo social a través de una "coherente" mostración de los roles sociales del victimario y la víctima. Los encuentros personales de Dolores tanto con Rafael como con el Padre y la Madre relativizan el efecto sentimental del melodrama, que suele perseguir una identificación compasiva. En el marco de un desarrollo dramático cuestionador del paternalismo, Dolores se yergue - aparente paradoja - como triunfadora - aun después de los múltiples asedios, de la muerte de su proyecto de evasión hacia la libertad -, ya que logra desocultar, desenmascarar la trama siniestra. Ya no teme, el dolor la ha liberado. No aceptará nuevas mentiras. Ha crecido.
El efecto buscado es, al fin, una identificación irónica, distanciada, oblicua, reflexiva del espectador con lo representado con objeto de concretar un alegato, especialmente intenso, en favor de la integración solidaria de hombres y mujeres para luchar contra la injusticia social: un encuentro de personas, en suma, en una apuesta por lo posible.
Aunque instalado en la ambigüedad, el teatro de Gambaro es una apelación a la toma de conciencia por parte del receptor. Si bien se parte de las reglas del juego escénico del tetro costumbrista, la manera en que los personajes interactúan entre sí los proyecta como un universo de horror y grotesco en que se mezcla el desarrollo de una historia de amor romántico en el seno de un mundo dominado por el terror. Lo peligroso, viene a decirnos, es condenarse a la esclavitud y perder la propia dignidad. Por el contrario, cuando el personaje-víctima intenta cambiar su situación, el texto hace un lugar a la ternura y a la esperanza, y la desaparición física no tiene necesariamente la marca de la destrucción. El teatro se alza, así, en ámbito para la lucha, para la esperanza: un "modelo para armar" - en palabras de Marta Contreras (21) - en cuyo universo contradictorio, como la vida, la existencia de un personaje-victimario se explica en la necesidad de otro personaje que busca vivir esclavizado, y viceversa. Uno no se explica sin el otro, como en el marco de una relación sadomasoquista. El eco del Samuel Beckett de Final de partida resuena, intenso, en su presentación dramática de las relaciones humanas, toda una radiografía del desorden.
La misma autora explica: "El hecho escénico nos tiene que despertar, nos tiene que desanestesiar de todo eso que es la falsa información, la deformación de los sentimientos y las ideas que es base de nuestra sociedad". Y añade: "El mundo nunca ha sido enteramente blanco ni enteramente negro; el mundo ha sido siempre una gran confusión, en todo sentido, incluso en el ético..." (22). La posición adoptada por Gambaro es, pues, la de "decir no" a la sujeción y el autoritarismo. El lenguaje de la rebelión se hace sentencia, porque nunca se perdieron las palabras. Algunos pueden modificar su situación, o al menos intentan conscientemente hacerlo. Son ellos los que alcanzan su redención en la escena, en el texto y sobreviven como personajes al conquistar, simbólicamente, la zona de luz en el universo que se perfila en el espacio escénico.
En definitiva, Griselda Gambaro inaugura un ciclo, posibilista, en la esperanza. Desde su condición de hilos semánticos que fundan la trama, los ejes de la dominación / muerte y de la rebelión / vida construyen un mensaje esperanzado, esperanzador. Más allá del sufrimiento y la humillación, de la abyección y el miedo (23), Gambaro representa dramáticamente su versión de una vida en lucha a la que hay que adherir un compromiso racional, que se ejerce desde la propia libertad. En este sentido, la producción gambariana aparece teñida por las propuestas del existencialismo sartreano, donde el ejercicio de la libertad y la opción firme - estrechamente vinculada a la responsabilidad del individuo - se revelan fundamentales. Asimismo, la dramaturga es heredera implícita del teatro independiente en su apuesta por un teatro de denuncia de la situación incompleta del ser humano: honesto, libre, la verdad del teatro. Otra vuelta de tuerca emparentaría su quehacer escénico con las raíces del teatro argentino, en el marco de una dramática que avanza por la senda del grotesco discepoliano.